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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.60 México ene./jun. 2021  Epub 23-Feb-2021

https://doi.org/10.21555/top.v0i60.1149 

Artículos

Reimaginar una comunidad sobre las bases de la vulnerabilidad. Reflexiones desde Judith Butler

Reimagining a Community on the Basis of Vulnerability. Reflections From Judith Butler

Adriana María Ruiz Gutiérrez1 
http://orcid.org/0000-0001-8588-7795

María Soledad Gómez Guzmán1 
http://orcid.org/0000-0002-3669-9541

1Universidad Pontificia Bolivariana Colombia adriana.ruiz@upb.edu.co marias.gomez@upb.edu.co


Resumen

Reimaginarunacomunidadsobrelabasedelavulnerabilidad implica reconocer nuestra responsabilidad para con aquéllos que prosperan y aquéllos que no logran persistir porque son abandonados o eliminados. El reconocimiento de nuestra vulnerabilidad nos permite encontrar otras formas comunitarias que, a partir de los vínculos humanos de protección, escapen a la abstracción sobre el valor de la vida, ateniéndose, en cambio, a las condiciones sociopolíticas sostenedoras de ésta, especialmente cuando éstas fallan. Esta tarea no resulta sencilla en contextos marcados por la violencia. Este trabajo plantea tres asuntos fundamentales: el reconocimiento de la vulnerabilidad, la violencia como ruptura de la interdependencia y nuestra responsabilidad frente a los demás. Examinar nuestra vulnerabilidad puede convertirse en la base de otra comunidad.

Palabras clave: duelo; interdependencia; Judith Butler; responsabilidad; violencia; vulnerabilidad

Abstract

Reimagining a community on the basis of vulnerability entails recognizing our responsibility vis-à-vis those who prosper and those who do not persist because they are abandoned or eliminated. The recognition of our vulnerability allows us to find other forms of community that, built upon the human bonds of protection, escape the abstraction of the value of life, bearing in mind, instead, the socio-political conditions that sustain it, especially when they fail. This is not an easy task in contexts marked by violence. The main issues addressed in this paper are: the recognition of vulnerability, violence as a rupture of interdependence, and our responsibility towards others. Examining our vulnerability can become the cornerstone of another community.

Keywords: grief; interdependence; Judith Butler; responsibility; violence; vulnerability

Introducción

¿En qué sentido nuestra vulnerabilidad compartida permite imaginar una comunidad política? “La postulación de una precariedad generalizada que ponga en tela de juicio la ontología del individualismo implica, si bien no entraña directamente, ciertas consecuencias normativas” (Butler, 2010, p. 57). A partir de esta comprensión de lo humano, que caracteriza el marco de habitabilidad de un mundo compartido, Judith Butler se juega las bases de su proyecto ético y político:

Tenemos que apoyarnos en una nueva ontología corporal que implique repensar la precariedad, la vulnerabilidad, la dañabilidad, la interdependencia, la exposición, la persistencia corporal, el deseo, el trabajo y las reivindicaciones respecto al lenguaje y a la pertenencia social (Butler, 2006, p. 70).

Esta ontología en modo alguno reivindica estructuras fundamentales distintas de cualquier organización sociopolítica, sino que lo hace respecto de unas más bien próximas a la constitución e interpretación de éstas.

He aquí la novedad: el “ser” del cuerpo siempre está entregado a otros: normas y organizaciones sociopolíticas cuya formación y justificación histórica penden, estrictamente, de la maximización o la minimización de la vulnerabilidad y la precariedad de unos respecto a otros. “No es posible definir primero la ontología del cuerpo y referirnos después a las significaciones sociales que asume el cuerpo” (Butler, 2010, p. 15). Porque la ontología del cuerpo es una ontología social: “Ser un cuerpo es estar expuesto a un modelado y a una forma de carácter social” (Butler, 2010, p. 15). En palabras más exactas, el cuerpo está sujeto, desde el nacimiento mismo hasta la muerte, a distintas relaciones de fuerza sociales y políticas, así como a demandas de sociabilidad sin las cuales no puede persistir ni prosperar en su ser.

Ahora, el reconocimiento de nuestra interdependencia constituye, a su vez, la afirmación de nuestra vida vulnerable. Somos vulnerables por definición, ya que nuestro comienzo y fin dependen siempre y en todo caso del afuera, esto es, de las condiciones e instituciones que nos permiten “ser” en el sentido de “prosperar”. “Por definición, el cuerpo [que] cede a la acción y a las fuerzas sociales, es también vulnerable” (Butler, 2010, p. 58). Del mismo modo, Giorgio Agamben, al igual que Michel Foucault, Maurizio Lazzarato, Gilles Deleuze, Peter Pál Pelbart, Giacomo Marramao, entre otros pensadores contemporáneos, define la vida humana como un conjunto de actos y procesos que no se agotan en simples hechos, sino como posibilidades de vivir siempre y, sobre todo, como potencia.

Ahora, ¿qué significa el carácter potencial de la vida? En cuanto un ser de potencia, el hombre puede hacer y no hacer, triunfar o fracasar, perderse o encontrarse, toda vez que su vida está irremediablemente asignada a la felicidad. “Y esto constituye a la forma de vida como vida política” (Agamben, 2001, p. 14). Al hablar de vida política, nos referimos, necesariamente, a la vida cualificada, a una forma de vida particular. Sin embargo, las fallas en la infraestructura sociopolítica, psíquica y afectiva, además de aumentar los niveles de vulnerabilidad y precariedad, neutralizan la potencia de actuar de los individuos mediante discursos y prácticas incapacitantes, impidiendo la individuación, la singularidad, la actualización de la potencia que se manifiesta en la esfera política (como vieron Foucault, Agamben, Lazzarato o Arendt).

La vulnerabilidad deriva de nuestra condición ontológica y nuestra situación existencial, o, lo que es igual, de nuestra condición primaria y nuestras circunstancias históricas, sociales y afectivas (cfr. Butler, 2006, p. 45). Todos somos vulnerables. Ahora, existen diversos modos de considerar la vulnerabilidad, bien sea física y psíquica, bien sea social, política y económica: el abandono, la pérdida, el duelo, el exilio, la violencia y la pobreza son causas de nuestra interdependencia y exposición a los otros, al igual que explotaciones de nuestra vulnerabilidad primaria y existencial. Porque esa condición inicial de desamparo se exacerba bajo ciertas condiciones sociales y políticas, fundamentalmente cuando la pobreza y la violencia constituyen modos particulares de vida, y los medios de autodefensa resultan escasos. Cuando los lazos de protección resultan inadecuados y las condiciones institucionales son deficientes, se recrudecen los factores de riesgo de nuestra sobrevivencia, haciéndose indiscernibles entre ellos mismos (cfr. Butler, 2006, p. 55).

De ahí que la vulnerabilidad resulte diferencialmente distribuida entre los individuos, así como sus efectos: “Ciertas vidas están altamente protegidas, y el atentado contra ellas basta para movilizar las fuerzas de la guerra. Otras vidas no gozan de un apoyo inmediato y furioso, y no se califican incluso como vidas que ‘valgan la pena’” (Butler, 2006, p. 58). Al igual que la pobreza, la violencia se cifra, generalmente, sobre aquellas “vidas negadas” una y otra vez, renovándose inagotablemente sobre ellas, ya que el campo de la violencia, al igual que la distribución de la vulnerabilidad, resulta exactamente diferencial en su repartición. De ahí que una y otra se expandan y perfeccionen en virtud de su íntima y palmaria relación; su medida y crecimiento es directamente proporcional, al igual que mortal para la vida social. La violencia y la vulnerabilidad forman parte de una misma sustancia, esto es, la desrealización de la vida y, por lo tanto, la negación del daño y la pérdida.

