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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.59 México jul./dic. 2020  Epub 20-Nov-2020

https://doi.org/10.21555/top.v0i59.1074 

Artículos

Filosofía, análisis y juegos: el inútil intento de definir las cosas

Philosophy, Analysis, and Games: The Futile Attempt of Defining Things

Sebastián Briceño Domínguez1 
http://orcid.org/0000-0003-3040-4869

1Universidad de Santiago de Chile (USACH), Chile, jsbricen@gmail.com


Resumen

Según McGinn (2012), el fin de la filosofía es descubrir esencias mediante el análisis conceptual, y ella califica como un juego en el sentido de Suits (1978, 2014). Sin embargo, todo en la definición de juego de Suits parece dejar fuera de su alcance a la definición de filosofía de McGinn. Aquí someto a revisión crítica la definición de McGinn y propongo una más comprensiva. Incidentalmente, esta definición nos permitirá incluir a la filosofía dentro de la clase de actividades que sí satisfacen la definición de juego de Suits.

Palabras clave: definición real; esencia; análisis conceptual; utopía

Abstract

According to McGinn (2012), the aim of philosophy is to discover essences through conceptual analysis, and it qualifies as a game in Suits’ sense (1978; 2014). However, everything in Suits’ definition of game seems to exclude from its scope McGinn’s definition of philosophy. Here I criticise McGinn’s definition and offer a more comprehensive one. Incidentally, this definition will allow us to include philosophy within the class of activities that do satisfy Suits’ definition of game.

Keywords: real definition; essence; conceptual analysis; utopia

En el presente artículo pretendo defender una determinada posición metafilosófica apoyándome en las propuestas de McGinn (2012) y Suits (1978, 2014). Según McGinn (2012), el fin de la filosofía es descubrir esencias mediante el ejercicio de la razón a priori (esto es, mediante lo que McGinn entiende como análisis conceptual). Según el mismo McGinn, la filosofía calificaría como un juego, al menos conforme a la definición de juego defendida por Suits (1978, 2014). Aquí someto a revisión crítica la definición de filosofía de McGinn; muestro por qué ésta no satisface las condiciones para ser un juego en el sentido de Suits, y ofrezco, en su reemplazo, una definición mejorada de filosofía que sí satisface las condiciones para ello. Esta posición tiene al menos tres rasgos distintivos que, de forma tangencial, me interesa relevar como claves más generales para una adecuada autocomprensión de la filosofía: primero, entiende a la filosofía como un tipo de actividad o práctica intrínsecamente valiosa; segundo, entiende a la filosofía como algo cualitativamente distinto a las ciencias naturales; y tercero, intenta hacer sentido de la filosofía en conexión con sus orígenes históricos, en particular con sus raíces socráticas.

Si algo caracteriza a la filosofía contemporánea es la ausencia de una autocomprensión compartida (cuando no la total ausencia de una autocomprensión), incluso dentro de lo que uno podría identificar como una misma tradición filosófica, como la tradición analítica (cfr. Moore, 2012; Williams, 2006; Williamson, 2007). No pretendo ofrecer aquí una visión unificada que sirva de remedio a este estado de cosas. Desde ya, no pretendo erigir la propuesta aquí articulada como la propuesta, ni defenderla frente a toda otra posible concepción metafilosófica. Ni siquiera pretendo defenderla frente a otras alternativas que tal vez hoy son, al menos implícitamente, más dominantes o influyentes. No pretendo, en suma, hacerme cargo de las críticas que pudiesen hacérsele a dicha propuesta desde un punto de vista externo. Me basta aquí con mejorar su consistencia interna y mostrar que su potencial para una adecuada autocomprensión de la filosofía es mayor que el que a primera vista pareciera tener. Quien no comparta las claves generales señaladas más arriba o abrace derechamente una concepción específica distinta de la filosofía, incompatible con tales claves generales-quien, por ejemplo, abrace una concepción científico-naturalista o marxista-crítica, por nombrar sólo algunas-, tiene todo mi respeto, pero juega a otro juego.

I

Al comienzo de Truth by Analysis: Games, Names, and Philosophy, McGinn sostiene que “[l]a filosofía es la búsqueda a priori de esencias, llevada a cabo con espíritu lúdico” (2012, p. 3).1 Un poco más adelante agrega que “[e]l objetivo de la actividad filosófica es descubrir las esencias de las cosas por medio de la investigación a priori” (p. 3) y que filosofar, tal como jugar juegos, es una actividad “intrínsecamente valiosa” (p. 135). En efecto, McGinn considera a la filosofía como “el deporte de la razón” (p. 138), una “competencia atlética de la mente” (p. 139). Dejando a un lado por ahora este supuesto carácter lúdico de la filosofía, podemos decir que, aunque la primera parte de la definición de McGinn describe un proceso (i. e., la búsqueda), el complemento posterior revela que este proceso no es un fin en sí mismo, sino el medio para otro fin (i. e., el descubrir, el encontrar), que estarían internamente relacionados. Toda la argumentación que despliega McGinn a lo largo de su libro supone que su concepción de la filosofía sólo es posible si tal fin es posible. El fin de la filosofía sería descubrir o encontrar; la búsqueda a priori sería el medio constitutivo para lograr ese fin.

Sin cuestionar todavía el tratamiento del elemento lúdico y otros defectos de los que me haré cargo más adelante, creo que esta definición captura buena parte de lo que históricamente los filósofos paradigmáticos han hecho. Creo, además, que es capaz de sortear algunas objeciones tradicionales de las que no puedo hacerme cargo aquí.2

¿Por qué la definición de McGinn es, en términos generales, correcta? Primero, porque captura las propiedades que exhiben ciertas instancias paradigmáticas que no dudaríamos en calificar como instancias de actividad filosófica. Y son esas propiedades las que, confiamos, sirven como criterio que han de satisfacer todas aquellas actividades que pertenecen a la clase de las actividades filosóficas. Pienso en escenas como la del Eutifrón y las de varios otros diálogos platónicos.3 A partir de un caso concreto surge una pregunta como ésta: ¿comete un acto pío Eutifrón al perseguir criminalmente a su padre? Sócrates entenderá que la pregunta no puede ser respondida explícitamente en términos últimos si no respondemos primero qué es ser pío. Sus contertulios asentirán. Y seguirán a este desafío varios intentos de respuesta fallidos. Nombrar ejemplos no será satisfactorio, pues hay más actos píos que los nombrados y todos, incluso los no nombrados, son píos en virtud de que, se supone, tienen una propiedad en común, lo pío, y no en virtud de que los llamemos “píos”. Análogamente, decir que los actos píos son píos en virtud de que los aman los dioses tampoco parece ser correcto, pues parece ser que los dioses los aman precisamente en virtud de ser píos. Y decir que lo pío es lo justo no nos deja en mejor posición, pues aunque todo acto pío es un acto justo, no todo acto justo es un acto pío. Y así, hasta que la conversación se verá interrumpida porque alguno de los partícipes debe volver a sus asuntos ordinarios.

¿Qué está intentando hacer Sócrates? Que sus contertulios expliciten qué es ser pío en términos últimos o fundamentales; quiere que ellos expliciten las condiciones necesarias y suficientes que determinan, última o fundamentalmente, que algo sea pío. Pues él dice no saberlo; él sólo sabe que no sabe nada. Y con sus preguntas quiere mostrarles a sus contertulios, aquéllos que dicen saber lo que es ser pío, que en realidad tampoco lo saben, que su saber es sólo aparente porque encierra inconsistencias. Sócrates no está instando a sus contertulios a que den definiciones convencionales ni a que expresen sus ideas subjetivas de lo pío. No está interesado en la palabra “pío”, ni en el concepto o ítem mental pío, sino en qué es lo pío. El objeto de estudio del diálogo es algo no representacional, aunque los medios desplegados son representacionales.4 Esto no significa que concepto y propiedad estén divorciados. Como subraya McGinn, un concepto no es un tupido velo entre mente y mundo, sino una “ruta hacia la realidad”: los conceptos son inherentemente referenciales, de modo que, al poseer un concepto, la mente hace referencia a una propiedad; y aunque un concepto no es la propiedad referida por él, su identidad está determinada, su contenido está fijado, por la propiedad referida; concepto y propiedad están necesariamente conectados (McGinn, 2012, p. 65; en similar sentido, cfr. Strawson, 1992, p. 33). Cuando McGinn sostiene que la filosofía tiene por fin “descubrir esencias” es a esto a lo que se refiere: a que tiene por fin explicar en virtud de qué, última o fundamentalmente, una cosa o tipo de cosa es lo que es. En fin, lo que hace la filosofía es buscar definiciones reales: identidades explicatorias del tipo “ser un F es ser un G” o “ser F es ser G”; articulaciones discursivas, conceptuales o representacionales de lo que una cosa o tipo de cosa es en términos últimos o fundamentales (Dorr, 2016; Moore, [1903] 1993, 1968; Rosen, 2015).

