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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.42 México jul. 2012

 

Artículos

 

Dialéctica de cristianismo y secularización

 

Alejandro Llano

 

Universidad de Navarra allano@unav.es

 

Recibido: 08-01-2011.
Aceptado: 20-09-2011.

 

Resumen

Se ha dado en nuestros tiempos un fenómeno sin precedentes, a saber, el acelerado abandono de creencias y prácticas religiosas que estaban vigentes desde hace siglos y que inspiraban una cultura considerada hegemónica en gran parte del mundo. En este artículo, Alejandro Llano analiza las raíces ilustradas de este proceso de secularización. Llano sostiene que la gran paradoja de la modernidad estriba en su capacidad autodestructiva cuyo epicentro se localiza justo en la secularización. Contra el radicalismo secularista, Llano defiende que la sociedad democrática debería optar por la libertad religiosa.

Palabras clave: religión, secularización, ilustración, democracia, libertad religiosa.

 

Abstract

In recent times we are experiencing a new phenomenon with no precedents, that is, the accelerated abandonment of religious beliefs and practices that had otherwise remained valid for centuries and inspired a culture considered hegemonic in great part of the world. In this article, Alejandro Llano traces the roots of this secularization process back to the Enlightenment. Llano maintains that the great paradox of modernity consists in its self-destructive capacity, which epicenter is precisely located in secularization. Against this secular radicalism, Llano argues for a democratic society that should opt for religious freedom.

Key words: religion, secularization, Enlightenment, democracy, religious freedom.

 

Una de las formas más socorridas para desactivar cualquier argumentación sobre algún aspecto de la situación espiritual de nuestro tiempo consiste en aducir un antecedente histórico similar al fenómeno que se considera. La emoción teórica que aporta la supuesta novedad decae tan pronto como se puede presentar una situación anterior en la comparecían los mismos problemas o acontecimientos semejantes. Esta actitud de encontrar un precedente a todo lo que parece nuevo forma parte de esa actitud de "habladurías", "avidez de novedades" y "ambigüedad" que según Heidegger, son manifestaciones de la existencia inauténtica.

Cuando, por ejemplo, se señala que el siglo XX ha sido la época de más crueles matanzas colectivas en la historia de la humanidad, siempre hay quien observa que, en realidad, los grandes números de los genocidios realizados por los nacionalistas alemanes, los comunistas rusos, o los turcos embravecidos contra los armenios, se deben al aumento de la población, pero que —mutatis mutandis— siempre ha habido liquidaciones masivas equivalentes, si se tienen en cuenta las magnitudes de las respectivas poblaciones. Cualquiera que haga números comprobará que no es así y, en todo caso, podrá señalar que el número de mujeres y hombres ejecutados no es éticamente relativo a los parámetros con los que se mida su moralidad. Matar sistemáticamente a millones de judíos o de ucranianos, por el mero hecho de ser quienes son, resulta algo tan odioso que —en cualquier caso— no tiene precedentes.

No es verdad que no haya nada nuevo bajo el sol. Desde el punto de vista de nuestro tema —Dialéctica de cristianismo y secularización— la segunda parte del siglo XX y estos comienzos del siglo XXI nos ofrecen un fenómeno que no se había dado hasta ahora. Toda una amplia civilización —la europea y, en buena parte, la americana— está experimentando un proceso muy rápido de abandono de creencias y prácticas religiosas que estaban vigentes desde hace siglos y que inspiraban una cultura que se consideraba como hegemónica en gran parte del mundo. La religiosidad europea, casi exclusivamente cristiana hasta hace bien poco, ha entrado en pérdida sin que haya intervenido un agente causal externo, en forma —por ejemplo— de invasión o dominio de otra civilización superior, que ni siquiera al día de hoy aparece por el horizonte1.

Este fenómeno sin precedentes tiene unas causas que también son nuevas. Podríamos señalar dos factores que, por lo demás, se encuentran estrechamente relacionados. Por una parte, la mayoría de los europeos y de los americanos vivimos en una sociedad que —a pesar de los pesares— nos ofrece una libertad política de la cual, en épocas no tan lejanas, sólo disfrutaban minorías reducidas en países muy determinados. Mal que bien, tenemos libertad de movimientos, de expresión, de mercado y de creencias. De otro lado, además de un grado de libertad nunca anteriormente tan extendido, los habitantes de los países desarrollados gozamos de una prosperidad hasta ahora inédita. Es cierto que permanecen más bolsas de pobreza de las que nos gusta reconocer, y que la actual crisis económica está reduciendo —dramáticamente incluso— el nivel de vida de millones de personas. Aún así, hemos de reconocer —al menos los más viejos— que no recordamos (ni por experiencia, ni por relatos de nuestros mayores) un período de bienestar más generalizado.

