SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número41Kant en la filosofía política contemporáneaKant ante la cuestión de la pneumatología índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Tópicos (México)

versão impressa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.41 México Dez. 2011

 

Artículos

 

El postulado de la inmortalidad del alma en la filosofía moral kantiana. Parte I*

 

Dulce Ma. Granja

 

Universidad Autónoma Metropolitana granjacastro@hotmail.com

 

Recibido: 13 – 05 – 2011.
Aceptado: 25 – 07 – 2011.

 

En señal de recuerdo y gratitud
por todo el bien recibido. A la
memoria de mi hermana Josefina
con todo mi fraternal cariño

 

Resumen

El propósito de este artículo es clarificar los fundamentos del postulado práctico kantiano de la inmortalidad del alma. Para cumplir tal objetivo, discuto algunos pasajes de la Crítica de la razón pura en los que Kant explica la naturaleza de las antinomias y la razones de por qué éstas no pueden resolverse de un modo teórico. Después de ello, mi siguiente paso será elucidar la conexión en la filosofía de Kant entre la ley moral y el mundo inteligible. Así pues, exploro los argumentos de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres y de la Crítica de la razón práctica que prueban que hay un acceso práctico al mundo inteligible, mismo que se encuentra vedado para aquellos que consideran los problemas de las antinomias —especialmente, el problema de la libertad humana— desde una perspectiva meramente teórica. Prosigo entonces a reconstruir la postura de Kant acerca de la naturaleza de los postulados prácticos. A este respecto, mi análisis se centrará en la noción de progreso moral, el cual es, de acuerdo con Kant, el motivo real que nos anima a los seres humanos a suponer legítimamente la continuación de nuestra existencia aun después de nuestra muerte. Finalmente, discuto la naturaleza problemática de la noción de progreso moral —la cual implica temporalidad—, y trato de ofrecer unos elementos de por qué, con todo, esa noción es adecuada y consistente dentro del sistema kantiano.

Palabras clave: inmortalidad del alma, progreso moral, temporalidad, antinomias, ética de Kant.

 

Abstract

The aim of this article is to clarify the grounds of Kant's practical postulate of the immortality of the soul. In order to do that, I discuss some passages of the Critique of Pure Reason, in which Kant explains the nature of antinomies and the reasons why these cannot be theoretically solved. After that, my next step will be to elucidate the connection in Kant's philosophy between the moral law and the intelligible world. By doing so, I explore the arguments in the Groundwork of the Metaphysics of Morals and the Critique of Practical Reason that prove that there is a practical access to the intelligible world, which is banned to those who consider the problems of antinomies —specially, the problem of human freedom— solely from a theoretical standpoint. I then reconstruct Kant's view about the nature of practical postulates. In this regard, my analysis will focus on the notion of moral progress, which is, according to Kant, the actual motive that prompts us human beings to suppose legitimately our enduring existence after death. Lastly, I discuss the problematic nature of the notion of moral progress —which implies temporality—, and try to provide some reasonable grounds as to why it is nevertheless sound and cogent within Kant's system.

Key words: immortality of the soul, antinomies, temporality, Kantian ethics.

 

I. Introducción: un marco teórico para el problema

Antes de adentrarnos en el asunto que nos ocupa, diremos que la inmortalidad del alma en la filosofía kantiana es uno de los temas menos estudiados y de los que más escasa bibliografía existe. Además, es una cuestión de la cual forman parte otras doctrinas de crucial importancia dentro de la filosofía de Kant como son las de la creencia racional, la esperanza, la gracia, la conversión y el misterio. El tema de la inmortalidad del alma suele ser abordado de manera secundaria y dispersa en fragmentos pertenecientes a las doctrinas mencionadas. En la primera parte de este trabajo trataremos de dar algunos pasos que nos conduzcan en la dirección de un tratamiento directo y específico de la inmortalidad del alma. Dejaremos para una segunda parte de este trabajo los temas de la creencia racional, la esperanza, la gracia, la conversión y el misterio como cuestiones inseparables de la inmortalidad del alma. Dados los límites reglamentarios de la extensión de este trabajo, remitimos al lector a la bibliografía complementaria en la cual encontrará las páginas específicas en las que conocidos estudiosos de la filosofía kantiana se han ocupado de este asunto.

En la filosofía kantiana los problemas de la metafísica ocupan un lugar de especial importancia. Dicha importancia es lo primero que señaló el filósofo al iniciar el prólogo de su primera edición de la Crítica de la razón pura (KrV, A VII)1 y en lo que puso, según sus propias palabras, la mayor atención (KrV, A XIII). Para Kant la metafísica plantea una serie de preguntas frente a las cuales es inútil fingir indiferencia (KrV, A X) puesto que proceden de la naturaleza misma de la razón, la cual exige que sean resueltas a entera satisfacción suya. Deben poder ser absolutamente resueltas toda vez que son cuestiones que ella se plantea a sí misma. Tales preguntas pueden resumirse así:

Si el mundo existe desde la eternidad, o tiene un comienzo; si el espacio del mundo está lleno de entes hasta el infinito, o si está encerrado en ciertos límites; si algo en el mundo es simple, o si todo debe ser dividido hasta el infinito; si hay una generación y producción por libertad, o si todo pende de la cadena del orden de la naturaleza; y, finalmente, si hay algún ente enteramente incondicionado y necesario en sí, o si todo es condicionado en lo que respecta a su existencia, y por tanto, dependiente en lo externo, y contingente en sí (KrV, A481,B509).

Pero estas preguntas son el terreno de una apariencia ilusoria trascendental que nos engaña con el espejismo de un ensanchamiento del entendimiento puro. Es de aclarar que esta apariencia ilusoria es una dialéctica natural e inevitable de la razón pura, inherente a la razón humana, apariencia que tiene que ser rectificada permanentemente ya que es imposible de erradicar. Así pues, Kant no duda, ni dudará después, de la importancia de la metafísica e inicia su primera gran obra crítica señalando una doble faceta: por un lado, el reconocimiento de la metafísica como congruente con la naturaleza humana y, por el otro, la exigencia de someterla a un tratamiento crítico. Por lo que toca al primer aspecto, Kant sostiene que la razón humana avanza de modo incontenible hacia esas preguntas, sin que sea sólo la vanidad de saber mucho lo que la mueve a querer resolverlas. Por ello ha habido siempre en todos los hombres algún tipo de metafísica y la seguirá habiendo en todo tiempo. En efecto, las preguntas de la metafísica han sido objeto de reflexión desde el nacimiento de la filosofía en la antigua Grecia, y las respuestas que exige no consienten apresuramientos. De la metafísica no es posible prescindir puesto que tiene que ver con el fin último al que tiende la razón en su especulación y el interés que la razón pone en él es el más entrañable que puede tener (Ww, 259–260) y consiste en avanzar, por medio de la razón, del conocimiento de lo sensible al de lo suprasensible. Kant examina la naturaleza general de las antinomias y las condiciones para su resolución en la Crítica dela razón pura A405–567, B432–595. En la misma obra, en A421–422, B 449–450 Kant examina el rasgo específico de que se trata de una apariencia natural e inevitable, la cual lo sigue siendo incluso después de que conozcamos su fuente. Finalmente, en la misma primera Crítica, en A490–497, B518–525 Kant examina la tesis según la cual la solución de una antinomia siempre implica una apelación al idealismo trascendental.

