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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.60 México ene./jun. 2021  Epub 23-Feb-2021

https://doi.org/10.21555/top.v0i60.1156 

Artículos

Sobre la transición de la violencia a la política en el pensamiento de Hannah Arendt

On the Transition From Violence to Politics in Hannah Arendt’s Thought

Diego Paredes Goicochea1 
http://orcid.org/0000-0001-6342-9910

1Universidad Nacional de Mar del Plata Argentina Conicet / IIGG / Universidad de Buenos Aires Argentina dfparedesg@gmail.com


Resumen

En este artículo exploro el problema de la transición de la violencia a la política en el pensamiento de Hannah Arendt a partir de sus reflexiones sobre la cuestión de la guerra. Mi propósito es mostrar, en primer lugar, que el concepto de “desarrollo” resulta inadecuado para comprender, en términos arendtianos, el paso de la violencia a la política y, en segundo lugar, sugerir una comprensión alternativa de este paso a través del análisis de la interpretación que ofrece la autora sobre el tratamiento griego y romano de la guerra de Troya. Señalo, de este modo, que en vez de abordar la transición como derivación o conversión, Arendt destaca el rol de la interrupción y la discontinuidad en el tránsito de la violencia a la política.

Palabras clave: desarrollo; guerra; política; transición; violencia

Abstract

In this article I explore the problem of the transition from violence to politics in Hannah Arendt’s thought from the perspective of her reflections on the question of war. My purpose is to show, in the first place, that the concept of “development” is inadequate to understand, in Arendtian terms, the passage from violence to politics and, secondly, to suggest an alternative understanding of this passage through the analysis of Arendt’s interpretation of the Greek and Roman treatment of the Trojan War. I indicate, in this way, that instead of addressing the transition as derivation or conversion, Arendt highlights the role of interruption and discontinuity in the transition from violence to politics.

Keywords: development; politics; transition; violence; war

¿Cómo aborda Hannah Arendt el problema de la transición de la violencia a la política? A primera vista, la pregunta parece ajena al pensamiento de la autora, en especial si se entiende por “transición” el desarrollo de un concepto en su contrario. A lo largo de su obra, Arendt no cesa de poner en cuestión lo que encierra esta noción decimonónica, sea que se presente bajo la “forma de causa y efecto, de potencialidad y actualidad, de movimiento dialéctico o como una simple coherencia y sucesión de acontecimientos” (1990, p. 19). En el terreno del desarrollo, donde en medio del proceso histórico cualquier cosa siempre puede cambiar en cualquier otra, las “distinciones pierden su sentido” (Arendt, 2006, p. 101), y en el desarrollo específicamente dialéctico los opuestos se derivan unos de otros de manera inmanente. Entendida a partir de esta noción, la transición podría reducirse a la convicción de que la política puede ser esencialmente derivada de la violencia. Así, la violencia no sería más que una privación de la política, una etapa temporaria que se supera en su propia negación.

La crítica arendtiana a la noción de “desarrollo” en relación con la cuestión de la violencia tiene, como se verá más adelante, una relevancia decisiva para la pregunta que guía el presente texto. Pero entender el problema de la transición exclusivamente a partir de dicha noción tendría el efecto de soslayar una interrogante que no sólo es en sí misma legítima, sino que además se encuentra implícita, a mi juicio, en algunas de las reflexiones arendtianas. En la preparación de su “Introducción a la política”,1 por ejemplo, Arendt se ocupa del rol de la violencia,centrándose en las guerras y las revoluciones. Al abordar cada una de estas experiencias, en fragmentos y libros diferentes2 la autora se refiere, así sea de manera indirecta, al problema del paso de una situación de violencia a una política.

Esto último se observa, en particular, en el fragmento sobre “la guerra total”.3 En dicho texto, Arendt evoca los sucesos de la guerra de Troya, “en cuyos vencedores los griegos veían a sus antepasados y en cuyos vencidos veían los romanos a los suyos” (1997, p. 107). Aunque su propósito principal es reflexionar sobre el significado de la guerra de aniquilación en el siglo XX, mostrando de qué manera la estilización de la guerra por parte de griegos y romanos aportó a sus respectivas definiciones de la política, me parece que es posible extraer de este fragmento algunas sugerencias sobre cómo se podría abordar, desde Arendt, el problema de la transición de la violencia a la política. Anticipando lo que quisiera explorar en las páginas siguientes, considero que en este texto se encuentran dos experiencias distintas que, para efectos expositivos, llamaré la “imparcialidad homérica” y el “tratado romano”. Estas experiencias, al poner en el centro de la discusión la novedad del comienzo y la pluralidad constitutiva del mundo común, podrían ofrecer una alternativa a la comprensión de la transición en el sentido del concepto de “desarrollo”.

Propongo llevar a cabo esta exploración en tres momentos. Para comenzar, trataré de mostrar por qué el concepto de “desarrollo” es inadecuado para abordar el problema de la transición de la violencia a la política bajo categorías arendtianas. Luego haré una lectura detallada de la interpretación arendtiana del trato griego y romano de la guerra de Troya, buscando dilucidar los rasgos de dos experiencias distintas de transición. Finalmente, a partir de dicha lectura, intentaré sugerir una vía distinta al desarrollo para abordar el problema de la transición en el pensamiento de Arendt.

1. La transición como desarrollo: la conversión de la violencia

La conocida frase de Arendt, “la violencia puede destruir el poder; pero es absolutamente incapaz de crearlo” (1972, p. 155), es frecuentemente tratada en las diferentes interpretaciones del artículo Sobre la violencia.4 Menos comentada es, sin embargo, la referencia a Hegel y a Marx que Arendt incluye tan sólo una línea después y que se centra en la gran confianza de estos pensadores en el dialéctico “poder de negación”. Recordemos que, según Arendt, en virtud de dicho “poder” los “opuestos no se destruyen sino que se desarrollan fluidamente uno en otro porque las contradicciones promueven y no paralizan el desarrollo” (1972, p 155). Esta referencia a la dialéctica hegeliano-marxiana no sólo es central para comprender cómo Arendt piensa la relación entre violencia y política, sino para tratar de explorar cómo concibe la transición de una a otra. Pero antes de ahondar en este asunto, importa detenerse en el término “desarrollo”, el cual aparece aquí de pasada pero cuya presencia es notoria en diversos textos de Arendt.

