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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.61 México jul./dic. 2021  Epub 28-Feb-2022

https://doi.org/10.21555/top.v0i61.1195 

Artículos

Hobbes y la tolerancia religiosa: una lectura de Leviatán desde el concepto de “religión”

Hobbes and Religious Tolerance: A Reading of Leviathan from the Concept of Religion

Álvaro A. Pezoa Gutiérrez1 

1Universidad de los Andes, Chile aapgutierrez@gmail.com


Resumen

En el artículo se analiza la posibilidad de encontrar una aproximación favorable a la tolerancia religiosa en Leviatán. Para ello, se contraponen dos grupos interpretativos sobre el tema: por un lado, los comentadores más apegados a una lectura “tradicional” de la obra hobbesiana, para quienes hablar de tolerancia religiosa en los textos de Hobbes tiene poco o ningún sentido; por otro, quienes defienden una lectura “revisionista”, llegando incluso a sostener que Hobbes estaba completamente de acuerdo con la tolerancia religiosa. En segundo lugar, se propone una lectura desde el concepto hobbesiano de “religión”, reconstruyéndolo con las caracterizaciones expuestas en Leviatán. Finalmente, se contraponen las corrientes interpretativas con la reconstrucción del concepto de “religión”, determinando en qué sentido se puede hablar de tolerancia religiosa en la obra de Hobbes.

Palabras clave: Hobbes; religión; tolerancia; Leviatán

Abstract

This article analyzes the possibility of finding an approach favorable to religious tolerance in Thomas Hobbes’s Leviathan. With this aim, I will first establish a contrast between two interpretative groups that have guided the discussion on the subject, focusing mainly on Leviathan. On the one side, there are more “traditional” commentators of Hobbes’s works, to whom the idea of religious tolerance in Hobbes’s texts makes little or no sense; on the other hand, there are academics who defend a “revisionist” reading, maintaining that Hobbes was completely favorable to religious tolerance. Second, I propose a reading of the text from the Hobbesian concept of religion, reconstructing this concept with the characterizations present in Leviathan. Finally, the two lines of interpretation are contrasted with this Hobbesian concept of religion, determining in what sense it is possible to understand Hobbes’s work as favorable to religious tolerance.

Keywords: Hobbes; religion; tolerance; Leviathan

I. Resumen histórico y problematización de la lectura “tradicional”

En 2016, Teresa Bejan publicó un artículo acerca de Hobbes y la tolerancia religiosa. En él sostiene que Hobbes no es un autor directamente favorable a la tolerancia, pero que, en nombre de la primera ley de naturaleza, el soberano hobbesiano debe estar dispuesto a pasar por alto, en parte, las diferencias de credos, siempre y cuando no atenten directamente contra la religión oficial. Bejan establece, además, una distinción entre intérpretes “tradicionales” de la obra de Hobbes, para quienes el pensador inglés defiende atribuciones de un monarca absoluto, lo cual sería incompatible con la tolerancia religiosa, e intérpretes “revisionistas”, quienes sostienen, en cambio, que la obra de Hobbes sí establece un marco teórico propicio a la tolerancia religiosa.

El primer grupo interpretativo sigue una tendencia instalada desde la publicación en 1693 de la primera biografía crítica de Hobbes, redactada por John Aubrey. En dicho texto se describe a Hobbes como un anglicano practicante que solicitó los últimos sacramentos de un pastor de su denominación en el lecho de muerte. Al inscribir a Hobbes dentro de la ortodoxia religiosa en la Inglaterra del siglo XVII, Aubrey le atribuía una afinidad con el erastianismo de la época (cfr. Rogers, 2007; Skinner, 1966; Whitney, 1939; Worden, 2009). Unos trescientos años después, la percepción de Hobbes como un erastiano contrario a la tolerancia religiosa sigue siendo bastante común. A modo de ejemplo, se puede citar a George Sabine y su Historia de la teoría política (1937) - un manual utilizado con frecuencia en el ambiente universitario- y a Michael Oakeshott y su introducción a una edición revisada de Leviatán (1946), que se publicó después por separado en 1975.

En ninguno de los autores mencionados parece haber un interés por el problema de la tolerancia en la obra de Hobbes, porque, de hecho, no creen que dicho problema exista. La lectura tradicional de Hobbes, entonces, aunque presenta matices en algunas materias -como las especulaciones sobre su irreligiosidad o ateísmo (Jones, 2017; Martinich, 2002, pp. 1-67; Springborg, 1996; Strauss, 2011)-, llega a consenso en lo que se refiere al problema del cual surge la presente investigación: no habría respaldo teórico para la tolerancia religiosa en Hobbes. Es necesario, entonces, descifrar qué elementos favorecieron el surgimiento de lecturas para las cuales la tolerancia sí cabe en la teoría política hobbesiana.

Una primera tensión que favorece el surgimiento de las lecturas revisionistas se relaciona con la libertad del súbdito en el Estado hobbesiano. Las primeras definiciones de “libertad” que aparecen en Leviatán1 aluden a la libertad como ausencia de restricción física y capacidad de actuar conforme a la propia fuerza e ingenio. Si se considera la ubicación de estas definiciones, tiene sentido que se ponga énfasis en la ausencia de restricciones, pues se busca mostrar que la libertad pura, en rigor, sólo se podría encontrar en el estado de naturaleza. Sin embargo, una vez que se supera dicho estado, la libertad corresponde al espacio individual en el que no hay un dictamen ajeno de lo que se puede hacer. La restricción, en este escenario, proviene de las leyes promulgadas por el soberano, más allá de las cuales cada súbdito gobierna su propia vida. Es decir, en una primera instancia, Hobbes define la libertad desde la función restrictiva de la ley.

En una segunda instancia, Hobbes comienza a describir lo que se podría denominar “libertad civil”, es decir, ese espacio de libertad que no depende de -o no es restringido por- la ley.2 Es en este espacio, el “espacio privado”, en el que el súbdito puede elegir libremente los bienes que desea alcanzar. Dos de ellos son, por cierto, el género o tipo de vida que se lleva, y la educación de los hijos (cfr. Lev., II, 21, pp. 173-174). Difícilmente se podría sostener que estos bienes no tienen repercusiones en la vida pública y, por consiguiente, en la sociedad civil: ¿qué ocurriría, por ejemplo, si un súbdito decidiera vivir como anacoreta y la gente lo creyese un santo iluminado por Dios (por ende, un líder influyente)? Y pensando en la educación de los hijos: ¿no podría ocurrir que, en la seguridad del propio hogar, un hombre decidiera educar a sus hijos en la disidencia? Para Oakeshott (2000, pp. 30-50) y Zaitchik (1982), ningún súbdito que actúe racionalmente y conforme a las leyes de naturaleza intentaría cosa semejante. Pero es innegable que los seres humanos no actúan solamente de modo racional. En muchos casos las acciones humanas tienen su causa directa en las pasiones y los sentimientos, y Hobbes es consciente de ello (cfr. Lev., I, 6; II, 27, p. 242). En pocas palabras, entonces, Hobbes describe un ámbito de libertad individual que resulta infranqueable para las leyes. Que de este espacio personal no se origine disidencia, depende directamente de la disciplina del ciudadano hobbesiano, tal como ha sostenido David Burchell (1999). Es más, ¿quién dudaría de que esta libertad le permitiría al ciudadano hobbesiano creer en lo que quisiera?

Una segunda tensión que favorece el surgimiento de las lecturas revisionistas se relaciona con el contenido esencial de la doctrina cristiana. En efecto, Hobbes defiende un claro minimalismo doctrinario en Leviatán, llegando a sostener que el unum necessarium consiste en creer que Cristo es el Hijo de Dios, el Salvador, y que, por ende, murió en la cruz para redimir a la humanidad (cfr. Lev., III, 42, pp. 424-425). Por una parte, se podría sostener que este minimalismo doctrinario comulga con un Estado absoluto y doctrinalmente homogéneo, en el sentido de que la reducción de la doctrina cristiana a pocos dogmas eliminaría la posibilidad de que los súbditos obedecieran a “dos amos” (Lev., II, 29, p. 269). Eliminando diferencias formarles, sería posible sostener una homogeneidad religiosa dentro del mismo reino.