Ahora, la violencia que infligimos a otros se muestra siempre y en todo caso de forma selectiva y desigual, tal como acontece con la vulnerabilidad. Algunas poblaciones, por ejemplo, “aparecen desde el principio como muy vivas y otras como más cuestionablemente vivas, tal vez incluso como socialmente muertas” (Butler, 2010, p. 69). De modo que algunas vidas resultan merecedoras de protección y conservación, mientras que otras son prescindibles debido a su espectralidad en el mundo de la vida social. En este sentido, la violencia explota diferencialmente la vulnerabilidad, produciendo y reproduciendo la precariedad como norma de la vida cotidiana, matando a unos y dejando perecer al resto.

Sin embargo, “para poder sujetarlas a una operación de violencia efectiva y sostenida, a las vidas que se hallan bajo dichas condiciones de precariedad no se les debe extraer todas sus vísceras” (Butler, 2011,p. 22). Después de todo, algunas de sus víctimas se transformarán, posteriormente, en los trabajadores de la guerra o la seguridad en los tiempos de pacificación. Madres humilladas, viudas desesperadas, hijos vengativos, campesinos sin tierra, jóvenes empobrecidos, desempleados desesperados, hombres enfurecidos y poblaciones abandonadas conforman la amplia masa de reclutados y explotados a favor de los intereses de quienes extienden el conflicto. Toda violencia exacerba nuestra precariedad hasta arruinar definitivamente la propia vida y la vida de los otros; la vida social, materializándose sobre sujetos irreales que carecen, la mayor de las veces, de toda posibilidad, a excepción de la guerra: “Cuando una vida se convierte en impensable o cuando un pueblo entero se convierte en impensable, hacer la guerra resulta más fácil” (Butler, 2011, p. 24).

Entretanto, cada ciclo de violencia normaliza nuestro frío desapego a la vida de los otros, eximiéndonos del dolor ante a sus pérdidas, o, lo que es igual, comprometiéndonos con las prácticas de la violencia sobre aquellas vidas que se juzgan inmeritorias de ser lloradas. Después de una larga historia de violencia, los éxodos, los destierros, las desapariciones, las muertes de cientos de hombres y mujeres exceden lo representable, motivando una profunda contradicción en el alma y el intelecto: “Aun cuando resulte posible conocer las cifras, puede ser que las cifras no importen en absoluto. En otras palabras, paradójicamente, claramente hay situaciones en las que contar no cuenta” (Butler, 2010, pp. 66-27).

El llamado a la afirmación de nuestra vulnerabilidad común implica, simultáneamente, el reconocimiento de nuestra interdependencia y proximidad: “Pedir reconocimiento u ofrecerlo no significa pedir que se reconozca lo que uno ya es. Significa invocar un devenir, instigar una transformación, exigir un futuro siempre en relación con otro” (Butler, 2006, p. 72). Aquí reside la cuestión: el “yo” no puede existir sin el “tú”, ya que uno y otro están determinados por el lazo de dependencia y protección que los determina, bien sea en términos de realización, bien sea en términos de desposesión. Quizás una manera acertada de reimaginar una comunidad posible en estos tiempos de guerra sea preguntando, kantianamente, ¿qué podemos saber?, ¿qué debemos hacer?, ¿quiénes somos?, ¿qué nos cabe esperar?

¿Qué soy sin ti y, en general, sin el otro?

Los lazos constituyen lo que somos, entrelazándonos en una red infinita de afectos y actuaciones que nos componen. Estos vínculos de interdependencia afirman no sólo el carácter descriptivo o histórico de nuestra formación subjetiva, sino también la dimensión normativa de nuestra vida social y política. Esto significa que cada uno se configura en virtud de los vínculos que lo atraviesan, puesto que mi destino no es único ni divisible del tuyo, conformando, entonces, un nosotros formado en virtud de la proximidad que no podemos ignorar fácilmente. Bajo tales condiciones, “somos algo más que ‘autónomos’, pero esto no significa ni fusión, ni falta de límites” (Butler, 2006, pp. 53-54). Cuando pensamos en quiénes “somos” o qué “representamos”, pocas veces lo hacemos como seres individuales y, al contrario, la mayor parte de las veces lo hacemos en relación con otros, quienes han sido incorporados en la trama de nuestras vidas, bien constituyendo nuestra desposesión, bien configurando nuestros devenires ilimitados. Nuestros nudos implican esta doble valencia, ya sea como límite y exposición que nos desintegra, ya sea como posibilidad y afirmación que nos sostiene.

El duelo o el desplazamiento forzoso de un lugar común nos revela, por ejemplo, algo que “somos” en virtud de nuestros lazos: “No es como si un ‘yo’ existiera independientemente por aquí y que simplemente perdiera a un ‘tú’ por allá, especialmente, si el vínculo con ese “tú” forma parte de lo que constituye mi ‘yo’” (Butler 2006, p. 48). La ausencia del otro se transforma inmediatamente en el enigma del yo; un yo inescrutable debido a la pérdida de aquello que nos constituye. “¿Qué soy, sin ti?” “¿Qué vida hay grata para mí si me veo privada de ti”, dice Ismene a Antígona (Sófocles, Ant., p. 541)? A diferencia de la heroína, su hermana descubre que la desaparición de aquélla determina su propia pérdida, puesto que una y otra se conforman en virtud del lazo común que las constituye.

Ahora, ¿qué significa tener tal o cual relación? ¿Qué supone tener un vínculo con aquel otro que nos desintegra o nos constituye? De forma análoga a Paul Ricoeur, Butler distingue entre la historia de vida y la vida como relato (cfr. Butler, 2006, p. 49). El hecho de que la vida tenga una relación con la historia resulta más que obvio, dice Ricoeur: hablamos de la historia de una vida para caracterizar de forma homogénea, lineal y sucesiva un largo período desde el nacimiento hasta la muerte; aludimos al relato para interpretar las experiencias de manera heterogénea, discordante y configurante de nuestros vínculos con otros, quienes han constituido nuestra identidad, y que, no obstante, ignoramos o, incluso, despreciamos. “Una vida no es sino un fenómeno biológico hasta tanto no sea interpretada” (Ricoeur, 2009, p. 200). La búsqueda sin tregua de esta identidad personal asegura el reconocimiento de nuestra interdependencia con otros, incluso en la narración.

En tal caso, la interpretación de una determinada relación constitutiva de nuestra desposesión o afirmación es tan infinita como insondable, tan discordante como enigmática, puesto que “nos enseña la sujeción a la que nos somete nuestra relación con los otros en forma que no siempre podemos contar o explicar” (Butler, 2006, p. 49). He aquí la diferencia entre el “yo” autoconsciente e independiente que narra su historia mediante la selección, el control y la priorización de sus recuerdos, y aquel viviente que vacila en medio del relato, ya que es puesto en cuestión por su relación con el otro; “una relación que no me reduce precisamente al silencio, pero que sin embargo [sic] satura mi discurso con signos de descomposición […]. Enfrentémoslo. Los otros nos desintegran. Y si no fuera así, algo nos falta” (Butler, 2006, pp. 49-50).

Narrar una historia compartida implica aludir, necesariamente, a aquellas relaciones que franquean y descomponen nuestra unidad. Los otros nos desintegran y, en consecuencia, nuestro relato enmudece ante su presencia. Aquí no hay contraargumento válido, afirma Butler (cfr. 2006, p. 50). Ahora, la desposesión contiene un doble sentido: como límite de nuestra autosuficiencia y como pérdida. En el primer caso, la desposesión aparece como una barrera a la autosuficiencia autónoma e impermeable del sujeto liberal, quien configura vínculos psíquicos y sociales con otros para asegurar su supervivencia. En este sentido, estamos desposeídos de nosotros mismos en virtud del contacto con otros, cuyo encuentro nos moviliza, sorprende y desconcierta debido a una puesta en el “afuera” de nuestra propia mismidad: “A veces ni sabemos precisamente quiénes somos, o qué es lo que nos maneja, después de entrar con otro o con un grupo, en tanto resultado de las acciones de alguien más” (Butler, 2010, p. 18).