Podemos agregar que McGinn también acierta en el método, pues Sócrates y sus contertulios llevan a cabo la búsqueda de esencias razonando en términos puramente a priori sobre los conceptos que denotan las propiedades involucradas. La búsqueda se lleva a cabo mediante una conversación que, en principio, bien podría ser un soliloquio y bien podría no ser expresada en un lenguaje natural, sino sólo en el lenguaje del pensamiento. Esa conversación incluye definiciones tentativas, seguidas de la apelación a escenarios contrafácticos que, por medio de experimentos mentales, muestran lo inadecuado de ellas. Esos escenarios fuerzan a que el siguiente intento de definición sea mejor, más resistente a contraejemplos. Los experimentos del filósofo son, paradigmáticamente, de naturaleza puramente mental; su laboratorio es la silla en la que piensa o la plaza en la que discute con otros; sus herramientas son la razón y el diálogo; su campo de pruebas es el espacio modal. Para dar con la esencia de algo no es necesario ni suficiente apelar a lo que es el caso, ni menos a lo que es observable por los sentidos, pues, por un lado, bien podría no haber instancias concretas de ese algo que estamos intentando definir (es decir, ese algo podría existir solo como mera posibilidad, como algo que no es el caso, pero que podría ser el caso) y, por otro lado, para que haya instancias concretas de ese algo jamás será suficiente la instanciación de propiedades o relaciones contingentes en las que ese algo pueda eventualmente participar, pues algo distinto también podría participar de ellas. Las esencias son ontológicamente prioritarias: aunque todas existen, sólo algunas de ellas tienen instancias concretas; y ellas son el fundamento de la necesidad, ellas explican el hecho de que ciertas cosas y verdades sean invariantes en el espacio modal (Fine, 1994; Lowe, 2012). También son epistémicamente prioritarias, pues ¿cómo podríamos reconocer una instancia concreta de lo pío sin saber que es ser pío antes de ese encuentro? Y es que si bien puede darse concretamente una relación entre lo pío y la condición F (e. g., entre ser pío y ser fumador empedernido), podemos probar, mediante la apelación a un escenario contrafáctico, que la presencia de esa condición F no es parte de la naturaleza última de lo pío. Para hacer análisis conceptual, el filósofo ha de recorrer el espacio modal, y al intentar hacer definiciones reales va logrando, de paso, que nuestro aparataje referencial sea cada vez más preciso.

Así entonces, el filósofo investiga propiedades, genéricas o individuales, por medio del análisis a priori de los conceptos que las denotan. Al hacerlo, el filósofo despliega una suerte de “mereología conceptual”: intenta descubrir de qué otros conceptos está compuesto un concepto complejo; de qué otros conceptos complejos es parte un concepto; con qué otros conceptos se traslapa un concepto, etc. (cfr. McGinn, 2012, pp. 79-81). Y hacer mereología de conceptos es, de suyo, hacer mereología de las propiedades denotadas por los mismos.5 El análisis conceptual así entendido es el corazón de la filosofía primera y, por ende, de la filosofía en general. Coincide con lo que Rosenkrantz, siguiendo a D. C. Williams, llama “ontología analítica”: la actividad que “intenta dar una explicación de qué rasgos varios tipos de entidades deben tener” mediante la provisión “de análisis conceptuales o filosóficos de categorías ontológicas, sin compromiso sobre si acaso hay o no instancias concretas de esas categorías” (Rosenkrantz, 1993, p. xi).6

Dos formas de análisis conceptual resultan prominentes: una es atomista o descomposicional; la otra es holista o conectiva (cfr. Strawson, 1992, cap. 2). La primera forma busca desmantelar un concepto complejo en sus partes constituyentes. Tiene como finalidad especificar las condiciones necesarias y suficientes, en términos no circulares y no triviales, para la aplicación correcta del concepto analizado. Esta estrategia no sostiene que todo concepto sea susceptible de análisis, pero sí que todo concepto complejo es susceptible de análisis. Los conceptos primitivos, los no analizables, son conceptos simples, conceptos que carecen de partes propias.7 Buenos exponentes de esta primera forma de análisis son Moore ([1903] 1993, 1968) y el mismo McGinn (2012). Esta forma de análisis sólo es viable si hay conceptos complejos y éstos tienen condiciones de suficiencia no circulares y no triviales expresables, últimamente, en términos de conceptos primitivos.

La segunda forma es la que Strawson identifica como:

[…] el modelo de una elaborada red, de un sistema, de elementos conectados entre sí, de conceptos; un modelo en el que la función de cada elemento, de cada concepto, sólo puede comprenderse apropiadamente desde el punto de vista filosófico captando sus relaciones con los demás, su lugar en el sistema (1992, p. 19).

Es decir, se trata de una forma en que el análisis de un concepto, más que por descomposición en átomos conceptuales, se logra apelando a cierta forma de holismo conceptual, esto es, estableciendo el lugar del concepto bajo análisis dentro de un todo conceptual mayor que le fija su lugar y función. La inferencia de ese todo conceptual mayor típicamente se hace mostrando que ciertos conceptos se encuentran internamente relacionados con otros, de tal modo que ninguno de ellos admite ser comprendido sin apelar a esa red o todo conceptual mayor del cual todos ellos, se supone, son partes propias. Un buen exponente de esta segunda forma es el propio Strawson (1992) y, al menos en lo que respecta al concepto conocimiento, Williamson (2000).8 Esta forma de análisis, aunque sí desea evitar trivialidades del tipo F es F, no está preocupada por evitar el supuesto vicio de la circularidad. Por el contrario, dicha forma presupone que hay círculos fundamentales de los que el concepto examinado forma parte, de modo que la identidad y unidad del analysandum sólo es susceptible de ser obtenida por la vía de su reintroducción, explícita o implícita, en el analysans. Aunque Strawson no lo explicita, me parece obvio que esta forma de análisis sólo obtiene el resultado esperado, la definición real, la naturaleza última o esencia de algo, una vez que logramos dar con la red conceptual autosuficiente del cual el concepto estudiado es parte y hemos determinado así todas las conexiones internas posibles del concepto con aquellos otros conceptos junto a los cuales compone esa red. Pues, si lo que cada parte propia de un todo es depende de su posición relativa dentro de dicho todo, entonces sólo una vez determinado el todo es posible determinar la posición relativa de cada una de sus partes propias.9 Como los conceptos conforman un sistema o una red, es decir, un gran concepto complejo cuyas partes están internamente relacionadas, este todo tiene prioridad conceptual/lógica/ontológica sobre sus partes propias: estas son lo que son en virtud de lo que el todo es. Esta forma de análisis, si bien no espera llegar a elementos simples o átomos conceptuales, sí presupone para su éxito, siquiera parcial, que haya efectivamente un todo conceptual orgánico maximal o autosuficiente (i. e., un todo que sea independiente de otras redes conceptuales o conceptos complejos) que permita fijar la posición relativa de cada una de sus partes propias.10

Si es correcto, el producto del análisis, sea atomista u holista, resulta siempre ser una verdad analítica, necesaria y a priori. Se trata del despliegue o explicitación de una identidad (total o parcial), y la identidad es necesaria.11 Esta revelación es a priori, se obtiene sólo investigando conceptos y probándolos en el espacio modal. Lo que diferencia a la primera de la segunda forma de análisis es más bien una cuestión de prioridad conceptual/lógica/ontológica: mientras la primera da prioridad a las partes, la segunda da prioridad al todo.