Pero, por otra parte, el minimalismo doctrinal podría desencadenar eventos que harían plausible una lectura revisionista. Desde este punto de vista, la religión oficial del Estado se vuelve indiferente respecto de la denominación cristiana escogida por el súbdito para su culto personal, siempre y cuando sea compatible con el dogma esencial y no atente contra las leyes del reino. Así, sería un asunto de virtud cívica respetar el culto público, pero nada restringiría el surgimiento de un “culto personal”. Entendido de esta forma, el minimalismo doctrinario permitiría a los súbditos confiar en sus propias interpretaciones o inspiraciones acerca del cristianismo.

Esta segunda percepción respecto del minimalismo doctrinario se ve respaldada por las observaciones de Roberto Farnetti sobre las discusiones teológicas posteriores a la Reforma, y cómo pudieron éstas influir en el pensamiento hobbesiano. Farnetti (2007) sostiene que, durante este período, las controversias teológicas no tenían tanto que ver con el carácter y significado de la ley divina, sino con los requisitos para alcanzar la salvación eterna. Usualmente, estas diferencias se manifestaban en discusiones sobre las epístolas de san Pablo, pero Hobbes presenta una versión bastante escueta del espíritu paulino al reducir la doctrina de la salvación a dos puntos centrales: la obediencia a las leyes y la creencia de que Jesús es Cristo. El énfasis de Hobbes en esta creencia tiene su origen en la idea de que, tras la ascensión del Hijo de Dios, es difícil para los cristianos saber si acaso un mandamiento proviene de Dios o se promulga en nombre de Dios. De allí que la salvación sea posible sólo con la obediencia a la palabra de Dios (expuesta en las Sagradas Escrituras) además de la obediencia a las leyes civiles. Como la posibilidad de que falsos profetas se alcen con el título de emisarios de Dios es alta (cfr. Lev., I, 6, pp. 45-46; I, 10, p. 70; II, 29, pp. 265-266; II, 42; IV, 44, pp. 500-501), la fe en Cristo debe convertirse en un criterio fundamental para conseguir la salvación, sobre todo considerando que, en la teoría política de Leviatán, es el soberano quien decide sobre el contenido específico del culto público.

Estas dos grandes tensiones dentro de Leviatán, libertad del súbdito y minimalismo doctrinario, se unen en este punto. Es paradójico que, por un lado, Hobbes proponga un soberano con potestad absoluta y que, por otro, le entregue al súbdito un espacio personal, privado para disfrutar de su fe en los términos que le parezcan adecuados. Para los autores revisionistas, estas complicaciones teóricas traen consigo conclusiones que abren la posibilidad de la tolerancia religiosa en la obra de Hobbes.

II. La interpretación “revisionista” de Leviatán

Es probable que el primer revisionista fuera sir Leslie Stephen, quien en 1904 publicó Hobbes, un libro en el que sostuvo que el autor de Leviatán estaba “completamente de acuerdo con la tolerancia religiosa” (Stephen, 2012, p. 233), basándose en un pasaje de su obra más importante.

[…] y así quedamos reducidos a la independencia de los cristianos primitivos para servir a Pablo, o a Cephas, o a Apolo, cada uno como mejor le agradase. Cosa que cuando tiene lugar sin lucha, y sin medir la doctrina de Cristo por la afección a la persona de su ministro (defecto que el apóstol censuraba a los corintios), acaso sea lo mejor: primero, porque no debe existir potestad sobre la conciencia de los hombres, fuera de la palabra misma, ya que la fe en cada uno no siempre va de acuerdo con el propósito de los que la plantan y riegan, sino de Dios mismo que la hace crecer; en segundo lugar, porque es irrazonable en quienes enseñan que existe tal peligro en cada pequeño error, requerir de un hombre dotado con razón propia, que siga la razón de cualquier otro hombre, o de la mayoría de los votos de otros muchos hombres, cosa que viene a ser equivalente a jugarse la propia salvación a cara o cruz (Lev., IV, 47, p. 573).

Stephen acierta al rescatar un texto importante dentro de Leviatán que hasta entonces no había recibido la atención necesaria. En efecto, de aquí nace un argumento que hace plausible la defensa de un Hobbes tolerante y que contradice la lectura tradicional del pensador inglés: la independencia de los cristianos se encuentra, precisamente, en su libertad de conciencia, en la capacidad de llegar por juicios personales a compenetrarse con la verdad fundamental de la que emana el cristianismo: Cristo es el Hijo de Dios y el Salvador. Esta “libertad de conciencia” es recogida posteriormente, en la década de los 1980, por Alan Ryan, quien ve en Hobbes a un autor consciente de la imposibilidad de uniformar las opiniones -incluso morales y religiosas- de los súbditos. Es a partir de esta idea que Ryan describe la autoridad interpretativa del soberano como un complemento al culto privado (2014, p. 212): Hobbes intentaría con ello liberar a los súbditos de ciertas denominaciones cristianas, la católica y la puritana, quienes a su juicio caerían en “excesos interpretativos”, interfiriendo con la autoridad civil (cfr. Ryan, 2014, p. 213). En otras palabras, según Ryan, Hobbes aprobaría la existencia de cultos particulares privados, pero no se mostraría especialmente enfático respecto del papel político que jugaría tolerancia religiosa, porque vería en ésta una tensión con la causa que origina el Estado, que es la seguridad de los ciudadanos (cfr. Ryan, 2014, p. 219).

Richard Tuck, por su parte, presenta a un Hobbes tolerante a partir de una comparación entre la obra de éste y los escritos de John Locke. Tuck toma como referencia una carta que escribió John Aubrey a Locke en 1673, en la que recomendaba al joven filósofo inglés que visitara a Crooke, el editor de las obras de Hobbes, y le pidiera revisar los manuscritos de Un diálogo sobre las leyes de Inglaterra y Behemoth. Además, Aubrey le sugería que, de visitar Londres, no dudara en tocar la puerta de Hobbes, pues le parecía que ambos disfrutarían intercambiando ideas sobre los eventos recientes de Inglaterra (cfr. Tuck, 1990). Como resultado de las guerras civiles del siglo XVII, existía un número importante de independentistas cristianos -uno de los tres grandes grupos religiosos de Inglaterra, junto a puritanos y anglicanos- que vieron truncado el sueño de reuniones apostólicas libres. Pudieron congregarse sólo en pequeñas comunidades de correligionarios (cfr. Tuck, 1990, pp. 157-158; cfr. también Martinich, 2007, pp. 104-108) desde 1649, pero en 1660 se vieron en la obligación de suspender sus actividades por orden del Parlamento. De modo que, desde 1660 en adelante, abogaron constantemente por leyes que favorecieran la tolerancia religiosa (cfr. Tuck, 1990, p. 157). Ya en Diálogo y Behemoth, sostiene Tuck, Hobbes muestra una disposición favorable hacia los independentistas (cfr. 1990, p. 160). Ahora bien, Hobbes entendía por “herejía” cualquier interpretación bíblica que se alejara de la oficial (cfr. Tuck, 1990, p. 163). Obviamente, la herejía amerita sanción por parte del soberano, pero como bien dice Tuck, si se analizan en detalle el concepto de “libertad de ciudadano” y las atribuciones del soberano, entonces se comprende que el soberano no está obligado a actuar siempre respecto de dichas atribuciones, porque, sólo en algunos casos, esto podría atentar con la causa principal del pacto social: la seguridad de los contrayentes (cfr. Tuck, 1990, p. 165). Si a esto se suma la propuesta de un minimalismo doctrinario, sostiene Tuck, no cabe duda de que Hobbes estaba a favor de la tolerancia religiosa (cfr. Tuck, 1990, p. 169).

Los intérpretes tradicionales de Hobbes, entonces, se centran en la potestad del soberano para sostener que la tolerancia religiosa no tiene cabida dentro de la teoría política presentada en Leviatán. Los revisionistas recurren, por un lado, a un pasaje de Leviatán en el que, supuestamente, Hobbes se habría mostrado completamente favorable a la tolerancia religiosa; y por otro, centran su argumentación en las descripciones de “libertad” que Hobbes introduce en Leviatán. En ambas interpretaciones el análisis detallado del concepto de “religión” utilizado por Hobbes parece tener poca importancia. Sin embargo, es necesario indagar con mayor profundidad qué entendía Hobbes por “religión” para dilucidar si acaso la diferencia de credos dentro de una misma comunidad política puede ser tolerable. La religión, en cuanto problema político, ocupa la mayor parte de Leviatán. En términos de proporciones, Hobbes plantea tensiones entre la libertad de los súbitos y la potestad del soberano en menor medida que la naturaleza de la religión, su esencia y su forma. A continuación se ofrece un análisis de la descripción de la religión hecha por Hobbes en Leviatán con el propósito de contraponerlo a las tensiones descritas anteriormente.