El espejismo antes mencionado reside en lo siguiente. Todo nuestro conocimiento comienza por los sentidos, pasa de allí al entendimiento, y termina en la razón, por encima de la cual no se encuentra, en nosotros, nada más alto para elaborar la materia de la intuición y llevarla bajo la suprema unidad del pensar (KrV, A299, B355). El entendimiento es la facultad de la unidad de los fenómenos por medio de reglas, en tanto que la razón es la facultad de la unidad de las reglas del entendimiento bajo principios (KrV, B359). La razón pura no se refiere nunca directamente a objetos, sino a los conceptos del entendimiento de ellos. Ante la gran multiplicidad de los conocimientos del entendimiento y sus reglas, la razón procura, mediante inferencias, llegar al mínimo número de condiciones universales (o principios) alcanzando así la máxima unidad posible. La unidad de la razón no es, pues, la unidad de una experiencia posible, sino que se distingue esencialmente de ésta, la cual es la unidad del entendimiento. Un concepto de la razón no admite ser limitado dentro de la experiencia puesto que concierne a un conocimiento del cual todo conocimiento empírico es solamente una parte. Ninguna experiencia efectiva alcanza jamás enteramente al principio de la razón, pero la experiencia siempre forma parte de él. Los conceptos del entendimiento sirven para entender las percepciones, pero nuestra máxima potencia cognoscitiva no se conforma con la unidad sintética de las percepciones y los fenómenos, sino que busca una unidad más elevada que la de la mera experiencia. Nuestra razón se eleva naturalmente a conocimientos que llegan tan lejos que ningún objeto de la experiencia puede jamás hacerse congruente con ellos, y que, sin embargo, no por ello dejan de tener su realidad y no son simples quimeras (KrV, A314, B371), además de que regulan la persecución ordenada del todo. Tomaremos como sinónimos los términos 'principios de la razón', 'conceptos puros de la razón' o 'ideas trascendentales'; se trata aquí de la totalidad de las condiciones para un condicionado dado. Kant expone lo que entiende por ideas de la razón en A310–320, B366–376. Los conceptos racionales puros están fundados en la naturaleza de la razón humana y son necesarios para conducir al entendimiento en una dirección en la que el uso de él se haga íntegramente concordante consigo mismo. La razón se refiere solamente al uso del entendimiento y es la suprema potencia cognoscitiva en tanto que se reserva la totalidad absoluta en el uso de los conceptos del entendimiento y procura llevar hasta lo absolutamente incondicionado la unidad pensada en la categoría. La razón se refiere solamente al uso del entendimiento para prescribirle la dirección hacia una cierta unidad en la que se reúnan todas las acciones de éste. De esta manera, las ideas trascendentales sirven sólo para ascender en la serie de las condiciones hasta lo incondicionado, es decir, hasta los principios. La razón es conducida a las ideas trascendentales necesariamente en el progreso continuo de la síntesis empírica, cuando se propone abarcar en su totalidad incondicionada aquello que según reglas de la experiencia sólo puede ser determinado de manera condicionada. La realidad subjetiva de los conceptos puros de la razón se basa en que nosotros somos llevados a tales ideas por un silogismo necesario. Hay silogismos que no contienen premisas empíricas y mediante ellos inferimos algo de lo cual no tenemos concepto alguno y a lo cual, por una apariencia ilusoria inevitable, otorgamos realidad objetiva (KrV, A339, B397). Nos encontramos aquí con una ilusión natural e inevitable que se basa en principios subjetivos y los hace pasar por objetivos. Hay, por consiguiente, una inevitable dialéctica natural de la razón pura, inherente a la razón humana, que tiene que ser rectificada permanentemente ya que es imposible de erradicar. A falta de tal rectificación, la metafísica se vio convertida en un campo de batallas y disputas inacabables, "…un combate donde ninguno de los contendientes ha logrado jamás conquistar el más pequeño terreno ni fundar sobre su victoria una posesión duradera" (KrV, BXV).

Ciertamente debemos decir que los conceptos trascendentales de la razón son sólo ideas, pero no por eso podremos considerarlos superfluos ni nulos, ya que sirven al entendimiento como canon de su uso ensanchado y coherente. Gracias a las ideas de la razón, el entendimiento es mejor dirigido y llevado más lejos en el conocimiento que tiene de los objetos. Las categorías libres de su anclaje en la experiencia, llegan a ser ideas de razón. Éstas son conceptos a los cuales ningún objeto en los sentidos puede adecuarse, pero no son inútiles pues regulan la persecución ordenada del todo. Si se piensa erróneamente que las ideas se refieren a los objetos como realmente son, surgen varios tipos de "espejismos" o apariencias dialécticas. Es necesario llevar a cabo una crítica de las pretensiones de la metafísica, no para impedir el paso de lo sensible a lo suprasensible, el cual es inevitable y válido, sino para distinguir lo que en dicho paso hay de verdadero conocimiento y separarlo de la mera apariencia trascendental. La ilusión trascendental radica en considerar la tendencia natural del pensamiento a lo incondicionado como ampliación del pensamiento que nos entrega conocimientos objetivamente válidos de alcance global o incondicional.

Además, las ideas hacen posible un tránsito de los conceptos de la naturaleza a los conceptos prácticos y dan a las ideas morales mismas apoyo y concatenación con los conocimientos especulativos de la razón (KrV, B386). Entre las ideas trascendentales se manifiesta interconexión y unidad pues la razón pura, por medio de ellas, reduce todos sus conocimientos a un sistema (KrV, A337, B394). La razón humana es arquitectónica por naturaleza, es decir, considera todos los conocimientos como si pertenecieran a un posible sistema. El interés arquitectónico de la razón no reclama una unidad empírica, sino una unidad racional pura a priori que admite solamente aquellos principios que no tornen a un conocimiento incapaz de estar junto con otros en algún sistema (KrV, A474, B503). Cómo puede resolverse, en el uso especulativo de la razón pura, la dialéctica natural e impedir el error que proviene de la apariencia, es algo que se encuentra explicado ampliamente en la primera Crítica y que no revisaremos aquí. Nosotros nos ocuparemos de cómo la razón pura práctica también busca para lo prácticamente condicionado (es decir, lo que se funda sobre inclinaciones y necesidades naturales) lo incondicionado, no como fundamento determinante de la voluntad dado en la ley moral, sino como la totalidad incondicionada del objeto de la razón bajo el nombre de bien supremo o reino de los fines.

En efecto, tanto la razón teórica como la razón práctica buscan lo incondicionado: continúan preguntando el porqué hasta alcanzar una explicación completa o incondicional. Tal explicación no puede darse en términos de leyes mecánicas pues dichas leyes no ofrecen respuesta a la pregunta de por qué el mundo está organizado por este conjunto de leyes mecánicas y no por otro. Para una explicación incondicional necesitamos un sistema teleológico en el que cada evento esté explicado en términos de un fin final para cuya realización está organizado todo lo demás. Para Kant la razón especulativa y la razón práctica están unidas toda vez que su ideal último, i.e. la concepción de un mundo racionalmente inteligible, es un sistema de propósitos organizado en torno a seres racionales libres considerados como fin final del sistema. En otras palabras, podemos decir que el ideal especulativo de la razón queda satisfecho gracias al conocimiento del mundo como reino de los fines y que la moralidad reemplaza a la metafísica como la más alta manifestación de nuestra naturaleza racional.

A los ojos de Kant, lo más lamentable en ese "mero andar a tientas de las disputas sin crítica en las que se enredan fatalmente los metafísicos" es que se termina por minar los cimientos de la moral y la religión (KrV, B XXX y B496), pues si no hay ningún ente primordial diferente del mundo; si el mundo no tiene comienzo y por tanto tampoco tiene un Creador; si nuestra voluntad no es libre y el alma es tan divisible y corruptible como la materia, entonces las ideas y los principios morales pierden toda validez, y caen juntamente con las ideas trascendentales, que eran su soporte teórico.

Hemos dicho que la pregunta por lo incondicionado surge en el curso de la búsqueda de explicaciones y justificaciones cada vez más completas. En el siguiente apartado veremos que para Kant la idea de que la metafísica es natural a la razón humana se manifiesta en las preguntas por justificaciones últimas y completas de nuestras acciones; tales preguntas están originadas en los razonamientos cotidianos y motivadas por ellos. De allí que, para Kant, la filosofía moral esté firmemente anclada en las preguntas y preocupaciones morales ordinarias, de las cuales recibe su impulso inicial y para las cuales aspira a ofrecer respuestas convincentes.