En este sentido amplio, es probable que toda la filosofía sea, o dependa esencialmente de, análisis conceptual. Todo el tiempo hemos estado buscando definiciones reales, sean reductivas o conectivas. Sea cual sea la tradición, sea cual sea la época, la pregunta fundamental que ha guiado a la filosofía es la pregunta sobre la naturaleza última de las cosas desde el punto de vista de la razón. ¿Qué es, últimamente, ser F? ¿Cuál es la naturaleza última de F? ¿En virtud de qué, últimamente, F es lo que es? Esto es lo que han pretendido responder los filósofos al ofrecer análisis de PÍO, VIRTUD, TIEMPO, CAMBIO, SER, LIBERTAD, NÚMERO, BIEN, PERSONA, VERDAD, AMOR, CAUSALIDAD, JUSTICIA, BELLEZA, CONOCIMIENTO, PERCEPCIÓN, ACCIÓN, INTENCIÓN, MENTE, CONCIENCIA, etc.12 Intentar ofrecer análisis de lo real es, obviamente, lo que han hecho representantes paradigmáticos de la tradición analítica (e. g., Frege y lo que es ser un número; Moore y lo que es ser bueno). Pero también es lo que han hecho filósofos pertenecientes a otras tradiciones aparentemente distantes. Pensemos en filósofos “continentales” paradigmáticos: Sartre intentó descubrir en qué consiste ser libre y qué es, últimamente, la conciencia; Heidegger, por su parte, intentaba discernir racionalmente qué es ser-en-el-mundo. Ambos estaban intentando articular racionalmente respuestas a preguntas del tipo qué es, últimamente, ser F o ser un F. Lo mismo vale para filósofos modernos y medievales. Todos ellos, tal como Platón y Aristóteles, han estado en la empresa socrática de intentar dar con condiciones necesarias y suficientes; todos han intentado dar, por medio de la razón y del diálogo, con la naturaleza o esencia de determinado fenómeno central para la vida humana.13 Lo cierto es que, como sostiene McGinn, “«filósofo analítico» es un pleonasmo” (2012,p. 104), pues un filósofo es un analista de conceptos, y un analista de conceptos es un buscador de esencias o naturalezas últimas. Es difícil resistir la conclusión de que todo filósofo es un analista conceptual una vez que entendemos el análisis conceptual en los términos antedichos.14

Recordemos que McGinn entiende que la filosofía es una actividad compleja constituida de fin y medio internamente relacionados. Recordemos también que para él es esencial que el resultado sea posible. Notemos, además, que la expresión “análisis conceptual” denota tanto el medio utilizado (análisis qua proceso) como el resultado obtenido (análisis qua producto). Para que el análisis conceptual, tal como lo entiende McGinn, sea posible, es necesario, como dije, que todo concepto complejo sea analizable, y un concepto complejo es analizable en términos descomposicionales si y sólo si es posible especificar sus condiciones necesarias y suficientes en términos no circulares y no triviales. A continuación, al reformular la definición de McGinn, pretendo expresar la relación interna entre medio y fin. Pero quiero mantenerme neutral con respecto a si el análisis conceptual es reductivo o conectivo. La definición ha de ser hospitalaria con ambas estrategias. Si, como presupone el análisis holístico o conectivo, hay círculos explicatorios iluminadores, no tiene sentido excluirlos a priori como si fuesen viciosos. Para estos efectos, basta con que la definición no sea trivial.

Aclarados los puntos anteriores, podemos reformular la definición de McGinn en los siguientes términos:

(DFR1) Filosofía es la actividad consistente en descubrir esencias o naturalezas últimas haciendo uso sólo de la razón y del diálogo, llevada a cabo con espíritu lúdico.

Nótese un aspecto que McGinn pasa por alto y que, me parece, es crucial para la correcta comprensión de la actividad filosófica, a saber: la conversación entre Sócrates y sus contertulios no siempre es concluyente. De hecho, típicamente no lo es, pues suele terminar en aporía. Es más, yo diría que la conversación podría continuar indefinidamente, pero se ve interrumpida porque se termina el tiempo libre o de ocio y los partícipes deben continuar con sus negocios: el mundo ordinario termina imponiendo sus urgencias. Esta es la tónica de los diálogos platónicos tempranos (e. g. Hipias Mayor, 295a). Y es la tónica que ha impregnado la historia de la filosofía: ella aparece como una actividad excepcional frente a una normalidad que le sirve de trasfondo; y en ella parecen sobrevivir, más que respuestas, una serie de preguntas e intentos fallidos por responderlas, de modo que retrospectivamente vemos siglos de diálogos filosóficos no concluyentes. Mi objeción a McGinn tiene que ver justamente con esta última omisión. Volveré sobre esto más adelante.

II

Al igual como hice antes para definir qué es filosofía, tal vez la forma más segura de determinar qué es un juego es listar juegos paradigmáticos, ésos que no dudaríamos en llamar “juegos”. Pienso en una competencia de dardos, en una carrera en sacos, en un partido de ajedrez, ping-pong o fútbol.15 Por cierto, no es que llamarlos “juegos” haga que sean juegos. De lo contrario, no tendríamos razón alguna para decir que hay cosas que, pese a ser llamadas “juegos”, no son juegos, y que hay otras que, pese a ser juegos, no son llamadas “juegos”. La razón por la cual esas actividades califican como juegos paradigmáticos es porque si ellas no son juegos entonces no habría juegos actuales, sino sólo juegos meramente posibles. Pero, prima facie, parece claro que hay más de un juego actual. Estamos convencidos de que esos casos paradigmáticos pertenecen a la clase de los juegos, o al menos más convencidos de esto que de que pertenecen a cualquier otra clase (e. g. a la clase de los minerales o de los animales). Una vez que tenemos esta clase paradigmática, podemos especificarla con una definición, esto es, con la articulación de condiciones necesarias y suficientes para pertenecer al grupo, encapsuladas en una propiedad F. Si algo no incluido en el grupo de juegos paradigmáticos tiene esa propiedad F, entones hay buenas razones para incluirlo dentro de la misma clase. La carga de la prueba pasa a ser de quien niega que haya juegos actuales o de quien niega que ésas que consideramos instancias paradigmáticas de juego sean de hecho juegos.

¿Qué tienen en común estos juegos paradigmáticos? ¿Qué propiedad F hace que un juego sea un juego y no otra cosa? He aquí la definición de Suits, que es justamente un análisis conceptual de lo que jugar-un-juego es (la podemos citar textualmente y etiquetarla como nuestra segunda definición real):

(DFR 2) Jugar un juego es intentar la obtención de un estado de cosas específico [objetivo pre-lúdico y realizable], usando sólo medios permitidos por las reglas [medios lúdicos], donde las reglas prohíben medios eficientes en favor de medios menos eficientes [reglas constitutivas], y donde esas reglas son aceptadas sólo porque ellas hacen posible dicha actividad [actitud lúdica] (Suits, 2014, p. 43).

En términos más simples, pero equivalentes: “jugar un juego es el intento voluntario de superar obstáculos innecesarios” (Suits, 2014, p. 43). La definición de Suits está compuesta por cuatro elementos centrales. Por un lado, está el objetivo o la finalidad, que consiste en “la obtención de un estado de cosas específico”. Lo característico de este estado de cosas es que, por un lado, es pre-lúdico, es decir, su identidad no depende del juego, pues puede ser descrito, comprendido y realizado sin hacer referencia alguna al juego; y, por otro lado, es factible o posible de realizar. Si a alguien le preguntasen cuál es su objetivo al jugar un partido de dardos de un sólo tiro por jugador, él podría dar tres respuestas paradigmáticas: (i) jugar un partido de dardos de un sólo tiro por jugador, (ii) ganar un partido de dardos de un sólo tiro por jugador, o (iii) clavar su único dardo lo más al centro posible del blanco. Y se trata de tres cuestiones distintas. Lo que es claro es que, de estas tres finalidades, (iii) es la más básica y la única pre-lúdica, pues (i) y (ii) la presuponen, mientras que (iii) no presupone (i) ni (ii). Se puede clavar un dardo en el centro del blanco sin jugar ni ganar un partido de dardos. Puedo, por ejemplo, tomar el dardo, acercarme al blanco, y enterrarlo en su centro. En cambio, (i) y (ii) son finalidades lúdicas: mientras que ganar es una finalidad que sólo puede ser descrita en los términos del juego en el cual figura, jugar es una finalidad lúdica que no es parte de juego alguno, pero sí “de la vida”, en tanto que “es simplemente una de las finalidades que las personas tienen, tal como la riqueza, la gloria, o la seguridad” (Suits, 2014, p. 39).

Un segundo elemento es el de los “medios permitidos”, estrechamente relacionado con el tercer elemento, el de las “reglas constitutivas del juego”. Aquí cabe distinguir entre los medios para ganar un juego (o medios lúdicos) y los medios para obtener el fin prelúdico. Los medios que cuentan para la definición de juego son sólo los primeros, los medios permitidos por las reglas constitutivas para lograr la finalidad pre-lúdica. El uso de medios más eficientes para lograr la finalidad pre-lúdica queda prohibido por las reglas constitutivas. De lo contrario, contaríamos como medio para ganar una carrera en sacos el uso de un helicóptero que me eleve y deje directamente en la meta. Por supuesto, ganar un juego suele demandar eficiencia en el uso de los medios permitidos, pero los medios permitidos no son los más eficientes que existen. La eficiencia que demanda ganar es una eficiencia interna al juego.