III. Otra lectura de Leviatán

Hobbes publicó la primera versión de Leviatán en 1651, y una versión revisada, aumentada y en latín en 1668. El hecho de que, con el paso del tiempo, decidiera corregirlo es un indicador de cuánto apreciaba el texto. Martinich incluso se atreve a decir que, a pesar de que los contenidos de Leviatán aparecen ya en publicaciones anteriores de Hobbes, ninguna de ellas se compara en el modo de abordar el pensamiento moderno. Para Martinich, Leviatán constituye una “Biblia para el hombre moderno” (2007, p. 225).

Por otro lado, gran parte de los especialistas han abordado secundariamente el análisis de Hobbes sobre la religión, poniendo énfasis en sus estudios matemáticos y físicos, o en su afán de fundar una verdadera ciencia política, citando con frecuencia argumentos de Leviatán (cfr. Strauss, 2011, pp. 93-115). Desde esta perspectiva, la religión cumple la función de reforzar argumentos a favor de la monarquía y el absolutismo político (cfr. Strauss, 2011, pp. 97-98, 107- 108). En estas lecturas es difícil encontrar un análisis extenso de lo que Hobbes dice acerca de la religión porque se atiende, en primer lugar, a los libros I y II de Leviatán, cuando los libros III y IV, que abordan las cuestiones del “Estado cristiano” y el “Reino de las Tinieblas”, tienen una extensión de aproximadamente dos tercios del libro en su totalidad. Hobbes dedica más tiempo en Leviatán a analizar las Escrituras, la Revelación y la tradición que, por ejemplo, a elaborar una teoría de la representación política. Y si nos enfrentamos a una discusión respecto del lugar que tiene la tolerancia religiosa en el pensamiento de Hobbes, parece apropiado, entonces, trabajar con cuidado los pasajes de Leviatán que describan o analicen la religión, más aún cuando uno de ellos es el que se ha vuelto central en dicha discusión.

III.1 Hobbes y la religión en Leviatán

Al inicio de Leviatán, Hobbes define la religión en los siguientes términos:

[El] Temor del poder invisible imaginado por la mente o basado en relatos públicamente permitidos [es lo que llamamos] religión; no permitidos, superstición. Cuando el poder imaginado es, realmente, tal como lo imaginamos, religión verdadera (Lev., I, 6, p. 45).

Hobbes considera que la religión es, ante todo, una pasión, un movimiento que “excita” la voluntad. Y no de cualquier manera, sino en forma de temor. El hombre religioso es el hombre temeroso de un relato, como el niño pequeño que se asusta con una historia tenebrosa. Si esta historia es verdadera, el temor será religioso; si la historia es falsa, o no se encuentra respaldada por la autoridad, entonces se habla de una superstición. Algo distinto ocurre con el terror o pánico, que es el temor sin conocimiento de causa y que ocurre en grupos de personas, como algo contagioso (Lev., I, 6, p. 45).

Esta definición se encuentra al comienzo de Leviatán y, por cierto, no agota el significado del término. A lo largo del libro es posible encontrar una serie de aristas que permiten enriquecerla y otorgarle un sentido más preciso. En primer lugar, es necesario notar que, al hablar de religión en Leviatán, Hobbes está pensando, principalmente, en el cristianismo, de tal modo que, durante buena parte del libro, “religión” y “cristianismo” son utilizados prácticamente como sinónimos. Ahora bien, Hobbes aborda la religión desde las siguientes perspectivas: la predisposición humana a pensar en lo sobrenatural; la ley natural; las Sagradas Escrituras como fuentes de la verdadera religión; y las iglesias y su autoridad religiosa. En lo que sigue, se trabajan estas cuatro aristas, llegando a una noción de “religión” (cristiana) que se acerca lo más posible al concepto que probablemente tenía Hobbes en mente.

III.1.1 La condición humana como germen de la religión

Hobbes sostiene que es posible llegar por conocimiento natural a la existencia de una causa incausada o eterna (cfr. Lev., I, 12, p. 87), pero de ese conocimiento teórico no se puede obtener una imagen o representación de Dios. A grandes rasgos, Hobbes está dispuesto a reconocer que esa causa incausada existe, que es creador, que ama a los hombres, es uno e infinito (cfr. Lev., I, 12, p. 88). Y como ser infinito, cualquier cualidad concreta que se le intente atribuir es una reducción: no se encuentra en un lugar, no tiene partes, no se mueve ni reposa y carece de las pasiones humanas como el arrepentimiento, la ira, la compasión; tampoco es sujeto de necesidad, como ocurre con el apetito, la esperanza y el deseo. En este último aspecto, Hobbes sostiene que hablar de la voluntad de Dios implica, simplemente, poder de actuar. En definitiva, cualquier adjetivo de perfección que utilicemos para hablar de Dios será tomado en un sentido negativo, o se aplicará superlativamente para describir su grandeza (cfr. Lev., II, 31, pp. 298-299). De hecho, cualquier intento de aproximarse a lo que podamos llamar “esencia” (Lev., I, 4, pp. 29-30; I, 12, p. 98; IV, 44, pp. 508-509) de Dios puede y debe ser tomado como un gesto de soberbia o vanagloria (cfr. Lev., II, 31, pp. 300-301).

Sin embargo, los hombres admiten que en esta perfección e “invisibilidad de Dios” -que sólo puede ser conocido por sus efectos- hay un poder desconocido, y en el temor de lo desconocido hay una “semilla natural” de la religión (Lev., I, 11, p. 86). Hobbes sostiene que en el hombre existe una tendencia natural a buscar causas de lo que existe, así como también de la fortuna y la desgracia. El problema está en que, respecto de estas dos últimas cuestiones, suele encontrar falsas causas, las cuales le generan temor y pueden exacerbar sus pasiones (cfr. Lev., I, 12, pp. 90-91).

Con todo, Hobbes no se apresura a sostener que toda “semilla de la religión” deriva en superstición. Por el contrario, está dispuesto a aceptar que, mientras algunos hombres inventan religiones (cfr. Lev., I, 12, p. 91) para dar satisfacción a su propia vanidad (cfr. Lev., I, 8, p. 60), otros han fundado o manifestado la religión por mandato directo de Dios: Abrahám, Moisés y Jesucristo (cfr. Lev., I, 12, p. 91). Según Hobbes, los primeros usualmente utilizaron la religión como una manera efectiva de ordenar las sociedades primitivas conforme a leyes inmutables, asegurando de este modo el orden y la paz (cfr. Lev., I, 12, pp. 94-95). De los segundos se puede garantizar que fueron inspirados por Dios porque realizaron milagros (cfr. Lev., I, 12, p. 97). Es decir, para Hobbes existen formas en las que el mismo Dios se presenta a sus criaturas, haciendo legible lo que el temor hace confundir con la mera superstición (cfr. Lev., II, 31, p. 293).

El hecho de que Dios tenga “escogidos” para revelarse personalmente nos entrega una garantía, por así decirlo, de que no cualquiera puede ser su profeta (cfr. Lev., II, 32, pp. 306-307). Como bien señala Haig Patapan, esto es problemático, pues el poder del profeta se sostiene no sólo sobre su capacidad de realizar milagros, sino también sobre la creencia de los hombres en la inmortalidad del alma. Si el alma es eterna, se salva eternamente o se condena eternamente. Quien goce del título de profeta, intérprete o mediador de Dios, tendrá el poder sobre las almas de los hombres, pues podrá hablarles de la inmortalidad del alma e infundirles el temor sobre el futuro del que habla Hobbes en I, 6 (cfr. Patapan, 2017).