Áyax, el héroe griego, constituye el mejor ejemplo de aquél que, después del éxtasis -έκ-στασις, desplazamiento de un interior hacia un exterior; afuera- causado por la ira y la desesperación de una ofensa, decide darse muerte después de haber deshonrando su espada guerrera. Al igual que el héroe, Hécuba, en la exuberancia del dolor y la cólera debido a la traición de un amigo, y transfigurada en una perra de “ojos de fuego”, canta con fiereza el nomos de la venganza contra su ofensor. La desposesión causada por el trazo de la pena o la pasión, tan abundante en la poesía y la dramaturgia griega como en la vida misma, desnuda la perdición de las formas autosuficientes de la deliberación: somos arrancados de nosotros mismos una y otra vez por distintas fuerzas que preceden y exceden nuestro sí mismo deliberativo y racionalmente limitado, involucrándonos en vidas que no son las nuestras, algunas veces de forma irreversible y, en otros momentos, fatalmente (cfr. Butler, 2010, p. 18; 2006, p. 51).

En el segundo caso, la desposesión alude a las lesiones impuestas, las interpelaciones dolorosas y las privaciones forzadas atribuidas por la violencia legal o militar, normativa y normalizadora, que fijan las condiciones de la subjetividad, la supervivencia y lo vivible, tal como acontece con la carencia de la tierra, el refugio, los medios de supervivencia debido a la pérdida de la casa, la ciudadanía, los derechos (cfr. Butler, 2010, p. 17). Este sentido de la desposesión se encuentra íntimamente ligado al primero, ya que somos dependientes de aquellos poderes que alternativamente nos brindan el soporte o nos privan de aquellas cosas que requerimos para nuestra propia supervivencia; “incluso cuando tenemos derechos, somos dependientes de un modo de gobierno y de un régimen legal que confiere y le da sustento a esos derechos” (Butler, 2010, p. 19).

Antecediendo a Butler, Simone Weil alude al término “derecho” para significar justamente las obligaciones que un hombre posee en relación con los otros. Porque la noción de “obligación” prima sobre el sentido del derecho, toda vez que ningún derecho resulta eficaz por sí mismo salvo por la obligación que le corresponde; “una obligación no reconocida por nadie no pierde un ápice de la plenitud de su ser. Un derecho no reconocido por nadie no es gran cosa” (Weil, 1996, p. 23). Ahora, este compromiso hacia el ser humano depende de ciertas condiciones de existencia y realidad que corresponden exactamente con las necesidades humanas vitales, tanto de la vida física y moral, como de la protección contra la violencia, cuya inobservancia hace del hombre un homo sacer: un muerto en vida, un hombre cáscara (cfr. Weil, 1996, p. 26; Agamben, 2010). En palabras de Butler, tan desconcertantes como esclarecedoras, “la desrealización del ‘Otro’ quiere decir que no está ni vivo ni muerto, sino en una interminable condición de espectro” (2006, p. 60).

En definitiva, “ya estamos afuera de nosotros mismos antes de que exista cualquier posibilidad de ser desposeídos de nuestros derechos, tierra y modos de pertenencia” (Butler, 2010, p. 19). Somos seres interdependientes cuyo goce y sufrimiento depende del ámbito de los hechos y las situaciones concretas cuya inminencia y materialidad rebasan el ámbito de lo eterno, lo universal y lo incondicionado, ligándonos en un mundo entre hombres capaces de proveer los cuidados y la protección no sólo a los vivos, sino también a los aún no nacidos que asomarán al mundo en los próximos siglos (cfr. Weil, 1996; Arendt, 2009). La privación de este mundo social mediante la exposición a la extrema precariedad y la violencia en sus distintas manifestaciones impide o, mejor aún, quiebra una vida gradualmente, sin atentar directamente contra el cuerpo mismo.

Hay que admitirlo: “La muerte en algunos hombres y mujeres se estira a lo largo de toda una vida, una vida que la muerte ha congelado mucho tiempo antes de suprimirla” (Weil, 2005, p. 19). Esta desposesión privativa o forzosa -análoga a la desaparición física, aunque de forma simbólica, tantoparasícomoparalosotros- hacequelavidapermanezca en el afuera de sí misma, en el anonimato, privada de aquello que exige su sustento. En palabras de Butler, “toda vida se encuentra en este sentido fuera de sí misma desde el comienzo” (2010, p. 19). Y justamente porque nuestra indemnidad depende de nuestra interdependencia es que las formas de privación nos exponen a las más severas y crueles atrocidades. La interdependencia alude pues a una concepción más general de lo humano en virtud de la cual estamos entregados al otro desde un comienzo, lo que implica una doble modalidad que transita desde el sostenimiento de nuestras vidas hasta la eliminación de nuestro ser. Esta idea de lo humano descubre nuestra vulnerabilidad primaria al contacto y, a su vez, nuestra exposición a la violencia (cfr. Butler, 2006, p. 51).

En principio, la vulnerabilidad sugiere una privación debido a la insatisfacción de una necesidad de supervivencia, tanto material como inmaterial, y, por consiguiente, a una condición de desamparo original que no podemos ignorar sin dejar de ser humanos y por la que, por las mismas razones lógicas, debemos responder sin vacilación (cfr. Butler 2006, p. 58). Butler reconoce que existen numerosas maneras de concebir la vulnerabilidad, así como varias formas de comprender su relación con la esfera política, particularmente con la posibilidad de reimaginar otras formas de comunidad: “Butler asks how violence, loss, grief and mourningmightbeusedtosuggestpossibilitiesfornon-violentreactions” (Rozmarin, 2017, p. 549). En este sentido, la vulnerabilidad asume una doble valencia en contextos marcados por la agresión, la pérdida, el duelo, el destierro, la desposesión de aquello que configura la propia vida; la vida biográfica. La privación original y existencial que transita desde el nacimiento hasta la muerte nos expone irremediablemente al contacto con los otros y, en consecuencia, a la afirmación o la negación de la propia existencia. Las acciones ofensivas y defensivas ante la vulnerabilidad admiten, sin embargo, otras respuestas en virtud del cuidado y la responsabilidad. He aquí el imperativo ético y político de tal reconocimiento.

De manera análoga a Butler, Weil alude a las obligaciones hacia el ser humano como resultado de sus necesidades humanas vitales, tanto físicas como morales. Las primeras son fáciles de enumerar, ya que atañen al alimento, el vestido, el calor, la higiene, la salud. El infante, por ejemplo, se percibe como un ser abandonado a la nada o a un sustento insuficiente debido a su dependencia de otros, quienes pueden explotar esa condición original mediante la frustración y la represión de sus necesidades (cfr. Butler, 2006, p. 58). Las segundas, en cambio,aluden a las necesidades del alma y, al igual que las carencias físicas, son necesidades de la vida, a saber: el orden, la libertad, la obediencia, la responsabilidad, la igualdad, la jerarquía, el honor, el castigo, la libertad de opinión, la seguridad, el riesgo, la propiedad privada, la propiedad colectiva, la verdad (cfr. Weil, 1996, pp. 28-50). En el mismo sentido, la filósofa Ágnes Heller concibe la satisfacción de las necesidades naturales como el núcleo central de toda reflexión política que pretenda exceder la comprensión habitual según la cual la necesidad se limita al mantenimiento del cuerpo humano, ya que dicha idea abarca, además de lo biológico, otras necesidades sociales determinadas, como la justicia, la dignidad y la autonomía (cfr. Fernández-Flórez, 2009, p. 196).

Butler, Weil y Heller, sin desconocer, naturalmente, sus diferencias teóricas, explican las necesidades como aquéllas que la sociedad ha prometido satisfacer y sin las cuales resulta ilusorio humanizar el mundo. Porque nuestra capacidad de supervivencia depende, estrictamente, de nuestras relaciones con otros, sin los cuales no podemos existir, pues “mi existencia no es solamente mía, sino que se puede encontrar fuera de mí, en esa serie de relaciones que preceden y exceden los límites de quien soy” (Butler, 2010, p. 72). La teoría moderna del homo homini lupus en virtud de la cual cada hombre debe preservar la integridad e indemnidad de su propio cuerpo, haciendo uso de todos los medios que le provee la naturaleza, bien sea a través de la amenaza o la muerte inminente de los otros, bien sea mediante la sujeción incondicionada de los vencidos, cede su fuerza explicativa a la idea según la cual la muerte del otro supone mi propia muerte, ya que nuestros lazos fundan nuestra propia supervivencia: “Si yo destruyo al otro, estoy destruyendo a ese de quien dependo para poder sobrevivir, y con mi acto destructivo estoy amenazando mi propia supervivencia” (Butler, 2010, p. 73).