Todo lo cual es cierto, pero inmediatamente podemos caer en la cuenta —como hizo Hölderlin en Patmos— de que el peligro ha surgido precisamente donde creíamos que se encontraba la salvación. Porque es la idea de salvación, precisamente, la que parece resultar marginada cuando la capacidad de autodeterminación y el dominio de las cosas materiales nos ha convencido quizá de que —en contra de lo que aún decía Heidegger: "Sólo un dios podrá salvarnos"— únicamente el hombre puede salvarse a sí mismo; o, mejor aún, no necesita ser salvado, porque ahora él mismo se ha puesto a salvo de la esclavitud y de la miseria. El peligro cercano a la salvación es la arrogancia del hombre emancipado que cree no necesitar de nada ni de nadie, y en primer lugar no precisa ni un Dios ni una religión que le discuta el lugar central que ha reivindicado para sí mismo.

A lo cual podríamos argüir que el cristianismo, considerado por los europeos y americanos hasta hace unos años como la única vía de salvación, en modo alguno está en contra de la libertad y del bienestar. Es más, sólo una civilización precisamente cristiana ha sido capaz de suscitar una mentalidad en la que el hombre se siente autorizado para disponer de su propia acción y de los bienes de la tierra. No hay, que yo sepa, ningún precedente de una cultura pre-cristiana o extra-cristiana en la que las convicciones más profundas de la gente hayan facilitado, e incluso urgido, a hacer uso de la propia libertad y respetar la de los otros, por una parte, y a admitir que la materia es buena porque ha sido creada por Dios, sin que sea admisible un dualismo insuperable entre el espíritu y las realidades materiales.

La idea de creación es decisiva para el concepto occidental de la realidad física y de la libertad humana. Porque esta representación del mundo como creado por Dios y diferente de él se encuentra en la base de toda posible secularidad, de toda liberación de una sacralidad eliminadora de la autonomía de las realidades terrenas y del propio ser humano. El holismo —el totalismo— en cambio, la consideración de que todo es, al fin y al cabo, lo mismo, mezcla a los dioses con la tierra y los hombres y cierra el camino a la ciencia objetiva y a la libertad humana.

Nos encontramos ante una paradoja cuyas raíces vienen, sin embargo, de atrás. Podríamos expresarlo de una manera drástica y, por ello mismo, carente de precisión y de matices. La Ilustración es el cambio de modo de pensar que nos ha conducido a la situación de la que hoy disfrutamos. Ahora bien, la Ilustración, la Aufklärung, surge como una toma de conciencia de la dignidad de toda persona y de cada persona, que era un mensaje inédito hasta el advenimiento de la era cristiana. Como señaló Fernando Inciarte, "Ilustración" significa toma de conciencia, concienciación, o —si se quiere decirlo de manera todavía peor sonante— "concientización". Y aquello de lo que se toma conciencia es precisamente la propia dignidad, la madurez, la mayoría de edad que corresponde a toda mujer y a todo hombre. De ahí que siempre se haya considerado como lema más típicamente ilustrado el propuesto por Kant: sapere aude! Contra toda minoría de edad autoimpuesta —y, por lo tanto, culpable— ¡atrévete a pensar!, sapere aude!

Estamos, por lo tanto, ante un proceso dialéctico en el que el cristianismo es el condicionante para que pueda surgir un modo de pensar en el que se afirma y se hace valer la libertad de cada una de las personas humanas. Y de la misma fuente procede la concepción en la que se mantiene que el mundo es bueno y que el ser humano está justificado para usar las cosas de la tierra en su propio beneficio.

Libertad y progreso científico —las dos enseñanzas básicas de la modernidad— se entreveran en la ideología de la Ilustración, que a su vez significa la emancipación del sujeto, el triunfo del yo pensante frente a los obstáculos de la tradición sacralizada, el conformismo y la autoridad.

El cierre provisional del círculo dialéctico consiste en que la Ilustración, en la medida en que se radicaliza, atenta contra la vigencia social del cristianismo, fenómeno histórico del que surge el empuje de todo este movimiento epocal.

Las paradojas que venimos examinando se concretan y se hacen aún más visibles cuando estudiamos la génesis de la secularización que actualmente constituye una de las manifestaciones más notorias de la modernidad. Marcel Gauchet, en su obra La religión en la democracia, ha estudiado agudamente el proceso y el resultado de "la retirada de la religión" en el país emblemático de la laicidad: la República Francesa. La separación de la Iglesia y el Estado, la neutralidad democrática de la Administración Pública y la aconfesionalidad de la enseñanza son las señas de identidad básicas del camino hacia la laicidad en la Francia post revolucionaria. El Estado pretende ocupar el lugar de la Iglesia en la sociedad civil. Y golpe a golpe, lo logra. "Se ha consumado —escribe Gauchet— la integración de las religiones en la democracia; hasta el catolicismo oficial, tanto tiempo reacio, ha terminado por colarse en la democracia y adoptar sus valores"2.

Pero el fenómeno nuevamente sorprendente consiste en que la política como alternativa de la religión provoca la desertización de la sociedad civil y una revisión a la baja de los ideales ciudadanos. La República implosiona, pierde su sustancia y se trivializa. Se convierte en un escenario deshabitado. Debido a su propio triunfo, la secularización muere la muerte más irreversible, porque ha perdido todo el hechizo que le prestaba su contraposición a lo sagrado. La desaparición de su rival la priva de su razón de ser. Y concluye Gauchet: "Estamos aprendiendo la política del hombre, no con el cielo, ni en lugar del cielo, ni contra el cielo, sino sencillamente sin el cielo. La experiencia no deja de ser desconcertante"3.