La autora sitúa la emergencia de dicho concepto en el siglo XIX y lo asocia al “tremendo cambio intelectual” de la época, el cual incluye tanto al marxismo como al darwinismo. En “Ideología y terror: una nueva forma de gobierno”,5 Arendt sostiene que este cambio consistió en “la negativa de ver o aceptar cualquier cosa ‘como es’ y en la consistente interpretación de todo como sólo una etapa de un desarrollo ulterior” (1976, p. 464). Esta nueva concepción de todo lo que es en términos de un continuum temporal, en el que cada cosa singular no es más que un momento de un proceso, es examinada de nuevo en “¿Qué es la autoridad?”, esta vez a la luz del modo en que algunas teorías de las ciencias políticas, sociales e históricas han contribuido a aminorar la importancia de las distinciones en el ámbito de los asuntos humanos.6 El concepto de “desarrollo”, al igual que la aproximación funcionalista (en la cual los fenómenos se consideran intercambiables si cumplen la misma función social), desestima las “diferencias fenoménicas” o “factuales” (Arendt, 1994, p. 405).7 En este caso el desarrollo aparece directamente conectado con las modernas filosofías de la historia del siglo XIX, las cuales conciben los acontecimientos históricos bajo un proceso en el que “todo lo que es comprendido por él puede cambiar en otra cosa” (Arendt, 2006a, p. 101).8

En estos textos se observa el rol decisivo que cumple, para Arendt, el concepto de “desarrollo” en la supresión del sentido particular o valor específico de determinado fenómeno o acontecimiento. El desarrollo torna imposible las distinciones puesto que no permite que las cosas sean concebidas como entidades separadas y estables. El problema al que apunta Arendt con el examen de esta noción no es sólo que ésta supone una conexión intrínseca entre los fenómenos, sino que, además, genera una confusión entre conceptos, porque cualquier cosa puede convertirse en otra, es decir, porque, por medio del supuesto de que todo deviene, se considera que toda diferencia oculta en el fondo una identidad.

Pero este énfasis en la identidad puede verse desde otra perspectiva si se pone el foco en otro de los supuestos implícitos del concepto de “desarrollo”. En la introducción a Sobre la revolución, Arendt afirma que “la noción de estado de naturaleza alude al menos a una realidad que no puede ser comprendida por la idea decimonónica de desarrollo” (1990, p. 19). Eso es así, según ella, porque la hipótesis de un estado de naturaleza implica una interrupción, un “abismo insalvable” (unbridgeable chasm) (1990, p. 19), entre el comienzo prepolítico y todo lo que sigue. De esto se infiere, una vez más, que el concepto de “desarrollo” supone una continuidad y por tanto una conexión intrínseca entre fenómenos. Pero se deriva, además, que todo lo que acontece puede ser de algún modo enlazado con lo que lo precede.

Así, el concepto de desarrollo, bajo cualquiera de sus formas (causalidad, actualización, dialéctica o simple sucesión), apunta hacia una “deducción de lo que no tiene precedentes [unprecedented] a partir de precedentes” (Arendt, 1994, p. 404). En otras palabras, subsume la novedad, lo radicalmente inesperado, bajo lo consabido -como si lo nuevo ya estuviera contenido, así fuera en germen, en el estado de cosas que lo antecede- o trata las diferencias presuponiendo una especie de “mismidad esencial”. Sobra decir que aquí, en evidente contraposición al concepto de “desarrollo”, no sólo resuena el “cómo” del pensamiento político de Arendt, el cual se encuentra implícito en Los orígenes del totalitarismo y que ella intenta explicar explícitamente en algunos textos de la década de 1950,9 sino los elementos principales de su propia concepción de la política: la capacidad humana de comenzar y la condición humana de la pluralidad.10 Por eso no es un hecho menor que, en diferentes momentos de su obra, Arendt vuelva a las implicaciones de las doctrinas del siglo XIX en el pensamiento político, como se observa, por ejemplo, en Sobre la violencia.

Lacríticadelconceptode“desarrollo”, comprendidoparticularmente bajo la forma de la negación dialéctica, tiene especial relevancia para Arendt en este artículo tanto en términos argumentativos como en relación con su propia concepción de la política. El desarrollo dialéctico desafía el propósito de Arendt en dicho texto, el cual consiste no sólo en distinguir entre violencia y poder, sino en señalar que son opuestos. La autora busca, de esta manera, subrayar que el poder no nace de la violencia y que, de hecho, “toda disminución de poder es una invitación abierta a la violencia” (Arendt, 1972, p. 184). Sin embargo, si se asume que los opuestos no se destruyen sino que se desarrollan dialécticamente uno en otro, es posible afirmar que la violencia puede engendrar poder o, incluso, para acercarse aún más a la pregunta que venimos considerando, que la violencia puede convertirse en poder. Por eso Arendt descarta la tesis de la “conversión de la violencia”,11 la cual sostiene que la violencia puede desarrollarse en lo que en principio parece su contrario y transformarse de “fuerza de destrucción y aniquilación” en “fuerza institucionalizada, autorizada, legítima”, equivalente al “poder legal”.

En Sobre la violencia, Arendt afirma que la confianza hegelianomarxiana en el desarrollo dialéctico tiene asidero en un prejuicio filosófico más antiguo, el cual considera que “el mal no es más que un modus privativo del bien, que el bien puede emerger del mal; que, en suma, el mal no es sino una manifestación temporaria de un bien aún oculto” (1972, p. 155). Estas palabras recuerdan la conocida respuesta de Arendt a Albrecht Wellmer en una discusión pública de 1972: “lo bueno no se desarrolla en lo malo, y lo malo no se desarrolla en lo bueno” (Arendt, 1979, p. 327), aunque en esa ocasión no se refería al mencionado prejuicio filosófico, sino explícitamente a “ese truco hegeliano” en el que “un concepto, por sí mismo, comienza a desarrollarse en su propia negación [develop into its own negative]” (Arendt, 1979, p. 327). Pero también están en consonancia con las líneas que se añaden en Macht und Gewalt, la versión alemana de Sobre la violencia (supervisada por Arendt), para enfatizar “que ni el poder se puede derivar de la violencia ni la violencia del poder; ni el poder puede ser comprendido como el modus atenuado de la violencia ni la violencia puede ser comprendida como la más flagrante manifestación del poder” (Arendt, 2000, p. 185).