Más allá de la gran machina machinarum y sus dispositivos normativos y policiales, que amenazan siempre y en todo lugar con devorar a sus propios hijos en nombre de la seguridad del conjunto, nuestra capacidad de supervivencia depende exactamente del reconocimiento de nuestra estrecha relación con los demás; o lo que es lo mismo, nuestra supervivencia pende de nuestros vínculos, puesto que ningún hombre sobrevive de manera aislada y circunscrita. De manera que nuestro aparecer entre otros no sólo determina nuestra sociabilidad, sino también nuestra supervivencia. “Puede ser más cierto que el sujeto que soy está ligado al sujeto que no soy, que cada uno de nosotros tiene el poder de destruir y de ser destruido y que todos estamos ligados los unos a los otros por este poder y esta precariedad” (Butler, 2010,p. 73). “Nuestras vidas están en manos de otros” (Butler, 2010, p. 30). Esto significa que cada uno de nosotros se constituye en virtud de sus relaciones y dependencias, las cuales, a su vez, nos exponen a la pérdida, el duelo, el abandono y la violencia. Un infante requiere de los vínculos que lo constituyen y lo soportan física y psíquicamente. Hasta aquí la comprensión habitual.

Sin embargo, Butler refuerza la noción de vulnerabilidad, indicando que, no obstante la existencia de sus vínculos primarios, el infante puede morir debido a ciertas condiciones de precariedad. Si el nacimiento coincide con la precariedad -ya que éste es, por definición, precario-, entonces la supervivencia o no del infante depende de sus cuidados o, mejor aún, de lo que podríamos llamar una “red social de manos” (Butler, 2010, p. 31). Ningún niño ha llegado al mundo para morir, sino, más bien, para vivir y envejecer hasta perecer, y su nacimiento es celebrado, justamente, porque su vida es considerada y cuidada como una vida digna de ser vivida, o lo que es igual, una vida humana capaz de trascender lo dado; y su pérdida genera un profundo luto y melancolía porque su vida es merecedora de ser llorada en virtud de su promesa. En su lugar, una no-vida rechaza la condolencia, puesto que no existe vida alguna, o, mejor dicho, hay algo que está vivo pero que es distinto a la vida.

Únicamente la vida digna de ser llorada es aprehendida como vida precaria, o, mejor dicho, “sólo en unas condiciones en las que pueda tener importancia la pérdida aparece el valor de la vida” (Butler, 2010,p. 32). Reconocer que podemos ser dañados, desdeñados o destruidos física o psíquicamente hasta desaparecer real o simbólicamente no sólo remarca nuestra propia finitud (nuestra muerte es cierta) e interdependencia (nuestros vínculos nos exponen), sino también nuestra precariedad (requerimos de ciertas condiciones sociales y económicas para sobrevivir). Porque nadie sobrevive en abstracto, sino bajos condiciones sociales sostenedoras. En palabras de Susan Hekman (2014), la discusión de Butler sobre la precariedad “[a]llows her to challenge the distinction between the material and the discursive, a distinction that has come to the forefront of recent discussions” (2014, p. 458). Somos vulnerables debido a las condiciones materiales y espirituales de la existencia, o, mejor aún, nuestra vulnerabilidad original se exacerba con la precariedad como resultado de las fallas en la infraestructura social, es decir, de todo aquello que empobrece nuestra existencia.

En palabras de Hannah Arendt, “la pobreza es algo más que carencia; es un estado de constante indigencia y miseria extrema cuya ignominia consiste en su poder deshumanizante” (1988, p. 61). De ahí que sea necesario, siempre y en todo lugar, preguntar por las condiciones mediante las cuales se cuida y prolonga la vida, así como por las lógicas de nominación, exclusión y borramiento (cfr. Butler, 2006, p. 60). Con esmerada anticipación, Weil señala que las colectividades -nación, familia, comunidad profesional, educativa, cultural, religiosa, entre otras- deben proveer de alimentos a los vivos y a las generaciones que están por llegar al mundo, promoviendo la integración de los individuos a la comunidad. Ésta es, quizás, la necesidad más apremiante y, sin embargo, ignorada, ora por su indeterminación teórica, ora por su complejidad práctica. Un ser humano tiene necesidad de arraigarse en virtud de su participación real, activa y natural en las colectividades que conservan vivos ciertos tesoros del pasado y seguras intuiciones del futuro (cfr. Weil, 1996, p. 51).

Sin embargo, las relaciones sociales también pueden ser fuente de desarraigo peligroso cuando, en lugar de servir de alimento, devoran a los individuos, y puede ocurrir incluso que, sin llegar a devorarlos, les proporcione alimentos insuficientes o inexistentes. El destierro interno constituye, sin lugar a dudas, el mejor ejemplo de desarraigo, puesto que los individuos abandonan sus hogares a causa de una agresión real o potencial, rompiendo los lazos de pertenencia con el pasado y el futuro de la comunidad: “La pérdida del pasado, individual o colectivo, es la gran tragedia humana; nosotros nos hemos desprendido del nuestro como un niño que deshoja una rosa” (Butler, 2006, p. 103).

¿Qué muertes no merecen ser lloradas?

No podemos negar nuestra interdependencia y vulnerabilidad por medio de las fantasías institucionalizadas de la dominación, que, en lugar de amortiguar el eterno presente de la violencia, aumentan los niveles de agresión y desamparo. En este punto, la respuesta de Butler ante la agresión resulta incuestionable: “She posits as the marker of humanity a common property-a vulnerability, or a ‘precarious life’ always at risk of violence, and thus the basis for a right to protection”. Y en seguida agrega: “Sensate democracy would begin from sensitivity to this “fact” of vulnerability, and the order of commonality among living beings that it proposes” (citada en Jenkins, 2013, p. 111). La violencia ha excedido la antigua contraposición entre amigos y enemigos, cediendo su lugar a la producción de vidas excedentes, tan productivas para el orden económico como para el orden político (cfr. Agamben, 2005; Butler, 2006 y 2010; Žižek, 2017). Slavoj Žižek alude a una “violencia socialsimbólica” que moviliza formas cada vez más sutiles de dominación y explotación por parte de la clase dirigente sobre la clase dominada, formando individuos segregados de la prosperidad económica, tal como ocurre con las minorías y los desempleados.

Las víctimas de esta violencia representan los homini sacri de Giorgio Agamben, abandonados al poder incondicionado de vida y muerte del soberano, quien encarna la violencia fundadora del orden legal. En relación con el soberano, todos los hombres somos hominies sacri potenciales. Butler, por su parte, esboza la “violencia corporal” como corolario de nuestra proximidad original y circunstancial: “La piel y la carne nos expone a la mirada de los otros, pero también al contacto y a la violencia, y también son cuerpos los que nos ponen en peligro de convertirnos en agentes e instrumentos de todo esto” (Butler, 2006, p. 52). Somos seres corporales, entregados y expuestos a otros en virtud de nuestros lazos; agentes o pacientes de la violencia que actúa sobre nosotros y los otros mediante la pérdida y el duelo. Todos somos vulnerables a la violencia. “Una vulnerabilidad ante el otro que es parte de la vida corporal, una vulnerabilidad ante esos súbitos accesos de otra parte que no podemos prevenir” (Butler, 2006, p. 52).

La negación de nuestra vulnerabilidad a la violencia no sólo robustece las formas clásicas de oposición política: amigo/enemigo, bueno/malo, víctima/terrorista, sino también, y más puntualmente, los dispositivos de dominación a favor del continuo presente de la violencia. Una violencia que se teme y sin embargo se multiplica infinitamente porque su economía excede todo valor y medida. Cuanto más variados son sus procedimientos, más sorprendentes resultan sus efectos sobre los individuos a quienes atrae y destruye, incluso antes del contacto armado. A diferencia del poder, la violencia es ese desagarro que no admite reconciliación ni mediación, ya que se inclina hacia el otro hasta quebrarlo. No deja ser al otro, puesto que neutraliza toda potencia y actuación; no es una expresión relacional, por cuanto aniquila al otro, agotándose a sí misma en el acto de aniquilación.