El propio Richard Rorty, un filósofo escéptico y alérgico a lo religioso, admitió que la democracia, el libre mercado, los derechos civiles y la libertad individual, si no inventados en un sentido absoluto, sí están "facilitados" por las culturas cristianas4. Y Gianni Vattimo, que agradece a la influencia de René Girard su conversión al catolicismo, reconoce que secularización es la palabra clave para significar la efectiva realización del cristianismo como una religión que, frente a los mitos paganos, no es sacrificial. La secularización, añade Vattimo, no es el abandono de lo sagrado, sino —paradójicamente— la aplicación completa de la tradición sagrada del cristianismo a determinados fenómenos humanos5.

Quizá este planteamiento nos resulte menos extraño cuando leemos que Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret, realiza planteamientos básicamente coincidentes. Nos hace ver allí cómo algunas de las posiciones cristianas, en su diferenciación con las judías, sólo se han llegado a apreciar con todo su alcance en la edad moderna, aunque poco después —como veremos enseguida— se han entendido también de un modo unilateral y falseado. Según las culturas cristianas, "las formas jurídicas y sociales concretas, los ordenamientos políticos, ya no se fijan unilateralmente, como un derecho sagrado para todos los tiempos y, por tanto, para todos los pueblos. Resulta decisiva la fundamental comunión de voluntad con Dios, que se nos da por medio de Jesús. A partir de ella, los hombres y los pueblos son ahora libres de reconocer lo que, en el ordenamiento político y social, se ajusta a esa comunión de voluntad, para que ellos mismos den forma a los ordenamientos jurídicos. La ausencia de toda la dimensión social en la predicación de Jesús —una carencia que desde el punto de vista judío (...) [se] critica de manera totalmente comprensible— entraña y al mismo tiempo esconde un proceso que afecta a la historia universal y que, como tal, no se ha producido en ningún otro ámbito cultural: los ordenamientos políticos y sociales concretos se liberan de la sacralidad inmediata, de la legislación basada en el derecho divino, y se confían a la libertad del hombre, que a través de Jesús está enraizada en la voluntad del Padre y, a partir de él, aprende a discernir lo justo y lo bueno"6.

La idea, antes apuntada en el diálogo entre Girard y Vattimo, se hace ahora más comprensible: es la auténtica sacralidad religiosa la que permite liberarse de la sacralidad mítica, y lograr así una auténtica secularidad, es decir, una consideración mundana del mundo: un genuino realismo que considera a cada una de las esferas como lo que son, y no como se proyectan sobre ellas otros sectores de la realidad. En la medida en que lo sagrado recupera su carácter trascendente, lo profano se desacraliza y los hombres ya no temen decidir libremente y transformar un mundo del que ya no cabe decir que "está lleno de dioses".

No es que se haya suprimido la Ley mosaica, la Torá, porque en buena parte la Torá sigue siendo actualmente válida. Pero lo importante es que hay una nueva ley, la Ley con la que Cristo nos ha liberado. "Y así llegamos (...) —dice el Papa Ratzinger— a la Torá del Mesías, a la Carta a los Gálatas: 'Habéis sido llamados a la libertad' (Ga 5, 13), no a una libertad ciega y arbitraria, a una 'libertad según la carne', como diría Pablo, sino a una libertad iluminada, que tiene su fundamento en la comunión con la voluntad de Jesús y, por tanto, con Dios mismo; a una libertad, pues, que partiendo de un nuevo modo de ver edifica precisamente aquello que es la intención más profunda de la Torá, con Jesús la universaliza desde su interior, y así, verdaderamente, la 'lleva a su cumplimiento'"7.

A nadie se le ocultan los riesgos que —como toda forma de libertad y de liberación— conlleva tal planteamiento. Porque —tras este tipo de consideraciones— puede suceder que se entienda, como hace Gauchet, que el cristianismo es "la religión de la salida de la religión"8. El proceso de desacralización del mundo puede acabar por radicalizarse, hasta el punto de que desconecte de lo que constituye la fuente de todo su impulso: la mirada de Dios y la comunión con Jesús. Así lo advierte el propio Benedicto XVI: "La libertad para la universalidad y, con ello, la justa laicidad del Estado se ha transformado en algo absolutamente profano —en "laicismo"— cuyos elementos constitutivos parecen ser el olvido de Dios y la búsqueda exclusiva del éxito. Para el cristiano creyente las disposiciones de la Torá siguen siendo un punto decisivo de referencia hacia el que siempre dirige la mirada; para él la búsqueda de la voluntad de Dios en la comunión con Jesús sigue siendo como una señal de orientación para su razón, sin la cual corre siempre el peligro de quedar ofuscado, ciego"9.

