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Tópicos (México)

versão impressa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.43 México Dez. 2012

 

Reseñas

 

Alejandro Llano: Caminos de la filosofía

 

Héctor Velázquez Fernández

 

Pamplona: EUNSA 2011, 404 pp

 

Universidad Panamericana.

 

De entre los varios perfiles del docente universitario, los hay quienes tienen la habilidad de comunicar su conocimiento largamente asimilado (el catedrático) y quienes más allá de esa erudición se interesan por hacer surgir en su auditorio el difícil arte de aprender a pensar (el maestro).

El magisterio de Alejandro Llano ha transitado a lo largo de varias décadas por una y otra vertientes. Para quienes sólo le habían conocido a partir de sus monografías y ensayos fuera del aula, la presente obra podría revelarles algunos entresijos de cómo se fue fraguando un pensamiento del que apenas y se asoma una punta a lo largo de las páginas de un texto acabado y publicable. Pero para quienes le han tenido como profesor también hay en él novedades: a lo largo del libro su autor reflexiona sobre la sabiduría del pensamiento vivo dentro de los textos muertos, cuando no se acude a ellos solo por arqueología del pensamiento o necrología del saber, sino como punta de lanza del más redituable de los ejercicios filosóficos: el dialogo hecho pregunta.

Caminos de la filosofía está dividido en cuatro apartados, antecedidos de una presentación y precedidos por una selección de las obras publicadas por Alejandro Llano. Elaborado a partir de conversaciones (a veces con dejo de entrevista) entre él y tres de sus discípulos (alumnos, doctorandos o colegas: Lourdes Flamarique, Marcela García y José María Torralba), el texto recorre diferentes etapas de la génesis, desarrollo y madurez del pensamiento de Alejandro Llano, fraguadas a lo largo de su labor como docente, conferencista y director de tesis doctorales, en diversos recintos de España, principalmente Navarra, y el continente Americano, a lo largo de más de cuatro décadas (p.11).

En la primera parte, "Una vida filosófica", el texto explora las motivaciones más íntimas que fueron perfilando a Llano hacia el área filosófica del saber, sus inspiraciones y sus derroteros. En el segundo apartado, "Filosofar desde la finitud", se describe el itinerario intelectual de una síntesis filosófica personal realizada a partir de las preguntas que el autor hace a la realidad desde su propia finitud; como una suerte de método dialéctico reverencial hacia las cosas, pero interpelante respecto de las mismas. El tercer capítulo, "Ser, verdad, acción", quizá el núcleo del libro por el modo como resume las líneas seguidas a lo largo de la producción filosófica del autor, repasa los ejes que han ocupado su actividad intelectual: la metafísica (en su versión clásica, crítica y hasta renovada), la epistemología (confiada en su capacidad de llevarse la realidad, pero a veces recelosa de sus alcances), y la antropología, con la ley natural como directriz de la voluntad y sus actos. El último capítulo, "Ilustración o modernidad", destaca los temas tratados en La nueva sensibilidad, y que en su momento intranquilizaron las conciencias conservadoras, pero que en Caminos de la filosofía, no se analizan ya con sabor de advertencia sobre lo que se avecina, sino como elenco programático de lo mucho que aún queda por acometer en la labor filosófica.

El nuevo libro de Llano, más allá de la autobiografía intelectual, pensada por sus entrevistadores, toma una forma más bien de prontuario o vademecum: qué preguntas conviene hacer y qué respuestas habría que asimilar, para continuar con frutos (sin triunfalismos, pero sin derrotismos) en el camino del propio pensar filosófico.

En el primer capítulo Llano desmitifica el interés por la filosofía identificado con iluminaciones nocturnas o revelaciones poco comunicables. Confiesa que su decantación por la filosofía estuvo más bien animada por una simpatía hacia los temas éticos, "el sentimiento de misericordia, de necesidad de justicia, de respeto a las personas..." (p. 15), que le llevó a querer saber más. Aunque entre sus primeros estudios universitarios destacó su interés por "la cuestión de la trascendencia: si la realidad existe más allá de la consciencia y si desde esa realidad exterior, se puede ascender a la existencia de Dios" (p. 17).