Es claro que en ninguno de estos casos Arendt pretende establecer una equivalencia entre la violencia, el mal y lo malo. Pero en todos apunta a lo que he rastreado hasta el momento: no existe una identidad esencial entre contrarios y, por lo tanto, su distinción no es un asunto de grado ni su relación depende de la manifestación de lo que se encuentra en potencia en alguno de ellos o del despliegue inmanente de uno en otro. Así, lo que me interesa destacar, en primer lugar, en el caso específico de la violencia y el poder es que, según Arendt, la violencia no puede ser considerada un momento del poder o una etapa (arbitraria, extrema, indeseable, pero necesaria) hacia un desarrollo teleológico en el que ésta se suprima como fuerza destructiva y se supere (se convierta) en “fuerza cualificada” o “institucionalizada”.12Esto naturalmente concuerda con el argumento arendtiano de que la violencia no puede crear poder y de que el poder no es, en ningún sentido, violencia mitigada, pero pone un énfasis en la imposibilidad de la transformación. Arendt lo dice explícitamente en Macht und Gewalt: “no hay ningún traspaso [Übergänge]cuantitativo o cualitativo entre poder y violencia” (2000, p. 185).

Pero, en segundo lugar, quisiera poner de manifiesto otro asunto que está implícito en esta imposible continuidad de desarrollo entre violencia y poder. Si la distinción esencial entre ellos se acompaña, en este caso, de una refutación de la transición como desarrollo, ¿cómo pensar el paso de una situación de violencia a una situación política a partir de las categorías arendtianas? O, en otras palabras, ¿de qué manera puede la política emerger en su completa alteridad con respecto a la violencia? Recordemos que, para Arendt, “la política está bajo el signo del poder [unter dem Zeichen der Macht]” (1993, p. 198) y que éste no se identifica con la dominación del ser humano sobre el ser humano, sino que se define a partir del número y del consentimiento: “corresponde a la habilidad humana no sólo de actuar sino de actuar en concierto” (Arendt, 1972, p. 143). El poder, a diferencia de la violencia, que se distingue por su carácter instrumental y que puede prescindir del número, tiene un vínculo esencial con la acción política, la capacidad humana de comenzar que tiene lugar en la esfera de pluralidad humana. En pocas palabras, la diferencia cualitativa entre violencia y política, en la que Arendt tanto insiste a lo largo de su obra, implica que la transición de la primera a la segunda debe ser pensada de una manera alternativa al desarrollo. Como ya lo anticipaba, tal vez las consideraciones fragmentarias de Arendt sobre la guerra pueden abrir otros caminos para continuar explorando este problema.

2. Dos experiencias de transición

Aunque Sobre la violencia es generalmente presentado como un texto de circunstancia que emerge de la intervención de Arendt en un polémico panel de 1967 acerca de “La legitimidad de la violencia”, 13 cabe señalar que sus reflexiones en este escrito tienen como trasfondo las guerras y revoluciones, que para la autora constituyen las experiencias políticas fundamentales del siglo XX,14 y además están motivadas por las modernas posibilidades de aniquilación vinculadas al inédito desarrollo técnico de los instrumentos de la violencia. La presencia de estos últimos temas en los escritos de Arendt de la década de los cincuenta es notoria, especialmente en los fragmentos del proyecto “Introducción a la política”, pero también en textos anteriores conectados con sus preocupaciones teóricas después de la publicación de Los orígenes del totalitarismo y con el permanente intercambio que sostiene con Karl Jaspers alrededor de la cuestión de la bomba atómica.15

En los fragmentos de la “Introducción” ya aparece claramente la preocupación de Arendt por distinguir entre violencia y poder; sin embargo, la interrogante que guía las discusiones de ese periodo remite, en especial, al “rol de la violencia en la política” [die Rolle der Gewalt in der Politik].16 A mi modo de ver, esta interrogación puede entenderse de dos maneras distintas en el fragmento 3C, el cual se ocupa de la cuestión de la guerra. Por un lado, al reflexionar sobre el impacto del descubrimiento de la energía atómica, Arendt introduce la noción de “guerra total” con el propósito de nombrar el hecho de que por primera vez (en la Edad Moderna pero no en la historia general) la “acción violenta” (gewaltsames Handeln) sobrepasa su limitación inherente y transita de la destrucción parcial, de algunas partes del mundo o determinado número de personas, a la aniquilación total de todo un país o de un pueblo entero. En este caso el rol de la violencia en la política puede ser comprendido como una extralimitación de la guerra que se traduce no sólo en la destrucción del mundo de objetos, resultado del trabajo del ser humano, sino el mundo de las relaciones interhumanas, que nace de la acción y el discurso. Esta dimensión del rol de la violencia se encuentra estrechamente conectada, para Arendt, con el totalitarismo: “la de aniquilación es la única guerra adecuada al terror totalitario” (Arendt, 1997, p. 104).

Por otro lado, Arendt aborda el rol de la violencia en la política desde lo que ella llama la “estilización de la guerra” (1997, p. 107). En el fragmento en cuestión evoca la narración poética de los sucesos de la guerra de Troya -“el ejemplo más primigenio de guerra de aniquilación”- para examinar cómo “griegos y romanos definieron de un modo a la vez coincidente y contrapuesto lo que para sí mismos y en cierta medida también para nosotros significa propiamente la política, así como el espacio que ésta debe ocupar en la historia” (Arendt, 1997, pp. 107-108). De este modo, el retorno reflexivo a la guerra de Troya ilumina la “guerra total” del presente. Pero de manera más precisa permite dilucidar una concepción de la política que, para Arendt, hasta cierto punto también es la nuestra. Y, como se observa en el desarrollo del fragmento, esta dilucidación es inseparable de la indagación sobre el modo en que los griegos y los romanos buscaron acabar con el elemento de aniquilación de la violencia que destruye lo político. Esta indagación es especialmente pertinente para el problema de la transición de la violencia a la política. Es cierto que Arendt se ocupa del caso específico de la guerra total y no de la guerra en general, pero su reflexión sobre el modo en que los griegos y los romanos tratan la guerra de Troya permite explorar, me parece, una alternativa a la comprensión de la transición como conversión de la violencia asociada al concepto de “desarrollo”.

A. La imparcialidad homérica: de los dos bandos a la pluralidad del mundo

El tratamiento griego de la guerra de Troya que atrae la atención de Arendt es poético antes que filosófico. Homero embellece y adorna las grandes gestas, ofrece imágenes y modelos de una guerra en particular, pero no se ocupa de la guerra en sí. La guerra de Troya es el ejemplo originario de la guerra de aniquilación, pero es tan sólo un ejemplo. Por eso no es la naturaleza de la guerra lo que Arendt encuentra en el canto homérico de la confrontación bélica entre aqueos y troyanos. Le interesa, en principio, el relato estético del poeta, la narración sensible y retrospectiva que no sólo busca visibilizar los acontecimientos en su singularidad, sino impedir que éstos caigan en el olvido. Arendt habla en estos fragmentos de una “memoria poética e histórica” (1993, p. 92), un tipo de recuerdo que coincide con la remembranza (remembrance, Mnemosyne) que ella evoca en algunos de sus textos en conexión con Heródoto, el pater historiae.17