Semejante ceguera procede, en último término, de un ensimismamiento del sujeto humano en sí mismo. Si corta sus canales de comunicación más amplios con la realidad distinta de él —con Dios y con el mundo real creado por Dios— la subjetividad humana tiende a radicalizarse. Va pasando, desde una etapa en la que se lanza al conocimiento del mundo exterior, a una fase durante la cual su máximo interés estriba en conocerse a sí mismo. Pero ¿qué encuentra en el propio yo si prescinde de la realidad mundana y de la alteridad de los otros seres humanos? Nada. No encuentra nada. Aislado del mundo y de los demás, el hombre es —para sí mismo— solamente tinieblas.

La gran paradoja de la modernidad estriba justamente en su capacidad autodestructiva, cuyo epicentro se localiza justo en la secularización.

Estamos ante una de las problemáticas más agudas de nuestro tiempo. Hemos detectado que realmente los saberes de salvación, las religiones, se encuentran en retroceso —numérico, al menos— en casi todas las partes del mundo. Parece como si la ley de Dios —idea que ha constituido la espina dorsal de las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e islam10— estuviera siendo silenciada, especialmente en el cristianismo, que es precisamente donde mejor guardaba su sentido espiritual, no absorbido por la política, y por la tanto su capacidad de subsistir en un clima de creciente secularidad.

Uno de los fenómenos más interesantes del actual panorama filosófico y cultural estriba, precisamente, en que el tema de la confrontación entre religión y secularidad ha pasado a primer término y se ha convertido quizá en la cuestión más agudamente debatida en los ambientes intelectuales que aún permanecen vivos, en un entorno de entorpecimiento de la inteligencia especulativa y práctica.

Una de las manifestaciones más significativas de este debate —al más alto nivel— viene dado por la discusión que tuvo lugar en la Academia Católica de Baviera la tarde del 19 de enero de 2004, entre el Cardenal de Munich y eminente teólogo, Joseph Ratzinger, y el Profesor Jürgen Habermas, que quizá sea el último de los grandes filósofos que está en activo. Como tema para la discusión se propuso la siguiente pregunta: si el Estado liberal secularizado necesita apoyarse en supuestos normativos prepolíticos, es decir, en supuestos que no son fruto de una deliberación y decisión democrática, sino que la preceden y la hacen posible11.

Al inicio de su intervención, Habermas señala que el tema propuesto recuerda la pregunta que la destacada figura del derecho constitucional alemán, Ernst-Wolfgang Böckenförde, formuló a mediados de los años sesenta con gran dramatismo: el interrogante de si el Estado secularizado se alimentaba de presupuestos normativos que él mismo no podía garantizar12. Esta evidencia, que hace unos años no habría merecido atención desde sus planteamientos de ética dialógica, le interesa ahora especialmente a Habermas. Porque observa que se están haciendo realidad las predicciones de Max Weber sobre el desencantamiento del mundo por la ciencia, la creciente falta de sentido, y la aparición de un tipo de personas a las que el gran sociólogo alemán caracterizaba como "especialistas sin alma, vividores sin corazón". Lo que hoy se echa en falta es "el tipo de solidaridad en el que se apoya la sociedad democrática, que no puede exigirse por vía legal"13, punto en el que Habermas está de acuerdo con la observación de Böckenförde. Hoy presenciamos inquietos —añade el heredero de la Escuela de Frankfurt— "la transformación de los ciudadanos de las sociedades liberales prósperas y pacíficas en mónadas aisladas, guiados por su propio interés, que utilizan sus derechos subjetivos como armas los unos contra los otros"14.

Habermas registra un desmoronamiento de la solidaridad ciudadana, que actualmente se presenta agudizado por "la dinámica políticamente incontrolable de la economía mundial y de la sociedad mundial (...). Así se da la circunstancia —observa Habermas— de que los mercados, que no pueden evidentemente someterse a un proceso democrático como las administraciones estatales, asumen cada vez más funciones de orientación en ámbitos de la vida, que hasta ahora habían estado recogidos normativamente, esto es, mediante fórmulas políticas o prepolíticas de comunicación"15. Un proceso de globalización regido por intereses comerciales, seguido de una crisis financiera de raíces éticas, han puesto de relieve las debilidades de un economicismo que parecía cada vez más arrogante, en su ingenua convicción de tener todas las respuestas a los problemas sociales, tanto nacionales como internacionales.

No es extraño que —comprobada la ineficacia del laicismo pragmático— las miradas se hayan dirigido hacia la religión. "Vuelve a cobrar interés —reconoce Habermas— el teorema de que a una modernidad desgastada sólo podrá ayudarla a salir del atolladero el que se encuentre una orientación religiosa hacia un punto de referencia trascendental"16.

Como fenómeno general, eran muchos los intelectuales y políticos de países avanzados que consideraban el ocaso definitivo de la religión como algo que inevitablemente se presenciaría a corto plazo, precisamente como resultado del implacable proceso de secularización llevado a cabo sobre todo en Europa y en buena parte de América. Pero, sorprendentemente, no ha sido así. La secularización de la sociedad ha contribuido a que las manifestaciones religiosas públicas se hayan hecho más discretas e, incluso, que algunas de ellas hayan sencillamente desaparecido. Pero sin que ello llevara consigo la desaparición del propio cristianismo, que muchas veces se ha hecho más sincero y auténtico. Con esto se ha demostrado una vez más que los cristianos no lo son por afán de poder o por conseguir ventajas económicas. Tienen motivos más hondos que, justamente, se han visto reforzados por el acoso que muchas veces han sufrido en sus comparecencias sociales. El resultado ha sido que, sin temor a convertirse en una minoría, una buena parte de los cristianos —y, en particular, los católicos— han evolucionado hacia vivencias más profundas y vitales de su fe, lo cual era quizá lo último que deseaban los agnósticos ideológicos y los laicistas militantes.