Es el último elemento, la “actitud lúdica”, y el cómo todos los elementos se disponen entre sí, lo que da la clave que distingue a los juegos de otras actividades. La actitud lúdica está dirigida a las reglas constitutivas del juego. Éstas son aceptadas libremente sólo en tanto que hacen posible el juego en cuestión. Esto no significa que no puedan existir razones adicionales para aceptarlas, sino sólo que esa siempre es una razón, aun cuando pueda haber otras (cfr. Suits, 2014, p. 156). Es cierto que, por ejemplo, un jugador profesional que juega por dinero está, en cierta medida, usando o instrumentalizando el juego, pero no es que use el juego sin jugarlo, pues también lo juega. Distinto es el caso de quien corre una carrera porque ha sido amenazado de muerte si es que no lo hace, pues él sólo usa un juego para salvar su vida, pero en ningún caso juega-un-juego. El jugador profesional y el corredor amenazado tienen una distinta actitud frente a las reglas del juego. El primero las acepta, entre otras razones, porque hacen posible el juego; el segundo sólo las acepta por razones instrumentales: si de él dependiera, no las aceptaría.

La definición de Suits no es una mera conjunción de propiedades. Su último elemento, la actitud lúdica, está definido en términos de las reglas constitutivas y los medios permitidos, pues se trata de una actitud intencional dirigida precisamente a estos elementos, a saber: la de aceptarlos libremente, no instrumentalmente, sólo porque hacen posible la existencia del juego. Y estos elementos, a su vez, están definidos en términos del primer elemento, el objetivo pre-lúdico, pues las reglas y los medios permitidos excluyen aquellos más eficientes para la obtención de dicho objetivo. Se trata, en consecuencia, de elementos anidados uno dentro de otro, como muñecas rusas (cfr. Hurka, 2014, p. xiii). Es la actitud lúdica la que proporciona la unidad final o síntesis, esperable de toda definición que no pretenda ser un análisis eliminativista del analysandum o una mera conjunción de varios elementos distintos, externamente relacionados o desconectados.16

La definición de Suits es claramente más precisa que la caracterización que alguna vez intentó Huizinga en Homo Ludens (2012). Para ser justos, Huizinga no pretendía hacer un análisis conceptual o dar con la esencia de lo que es un juego. Huizinga definió jugar como “una acción que se desarrolla dentro de ciertos límites de tiempo, espacio y sentido, en un orden visible, según reglas libremente aceptadas y fuera de la esfera de la utilidad o de la necesidad material” (2012, p. 201). Logró dar con algunas condiciones necesarias para que una actividad consistiera en un juego, pero no parece haber dado con las condiciones suficientes para ello (cfr. Huizinga, 2012, pp. 201, 24-25, 28). Tampoco distinguió claramente entre lo que era jugar-un-juego y jugar-con-algo, o entre surgir del juego, ser parte de un juego, o parecerse a un juego (cfr. 2012, p. 262), cuando se trata de cuestiones claramente distintas. Me parece que es justamente esta falta de precisión, derivada de su comprensible falta de pretensión por lograr una definición real, la que le permitió a Huizinga calificar fácilmente cualquier manifestación de la cultura, incluida la filosofía, como algo que, en algún sentido, poseía carácter lúdico. Suits, en cambio, sí pretende ofrecer un análisis conceptual, sí pretende dar con una esencia o naturaleza última de lo que jugar-un-juego es. Pero esto mismo hace que también sea una definición mucho más demandante. Para Suits, “jugar juegos” en un sentido estricto es realmente la única actividad autotélica o no instrumental. Y todo indica que la estrechez de la definición de Suits, en contraste con la caracterización de Huizinga, parece dejar a la filosofía fuera de su alcance.

¿Por qué Suits entiende que jugar juegos es la única actividad autotélica? ¿Qué distingue a las actividades autotélicas de las instrumentales? El escenario contrafáctico que Suits entiende como Utopía es el test que nos permite distinguir unas de otras. Utopía es un lugar que encarna el ideal de la existencia humana: “un estado de cosas donde las personas se involucran sólo en aquellas actividades que valoran intrínsecamente”, es decir, un lugar donde “todas las actividades humanas instrumentales han sido eliminadas” (Suits, 2014, p. 182). Para Suits, Utopía es el lugar donde todas las necesidades humanas encuentran satisfacción con sólo apretar un botón telepático. Por tanto, en tal lugar sólo cabe jugar juegos para dar sentido a la existencia. En Utopía no existe necesidad de trabajar para cubrir nuestras necesidades materiales derivadas de la escasez, ni necesidad de un gobierno que administre los conflictos derivados de ella, pues sencillamente no hay escasez. Es, asimismo, un lugar donde “todos los posibles problemas interpersonales han sido resueltos por medios apropiados”, por ejemplo, por progresos inusitados del psicoanálisis, y, consecuentemente, “ya no hay más competencia por amor, atención, aprobación, o admiración” (Suits, 2014, p. 183). Pero todavía más. Se trata de un lugar donde no hay espacio para la moral, pues no hay mal que requiera de enmienda por la vía de la realización de buenas acciones. Tampoco hay arte, en tanto el arte se alimenta de las acciones y pasiones humanas, de sus altos y bajos, de sus miedos y esperanzas, logros y derrotas, miserias y riquezas, y no hay tales vaivenes en Utopía. En Utopía tampoco hay sexo (!), o al menos no el sexo que conocemos, pues el sexo que conocemos es inseparable de nuestra condición existencial no utópica, determinada por algún déficit o carencia, y movida por la culpa y el deseo de represión o sublimación, dominación o sumisión, etc. Finalmente, y esto es lo que más me interesa destacar aquí, en Utopía no hay espacio para el conocimiento. En Utopía, según Suits, no hay ciencia ni filosofía:

[…] tal como hemos supuesto que nuestros utópicos han adquirido todos los bienes económicos que pueden usar, debemos asumir que ellos han adquirido todo el conocimiento que existe. En Utopía, por tanto, no hay científicos, filósofos, o cualquier otro investigador intelectual (Suits, 2014, p. 186).

¿Qué queda entonces por hacer en Utopía? ¡Jugar juegos! El libro de Suits es literalmente el reverso de la clásica fábula de la cigarra y la hormiga, pues reivindica la forma de vida de la cigarra frente a la prudente hormiga. Es la cigarra, y no la hormiga, el animal que encarna el ideal utópico de la existencia. Es la cigarra la que hace actualmente lo que haríamos si nuestras contingentes condiciones no utópicas no nos impusieran la necesidad local de trabajar. Accidentalmente, sólo por haber nacido en condiciones no utópicas, la cigarra está condenada a abrazar su propia muerte, pues trabajar sería traicionar su propia naturaleza. Pero esto no implica que ella no encarne el ideal de la existencia. De hecho, entendemos que el ideal es que las acciones prudenciales de la hormiga se tornaran innecesarias, que los sacrificios que ellas demandan tiendan a cero. Y ese ideal es precisamente el que se materializa en Utopía. Una vez removidas las condiciones no utópicas, la forma de vida de la hormiga pierde sentido.

Utopía parece ser un escenario consistente y concebible:

Creo que Utopía es inteligible, y creo que jugar juegos es lo que hace inteligible Utopía. Lo que hemos mostrado hasta aquí es que al parecer no hay nada que hacer en Utopía, precisamente porque en Utopía todas las actividades instrumentales han sido eliminadas. No hay nada por lo cual esforzarse porque todo ya ha sido logrado. Lo que necesitamos, entonces, es alguna actividad en la cual lo instrumental está inseparablemente combinado con lo que es valorado intrínsecamente, y donde la actividad no es ella misma un instrumento para un fin ulterior. Los juegos satisfacen este requerimiento perfectamente. Pues en los juegos debemos tener obstáculos que podamos esforzarnos por superar sólo para que podamos poseer la actividad como un todo, a saber, jugar el juego. Jugar juegos hace posible retener suficiente esfuerzo en Utopía para que la vida valga la pena (Suits, 2014, pp. 188-189).