 

II. La moralidad como libertad: la identidad personal y la existencia de de un mundo inteligible

Ya desde la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (G, 392) Kant señala que se propone exponer cuál es el principio moral supremo y demostrar su realidad, es decir, fundamentar su validez objetiva como norma superior de la conducta humana; en otras palabras, Kant se propone justificar racionalmente que este principio es una ley que obliga sobre toda otra. Si no resulta posible ofrecer una fundamentación racional de la realidad de este principio, la moral ha de ser considerada como un cúmulo de prejuicios y vanas quimeras que habría que dejar atrás. Para lograr esta justificación o fundamentación racional Kant da dos pasos que apuntan a dos objetivos. En el primero Kant asienta que el concepto de un agente racional debe unirse al concepto de ley moral mediante la idea de libertad. En el segundo Kant asienta las razones que nos obligan a considerarnos a nosotros mismos como agentes racionales y libres. Repasaremos brevemente la manera en la que Kant engarza estas dos piezas de su discurso. Primeramente trataremos de mostrar que la ley moral es el criterio último de racionalidad práctica, es decir, la expresión necesaria del funcionamiento y estructura interna de la razón y que ello es lo que justifica sus pretensiones normativas para todo agente racional y libre. En segundo lugar trataremos de mostrar que los seres humanos no podemos sino considerarnos como agentes racionales y libres. En resumen, el argumento de Kant consiste en mostrar que las exigencias morales son exigencias racionales y que por ello es posible unir el concepto de ley moral con el de agente racional.

Entendemos por agente racional aquel que se concibe como autor de sus actos y a estos últimos como expresión de principios racionales que guían su conducta. Ser un agente racional consiste en ser un agente que justifica sus principios de acción. En otras palabras, para considerar una acción como racional habremos de mostrar que tal acción concuerda con aquello que la razón misma exige. Dadas las limitaciones de este trabajo, no podré detenerme a señalar las diferencias que Kant establece entre los principios racionales instrumentales y prudenciales, por una parte, y el principio racional que funciona como criterio y factor limitante para juzgar la racionalidad instrumental y prudencial (G, 402 y 415–417; KpV, 19 y 22). Los principios de racionalidad instrumental y prudencial son criterios para juzgar la bondad de una acción en cuanto subsana necesidades, intereses, inclinaciones, deseos o cualquier otro tipo de fin subjetivo. Toda vez que las necesidades y deseos son tan variados y diversos como los individuos, los principios racionales instrumentales y prudenciales son criterios para juzgar la relativa bondad de una acción respecto de un individuo particular, pero ninguno de ellos sirve para mostrar una acción como buena en sentido absoluto y con independencia de los intereses particulares de este o aquel agente.

El requisito de un agente racional es justificar sus principios de acción, i. e., dar cuenta y razón de los mismos, pues precisamente en esto es en lo que consiste ser un agente racional. Un agente racional puede y debe cuestionar todo principio de acción, excepción hecha de sólo uno que ni puede ni necesita ser cuestionado: el principio que dicta justificar sus principios de acción. Pedir razones para aceptarlo como principio, manifiesta que lo estamos adoptando como válido; negarse irracionalmente a él (y no hay otra manera de negarse a él, toda vez que si buscamos negarlo mediante razones lo estamos aceptando) implica dejar de ser un agente racional. Para poder ser concebidos como principios de acciones racionales, los principios instrumentales y prudenciales necesitan ser justificados por un principio acerca del cual sea imposible, innecesario o incoherente preguntar por qué ha sido adoptado por un agente libre, so pena de caer en un regreso infinito. Un agente racional necesita justificar sus acciones y poner fin a la cadena de justificaciones, bajo riesgo de que toda la cadena quede injustificada. Ahora bien, lo único que puede poner fin en ese regreso es que exista un curso de acción que sea por sí mismo racional, i. e., que la razón misma reclame tal curso de acción. Dicho más claramente: que el agente, so pena de irracionalidad, tome esa exigencia como su razón para actuar. La exigencia de actuar racionalmente es la conducta racional en sí misma. Una justificación no puede ser plena si se limita al plano instrumental o prudencial porque los principios vigentes en tales planos sólo justifican la bondad relativa de un curso de acción sin dar lugar a leyes universales. Una justificación plena reclama el más alto grado de ejercicio y despliegue de racionalidad, de modo que el requisito de racionalidad puede ser entendido como el requisito de máxima extensión o aplicación de las leyes.

Para Kant la ley moral, entendida según las formulaciones del imperativo categórico, es el criterio último, incuestionable e irrenunciable de racionalidad práctica. Los principios prácticos de conducta correcta son los principios morales. Estos principios o criterios morales indican qué es lo que hace un agente racional en cuanto tal, es decir, en virtud de su condición racional, de modo que si rechazamos la perspectiva que la moral nos ofrece para justificar nuestras acciones, rechazaremos la posibilidad de dar una plena justificación racional de nuestra conducta. En otras palabras: rechazar los principios morales es renunciar a la racionalidad práctica. El interés del agente en la racionalidad de sus máximas, i. e., el interés del agente en que sus máximas puedan servir como leyes de suprema extensión o aplicación, se convierte en el requisito indispensable de la plena justificación. Kant designa este interés como práctico o no patológico (G, 414) porque surge de la razón y va dirigido a ella misma; se trata de un fin que surge de la razón y que ella se da a sí misma. Por todo ello podemos decir que la racionalidad es el fin de la razón pura práctica y que sólo un agente capaz de verse motivado por la razón pura puede justificar plenamente sus actos. Demostrar que una norma tiene su origen y asiento en la razón es suficiente para justificar su fuerza normativa. En otras palabras: sólo un agente libre, es decir, aquél cuya razón no está patológicamente limitada, tiene la capacidad de cumplir a cabalidad el requisito de racionalidad. Y ello muestra que la libertad, entendida como la capacidad de actuar con independencia de la sensibilidad mediante la representación de principios, es una condición tanto suficiente como necesaria para la sujeción a la ley moral.

Los seres humanos somos conscientes de nuestras propias actitudes mentales y de las formas en que éstas tienden a conducirnos. Esta forma de autoconciencia nos plantea el problema de la elección, y la razón es la facultad que nos habrá de ayudar a resolverlo. La autoconciencia es la fuente de la que brota la necesidad humana de obtener razones. La voluntad debe decidir por sí misma si ha de tratar o no cierta consideración como una razón para la acción, es decir, debe deliberar y escoger su propio principio o ley. La deliberación involucra la identificación con un principio de decisión o de volición que consideramos como una expresión de nosotros mismos. Esto significa que los principios de nuestra voluntad son expresiones de nosotros mismos, de nuestra identidad práctica. En otras palabras: la fuerza normativa de la obligación se deriva de su conexión con la identidad práctica, y gracias a la identidad práctica se nos puede considerar responsables. Cada ser humano está comprometido a valorar su identidad como la de un agente racional y tal identidad es el trabajo central y continuo de cada vida humana. En resumen: es a partir de la autoconciencia que surge la necesidad de las razones, y en respuesta a esa necesidad legislamos principios para nuestras acciones y establecemos obligaciones morales. Las exigencias morales son exigencias que incumben a cada ser humano en tanto que ser autónomo, i. e., auto regulado. Los valores morales son aquellos que se realizan en decisiones libres y exentas de coacción exterior; son valores en los que la persona actúa conscientemente de acuerdo con principios a los que se somete voluntariamente porque son dictados por su propia razón. La disciplina moral es autodisciplina; la virtud moral no está constituida por una aparente conformidad hacia modelos de conducta impuestos externamente y respaldados por amenazas de sanciones o castigos legales. La virtud moral está constituida por el libre auto compromiso con modelos de conducta y valores internamente aceptados; está constituida por decisiones motivadas por este auto compromiso. De esto se sigue que no significa lo mismo el considerar una norma como algo que apela a nuestra conciencia moral y a nuestra decisión libre, expresando así un deber e implicando nuestra responsabilidad, que el considerarla como una simple manifestación de expresiones sociales que nos vemos obligados a acatar sólo para evitar la desaprobación y el aislamiento u otros castigos. Aunque las conductas externas correspondientes fueran exactamente iguales en un caso y en el otro, lo que determina a la voluntad, es decir, su querer, es muy distinto en una y en otra posición. Quien elige para sí las coacciones y los premios como motivos que determinan su querer, no toma una decisión moral. Kant sostiene que la moral no es mera teoría, sino que es en sí misma una práctica en sentido objetivo, toda vez que es el conjunto de leyes incondicionalmente obligatorias de acuerdo con las cuales debemos actuar. Por ello es una clara contradicción reconocerle toda su autoridad y sostener que no es posible obedecerla (F, 370).