Lo que propugna Habermas es que las motivaciones religiosas que antes movían a los creyentes a adoptar posturas solidarias y éticamente exigentes se traduzcan a un lenguaje ciudadano y se difundan a través de una seria educación democrática.

Entre tanto, considera el pensador de Frankfurt que el Estado debe practicar un fair play tanto respecto a sus súbditos no creyentes como respecto a los creyentes, sin favorecer a unos frente a otros, y sin permitirles que se produzcan situaciones de ventaja injusta. Reconoce que, por lo general, los cristianos han aprendido a respetar a sus conciudadanos agnósticos, pero que la inversa no es cierta. En muchos países europeos y americanos se malentiende lo que ha de ser la laicidad democrática y se piensa que la neutralidad respecto a las posturas religiosas consiste en que no haya actividades religiosas que trasciendan el ámbito privado.

Me permito llamar la atención sobre este punto, porque es la primera vez que un pensador irreligioso de la talla de Habermas reconoce un desequilibrio, una falta de simetría, que ha conducido a un largo proceso de injusticias. Lo justo no sólo es reconocer el papel positivo del cristianismo en el proceso histórico de la secularidad social; también es necesario levantar acta, y proceder en consecuencia, de la extraordinaria contribución social que realizan específicamente los cristianos en terrenos como la enseñanza y la atención de los más débiles, especialmente en países en vías de desarrollo. Los cristianos no son ciudadanos de segunda clase, que deban ver consideradas sus posturas como "políticamente incorrectas" un día tras otro, o que comprueben que su acceso a posiciones relevantes de la vida pública estén de hecho impedidas por el sectarismo de los que se consideran a sí mismo como máximamente tolerantes.

También el entonces Cardenal Ratzinger consideraba en este debate que "el encuentro de las culturas en un mundo globalizado, sumado al poder destructivo de la técnica humana, hace necesario encontrar una base ética común que regule la convivencia de los hombres y los pueblos. No está claro que la democracia, pese a ser el mejor régimen político, esté en condiciones de garantizar una base ética común. La democracia opera de acuerdo con el principio de las mayorías, pero la historia nos enseña que también las mayorías pueden ser ciegas e ignorar los derechos legítimos de las minorías"17. Todos sabemos que no pocas veces el poder democrático acaba por caer en manos sectarias, en cuya ideología —quizá oculta en el período electoral— se incluye el programa de una "modernización salvaje" que no respeta los derechos humanos y obliga de hecho a las minorías (y a veces a las mayorías) a aceptar prácticas frontalmente contrarias a la dignidad de la persona humana, como es el caso de la aborto sin respetar siquiera la objeción de conciencia del personal sanitario, el llamado "matrimonio homosexual", la eutanasia casi obligatoria como en Holanda, o una presunta educación cívica de orientación materialista y totalitaria, cual es el caso de España. Los propios países que se llaman "avanzados" están sufriendo hoy mismo las tremendas consecuencias de lo que Ratzinger llamaba en este debate "arrogancia occidental".

Los países occidentales han cultivado durante siglos un colonialismo cultural del que no aciertan a desprenderse y que, además de continuar practicándolo subliminalmente en áreas que fueron otrora sus colonias, lo ejercen en su propio territorio, por una tendencia inveterada a considerar al ciudadano de a pie como aquejado por una minoría de edad mental irremediable.

¿Qué hacer entonces? Joseph Ratzinger reconoce que hay patologías religiosas, de las que es preciso purificarse por vía intelectual y ética. "Pero —añade— nuestras consideraciones han puesto también de manifiesto (y la humanidad hoy, en general, no se da cuenta de ello) que también hay patologías de la razón, una arrogancia de la razón que no es menos peligrosa; más aún, considerando su efecto potencial, es todavía más amenazadora"18. Dos ejemplos claros son la bomba atómica y el ser humano concebido como un producto. "Por eso también a la razón se le debe exigir a su vez que reconozca sus límites y que aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad. Si se emancipa totalmente y renuncia a dicha disposición a aprender, si renuncia a la correlación, se vuelve destructiva"19.

De ahí que Benedicto XVI propusiera, un año antes de ser elegido Papa, la siguiente manera de afrontar —desde el cristianismo— el problema de una secularización desbordada: "Yo hablaría de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo"20. Precisando aún más los términos, añade: "Sin duda, los dos agentes principales de esta correlación son la fe cristiana y la racionalidad occidental laica"21.