El rasgo distintivo de esta narración homérica es que “no guarde silencio sobre el hombre vencido, que dé testimonio tanto de Héctor como de Aquiles” (Arendt, 1997, p. 108). Aun cuando, según la Ilíada, Aquiles no sólo da muerte a Héctor, sino que ultraja su cadáver, como si quisiera destruir con este acto todo rastro de heroísmo, de individualidad y de humanidad en su adversario,18 no es principalmente el relato del triunfo de un pueblo sobre otro ni el recuento del exterminio de uno de ellos lo que Arendt destaca del canto de Homero. Para ella, el poeta devela, llamativamente, que “el comienzo de la historia es todo menos historia ‘nacional’” (Arendt, 2006b, p. 421). Homero no sucumbe ante el interés de su propio pueblo, narra por igual las acciones de griegos y troyanos. Ésta es la imparcialidad homérica que Arendt considera central en el modo en que el poeta ilumina la guerra de Troya. Una imparcialidad que, en vez de confundirse con la moderna libertad valorativa, debe comprenderse, mejor, como la aproximación a un mismo acontecimiento a partir del contraste de sus partes. Tal ambivalencia narrativa del poeta reaparecerá después, según Arendt, en la historiografía de Heródoto, quien no sólo se refiere por igual a las grandes gestas de los helenos y los bárbaros, sino que además, a diferencia del moderno juicio de la historia, escapa a la alternativa entre la victoria y la derrota.19

Ahora bien, la imparcialidad homérica es, para Arendt, la clave de comprensión de la transformación de la violencia: el surgimiento de la política a partir de una guerra cuyo desenlace es la destrucción completa de una ciudad. En un sentido poético y rememorativo “la aniquilación puede ser reversible” (Arendt, 1997, p. 108). Anticipando el dyo logoi (las dos formas de pensar de los sofistas), Homero salva a los vencidos en la medida en que no descuida las dos caras de la guerra y exalta el honor y la gloria de los troyanos. Así pues, en vez de repetir la derrota, el poeta revierte lo acontecido, redime a las víctimas a través de la palabra. La narración no partidaria interviene en la transición de la violencia a la política al acabar con el elemento aniquilador de la guerra. Según Arendt, éste es el efecto que el tratamiento homérico del polemos tiene sobre el desarrollo de la polis griega. El relato poético permite la transición de la coacción a la persuasión -como lo muestra el ágora homérica- y, al mismo tiempo, despoja a la lucha de su elemento guerrero-militar y la hace parte integrante de la polis.

Pero en el mundo homérico violencia y discurso coexisten hasta el punto de aparecer casi indiferenciados. En el célebre altercado entre Aquiles y Agamenón, por citar sólo un ejemplo, el Pélida se sitúa en medio de la asamblea (mese agoré),20 toma en su mano el cetro y se enfrenta, a través de la palabra, al rey de reyes. No es la fuerza de los brazos, sino la prudencia de la lengua la que es puesta aquí en un primer plano. La disputa entre áristoi amenaza con resolverse por la espada, pero, gracias a la intervención de Atenea, Aquiles se decide por la injuria discursiva. Sin embargo, este enfrentamiento de dos bandos discurre entre guerreros en medio del campo de batalla. El agorá que se forma en el campamento, en movimiento, mientras acontece el combate, no es equiparable a la que tendrá lugar en la polis, en tiempos de paz, de reposo. Aun cuando los guerreros dejan de estar de pie (stás) y se reúnen sentados, en relativa calma, para oponerse entre sí como oradores, no hay que olvidar que, en la narración homérica, la frontera entre hablar y luchar es completamente porosa: el uso de la palabra está marcado, en su forma y contenido, por la guerra.21

Por supuesto Arendt no ignora que en Homero todavía es posible referirse a la “potencia violenta de las grandes gestas” y a la “fuerza arrebatadora de las grandes palabras” (Arendt, 1997, p. 110). El vínculo entre el espíritu agonal y la manifestación pública de los actores, y en particular el empeño de cada uno por ser el mejor (aristeúein), se expresa bajo el modelo del combate bélico. Asimismo, los dos aspectos de los acontecimientos “sólo aparecen en la lucha” y, por eso, la imparcialidad homérica coincide con la afirmación de Heráclito de que “la guerra es ‘el padre de todas las cosas’” (cfr. Arendt, 1997, p. 110). En otras palabras, aunque la imparcialidad interviene en la transición de la guerra a la polis, Arendt no desconoce que en Homero este principio aún cae en el ámbito del polemos. Ella distingue entre el mundo homérico de la Ilíada y el efecto que la narración del poeta tiene sobre el origen de la polis. Por eso en el paso de la guerra total al comienzo de la política no sólo se excluye a la violencia del ámbito de la ciudad, sino que el mismo principio homérico de la imparcialidad sufre una transformación. En el momento en que se abre, categóricamente, la división entre violencia y política, “las dos caras de todas las cosas, que todavía en Homero se daban en la lucha, caen exclusivamente en el ámbito del hablar” (Arendt, 1997, p. 110).

Así, justo cuando polemos y polis parecieran confundirse, Arendt traza los límites entre ellos y destaca la distancia que los separa. El agón que caracteriza a la convivencia humana en la polis no es equiparable al combate violento de la guerra. En otras palabras, la lucha se convierte en un elemento central de la vida política, pero ahora se despliega sin desigualdad, sin dominación, sin violencia. La persuasión ocupa el lugar de la coacción, en la misma medida en que el combate bélico es reemplazado por “debates y discusiones inacabables” (Arendt, 1997, p. 110). Pero estas transformaciones no deben comprenderse como meros cambios de grado, puesto que para los griegos, según Arendt, la política es esencialmente distinta de la violencia. En la transición del polemos a la polis la imparcialidad deja de ser sinónimo de ambivalencia. No se trata sólo de dos caras, sino de una multiplicidad de puntos de vista que revelan las distintas facetas de un mismo asunto. Cuando la lucha ya no coincide más con el enfrentamiento armado entre dos bandos se concibe como un debate cuyo elemento distintivo es el intercambio público de una pluralidad de perspectivas. Esta nueva forma de lucha revela una libertad de movimiento, asociada a la amplitud del propio discernimiento y a la confrontación de los juicios, cuya realidad está vinculada a un espacio público-político delimitado por el nomos. La imparcialidad homérica es inseparable de la inauguración de esta escena pública, de este mundo de relaciones humanas que depende de la presencia y de la igualdad de muchos.