Las Escrituras registran sólo a algunos que, por don profético, fueron capaces de conocer la ley de Dios de primera fuente para comunicarla al resto. Poniendo su mirada en esos ejemplos, Hobbes identifica dos requisitos que, reunidos, y cada uno considerado particularmente, nos permiten distinguir al verdadero profeta. El primer indicio es la realización de milagros; el segundo, que el “profeta” no contradice las leyes establecidas por el soberano (cfr. Lev., III, 36. pp. 351-352). En otras palabras, el profeta será verdadero sólo cuando, habiendo realizado milagros públicamente, no solicite de sus testigos que sigan una religión nueva ni distinta de la ya establecida (cfr. Lev., III, 32, p. 308). Es posible explicar esto a partir del Antiguo Testamento: los líderes políticos de los hebreos fueron al mismo tiempo profetas, conocedores de las leyes que Dios quería para su pueblo (cfr. Lev., III, 36, p. 360). Esto le permite a Hobbes sostener que ya no existen verdaderos profetas. En efecto, es raro que la gente hable de milagros e, incluso si se aceptara que existen eventos poco probables, nada impide que dichos eventos puedan ser explicados, eventualmente, por la ciencia, descartando de este modo su naturaleza sobrenatural. Por eso, la posibilidad de que surja un profeta es remota, y, como veremos más adelante, tiene mucho más sentido seguir las enseñanzas de Cristo (cfr. Lev., III, 36, p. 360), dispuestas en las Sagradas Escrituras, “sin fanatismo ni inspiración natural” (Lev., III, 32, p. 310).

Discernir sobre los verdaderos profetas es un asunto sumamente delicado. Para Hobbes, la profecía supone una visión o un sueño (que, a su juicio, vienen a significar lo mismo). Ahora bien, las visiones pueden ser naturales, es decir, causadas por el funcionamiento normal del cuerpo humano en cuanto a repetición de imágenes (cfr. Lev., I, 1-3), o bien pueden tener causas sobrenaturales: cuando son causadas por Dios. El gran dilema es que, de buenas a primeras, es imposible para los hombres saber si una profecía es simplemente un sueño o es verdadera profecía (cfr. Lev., III, 36, pp. 358-359). En este sentido, la sentencia de Leo Strauss es particularmente lúcida: el verdadero profeta se manifiesta a sí mismo cuando puede demostrar públicamente que Dios le ha conferido la capacidad de actuar excediendo las leyes de la naturaleza (cfr. Strauss, 2011, pp. 85 y ss.), es decir, realizando milagros.

De hecho, desde la perspectiva de Hobbes, el milagro tiene sentido sólo si se realiza como reafirmación de un mandato divino -es decir, para demostrar que el profeta tiene autoridad (Lev., III, 37, p. 362)-. Incluso está dispuesto a aclarar que en ningún caso se le puede atribuir causalidad al profeta por la realización del milagro, porque éste siempre es causado primera y totalmente por Dios; además, sostiene que ninguna criatura (nada de lo creado) puede realizar milagros, excepto Dios, que muestra su poder a través del profeta (cfr. Lev., III, 37, pp. 365-366). Por eso los milagros trascienden las leyes de la física y el orden natural. Con todo, incluso si el profeta cumple con los requisitos y realiza un milagro que evidentemente supera el funcionamiento de la naturaleza, los incrédulos podrían alegar que todo se trata de algún evento natural poco común, descartando así al profeta y la profecía (cfr. Lev., III, 37. p. 363). De ahí que Hobbes dedique parte de Leviatán a defender y explicar las leyes de naturaleza, que constituyen el acceso racional del hombre al conocimiento de Dios y, por consiguiente, a la religión.

III.1.2 La ley natural y su relación con la fe

La ley natural es abordada por Hobbes principalmente en los libros I y II de Leviatán, porque le permiten explicar de modo más claro el surgimiento del Estado civil y la potestad del soberano. Hobbes enumera veinte leyes naturales en el capítulo XV del libro I. Esto no significa que abandone la cuestión de la ley natural en los libros III y IV. De hecho, en Resumen y conclusión de Leviatán, Hobbes vuelve a mencionar la ley natural, esta vez para dejar en claro que uno de sus preceptos, aunque parezca contraintuitivo, es la defensa de la autoridad civil en caso de guerra y que, por otra parte, si el súbdito es conquistado en dicho escenario, puede considerarse súbdito del conquistador (bajo ciertas condiciones, establecidas en el capítulo II, 21).

Queda aún por explicar con más detalle qué es la ley natural para Hobbes, porque dicho concepto es esencial para entender cómo, de una “religión natural” o intuitiva, producida por la ansiedad de no conocer el futuro, se puede pasar a una religión con un cuerpo y dogmas definidos. Se podría decir, en primer lugar, que las leyes de naturaleza, si provienen de Dios, son los medios para robustecer o complementar la intuición humana del creador. Hobbes define la ley natural como teoremas, los cuales tienden a la búsqueda de la paz, accesibles por medio de la razón natural (cfr. Lev., I, 14, p. 106; 3 Gauthier, 2001, pp. 258-254).

En primer lugar, la ley natural lleva al hombre a celebrar un pacto (y respetarlo) para salir del estado de naturaleza (cfr. Lev., I, 15, pp. 118 y 124; Merriam, 1906, pp. 155-157). De allí en adelante, se exigen esfuerzos personales para aprender a convivir con los demás (cfr. Lev., I, 15, p. 125) -o, como señala Tom Sorell, se requiere de una “ciencia de la virtud” (Sorell, 2007, pp. 133-139)-, perdonando a quienes solicitan el perdón (cfr. Lev., I, 15, p. 125), evitando la contumelia (cfr. Lev., I, 15, p. 126), reconociendo a los demás como iguales por naturaleza (cfr. Lev., I, 15,p. 126), buscando una distribución equitativa de recursos y bienes (cfr. Lev., I, 15, p. 127); en fin, poniendo en práctica un adagio popular: “no hagas a otros lo que no quisieras que te hicieran a ti” (Lev., I, 15, p. 129; cfr. Burchell, 1999, pp. 506-524; Dietz, 1990, pp. 91-119). Estas normas de sana convivencia obligan en conciencia, según Hobbes, pero sólo cuando existe seguridad suficiente para que así ocurra. De modo que las leyes de naturaleza obligan in foro interno, es decir, van ligadas a un deseo de verlas realizadas; en cambio, no siempre obligan in foro externo, es decir, en cuanto a su aplicación, porque la ausencia de leyes civiles (consecuencia del pacto), o la existencia de leyes que atentan contra la propia seguridad, no pueden obligar obediencia (cfr. Lev., I, 15, p. 130; Foisenau, 2007).

El conocimiento de la ley natural exige una capacidad excepcional para controlar las pasiones y aquellas emociones que pueden nublar la conciencia. Ya se vio en el apartado anterior que, en términos antropológicos, el ser humano está predispuesto a buscar respuestas en la religión, sobre todo cuando se dificulta su conocimiento de la causalidad. En este sentido, resulta difícil distinguir aquello que es superstición de lo que verdaderamente podríamos llamar religión. Esta distinción se puede realizar, en principio, cuando existe un profeta con autoridad divina que se manifiesta entre los hombres realizando milagros y ateniéndose a las leyes civiles y a la religión establecida. El profeta sólo puede ser considerado bien intencionado cuando cumple con estos requisitos, porque, de lo contrario, atenta contra el orden y la paz y, por ende, contra las leyes de naturaleza. Pero, como acaba de quedar en evidencia, no es tan fácil reconocer las leyes de naturaleza. De hecho, para conocerlas a profundidad es necesario tomar distancia de las pasiones, las cuales nublan el juicio. Esto introduce un problema que Hobbes debe resolver en Leviatán: ya que es difícil distinguir entre superstición y religión, y puesto que es complejo reconocer la ley natural, dada la naturaleza humana, propensa al egoísmo y la violencia, entonces ¿quién puede determinar cuál es la verdadera religión y zanjar acerca de las leyes naturales?

El asunto nunca es resuelto por Hobbes de manera explícita en Leviatán. Hasta este punto, pareciera que no existen conocimientos concretos acerca de la verdadera religión, y sólo algunas impresiones generales sobre las leyes de naturaleza. Lo más probable es que esta vaguedad sea intencional, porque Hobbes asume una postura que le permite respaldar teóricamente la monarquía absoluta. Independientemente de que las leyes naturales fueran conocidas por todos los súbditos, esto no las convertiría en leyes civiles porque las leyes que obedecemos en el día a día dentro de una sociedad son leyes civiles, aprobadas y promulgadas por el soberano (cfr. Lev., II, 265, pp. 226-227; Lessay, 2007). La teoría de Hobbes le cierra el paso a cualquier autoridad política que pueda adquirir un moralista, por el simple hecho de que, por muy razonada que sea su argumentación, sólo puede exponer una opinión, más o menos verdadera, sobre la justicia, la equidad y las otras virtudes morales necesarias para mantener la paz en la sociedad civil. Por eso la tarea de interpretar la ley de naturaleza recae sobre un juez instituido por el soberano, que aplica la ley civil -inspirándose, en la medida de lo posible, en la ley de naturaleza- al caso concreto (cfr. Lev., II, 26, p. 227).