De esas incursiones, la trascendentalidad en sus vertientes epistemológica y ontológica le llevaron a contrastar enfoques tanto clásicos como modernos, que muy pronto le revelarían que "el valor de la filosofía no es poético, (.) no está comprometida con la belleza sino con la verdad" (p. 27). Por lo que supo desde muy joven del valor del diálogo intelectual dentro de la discusión filosófica, en el que la verdad se "anteponga al placer del supuesto triunfo retórico" (p. 31).

El acercamiento que Llano tuvo a la noción de trascendentalidad le permitió adentrarse en sus límites y alcances de la mano de Kant, que le hizo cavilar cómo para el filósofo alemán lo trascendente no es algo que está "más allá, sino más acá de lo dado" (p. 36), que junto con la relación entre trascendencia y autonomía representaron una de las primeras inquietudes e intuiciones filosóficas serias de su primera etapa de formación filosófica. Este interés se concretó en sus estudios sobre la libertad como "raíz y fuente de la propia filosofía, condición de posibilidad del pensamiento mismo (...) como libertad trascendental" (p. 37); que es fuente y posibilidad del conocimiento humano.

Esa libertad que posibilita al hombre ser tal, y que le permite encontrarse con el ser, con la metafísica, se relaciona intrínsecamente en el pensamiento de Llano con la antropología; pues considera a la metafísica un modo de ser hombre: llegar a lo permanente, lo que se queda, lo que interesa. Y así, la libertad se vuelve raíz de la metafísica en una simbiosis que fue el eje de su labor docente como uno de los primeros expositores de la antropología filosófica en el mundo académico español.

Llano advierte que el espíritu mismo es libertad (p. 47) y que su ámbito no sólo es el del ser al que se vincula en la elección, sino el de la apertura radical, que supone tematizar junto con la realidad, la irrealidad. Por ello ve en la dinámica objetividad-realidad, representación-concepto, sueño-vigilia, los ejes para adentrarse en los misterios de la libertad como tema.

Y como lo real se presenta "fragmentario, ficticio, contingente, engañoso, preñado de multitud de facetas" (p. 58), la mente se ve obligada a justificar la búsqueda de un acercamiento que vaya más allá de la objetividad y llegue al ontós que le es natural. Pero esa ruta adolece de reticencias profesionales por parte de quienes desarrollan buena parte del trabajo académico actual: la fragmentación de la realidad, que debería invitar a una lectura unificada del mundo, parece hacer del especialismo el camino para la comprensión de lo real. Llano ejemplifica la caricatura que algunos profesionales hacen de su propia especialización, cuando se excusan de planteamiento globales con un "Yo no sé nada de ética, sólo sé teoría del conocimiento" (p. 59).

Advierte don Alejandro que el empobrecimiento de la desarticulación de la realidad que está en el fondo de esa especialización, ha impuesto al paper como estandarización de la comunicabilidad filosófica, que no parece ser "el género literario mejor para escribir filosofía, porque la filosofía tiene que ser narrativa, y toda gran filosofía lo es" (p. 61). La mentalidad de gueto, propia de ese excesivo especialismo, irremediablemente "conduce al anquilosamiento" (p. 66), mientras que la filosofía tiene como sede propia originalidad y riqueza, profundidad y entreveramiento con la cultura, pero no su confusión con ella.

El intercambio con quienes nos han adentrado en el pensar, sólo puede generar un espíritu aún más abierto a nuevas preguntas y sus consabidas respuestas; lejos de lealtades y pertenencias a las escuelas en turno. Es ahí donde se muestra el natural sesgo social de la filosofía.

Por ello el especialista a ultranza se muestra a ojos de Llano inoperante dentro del pensamiento porque sabe "mucho de algo, pero muy poco del resto" (p. 91) y ni siquiera sabe eso poco bien, porque no parece necesitar de la reflexión para tal conocimiento. El camino contrario pasa por abandonar los estados del arte o la evaluación de competencias, acumulación de conocimientos o la marginación de discursos duros como la metafísica o la teología. Intentar un camino alterno a la especialización estéril supone más audacia intelectual que preparación técnica, instrumental o de medios: se trata de amar más la sabiduría que la popularidad, algo que "hoy en día está muy mal visto" (p. 100). Iniciarse en el mundo filosófico no es fácil, pero Llano hace ver que quienes apenas se adentran en su discurso, han de preferir rutas afirmativas, no destructivas, herederas de la crítica y la pugna, porque es ahí donde "se empieza y nunca se acaba" (p. 107).