Así pues, al situarse en el paso entre la guerra y el surgimiento de la ciudad, la imparcialidad es la condición para un nuevo comienzo. Como es notorio, el origen de la ciudad no se deriva de la situación guerrera. En vez de una continuidad entre polemos y polis, se pone de manifiesto una desconexión entre ellos que da cuenta del inicio inédito de un mundo propiamente político. La realidad de este ámbito depende justamente de la pluralidad de puntos de vista, porque la política, en sentido estricto, dice Arendt, “no tiene tanto que ver con los hombres como con el mundo que surge entre ellos”, y “el mundo sólo surge cuando hay diversas perspectivas” (1997, pp. 117-118). Por eso, al cantar la gloria de los vencidos, Homero les hace justicia póstuma y con esto no sólo recupera su perspectiva -que parecía aniquilada para siempre-, sino que posibilita el surgimiento de un vínculo humano, un espacio entre, que no se define por la fuerza y la coacción.

Sin embargo, Arendt advierte el carácter limitado de este tratamiento homérico de la transición de la violencia a la política: “pero por lo que respecta a los griegos, dicha transformación del hostil estar juntos se limitó por completo a lo poético y evocador y no fue políticamente efectiva” (Arendt, 1997, p. 119). Dicha insuficiencia no reside tanto en la forma retrospectiva de la salvación de los derrotados como en su alcance exclusivamente simbólico. Aunque reconoce que la autointerpretación de los pueblos forma parte de la realidad, Arendt considera que la solución homérica carece de una realidad plena en cuanto permanece en el plano de la representación poética y espiritual de los acontecimientos.

B. El tratado romano como interrupción: un nuevo vínculo

Al ocuparse del tratamiento romano de la guerra de Troya, Arendt no abandona la perspectiva reveladora de la narración poética. En este caso es la Eneida de Virgilio la que ofrece una sugestiva vía de acceso a la cuestión de la guerra total. Pero aunque de nuevo el relato estético ilumina el problema, Arendt está lejos de hallar en este caso una aproximación exclusivamente simbólica a la aniquilación. En la experiencia romana, la transformación de la guerra es políticamente efectiva.

Como es sabido, la fundación de Roma, en la versión de Virgilio, tiene su origen en la guerra de Troya. Los romanos derivan su existencia política de la huida del troyano Eneas y del establecimiento de una nueva patria, que es realmente, según Arendt, la “renovada fundación de algo antiguo”, una “refundación sobre suelo extranjero” (Arendt, 1997, p. 115).22 De hecho, ella encuentra en la Eneida una repetición, en suelo italiano, del relato del poema de Homero. Una repetición invertida -hay que precisarlo- puesto que en la nueva narración se trata de “anular la derrota de Héctor y la aniquilación de Troya” (Arendt, 1997, p. 115).23 Sin necesidad de detenerse en los detalles, cabe destacar que, para Arendt, lo decisivo del relato de Virgilio consiste en que invierte las relaciones entre los héroes del canto homérico: Aquiles-Turnus huye ante Héctor-Eneas. Pero más allá del impacto espiritual de este nuevo origen, la inversión poética confirma una realidad histórica y política: la reactivación de la guerra de Troya en suelo italiano no finaliza “con una aniquilación de los vencidos sino con una alianza [Bündnis] y un tratado [Vertrag]” (Arendt, 1997, p. 118).

En este nuevo desenlace reside la potente singularidad de la experiencia romana para pensar la transición de la violencia a la política. Como en el caso griego, el comienzo del ámbito propiamente político está precedido por la guerra, pero ya no es la polis, ni el nomos que la delimita, lo que define los contornos del nuevo mundo. Del espacio de la polis se pasa a la gran urbs. Así, la política romana comienza donde termina la griega: “en el ámbito no entre ciudadanos de igual condición de una ciudad sino entre pueblos extranjeros y desiguales entre sí que sólo la lucha había hecho coincidir” (Arendt, 1997 1991).24 En otras palabras, la política en Roma inicia con lo que en términos modernos se conoce como “política exterior”, justamente con aquello que para los griegos caía por fuera de lo propiamente político. Por eso la gran urbs emerge en conexión con la guerra entre los pueblos. Es sólo en este sentido que Arendt afirma que el tratado y la alianza es “la continuación por así decir natural de toda guerra” (1997, p. 118) o que “la guerra no es el fin [Ende] sino el comienzo [Anfang] de la política” (1997, p. 124).

Como en el mundo homérico, en la experiencia romana la lucha aparece en un primer plano en conexión con la cuestión de la transición. En el “caso de los romanos era esa misma lucha la que les permitía conocerse a sí mismos y al antagonista” (Arent, 1997, p. 119). Los enemigos de ayer, que se convertían en los aliados del mañana, se encontraban primero en el combate. Arendt descubre en este hecho un asunto de resonancia homérica: “el reconocimiento de que también el encuentro más hostil entre seres humanos hace surgir algo que en adelante es común [gemeinsam] entre ellos” (1997, p. 118). En este punto la complicidad entre guerra y política, tanto para griegos como romanos, parece llegar a su expresión más acabada. La lucha bélica inaugura un vínculo que bien podría confundirse con el entre que acomuna y distingue a los seres humanos en una comunidad política. No está de más recordar que Arendt incluso recurre a una frase del Gorgias de Platón -“lo que el agente hace, lo sufre también el paciente”- con el fin de ilustrar este particular lazo entre guerreros (cfr. 1997, p. 118).25 Sin embargo, como en el caso de la imparcialidad homérica, también aquí se trazan los límites claros entre guerra y política justo en el momento en que se observa su supuesta coincidencia, pero ya no desde la mirada evocadora de la narración retrospectiva, sino desde un punto de vista con efectividad política: “el encuentro implícito en la lucha sólo puede mantenerse si ésta es interrumpida y de ella resulta un estar juntos distinto” (Arendt, 1997, p. 119).