La labor del juez es fundamental en Leviatán porque se convierte en una suerte de “profeta” de las leyes de naturaleza. Hobbes es exigente con el juez: éste debe estudiar y analizar detenidamente qué es la equidad en cada caso que le compete resolver (cfr. Lev., II, 26, pp. 227-228). Ahora bien, el juez aplica la ley conforme a las normas ya estipuladas por el soberano, de quien no queda más que esperar una intención equitativa (cfr. Lev., II, 26, p. 230), pues al legislar debió existir, en teoría, una consideración respecto de la justicia. Esto significa que el mayor intérprete de la ley natural no es tanto el juez, sino el legislador (cfr. Lev., II, 26, p. 233), es decir, el soberano, quien debe pensar en el bien de la equidad antes de legislar (cfr. Lev., II, 26, p. 231).

Pero, además, parece que los seres humanos son propensos al individualismo y a la satisfacción de deseos individuales. Si consideramos el funcionamiento del pacto que realizan los hombres para escapar al estado de naturaleza, el único de los individuos que no queda sujeto a las leyes civiles es el soberano, porque es él mismo el artífice de la estructura “institucional” de la sociedad civil (cfr. Skinner, 2007, pp. 173- 175). Por esta razón, en ciertos escenarios sería posible que el soberano, el gran intérprete de las leyes naturales, decidiera promulgar una ley que atente contra las leyes de naturaleza, por maldad, o por ignorancia o insuficiencias en su reflexión acerca de la equidad (cfr. Lev., II, 18, pp. 144-145). O quizás, en algún caso -una pena de muerte mal impuesta, por ejemplo-, obligue a un súbdito a respetar una ley civil que atenta contra lo que su razonamiento le muestra como ley natural. Hobbes se adelanta a esta posibilidad y dispone una excusa para que el súbdito actúe conforme a lo que su propia razón le muestra como equitativo y justo: es legítimo que el súbdito defienda su vida, porque ésa es la primera ley de naturaleza y la causa de que el soberano exista (cfr. Lev., Resumen y conclusión, pp. 578-579).

Hasta aquí la ley de naturaleza no contribuye mucho al desarrollo de dogmas religiosos. En el mejor de los casos indica los preceptos universales de cuidar la propia vida y tratar a los demás como nos gustaría ser tratados. De allí a la acción en la vida cotidiana, y al acceso racional al conocimiento de las leyes divinas, hay una distancia importante. Con todo, sí queda claro que el papel de intérprete definitivo de la ley de naturaleza recae sobre el soberano. Es él quien lleva los preceptos universales al plano concreto. Si esto es así, entonces parece que la ley natural induce al hombre a la obediencia: lo que el soberano interprete y legisle, se obedece. Y esto es válido también en el caso de la religión. El temor natural del hombre a lo desconocido adopta entonces una forma específica: el relato religioso escogido por el soberano. El respeto y el seguimiento de este relato es lo que Hobbes denomina “culto público”. Esto significa que el acceso a la fe que obtenemos a partir de las leyes de naturaleza es el acceso al concepto de “religión” que promulga el soberano.

Aquí, Hobbes introduce un círculo argumentativo en su teoría política. Para salvaguardar la interpretación religiosa del soberano recurre a las leyes de naturaleza, que llevan a los hombres a realizar un pacto para abandonar el estado de naturaleza. Como el Estado es una persona artificial que representa la voluntad de todos y cada uno de los súbditos (cfr. Lev., II, 17, pp. 140-141), y como la principal función del soberano es mantener el orden y la paz (cfr. Lev., II, 17, p. 137), estos últimos deben obedecer la interpretación de las leyes de Dios (a las que se llega por el conocimiento e interpretación de las leyes naturales) que realiza el soberano. Entonces, lo que Hobbes entiende por “culto público” debe quedar claramente instituido a través de leyes civiles (obedecidas por los súbditos), que son la interpretación del soberano respecto de las leyes naturales. Así, el culto público sería la alabanza a Dios estipulada por medios de leyes que han sido promulgadas bajo la autoridad del soberano, con el fin de mantener la paz. Más allá de lo estipulado, empero, hay cabida para la especulación personal (cfr. Lev., IV, 46, pp. 563-564). De ahí que la lectura de las Sagradas Escrituras por parte de los ciudadanos se vuelva tan importante para Hobbes.

III.1.3 Las Sagradas Escrituras como fuente de la religión verdadera

Hobbes se apoya en las Sagradas Escrituras para enfatizar el pacto de Dios con sus elegidos. El primer momento de este pacto lo identifica en las palabras que Dios dirige a Abrahám: Éste será mi pacto, que guardaréis entre mí y vosotros y tu simiente después de ti (Gn., 17, 10; cfr. Lev., II, 26, p. 235). Hobbes rescata en estas líneas el hecho de que, sin estar presente, la prole de Abrahám se encuentra incluida en el pacto y que explícitamente se le otorga a Abrahám la potestad soberana sobre los israelitas en representación de Dios. Un segundo momento del pacto se puede encontrar en la conversación sostenida por Dios y Moisés en el Monte Sinaí, de la que no formaron parte los demás israelitas, que bajo amenaza se quedaron a la espera de su líder, temiendo una muerte segura de no hacer caso (cfr. Ex., 21, 19; Lev., II, 26, pp. 235-236).

Para Hobbes, ambos momentos son un claro ejemplo de que ningún súbdito tiene revelación directa de Dios y que, por consiguiente, debe obedecer el mandato del soberano en dicha materia. El sustento de esta suposición se encuentra en la convicción de que, si no se obedece al soberano, es muy difícil (por no decir imposible) conseguir un acuerdo entre los hombres respecto de lo que verdaderamente es un mandamiento de Dios (cfr. Lev., II, 26, p. 234). Esto lo menciona Hobbes en la primera parte de Leviatán, donde aborda cuestiones antropológicas. En efecto, sus descripciones de las alucinaciones y sueños, productos de la imaginación (cfr. Lev., I, 2-4), son bastante premonitorias del problema que se aborda posteriormente en los libros III y IV. La cuestión es resuelta por Hobbes en los siguientes términos: en todas las cosas que no son contrarias a la ley moral (es decir, la ley de naturaleza), todos los súbditos están obligados a obedecer como ley divina la que es declarada como tal por las leyes del Estado (cfr. Lev., II, 26, p. 234).

Queda, entonces, la tarea de distinguir qué textos forman parte de la revelación divina en la Biblia. Hobbes asume un canon de textos legitimados por san Jerónimo (cfr. Lev., III, 33, pp. 311-312), considerando apócrifos todos aquellos pasajes que no sean incluidos por él como parte de las Escrituras. Esto es importante porque, independientemente del canon establecido por Jerónimo, en Inglaterra las distintas denominaciones cristianas ya llevaban unos cien años diferenciándose, en parte, por su selección de textos bíblicos (cfr. McDonald, 2006). Tiene sentido, entonces, que Hobbes otorgara primacía interpretativa al soberano, garantizando así la armonía de la maquinaria política.

Entonces, ¿qué es lo que dicen las Escrituras?, ¿cuál es la palabra divina y en qué consiste su mensaje? Hobbes sostiene que la Biblia tiene un propósito principal bastante intuitivo: convertir a los hombres a la obediencia de Dios. Dicho principio es visible, por lo menos, en tres figuras: primero, en Moisés y los sacerdotes (los sumos sacerdotes y los reyes de Judá); en segundo lugar, en Cristo hombre; y, en tercer lugar, en los Apóstoles y sus sucesores (desde el día de Pentecostés). En las tres figuras aparece representada la persona de Dios: la primera abarca todo el Antiguo Testamento, mientras que las dos restantes abarcan el Nuevo Testamento (cfr. Lev., III, 33, pp. 319-320). Estas tres figuras permiten explicar la tendencia de Hobbes a subordinar la potestad de la iglesia al soberano. Mientras en el Antiguo Testamento es evidente que los Profetas gobiernan a un pueblo con autoridad entregada directamente por Dios, no es tan claro que esto ocurra en el Nuevo Testamento. En efecto, pareciera que ni Cristo ni los Apóstoles fueron llamados a gobernar pueblo alguno, sino a predicar la palabra de Dios (cfr. Lev., III, 41).