En el capítulo "Filosofar desde la finitud", Llano exige reparar en la propia condición porque no "hay bienes innatos ni hay verdades innatas, toda actualización anímica hay que adquirirla, y se gana en contacto con la experiencia sensible" (p. 115); y nuestro conocimiento comienza por el fenómeno, que si bien "es una parte de la realidad, nunca es la realidad completa" (p. 116).

La filosofía entonces adquiere como tema "lo separado" y no lo compuesto, lo concreto y efectivo; lo estático, dado de una vez y para siempre. Si así fuera, la filosofía sería sistema, algo propio de la modernidad. Ninguna de las filosofías más articuladas, ni siquiera las Sumas medievales, fueron sistemáticas, "sino más bien narrativas y sintéticas".

Aunque hay que remitirse hasta Descartes para hallar la filosofía hecha sistema (p. 127), es el pensamiento crítico el que se anuncia como la lectura sistémica más pertinente para la razón madura. Y fue Kant quien hizo de ella la articulación de la realidad. Pero a pesar de los innegables avances de esa lectura, Llano se queda con la intencionalidad cognoscitiva y práctica como el gran descubrimiento del pensamiento occidental (p. 152); aunque no escatima los beneficios de una crítica a la que debemos la conciencia de nuestra propia finitud, que nos recuerda la imposibilidad de "mostrar y decir todo de una vez".

El pensamiento crítico en el texto de Llano lanza un reto metodológico de envergadura: ¿hay realmente una ruta, un mejor camino, una vía eficaz para llegar a las preguntas convenientes y las respuestas que nos permitan avanzar? Llano perfila una respuesta que no comprometa la razón pero tampoco desdeñe los avances de la filosofía crítica: "en filosofía, al final —y en medio— los diversos pensamientos acaban convergiendo, porque realmente la filosofía —aunque sea una vulgaridad lo que voy a decir— es una: no hay propiamente especialidades en filosofía y no debería haber disciplinas separadas, al menos en la formación inicial de los estudiantes (...) Soy partidario de las preguntas, quiero decir, de indagar lo que a uno le interesa. Dentro de lo posible, creo que uno tiene que hacer lo que le inquieta, y acudir allí donde ve que hay problema y que hay materia, aunque sea más difícil. Porque en definitiva, si no, no lo hará. Me temo que algunos colegas se quedan parados, porque ya no saben qué hacer en su línea, porque han dicho todo lo que se les ha ocurrido. Y entonces, se dedican a cualquier otra cosa, por ejemplo, a la política académica (...) Soy muy partidario de lo académico, en su acepción seria, pero no soy partidario de "academizar" la filosofía. La filosofía es una "ciencia libre", la "ciencia que se busca", que no está ahí de manera mostrenca. Y, por tanto, me parece que se puede hacer filosofía en la universidad, en el claustro, en el ejército (como Descartes o Wittgenstein)... se puede hacer en cualquier parte. Durante una serie de siglos, el lugar más apropiado fue la universidad, pero quizá ya comience a no serlo. Hay que otorgar a los demás la máxima libertad y no imponer ortodoxias, ni obligar a que la gente se atenga a determinados estándares, porque todo eso conduce a la esterilidad" (pp. 197-198).

En la transición del capítulo segundo al tercero: "Ser, verdad, acción", empirismo, naturalismo, holismo, comparecen como ensayos de totalidad que acaban por hacer desaparecer preguntas y orillan a colapsar el discurso, que por naturaleza y raíz se mostraba analógico, y base de la unidad entre lenguaje, pensamiento y realidad; que "no son tres cosas, sino que más bien se quedan en dos, porque el pensamiento y la realidad se hacen uno" (p. 266).

Las consecuencias de la renuncia realista que vincula esos tres elementos, pasa factura en el "oscurecimiento o embozamiento del valor de la verdad (...) en todos los terrenos: en el ámbito político, en el cultural, en el universitario y en el ético. La verdad está siendo sistemáticamente sustituida por la plausibilidad, por la aceptabilidad, por la conveniencia, por la "corrección política", cuando señalas que algo oficialmente prescrito o socialmente consagrado no te parece justo o está equivocado." (p. 278). Y si la verdad no alcanza a ser práctica, no hay articulación del conocimiento que defienda su rentabilidad. El mundo se volverá representación, y el sueño nuestra vigilia.