Es claro, entonces, que también en la experiencia romana el “estar juntos” de la política no es el mismo que el que se manifiesta en la guerra. Pero lo que revela esta experiencia, a diferencia de la griega, es que la emergencia de este nuevo vínculo -el vínculo propiamente político- depende de la intervención de un pacto, de un tratado o de una alianza, que permite y garantiza el tránsito de la lucha bélica a la inauguración y pervivencia de un mundo nuevo. Aunque la coincidencia entre bandos se da por medio del combate, no existe una continuidad entre la lucha guerrera y la fundación del nuevo ámbito político. Entre el pasado de violencia y el comienzo de un mundo se presenta un hiato. La guerra es así suspendida por un pacto que no es del orden de la violencia, puesto que surge de la acción y del discurso. Por lo tanto, tampoco en el caso romano el espacio político se deriva del origen guerrero. Lo que se inaugura con el tratado y la alianza es un nuevo inicio, un origen político de un vínculo que es de otro orden al de la común hostilidad.26

Este nuevo comienzo se confirma en la singularidad de la noción de lex romana, la cual, como lo señala Arendt, es de naturaleza distinta al nomos griego. La noción romana de la ley tiene precisamente su génesis en el tipo de solución a la guerra que se ofrece en el pacto. A diferencia del nomos, cuyo origen se remonta a la prudencia del legislador y por lo tanto es prepolítico (debe existir antes de que pueda establecerse una polis), la lex corresponde al ámbito político, tiene un carácter contractual y emana del intercambio de palabras y del consentimiento ciudadano. En términos de la fenomenología arendtiana de la vita activa, mientras que el nomos es resultado de la producción (y está expuesto a la violencia asociada a todo producir), la lex surge de la acción y del discurso. Con esto Arendt quiere enfatizar el “vínculo duradero” que define a la ley romana. La ley instaura relaciones, une a los seres humanos, pero “no mediante una acción violenta o un dictado sino a través de un acuerdo y un convenio mutuos” (Arendt, 1997, p. 120).

Así pues, la realización política (y no sólo poética) de la eliminación del elemento aniquilador de la violencia sólo tiene lugar en la interrupción de la guerra por medio del tratado y el consecuente surgimiento de la ley, los cuales muestran el potencial vinculante de la acción política. De la hostilidad bélica se pasa al entre de un mundo de relaciones que no surge ni de la confrontación guerrera ni de la producción técnica. De este modo, el nuevo ámbito político no está de ninguna manera contenido en el origen violento. En la transición de la violencia a la política se abre una brecha que da cuenta de la distinción esencial entre el combate y el vínculo duradero que define a la ley.

3. Consideraciones finales: la transición como discontinuidad

Sería ciertamente injusto con Arendt identificar, sin mayores mediaciones, su lectura del tratamiento griego y romano de la guerra de aniquilación con su propia posición sobre la transición de la violencia a la política. Como sucede en otros momentos de su obra, motivada por las experiencias políticas de su tiempo, Arendt emprende en este caso una interpretación de las experiencias concretas de Grecia y Roma con el propósito de volver a interrogar algunos de los conceptos tradicionales del pensamiento político.27 Así, al partir de la amenaza de la guerra total en el siglo XX, evoca los sucesos de la guerra de Troya y se pregunta por el sentido de la política, discutiendo específicamente “lo que significa la guerra para la política en general” (Arendt, 1997, p. 148). El regreso a estas experiencias de la Antigüedad corresponde a una pregunta por la procedencia de conceptos y estructuras conceptuales que, según Arendt, se han convertido en “generalizaciones abstractas” (1997, p. 151) o en “cascarones vacíos”, que no tienen en cuenta su “subyacente realidad fenoménica” (2006a, p. 14).28

Este vaciamiento de los conceptos, que también es comprendido por ella como una evaporación del espíritu original de las palabras clave de nuestro lenguaje político,29 está vinculado con el efecto de indistinción inherente al concepto de “desarrollo”, el cual, como veíamos, ocupa un lugar central tanto en las doctrinas el siglo XIX como en las ciencias históricas, sociales y políticas del siglo XX. La idea de que una cosa puede devenir en cualquier otra da cuenta de la prevalencia de una identidad entre conceptos y de una sinonimia entre términos que, para Arendt, devela cierta ceguera frente a las realidades a las que ellos corresponden. En cierta medida esta pérdida de distinciones está asociada con un empobrecimiento de la realidad mundana -cuya permanencia depende de la pluralidad de perspectivas-, pero también con la incapacidad para aprehender el surgimiento de lo radicalmente nuevo.

De ahí que la evocación arendtiana de las experiencias concretas de la guerra y la política en Grecia y Roma no constituya un regreso arbitrario al pasado, sino un intento de apelar a la potencia reveladora tanto de los términos como de su trasfondo histórico para volver a llenar de sentido aquellos conceptos que han sido despojados de su concreción y su cualidad distintiva.

Es valiéndome de esta hipótesis sobre la manera en que Arendt retoma las experiencias de la Antigüedad para pensar políticamente que he sugerido que el tratamiento griego y romano de la guerra de Troya ofrece una alternativa para que la interrogación sobre la transición de la violencia a la política no sea clausurada por la identificación entre transición y desarrollo. Esta identificación, como lo intenté mostrar anteriormente, es una de las implicaciones de la equivalencia entre violencia y poder que Arendt pone en cuestión a lo largo de Sobre la violencia. Si la transición se entiende exclusivamente en estos términos, no sólo se afirma que la violencia puede crear poder, sino, en consecuencia, que el poder es una especie de violencia transformada. Esto es tanto como decir que la situación política ya está de alguna manera contenida o prefigurada en la situación de violencia y, del mismo modo, que la política, además de ser derivada de la violencia, puede ser comprendida según su modelo.

Como ya lo he sugerido, lo que tienen en común las experiencias concretas de Grecia y Roma, pese a las particularidades señaladas con respecto a su tratamiento de la guerra de aniquilación, es la constatación de que existe una discontinuidad en la transición de la violencia a la política. En ambos casos la guerra es de un orden diferente al de la política y, en consecuencia, una no se desarrolla en la otra. Tanto en la intervención de la imparcialidad homérica como en la del tratado romano se presenta una interrupción en el paso de la guerra a la política. Esta interrupción es, para Arendt, un “hiato entre el final y el comienzo, entre una ya-nomás y un todavía-no” (1990, p. 205). Estas palabras pertenecen a Sobre la revolución, pero también aparecen en el segundo volumen de La vida del espíritu, en cuyas páginas Arendt retoma la narración virgiliana de la fundación de Roma y, en vez de referirse a la imparcialidad homérica, introduce la leyenda del éxodo hebreo (cfr. Arendt, 1978, pp. 203-217). Aunque las preguntas abordadas en estos libros no son exactamente las mismas respecto de las del fragmento sobre la guerra, lo cierto es que también en estos casos se pone de manifiesto la interrogante sobre la transición. Y, como se vislumbra en el tratamiento griego y romano de la guerra de Troya, esta interrogante no sólo apunta hacia la distinción conceptual entre violencia y política, sino que encara este problema desde la perspectiva del tiempo histórico.

Dado que ni en la experiencia griega ni en la romana la política es el resultado automático de la violencia, la transición es una especie de intervalo, una brecha entre el pasado y el futuro que rompe con la ilusión de un continuum temporal. Así, lo único que establece un puente entre la pura espontaneidad del comienzo político y su pasado guerrero es este hiato transitorio.