En principio, dada nuestra definición preliminar de filosofía (DFR1) y nuestra definición de (jugar un) juego (DFR2), deberíamos concluir, al menos preliminarmente, que, contra McGinn, la filosofía no es un juego susceptible de ser jugado, pues no sobrevive al escenario contrafáctico de Utopía. Suits, al excluir a la filosofía del ideal de la existencia, no parece haber hecho más que seguir su definición de juego y su diseño de Utopía hasta las últimas consecuencias.

Como veremos en la última sección, McGinn tiene razones para disentir: para él todavía hay lugar para la filosofía en Utopía, y Suits cometería un error al excluirla. Mi posición es intermedia. Por un lado, creo, como McGinn, que Suits yerra al no clasificar a la filosofía como un juego y, en consecuencia, al sostener que no hay lugar para ella en Utopía. Pero, por otro lado, creo que las razones que McGinn invoca para disentir de Suits son insuficientes para garantizarle a la filosofía un espacio en Utopía. Subsanado el déficit de McGinn, es fácilmente subsanable el error de Suits.

Antes de continuar, una prevención. Para que la pregunta sobre si acaso la filosofía cuenta como un juego en el sentido de Suits tenga siquiera sentido, tenemos que refinar nuestra comprensión de Utopía. Así como Suits entiende que en Utopía no tenemos necesidad de trabajar para obtener techo y comida-pues éstos están a nuestra libre e inmediata disposición con sólo apretar un botón telepático-, debemos descartar la posibilidad de que en Utopía poseamos, de hecho, todo el conocimiento. Basta con que esté a nuestra libre e inmediata disposición con sólo apretar un botón telepático. Pues, si en Utopía poseyéramos, de hecho, todo el conocimiento, ella no sería nuestra Utopía, no sería una Utopía humana. Primero, no lo sería en términos de nuestras facultades racionales, porque entonces no sólo seríamos humanos sin necesidades intelectuales, sino derechamente dioses omniscientes. Segundo, tampoco lo sería en términos de nuestras facultades volitivas, pues no seríamos libres de adquirir o no tal o cual conocimiento: no dependería de un acto de voluntad nuestro el poseerlo, pues ya estaría en nosotros. Creo, por tanto, que una Utopía humana es una en la que todavía conservamos nuestra naturaleza humana en términos racionales y volitivos. Se trata de un lugar que todavía es habitado por nosotros, no por otros seres. Entonces, en Utopía, el conocimiento filosófico debe estar disponible para nosotros si es que así lo deseamos, pero no tenemos que poseerlo si es que no lo deseamos. Es decir, para saber algo, basta con apretar el botón telepático. Pero existe total libertad para no hacerlo, tal como sucede con la satisfacción de nuestras necesidades materiales: no es que en Utopía estemos, de hecho, dentro de una casa y alimentados, sino que basta con que apretemos un botón telepático para obtener techo y comida. El punto central es que no necesitamos trabajar para obtener esos fines.

III

Lo propio de un juego es que es imposible lograr sus fines internos (lúdicos) sinjugarlo. Encambio, tratándosedeactividadesinstrumentales, siempre es posible separar lógicamente medios de fines, pues ellas carecen de fines internos (lúdicos). McGinn cree haber encontrado aquí la clave para refutar a Suits e incluir a la filosofía dentro de aquellas actividades que sí haríamos en Utopía. Argumenta que mientras en un juego es imposible separar medios de fines-pues es imposible lograr el fin del juego sin abrazar ciertos medios y reglas constitutivas-, en actividades instrumentales como, por ejemplo, construir una casa, siempre es posible separar el fin de los medios y lograr el fin por otros medios. En Utopía, con sólo apretar un botón telepático, uno podría obtener una casa. Pero uno no podría ganar un partido de tenis de esa forma: sólo podría hacerlo jugándolo. Agrega entonces que mientras que es posible, por ejemplo, obtener conocimiento científico apretando un botón, tal cosa no es posible tratándose de conocimiento filosófico, pues no es posible obtener conocimiento filosófico sin filosofar. Según él:

[…] el objetivo de la actividad filosófica es producir conocimiento filosófico mediante esa misma actividad. […] Conocimiento filosófico consiste en cierta proposición que es sabida… y lo que llevó a la aceptación de tal proposición. De hecho, no puedes separar el resultado del proceso-como sucede con los juegos (McGinn, 2012, p. 144).

Creo que McGinn acierta al sostener que la filosofía es uno de aquellos juegos que podríamos jugar en Utopía, pero yerra en las razones para ello. Aquí quiero ofrecer mejores razones y, de paso, reformular nuestra definición de filosofía de modo que sea compatible con dichas razones.

Éstos son los problemas de la concepción de McGinn. En primer lugar, no distingue entre fines pre-lúdicos y fines lúdicos de la filosofía. En un juego, sólo los fines lúdicos, sólo los fines internos al juego, son inseparables de los medios lúdicos. Pero por definición han de existir fines pre-lúdicos, y estos sí son lógicamente separables del juego. Un juego justamente se caracteriza porque restringe los medios para la obtención de un fin que podría perfectamente obtenerse por medios más eficientes. Pero si los fines del juego no son lógicamente separables en términos pre-lúdicos, entonces la actividad en cuestión no sería un juego, al menos no bajo la definición de Suits. McGinn considera que el fin de la filosofía es descubrir u obtener conocimiento filosófico, conocimiento explícito sobre las esencias de las cosas, y que este fin no es lógicamente separable del proceso mediante el cual se obtiene, del filosofar; esto es, niega que pueda ser obtenido apretando un botón telepático. Pero entonces, si la definición de lo que es un juego proporcionada por Suits es correcta, McGinn comete un error al calificar a la filosofía como un juego.

En segundo lugar, si al decir que la filosofía se practica “con espíritu lúdico”, lo que McGinn quiere decir en realidad es que la filosofía es una actividad que, no siendo un juego, sí es jugada, entonces su calificación es correcta para nuestras condiciones no utópicas, donde claramente dedicarse a filosofar implica al menos destinar tiempo a ella, tiempo que bien podría haberse destinado a actividades instrumentales. En Utopía, sin embargo, no podría ser jugada, y Suits tendría el punto, pues en Utopía no hay recursos escasos ni actividades instrumentales que permitan dotar de sentido a la actividad consistente simplemente en “jugar”. Esto puede parecer contradictorio, pero no lo es, pues jugar no es lo mismo que jugar-un-juego. Como sostiene Suits, “x juega si y sólo si x ha reasignado a actividades autotélicas recursos primariamente destinados a fines instrumentales” (2014, p. 225). Así, dos hermanos juegan con la comida si, en lugar de comérsela, se la tiran uno a otro, pues el fin primario de la comida es instrumental. En último término, en condiciones no utópicas siempre es posible jugar con algo, pues hay un recurso que toda actividad demanda y que siempre puede ser reasignado desde una actividad instrumental a una actividad autotélica, a saber: el tiempo. Pero no es el caso en Utopía. En Utopía sólo es posible jugar si se juega-un-juego. En Utopía no hay tiempo que reasignar desde actividades instrumentales a actividades autotélicas: como no hay ahí actividades instrumentales, todo el tiempo está disponible para ser “perdido”.

En tercer lugar, si, como McGinn sostiene, el fin de la filosofía es descubrir u obtener conocimiento explícito sobre las esencias de las cosas, pero, contra McGinn, entendemos que es lógicamente separable de los medios para su obtención-pues ciertamente parece posible obtenerlo con sólo apretar el botón telepático y, de paso, obtener también las mejores pruebas conducentes a esos descubrimientos-, entonces sí sería posible que la filosofía fuese un juego. Aunque sólo lo sería para quienes, en condiciones utópicas, estuviesen dispuestos a filosofar para obtener conocimiento filosófico. Es decir, la filosofía sólo sería un juego para quienes tuviesen la suficiente actitud lúdica para, libremente, optar por el camino ineficiente de cogitar y dialogar sin sucumbir a la tentación de apretar el botón telepático.