La violencia siempre está dirigida al portador de una interioridad, ya sea una persona, ya sea una comunidad o un sistema, des-interiorizando o des-colocando mediante la invasión y la destrucción del “yo” y el “nosotros” (cfr. Han, 2017, pp. 101-113). Toda demanda social o discurso político de restaurar el mito social mediante la expansión de la violencia olvida la contigüidad, dependencia y proximidad que nos constituye, redoblando, al contrario, la destructividad de la vida social. Quien sueña con la violencia ignora sus costos, naturalizando la pérdida, el duelo, la muerte. Ahí reside su espanto, advierte Butler, porque “[e] stamos ligados al extraño, a aquel, o aquellos, a los que nunca conocimos y nunca escogimos”. Y, continúa: “Matar al otro es negar mi vida, no tan sólo la mía, sino la noción de que mi vida es, desde el principio, e invariablemente, vida social” (2011, p. 35).

Por supuesto, este modo de estar ligados en la vulnerabilidad escapa a todo contrato social basado en la deliberación de individuos volitivos, así como a las obligaciones derivadas del contrato liberal que instituyen y conservan la vida social. La ilusión de una violencia estatal o revolucionaria controlada resulta tan ingenua como peligrosa. Nuestra proximidad e interdependencia son innegables, así como la ruptura de nuestros vínculos originales y circunstanciales debido a la expansión de la violencia en la vida social. Nuestra vulnerabilidad, en principio originaria y corporal, es, pues, consustancial a la violencia, ya sea física y directa, ya sea simbólica e indirecta. Una y otra causan enormes estragos sobre “la vida humana ahora expuesta a la muerte”; la vida desnuda al alcance de la destrucción o el abandono. He aquí la teoría moderna del poder.

Sin embargo, y complementando los análisis de Michel Foucault, Walter Benjamin y Giorgio Agamben, quienes ligan la vida humana al poder incondicionado de muerte del soberano, Butler propone otros resultados de la violencia más inmediatos a los afectos, tales como la pérdida y el duelo; el interés de la pensadora reside, justamente, en comprender qué hace a una vida humana en contextos de agresión: “This question arises from her reconsideration of politics and the meaning of the human in the light of recent global violence” (Diprose, 2013, p. 186). Porque nuestras proximidades multiplican -además de las modalidades de destrucción física- distintos escenarios saturados de dolor y melancolía. Entregados desde el comienzo al mundo de los otros, los cuerpos y los vínculos revelan las huellas formadas en el crisol de nuestra vida social, psíquica y afectiva. Y, aunque más tarde “podría reconstruir mi ‘yo’ como si de entrada estuviera allí, un ego tácito desde el principio dotado de lucidez”, afirma Butler, “estaría negando las diferentes formas de éxtasis y sujeción que constituyen las condiciones de mi desarrollo como ser individuado y que continúan acosando mi sentido adulto del yo con cualquier tipo de ansiedad o de deseo que pudiera sentir ahora” (Butler, 2006, p. 53).

Todos estamos expuestos a la violencia. Esta cuestión resulta indiscutible entre cientos de hombres y mujeres que se transforman en cosas durante toda la vida y que, aunque a diario aspiran a dulcificar sus vidas, no lo consiguen: “No son hombres que vivan más duramente que otros, situados socialmente por debajo de otros; es otra especie humana, un compromiso entre el hombre y el cadáver” (Weil, 2005, p. 19). Ya no se trata de hacer morir, sino de hacer sobrevivir a “sujetos irreales”. Y la violencia genera esta irrealidad mediante la reproducción inagotable del hombre espectro (Butler) -hombre-masa (Adorno), no-hombre (Agamben), hombre-cadáver (Weil), hombre-cáscara (Levi)-, cuya vida permanece animada en virtud de su infinita negación. “Son vidas para las que no cabe ningún duelo porque ya estaban perdidas para siempre o porque más bien nunca ‘fueron’, y deben ser eliminadas desde el momento en que parecen obstinadamente en ese estado moribundo” (Butler, 2006, p. 60).

La violencia se actualiza una y otra vez sobre su objeto de un modo tan extraño como inacabable, ya que algunos hombres han sido privados de la vida incluso antes de verter su sangre; son transformados en materia inerte, esto es, en instrumentos de guerra o puros recipientes del ataque. “Y así se los ha enterrado antes de que hayan tenido una posibilidad de vivir” (Butler, 2011, p. 41). Ante ellos, la violencia se estira a lo largo de toda una vida; una vida que ha sido confiscada por la muerte antes de ser vivida. Son seres humanos que han sido destinados, al nacer, a sufrir la violencia; punzados por el dolor de los picos desgarradores de la pérdida, el vacío y la impotencia de cambiar su destino. Sobre esta cuestión, la lucidez de los griegos resulta innegable: la violencia nunca cesa en su pretensión de devorar el hígado de Prometeo, el cual se renueva eternamente. He aquí su interminable justificación. “La violencia contra aquellos que no están lo bastante vivos -esto es, vidas en un estado de suspensión entre la vida y la muerte- deja una marca que no es una marca” (Butler, 2011, p. 63).

Butler reclama, sin embargo, una lectura más profunda sobre los discursos y las prácticas de deshumanización en virtud de la violencia, cuyos efectos no sólo residen en la muerte física y la mera sobrevida, sino también en la negación de los afectos. Mientras algunas vidas se consideran valiosas y merecedoras de ser lloradas, otras, en cambio, son indignas de duelo, ya que no cuentan como vidas reales. Los cuerpos atacados y destruidos son concebidos únicamente como objetos donde reside la violencia: “[…] si el fin de una vida no produce dolor no se trata de una vida, no califica como vida y no tiene ningún valor. Constituye ya no lo que no merece sepultura, sino lo insepultable mismo” (Butler, 2006, p. 61). De modo que la violencia no sólo regula qué vidas valen la pena de ser vividas, sino también qué muertes valen la pena de ser lloradas. Análogo a la vulnerabilidad y la violencia, el duelo público resulta tan desigual en su distribución como eficaz en el olvido.

No habrá aquí ningún duelo, dijo Creonte en Antígona, después de abandonar el cuerpo a los perros y las aves de rapiña. Su discurso polariza el mundo de los hombres entre buenos y malos, honorables y vergonzosos, píos e impíos, negando la vida y la pérdida de algunos como condición de protección de aquellos ciudadanos fieles al régimen. No ha pasado nada, porque no ha habido una pérdida real que quiebre la comunidad. Sin embargo, el tirano yerra al ignorar que estamos sometidos unos a otros y que todos somos vulnerables a la destrucción de los otros. A decir verdad, puede ser más cierto, dice Butler, “[que] el sujeto que yo soy está ligado al sujeto que no soy, que cada uno tiene el poder de destruir y ser destruido y que todos estamos ligados los unos a los otros por este poder y esta precariedad” (Butler, 2010, p. 71). Sin embargo, la consecuencia lógica de esta aserción se aparta de la ficción hobbesiana de autoconservación mediante la muerte o la sujeción al vencedor, admitiendo, en su lugar, la interdependencia como una condición sin la cual resulta imposible sobrevivir (cfr. Butler, 2010, p. 74).

Cuando perdemos a alguien, por ejemplo, nos transformamos a nosotros mismos, sin ninguna elección ni control, a pesar de nuestro anhelo por ignorar la falta y lograr el equilibrio, lo cual resulta tan inquietante como fantasioso, ya que la pérdida del otro supone mi propia pérdida: “Si no siempre sé qué es lo que perdí en otra persona, debe ser que esta esfera de desposesión es precisamente la que expone mi desconocimiento, la huella inconsciente de mi sociabilidad primaria” (Butler, 2006, p. 54). Los discursos funcionalistas desaciertan al afirmar que la pérdida se elimina definitivamente mediante un tratamiento adecuado. Toda pérdida deja restos; su presencia es la más pesada entre los afectos: “Cuando el duelo es algo que tememos, nuestros miedos pueden alimentar el impulso de resolverlo rápidamente, de desterrarlo en nombre de una acción dotada del poder de restaurar la pérdida o de devolver el mundo a un orden previo” (Butler, 2006, p. 56; cfr. Loraux, 2004, p. 16 ).

La sustitución y la ligereza frente a la pérdida suponen, siempre y en todo lugar, reforzar nuestra ilusión de un orden previamente establecido. A diferencia de los modernos, y con extraordinaria anticipación y lucidez, los griegos reconocieron, en cambio, el carácter inevitable e imprevisible del duelo, forjando un severo aparato de leyes y reglamentaciones capaces de circunscribir este pathos, por lo demás demasiado fuerte y amenazante para la estabilidad de la ciudad (cfr. Loraux, 2004, p. 16). Sin duda, los comportamientos y los afectos pueden alterar el orden político. Y el duelo es un ejemplo privilegiado, ora por la lamentación perturbadora; ora por la memoria impregnada de venganza. De ahí el rechazo a la memoria cuando pretende ser guardiana de las brechas, las discontinuidades y las rupturas de la ciudad, que, en su lugar, prefiere discurrir sin discontinuidad.

Y como toda amenaza es contenida mediante su prohibición, la ciudad griega sometió los funerales a estrictas regulaciones, limitando el duelo y las manifestaciones del dolor femenino, especialmente de las madres. Las leyes funerarias confinaron herméticamente el sufrimiento de las mujeres por la pérdida de sus hijos o hermanos al ámbito de la οἶκος. En Antígona, por ejemplo, Eurídice huye silenciosa ante la muerte de su hijo Hemón. La actitud de la reina actualiza los límites funerarios en palabras del mensajero: “Me sustento en la esperanza que, al oír las desgracias de su hijo, no consideraría de buen gusto lamentarse de ellas ante el público, sino que, dentro bajo techo, pensará proponer a las criadas llorarlo en familia” (Ant., p. 561). Más tarde, y bajo el éxtasis de la pérdida insoportable, Eurídice decide darse muerte. Encerrado en las paredes de la οἶκος, el duelo aparece tan íntimo y familiar como limitado y contenido en sus desbordamientos previsibles frente a las instituciones públicas; así, la ciudad se protege.

Con razón Platón temía tanto a los poetas como a las madres enlutadas, ya que sus escenas trágicas estimulaban un profundo dolor mimético ante la pérdida de los otros. He aquí la tensión entre la tragedia y la política. “El duelo, abierto y público, al trastocar el orden y la jerarquía del alma, desbarataría igualmente el orden y la jerarquía del orden político” (Butler, 2010, pp. 65-66). Ahora liberado de los confines del hogar, el duelo público promueve su indignación ante la pérdida o la injusticia intolerable: ¿Cómo dejar de pensar en Antígona, quien se rebela ante la prohibición de Creonte de realizar los ritos fúnebres de Polinices?, preguntan al unísono Butler y Loraux. La hija de Edipo -al igual que otras mujeres griegas, quienes nunca llegaron al ágora de sus ciudades para reclamar justicia o exigir una reivindicación, tal como las Madres de la Plaza de Mayo o las Madres de la Candelaria-, procura únicamente honrar el cuerpo de su hermano insepulto y en modo alguno “derribar” a Creonte o “rehabilitar” la memoria de Polinices (cfr. Loraux, 2004, pp. 35-36).

Sin embargo, el tirano teme -al igual que Platón, Hobbes, Hegel o Goethe, pensadores de Estado- a las reacciones afectivas del duelo. Y así como el rebelde genera un sentimiento de admiración y un deseo de emulación por parte del pueblo, tal como ocurre con Michael Kohlhaas en su asombrosa guerra contra el príncipe de Hamburgo, y sin obviar, naturalmente, sus distancias y diferencias, Antígona alienta entre los suyos una reacción afectiva, inevitable e inesperada, ante la prohibición fúnebre del tirano. El duelo de la hermana irrumpe en el espacio público -lugar inhabitable del dolor- y, en consecuencia, la ciudad reprocha con vehemencia la injustica del edicto que, en nombre de la seguridad y el bien público, contradice las máximas obligaciones hacia los difuntos. Hay vidas que no merecen ser lloradas en virtud de los discursos y las prácticas de deshumanización tanto de los vivos como de los muertos.

En palabras de Butler: “Lo público se forma sobre la condición de que ciertas imágenes no aparezcan en los medios, de que ciertos nombres no se pronuncien, de que ciertas pérdidas no se consideren pérdidas y de que la violencia sea irreal y difusa” (Butler, 2006, p. 65). Y, seguidamente, agrega: “Tales prohibiciones no sólo sostienen un nacionalismo basado en objetivos y prácticas militares, sino que también suprimen cualquier disenso interno que pueda exponer los efectos concretos y humanos de su violencia” (Butler, 2006, p. 65). Porque la violencia escinde hasta el dolor de las pérdidas: mientras algunas poblaciones son lloradas, otras son merecedoras del olvido. De ahí que la distribución diferencial de la vulnerabilidad y la violencia, así como del duelo, tenga enormes repercusiones en la comprensión de la barbarie, puesto que determina, ya sea nuestra disposición afectiva y, por lo demás, política frente al horror, la culpa, la vergüenza, el sadismo, la indiferencia o la pérdida, ya sea nuestra complicidad con la violencia, la cual sumerge en el abismo más profundo y más sombrío a cientos de hombres y mujeres que mueren a diario como bestias, en cuanto la muerte ha puesto su sello sobre sus rostros, incluso desde su nacimiento.

Reconstruir el mundo, con los otros

Después del quiebre del vínculo que nos entrelaza en la vida común, nuestra comunidad se reconstruye apresuradamente, sin advertir las pregunta mismas de su propia posibilidad: ¿Cómo existimos unos junto a los otros después del horror, la pérdida y el sufrimiento? ¿Cómo tejemos nuestros lazos, a pesar de la violencia que se insinúa en todo discurso y actuación? ¿Cómo entender nuestra supervivencia más allá de la destrucción de los demás? El etéreo principio de autoconservación duplica el miedo inconsciente y la bestialidad del soberano. Unos y otros se multiplican con extraordinario furor. No obstante, la autodefensa debe desconfiar de la vida a la que se aferra, puesto que se está convirtiendo en lo que la espanta; un espectro, un sujeto a expensas de los demás.

La conciencia del pueblo libre que vive para morir como un guerrero-Platón, Hobbes, Nietzsche, Schmitt- frente a la infinitud de enemigos o terroristas reales o espectrales justifica la idea según la cual la pérdida “irrecuperable” de sus miembros, incluyendo soldados, campesinos, estudiantes, líderes sociales, defensores de derechos civiles y políticos, se resuelve mediante el principio de substitución, minimizando el nombre singular a un inventario militar donde se subraya, tacha, borra o, simplemente, se superpone otro nombre al existente. Ahora, si todos somos prescindibles, la pérdida se torna imperceptible e, incluso, autorizable. En palabras de Butler, “tenemos que interrogarnos sobre las condiciones bajo las cuales se establece y se mantiene la vida que vale la pena, y a través de qué lógica de exclusión, de qué prácticas de borramiento y nominación” (2006, p. 65).

Algunas veces nos horrorizamos ante las muertes contenidas en los informesestadísticos; enotrascircunstanciasnosmostramosindiferentes, incluso triunfalistas, ante nuestra capacidad destructiva: “En efecto, ésta no es sólo una fría racionalidad militar, sino que se enorgullece de su habilidad para ver y sentir más allá de la visión del sufrimiento humano extremo en nombre de una autodefensa que se expande infinitamente” (Butler, 2011, p. 31). Habitualmente nuestras respuestas afectivas ante la pérdida y la vulnerabilidad dependen de los marcos normativos de la violencia misma, tanto estatal como revolucionaria, cuyos discursos y prácticas desautorizan o enaltecen la pérdida de aquellas poblaciones dignas de vivir o inmerecidas de ser lloradas. Verbigracia, el conflicto en Palestina; dice Butler: “Se nos pide que creamos que esos niños no son realmente niños, que no están realmente vivos, que ya han sido convertidos en metal, en acero, que ya pertenecen a la maquinaria del bombardeo” (Butler, 2011, p. 37).

Luego, el cuerpo del niño ahora convertido en un metal militarizado debe ser desaparecido en virtud de nuestra propia defensa, así como todos los niños y el grupo entero. La disolución de la vida de algunos ante la mirada impávida de los demás no sólo afecta nuestros modos de habitar un espacio compartido -como sería el caso de considerar pura y simplemente la violencia como una forma de destrucción de nuestra trama social-, sino también, y más exactamente, la vida misma asaltada por la pérdida continua, el sufrimiento interminable y la muerte como experiencia cotidiana. Estas formas de cohabitación, tan normalizadas como inauditas, constituyen el ámbito propio de la violencia como forma de la vida social. Vivir después de la normalización moderna de la pérdida y el duelo desmiente todo discurso culpable y blasfemo de legitimación de la violencia como medio de regulación social (cfr. Adorno, 2005). Quien aboga por la oposición entre las vidas dignas de protección y las inmerecedoras de amparo se hace cómplice de una cultura que fomenta la inmunización ante el dolor.

Allí donde la reacción ante la pérdida es contraria a la complacencia, la resignación o el silencio, se movilizan, en cambio, otros discursos y acciones más orientados a la rememoración de aquellos sujetos irreales y, por lo tanto, menos encubridores de la pérdida y el desamparo. Si comprendiéramos al niño como algo distinto a la maquinaria defensiva y manipuladora de la guerra, dice Butler, “habría alguna posibilidad de entender esta vida como una vida que vale la pena vivir, que merece ser protegida y que merece que se lleve duelo por su pérdida” (2011,p. 38). Ningún pensamiento puede estar a la altura de la negatividad que se esconde tras el nombre de la violencia, y, por consiguiente, quien lo minimiza necesariamente contraviene el sufrimiento indecible de sus víctimas y el mutismo desintegrador de los supervivientes. Encadenados al eterno presente de la pérdida como forma de vida social, los sujetos irreales nunca pueden cancelar el pasado, esforzándose, en su lugar, por justificar indefinidamente el valor de sus vidas ante los demás. Sísifo representa el icono de aquel sujeto irreal forzado a empujar eternamente una roca hasta la cima de la pendiente, la cual vuelve a caer, impelida por su propio peso.

Correlativamente a Níobe, Hécuba y Prometeo, Zeus no mata a Sísifo, sino que lo suspende en una sobrevida condenada al esfuerzo inútil e interminable de construir una vida liberada del poder y la violencia. La negación de la pérdida de algunos, como una condición afirmativa de la vida de otros, constituye la estrategia original de relativización del sufrimiento padecido por hombres y mujeres bajo diferentes formas de deshumanización; la pérdida inconmensurable de vidas anónimas simboliza la más palmaria y paradójica representación del mito moderno que, pretendiendo inmunizar la violencia natural en nombre de la pacificación y la supervivencia del conjunto, reviste históricamente la inscripción de la “época de la masacre”; la vida se torna tan sustituible como fungible ante las paradas de sus liquidadores. Esta enorme contradicción moderna se desplaza a nuestra propia realidad mediante la negación de los sujetos espectrales, el espanto que hace inaprensible la propia muerte y la de otros.

No sólo la muerte es susceptible de ser abandonada como parte de la vida, sino también la vida misma: “Y aunque podamos contar el número de civiles y niños palestinos muertos no podemos contarlos. Debemos continuar contándolos una y otra vez. Tenemos que empezar a contarlos, como si todavía nunca hubiéramos aprendido a contar” (Butler, 2011, p. 38). A propósito, Butler propone el obituario como un acto de reconocimiento de aquellas vidas perdidas para recordar con dolor; una oportunidad para transformar el sentido de nuestras relaciones con otros sujetos individuales o nacionales: “Si aquellas vidas perdidas tuvieran obituario, tendrían que haber sido vidas, vidas dignas de atención, vidas que merecieran reconocimiento” (Butler, 2006, p. 61). La atención, tan presente en las obras de Butler, Weil, Levinas, implica la vigilancia atenta de aquellos nombres eliminados por los excesos de la violencia; donde la vida es devorada en virtud de los marcos de agresión y desamparo, apremia, como en ningún otro lugar, el pensamiento en todas sus variaciones.

Palimpsesto (2017-2018) es el título de una exposición en el Palacio de Cristal, en Madrid, de la artista colombiana Doris Salcedo, que constituye el mejor ejemplo de la pérdida y el duelo de aquellas vidas indignas de ser lloradas debido a su condición espectral en el mundo de los hombres. Del suelo del Palacio brotan gotas de agua que lentamente se unen hasta formar los nombres de hombres y mujeres que se han ahogado al intentar llegar a Europa en busca de una vida mejor, y que luego se desvanecen ante la mirada del espectador. Estas muertes dejan huella en la memoria del espectador. Esta creación artística hace visible uno de los hechos más trágicos de nuestra historia social: “La muerte de miles de personas en las aguas del Mediterráneo ante la indiferencia, cuando no (in)consciente complicidad, de una sociedad europea anestesiada y en peligrosa deriva hacia un cierre identitario” (Palimpsesto, 2017-2018).

Del mismo modo, la obra Auras anónimas (2007-2009), de la artista colombiana Beatriz González, se desplaza a los lugares ceremoniales de la muerte donde cientos de hombres y mujeres aparecen, sin nombre y sin edad, confinados al olvido. Sobre cada una de las tumbas desconocidas del Cementerio Central de Bogotá, la artista pintó algunas figuras negras que cargan los cadáveres anónimos; nos recuerda que cada muerte es singular (cfr. Universidad de Los Andes de Colombia, 2018). Al igual que el arte comprometido con la pérdida y el duelo, el obituario representa una oportunidad de auto-reconocimiento y un acto para la reconstrucción nacional, puesto que “semejante duelo debería (o podría) producir una transformación en nuestro sentido de las relaciones interpersonales que rearticularía crucialmente la posibilidad de una cultura política democrática aquí y en cualquier otro lado” (Butler, 2006,p. 67).

Con el mismo compromiso ético, el artista colombiano Fernando Botero sella sobre la tela y el papel distintos sucesos y protagonistas ignorados del conflicto, congelados, unos, en el instante mismo de la desgracia, y otros sorprendidos en un momento íntimo de llanto o insoportable dolor: una madre bañada en lágrimas ante el ataúd de su hijo, elevando impotente los brazos dentro de una habitación en penumbra (Mujer llorando, de 1999), mientras otra madre desolada se inclina al féretro abierto de su hijo asesinado (Madre, de 1999), además de un desfile de ataúdes de entierro colectivo (El desfile, del 2000), casas incendiadas, masacres perpetradas (como en Masacre, del 2000), cadáveres destrozados mientras los gallinazos se posan sobre ellos para devorar sus entrañas (Río Cauca, del 2002); madres y viudas que lloran a sus hijos sin consuelo (Matanza de los inocentes, de 1999; Madre e hijo, del 2000); desterrados sin futuro (Desplazado, del 2002); asesinos impunes (Sicario, del 2002) y carros bomba (Carro bomba, de 1999); rostros descompuestos por el dolor (como en Tristeza, del 2002, o en Sin esperanza, del 2003); manos crispadas o entrelazadas (Una víctima, del 2003); figuras postradas y actitudes suplicantes (Mujer llorando, del 2002; De rodillas, del 2003; Grito, del 2002; Vencida, del 2002; Ruego, del 2003) constituyen la obra testimonial de una nación vestida de muerte (El paisaje de Colombia, del 2004) (cfr. Botero, 2004).

A diferencia del arte, la violencia escinde el mundo entre las vidas significativas y las inmeritorias de ser lloradas, distribuyendo desigualmente el dolor ante sus pérdidas: en ciertas ocasiones sentimos repulsión e indignación frente a una expresión de la violencia; en otras, respondemos con frialdad y aparente justificación (cfr. Butler, 2010, p. 81). Análogamente a las formas de vivir, amar y morir, el duelo público representa el modelo de lo humano que yace en la conciencia de un pueblo: “Parece estar claro que estoy constituido tanto por aquellos que recuerdo con dolor como por aquellos cuyas muertes reprimo, muertes anónimas y sin rostro que forman el fondo melancólico de mi mundo social, si no de mi primermundismo” (Butler, 2006, p. 74).

En este sentido, cuando Antígona decide enterrar a su hermano insepulto a pesar de la proscripción del duelo público emitido por Creonte, arriesga políticamente su propia humanidad en épocas en que la soberanía nacional se recrudece en nombre del miedo y la unidad nacional se refuerza en virtud de la identidad: “El sujeto afirma su propia destructividad con superioridad moral al tiempo que busca inmunizarse contra el pensamiento de su propia precariedad. Pertenece a una política movida por el horror del pensamiento de la destructibilidad de la nación” (Butler, 2010, p. 77). “Una nación no es una psiquis individual, pero las dos pueden describirse como un sujeto, aunque de diferente orden” (Butler, 2006, p. 75). Después del 11 de septiembre de 2001, dice Butler, Estados Unidos se alzó bajo la representación de un sujeto nacional invulnerable que reclama por doquier seguridad extrema en sus fronteras y vigilancia permanente de los extraños, mientras las alertas de seguridad acrecientan la histeria colectiva ante cualquier fuente de terror, robusteciendo el poder estatal y disminuyendo las garantías civiles y políticas; el resultado es el desencadenamiento de un racismo amorfo, racionalizado por la demanda, cada vez mayor, de la autodefensa (cfr. Butler, 2006, p. 67).

El miedo de una nación es proporcional a su agresión, tanto interna como externa, además del afán por reconstruir su totalidad imaginaria a expensas de negar su propia vulnerabilidad: “Se suponía que los Estados Unidos eran el lugar que no podía ser atacado, donde la vida estaba a salvo de la violencia venida de afuera, donde la única violencia que conocíamos era la que nos infligíamos a nosotros mismos” (Butler, 2006, p. 68). Así las cosas, y en palabras de Butler, Estados Unidos se ha convertido en un sujeto soberano y extrajurídico, violento y centrado en sí mismo, que busca restaurar y mantener su predominio mediante la destrucción sistemática de sus relaciones internacionales (cfr. Butler, 2006, p. 68). Una destrucción que consiste no sólo en la eliminación física de sus enemigos externos y sus propios soldados, sino también en la ruptura de los lazos con otras naciones, las cuales configuran su propio devenir político. Las pérdidas resultan, pues, incuestionables, tanto simbólica como materialmente.

Sin embargo, Butler advierte en las pérdidas derivadas de nuestra vulnerabilidad a la agresión una posibilidad de imaginar otros tipos de vínculos más igualitarios y, sin duda, menos egoístas y arbitrarios, tanto interna como externamente. “Tal vez exista otra forma de vida en la que uno no quede convertido emocionalmente en un muerto ni miméticamente en un violento, un modo de salir completamente del círculo de violencia” (Butler, 2006, p. 68). Evidentemente concurren otras formas de cohabitar el mundo distintas a la agresión, la muerte y la exclusión, así como la prevención exacerbada del riesgo social, porque cada vez que “esta vulnerabilidad es reconocida, este reconocimiento tiene el poder de cambiar el sentido y la estructura de la vulnerabilidad misma” (Butler, 2006, p. 68). En palabras de Butler:

We can be alive or dead to the sufferings of others- they can be dead or alive to us. But it is only when we understand that what happens there also happens here, and that “here” is already an elsewhere, and necessarily so, that we stand a chance of grasping the difficult and shifting global connections in ways that let us know the transport and the constraint of what we might still call ethics (2012, p. 150).

Y estas posibilidades dependen de un mundo donde la vulnerabilidad esté protegida, sin ser erradicada. He aquí el presupuesto para pensar otra vez la política, y, por supuesto, otra forma de comunidad.

Conclusión

La ontología moderna afirma que no existe para ningún hombre, por fuerte o sabio que sea, la seguridad de vivir durante todo el tiempo que la naturaleza le permite, porque, en el camino de la vida que conduce indefectiblemente a la preservación del ser, cada hombre es enemigo de los demás; según Hobbes, la naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y el intelecto que, si bien un hombre se destaca en ocasiones por su fuerza y capacidad, cuando se los considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre es insignificante. Dada esta situación, no existe, según Hobbes, ningún otro procedimiento tan razonable para que un hombre se proteja a sí mismo como la violencia legal y militar (cfr. Ruiz, 2013, p. 21). Esta violencia se convierte en un mandato de la razón, en nombre de la pacificación, esto es, en una realidad deseada a favor de una forma de vida social que reconoce en la violencia el medio indispensable para la supervivencia y la pacificación de la comunidad. Donde, precisamente, porque la violencia excede la ficción del control y la mediación moderna, y porque se la encuentra triunfante en los pliegues de la vida social y los fenómenos del desarraigo, dolor, miedo, exclusión, es que resulta necesario el mito de la autosuficiencia y control de la propia vida aislada de otros, así como el plano de la violencia como medio de defensa.

La violencia como medio en general quiebra hasta romper todo vínculo; deformando, arruinando y destruyendo la vida social (Ruiz, 2013). En efecto, la confusión moderna entre el poder y la violencia instituye una comprensión de lo político en virtud de la cual la muerte real o simbólica del individuo, ora por la selectividad de la guerra y la neutralización de la violencia, ora por la dimensión normativa de la vida, hace que la desaparición exceda la mera destrucción física del cuerpo, anulando también la vida moral. La posibilidad de devenir como algo distinto a lo dado, o lo que es igual, la potencia de la vida en el sentido de prosperar, que constituye el presupuesto indispensable de la vida en comunidad, se diluye debido a la respuesta ofensiva y defensiva ante la vulnerabilidad. La ruptura de todo vínculo social hace que la vida se confine al aislamiento y a la espectralidad en el mundo, configurando, sin duda alguna, un terreno fértil para el abuso, la superfluidad y la desposesión, privando a los individuos de una vida vivible, esto es, una vida en comunidad.

Nuestros vínculos afirman la experiencia de un mundo compartido, permitiendo repensar los presupuestos éticos de una política afirmativa de la vida, que suspenda la clásica escisión entre existencias meritorias e indignas de protección (cfr. Butler, 2006; Esposito, 2006). He aquí la necesidad política y social de imaginar una comunidad política fundada bajo las preguntas ¿quién soy sin ti? y, en consecuencia, ¿quién soy contigo?, a partir de la interdependencia y la responsabilidad común. El reconocimiento de la vulnerabilidad aminora la violencia, la precariedad, el duelo y la humillación, en cuanto conduce a la satisfacción de las necesidades en una dimensión superior a la vida física, trascendiendo al cuidado de la vida biográfica. Una comunidad fundada en el reconocimiento de la vulnerabilidad nos permite echar raíces, o lo que es igual, arraigar nuestra pertenencia al mundo de los hombres (cfr. Weil, 1996; Arendt, 1997).

Con todo, el esfuerzo de lo político reside, actualmente, en alcanzar otra forma comunitaria que minimice la precariedad común a fin de proteger la vida contra toda forma de eliminación. Se trata, pues, de girar hacia una nueva ontología social que, reconociendo atentamente nuestra fragilidad, tanto biológica como circunstancial, permita erradicar el eterno retorno de la agresión y la humillación, puesto que cada uno alcanza consciencia del dolor de los demás; una forma comunitaria donde la vida no se proteja mediante la eliminación de los otros, sino a partir de las redes sostenedoras de apoyo, pues somos, en esencia, vulnerables.

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Recibido: 08 de Febrero de 2019; Aprobado: 27 de Marzo de 2019

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