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1En 1955, el editor Klaus Piper le propone a Arendt escribir una “Introducción a la política” (Einführung in die Politik) que siga las pautas del libro Einführung in die Philosophie, publicado por Karl Jaspers en 1950 (cfr. Arendt y Blücher, 1999, p. 385; Arendt y Jaspers, 1992, p. 271). El “pequeño libro” (Büchlein), como lo llama Arendt en su correspondencia con Jaspers y Piper, no tenía como propósito una introducción a la ciencia del Estado o a la política como “ciencia”, sino a lo “que realmente es la política y a las condiciones fundamentales de la existencia humana con las cuales tiene relación lo político” (Arendt, 1993, p. 137). Arendt trabaja de manera intermitente en su proyecto de libro presumiblemente desde 1955 y finalmente lo abandona en 1959. Los manuscritos de este proyecto fueron publicados en 1993 bajo el título Was ist Politik? (en español, cfr. Arendt, 1997). Como es sabido, algunos de los textos y las ideas de estos fragmentos aparecen en La condición humana, Entre el pasado y el futuro y Sobre la revolución. Pero, como lo intento poner de relieve más adelante, también hay importantes huellas de estos fragmentos en los textos tardíos de Arendt, especialmente en Sobre la violencia y en La vida del espíritu.

2Los fragmentos que componen la “Introducción a la política”, escritos en alemán y no en inglés, se dividen en dos fases: 2A-2B, conocida como Vorurteils-Version (versión del prejuicio), probablemente elaborada entre 1956 y 1957, y 3A-3D, Sinn-Version (versión del sentido), posiblemente escrita entre 1958 y 1959 (cfr. Arendt, 1993, p. 142). Hay modificaciones temáticas evidentes entre las dos fases, pero incluso existen cambios relevantes entre los fragmentos que componen la segunda. Por ejemplo, en el borrador 3A de la presentación del libro, la pregunta por el sentido de la política se aborda desde las experiencias de los totalitarismos y de las modernas posibilidades de aniquilación, mientras que en el borrador 3D, al encarar la misma pregunta, la experiencia de las revoluciones modernas pasa a un primer plano y la cuestión del totalitarismo no es mencionada. En la carta a Klaus Piper de abril de 1959, Arendt le propone a su editor alemán que el primer volumen de la “Introducción” se ocupe de las guerras y las revoluciones (cfr. Arendt, 1997, p. 148). Sin embargo, aunque en los borradores de la “Introducción” se encuentra un fragmento sobre la guerra, no hay uno exclusivo sobre la revolución. En esta misma carta Arendt afirma que esta parte sobre la revolución la escribió en inglés para las conferencias de Princeton (Arendt, 1997, p. 149), dictadas en el primer semestre de 1959 (cfr. cartas 233 y 243 de la correspondencia Arendt y Jaspers, 1992, pp. 356 y 369).

3Conocido como el fragmento 3C de la Sinn-Version (cfr. Arendt, 1993, p. 142). Probablemente no es una versión definitiva, como parece comunicárselo a Klaus Piper en abril de 1959 (cfr. Arendt, 1997, p. 149).

5Este texto, publicado originalmente en 1953 en Review of Politics, fue sometido por Arendt a la Fundación Guggenheim como muestra de su progreso en el proyecto sobre “Los elementos totalitarios del marxismo” y fue posteriormente añadido a Los orígenes del totalitarismo a partir de la segunda edición (1958). Cfr. Young-Bruehl (2004, pp. 278 y 516, nota 28).

6Arendt vuelve sobre este mismo tema años después precisamente en Sobre la violencia: “Es, creo, una reflexión más bien triste sobre el actual estado de la ciencia política que nuestra terminología no distinga entre palabras clave como ‘poder’, ‘potencia’ [strength], ‘fuerza’, ‘autoridad’ y, finalmente, ‘violencia’: todas las cuales se refieren a fenómenos distintos y diferentes, que difícilmente existirían si éstos no existieran” (1972, p. 142).

7El “enfoque histórico” y el “funcionalismo” también son tratados por Arendt en el texto “Religion and Politics”, originalmente preparado para una conferencia en la Universidad de Harvard y después publicado en 1953 en Confluence, II/3 (cfr. Arendt, 1994, pp. 368-390). Además de la manera en que Arendt se refiere a estos enfoques para discutir la tesis, muy difundida en ese momento, de que el comunismo era una nueva religión secular, vale la pena reparar en su mención de Marx como “padre de los métodos de las ciencias sociales” (1994, p. 374).

8No hay que olvidar que Arendt critica, en diferentes momentos de su obra, las modernas filosofías de la historia que, según ella, se estructuran a partir de las nociones de “fin” y “proceso”. Desde la mirada kantiana de la historia im Großen, guiada por una finalidad, hasta la marxiana making of history, que identifica la acción con la fabricación, la conciencia histórica moderna subsume la contingencia y pluralidad de los acontecimientos particulares bajo una explicación causalista y teleológica del decurso histórico. Para una discusión sobre este tema en conexión con la concepción arendtiana de “narración”, cfr. Paredes Goicochea (2017, pp. 27-55).

9Entre ellos la conocida respuesta a Voegelin (cfr. Arendt, 1994, pp. 401-408) y el escrito “Totalitarianism” (cfr. Arendt, 2018, pp. 157-159).

10Me refiero a cómo el desarrollo, en la medida en que se caracteriza por la supresión de la novedad y de la singularidad de los fenómenos, se contrapone al carácter imprevisible y contingente de la acción política, el cual, según Arendt, está vinculado a la condición humana de la pluralidad (cfr. 1998, pp. 175-192).

11En un sugerente artículo sobre este tema en Hobbes y Hegel, Balibar afirma: “por su operación de conversión, la Gewalt se transforma [métamorphose] en otra Gewalt, la violencia se torna en poder [pouvoir]” (2010, pp. 61-62). La conversión es, sobre todo, una “transformación de la violencia en fuerza (históricamente) productiva, una aniquilación de la violencia en cuanto fuerza de destrucción y una re-creación en cuanto energía o potencia [puissance] interna de las instituciones” (Balibar, 2010, p. 61).

12“Fuerza cualificada” o “fuerza institucionalizada” es, según Arendt, la concepción del poder que presenta Alexander Passerin d’Entrèves en su libro The Notion of the State (cfr. Arendt, 1972, p. 136). Para Arendt ésta es la versión más sofisticada del acuerdo, que existe de izquierda a derecha, sobre la naturaleza del poder y su identidad con la violencia.