Tratando de destacar más explícitamente las razones para afirmar que la ley moral es el criterio último, incuestionable e irrenunciable de racionalidad práctica, podemos señalar que el valor moral fundamental es el del respeto a las personas en tanto agentes autónomos. Las exigencias de moralidad son exigencias de respeto a sí mismo y de respeto hacia los demás. Si tuviésemos que tratar a las personas como seres incapaces de actuar tal como exige el respeto a sí mismo, excepto bajo la presión de una coacción externa (de sanciones y castigos o de halagos y premios) suministrada por cierta autoridad, estaríamos negando a esas personas la posibilidad de respetarse a sí mismas en tanto que seres morales autónomos; les estaríamos negando su dignidad, su no–precio. Las estaríamos excluyendo del mundo moral. Consideramos responsables a los otros porque ésta es una condición de nuestra obediencia a los dictados de la ley moral (KpV, 143). La ley moral no es sino la ley que el sujeto se ha dado a sí mismo (G, 432), de modo que cada individuo ha de ver y juzgar por sí mismo lo que constituye la bondad o la maldad de su conducta; en otras palabras, habrá de trocarse en moralmente autónomo. Esta es una responsabilidad de la que ningún ser humano puede exentarse. Ciertamente, es posible aceptar alguna autoridad externa y considerarla como responsable dictadora de nuestras acciones; pero seguiremos siendo responsables de esa primera elección de la autoridad a la que vamos a obedecer pues el juez que mora dentro de nosotros no puede ceder sus funciones a ningún otro magistrado. Tal juez es nuestra conciencia racional o conciencia reflexiva. Los motivos morales se resisten a toda imposición exterior.

Cuando un individuo tiene que cumplir una función en un sentido mecanicista y obedecer a fines establecidos de forma externa a él mismo, está cumpliendo con ciertas normas dadas por el mecanicismo institucional en el cual él funciona; en este caso obra según imperativos hipotéticos y en el cumplimiento de dichas órdenes busca fines pragmáticos. Ahora bien, aunque los contenidos morales sean heterónomos y advengan a la conciencia moral desde una instancia ajena a ella, el agente moral siempre podrá asumirlos o rechazarlos autónomamente. La existencia de una ley moral autónoma nos lleva a conocer que somos libres. La libertad se convierte en la razón de ser de la ley moral y de nuestra condición de agentes morales (KpV, 4). La libertad no sólo hace posible que nos demos a nosotros mismos nuestra propia ley, sino también hace posible que podamos cumplirla o incumplirla. En otras palabras: nos vuelve responsables de nuestros actos y hace que dichos actos nos sean imputados (in meritum aut demeritum). El arbitrio humano es y debe ser libre debido a que hay una conexión esencial que vincula las nociones de personalidad, moralidad y libertad. Kant entiende por personalidad moral la libertad de un ser racional en cuanto queda sometida a leyes morales. Por ello, las personas son sujetos cuyas acciones les son imputables y no están sometidas más que a las leyes que se dan a sí mismas, individualmente o en comunidad. Tales leyes son leyes morales, es decir, leyes que proceden, como de su fuente u origen, del arbitrio determinado por la razón en su uso práctico. Así, el fundamento de la moralidad ni necesita ni puede ser buscado en una instancia ajena a la razón misma. La conexión esencial que vincula la noción de moralidad con la de autonomía, no es otra que la de una razón que se da a sí misma la ley. En su función legisladora, la voluntad se identifica con la razón práctica y provee la ley moral; el arbitrio, en cambio, se refiere a la función ejecutiva de la voluntad.

Las leyes del deber ser o mandatos morales, sólo pueden dirigirse a seres racionales, es decir, a seres dotados de la capacidad de obrar según la representación de las leyes; en correspondencia y consonancia con esto, los mandatos morales hacen referencia directa al universo entero de todos y cada uno de los destinatarios, toda vez que la forma de universalidad es la propia de toda genuina legalidad. Kant piensa la moralidad referida, en dos sentidos correlativos, al ámbito constituido por un reino de los fines o comunidad universal de personas: seres destinatarios y portadores de la ley moral en tanto que poseen un valor absoluto y no meramente relativo; seres a cuya protección y promoción apuntan las leyes morales y de quienes se exige el cumplimiento de las mismas. Ningún reino de fines sobre la tierra puede buscarse si la responsabilidad está confinada a la perspectiva del agente deliberador en primera persona. El reino de los fines es el ideal de la unión sistemática de diferentes seres racionales a través de leyes comunes. Tales seres son objeto de respeto pues en virtud de su propia naturaleza racional y libre constituyen fines en sí mismos. El reino de los fines es una comunidad en la que la libertad va progresando y efectuándose de modo cada vez más perfecto, pues sus ciudadanos son libres en tanto que han hecho sus propias leyes y en tanto que dichas leyes son leyes de libertad. Cabe insistir en que la única, entre todas las ideas de la razón pura, cuyo objeto es una cosa de hecho y tiene que ser contada entre lo cognoscible, es la idea de libertad; ésta es la única idea de la razón cuya realidad se deja exponer por leyes prácticas y en acciones reales ocurridas en la experiencia (KU, 468). La voluntad del ser humano no admite ser restringida por la naturaleza, pues ello implicaría la supresión del estatuto de fin en sí mismo propio del ser racional libre. Nada hay más real que tener que decidir nuestras acciones según la idea de libertad. Igualmente, debe insistirse en que, para Kant, el supremo fin final que tenemos que realizar, aquello mediante lo cual solamente podemos llegar a ser dignos de ser nosotros mismos fin final de una creación, es esa idea que tiene para nosotros realidad objetiva en relación con la acción o la práctica humana (KU, 469).

En la Fundamentación (G, 400) Kant formula la definición de deber como la necesidad de llevar a cabo una acción debido al respeto que tenemos por la ley y tal respeto no es el incentivo que nos lleva a la moralidad, sino que es la moralidad misma. El hecho de la razón es nuestra conciencia de la ley moral como fundamento determinante de la voluntad (KpV, 31). La moralidad es una disposición o hábito establecido que nos impulsa a actuar de acuerdo con la ley debido a que es la ley. El deber es la obligación que nos impulsa a una acción por la ley presente en la conciencia de una persona que, por naturaleza, no necesariamente actúa como lo pide la ley. La ley moral es presentada por la razón tan pronto formulamos máximas de la voluntad (KpV, 29) y nos revela la realidad de nuestra libertad al mostrarnos que somos capaces de actuar en contra de nuestras inclinaciones. Un ser racional no sensorial no tendría ningún incentivo para que le hicieran obedecer; un ser de ese tipo tendría una voluntad santa. El "debe" del imperativo moral, para este tipo de seres, es un "es". Pero el hombre, que es un ser sensorial (imperfectamente racional), se encuentra sujeto a la disciplina de la razón y no está dotado de una voluntad santa. Cuando mucho su voluntad será virtuosa. De todos modos el hombre es una persona y, como tal, es santo, es decir, es un fín en sí mismo que jamás deberá ser usado como simple medio. En efecto, el origen y raíz del deber es aquello que eleva al hombre por encima de sí mismo, como parte del mundo de los sentidos, y lo enlaza con un orden de cosas que sólo el entendimiento puede pensar y al cual está sometido, al mismo tiempo, todo el mundo de los sentidos. Esto no es otra cosa que la personalidad, es decir, la libertad respecto del mecanicismo de la naturaleza; esta libertad es considerada como la facultad de un ser sometido a leyes puras prácticas que le son propias, es decir, leyes dictadas por su propia razón (KpV, 87). Así pues Kant considera al hombre como perteneciente a dos mundos: un mundo sensible o fenoménico y un mundo inteligible o nouménico. Nuestra capacidad de actuar bajo la ley moral nos enseña que somos libres, miembros de un mundo inteligible, no sujeto al dominio ni del espacio ni el tiempo. Por pertenecer a dicho mundo inteligible, el hombre es un ser que se fija metas que trascienden el aquí y el ahora y puede perseguir un fin en sí mismo; tiene dignidad y no es como un objeto que solamente tiene un precio. La personalidad —ese atributo que distingue a los seres racionales de los objetos— es la liberación del mecanismo de la naturaleza por medio de la capacidad de estar sujeto a leyes que el agente se da a sí mismo (autonomía). La personalidad es sublime, y siempre que respetamos algún hombre, respetamos la ley del mundo inteligible que él representa más o menos adecuadamente en el mundo fenoménico. Mientras que el hombre, considerado empíricamente, es bastante no santo, la personalidad y humanidad que existen en él son santas.