No se trata de un deseo vano, porque —como hemos visto con cierto detalle— hay una corriente que fluye desde el cristianismo hacia la laicidad. Y, en lo fundamental, esto es así desde el comienzo de la era cristiana. No hay que esperar a la modernidad para que el cristianismo prefiera moverse en el terreno de la cultura secular que en el ámbito de encuentro de las diversas religiones. De hecho, los primeros interlocutores intelectuales del cristianismo no fueron los sacerdotes de las religiones importadas desde oriente hasta la civilización grecorromana, sino que fueron los filósofos clásicos, uno de los cuales, Justino, figura entre los padres apologistas, y otros muchos, desde Orígenes en adelante pueden ser considerados como teólogos con un sólido fundamento filosófico. Hasta llegar a San Agustín, que se reconoce actualmente como el mejor filósofo romano y, en muchos aspectos, como el padre intelectual de Occidente.

Desde el punto de vista social, también es clara la temprana opción de la Iglesia naciente por marcar distancias con el poder político. Las repetidas persecuciones sufridas por los primeros fieles así lo confirman con la expresividad de la sangre derramada. Y conviene recordar, tal vez, que el propio emperador Constantino era arriano. Mientras que un hilo rojo que recorre la Edad Media, no tan oscura como se decía, es precisamente la pugna de la Iglesia para no dejarse dominar por la prolongación histórica del Imperio Romano y mantener su autonomía religiosa.

La correlación de la que habla Ratzinger ha de localizarse primariamente en el terreno cultural. Y, llegados a este punto, habría que reconocer que la falta de entendimiento entre fe cristiana y civilización contemporánea, no ha sido sobre todo responsabilidad del radicalismo laicista. También entre los católicos ha habido —y se siguen registrando— posturas escasamente dialogantes, tanto por la cerrazón ideológica de quienes piensan que los cristianos sólo se pueden entender con el más rancio conservadurismo, como por aquéllos que ceden de entrada todos sus principios, con lo que el contraste de ideas termina pronto y continuamos en el monólogo de la "corrección política" y del progresismo light.

A mi juicio, la gran debilidad actual de los católicos es su casi generalizado desinterés por la cultura. En el campo del pensamiento, de la teoría de la ciencia, de las humanidades, del arte y de la literatura, de la ciencia política, de la ética económica, de la comunicación pública... los católicos casi siempre suelen brillar por su ausencia. Se refugian en territorios más inmediatos, como es el de la familia y el de la enseñanza primaria y media, o más pragmáticos, como es el de la economía. Pero miran con reserva al mundo de las ideas, de la creación de belleza, de la confrontación social... y suelen considerar como no totalmente fiable al cristiano que se aventura en esos parajes que se les antojan selváticos.

El papa Benedicto XVI ha insistido en la perentoria necesidad de que los cristianos estén presentes en el dilatado campo de la cultura secular. Y a este tema ha dedicado algunos de los discursos más importantes —y a veces polémicos— como el pronunciado en Ratisbona, en los Bernardinos de París, y el que ni siquiera pudo leer públicamente ante los profesores y estudiantes de Universidad romana de La Sapienza.

A pesar de las dificultades que los enfoques radicalmente laicistas oponen al discurso cristiano, cabe señalar que el panorama intelectual —en sus aspectos más medulares— está hoy más abierto que hace unos años al diálogo con los planteamientos en los que se defiende la dignidad de la persona humana. Porque, en efecto, las polémicas más serias se refieren —no tanto ni sólo a la manifestación pública de signos o prácticas confesionales— a cuestiones que son objeto de la ley natural, es decir, problemas que de suyo podrían solventarse con una discusión puramente racional, pero que de hecho —por la marginación generalizada de planteamientos metafísicos— implican con frecuencia convicciones religiosas.

Un lugar destacado en estos debates lo ocupa sin duda el propio Jürgen Habermas cuando se enfrenta con problemas bioéticos y, en particular, con el futuro de la naturaleza, problematizado por lo que él llama eugenesia liberal, es decir, por la postura que defiende la intervención técnica en el embrión humano, desde la fase de "preimplantación" embrionaria22.

Aunque no está resueltamente en contra de la admisión del aborto —porque considera que no hay suficiente consenso acerca del carácter personal del embrión y del feto—, Habermas se opone a la intervención eugenésica prenatal, que en todo caso presenta un riesgo evidente para el futuro de la naturaleza humana. La unidad de la especie se podría quebrar por obra de las modificaciones producidas en los no nacidos. Y no habría que excluir la posibilidad del final del ser humano como especie unida, ya que podrían resultar distintos tipos de humanoides que hicieran palidecer a las fantasías de la ciencia ficción. La irrevocabilidad de unas decisiones que encauzan la biografía de otra persona es algo que deslegitima la posible buena voluntad de unos padres hiperprotectivos, que quieren lo mejor para su hijo, pero que no tienen ni idea de si su hijo aceptará semejantes mutaciones cuando sea adulto.

