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Acta universitaria

On-line version ISSN 2007-9621Print version ISSN 0188-6266

Acta univ vol.26 n.4 México Jul./Aug. 2016

https://doi.org/10.15174/au.2016.928 

Artículos

La Narrativa de la Revolución Mexicana: periodo literario de violencia

The Narrative of the Mexican Revolution: literary period of violence

Flor E. Aguilera Navarrete* 

*División de Ciencias Sociales y Humanidades, Campus Guanajuato, Universidad de Guanajuato. Lascuráin de Retana núm. 5, zona centro, Guanajuato, Gto., C.P. 36000. Teléfono: (473) 73 2 00 06, ext. 4115. Correo electrónico: correcciones.typos@gmail.com


Resumen

El presente artículo tiene la finalidad de analizar y reflexionar la delimitación general del periodo literario de la Narrativa de la Revolución Mexicana, el cual inicia en 1915 y termina, aproximadamente, a mediados de los años cuarenta. Además, reconocer la violencia que se manifiesta como un rasgo importante para este periodo narrativo. Con ello, se observará un momento sociocultural de México de trascendencia política y social, pero desde una realidad simbólica, bajo un esquema ideológico y literario específico, con un dejo de innegable verdad, a pesar de tratarse de un discurso ficticio. Se trata de un periodo literario que representa, desde el espacio de ficción, las cuestiones políticas de la Revolución, así como la situación de injusticia social en México, pero desde una peculiar perspectiva: la violencia. Así, la violencia será un rasgo distintivo no solo de este periodo literario, sino del momento histórico de fractura social.

Palabras clave: Revolución; México; discurso ficticio; discurso histórico; poética de la violencia

Abstract

The purpose of present paper is to analyze and reflect on general delimitation of literary period of narrative of the Mexican Revolution, which began in 1915 and ended by about the mid-1940s. In addition, this objective implies to recognize violence as an important feature of this narrative period. Aforementioned reflection is going to allow to study that sociocultural moment of great political and social importance in Mexico. Albeit, from the viewpoint of a symbolic reality and under a specific ideology and literary scheme, with an undeniable flavor of truth, despite the fact that is considered a fictitious discourse. It is found in the present paper that this literary period represents, from a fictional dimension, political questions of Revolution, as well as the situation of social injustice in Mexico. Although from a peculiar perspective: the violence. As such, violence can be considered a distinctive feature not only of this literary period, but also of the historic moment of social fracture.

Keywords: Revolution; Mexico; fictional discourse; historical discourse; poetics of violence

INTRODUCCIÓN

La Narrativa de la Revolución Mexicana, debido a que se desarrolla bajo preceptos ideológicos decisivos para México, comúnmente es subordinada al contexto político que aborda, pues cuando se intenta hablar de la literatura de este periodo se termina, más bien, hablando de la historia, dejando de lado los temas meramente literarios que, junto a los principios políticos revolucionarios, parecen menores. Es habitual que se comience a discutir sobre obras trascedentes de este periodo, pero que al final se termine discutiendo, por ejemplo, sobre el fracaso o no del movimiento revolucionario, perdiendo de vista la vastedad de piezas literarias que, por sí mismas, son verdaderas riquezas.

Por supuesto, el ámbito ideológico es trascendente para comprender este grupo de obras narrativas, pero sin duda se debe tener cautela, ya que de lo contrario estaríamos condenando a este periodo literario a ser deglutido por el monstruo de la historia y reduciendo a la literatura a un mero asunto histórico. Para evitar esto, debemos acercarnos a las piezas narrativas no con el afán de confirmar datos históricos, no para exigirles lo mismo que se les exige a los discursos historiográficos, pues se trata, claramente, de textos con objetivos distintos. En todo caso, se pueden abordar como discursos historiográficos ficcionales, es decir, como un tipo de textos referenciales, que tienen de forma identificable el contexto histórico, incluso que pretenden ofrecer datos con “objetividad”, con precisión, apegándose a la historia oficial, pero que de cualquier manera, por ser expuestos desde el espacio literario, no dejan de ser solo efectos de realidad, es decir, artificio literario. Así, como “discursos historiográficos ficcionales” podremos reflexionar no cómo un dato histórico sigue siendo un dato histórico, sino cómo un hecho histórico se convierte en un hecho estético-literario.

El efecto de realidad que tiene este periodo narrativo es muy fuerte, de ahí que los lectores se sitúen en el espacio literario como si se tratara de la misma cosa que la historia, como si la “realidad real” y la “realidad ficticia” embonaran perfectamente en un molde. Pero se trata de una realidad simbólica, construida más con la imaginación, con los artilugios literarios, que con datos de archivo; incluso aunque el autor indique con toda certeza que se ha apegado plenamente a los hechos históricos (como sucede con los narradores de este periodo), esto no es posible, al menos no lo es desde el espacio de representación, de ilusión, que es la literatura. Sin duda, los escritores de la Narrativa de la Revolución sí buscaban testimoniar esa cruel realidad provocada, primeramente, por la situación social y luego por el caos del movimiento armado. Sí era un principio, o un compromiso, dejar “huella” de la participación en los asuntos revolucionarios. No obstante, no por ello debemos abordar este periodo como si se tratara de un juego de espejos; en todo caso, como un juego de espejos rotos, ya que los acontecimientos sociales son manifestados en sus múltiples perspectivas subjetivas, teniendo como recurso, además, la memoria, ya que muchas de las piezas que se incluyen fueron escritas tiempo después de concluida la Revolución, lejos, incluso, del territorio mexicano. Una de las pocas novelas que se publicó antes de terminado el movimiento armado fue Los de abajo, de Mariano Azuela, sacada a la luz a modo de entregas en 1915, en un diario del Paso, Texas (lugar a donde Azuela se había marchado después de la retirada de las fuerzas de Pancho Villa), y posteriormente publicada en 1916, en la imprenta El Paso del Norte. Sin embargo, esta novela, con la cual se inicia formalmente el ciclo narrativo de este periodo, fue conocida en México hasta mediados de los años veinte, después de la famosa disputa entre Julio Jiménez Rueda y Francisco Monterde, provocada por Los de abajo.