Sobre la base de este origen del deber, Kant introduce el concepto de personalidad. Este concepto manifiesta la unidad del agente en su capacidad de acción así como su espontaneidad en el conocimiento de la ley. La personalidad no es una categoría; es una Idea de la razón pero no se da automáticamente. Somos personas, pero ningún ser sensorial/racional finito se adecua perfectamente a la Idea de personalidad. En la naturaleza humana, considerada empíricamente, encontramos solamente una predisposición hacia la personalidad, entendida como la capacidad de respetar la ley moral y transformarla en un incentivo suficiente para mover la voluntad. Cuando esta predisposición se refuerza por medio de la práctica y llega a ser real y efectiva, hay un estado de virtud y bondad de carácter; un hombre bueno en el mundo empírico es un hombre cuya ley proviene y se sigue del respeto por la Idea de su personalidad en el mundo inteligible. Aún en un hombre perverso, que voluntariamente acepta otras máximas diferentes de aquellas que se adecuan a la ley moral, la predisposición a la personalidad no se pierde; simplemente se ha vuelto ineficaz al elegir libremente aquello que va contra las exigencias de la ley moral. El mal moral va voluntariamente contra las exigencias de la propia personalidad como razón legislativa pura y práctica.

Pasaremos a continuación a tratar de explicar cómo la perspectiva de este mundo inteligible es capaz de solucionar la antinomia de la razón práctica; en otras palabras, la solución de una antinomia siempre implica una apelación al idealismo trascendental. En efecto se trata de trazar una distinción entre dos perspectivas que los seres humanos somos capaces de tomar respecto de nosotros mismos para los fines del conocimiento y de la acción: por un lado, nos concebimos a nosotros mismos como objetos de experiencia sujetos a las leyes de la causalidad natural y, por el otro, nos concebimos también como agentes capaces de determinarse a sí mismos por la razón. No se trata de un dualismo ontológico, sino de un dualismo de perspectivas o de concepciones de nosotros mismos que somos capaces de adoptar para los fines ineludibles del conocimiento y de la acción.

 

III. La antinomia de la razón

En una antinomia o conflicto de leyes, cada proposición:

[…] no sólo está cada una de ellas libre en sí misma de toda contradicción, sino que encuentra las condiciones de su necesidad en la naturaleza de la razón misma. El problema reside, desgraciadamente, en que la tesis opuesta tiene en su favor unos fundamentos que gozan de la misma validez y necesidad (KrV A421, B449).

De este modo puede decirse que tesis y antítesis forman una contradicción aparentemente insoluble. Para Kant la antinomia de la razón pura, que se manifiesta en su dialéctica, es el error más benéfico en el que pudo haber caído la razón humana (KpV, 107) pues no sólo nos impulsa a salir de un laberinto, sino que además nos descubre algo que no se buscaba pero que se necesita y mucho, a saber, la perspectiva de un orden inteligible, superior e inmutable, en el que podemos guiar nuestras acciones según la determinación suprema de la razón, lo cual es lo prescrito por el principio moral. En el concepto de bien supremo está incluida la ley moral como único fundamento determinante de la voluntad, según la autonomía de ésta última.

Ahora bien, la razón práctica tiene su propia antinomia, constituida por la tesis según la cual la virtud debe ser la causa de la felicidad, y cuya antítesis postula que la virtud no es la causa eficiente de la felicidad (ya que ésta última puede ser el resultado del mero uso exitoso del conocimiento de las leyes de la naturaleza). Tratemos de plantear de manera clara y sucinta esta antinomia, teniendo en cuenta que el concepto de bien supremo es el ideal en que se conjunta virtud y felicidad, ello en proporción respecto al grado en que se ha adquirido la perfección moral. Según se ha dicho, ciertamente sólo lo moralmente bueno puede constituir el bien más elevado. Pero la sola virtud no puede constituir el bien supremo (el bien perfecto o consumado), pues éste último reclama la unión de virtud y felicidad. Ahora bien, la felicidad, entendida como "el estado de un ser racional en el mundo, a quien, en el conjunto de su existencia, todo le va según su deseo y voluntad" (KpV, 124) y como el objeto particular de la facultad humana de desear, no es posible sino bajo cierta concordancia entre la naturaleza y nosotros. Pero, es evidente que el orden natural no depende de nosotros. A juicio de Kant, ya las antiguas escuelas estoica y epicúrea (KpV, 115; MS, 377) habían intentado resolver esta antinomia identificando virtud y felicidad. Realizaron dicha identificación de distinta manera, pero a fin de cuentas llegaron por uno u otro camino a la misma identidad. Los epicúreos afirmaron que la felicidad es el bien supremo, y que la virtud no es otra cosa que el medio para adquirirlo. Los estoicos sostuvieron que la virtud es el bien supremo, y que basta con ser conscientes de nuestra propia virtud para ser felices. De una u otra forma, ambas escuelas caen en el error de identificar virtud y felicidad. Sin embargo, Kant considera que virtud y felicidad son principios heterogéneos que aquí aparecen reducidos a uno solo, de modo tal que se plantea una falsa alternativa cuyos miembros son igualmente inaceptables, a saber: o el deseo de felicidad es el motor de nuestras máximas morales, o nuestras máximas morales son la causa eficiente de nuestra felicidad. Para Kant virtud y felicidad en realidad son principios heterogéneos, pues la primera sólo depende de nosotros, es decir, de nuestra aceptación de la ley moral, en tanto que la segunda depende del determinismo de la naturaleza y los dones de la fortuna (G, 393, 401; MS, 387; KU, 431). Para Kant, la tesis epicúrea es totalmente objetable, pues la ley moral no puede estar determinada por ventajas pragmáticas o por motivos hedonistas, so pena de no obligar categóricamente. Por su parte, la tesis estoica es rechazable dado que, si nos atenemos a este mundo sensible, la virtud no genera necesariamente felicidad; sin embargo, veremos que la tesis estoica no es necesariamente falsa, pues podemos suponer un mundo inteligible en el cual dicha tesis sí resulta verdadera.

Según hemos dicho, Kant sostiene que la moral señala cómo hemos de llegar a ser dignos de la felicidad; la dignidad de ser feliz es aquella cualidad de una persona, dependiente de la propia voluntad del agente, conforme a la cual una razón legisladora universal se acordaría con todos los fines de esa persona. Esto no significa que la moral exija que el hombre deba renunciar a su fin natural, a saber: la felicidad, puesto que no puede hacerlo. Lo que significa es que debe prescindir por completo de la consideración de la felicidad, al no convertirla en condición del cumplimiento de la ley prescrita por la razón. De ese modo, el único fin del Creador no es la moralidad del hombre por sí misma ni la felicidad por sí sola, sino el bien supremo posible en el mundo, que consiste en la reunión y concordancia de ambas. El bien supremo es el bien consumado, es decir, el bien al cual no es posible agregar ningún bien ulterior, el bien autosuficiente; el bien supremo constituye la totalidad incondicionada del objeto de la razón pura práctica, y al reunir e interrelacionar los dos elementos de virtud y felicidad, el bien supremo proporciona unidad a la vida práctica del hombre.

El concepto de deber produce un fin para la voluntad del hombre: contribuir con todas sus fuerzas al bien supremo posible en el mundo. Esto está a nuestro alcance en uno de sus aspectos (el que depende de nosotros: la virtud), pero no en los dos conjuntamente; por ello el concepto de deber obliga a la razón en sentido práctico a creer en un Señor moral del mundo y en una vida futura. La admisión de nuestra duración es condición que se exige para el fin final que la razón nos propone absolutamente (KU, 460). Ahora bien, si suponemos otro mundo en el que un Ser moralmente perfecto y capaz de realizar la unión de virtud y felicidad es la causa de dicho mundo, si admitimos la existencia de Dios, la antinomia de la razón práctica podría ser resuelta. Así, la tesis kantiana según la cual únicamente el bien supremo es el objeto completo de la razón pura práctica —la cual necesariamente se lo debe representar como posible, puesto que es un precepto necesario de dicha razón el contribuir en todo cuanto pueda a la realización de dicho bien (KpV, 119) — representa el ideal moral kantiano y su persecución por el ser humano, y significa una fe profunda en el orden moral del universo y en un Ser que establece y realiza tal orden. La razón nos propone como ideal moral el bien supremo al cual estamos absolutamente obligados; este ideal infinito reclama una duración infinita de nuestra personalidad; sólo si la duración de nuestra personalidad es infinita, podemos estar absolutamente obligados a buscar y perseguir el bien supremo. A la infinita perfección del ideal moral corresponde un progreso moral infinito de la personalidad humana. Podemos garantizar un progreso moral constante y fiel al infinito ideal moral si somos diligentes, lo más humanamente posible, en la custodia de la rectitud de nuestra orientación al bien supremo. Es así que quien se encamina fiel y constantemente hacia el bien puede y debe pensar poder disponer de una vida futura post mortem, en la cual podrá continuar en aquella eterna progresión del bien en la cual consiste el paraíso. Quien, por el contrario, se aferra en el mal y peca desviándose y renegando del bien, deberá representarse la vida futura como un infierno de continuo regreso al mal.