Por eso, Hobbes no ve problema en que, independiente de la existencia de un canon bíblico establecido por eruditos, algún soberano decida quitarle o agregarle textos, sin perjuicio de que esta acción no debe atentar contra las leyes de naturaleza, que no son más que las leyes de Dios accesibles por la razón. En otras palabras, independientemente de la autoridad del canon bíblico de san Jerónimo, el soberano tiene plena potestad para respaldar un canon distinto si lo considera conveniente para mantener la paz (cfr. Lev., III, 33, pp. 320-321). De hecho, como se mencionó anteriormente, es difícil para los seres humanos saber quién es profeta verdadero. Hobbes sostiene que todo profeta real debe ser capaz de realizar milagros y no debe pretender atentar, de palabra o acción, contra el soberano (cfr. Lev., III, 37, p. 366). Pero, aun así, quien satisface estos requisitos puede perfectamente realizar acciones en perjuicio de los hombres (cfr. Lev., III, 36, pp. 351-352), o, simplemente, puede ser un falso profeta que esconde sus intenciones, y de ello hay varios ejemplos en las Escrituras (cfr. Lev., pp. 358-359; I R.: 12; Jer.: 14, 14 y 23: 16). Hobbes, entonces, juega con la figura del sumo sacerdote del Antiguo Testamento. En efecto, realiza sin temor semblanzas entre Moisés y el soberano: las Sagradas Escrituras serían para éste un “Monte Sinaí”, impenetrable para el resto de los hijos de Dios; y sus leyes, los límites impuestos por el representante de Dios en la tierra. En cualquier caso, esto no excluye que los súbditos puedan interpretar personalmente la Biblia en la medida en que su propósito sea alabar a Dios. Lo que definitivamente no le está permitido al súbdito, diría Hobbes, es inquirir o enjuiciar al soberano respecto a si gobierna o no como Dios quiere (cfr. Lev., III, 40, p. 393).

Hasta aquí pareciera irrelevante conocer realmente qué dicen las Escrituras, pues el soberano puede moldearlas según le parezca. Sin embargo, aunque el soberano posee atribuciones importantes en este aspecto, de ello no se sigue que deba usarlas siempre. Hobbes sostiene que el soberano debe apoyarse en las Escrituras para seguir el ejemplo de los profetas y, al mismo tiempo, le aconseja no abandonar la razón natural, pues no se trata sólo de creer, sino también de actuar, siguiendo las leyes de Dios en la vida cotidiana. Estas observaciones también son útiles para los súbditos (cfr. Lev., III, 32, p. 305). Quien escudriña la Biblia -soberano o súbdito- encuentra en ella persuasión a la conversión y obediencia a Dios (cfr. Lev., III, 42, pp. 427-428). Dicha persuasión ha sido realizada por pastores, fueran profetas o sumos sacerdotes. Y para Hobbes es claro quién constituye, en los textos bíblicos, el mejor ejemplo de pastor: el mismo Cristo:

[…] Así que la misión de nuestro Salvador, durante su permanencia sobre la tierra, consistió en dos cosas: una en proclamarse a sí mismo Cristo, y otra en persuadir y preparar a los hombres, mediante la enseñanza y la realización de milagros, a vivir en forma tal que fuesen dignos de la inmortalidad que habían de gozar, en el tiempo en que Él, Cristo, viniera en majestad para tomar posesión del reino de su padre (Lev., III, 41, p. 403).

Los pastores del cristianismo temprano conservaron la figura predicadora de Jesucristo mientras no existían los Estados cristianos. Por eso, durante mucho tiempo, se les otorgó a los sucesores de los Apóstoles prácticamente la misma autoridad que éstos tuvieron tras la muerte de Jesús (cfr. Lev., III, 42, p. 409). Por su parte, Cristo dijo públicamente que su reino no era de este mundo (cfr. Jn., 18: 36) y dijo también a los judíos que el Antiguo Testamento era un testimonio de Él mismo (cfr. Lev., III, 42, pp. 427-428). Es decir, Cristo, el pastor de los pastores, fue enfático en sostener que su poder nada tenía que ver con el poder terrenal. Por consiguiente, ningún ministro cristiano, a no ser que sea príncipe al mismo tiempo, puede requerir obediencia en nombre de Dios.

En este sentido, el papel que juega el pastor se parece más al del maestro que al del padre de familia, por cuanto el primero no gobierna las acciones de su pupilo con castigos, sino, más bien, aconseja e intenta persuadir buscando el bien del otro. Esta manera de retratar al pastor no tiene por qué entrar en tensión con el poder despótico del soberano: antes de aplicar el castigo, el soberano bien puede esforzarse por cultivar en los súbditos la obediencia y las virtudes cívicas. Hobbes sostiene que todo lo necesario para la salvación es tener fe en Cristo y obedecer las leyes (cfr. Lev., III, 43, pp. 485-486 y 489). Este punto es central en la caracterización que Hobbes hace de la religión cristiana (la verdadera religión), porque, al simplificar el credo en un solo artículo general y positivo, reduce las disputas teológicas dogmáticas de la época a rencillas interpretativas personales. El pasaje bíblico en que Hobbes respalda su argumento es aquél en que el ladrón crucificado le dice a Jesús “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lev., III, pp. 490-491; Lc., 23: 42). Según Hobbes, esto significa que el ladrón asintió a un solo artículo de fe, a saber, que Jesús era el rey. Como se sabe, Cristo le aseguró al ladrón que ese mismo día lo acompañaría en el reino de los Cielos (cfr. Lc., 23: 42, 43).

Con todo, Hobbes es plenamente consciente de que, a la vez que la lectura personal de la Biblia es recomendable, existe un problema importante en lo que atañe a la interpretación de las Sagradas Escrituras, porque la sobreinterpretación tiende a propiciar el “reino de las tinieblas” (Lev., IV, 44, p. 500). Para Hobbes, el mejor ejemplo de un abuso de interpretación bíblica es la manipulación de las Escrituras para probar que el reino de Dios es la Iglesia presente (cfr. Lev., IV, 44, p. 501). Por eso, ya a comienzos de Leviatán se advierte que, al no poseer revelación directa de Dios, nuestra fe y confianza se encuentran en la Iglesia (cfr. Lev., I, 7, pp. 53-54).

III.1.4 Las iglesias y la autoridad

Las Sagradas Escrituras estipulan claramente quiénes son los verdaderos profetas, es decir, quién habla con auténtica autoridad divina. Ellos gobernaron al pueblo de Dios con las mismas leyes para los ámbitos civil y espiritual. La fe de los cristianos, entonces, está justificada por la profecía de Abrahám, Moisés y Jesucristo. Esta idea lleva a Hobbes a sostener que el reino de Dios, el lugar en el que los hombres disfrutarán de la vida eterna tras la muerte, es la tierra (cfr. Lev., III, 38, p. 371). El argumento principal que utiliza es el siguiente: tanto el Antiguo Pacto -de Dios con el pueblo judío- como el Nuevo -de Jesús con todos los hombres que creen y obedecen a Dios (cfr. Lev., III, 43, pp. 490-491)- fueron realizados en la tierra, y, en virtud de este último, el reino de Dios es gobernado por medio de un vicario o representante (cfr. Lev., III, 38, p. 375; III, 35; III, 38, p. 381). De aquí se sigue que el reino de Dios exige cierta organización humana, una suerte de jerarquización, que serían las iglesias: […] yo defino una Iglesia como: una compañía de hombres que profesan la religión cristiana y están unidos en la persona de un soberano, por orden del cual deben reunirse, y sin cuya autorización no deben reunirse (Lev., III, 39, p. 387).