Sin embargo, este último escenario sigue siendo problemático, pues el fin de un juego no sólo debe ser la obtención de un estado de cosas pre-lúdico por medios lúdicos, sino también un estado de cosas factible o posible. Pero un análisis conceptual en los términos defendidos por McGinn es un fin o estado de cosas imposible, incluso en condiciones utópicas, si es que alguno de los siguientes escenarios es posible:

(I) Contra la factibilidad del análisis atomista, es posible que no haya conceptos mereológicamente simples. Es decir, es posible que todo concepto sea infinitamente complejo, en tanto compuesto de infinitas partes propias, de modo que no es posible obtener un análisis último en términos de conceptos primitivos o simples. Bien puede ser que rojo o identidad, contra la tradición, no sean conceptos simples. Desde ya es posible entender que el primero contenga como partes propias conceptos tales como COLOR, EXTENSIÓN, etc., o que el segundo contenga como partes propias conceptos tales como DIFERENCIA, NO-CONTRADICCIÓN, etc. Este escenario, donde el dominio de cuantificación carece de átomos mereológicos, es tolerado por la mereología como un escenario libre de inconsistencias. Se le conoce como la posibilidad de gunk, esto es, la posibilidad de que toda cosa esté compuesta por partes propias ad infinitum (cfr. Lewis, 1991, pp. 19-21; Simons, 1987, §1.6). Si esto es así, entonces sólo sería posible el análisis holista.

Pero, contra la factibilidad del análisis holista, es posible que no haya redes o sistemas o conceptos complejos últimos o maximales. Es decir, es posible que todo concepto sea parte propia de otro concepto complejo mayor, de modo que nunca sea posible obtener un análisis último que dé con un concepto complejo maximal capaz de fijar la posición relativa de sus partes componentes. Bien puede ser que CREENCIA presuponga CONOCIMIENTO, y que, a su turno, CONOCIMIENTO presuponga MENTE, MUNDO, CAUSALIDAD, etc. Este también es un escenario tolerado por la mereología. Se le conoce como la posibilidad de junk, esto es, la posibilidad de que toda cosa sea parte propia de otra cosa ad infinitum (cfr. Bohn, 2009a, 2009b, 2012; Simons, 1987, cap. 2). Si esto es así, entonces sólo sería posible el análisis atomista.

(II) Pero, contra la factibilidad del análisis atomista y del análisis holista, es posible que todo concepto tenga infinitas partes propias ad infinitum y sea parte propia de otro concepto más comprensivo ad infinitum, de modo que ningún análisis último, ni atomista ni holista, resulte posible, pues no habría ni átomos conceptuales ni conceptos complejos maximales que permitan determinar lo que las propiedades denotadas por ellos son en términos últimos. Todo concepto sería un concepto complejo cuya identidad estaría determinada por otros conceptos complejos. Todo concepto resultaría tener un origen dependiente. No habría, por decirlo así, ladrillos o fundamentos conceptuales últimos de ningún tipo, ni simples ni maximales. Este también es un escenario tolerado por la mereología. Es la posibilidad de hunk, esto es, la conjunción de la posibilidad de gunk y de la posibilidad de junk (cfr. Bohn, 2009a). Contra la posibilidad de cualquier análisis, sea atomista u holista, es posible entonces que todo concepto sea primitivo y que, a la vez, sea compuesto por otros conceptos y sea parte propia de otros conceptos.

Un correlato metafísico de la idea según la cual toda cosa tiene un origen dependiente y que, por tanto, no existen naturalezas últimas, lo encontramos en la metafísica de la vacuidad abrazada por Nāgārjuna. Si la finalidad de la filosofía primera es descubrir o encontrar naturalezas últimas, esa finalidad sólo es posible o factible si las cosas tienen una naturaleza última. La metafísica de Nāgārjuna justamente niega dicho supuesto: las cosas son y son de muchas maneras, pero carecen de naturaleza última, definición real o esencia: carecen de svabhāva. Todas las cosas dependen de las partes que las componen y de los todos que componen, pero están vacías de naturaleza última. Se trata de una metafísica negativa, una metafísica de la vacuidad (śūnyatā) (cfr. Siderits y Katsura, 2013; Westerhoff, 2009, 2010). Es decir, estaríamos frente a un escenario en que el carácter primitivo no lo ostentarían conceptos mereológicamente simples o maximales, pues, por hipótesis, no los hay. Todo concepto sería primitivo no en el sentido de ser simple o maximal, sino en el sentido de no ser analizable en términos de otros conceptos.

Esta última posibilidad no parece incompatible con la idea según la cual ningún análisis conceptual es capaz de lograr dar con condiciones suficientes, esto es, dar con aquello que permitiría restaurar la identidad y la unidad del concepto analizado. Todo análisis conceptual que entiende que lo que figura a ambos lados del signo de identidad de una instancia de análisis o definición real no es una marca lingüística ni mental, sino una propiedad, está expuesto a la paradoja del análisis. Si un análisis tiene la forma F es G, donde F y G son conceptos que refieren a las propiedades ser F y ser G, y F está por el analysandum y G por el analysans, entonces caben dos alternativas: o bien F y G significan lo mismo y, por tanto, lo que tenemos es una trivial identidad; o F y G significan algo distinto y, por tanto, lo que tenemos es una falsedad. Todo análisis es trivial o falso; ningún análisis es, a la vez, verdadero e informativo (cfr. Bradley, 1930, cap. II; Langford, 1968; Wittgenstein, 2001b, 5.5303 y 6.2322). Recuérdese que, como tanto F como G son conceptos que denotan las propiedades ser F y ser G, no es posible entender, siguiendo a Frege (1997), que F y G expresan distintos sentidos o modos de presentación de un mismo objeto, pues F y G, se supone, significan lo mismo: ser F es ser G. Este escenario resulta agravado si constatamos que, como suele suceder, un análisis es una identificación en la cual a un lado del signo de identidad figura un concepto (que denota una propiedad) y al otro lado figuran varios conceptos (que denotan varias propiedades). Pues, una cosa no puede ser idéntica a varias cosas, so pena de contradicción (cfr. Priest, 2014, p. 51; Yi, 1999). Entonces, aunque un análisis podría tal vez iluminarnos sobre las condiciones necesarias para la aplicación de un concepto, nunca nos permitiría dar con la suficiencia para ello, pues ésta sólo sería posible invocando el concepto bajo análisis. Un concepto puede ser parte propia de otros conceptos o tener como partes propias otros conceptos, pero composición no es identidad, del mismo modo que predicación no es identidad. Todo concepto es idéntico a sí mismo y distinto a todo otro concepto, aunque esté compuesto de infinitas partes y componga infinitos todos, y sea, por tanto, dependiente de una infinidad de otros conceptos. Tal vez sólo podemos iluminar lo que F es como los teólogos negativos intentan iluminar la naturaleza divina: mostrando lo que F no es.

Los peligros anteriores no pueden ser descubiertos ex ante por medios filosóficos. Sólo pueden ser descubiertos apretando el botón telepático disponible para nosotros en Utopía, esto es, por medios no filosóficos. La respuesta recibida tras apretar el botón será entonces alguna de estas: (a) la definición real de F es G, y aquí tienes los argumentos para derrocar cualquier aparente objeción; o (b) si lo que buscas es una definición real de F que no sea ni trivial ni falsa, entonces no hay respuesta a tu pregunta, pues F carece de naturaleza última, y no hay condiciones suficientes para dar cuenta de F, salvo F. Todo concepto tiene identidad primitiva, y esta no puede ser fijada apelando a otros conceptos, salvo tal vez aquellos que denotan aquellas propiedades que no son F. Y aquí tienes unas pistas y contraejemplos para que puedas derrocar todo intento de definición real que se te presente.

Para que la filosofía tenga la posibilidad de ser un juego en Utopía, entonces debe ser capaz de acomodar estos posibles escenarios que excluyen la posibilidad de descubrir o encontrar un análisis para todo concepto complejo. Esto exige cambiar la finalidad del juego. En lugar de entender que la finalidad de la filosofía es descubrir esencias, debemos entender que la finalidad de la filosofía es compleja (disyuntiva) y procesual, a saber: intentar descubrir esencias o intentar demostrar que no hay esencias. Esto permite que el juego sea al menos posible, pues aunque no es posible descubrir lo que no existe o definir lo indefinible, sí es posible intentar descubrir lo que no existe o intentar definir lo indefinible. Uno puede intentar hacer sentido de las cosas, aunque no sea posible hacer sentido de ellas, tal como uno puede intentar comunicarse por teléfono con alguien sin jamás lograr comunicarse (cfr. Moore, 2012, pp. 4-5). Que el fin sea un proceso y no un producto debería llevarnos a entender la filosofía como un juego abierto, cuya finalidad es mantenerse a sí mismo en operación, y no como un juego cerrado, cuya finalidad es la obtención de un determinado estado de cosas que pone fin al juego. Los juegos abiertos “no tienen objetivo inherente cuyo cumplimiento pone fin al juego: cruzar una meta, hacer jaque mate al rey…”; un juego abierto “es un sistema de movidas recíprocamente habilitantes cuyo propósito es la continua operación del sistema” (Suits, 2014, pp. 143 y 146). Un filósofo esencial es como un seductor esencial: no quiere que el juego termine; hace jugadas habilitantes, pues sabe que el juego continuará sólo en tanto que el fin no se consume. En la filosofía, tal como en la seducción, una vez que el objeto de deseo es poseído, la tensión se disipa y el juego termina. Entender la filosofía como un juego abierto nos permite acoger como potenciales jugadores tanto a los optimistas que confían en que es posible descubrir esencias como a los escépticos que no creen que ello sea posible. Bajo esta comprensión, todavía podemos distinguir entre finalidad lúdica y prelúdica. Uno puede entender que la finalidad de intentar descubrir esencias o naturalezas últimas podría ser obtenida por medios más eficientes, por ejemplo, mediante el uso del botón telepático para solicitar pistas (guiones, contraejemplos, contra- preguntas, acertijos, dilemas) en lugar de hacerlo por razonamiento a priori y diálogo. (Y lo mismo vale, mutatis mutandi, para la finalidad disyunta de intentar demostrar que no hay esencias o naturalezas últimas.) Ésta es la restricción de medios eficientes constitutiva del juego.