14En el fragmento 3D de “Introducción a la política”, Arendt afirma: “Las guerras y revoluciones, no el funcionamiento de los regímenes parlamentarios y los partidos democráticos, constituyen las experiencias políticas fundamentales de nuestro siglo” (1997, pp. 131-132 [124]). Arendt repite en su obra publicada esta apreciación, con variaciones e incluyendo una referencia a Lenin, no sólo al comienzo de Sobre la violencia, sino también en la introducción a Sobre la revolución. Sin embargo, cabe destacar de nuevo que en el fragmento 3A, probablemente anterior a 3D, Arendt sostiene que las experiencias políticas fundamentales del siglo XX son los totalitarismos y las modernas posibilidades de aniquilación (cfr. 1997, pp. 62-63).

15Me refiero en particular al texto de Arendt “Europe and the Atom Bomb”, publicado en 1954 (cfr. 1994, pp. 418-422). Sobre la discusión con Jaspers, cfr., por ejemplo, Arendt y Blücher (1999, p. 384, carta del 6 de noviembre de 1955), así como Arendt y Jaspers (1992, pp. 192-350) (hay varias referencias al respecto en estas cartas del periodo 1956-58). Cfr. también Jaspers (1958, p. 9). En ese texto, el autor comienza sosteniendo lo siguiente: “Desde tiempos inmemoriales se ha tratado siempre, en el primer momento, de declarar criminales todas las nuevas armas ofensivas […]. Pero hoy se trata de la bomba atómica (de la bomba de hidrógeno o de cobalto) y esta vez se trata de algo completamente nuevo y diferente. Porque le da a la humanidad la posibilidad de exterminarse a sí misma”.

16El título propuesto para el primer volumen de la “Introducción a la política” era justamente “Guerra y revolución: el rol de la violencia en la política” (cfr. Arendt, 1997, pp. 148-150; 1993, pp. 197-200). Y también Arendt ofrece en diciembre de 1958, en la Universidad de Notre Dame, la conferencia “The Role of Violence in Politics” (cfr. Arendt, 1993, p. 140).

17Cfr., por ejemplo, Arendt (1998, pp. 8-9; 2006a, pp. 41-44; 2006b, p. 421,XVIII [19]).

18Sobre “el cadáver ultrajado” en la Ilíada (cfr. Homero, Il., XXII, vv. 330-404) sigo la interpretación de Vernant (2008, pp. 19-21).

19Vale la pena recordar que la mención a la imparcialidad homérica, en conexión con Heródoto, también puede encontrarse en varios textos de la obra publicada de Arendt. Cfr., por ejemplo, Arendt (2006a, pp. 51-52 y 258).

22“Canto las terribles armas de Marte y el varón que, huyendo de las riberas de Troya, por el rigor de los hados, pisó el primero la Italia y las costas lavinias. Largo tiempo anduvo errante por tierra y por mar, arrastrando a impulso de los dioses, por el furor de la rencorosa Juno. Mucho padeció en la guerra antes de que lograse edificar la gran Ciudad [dum conderet urbem] y llevar sus dioses a Lacio, de donde vienen el linaje latino y los senadores albanos y las murallas de la soberbia Roma” (Virgilio, Eneida, I, vv. 1-11).

23Sobre esta interpretación de la Eneida en la obra publicada de Arendt, cfr. Arendt (1990, pp. 209-210; 1978, p. 204).

25En su introducción a The Warriors, de Glenn Gray, Arendt afirma que, según el autor, la primera lección que había que aprender en el campo de batalla era que “entre más cerca estabas del enemigo, menos lo odiabas” (Arendt, 2018, p. 317).

26Es claro que en la inauguración de este nuevo vínculo resuena el problema de la fundación, del cual Arendt se ocupa en diferentes momentos de su obra, retomando, entre otros, el caso romano; cfr., por ejemplo, Arendt (1978, pp. 203-217; 1990, pp. 179-204). Pero, dada la complejidad del problema de la fundación, y puesto que lo que me interesa aquí, sobre todo, es explorar cómo Arendt trata el paso de la violencia a la política en el fragmento sobre la guerra, no es éste el lugar para profundizar en dicho asunto. Para una indagación sobre los desafíos de la fundación propiamente política de lo político en Arendt, cfr. Hilb (2016, pp. 57-88).

27Precisamente en la descripción del proyecto de “Introducción a la política” que Arendt le envía a la Rockefeller Foundation en diciembre de 1959 se afirma: “El objetivo del libro es doble: Primero: un reexamen crítico de los conceptos tradicionales capitales del pensamiento político, así como sus estructuras conceptuales —tales como medios y fines; autoridad; gobierno; poder; ley; guerra, etc. Por crítica no entiendo ‘demolición’. Intentaré descubrir de dónde proceden dichos conceptos antes de que se convirtieran en algo así como monedas fuera de curso y generalizaciones abstractas. Por lo tanto examinaré las experiencias concretas, históricas y políticas en general, que dieron origen a conceptos políticos” (1997, p. 151).

28Es importante subrayar que estas expresiones provienen del prefacio a Entre el pasado y el futuro, libro en el que está incluido el artículo “¿Qué es la autoridad?” y al que Arendt remite, en la citada descripción de la “Introducción a la política”, para dar “un buen ejemplo” de su “método” (cfr. Arendt, 1997,p. 151). También vale la pena poner de relieve que, como lo afirma Arendt en “¿Qué es la autoridad?”, “con la pérdida de la tradición perdimos el hilo que nos guiaba de manera segura a través de los vastos dominios del pasado, pero este hilo era también la cadena que sujetaba a cada generación sucesiva a un aspecto predeterminado del pasado. Podría ser que sólo ahora el pasado se abra frente a nosotros con inesperada frescura y nos diga cosas para las que todavía nadie ha tenido oídos” (2006a, p. 94).

29Esta evaporación de lo originario parece adoptar la forma del olvido. Pero, como sostiene Ricoeur, en el pensamiento de Arendt habría un “olvido sin nostalgia”, es decir, no un olvido del pasado, sino “un olvido de lo que constituye el presente de nuestra vida en común” (Ricoeur, 2004, p. 216). Al respecto resulta interesante lo que afirma Cassin: “el espíritu original está necesariamente ligado a una experiencia fenoménica, a una escucha fenomenológica” (2004, p. 27). En este sentido, como lo destaca también Cassin, no hay que descuidar la atención que Arendt le presta a la lengua, a la palabra clave, a la etimología. Como le dice Arendt a Macpherson, “usted sólo mira el valor comunicativo de la palabra. Yo miro su cualidad reveladora. Y esta cualidad reveladora tiene siempre, por supuesto, un trasfondo histórico” (Arendt, 1979, p. 323).

Recibido: 15 de Febrero de 2019; Aprobado: 24 de Abril de 2019

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