El recurso de la memoria es una razón más para tener cautela con el trasfondo histórico, pues recordemos que la memoria suele ser engañosa: exagera o aminora los sucesos del pasado, o al menos así se trasluce desde la literatura. Ahora bien, no por ello estas piezas narrativas no son depositarias de una “verdad” (no con mayúscula, absoluta e irrefutable), ya que es innegable que, a su modo, cada obra literaria conlleva una simbólica verdad a cuestas. Una “verdad” de la realidad que, valga decir, no se revela de igual forma en otras disciplinas. Es una “verdad” que, a veces, se impugna, y otras tantas se vanagloria por develar lo que desde otros ámbitos no se hace. De ahí que, en algunas ocasiones, parezca que se trata de una “verdad al descubierto”. Martín Luis Guzmán, en “La fiesta de las balas”, un cuento de 1928, se cuestiona: “[...] qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias [léase literarias]” (Guzmán, en Del Campo, 1985). Por supuesto, siendo literato Guzmán, concluía en su cuento que las literarias; es decir, para el autor la historia, desde la literatura, se develaba más auténtica.

Debido a ello, será imprescindible observar cómo este grupo de escritores (Mariano Azuela, Rafael F. Muñoz, Dr. Atl [Gerardo Murillo], Mauricio Magdaleno, Jorge Ferretis, Francisco L. Urquizo, Celestino Herrera Frimont, Cipriano Campos Alatorre, Ricardo Flores Magón, Martín Luis Guzmán, Carmen Báez, Nellie Campobello, José Vasconcelos, Ermilo Abreu Gómez, Domingo S. Trueba, Manuel López de Heredia, Miguel Galindo, José Mancisidor, Mario Pavón, Herrera Frimont, José Rubén Romero, entre otros), representantes de un momento sociocultural de trascendencia, captan simbólicamente la realidad mexicana bajo un esquema ideológico y literario específicos, con un dejo de innegable verdad. En este periodo narrativo encontraremos un ámbito o contexto social avocado a las cuestiones políticas de la Revolución, así como a la situación de injusticia social en México, pero desde una peculiar perspectiva: la violencia.

Delimitación del periodo literario

Ahora bien, es preciso definir lo que entendemos como Narrativa de la Revolución Mexicana. Esta, por supuesto, se fundamenta en el contexto social de la lucha armada de 1910 a 1921. Sin embargo, antes que nada, es preciso señalar que este periodo narrativo no concuerda con las fechas y años de este movimiento revolucionario. Incluso no concuerda ni con su discurso oficial, ni con algunos datos precisos que ofrece la historia, pues algunos pasajes históricos son narrados desde una perspectiva radical, a veces llena de antipatía, frustración y descontento, resultado de un forma violenta de observar y entender la realidad. Además, se trata de una mirada violenta en tanto es una mirada producto de la crueldad y el crimen de una guerra poco razonada.

Así, la Narrativa de la Revolución habla de la Revolución, pero no encuentra su fundamento literario en la Revolución. Ello simple y sencillamente porque no estamos frente a un discurso historiográfico formal, tal como lo hemos señalado anteriormente. Estamos frente a un discurso literario y, por tanto, es desde la literatura que debemos encontrar su sentido, aunque apoyándonos, sin duda, de la historia. Esto porque las piezas literarias en cuestión no son productos culturales aislados del contexto social del cual surgen, más bien, están determinados por este. Esta relación directa entre literatura y contexto social se debe al modo en como los escritores mismos concebían a la literatura. La literatura, para ellos, no debería ser ajena a las circunstancias sociales, no debería encontrar su sentido y funcionalidad en ella misma, sino siempre en relación con las necesidades de la sociedad. Esta disyuntiva es lo que provocó, entre los escritores de la época, serias polémicas acerca de la responsabilidad del arte. Consideraban “literatura burguesa”, enemiga de la Revolución, a aquella que no cobraba su funcionalidad en la sociedad misma. Xorge del Campo, excelente antologador de la narrativa de este periodo, señala con una analogía los dos grupos de escritores de esta época: los que escriben en cubierta realizando trabajo duro y los que se mantienen cómodos escribiendo en sus camarotes. Escribe Del Campo: “Muchos han sido los escritores que, por decirlo así, han trabajado en el sitio más libre y más duro del barco, mientras en los camarotes dormían los burgueses de la literatura” (t. 8, 1985).

La literatura y sus circunstancias sociales como si fueran un barco donde los narradores sin intervención social y política escribían con tranquilidad dentro de sus camarotes, mientras los narradores comprometidos con las circunstancias sociopolíticas escribían en la cubierta, desarrollando trabajos más duros, pero más significativos por reales, es decir, por estar más cercanos a las situaciones del mundo exterior. Es en la cubierta del barco donde los escritores evidencian una particular violencia, no solo por el fracaso que les representa el movimiento armado, sino por una forma tácita e inconsciente de definir la identidad del mexicano moderno bajo las crueles circunstancias de guerra, de pobreza, de inseguridad, de desestabilidad social en general.