Habermas denomina eugenesia liberal a una praxis que deja al parecer de los padres las intervenciones en el genoma del óvulo fecundado, hasta vislumbrar el panorama de un shopping in the genetic supermarket. Las discusiones bioéticas pueden sofisticarse hasta el extremo, pero queda en pie que la defensa de la dignidad del hombre lleva consigo la in-disponibilidad de la vida humana. Lo que no le resulta fácil a Habermas es el mantenimiento de esta indisponibilidad mientras que —paralizado por su postura postmetafísica— sigue pensando que no procede la prohibición taxativa del aborto. Porque toda su argumentación en contra de la "eugenesia liberal" está basada en la evidente continuidad entre el embrión y el niño o la niña que nacerán si no se interrumpe el proceso de gestación. La cuestión del aborto es la que, sobre todo, divide hoy los espíritus, y sobre la que no es fácil llegar a acuerdos si las actitudes ideológicas prevalecen sobre las evidencias científicas y antropológicas.

Vinculada con esta cuestión se encuentra el problema de la licitud del enhancement, entendido como reforzamiento y mejora prenatal o infantil de cualidades que pueden aportar ventajas para el adulto al que se somete a este temprano tipo de tratamientos. Se abre así el panorama inquietante del transhumanismo23.

Quizá la cuestión que se ha hecho más popular es la de la licitud o ilicitud de que los padres susciten en su hijo o hija por medios artificiales una inteligencia sobresaliente. Habermas advierte: "Es de prever que en muchas situaciones será una ventaja, pero ¿cuál es el efecto que tienen sobre la formación del carácter del superdotado las 'ventajas de arranque' que proporciona una gran inteligencia en el seno de una sociedad marcadamente competitiva? ¿Cómo interpretará y utilizará dicha persona sus dotes diferenciales: serena y soberanamente, o con una ambición sin freno? ¿Cómo retocará en el trato social esta aptitud que la distingue y despierta la envidia de su entorno? Ni siquiera un cuerpo sano, que generalmente se tiene por un bien, tiene, en el contexto de biografías distintas el mismo valor. Ni siquiera los padres pueden saber si una ligera minusvalía corporal no resultará al final una ventaja para su hijo"24.

Me parece que una postura acertada es la expuesta en el libro titulado Laicidad y libertad de conciencia, publicado este año en Québec por Charles Taylor y Jocelyn Maclure25. El filósofo canadiense Charles Taylor ya había asignado un profundo significado personal y social a las convicciones religiosas en su conocida obra Fuentes del yo. Recientemente, ha abordado de manera más extensa este problema en su libro A Secular Age, ganador del Premio Templeton en 200726.

En Laicidad y libertad de conciencia, ambos autores critican una laicidad rígida, a la que denominan "laicidad republicana de Estado", que se convierte en un nuevo modo de religión, excluyente de las auténticas religiones. Este republicanismo laico, ciego a las diferencias, pretende igualar en una falsa neutralidad a todos los ciudadanos, prescindiendo de su identidad religiosa y cultural. Frente a este radicalismo presuntamente democrático, Maclure y Taylor mantienen que la visibilidad de las creencias favorece la integridad cívica, en lugar de obstaculizarla. Lejos de homogeneizar la vida cívica, se trata de respetar en la medida de lo posible el conjunto de creencias fundamentales, tanto religiosas como filosóficas o seculares, que permiten a los individuos conducirse de acuerdo con sus convicciones en una sociedad libre.

Es preciso tener en cuenta que todas las sociedades se han construido en un contexto cultural concreto, lo cual no es negativo y debe tenerse en cuenta. Por ejemplo, es lógico que rija en ellas el calendario y las fiestas cristianas en los países de esa tradición. En cambio, sería imprudente que las mezquitas destacaran arquitectónicamente en un país mayoritariamente católico, o que las iglesias cristianas llamaran excesivamente la atención en una nación islámica. Una "laicidad abierta" o "positiva" no implica que el Estado deba mantenerse a distancia de la religión, ni que haya de tener una actitud de sospecha respecto a las confesiones religiosas, especialmente respecto a aquellas que son mayoritarias en un país.

Como dicen ambos autores canadienses, "el Estado laico, que pretende mantenerse a distancia de la religión, adhiriéndose a la concepción del mundo y del bien de los ateos y de los agnósticos, no trata (...) con igual consideración a los ciudadanos que otorgan un lugar a la religión en su sistema de creencias y valores. Esta forma de laicidad no es neutral en relación con las razones profundas que animan a los individuos"27.

El radicalismo secularista es una actitud más o menos sectaria que no cuadra con una configuración democrática de la sociedad. Un mínimo conocimiento de la historia, por lo demás, lleva a recordar que ninguno de los principales valores democráticos habría surgido sin el cristianismo; como tampoco habría sido posible la ciencia positiva ni, según hemos visto, la propia secularización equilibradamente entendida.

La actitud de los cristianos en una sociedad democrática ha de ser la de la leal participación en los empeños comunes. Y entre ellos se encuentra, sin duda, la libertad religiosa. Por eso, el patriotismo constitucional ha de conducirles a defender sus derechos sin concesiones, y a denunciar el totalitarismo que pretenda suprimir los signos cristianos que pertenecen a una cultura centenaria, y forman parte de un rico patrimonio cultural.