En la definición de Hobbes hay un evidente reduccionismo. Recordemos que, en la primera parte de Leviatán, el autor realiza un esfuerzo especial por resaltar la importancia de las definiciones en un razonamiento correcto. Definiciones correctas, ajustadas a la realidad, conducen a razonamientos congruentes, mientras que, de haber definiciones erróneas, ya sea por ignorancia o por creencias fantasiosas, ocurre lo contrario (cfr. Lev., I, 4, p. 27). En este sentido, es comprensible que Hobbes defina tan abiertamente la noción de “Iglesia”, y que, inmediatamente, atribuya dicha estructura a una sola religión, el cristianismo, al mismo tiempo que la somete a la potestad del soberano civil. En otras palabras, Hobbes plantea una definición de “Iglesia” que legitima dicha estructura sólo cuando se encuentra bajo la tutela del soberano. Todo aquello que quede fuera de los marcos de legitimidad soberana no puede ser considerado una iglesia.

La superación del estado de naturaleza les exige a los súbditos una obediencia estricta y total a los mandatos del soberano, quien puede nombrar autoridades específicas, como podría serlo un ministro, sólo en caso de considerarlo realmente necesario (cfr. Lev., II, 19, p. 152). Si hubiera una autoridad eclesial, necesariamente deberá estar sometida al designio del soberano, quien tiene la última palabra sobre el culto público.4 Por eso, para efectos prácticos, la idea de una iglesia universal, católica, le parece imposible a Hobbes, a no ser que el Papa no sólo fuera autoridad religiosa de toda la cristiandad, sino también su autoridad civil. De otro modo, no se cumpliría el objetivo por el cual llega a existir el Estado y su representante: conseguir y mantener la paz para los súbditos. En este contexto, entonces, habría que interpretar la postura de Hobbes como una búsqueda de unidad inquebrantable: poder civil y poder eclesiástico deben ser, en principio, una y la misma cosa.

La solución de Hobbes al problema de la dualidad de poderes (espiritual y temporal) se inspira en su escepticismo respecto de una revelación divina en tiempos modernos. Como se dijo anteriormente, los Profetas son los únicos capaces de hablar con verdadera autoridad divina, y su don de profecía se puede reconocer por medio de dos condiciones: en primer lugar, deben ser capaces de realizar milagros y, en segundo lugar, no deben deslegitimar al soberano, porque ello atenta contra las leyes de naturaleza, que son el modo en que accedemos racionalmente al conocimiento de Dios. Hobbes cuestiona constantemente en Leviatán que exista alguien capaz de realizar milagros en su época. E incluso si así pareciera, esto no sería prueba suficiente de que, en efecto, hay allí una realización efectiva de milagros, por una parte, y por otra, no sería suficiente como para asegurar que el supuesto profeta ha recibido verdadera autoridad divina (cfr. Lev., II, 26, p. 234).

Hobbes nunca dice esto explícitamente, pero en su obra defiende constantemente el escepticismo como un modo filosófico de acercarse a la realidad. El hombre escéptico, que busca explicaciones racionales para los fenómenos naturales (cfr. Lev., I, 1-5), puede aceptar la existencia de Dios, pero encuentra problemas para aceptar que un hombre común hable con verdadera autoridad divina, o que reciba una revelación particular del creador. Por eso, Hobbes es receloso de que cualquier poder eclesiástico que aspire al derecho de declarar lo que es pecado - lo que equivale a declarar la ley, porque el pecado no es otra cosa que la transgresión de la ley (cfr. Lev., II, 29, p. 269)-. Por eso, Hobbes rechaza toda admiración excesiva por las virtudes de un súbdito -religioso o laico-, pues la admiración puede derivar en una obediencia hacia dicho individuo, similar a la obediencia que por el pacto social se le debe al soberano (cfr. Lev., II, 30, p. 279). De hecho, las asambleas organizadas por la iglesia pública deben realizar dos funciones principales: en primer lugar, son las encargadas de reunir a la gente, enseñar a alabar a Dios, el soberano de los soberanos, y en segundo lugar, repasar los deberes que tienen con el soberano civil, para que no olviden las razones y los efectos del pacto social (cfr. Lev., II, 28). En este sentido, se puede decir que, para Hobbes, las iglesias no sólo cumplen una función de asistencia espiritual, sino también tienen la labor de reforzar la cultura cívica.

Por otra parte, Hobbes piensa que las iglesias siempre deben ser locales, independientemente de las semejanzas que puedan tener unas con otras. A su juicio, las ideas de una Iglesia universal y el martirio en nombre de ella deben ser erradicadas (cfr. Lev., III, 39, pp. 387-388). Como bien señala Christopher Nadon, aquí se encuentra el germen secular de la separación de la Iglesia y el Estado, en cuanto se soluciona el problema de la diferencia entre ambos a partir de un sometimiento. Hobbes distingue claramente entre Iglesia y Estado, y por eso propone argumentos a favor de la obediencia civil a un soberano que, incluso, puede imponer un Estado no cristiano, sin merecer rebelión por parte de sus súbditos cristianos. Estado e Iglesia permanecen diferentes, pero obedecen a la misma figura: la del soberano (cfr. Nadon, 2014). Esta crítica apunta naturalmente a la Iglesia Católica, que a juicio de Hobbes propone una falsa división entre poder temporal y poder espiritual. La pugna entre ambos poderes degenera, necesariamente, en guerra civil, y por eso en Leviatan se propone una estructura eclesiástica que impide a los fieles “obedecer a dos amos” (Lev., III, 39, pp. 387-388).

En el apartado anterior se analizó más detalladamente el papel que juegan las Escrituras en Leviatán. En el caso de la formación de iglesias, como producto natural de la prédica apostólica, Hobbes recurre al modelo jerárquico de los primeros cristianos, tal como es retratado en Hechos de los Apóstoles. Tras la muerte de Jesús, los Apóstoles recibieron en Pentecostés la orden de predicar en nombre de Cristo resucitado, y allí donde pasaban, nombraban a un encargado de transmitir la palabra de Dios, hasta que, con el paso del tiempo, eran las mismas asambleas de cristianos quienes elegían a sus pastores por su sabiduría o santidad (cfr. Lev., III, 42, pp. 438-440). Siguiendo este ejemplo, Hobbes admite que, debido a lo desgastante de las obligaciones propias del gobierno, resulta necesario que el soberano designe a un ministro como autoridad de la iglesia, quien la administra con autoridad del soberano (cfr. Lev., III, 42, pp. 449 y 451).

Como ya se mencionó anteriormente, los Apóstoles fueron predicando la palabra de Dios por todo el mundo, convirtieron a un sinnúmero de gentiles y fundaron comunidades de creyentes. Estas comunidades, dice Hobbes, fueron nombrando espontáneamente a sus más ancianos como líderes espirituales, quienes se dedicaron exclusivamente al trabajo de pastores, convirtiéndose posteriormente en lo que hoy llamamos “presbíteros”. Los presbíteros comenzaron a reunirse para decidir qué podía ser enseñado y qué ameritaba excomunión (o separación de las comunidades cristianas), y con esta forma de jerarquización se ató el “primer nudo” sobre la libertad de los creyentes. Posteriormente, los presbíteros decidieron asignar de entre ellos a un líder que pudiera guiar al rebaño creciente, y nació así la figura del obispo. Para Hobbes, éste fue el “segundo nudo” sobre la libertad de los fieles. Finalmente, ya expandido el cristianismo a todas las fronteras posibles, el obispo de Roma, dándose cuenta de que se encontraba en la cuna del Imperio Romano, asumió el papel de pontifex maximus y, a medida que el poder de los emperadores fue disminuyendo, la influencia del Pontífice o Papa fue aumentando. Éste es, para Hobbes, el tercer y último “nudo” sobre la libertad de los cristianos (cfr. Lev., IV, 47, p. 572).

IV. Conclusiones

Ya se ha reconstruido una noción general de “religión” a partir de una lectura exhaustiva de Leviatán. La religión sería una creencia en lo sobrenatural, experimentada como temor, que comienza con la idea de una causalidad incausada, a la que se le da el nombre de “Dios”. Esta idea es accesible por medio de la ley natural, que todos los hombres pueden conocer racionalmente. El registro de dicha revelación racional, y las acciones realizadas por los Profetas en nombre de Dios, se encuentran en las Sagradas Escrituras (específicamente, el canon de san Jerónimo). Es por eso que, en general, cuando Hobbes trabaja el concepto de “religión”, lo hace pensando en el cristianismo. El espíritu de la Biblia es muy simple: nos invita a creer que Cristo es el Hijo de Dios y que vino a redimirnos de nuestros pecados, al mismo tiempo que nos entrega argumentos en favor de la obediencia al soberano. En la medida en que sea necesario, la buena nueva y los textos bíblicos pueden ser transmitidos a través de una jerarquía eclesiástica. Tanto en la selección bíblica como en la conformación de la iglesia, el soberano tiene la última palabra, pues ha sido erigido a través de un pacto como protector y garante de la seguridad, y, al igual que la de sus súbditos, está en juego la salvación de su alma.