La Ilustración intentó hallar mediante el ejercicio de la razón madura el garante que exorcizara la confusión entre sueño y vigilia. El método se volvió obsesión y las preguntas se volvieron un elenco para la seguridad mental. Llano pasa revista en su último capítulo, "Ilustración o modernidad", a ese proceso, más con intenciones de dejar líneas a completar por quienes vean en ello atractivo intelectual, que por un prurito de revisión histórica.

Las provocadoras reflexiones al respecto repartieron originalmente páginas en Ética y política en la sociedad democrática y en La nueva sensibilidad, con dispar aceptación y comprensión por parte de los lectores. Fue en La nueva sensibilidad donde aparecieron problemáticas quizá no del todo previamente advertidas dentro del órden práctico: ecologismo, feminismo, nacionalismo, pacifismo, modernidad, crisis, tecnoestructura, mercado, Estado, y medios de comunicación social, van intercambiando protagonismo para exigir una revaloración de las relaciones originarias entre personas, comunidades, familias y otros grupos humanos, propias del mundo vital de las nuevas sensibilidades.

La doctrina social de la Iglesia es leída por Llano en el último capítulo de Caminos de la filosofía como una oportunidad de sustituir de raíz la reacción de ciertos sectores cristianos o empresariales, de una ética acomodaticia, por una visión que traslade soluciones globales a repercusiones personales. Con Humanismo cívico, Llano propone una libertad que supere el dualismo público-privado, para dar paso a una ciudadanía a la que nada de lo humano y sus proyecciones le sea ajeno: responsable, participativa, consciente, solidaria, donante, integral.

La colaboración de las universidades en este proceso es una tarea en la que insiste Llano al final de su texto. Pero no sólo las instituciones: el cristiano ha de sentirse interpelado por una vocación que le llama a la recuperación de la armonía entre los saberes radicales e instrumentales, humanos y naturales.

Es una llamada a las disciplinas porque lo es a los sujetos que las cultivan, para que sustituyan la curiosidad por la esperanza, y la especulación por la presencia empática, de la que la visión beatífica sería su máxima expresión (p. 396).

¿Hay huecos en la temática y el desarrollo planteados a lo largo del texto, cuando se sugieren cuáles serían, en la experiencia del profesor Alejandro Llano los caminos a transitar si se quiere emprender la filosofía? Sería natural que los hubiera.

Se trata en buena medida de un libro vivo porque está tejido al calor de la pregunta, la respuesta y la interpelación; y su obvio ritmo desigual. Es verdad que algunas de las preguntas que jalonaron las reflexiones de don Alejandro pudieron haber explorado más su novedosa incursión en la filosofía de la vida, o sacado más provecho a su visión crítica sobre el holismo y su relación con los desarrollos actuales sobre la complejidad causal reticular, que sustituyó la jerarquización mecanisita de una realidad dividida en elementos centrales, derivados y tangenciales.

Lo cierto es que el joven filósofo profesional encontrará en Caminos de la filosofía un provocador interlocutor que sin ánimos de servir de guía, le participará generosamente del arduo trabajo que es desbrozar el pensamiento occidental para quedarse con las preguntas pertinentes, esas que permiten seguir preguntando porque responden a la admiración, más que a la fascinación paralizante de la que habla Leonardo Polo.

Quien haya, en cambio, transitado y consumido ya y con provecho unos buenos años de carrera filosófica, encontrará en este texto confidencias en las que seguramente se reflejará, como es natural cuando se emprende la revisión de una trayectoria de la que no se sabía qué camino tomaría, a juzgar por las motivaciones que le dieron origen.

En cualquier caso, para quienes rinden latría al acartonamiento del scholar, o para los partidarios del relativismo mediático de relumbrón; para quienes buscan respuestas a la superación de la metafísica, o quienes simplemente intentan aclararse de dónde procede y hacia dónde viaja la ruta de la filosofía occidental viva, la lectura de Caminos de la filosofía no sólo aparece como una lectura de singular provecho, sino de obligatoria necesidad.

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