Entender a la literatura bajo preceptos sociales, con conciencia revolucionaria, contribuyó a reconocer al Otro, es decir, a ser plenamente consciente del marginado, del sobreexplotado en las haciendas, el eternamente endeudado en las tiendas de raya. Así, es interesante el proceso que se da en la literatura de reconocimiento del Otro por medio de la violencia. El nacimiento del Otro como uno mismo, de la otredad reflejada en la mismidad, es un mecanismo trascendente manifiesto en la literatura de este periodo. Esto justamente, a nuestro juicio, es la verdadera originalidad de estas piezas y la aportación contundente de este periodo a la tradición literaria contemporánea.

Como consecuencia de esta estrecha relación entre literatura y contexto social, los escritores marcaron vínculos trascendentes entre sus experiencias revolucionarias y sus obras, y ambas entre la Revolución. Así, vida-obra-Revolución será un trinomio determinante para comprender este periodo literario. Cada uno, desde sus inclinaciones políticas y desde sus experiencias con determinados generales revolucionarios, manifestará su visión personal de la situación social llevada, por momentos, al caos. Primeramente con Francisco I. Madero, luego con Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Emiliano Zapata o Francisco Villa, estos escritores ofrecen su muy personal crítica del movimiento, sin ser sus escritos un “verdadero” pensamiento político, ya que reconocían que las definiciones políticas estaban más que turbias. Por ello, los textos literarios representan actuaciones subjetivas de los revolucionarios y no determinadas postulaciones políticas. Son representaciones simbólicas, ficticias o artificiosas, de la situación social de México de principios del siglo XX.

Aunque parezca un tanto contradictorio, la mayoría de estos narradores, a pesar de haber compartido ideología y causas, no discutieron desde el ámbito literario las posturas políticas del movimiento armado (a excepción de los hermanos Flores Magón, que desde finales del siglo XIX dejaron clara su legítima posición con respecto a la Revolución en México), más bien, se dedicaron a poner en tela de juicio el modo de actuar de aquellos que participaron, de manera directa, en la Revolución. Así, más que criticar a la Revolución, los escritores criticaron a los revolucionarios: su vacilación política, sus intereses personales, su indiferencia, su ignorancia por los ideales de la lucha, su nula postura ideológica, la violencia y sadismo con la que ejecutaron a una gran cantidad de hombres y mujeres (muchos de ellos nada tenían que ver con los asuntos revolucionarios). Rodolfo Fierro, el sanguinario verdugo de Pancho Villa, es el personaje que simboliza la crueldad del “revolucionario” sin ideales, sin compromiso social, dedicado a saciar su deseo innato de muerte.

Entonces, es el antihéroe, con todas sus imperfecciones provocadas por la multiplicidad de la violencia, el que se refracta en las páginas de esta tradición literaria, por eso, como hemos apuntado, se aleja del discurso oficial de la historia. Asimismo, criticaron las circunstancias sociales, los medios crueles e injustos a los que se enfrentaba el pueblo. No obstante, como apuntan Valadés & Leal (1990), en muchas obras de este periodo literario sí encontramos una implícita tesis social, es decir, una postura política con respecto a la Revolución: para algunos, como Mariano Azuela, será un verdadero fracaso; otros, como el Dr. Atl, no harán más que mostrar una actitud pesimista, es decir, una actitud violentada.

Se trata de un fructífero y largo periodo literario, con una gran cantidad de autores (intelectuales y militares metidos a cuentistas o novelistas), una variedad indiscutible de estilos, una vastedad de textos, pero, a pesar de ello, es poco leído, mal entendido y escasamente estudiado con precisión1. Al respecto, señala León Guillermo Gutiérrez:

“A la fecha [2009] son incontables los estudios sobre el llamado fenómeno de la novela de la Revolución Mexicana sin que los investigadores lleguen a ponerse de acuerdo en cuanto a su clasificación debido a la prodigalidad con que se escribió sobre el tema durante décadas” (Gutiérrez, 2009).

En primera instancia, es mal entendido debido, precisamente, a una mala formulación de conceptos; es decir, a una mala comprensión y delimitación de este periodo. Los límites o cercos con que se lee y juzga esta literatura son mal establecidos, ya que cuando se habla de Narrativa de la Revolución Mexicana es común incluir todo tipo de textos que de alguna u otra forma tratan el tema de la Revolución, independientemente del contexto en que fueron escritos. Se incluyen, por ejemplo, tanto obras precursoras, como Tomochic de Heriberto Frías (publicado de 1893 a 1895 en El Demócrata) o La bola (1888) de Emilio Rabasa, como textos periodísticos de los hermanos Flores Magón escritos antes de iniciar la revuelta revolucionaria (primero en El Demócrata, luego en Regeneración), como piezas llenas de violencia de la etapa armada, como obras de los años posteriores que aún enmarcan los problemas del medio rural (por ejemplo, Juan Rulfo, José Revueltas, Rosario Castellanos, Elena Garro, Ignacio Solares, Jorge Ibargüengoitia, solo por nombrar algunos), hasta piezas más contemporáneas que continúan tratando el tema revolucionario (como las novelas de Guillermo Samperio, Emiliano Zapata: un soñador con bigotes, de 2004, y de Pedro Ángel Palou, Zapata, de 2006). Toda una suerte de textos son incluidos cuando se habla de Narrativa de la Revolución, como si se tratara de un periodo literario arbitrario, abierto y permeable.

Sin embargo, la Narrativa de la Revolución Mexicana es un periodo literario específico, con técnicas narrativas propias, diferentes a los de sus antecesores los Modernistas y a posteriores como los Contemporáneos o los narradores del Medio Siglo. Al respecto, escribe Leal:

Faltándole los antecedentes, el cuento de la Revolución, como la Revolución misma, tuvo que crear sus propias normas, forjando una nueva técnica, un nuevo lenguaje, un nuevo ritmo; su ambiente es nacional, sus héroes los soldados revolucionarios, sus temas los incidentes de la lucha armada […] (Valadés & Leal, 1990).

Se trata de un periodo literario con una firme y clara ideología política, escrita a partir de las circunstancias del movimiento social-revolucionario. Max Aub, uno de los escritores que ha discutido sobre esta narrativa, señala una condición trascendente, a parte de la técnica narrativa del “realismo crítico”, para pertenecer a este periodo narrativo: haber vivido o participado en la Revolución Mexicana. Para él, solo pueden pertenecer a la Narrativa de la Revolución aquellos escritores que vivieron de cerca el movimiento armado, aquellos que la sufrieron o que tuvieron que aprender a usar las armas al igual que la pluma. Es decir, aquellos escritores que pueden testimoniar la Revolución porque vivieron o sufrieron la Revolución (Aub, 1981). Al respecto, señala Antonio Magaña Esquivel:

Para el intelectual, para el poeta, para el novelista, ya no era sólo hablar de lo leído sino también, y fundamentalmente, hablar de lo vivido, de lo que se ha presenciado, de la propia sustancia humana, de los dolores y deseos dormidos, del estallido de la ferocidad acumulada, del rostro de otro mexicano (Magaña, 1965).

Los escritores que fueron violentados, afectados por la crueldad del movimiento armado, son los únicos que pueden pertenecer a este periodo literario. La condición humana afectada directamente es primordial, así como los vínculos comunitarios que fueron fuertemente resquebrajados. Por ello, son escritores que no solo miraron la situación política, sino que, en tanto testigos, supieron observar cada detalle de los héroes anónimos, de las soldaderas, de los niños involucrados en la guerra por sus padres o por ausencia de ellos, de la familia que los revolucionarios dejaron en el olvido. Narran, de este modo, desde la perspectiva del desposeído. Se trata, entonces, de un ciclo narrativo cerrado, que rompe con la tradición literaria anterior, y que no es continuado tampoco por la que surge posteriormente. Por supuesto, en la literatura continúa el tema social, pero usando técnicas narrativas muy distintas.

En este sentido, entenderemos por Narrativa de la Revolución Mexicana el conjunto de obras narrativas escritas de 1915-1916 hasta mediados de los años cuarenta, basadas en las acciones militares y populares, así como en los cambios políticos y sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución. Este ciclo o periodo lo abre la novela Los de abajo (publicada en 1915, por entregas) de Mariano Azuela, y algunos críticos señalan que lo cierra Juan Rulfo, en los años cincuenta. Sin embargo, a juicio personal, Rulfo es un escritor que no puede incluirse en este periodo, ya que en realidad tiene intenciones narrativas muy distintas a las que promulgaban los escritores de la Revolución. Los narradores de la Revolución no pretendían, por ejemplo, innovar en las técnicas narrativas, como lo hizo Rulfo; ellos buscaban impactar con la temática social y no con los recursos narrativos. Por eso Max Aub (1981) señala que la Narrativa de la Revolución es lo menos revolucionaria que puede haber, pues es escrita, según sus parámetros, con técnicas tradicionales o clásicas. No obstante, hubo notables variantes, por ejemplo, las zonas de conflicto, zonas de violencia, como las haciendas o el campo, y los problemas sociales en general, no son tratados bajo meras descripciones, sino bajo severas críticas. Con ello los escritores narradores dejaban ver su modo especial de entender a la literatura: para ellos, la literatura era un medio trascendente para la provocación de una realidad social digna. Señala León Guillermo Gutiérrez:

[…] bajo la superficie de la guerra contra la dictadura, se desarrolló un continuo proceso de toma de conciencia de los problemas sociales y se manifestaron tendencias de desarrollo hasta entonces sólo latentes, sin menoscabar la presentación profundamente realista y muy representativa de la Revolución (Gutiérrez, 2009).

Entonces, en la Narrativa de la Revolución Mexicana el narrador deja de ser un simple espectador de la vida cotidiana real y conflictiva, y toma una conciencia social política con tintes socialistas, mostrando un retrato objetivo del mundo exterior. El narrador, además, deja de observar desde la comodidad, no escribe desde la gran tertulia o desde la celebración de un gran baile con piano de cola y valses afrancesados con olor a Porfirio Díaz. Antes de la Revolución, el narrador observaba a la “plebe” solamente cuando esta se asomaba desde la calle por los grandes ventanales para mirar los bailes o las grandes comilonas de la oligarquía porfiriana. Con la nueva narrativa revolucionaria que surgía, el narrador miraba de cerca al pueblo, y no con afán costumbrista o folclórico, sino con un compromiso de denuncia por la desigualdad social. De esta forma, entonces, surge una conciencia por la constatación de la violencia en un pueblo históricamente explotado.

Xorge del Campo, crítico importante que hizo la mejor y única verdadera antología de la Narrativa de la Revolución, apunta en la introducción de sus ocho tomos de Narrativa de la Revolución (donde incluye a más de 150 autores) que antes de 1916 se escribieron obras narrativas con temas sobre el movimiento armado. Ricardo y Enrique Flores Magón desde finales del siglo XIX publicaron en Regeneración narraciones revolucionarias. El mismo Mariano Azuela, antes de 1916, también ya había escrito piezas narrativas con intenciones de protesta, como su cuento “El caso de López Romero”. Sin embargo, afirma Del Campo que en realidad no se trata de cuentos bien logrados, pues apenas estaba por consolidarse este tipo de narraciones, por eso juzga que no se pueden incluir en el ciclo de la Narrativa de la Revolución. Esta misma opinión la comparten otros críticos de la Narrativa de la Revolución, como Luis Leal, Max Aub o Adalbert Dessau.

Del Campo señala que la Narrativa de la Revolución comenzó digamos tardíamente debido a un premio de cuento que convocó el periódico El Mexicano, en 1916. Dice que este periódico marcó las pautas para la escritura del cuento, pues se premió a obras de corte colonialista, excluyendo a los primeros cuentos que se comenzaban a escribir sobre la Revolución. Así, la Narrativa de la Revolución que se escribía era de manera marginal, ya que la mayoría de los cuentos aún se escribían todavía con temáticas decimonónicas. De hecho, señala Del Campo que la Narrativa de la Revolución, a pesar de comenzar a madurar a partir de 1915 con Los de abajo, es hasta 1924 que comienza a aparecer como protagonista de las letras mexicanas. Dice que este hecho se debe a una polémica que surgió en los periódicos de la época acerca, justamente, de Los de abajo. Julio Jiménez Rueda escribió que la literatura de México era afeminada, y que no se estaban escribiendo obras verdaderamente dignas de aplausos, y ponía como ejemplo a Los de abajo. Francisco Monterde responde a estas declaraciones en defensa de Azuela, y así comienza un ir y venir de dimes y diretes que llevarían a la Narrativa de la Revolución finalmente a la cumbre. Con la polémica de la novela de Azuela se abre o se inaugura una nueva etapa en la literatura de México, y se origina una gran cantidad de cuentos, relatos y episodios de la Revolución que llenan las páginas de los periódicos y revistas de la época. Por eso afirma Del Campo que la Narrativa de la Revolución sale a la luz hasta los años veinte. Luis Leal apunta que el periodo fuerte es de 1928 a 1940, momento en que aparece un gran número de piezas literarias sobre la Revolución: La sombra del caudillo (1929) de Martín Luis Guzmán; la trilogía famosa de José Vasconcelos, Ulises criollo (1935), La tormenta (1936) y El preconsulado (1939); Cuentos de todos colores (1933) y Cuentos bárbaros (1930) de Dr. Atl (Gerardo Murillo); Cuentos de Juan Pirulero (1939) de Ermilo Gómez Abreu; La ciudad roja (1932) de José Mancisidor; Vámonos con Pancho Villa (1931), Memorias de Pancho Villa (1935), Se llevaron el cañón para Bachimba (1941) y El feroz cabecilla (1936) de Rafael F. Muñoz; El resplandor (1937) de Mauricio Magdaleno; Memorias de campaña (1933) de Francisco L. Urquizo, entre otros no menos importantes.

Por lo regular, cuando se habla de Narrativa de la Revolución se toma en cuenta solamente la novela, no el cuento, no otros géneros discursivos como los testimonios o las biografías apócrifas de corte ficcional, sino solo y exclusivamente la novela, en tanto se considera que esta en realidad es la que trascendió como género bien logrado. Por tal motivo se le conoce a este periodo como Novela de la Revolución Mexicana. No obstante, es una manera reduccionista de entender este periodo, pues, insisto, no solo se escribió novela, incluso aparecieron algunas obras de teatro, como “Emiliano Zapata” de Mauricio Magdaleno y “Tierra y libertad” de Ricardo Flores Magón. La poesía, en particular, fue un género al que los escritores de este periodo recurrieron poco2, a diferencia del cuento, que fue un género muy trabajado y consolidado por todos los que conforman este grupo, tan solo basta recordar la extensa antología de ocho volúmenes de Del Campo.

El grupo de la Narrativa de la Revolución es muy amplio. Del Campo nos lo demuestra antologando a más de 150 autores, casi todos desconocidos. Es muy amplio y, además, muy variado. En este periodo se incluyen desde militares y revolucionarios con afanes de cuentistas hasta intelectuales de fina pluma. Por supuesto, solo los grandes escritores, es decir, los formados académicamente, como por ejemplo Martín Luis Guzmán, fueron capaces de escribir obras largas que cumplían con las características de novela. Los demás no alcanzaron estas cumbres literarias, aunque sin duda lograron con sus obras un valor literario importante. Por ello, quizá, es que se señala que de este periodo lo que realmente tiene valor literario es la novela. Sin embargo, no olvidemos las obras, por ejemplo, de Francisco L. Urquizo, un militar, primero federal de las tropas porfiristas que conserva Madero, luego revolucionario carrancista o carrancleto como les decían peyorativamente, quien logra escribir novelas excelentes (Tropa vieja, Memorias de campaña, Fui soldado de Levita de ésos de caballería, entre otras), y sin formación alguna como literato. Estas novelas nada le piden a las piezas de Martín Luis Guzmán o de José Vasconcelos, que fueron unos de los escritores intelectuales del grupo. Por supuesto, cada uno con pretensiones literarias muy diferentes. Martín Luis Guzmán, el maestro de las descripciones, por ejemplo, buscaba configurar a sus personajes por medio de los detalles precisos de las acciones. Vasconcelos buscaba autobiografías de corte crítico-literario, con características más testimoniales que novelísticas.

Por estas razones se afirma que en la Narrativa de la Revolución no se puede hablar de un estilo literario común, sí de una temática compartida, sí de una particular actitud de protesta, pero no de una técnica narrativa específica, ya que cada autor tuvo sus propios medios literarios.

Incluso, Max Aub señala que no se puede hablar tampoco de la Narrativa de la Revolución como un género literario, ya que solo se juzga un tema, y tampoco se puede hablar de este periodo como una corriente o un grupo literario de México. Sin embargo, me parece que esto no es precisamente un problema literario, sino un problema de circunstancias sociales de la época. Los escritores de la Narrativa de la Revolución no tuvieron la oportunidad de escribir en grupo, es decir, no pudieron reunirse en tertulias como lo hacían los escritores antecesores para manifestar sus inquietudes literarias y consolidarse colectivamente con una propuesta o corriente estética. Tampoco tuvieron la oportunidad como los escritores posteriores, quienes se reunían y se siguen reuniendo en grandes congresos donde discuten sus inquietudes narrativas, donde confluyen sus problemas y propuestas y se consagran con determinadas técnicas narrativas. Por lo contrario, los escritores de la Revolución escribieron de forma aislada, fue un grupo totalmente fragmentado. Debido a las circunstancias políticas, a la inestabilidad del país, fueron exiliados o autoexiliados dedicados a escribir en el extranjero, alejados de la escena literaria y de la aún descontrolada realidad social de México, y nunca se dieron la oportunidad de reunirse, de compartir sus búsquedas literarias para organizarse como un grupo literario afianzado. Además, los premios literarios de la época no marcaron tampoco la pauta de una escritura de la Revolución, como lo hicieron con los Modernistas o con los escritores posteriores a este periodo. Es decir, los escritores de la Revolución siempre estuvieron digamos “marginados” de la escena literaria. La violencia vivida en los años de batallas los acompañó largamente en sus respectivos exilios.

A mi juicio, es así como se sigue leyendo o cuestionando esta narrativa, como un periodo fragmentado o dividido, y por tanto no consolidado como grupo específico de las letras mexicanas. Incluso, creo que estas son las posibles razones por las que es poco valorada, poco leída y poco discutida. Es decir, la Narrativa de la Revolución sigue padeciendo los mismos problemas sociales circunstanciales en que fue escrita. No obstante, sí se puede hablar de este grupo de escritores como un periodo literario bien definido, con características propias, a pesar de la diversidad de estilos, con preocupaciones específicas y con búsquedas estéticas muy particulares. Ello debido a que los narradores de la Revolución sí crearon, a pesar de las distancias o lejanías, una nueva técnica narrativa: “el realismo crítico”, una literatura de protesta social consciente, manifiesta por medio de las circunstancias de crueldad. No es un realismo meramente descriptivo, como en el siglo XIX, no es un realismo pintoresco para destacar la vida cotidiana a través de las costumbres. Al respecto, señala Adalbert Dessau:

La presentación literaria de las luchas sociales de los treintas exigía superar la antigua tradición narrativa, pues acontecimientos tan complicados no pueden captarse sólo mediante una minuciosa descripción de los personajes y acontecimientos. Por ello, las novelas revolucionarias se esfuerzan por desarrollar una nueva narrativa que deje atrás al cuadro de costumbres (Dessau, 1986).

Tratan de superar el estilo narrativo tradicional en favor de un mayor énfasis en el desarrollo profundo del tema y en la detallada configuración psicológica de los personajes. Por supuesto, algunos escritores recurrieron a técnicas tradicionales, pero apunta Dessau:

Esto no es sorprendente, pues habían crecido bajo el influjo de este estilo coloquial y carecían de una preparación literaria propiamente dicha. Sin preparación y calificación literarias, se vieron ante la tarea de crear un nuevo estilo, que les permitiera hacer de su tema un mensaje revolucionario destinado a agitar a las masas (Dessau, 1986).

Los escritores no solo tuvieron por mérito el poder de “agitar a las masas” a través de sus narraciones, como si se tratase de panfleto, ya que sí hubo novedades, cambios significativos con respecto a sus antecesores narradores. Por tanto, es superfluo calificar estas narraciones de rurales, tradicionales o nada revolucionarias, en tanto van más allá de la pura narración oral o del relato lineal simple, buscan crear un espacio de ficción hecho de múltiples discursos, donde se observa la mezcla de notas periodísticas, cartas, datos históricos, biografías, partes militares, confesiones de campaña, etcétera.

Las narraciones en general, no solo el cuento, rompen sus fronteras genéricas, tomando recursos discursivos de otros géneros, con la intención de acercarse más a la cruel realidad provocada por el caos de la Revolución. Por esta razón cuesta trabajo llamarles novelas o colección de cuentos a obras como Memorias de campaña de Francisco L. Urquizo, El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, Cartucho. Relatos de la lucha en el norte de Nellie Campobello, por ejemplo, ya que parecieran más pasajes aislados, narraciones lineales y fragmentadas, de testimonios revolucionarios. No obstante, la aportación más significativa fue la construcción del Otro, la reflexión constante de quién es ese Otro por el que, desde el discurso social idealista, se lucha. La literatura de la Revolución enseñó a mirar al Otro, a entenderlo, y a partir de él construir una nueva identidad nacional.

Es indudablemente que se trata de un periodo literario consolidado con posturas muy claras: la socialización del arte. La Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), a la que pertenecían algunos escritores de este periodo, entendía que el arte debe asumir un papel eminentemente social y, por tanto, debe ser portador de asuntos y sentimientos interesantes para la colectividad. Esto marcó el realismo crítico de este ciclo narrativo. La idea social del arte provocó un particular lenguaje literario: el habla de una caótica mezcla de personas de la más diversa extracción social, con diferentes ideas, convicciones y credos, que se veían convivir en medio de una realidad crítica y vulnerable. Ello, sin duda alguna, provocó una diferente configuración de personajes, caracterizados por un hacer y decir llenos de violencia, desencanto, pesimismo, brutalidad, frustración, existencialismo, fatalismo, provocados por la inestable realidad social, y usados como recurso ideológico y estético de la Narrativa de la Revolución. Escribe Leal:

La caracterización de estos personajes es por lo general hecha a base del lenguaje; el lenguaje se ajusta al personaje y nunca se habla fuera de carácter. Por el modo de hablar sabemos si se trata de un indígena, de un campesino, de un curro, de un militar federal, de un villista de norte (Valdés & Leal, 1990).

La Narrativa de la Revolución en realidad no defiende la gesta armada, pues, más bien, pone énfasis en la fuerza del pueblo, en la resistencia de los campesinos y, en general, en la voz colectiva de los marginados. Por supuesto, como hemos apuntado, cada autor deja entre líneas una evidencia de su propia postura con respecto a la Revolución.

Se trata de un periodo literario con identidad propia, que rompió los moldes habituales, es decir, la novela de prosa densa y de largas explicaciones, para buscar sus propios caminos, su propio lenguaje, sus propias configuraciones de los espacios ficticios. Leal apunta:

Habiendo descartado tanto el estilo preciosista de los modernistas como el lento y pausado de los realistas de a fines de siglo, estilos que no se prestan para describir las escenas violentas de la Revolución, el cuentista tiene que crear un estilo nuevo, que se adapte al tema y a los personajes. Es un estilo llano, popular, de metáforas e imágenes recortadas, nítidas, sacadas de la realidad circundante (Valdés & Leal, 1990).

Así, con estilo propio, los escritores dejan de manifiesto sus ideales, su pensamiento revolucionario, sus experiencias de los acontecimientos, para describir el significado real de la vida de la sociedad mexicana de esa época. Sus intereses fueron, por tanto, retratar de cuerpo entero a los personajes representativos de una sociedad enferma, mostrar sus ideas, sus anhelos y sus pasiones. En particular, como hemos dicho, construyen a los revolucionarios por medio de la violencia. De esta forma, el héroe se transforma en un antihéroe, en un personaje que muestra la ideología de la fatalidad, de la indiferencia por la vida y el destino de los hombres. De aquí surge lo que Edmundo Valadés denomina estética de la violencia o poética de la fatalidad, la cual se descubre en innumerables obras, representando el descontento social, la actitud macabra de los personajes inmersos en el caos político, la indiferencia por la vida, la aceptación de un destino injusto e ineludible. Es la fatalidad trazada de antemano y que se acepta como una verdad imponderable que no tiene más camino que la muerte. La muerte y la violencia se convierten en un hecho de “azar”, y el azar es el modo de justificarlas y explicarlas. Así, la estética de la violencia muestra el humor negro con el cual se enfrentaba a la muerte cara a cara, con una aceptación voluntaria, sin resistencia, sin rencor y sin desesperación. Se trata, finalmente, de la aceptación fatal de la muerte y el destino.

La representación de la violencia

La violencia representada en este periodo literario, como apunta René Avilés Fabila, no está en “las grandes batallas ni las hazañas de hombres duros que se formaron en las acciones militares, sino [en] la terrible y tenaz corrupción, la inmoralidad, de nuevo las injusticias restándoles trozos de méritos a los logros y conquistas” (Avilés, s/a). La violencia, además, se representa en los descabellados fusilamientos, muchas de las veces realizados sin argumento alguno. Por ejemplo, en el “El fusilado sin balas”, relato de la magistral obra Cartucho. Relatos de la lucha en el norte, de Nellie Campobello, se narra:

Gudelio Uribe, enemigo personal de Catarino, lo hizo su prisionero, lo montó en una mula y lo paseó en las calles del Parral. Traía las orejas cortadas y prendidas de un pedacito le colgaban. Gudelio era especialista en cortar orejas a las gentes. Por muchas heridas en las costillas le chorreaba sangre. En medio de cuatro militares, a caballo, lo llevaban. Cuando querían que corriera la mula, nada más le picaban a Catarino las costillas con el marrazo; él no decía nada, su cara borrada de gestos era lejana. Mamá lo bendijo y lloró de pena al verlo pasar (Campobello, 2009).

En el relato corto “De fusilamientos”, de Julio Torri, el narrador se evidencia perturbado por la sociedad que ve los fusilamientos como quien se detiene a ver un espectáculo gratificante. La violencia manifiesta en este texto de Torri, como en las demás piezas narrativas de este periodo, se convierte en una crítica, no de la Revolución, sino de los revolucionarios. Escribe:

La mala educación de los jefes de escolta arrebata a los fusilamientos muchos de sus mejores partidarios. Se han ido definitivamente de entre nosotros las buenas maneras que antaño volvían dulce y noble el vivir, poniendo en el comercio diario gracia y decoro. Rudas experiencias se delatan en la cortesía peculiar de los soldados. Aún los hombres de temple más firme se sienten empequeñecidos, humillados, por el trato de quienes difícilmente se contienen un instante en la áspera ocupación de mandar y castigar (Torri, en Del Campo, 1985).