El ideal del bien supremo consiste en que se concibe una razón suprema como garante de que se cumpla, en un proceso de vida indefinida o inmortal, la proporcionalidad entre el comportamiento moral y la felicidad. Por ello Kant dirá:

Sólo en el ideal del bien supremo originario puede la razón pura encontrar el fundamento del vínculo que, desde el punto de vista práctico, liga necesariamente ambos elementos del bien supremo derivado, esto es, de un mundo inteligible, o sea, moral […] nosotros tenemos necesariamente que representarnos mediante la razón como pertenecientes a ese mundo (KrV, A810, B838).

La libertad de la voluntad es el fundamento de la moralidad (KrV, A542, B570 ss.). La libertad de la voluntad es importante porque no se nos puede considerar responsables si no somos libres y porque proporciona tanto el contenido como la motivación de la ley moral. La libertad nos conduce a la concepción de nuestra existencia en un mundo inteligible. La moralidad misma nos apunta al mundo inteligible (KpV, 44), pues la libertad requiere no sólo que existamos en el mundo inteligible, sino que existamos ahí en tanto que tenemos libertad; en otras palabras: que podamos ser motivados desde ahí, por ideas puras. Esto es lo que Kant llama el hecho de la razón. La idea de nuestra existencia inteligible nos hace sentir la sublimidad de nuestra existencia suprasensible (KpV, 88). Si somos libres, somos miembros de un mundo inteligible. Una voluntad libre hace de la ley moral su principio y ello nos muestra una vocación más elevada que la satisfacción de nuestros propios deseos: ayudar a producir el bien supremo en el mundo, es decir, ayudar a crear un reino de fines ya desde esta tierra. Este pensamiento es el motivo de la moralidad; esto significa que nuestras acciones y esfuerzos morales tienden a la instauración de un reino de fines real; éste será la consecuencia de nuestras acciones y del ideal que las guía. En la teoría moral de Kant, nuestro parámetro de conducta está fijado por un estado ideal de cosas: debemos actuar siempre como si estuviéramos en un reino de fines El espectador teórico ve el mundo como fenoménico, mecanicista y completamente determinado; el agente práctico que actúa bajo la idea de libertad ve el mundo desde un punto de vista inteligible. La razón práctica nos ayuda a salir del mundo de los sentidos y nos proporciona conocimientos de un orden y una conexión suprasensibles (KpV, 106). Estos dos puntos de vista dan lugar a dos visiones muy diferentes del mundo; ambos puntos de vista son legítimos y no se ha de privilegiar uno por encima del otro. Y si llegamos a vernos enfrentados a tener que privilegiar uno sobre el otro, habremos de elegir el último pues es el que conlleva la forma de vida verdaderamente humana, el máximo desarrollo de lo específicamente humano: la creación de un sistema de todos los fines buenos, la búsqueda cooperativa del bien. En otras palabras, la forma humana de vida es la forma de vida moral. No hay forma humana de vida si ésta no es una vida moral. El agente moral tiene el fin supremo e incondicionado de realizar el bien en el mundo. Kant lo explica así:

Por lo demás, la idea de un mundo puro del entendimiento, como el conjunto de todas las inteligencias al que nosotros mismos pertenecemos como seres racionales […] queda siempre como una idea útil y lícita para una fe racional, aún cuando todo saber tiene un final en el límite del mismo, al objeto de producir en nosotros un vivo interés en la ley moral a través del magnífico ideal de un reino universal de los fines en sí (de los seres racionales) (G, 462).

La humanidad es el poder de elección racional; pero sólo cuando la elección es plenamente racional, la humanidad se realiza plenamente. La humanidad sólo se perfecciona en la realización de la "personalidad" que es la buena voluntad. Para Kant el propósito último de los seres humanos debe considerarse también como el propósito último del mundo; el propósito de la naturaleza es el desarrollo de la humanidad en el sentido específico de desarrollo de la moralidad:

[…] sólo en el hombre, si bien en él tan sólo como sujeto de la moralidad se halla la legislación incondicionada con respecto a los fines, la única que capacita para ser un fin final al cual está teleológicamente subordinada la naturaleza (KU, 435–436).

 

IV. Los postulados de la razón práctica

Iniciemos recordando que un juicio de valor o una proposición práctica que contiene un "debería" no puede derivarse de un argumento a través de premisas que son exclusivamente de hecho, sino que siempre se requiere de una premisa de valor. Tal argumento no es válido a menos que la premisa de valor sea suministrada. Por otra parte, Kant señala que un postulado es "una proposición teórica que, como tal, no es demostrable, pero que es un corolario inseparable de una ley práctica incondicionalmente válida" (KpV, 122). En otras palabras: se trata de una proposición teórica basada en fundamentos morales que surgen de una necesidad de la razón; tal proposición no es válida para ningún propósito teórico y, en tanto que todos los fundamentos que la sostienen son prácticos, todas las consecuencias que se derivan de ella deben estar, del mismo modo, restringidos a su orientación práctica. Kant explica la base de dichos postulados de la siguiente manera:

Todos éstos parten del principio fundamental de la moralidad, que no es un postulado sino una ley por medio de la cual la razón determina inmediatamente a la voluntad, y la voluntad […] exige estas condiciones necesarias de la observancia de sus preceptos. Estos postulados no son dogmas teóricos sino presuposiciones emitidas desde un punto de vista necesariamente práctico y por lo tanto no amplían el conocimiento especulativo, pero dan realidad objetiva a las ideas de la razón especulativa en general (mediante su relación con lo práctico) y la autorizan para formar conceptos que de otro modo no podría pretender afirmar ni siquiera en su posibilidad. Estos postulados son los de la inmortalidad, la libertad positivamente considerada (como causalidad de un ser en cuanto pertenece al mundo inteligible) y la existencia de Dios (KpV, 132).

Un postulado de la razón práctica es un objeto de creencia racional, pero las razones para la creencia son prácticas y morales. Necesitamos estas creencias como condiciones de obediencia de la ley moral y ello, más la naturaleza categórica de la ley, es lo que justifica la creencia. No puedo rendir obediencia al imperativo moral que ordena promover el summum bonum a menos que crea que es posible, y puedo creer que es posible sólo si creo en la existencia de Dios, la libertad de la voluntad y la inmortalidad del alma. Esta creencia no es una necesidad contingente, surgida de un deseo arbitrario o subjetivo del bien supremo, deseo que yo podría no sentir; porque entonces el imperativo según el cual lo buscaría sería hipotético. Esta es una necesidad de la razón pura, una creencia a la cual no puedo renunciar y al mismo tiempo mantener mi fidelidad a la ley moral, fidelidad a la que no puedo renunciar sin volverme despreciable ante mis propios ojos. El argumento práctico compele al conocimiento (i. e., la teoría) a conceder que hay tales objetos, pero sin definirlos más exactamente. Las Ideas, que, por razones teóricas, estaban objetivamente vacías ("sin objetos"), ahora muestran "tener objetos". Dichos objetos están allí, se imponen; la categoría de existencia es aplicable a ellos. Kant explica esto de la siguiente manera:

Las tres ideas mencionadas de la razón especulativa no son en sí conocimientos, pero son pensamientos (trascendentes) que no contienen nada de imposible. Ahora reciben realidad objetiva mediante una ley práctica apodíctica, como condiciones necesarias de la posibilidad de aquello que esta ley ordena ponerse como objeto, es decir, esta ley nos señala que tienen objetos, pero sin poder demostrar cómo su concepto se refiere a un objeto, y esto ciertamente no es aún conocimiento de esos objetos, porque con esto no se puede hacer ningún juicio sintético sobre ellos ni determinar teóricamente su aplicación, y entonces con ellos no se puede hacer ningún uso teórico de la razón en el cual consiste propiamente todo conocimiento especulativo de la misma. Sin embargo, el conocimiento teórico, no de estos objetos, sino de la razón en general, fue ampliado de esta manera en cuanto, por los postulados prácticos, fueron dados objetos a esas ideas, obteniendo así primeramente realidad objetiva un pensamiento sólo problemático. Por lo tanto, no fue una ampliación del conocimiento de objetos suprasensibles dados, pero sí una ampliación de la razón teórica y del conocimiento de ésta respecto de lo suprasensible en general, en cuanto ha sido obligada a admitir que hay tales objetos, pero sin poder determinarlos más, y por lo tanto, sin poder ampliar este conocimiento de los objetos (que ahora le han sido dados por un fundamento práctico y únicamente para ese uso); de modo que la razón pura teórica, para la cual todas esas ideas son trascendentes y sin objeto, le deben esta ampliación únicamente a su facultad pura práctica (KpV, 135)

Estamos, pues, autorizados a creer en los postulados prácticos porque son condiciones necesarias para obedecer la ley moral. Sabemos que los postulados tienen objetos gracias a la primacía de la razón práctica. En efecto, no tenemos dos razones sino sólo una con dos intereses; pero estos intereses no son incompatibles toda vez que los dos poseen la misma dirección, pero sólo una de las rutas de aproximación a lo incondicionado puede, de hecho, alcanzar su destino. La razón pura teórica y práctica se enfocan a los mismos objetos, siendo que mientras "huyen ante ella cuando emprende el camino de la pura especulación", ellos pueden ser definitivamente sujetados siguiendo el camino de la práctica (KrV, A796, B824).

Si la doctrina de los postulados se dejara en el punto de justificar únicamente el proceso de postulación como un acto práctico, pero no del postulado como verdad, entonces un área completamente racional de la experiencia, a saber, el área de la acción humana, se habría dejado sin fundamento último. Las Ideas son un atributo genuino de la razón, siendo sus principios, para la sistematización de la experiencia, los que pueden ser garantizados sólo si existen conceptos de condiciones incondicionadas. Las Ideas son máximas necesarias para el modo de operar del pensamiento. Si contienen o no objetos, es algo que permanece como un problema irresoluble para la razón especulativa; pero dicha razón no necesita, de acuerdo a su propio interés, resolver este problema. A la razón especulativa le basta con saber que no se puede demostrar la falsedad de las Ideas como cogniciones, y que se puede demostrar que son necesarias como máximas.

Por lo que toca al postulado de la inmortalidad del alma, veremos que no sólo nos es permitido pensar el alma, sino que estamos obligados a hacerlo, si siguiéramos hasta el mundo suprasensible los principios que funcionan dentro de la experiencia. Es de aclarar que hemos de basar la creencia en la inmortalidad del alma más bien sobre la disposición moral y no, por el contrario, basar la disposición moral en la esperanza de recompensas futuras en otra vida.

 

V. El postulado de la inmortalidad del alma

En la Crítica de la razón pura, (KrV, B410–411) Kant muestra que todos los juicios sintéticos a priori sobre el alma se prueban sólo mediante silogismos que contienen paralogismos. Su argumento puede establecerse en sus puntos esenciales de manera muy simple. El pensamiento de "mí mismo" en la unidad trascendental de la apercepción, el "yo" en el "yo pienso" que debe poder acompañar a todas mis representaciones, es el pensamiento de una sustancia simple. El alma, sin embargo, aunque pensada como sustancia, no está dada bajo la condición única por la que una sustancia puede ser conocida, i. e., en el tiempo. Sin embargo, el error de este argumento especulativo al menos no perjudica —continúa diciendo Kant— la relación con el derecho, e incluso con la necesidad, de suponer una vida futura, de acuerdo con los principios del uso práctico de la razón y es, él mismo, una sugerencia valiosa para pasar de la vana especulación, en esta materia, a las consideraciones prácticas (KrV, 421).

En el Prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, Kant dice que la creencia en la inmortalidad se basa en la "notable característica de nuestra naturaleza, incapaz de satisfacerse con lo que es temporal, por ser insuficiente para las capacidades de su vocación completa" (B XXXII).

El argumento con el que Kant prueba la inmortalidad del alma en la Crítica dela razón práctica es un modelo de lucidez económica y corre de las páginas 122 a 124 en la edición de la Academia. Procuraremos seguir cada uno de los pasos que da Kant para construir su prueba:

1. El bien supremo es un objeto necesario para la voluntad.

2. La santidad, o adecuación completa de las intenciones a la ley moral, es una condición necesaria para el bien supremo.

3. La santidad no puede ser encontrada en un ser racional/sensible.

4. Ésta sólo puede ser alcanzada en un progreso sin fin, y, puesto que la santidad se requiere, tal progreso sin fin hacia la misma es el verdadero objeto de la voluntad.

5. Tal progreso puede ser sin fin sólo si la personalidad del ser racional perdura indefinidamente.

6. El bien supremo, por lo tanto, puede hacerse real sólo si el alma es inmortal.

La necesidad del summum bonum conlleva la necesidad de santidad, la cual, a su vez, conlleva la inmortalidad. Existe un imperativo moral necesario: sed perfectos, y un ser moral que conoce tal imperativo debe suponer, para cumplirlo, que es inmortal. En el ideal del summum bonum Kant concibe una razón suprema como garante de que se cumpla, en un proceso de vida indefinida o inmortal, la proporcionalidad entre el comportamiento moral y la felicidad. Para Kant "al ser una facultad práctica en sí misma, no limitada por las condiciones del orden de la naturaleza, la razón está capacitada para ampliar el orden de los fines y, con ello, nuestra propia existencia, más allá de los límites de la experiencia de la vida" (KrV, B425). Por ello el hombre "se siente llamado interiormente a hacerse apto mediante su comportamiento en este mundo y renunciando a muchas ventajas, para ser ciudadano de otro mundo mejor, que él posee en la idea" (KrV, B426). La idea moral del Bien Supremo nos da una "vocación más elevada" (KpV, 98). Esta vocación es ayudar a convertir al mundo en un mundo inteligible, un lugar racional, mediante la promoción del Bien Supremo. Para Kant hay, pues, una disposición en el hombre a partir de la cual se deriva el progreso infinito de nuestra bondad hacia la conformidad con la ley (R, 67–68). Siendo procedente de una exigencia racional, tenemos que obedecer la ley moral y, por ende, adoptar el Bien Supremo como nuestro fin. La ley moral exige que pensemos el Bien Supremo como posible y que busquemos la propia perfección, es decir, la santidad de la voluntad. A los ojos de Dios, un progreso infinito es lo mismo que la culminación de la santidad pues "el infinito, para el cual la condición del tiempo es nada, ve en esta serie, para nosotros infinita, la totalidad de la adecuación con la ley moral" (KpV, 123).