Propongo entonces la siguiente definición real de filosofía:

(DFR3) Filosofía es el juego consistente en intentar descubrir esencias o naturalezas últimas o en intentar demostrar que no hay esencias o naturalezas últimas haciendo uso sólo de la razón y del diálogo.

Digo “intentar” dos veces porque no quiero excluir ex ante que el juego sea posible. Y uso la disyunción porque no podemos saber ex ante, sin jugar o sin apretar el botón telepático, si acaso hay o no hay esencias o naturalezas últimas. Pero esto es irrelevante, pues el juego se juega de la misma forma en cualquiera de los dos escenarios (!): quien cree que hay esencias o naturalezas últimas, hará sus mejores intentos para descubrirlas (construirá sobre intentos fallidos anteriores, se hará resistente a objeciones y contraejemplos, etc.), aunque ellas de hecho no existan. A su turno, quien cree que no las hay, hará sus mejores intentos para demostrar que no las hay (construirá mejores contraejemplos y objeciones que oponer a los renovados intentos de su rival), aunque ellas de hecho sí existan. Es sintomático que la satisfacción que provoca la práctica de la filosofía en nuestras condiciones no utópicas suela provenir de la refutación de visiones opuestas a las nuestras más que de la confirmación positiva de nuestras propias visiones.

Lo que parece claro es que no hay actividades que en términos puramente objetivos sean juegos, pues el elemento clave y unificador de todo juego es la actitud lúdica de los partícipes de una actividad que cumple ya con los demás requisitos para ser un juego (i. e., finalidad pre- lúdica factible, medios lúdicos, reglas constitutivas). Así, por ejemplo, aunque usar fuerza humana y una llave de cruz con el fin de cambiar las ruedas pinchadas de un auto parece ser una actividad puramente instrumental que dejaríamos de hacer si pudiéramos apretar un botón telepático para obtener los mismos resultados, basta con que exista alguien con la suficiente actitud lúdica para convertir tal actividad en un juego consistente precisamente en cambiar neumáticos en el menor tiempo posible y haciendo uso sólo de fuerza humana y de una llave de cruz.

Lo mismo vale para la filosofía. Para que sea un juego se requieren partícipes con actitud lúdica suficiente. Luego, será un juego si hay quienes, en condiciones utópicas, estén dispuestos a intentar descubrir naturalezas últimas o a intentar demostrar que no hay naturalezas últimas sin sucumbir a la tentación de apretar el botón telepático. En definitiva, la filosofía será un juego sólo si entre sus cultores hay quienes encarnen el ideal de la vida de la cigarra; esto es, sujetos que, libremente, intenten superar obstáculos innecesarios.

La propuesta aquí defendida podría ser objetada en virtud de que, aparentemente, nos obliga a sostener una relación inviable entre filosofía y conocimiento filosófico. Tal objeción adopta la forma del siguiente dilema. Primer cuerno: si jugar exitosamente el juego de la filosofía consiste en obtener conocimiento filosófico, entonces no parece posible separar el filosofar exitosamente del conocimiento filosófico, y entonces, contra mis enmiendas, la propuesta de McGinn recobraría su superioridad. Segundo cuerno: si jugar exitosamente el juego de la filosofía es algo distinto de obtener conocimiento filosófico- conocimiento que se puede obtener apretando el botón telepático-, entonces la filosofía resultaría ser una disciplina ajena al conocimiento, cuestión que muy pocos filósofos estarían dispuestos a aceptar.17

Me parece que estamos frente a un falso dilema.18 Desde ya, no es claro qué cuente como jugar “exitosamente” el juego de la filosofía. Esto depende, primero, de en qué consiste el juego en cuestión. Si, tal como propongo, el juego de la filosofía consiste en intentar descubrir algo - digamos intentar obtener un determinado “conocimiento filosófico”, sea lo que sea esto último-, entonces el juego puede ser jugado exitosamente aun cuando el conocimiento buscado sea imposible de obtener. Este es precisamente el punto de sustituir “descubrir” por “intentar descubrir”: garantizar la posibilidad lógica del juego filosófico. Por tanto, esto deja fuera el primer cuerno del dilema. ¿Pero qué hay del segundo? ¿Significa entonces que la filosofía es una práctica del todo ajena al conocimiento, un juego frívolo de sofistería y trucos verbales? Esto depende ahora de lo que cuente como “conocimiento filosófico”. Si por “conocimiento filosófico” entendemos un conocimiento proposicional, un saber-qué, entonces no me parece aventurado decir que filosofar exitosamente es algo distinto de poseer tal clase de conocimiento. Pero de ahí no se sigue que estén totalmente desconectados o que la filosofía entonces sea una práctica frívola. El filósofo ama la sabiduría. Pero, por lo mismo, el filósofo no es un sabio, sino que, como todo amante, es un buscador de algo que no posee, de tal suerte que desde el minuto en que el filósofo logra poseer lo que ama, la sabiduría, deja de ser filósofo para pasar a ser un sabio.19 Una forma distinta, aunque complementaria, de decir lo anterior es que si filosofar exitosamente consiste en poseer “conocimiento filosófico”, entonces tal posesión ha de ser compatible con la idea según la cual Sócrates, el más sabio entre los filósofos, el filósofo por excelencia, sólo sabe que no sabe nada. ¿En qué sentido, entonces, podemos decir que Sócrates posee “conocimiento filosófico”? ¿Cómo es posible que el filósofo paradigmático proclame que sólo sabe que no sabe nada? Bueno, sólo es posible si el “conocimiento filosófico” que Sócrates posee no es un saber-qué, un saber discursivo o proposicional relativo a la naturaleza última de las cosas-pues claramente no posee tal clase de conocimiento-, sino un saber-cómo, un saber práctico. Sócrates no sabía en qué consistía últimamente la justicia (saber-qué, saber proposicional), aunque sí sabía actuar justamente; y su enseñanza fundamental era precisamente eso: no un determinado discurso filosófico o teoría, sino una forma de vida; un ejemplo de buen vivir, que, más que demandar ser entendido en términos discursivos o proposicionales por sus interlocutores, demandaba de estos últimos una transformación espiritual, un cambio vital. La filosofía misma, entonces, no es posesión de conocimiento proposicional, sino una búsqueda del mismo; no es una forma de discurso, sino una forma de vida. Esta forma de vida es compatible con que todo lo importante sea inefable y, por tanto, compatible con cualquiera que sea el estado de cosas que se intenta descubrir cogitando: puede que haya naturalezas últimas o no, puede que todo concepto sea primitivo o no, puede que todo concepto esté infinitamente fundado o no, etc. Lo que sí es claro es que son partes esenciales de esta forma de vida el despliegue de la razón y del diálogo; el despliegue de autoconciencia, esto es, la reflexión racional sobre esa misma forma de vida de la cual el filósofo participa y sobre todas aquellas cosas que resultan fundamentales para ella. La forma de vida del filósofo, la búsqueda de la sabiduría, consiste en una vida sometida a examen. Y una vida sometida a examen es una vida buena. Como nos señala Sócrates, “el mayor bien para un hombre es discutir todos los días acerca de la virtud y de los otros temas de los que me han oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros” (Apología, 38a). Una vida no examinada-una vida, por ejemplo, en la que opto simplemente por apretar el botón telepático de modo de ahorrarme el esfuerzo que implica filosofar-, “no vale la pena ser vivida para el hombre” (Apología, 38a). Aun cuando una vida examinada jamás termine en posesión del conocimiento explícito o proposicional que el filósofo intenta descubrir, ella misma ya es despliegue de cierta sabiduría implícita y práctica. Una vida estructurada esencialmente por esa búsqueda, por ese intento de descubrir, es una vida intrínsecamente valiosa, una vida que no necesita de fines externos a sí misma para ser una vida buena.20

Referencias

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1Que hay conexión entre filosofía y juego no es novedad. Huizinga, en su célebre Homo Ludens (2012), ya había sostenido que toda manifestación de la cultura, incluida por cierto la filosofía, estaba indisolublemente ligada al juego. Sin embargo, la conexión sí puede resultar una idea sorprendente para filósofos y para quienes, erradamente, entienden que lo lúdico se opone a lo serio, profundo o importante. Volveré sobre esta conexión más adelante.