Por otra parte, la tolerancia ha sido reconstruida “negativamente” a partir de apreciaciones antropológicas, observaciones respecto de los límites de la potestad soberana, la extensión del culto público y la preferencia de Hobbes por la autonomía de los procesos racionales que inducen a los hombres hacia la verdad. Si consideramos el minimalismo doctrinario defendido por Hobbes y la reconstrucción del concepto de “religión” que hemos expuesto a lo largo de esta investigación, parece que hablar de un Hobbes tolerante no es un disparate, sino una postura con asidero teórico. Ahora bien, se podría discutir que, en realidad, para analizar la postura de Hobbes sobre la tolerancia no hace falta más que leer los textos en los que se habla acerca del soberano y sus atribuciones. O que es suficiente con poner atención a aquellos pasajes en los que explícitamente se dice que los súbditos renuncian a su libertad originaria para someterla a la voluntad del soberano. Y, si bien esas observaciones resultan útiles para comprender la estructura de la sociedad tal y como la piensa Hobbes, no terminan de dar cuenta de las ocasiones en las que el autor de Leviatán defiende abiertamente el cultivo de la razón independiente (cfr. Lev., III, 36, pp. 358-361), el derecho de los padres de educar a sus hijos (cfr. Lev., II, 20, p. 164) y, por poner otro ejemplo, el hecho de que incentiva que cada uno busque vivir el tipo de vida que desee -dentro de los “razonables” márgenes de la ley (Lev., II, 21, pp. 171-174)-. Tampoco permite esclarecer que la tolerancia religiosa es aplicable únicamente para denominaciones cristianas (Lev., II, 12, p. 95).

Por otra parte, se podría poner énfasis en el espacio privado que tanto se defiende en las definiciones de libertad de Leviatán, leyendo el texto completo en clave, a partir del famoso pasaje de IV, 47, o, incluso, se podría sostener que, a pesar de que las atribuciones del soberano son absolutas, no tiene por qué ponerlas en marcha si no se encuentran en juego la seguridad y la paz ciudadanas. Pero respecto de estos argumentos, habría que hacerse cargo del contexto en el que surge la libertad civil, sometida por completo a la normatividad establecida por el soberano. Dicho de otro modo, se podría contestar a esta observación que, para Hobbes, el único momento en que realmente se es libre es en el estado de naturaleza (cfr. Lev., II, 21, pp. 171-176). Paradójicamente, los hombres desean huir del estado de naturaleza a toda costa. Respecto de IV, 47, aunque es un texto revelador, resulta complejo centrar la argumentación para respaldar a un “Hobbes tolerante” -como lo hace Leslie Stephen (2012, pp. 232-233) - en un sólo pasaje en que se defiende abiertamente la independencia religiosa. Es más, en esa cita queda muy claro que Hobbes ve allí un condicional: “acaso sería lo mejor” que todos viviéramos el cristianismo libremente, según nuestras convicciones y siguiendo a algún Apóstol o ministro no por la persona, sino por la palabra de Dios (cfr. Bejan, 2016, pp. 1-3).

Sobre este último aspecto, Edwin Curley presenta una postura moderada -y precisa- del lugar que ocupa IV, 47 en la totalidad de Leviatán: aunque es cierto que en esas líneas Hobbes se muestra como un independentista religioso, es importante recalcar las proporciones en que se presenta dicho independentismo comparado con la cantidad de menciones a los poderes absolutos del soberano respecto de las doctrinas que se enseñan y aceptan públicamente. En otras palabras, IV, 47 efectivamente permite matizar el absolutismo de Hobbes, pero eso no lo convierte en un defensor de la tolerancia (cfr. Curley, 2007, pp. 325-327).

La lectura “revisionista” de Leviatán cobra verdadero sentido si, y sólo si, se considera la tolerancia como un equilibrio entre la libertad que otorga el soberano para realizar acciones en el ámbito privado, la disposición analítica de los súbditos respecto de aquello que aparezca como religión (esencialmente, el cristianismo), y la capacidad del soberano de medir hasta qué punto debe usar sus atribuciones, sin contradecir la primera ley de naturaleza. Por otro lado, Hobbes reconoce que ningún hombre puede penetrar los pensamientos de otro. Los pensamientos suelen traducirse en acciones, más o menos públicas. De modo que no es tanto la gentileza del soberano lo que garantiza la libertad “tolerada”, sino el hecho práctico y constatable de que simplemente a veces es mejor no reprimir o castigar con tanta insistencia. Con todo, ésta sigue siendo una noción negativa de la tolerancia, pues reposa sobre la astucia del soberano para mantener el equilibrio.

La percepción de los revisionistas acerca de la tolerancia religiosa en Leviatán debe ser confrontada con el hecho de que ésta queda relegada al ámbito privado y depende, en demasía, de la importancia que le dé el soberano. Si, a la luz de estas apreciaciones, los revisionistas están dispuestos a hablar acerca de Hobbes como un autor favorable a la tolerancia religiosa, entonces su concepto de “tolerancia” debe ser ajustado a dicho sentido acotado. Ahora bien, es posible sostener que esta tolerancia reducida constituye, de hecho, tolerancia, y es un primer paso hacia teorías más robustas de la tolerancia, precisamente porque se abre el espacio y la discusión sobre los límites del ámbito privado, porque se introduce el culto público como una construcción realizada a partir de un minimalismo doctrinario, en el que pueden caber varias facciones del cristianismo, y, finalmente, porque se puede rescatar el hecho inclaudicable de que el fuero interno es impenetrable y que, en definitiva, la conciencia es la que nos permite decidir libremente qué es lo que queremos creer.

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1Por ejemplo, Lev., I, 14, p. 106: “Por libertad se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la ausencia de impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten”; II, 21, p. 171: “Libertad significa, propiamente hablando, la ausencia de oposición (por oposición significo impedimentos externos al movimiento) […]. De acuerdo con esta genuina y común significación de la palabra, es un hombre libre quien en aquellas cosas de que es capaz por su fuerza y por su ingenio, no está obstaculizado para hacer lo que desea”.

2Por ejemplo, Lev., II, 18, p. 146: “[…] es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad”; II, 21, pp. 173-174: “La libertad de un súbdito radica, por tanto, solamente en aquellas cosas que en la regulación de sus acciones ha predeterminado el soberano: por ejemplo, la libertad de comprar y vender y de hacer, entre sí, contratos de otro género, de escoger su propia residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir a sus niños como crea conveniente, etc.”; II, 21, p. 179: “En cuanto a las otras libertades, dependen del silencio de la ley. En los casos en que el soberano no ha prescrito una norma, el súbdito tiene libertad de hacer o de omitir, de acuerdo con su propia discreción”.

3“Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de conservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor preservada”.

4“Son también ministros públicos quienes tienen autoridad para enseñar al pueblo su deber, con respecto al poder soberano, y para instruirlo en el conocimiento de lo que es justo e injusto, haciendo, por ello, a los súbditos, más aptos para vivir en paz y buena armonía entre sí mismos, y para resistir a los enemigos públicos: son ministros en cuanto no proceden por su propia autoridad, sino por la de otros; y públicos porque lo que hacen (o deben hacer) no lo realizan en virtud de ninguna otra autoridad sino la del soberano. El monarca o asamblea soberana es el único que tiene autoridad inmediata derivada de Dios para enseñar e instruir al pueblo; y nadie sino el soberano recibe su poder simplemente Dei gratia; es decir, solamente por el favor de Dios. Todos los demás reciben su autoridad por el favor y providencia de Dios y de sus soberanos, como en una monarquía Dei gratia et Regis, o Dei providentia et voluntae Regis” (Lev., II, 23, pp. 198-199).

Recibido: 27 de Junio de 2019; Aprobado: 30 de Septiembre de 2019; Publicado: 23 de Junio de 2021

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