Debemos pensar nuestras elecciones y acciones libres como si no estuviesen condicionadas por el tiempo. Si estuviesen sujetas al tiempo, estarían sujetas a la causalidad y no serían libres. En la teoría kantiana de la libertad, ésta tiene una naturaleza atemporal, lo cual le permite muy bien al filósofo armonizarla con su explicación de la adquisición de la virtud. Pensamos la adopción libre de nuestra máxima más fundamental como si estuviese antes de nuestras elecciones fenoménicas y concebimos la elección libre de nuestro carácter como algo a lo que se suma la conducta entera de nuestra vida. Kant lo dice así:

[…] el deber no nos ordena nada que no nos sea factible. Esto no puede conciliarse de otro modo que así: la revolución ha de ser necesaria, y por ello posible para el hombre, por lo que se refiere al modo de pensamiento, en tanto que la reforma paulatina lo es por lo que se refiere al modo del sentido (que opone obstáculos a aquél). Esto es: cuando el hombre invierte el fundamento supremo de sus máximas, por el cual era un hombre malo, mediante una única decisión inmutable (y con ello viste un hombre nuevo), en esa medida es, según el principio y el modo de pensar, un sujeto susceptible del bien, pero sólo en un continuado obrar y devenir es un hombre bueno; puede esperar […] encontrarse en el camino bueno (aunque estrecho) de un constante progresar de lo malo hacia lo mejor. Esto, para aquel que penetra con la mirada el fondo inteligible del corazón (de todas las máximas del albedrío [Willkür]), para quien, por lo tanto, esta infinitud< del progreso es unidad: para Dios, es tanto como ser efectivamente un hombre bueno (grato a él); y así este cambio puede ser considerado como una revolución. (R, 47–48)

Hemos insistido en que nuestro yo está fincado en su identidad moral, es decir, que nuestras acciones constituyen nuestra identidad personal; también hemos dicho que el ser humano tiene el deber de buscar la perfección moral, es decir, hacer suyo el fin de aspirar a la perfección moral; se trata de lo que Kant llama un deber amplio (MS, 385–388 y 392), por contraste con los deberes estrictos. A la luz de este deber amplio, el ser humano juzga sus propias acciones y su personalidad moral con el parámetro del ideal moral de perfección. La serie de actos particulares de esfuerzo constante hacia ella representa un progreso moral real pero no alcanza para llevarla a término. Por ello, el agente moral posee también la creencia racional de poder satisfacer de alguna manera el ideal de perfección moral, pues de lo contrario caería en el absurdo práctico de estar obligado a lo imposible. Si la vida humana tiene un significado moral, debe haber algo en nuestra personalidad moral que persista más allá de nuestras acciones manifestadas en nuestra vida empírica. La existencia permanente de nuestra personalidad moral es la disposición suprasensible del ser humano, la cual se manifiesta empíricamente en el progreso del carácter moral a lo largo del tiempo. La disposición moral de un agente es la esencia de su personalidad moral y, en ese sentido, manifiesta su identidad personal, i. e., lo que esa persona es. Con la muerte, el ser humano moral no queda sencillamente "eliminado". Kant lo dice así:

[] Si se admite que la ley moral pura obliga inflexiblemente a cada uno como mandamiento (no como regla de prudencia), el hombre honrado bien puede decir: yo quiero que exista un Dios, que mi existencia en este mundo sea, además de la conexión natural, una existencia en un mundo del entendimiento puro y, finalmente, quiero que mi duración sea infinita (KpV, 143).

Finalmente digamos unas breves palabras referentes al tema del progreso moral después de la muerte y su conflictiva relación con la temporalidad. De acuerdo con Kant los seres humanos nos representamos la unión entre virtud y felicidad en el marco de la temporalidad, aunque sabemos que precisamente no es en tal marco donde el Bien Supremo ha de realizarse de modo pleno. En otras palabras, es debido a la limitación propia de nuestro modo de conocer que tenemos que representarnos, incluso lo que suceda más allá de la muerte, bajo categorías temporales, aunque sepamos —no en un plano imaginativo, sino conceptual– que dicha representación no se adecúa a la realidad del mundo inteligible. En efecto, cuando pienso un ser suprasensible… no lo tengo que pensar en sitio alguno en el espacio, tampoco tengo que pensarlo como extenso; es más, no puedo ni siquiera pensarlo en el tiempo y en coexistencia con otros (KU, 483 y KrV B71–71). Sin embargo, esa limitación de nuestro conocimiento acotado por la temporalidad, puede incluso ser favorable para los intereses de la moral toda vez que nos anima, aquí y ahora, en la temporalidad, a superar el hiato que separa a la virtud y a la felicidad, y a hacernos dignos, desde ahora en la temporalidad, de esa plena vinculación en el mundo inteligible entre virtud y felicidad.

 

Bibliografía Complementaria

ALLISON, Henry: Kant's Theory of Freedom, Cambridge University Press 1990, pp. 67, 171–173, 273–274.         [ Links ]

BRUCH, Jean Louis: La philosophie religieuse de Kant, Aubier 1968, pp. 117–125.         [ Links ]

CHINGNELL, Andrew: "Belief in Kant" en Philosophical Review, 116, 3, July, 2007, pp. 323–360.         [ Links ]

GALBRAITH, Elizabeth: Kant and theology: was Kant a closet theologian?, London: International Scholar Publications 1996, cap. V, esp. pp. 137 y ss.         [ Links ]

INSOLE, Christopher: "The Irreducible Importance of Religious Hope in Kant's Conception of the Highest Good", Philosophy, 83, 2008, The Royal Institute of Philosophy, pp. 333–351.         [ Links ]

KORSGAARD, Christine: "Self–constitution in the Ethics of Plato and Kant", en The Journal of Ethics 3, 1999, 1—29.         [ Links ]

KORSGAARD, Christine: Self–Constitution: Agency, Identity and Integrity, Oxford University Press 2009, pp. XII, 117–121, 123, 125, 130, 133–142, 145, 147, 152–165, 170, 175–178, 180–182, 206, 213.         [ Links ]

KORSGAARD, Christine: La creación del reino de los fines, México: UAM–UNAM 2011, pp. 47, 57, 59, 89–92, 357, 109, 91.         [ Links ]

PEROVICH, Anthony: "For Reason... also has its Mysteries": Immortality, Religion and The end of all things", en Philip J. Rossi & Michael Wreen (eds.), Kant's philosophy of religion reconsidered, Indiana University Press 1991, pp. 165–180.         [ Links ]

REARDON, Bernard: Kant as Philosophical Theologian, Barnes & Noble 1988, pp. 65–67        [ Links ]

SCHWARZ, Gerhard: Est Deus in nobis, Die Identitát von Gott und reiner praktischer Vernunft in Immanuel Kants "Kritik der praktischen Vernunft", Berlin 2004, pp. 160–165.         [ Links ]

WOOD, Allen: Kant's Moral Religion, Ithaca New York: Cornell University Press 1970, pp. 176–182, 226–232.         [ Links ]

 

Notas

* Este trabajo forma parte de otro más extenso en el que se abordan los temas de la creencia racional, la gracia y la esperanza en la filosofía de la religión de Kant. Sin embargo, puede ser leído independientemente de dicho trabajo.

1 Las obras de Kant se citan de acuerdo con la edición de la Real Academia Prusiana de Ciencias (Kant's Gesammelte Schriften herausgegeben von der Königlich Preufiischen Akademie der Wissenschaften, Berlin, 1900 y ss), actualmente Academia Alemana de Ciencias. La edición de la Academia se divide en cuatro grandes secciones: 1. Obras (Werke) (Tomos I al IX); 2. Correspondencia (Briefe) (Tomos X al XIII); 3. Manuscritos póstumos (Handschriftlicher Nachlaß) (Tomos XIV al XXIII) y, finalmente, 4. Lecciones (Vorlesungen) (Tomos XXIV al XXIX). Citaremos esta edición con las abreviaturas Ak. Ausg. y las obras que la conforman de acuerdo con las abreviaturas de la lista que se presenta a continuación: F para Zum ewigen Frieden (1795) en Ak.Ausg. VIII, 341—386: Hacia la paz perpetua; G para Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (1785) en Ak. Ausg. IV, 385—463: Fundamentación de la metafísica de las costumbres; KpV para Kritik der praktischen Vernunft (1788) en Ak. Ausg. V, 1—163: Crítica de la razón práctica; KrV para Kritik der reinen Vernunft (1781 y 1787) en Ak.Ausg. III y IV, 1—552: Crítica de la razón pura; KU para Kritikder Urteilskraft (1790) en Ak. Ausg. V, 165—485: Crítica de la facultad de juzgar; MS para Metaphysik der Sitten. (1797) en Ak. Ausg. VI, 203—493: Metafísica de las costumbres; R para Die Religion innerhalb der Grenzen der blofien Vernunft (1793) en Ak. Ausg. VI, 1—202: Religión dentro de los límites de la mera razón; Ww para Welches sind die wirklichen Fortschritte, die die Metaphysik seit Leibnitzens und Wolff Zeiten in Deutschland gemacht hat? (1804) en Ak. Ausg., XX,257–35i: ¿Cuáles son los reales progresos que ha hecho la metafísica en Alemania desde la época de Leibniz y Wolff?

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons