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Tópicos (México)

versão impressa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.59 México Jul./Dez. 2020  Epub 20-Nov-2020

https://doi.org/10.21555/top.v0i59.1194 

Reseñas

Sánchez Muñoz, R. (2016). Introducción al personalismo de Edith Stein. Universidad Pontificia de México. 162 pp.

Roberto Casales García1 

1Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla UPAEP, Universidad roberto.casales@upaep.mx

Sánchez Muñoz, R. 2016. Introducción al personalismo de Edith Stein. Universidad Pontificia de México, 162p.


El personalismo, en general, surge como una respuesta en contra del afán moderno de dar validez sólo a aquello que es mesurable y empíricamente verificable, i.e., contra la tendencia positivista a olvidar la centralidad de la persona “como creadora y depositaria del sentido de la realidad” (p. 10). Cara al positivismo imperante del siglo XIX y XX, encontramos la propuesta antropológica de Edith Stein, quien asume el método fenomenológico para reivindicar la dignidad constitutiva de la persona. El presente libro del profesor Sánchez nos permite no sólo reparar en el recorrido intelectual de Stein para consolidar su antropología, sino también sumergirnos, en palabras de Gonzáles Di Pierro, en “todos los niveles de este personalismo steiniano” (p. 11). Se trata, pues, de un texto que nos permite ahondar en su propuesta antropológica desde un lenguaje sencillo y accesible para todo público.

Siguiendo el itinerario intelectual de la filósofa de Breslau, Sánchez empieza su análisis dando cuenta de las líneas generales de la antropología fenomenológica que Stein introduce en su tesis doctoral sobre el problema de la empatía. El primer capítulo del presente libro analiza el primer esbozo que hace Stein de la «constitución del individuo psicofísico», en virtud de la cual se habla de cuatro elementos constitutivos de la persona: el cuerpo material o físico, el cuerpo vivo, la psiché y el espíritu. Con esto en mente, la filósofa de Breslau se aproxima a los primeros dos elementos desde el tema de la percepción, ya que al percibir un objeto se descubren una serie de relaciones que se dan con otros objetos desde un horizonte espacio-temporal o perspectiva, la cual constituye la realidad.

La percepción, en este sentido, me permite distinguir dos cosas: el objeto externo percibido y mi cuerpo. Este último se presenta como un cuerpo vivo, cuyas primeras características son “que siente, que se mueve, que puedo mover a voluntad, aunque también y al mismo tiempo es un cuerpo material, una cosa entre cosas, está sometido a cambios, depende de leyes físicas que rigen los hechos, ocupa un lugar en el espacio, etcétera” (p. 27). Esto supone una cierta paradoja, en cuanto que sólo puedo percibir mi corporeidad de forma parcial, como algo que siempre está aquí y que constituye mi cuerpo físico. Mi corporeidad, sin embargo, también se constituye a través de las sensaciones, las cuales se encuentran entre las más altas categorías de “vivencias”, por darse en ellas la unidad del yo y el cuerpo vivo. Lo peculiar de las sensaciones, en opinión de Sánchez, radica en su carácter localizable, a través del cual el cuerpo se entiende como un punto cero de la orientación.

Esta caracterización de lo corpóreo, a su vez, cobra nuevas dimensiones cuando consideramos el movimiento, ya que a través de éste se amplía nuestro horizonte del mundo “como límite entre el yo y el mundo, y como la instancia en que el hombre padece su estar en el mundo, su vivir mundo” (p. 32). De ahí que el cuerpo se conciba como medio a partir del cual la persona, que encuentra sentido a su existencia, se constituye a sí misma. Esto último supone concebir al movimiento no sólo como una mera reacción a determinados estímulos, sino también como respuesta que se da en la vida consciente del yo. Cuando Sánchez habla del yo, así, hace referencia a aquel yo individual que se descubre a sí siendo él mismo, razón por la cual es fundamento de todo aquello que se considera «mío». Si bien esto implica que el yo, entendido como el sujeto de la vivencia actual, no agota el concepto de conciencia, también quiere decir que el yo se muestra atravesado por el tiempo.

Acorde con la opinión del profesor Sánchez, al considerar esta identidad, Stein pone entre paréntesis tanto al cuerpo vivo como a las relaciones psicofísicas, para centrarse en la unidad sustancial del alma. Partiendo de una metafísica realista de la persona, Stein comprende al alma como aquella unidad sustancial que no se identifica ni con el flujo de la conciencia ni con el yo, sino con la interioridad de la persona. Se trata de una unidad sustancial cuya existencia es apodíctica para el individuo en cuestión, más no para otro individuo. Desde esta primera obra, según Sánchez, Stein considera que, a pesar de que las vivencias de cada individuo dependen de ciertas situaciones externas, en cuanto que “su propia historia de vida se habría modificado en muchos sentidos” (p. 43), el alma individual de cada persona posee un núcleo inmutable que delimita las posibilidades reales de variación acorde a las circunstancias. Este núcleo, por tanto, constituye la esencia personal de cada individuo, a través de la cual cada persona elige libremente quién quiere ser. En otras palabras, este núcleo inmutable sirve de marco teórico, o de referencia, por el cual cada persona constituye su propia identidad. Esto último, sin embargo, supone transitar de su noción de alma a la de espíritu, donde la conciencia como correlato del mundo de objetos es espíritu. La realidad, en efecto, se constituye a través de actos intencionales que dotan de sentido al mundo de los objetos, en particular a través de los sentimientos y las emociones, los cuales nos descubren el mundo de los valores.

Todo esto nos conduce al segundo capítulo, donde el autor se propone mostrar la importancia del alma en la antropología fenomenológica que Stein desarrolla a partir de 1918. Durante estas investigaciones, Stein retoma el problema de la estructura de la persona humana desde una “fenomenología de la percepción”, lo cual permite revalorar el papel que ocupa el cuerpo en el análisis fenomenológico, con la salvedad de que este análisis recoge ya la influencia del aquinate. Aquí es donde se inserta la crítica de Stein a la psicología empírica, la cual, en opinión de la filósofa de Breslau, reduce los fenómenos de la conciencia a meros fenómenos causales, negándole al alma una realidad. Con esto en mente, Stein “trata de salvar, desde la fenomenología y el tomismo, una idea del ser humano unitario, recuperando… el cuerpo, el espíritu y el alma como fundamento de la persona” (p. 59).

Al considerar las relaciones entre el alma y el cuerpo, concretamente a través de las sensaciones, Stein sostiene que éstas no están separadas de la vida anímica del ser humano, sino que forman parte fundamental de nuestro contacto con el mundo exterior. Este contacto, sin embargo, no presupone un acto intencional, en la medida en que es posible vivir o experimentar una sensación sin llevarla al nivel de la conciencia. A pesar de esto, un análisis de la percepción desde la reducción fenomenológica nos permite descubrir intencionalidad en la vida anímica del hombre, en cuanto que ésta dirige al sujeto a los objetos que se dan en la percepción y que caen bajo los sentidos.

Todo ser humano admite una doble consideración: o bien como ser corpóreo que pertenece al mundo natural y está sometido a las leyes de la física; o bien como persona, cuyo ser posee tanto un cuerpo vivo, como un alma y un espíritu. Si bien es cierto que tanto lo corporal como anímico lo comparte con otros seres vivos, su dimensión espiritual marca una diferencia significativa, la cual se aprecia desde la caracterización del cuerpo como un cuerpo vivo que es movido por una fuerza o principio vital que el alma dispone para configurarse. De ahí que en la sensibilidad se revele una doble apertura del alma tanto a las sensaciones externas como a la sensación interna de sí misma, y que, en consecuencia, el alma configure o formalice a la materia desde la fuerza vital de la que dispone.

Esto implica que el alma imprime en cada ser humano su sello personal y que, por tanto, su negación implica negar al hombre como realidad unitaria. A partir de lo cual Sánchez concluye que el alma, en lo que respecta a la antropología steiniana, es el centro vital de la persona desde el cual todo ser humano despliega su ser para aproximarse libremente a su ser ideal. La persona, sin embargo, puede quedarse atrapada en el vaivén de los estímulos y respuestas de la sensibilidad, sin descender a los estratos más hondos de su ser personal. Sólo cuando la persona desciende a estos niveles o estratos hondos de su ser, es que logra una vida plena y una absoluta libertad, en cuanto que sólo en estos niveles encuentra la motivación para apegar su vida a una legalidad racional.

Para Stein, en este sentido, el alma constituye aquella morada interior en la que se desenvuelve el yo, posibilitando nuevas dimensiones de la subjetividad. Mientras que la conciencia abarca todo aquello que el sujeto puede “dar cuenta”, el alma se extiende a todas aquellas vivencias que sirven de telón de fondo para el sujeto y que dan sustento al flujo de conciencia, donde descubre su finitud. La experiencia de mi finitud, en palabras de Sánchez, es “una experiencia interior en la que, por analogía, el ser finito es una imagen lejana del ser eterno, que es su sostén” (p. 78).

Un análisis fenomenológico del tiempo, en consecuencia, permite apreciar en qué medida el ser finito mantiene una relación estrecha con el Ser eterno, en cuanto que el ser finito del hombre, a pesar de poseer un ser pasajero, es y se mantiene en el ser. La relación entre el ser y el tiempo que se enlazan en el presente vivo y actual del yo, se comprenden como algo potencial en mí. A partir de lo cual se sigue que el pasado y el futuro son parte del flujo de conciencia de la vida, donde el yo se encuentra cara a cara con la posibilidad de su no-ser. Todo lo cual nos conduce al tercer capítulo de esta obra, donde el autor parte de estos presupuestos para ahondar en la caracterización del ser humano como persona espiritual. Esto nos conduce, de nueva cuenta, a estudiar la relación entre el ‘yo’ y el ‘sí mismo’, en cuanto que, en opinión del autor, Stein sostiene que “la persona es un ser en desarrollo”, la cual “debe formarse a sí mismo, debe hacerse persona, debe llegar a ser alguien” (p. 87).

Esto supone, en consecuencia, que cada individuo posee su ser personal de forma potencial, potencia que debe actualizarse paulatinamente. Si mi lectura del autor es correcta, esta caracterización dinámica de la persona de Stein nos remite nuevamente a la concepción del alma como ‘núcleo’ o estructura inalterable de la persona que, en consecuencia, garantiza la identidad y singularidad del individuo. Esto implica que hay un vínculo estrecho entre caracterización del yo de la conciencia y su estructura personal, la cual no es posible sin poner al “sí mismo” como punto intermedio entre ambas. De modo que, como sostiene el autor, “las relaciones entre el yo y el sí mismo apuntan no a otra cosa sino a la persona, a la constitución del ser personal” (p. 91). La formación de la persona, en este sentido, supone que el ser personal se va desplegando, dando forma tanto a la conciencia de sí mismo, como a su cuerpo, en cuanto expresión e instrumento suyo.

Se trata, pues, de una doble apertura de la persona: por un lado, una apertura hacia dentro y hacia fuera que nos permite comprender “la relación que tiene con el mundo, con los otros y consigo mismo”; por otro lado, “la apertura de este hacia Dios y hacia los otros” (p. 93), en cuanto se reconoce como ser incompleto. De ahí que la empatía ocupe un lugar especial en la antropología fenomenológica de Stein y que la persona humana, en tanto ser inacabado, deba dirigir todas sus fuerzas a la realización de aquello que está llamada a ser. Esta conquista de ‘sí mismo’, por tanto, no es un impulso individualista, sino algo que se realiza en comunidad.

Al caracterizar a la persona como un agente moral libre, resulta interesante reparar tanto en el carácter personal de esta formación, como en la teoría de la acción que de aquí se desprende, según la cual toda decisión que tomamos genera una cierta disposición o tendencia que nos impulsa a volver a tomar una decisión análoga (p. 95). Acorde con esta lectura de Stein, cada persona es responsable de formarse a ‘sí misma’ a través de sus acciones, donde la formación no se reduce a la mera posesión de conocimientos del mundo, sino, prioritariamente, a la configuración de la personalidad. La identidad personal, en este sentido, asume una dimensión práctica: la formación de aquellos hábitos para el correcto ejercicio de la libertad cara a la consecución del mayor bien posible para la persona. Mientras que la pérdida de este fin presupone una desorientación existencial, la apuesta de Stein consiste en alcanzar una “orientación vital originaria, cuyo punto de partida es el conocimiento de sí mismo en relación a las cualidades personales.

Esta “orientación vital originaria”, en opinión del autor, se relaciona con la legalidad racional de la vida espiritual, en virtud de la cual la libertad se considera constitutiva de la persona. Una genuina libertad, en este sentido, permite al ser humano elevarse al ámbito de lo espiritual para trascender la mera espontaneidad natural y salir al encuentro con Dios y con los otros. “La vida de la persona es racional y está orientada por una finalidad que es la que da sentido a su propio proceso de autoconfiguración” (p. 104). De ahí que la persona, como ser dotado de razón, sea aquel individuo que comprende su modo de ser desde la libertad, dotando de sentido y significación a cada una de sus acciones.

La noción de persona que se perfila al interior de la antropología fenomenológica de Stein, por ende, comprende a ésta como un ser compuesto por cuerpo, alma y espíritu, donde lo corpóreo se entiende como el contorno exterior del alma, lo anímico como el ‘castillo interior’ de la persona, y el espíritu como el habitante de aquella morada. Acorde con esta caracterización, la persona gana en autenticidad en la medida en que se adentra en el alma para encontrar aquella ‘orientación vital originaria’ que dota de sentido a la totalidad de su existencia. Así, Stein no sólo defiende la unidad sustancial entre cuerpo, alma y espíritu, sino que también el carácter intencional de la vida espiritual en términos de apertura y trascendencia.

Esto supone, en última instancia, adentrarse en el mundo interior de nuestra alma, donde no sólo se descubre la llamada interior de la conciencia, sino también aquel lugar de nuestra intimidad en el que Dios mora. De esta forma, en palabras del autor, “es evidente que Edith nos encamina poco a poco hacia la mística, hacia el encuentro amoroso del alma con Dios, al encuentro nupcial con Dios dentro de los márgenes de la propia libertad individual” (pp. 113-114). Con esto en mente, podemos concluir esta reseña recomendando ampliamente la lectura de este libro, el cual le permitirá al lector introducirse y ahondar tanto en la propuesta fenomenológica de Stein, como en algunos hitos fundamentales de su antropología, sin que por esto se agote alguna de las dos. De ahí que el presente libro sea más que una mera introducción al personalismo de Stein.

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