2Me refiero, en primer lugar, a las consideraciones de Wittgenstein (2001a, §66) en contra de la idea de que varias instancias pueden compartir una naturaleza común, presupuesto subyacente a todo análisis que apele a condiciones necesarias; y, en segundo lugar, a las consideraciones de Quine (1951) en contra de la distinción entre analítico y sintético, distinción fundamental para la tradición filosófica que adopta el análisis conceptual como método. Estas objeciones ya han sido respondidas por otros con solvencia (entre ellos, McGinn, 2012, cap. 2; Suits, 2014, apéndice 2; Grice y Strawson, 1956; Thomasson, 2007, cap. 2).

3Para todos los diálogos platónicos aquí citados he seguido la edición de Cooper (1997).

4Análogamente, en el Fedón lo que Sócrates está intentando hacer es determinar la verdad de la existencia por medio del análisis conceptual. Cosa parecida sucede con otras instancias paradigmáticas de actividad filosófica, como las discusiones que rodean acertijos o paradojas, tales como las de Zenón. En ningún caso el objeto de perplejidad son las palabras “ser” o “cambio”, ni los conceptos o ítems mentales ser o cambio, sino las realidades representadas o referidas: el ser, el cambio. En adelante, seguiré la convención recién utilizada para distinguir entre ítems lingüísticos, conceptuales (mentales), y objetuales, respectivamente: “pío” es el grafema, fonema o, en general, el signo lingüístico que expresa el concepto o ítem mental pío, el cual, a su turno, refiere al ítem no representacional, objetual: lo pío, la propiedad de ser pío.

5Tanto es así que McGinn nos invita a entender el análisis conceptual en un sentido más adverbial que sustantivo: lo que analizamos es la realidad, y lo hacemos conceptualmente, racionalmente; hacemos que una cosa o tipo de cosa sea inteligible; vemos la realidad racionalmente (cfr. McGinn, 2012, p. 66n ).

6La “ontología analítica” es conceptualmente prioritaria a esa otra rama de la filosofía primera, la “cosmología” u “ontología especulativa”, que investiga qué cosas de hecho hay y de qué están hechas y cómo coexisten, pues nada puede estar claro si no tenemos claridad sobre los tópicos en que se centra la ontología analítica (cfr. Williams, 1953, p. 3).

7Se suele nombrar como buenos candidatos a los conceptos existe, es, no, o bueno.

8Así, por ejemplo, Williamson sostiene que del hecho de que creencia sea una condición necesaria pero insuficiente para conocimiento, no se sigue que creencia sea conceptualmente prioritaria a conocimiento. De hecho, es posible que creencia presuponga conocimiento, contra la pretensión de los tantos intentos (todos fallidos hasta ahora) por analizar atomísticamente este último concepto (cfr. Williamson, 2000, pp. 2-5).

9Tal como sucede con la individuación de los nodos de un grafo (Dipert, 1997; Holton, 1999).

10De estas dos formas fundamentales de análisis parecen depender otras derivadas o accidentales que no viene al caso discutir aquí (cfr. Beaney, 2014; McGinn, 2012, cap. 7).

11No todo análisis conceptual es identidad material del tipo F es (idéntico a) G. Éste es el paradigma de definición real, pero no siempre buscamos desplegar la total identidad de un concepto. A veces nos basta con explicitar sólo algunos componentes del concepto analizado (en caso de que la estrategia sea atomista) o sólo algunas de las partes internamente relacionadas (en caso de que la estrategia sea holista). Así, aunque podemos decir que el concepto hombre es parte del concepto soltero, y lo es necesariamente, no es cierto que hombre sea idéntico a soltero.

12Podemos decir que, paradójicamente, nunca ha habido algo así como un “giro analítico”, pues la filosofía siempre ha sido analítica. Ni tampoco un “giro lingüístico”, pues la filosofía raramente se ha obsesionado con grafemas o fonemas. G. E. Moore, uno de los fundadores de la tradición analítica, insistía en que, al analizar o definir lo bueno, no le interesaba el significado convencional de la palabra “bueno”, sino en qué consistía ser bueno (cfr. Moore, [1903] 1993, cap. 1). Las preguntas que buscaba responder no eran lexicográficas. Que las preguntas filosóficas no son primariamente preguntas sobre medios de representación, sino sobre lo representado por esos medios es algo que hoy resulta innegable (cfr. McGinn, 2012, p. 70; Wiggins, 2001, p. 12 ; Williamson, 2007, caps. 1-2).

13Digo “central para la vida humana” porque los conceptos que interesan al filósofo típicamente constituyen razones para la acción, conceptos bajo los cuales podemos vivir, pues la preocupación del filósofo es, últimamente, práctica (cfr. Moore, 2012, pp. 16-21; Nozick, 1989, cap. 23). Volveré sobre este punto al final.

14 Para más ejemplos y evidencia, cfr. McGinn (2012, cap. 7). Por cierto, la visión de la filosofía aquí defendida está en las antípodas de aquella visión que entiende que la filosofía ha de ser radicalmente “naturalizada”. Como dije al comienzo, quienes adhieren a esta última visión juegan a otro juego, del cual no pretendo hacerme cargo en este artículo. Baste con indicar aquí que no parece haber claridad alguna sobre lo que la etiqueta “naturalismo” significa, y ésta parece estar expuesta a un problema análogo al que se encuentra expuesta la etiqueta “físico”. Como argumentó Hempel (1969), el término “físico” resulta muy estrecho si nos remitimos a la física actual, pero resulta vacío si es que nos remitimos a una física idealizada. Pues bien, lo mismo vale para la etiqueta “naturalismo”. Si tal etiqueta nos impide creer en cosas como proposiciones, propiedades normativas o números porque, por ejemplo, entiende que estas están fuera de nuestro alcance epistémico, entonces resulta muy restringida; pero si nos permite creer en ellas, entonces resulta vacía (cfr. McGinn, 2012, pp. 126-134, 156).

15Es posible distinguir entre un juego qua actividad (e. g. un partido de ajedrez) y un juego qua institución o creación humana (e. g. el juego del ajedrez) (cfr. Suits, 2014, p. 49). Aquí estoy interesado en los juegos como actividades, no como instituciones. Nos interesa determinar qué tienen en común actividades tales como una competencia de tiro al blanco, una carrera en sacos, un partido de ajedrez, ping-pong o fútbol. Por tanto, cuando pregunto qué es un juego estoy preguntando, en forma abreviada, qué es jugar-un-juego.

16Es en la actitud lúdica donde también parece residir el riesgo de circularidad en la definición de juego, pues parece difícil entender qué es una actitud lúdica sin entender lo que es jugar-un-juego. Sin embargo, esta eventual circularidad no implica trivialidad si es que entendemos, como lo hacen sus defensores, que un análisis holístico puede bien arrojar luz sobre ciertas conexiones internas que se dan entre ciertas propiedades.

17Agradezco a un árbitro ciego de Tópicos el plantear esta objeción, pues me permite aclarar ciertos aspectos fundamentales de mi propuesta.

18El argumento que desarrollo a continuación se nutre especialmente de las reflexiones de Hadot (1995, cap. 5; 2004, caps. 3 y 9), Moore (2012, introducción) y Nozick (1989, cap. 23).

19La figura del filósofo como amante y, por tanto, como alguien que busca lo que no posee, como alguien que no es un sabio, está claramente encarnada en el Sócrates del Banquete. Al respecto, cfr. Hadot (2004, cap. 4).

20El presente trabajo ha sido realizado en ejecución del proyecto de investigación Fondecyt-Iniciación No. 11160724 (Conicyt, Chile).

Recibido: 26 de Junio de 2018; Aprobado: 11 de Febrero de 2019

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