"En efecto —escriben Maclure y Taylor— un régimen que, como fundamento de su acción, reemplaza la religión por una filosofía moral y política totalitaria hace de todos los que se adhieren a cualquier religión ciudadanos de segunda categoría, porque éstos no fundamentan sus razones profundas en la filosofía oficialmente reconocida. En otros términos, este régimen reemplaza la religión establecida, así como las razones profundas que la acompañan, por una filosofía moral laicista antirreligiosa, que establece a su vez un orden de razones profundas. Una filosofía moral y política se convierte en una religión civil"28.

En conclusión, hay que evitar confundir la laicidad de un régimen político con la secularización sistemática de la sociedad. La laicidad es un proceso por el que el Estado afirma su independencia respecto a la religión, mientras que la acción secularizadora a ultranza es la lucha contra la influencia de la religión en las costumbres sociales y la conducta individual. La laicidad puede ser admitida —con diferentes variables— en un Estado de Derecho. En cambio, la secularización es más bien un fenómeno sociológico que se refleja en las concepciones del mundo y en los modos de vida de las personas, con el riesgo —hoy día— de violentar las libertades personales y la autonomía de las comunidades de diferente índole. Con todos los matices obligados en una cuestión tan compleja, la postura más equilibrada consiste en principio en admitir el Estado laico, sin promover la secularización desde posiciones de poder político o económico.

 

Notas

1 Vid. Spaemann, R. (2010), El rumor inmortal. Madrid, Rialp, pp. 218 ss.         [ Links ]

2 Gauchet, M. (2003), La religión en la democracia. El camino del laicismo. Trad. de S. Roncagliolo. Madrid, El Cobre, p. 75.         [ Links ]

3 Idem, p. 77.

4 Cfr. Rorty, R. y Vattimo, G. (2005), Il futuro della religione. Solidarietá, caritá, ironia. A cura di S. Zabala. Milán, Garzanti, pp. 78-79.         [ Links ]

5 Girard, R. y Vattimo, G. (2006),Verità o fede debole? Dialogo su cristianísimo e relativismo. Introducción de P. Antonello. Pisa, Transeuropa, p. 8.         [ Links ]

6 Ratzinger, J. Benedicto XVI (2007), Jesús de Nazaret. Trad. C. Bas Álvarez. Madrid, La esfera de los libros, p. 150.         [ Links ]

7 Idem, p. 151.

8 Gauchet, M. (2005), El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión. Trad. E. Molina. Madrid. Trotta, p. 10.         [ Links ]

9 Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, p. 151.         [ Links ]

10Cfr. Brague, R. (2005), La loi de Dieu. Histoire philosophique d'une alliance. Paris, Gallimard.         [ Links ]

11 Cfr, Prólogo de L. Rodríguez Duplá, p. 17. En: Habermas, J. y Ratzinger, J. (2006), Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Madrid, Encuentro. Versión original: Habermas, J. y Ratzinger, J. (2005), Dialektik der Sákularisierung. ÜberVernunft und Religion. Freiburg i. B., Herder, 2a ed.         [ Links ]

12 Böckenförde, E.-W (1967),DieEntstehungdes Staates als Vorgangder Se-kularisation, vid. (2006), Recht, Staat, Freiheit: Studien zur Rechtsphilosophie, Staatstheorie un Verfassungsgeschite. Frankfurt a M., Suhrkamp.         [ Links ]

13 Habermas, J. "Fundamentos prepolíticos del Estado democrático". En: Dialéctica de la secularización, edic. cit., p. 35.

14 Habermas, ibid.

15 Habermas, idem, pp. 35-36.

16 Habermas, idem, p. 37.

17 Rodríguez Duplá, L. Prólogo a Dialéctica dela secularización, edic. cit., p.

18 Ratzinger, J. "Lo que cohesiona al mundo. Las bases morales y prepolíticas del Estado". En: Dialéctica de la secularización, edic. cit., p. 67

19 Ibid.

20 Idem, pp. 67-68.

21 Idem, p. 68.

22 Habermas, J. (2002), El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal? Trad. de R. S. Carbó. Barcelona, Paidós. Versión original: (200I), Die Zukunft der menschlichen Natur. Auf dem Weg einer liberalen Eugenik. Frankfurt a M., Suhrkamp.         [ Links ]

23 Cfr. Echarte Alonso, L. E. Soft and Hard Mind-Brain Enhancement and the Problem of Human Nature. Imago Hominis, Band I7, Heft 3.         [ Links ]

24 Habermas, El futuro de la naturaleza humana, pp. 112-113.         [ Links ]

25 MacLure, J. y Taylor, C. (20I0), Laicité et liberté de conscience. Québec, Boreal.         [ Links ]

26 Taylor, C. (2007), A Secular Age. Cambridge (Mass.), The Belknap Press of Harvard University Press.         [ Links ]

27 MacLure, J. y Taylor, C. op. cit., p. 38. Cfr. Elósegui, M. "Un modelo de laicidad abierta. La neutralidad del Estado y la presencia de la religión en la esfera pública". Aceprensa, n° 69/I0, 22-XI-2010.         [ Links ]

28 MacLure y Taylor, op. cit., p. 21.

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