La violencia revolucionaria, según observamos en este texto de Torri, sobajó la vida, la redujo a la indiferencia, mostrando una ausencia de conciencia moral, donde no hay juicio que ampare al individuo, sino simplemente se le ejecuta, más por un gusto macabro de quien tiene el poder de aniquilar la vida humana que por una consecuencia política de orden ideológica. Esto, justamente, también puede observarse en “La fiesta de las balas”, de Martín Luis Guzmán:

Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro; pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia: loca carrera que a ellos les parecería como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó el primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo -Fierro disparó ocho veces en menos de seis segundos-, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su puesto, tiraron para rematarlos (Guzmán, en Del Campo, 1985).

Rodolfo Fierro, sanguinario verdugo de la División del Norte, brazo derecho y guardaespaldas de Pancho Villa, carece de todo juicio moral y respeto a la vida humana, y al finalizar el crimen de los 300 prisioneros, como si fueran bultos animados sin significado alguno, duerme con toda tranquilidad, con la única molestia del dedo hinchado de tanto jalar el gatillo. Se ha llevado a cabo una masacre y el narrador reflexiona: “[una] fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir luchaban como temas reales” (Guzmán, en Del Campo, 1985). El crimen es una fiesta que se disfruta: “Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana, donde advertían el menor indicio de vida” (Guzmán, en Del Campo, 1985).

Así, la Narrativa de la Revolución Mexicana se convierte en un testimonio literario imprescindible para conocer, de modo sensible, esta etapa bélica de México, donde los temas, siempre revestidos de violencia, parecen no agotarse: las reformas sociales, la heroicidad, el patriotismo, la injusticia, el sacrificio, la muerte, la crueldad, el sadismo, el estoicismo, el desencanto, la avaricia (por el Poder), la osadía como acto suicida, el saqueo, el bandidismo, la hombría, la cual se reafirmaba jugando a la ruleta rusa, como lo observamos en Vámonos con Pancho Villa, escrita en 1931, de Rafael F. Muñoz, entre otros. La violencia tiene una multiplicidad de representaciones en la literatura, por lo cual se convierte en un asunto complejo. No obstante, a pesar de la complejidad, se trata la violencia de una “cosa” que se contempla, que de tan concreta puede palparse y revelar la condición moral del hombre. Ante ello, no es para menos preguntarnos ¿hasta dónde es capaz de llegar la crueldad humana? Desde la literatura de la Revolución Mexicana, esta pregunta no puede tener más que respuestas pesimistas, es decir, fatalistas.

La representación simbólica de la violencia en la literatura y en la vida diaria, y sus consecuentes estudios multidisciplinarios, no es un fenómeno actual. Si bien, con el narcotráfico, la delincuencia organizada y la explícita corrupción de los malos gobiernos, se ha manifestado la violencia de forma particular en todos nuestros espacios, evidenciándose un marcado interés en literatos y académicos que, desde varias perspectivas, reflexionan sobre ella, pero en realidad desde mucho antes, más bien desde siempre, nos hemos transparentado como una sociedad llena de fatalidades, de contradicciones históricas manchadas de crimen; somos una sociedad que fue dominada, supeditada, subordinada, esclavizada con base en la violencia; con violencia se nos impuso un idioma, una religión, un nuevo sistema de pensamiento (violencia fundacional); el nacimiento de esta nueva sociedad de mexicanos que somos se dio por medio de procesos de ínfima crueldad, atropellando todo derecho humano y violentando abiertamente todo concepto de derecho y justicia. Este país ha sido construido con violencia, y el Estado sigue legitimándose por medio de la violencia, es decir, intimidando al pueblo con sus mismas prácticas, por demás arcaicas y poco efectivas. Ha sido tanto este modus vivendi, que hemos aceptado la violencia como un elemento cotidiano en nuestro devenir. Incluso, señalaba Cecilia López Badano con respecto a la llamada narcoliteratura, que “este hecho parece responder a una moda cercana a cierto morboso esnobismo vinculado a un fenómeno de marketing exhibicionista de la violencia, donde el inédito poder de la delincuencia extrema pauta los signos que rigen al mundo” (López, 2014). Se trata de la exigencia del mercado de hacernos contemplar la violencia como un hecho ajeno, ajeno pero incrustado, sin ningún tipo de posicionamiento ético. Nos han vendido la violencia como leitmotiv de la cultura, como show, como divertimento y como inevitable rasgo distintivo de nuestra identidad mexicana. Nos sabemos una sociedad irremediablemente violenta, irremediablemente testigo del crimen diario e irremediablemente sin salida, sin cura. ¿Pero cómo entender la violencia representada desde la literatura? La literatura es un indicio de la cultura, es decir, la literatura como constructo cultural es un indicador social interesante, ¿pero cómo entenderla a partir de la literatura producto de un movimiento social armado?

Edmundo Valadés, en su ensayo “El fatalismo”, al hablar de la Narrativa de la Revolución Mexicana apuntaba una peculiaridad trascendente de la sociedad mexicana evidenciada en la literatura de este periodo: el fatalismo como producto de la violencia, del desequilibrio social en todos sus aspectos, como producto de la guerra y de la nunca erradicada injusticia. Decía, somos un pueblo fatalista, indiferente hacia la vida (y recordaba el constante “si me han de matar mañana, que me maten de una vez”), un pueblo que de forma inconsciente nada espera porque nada le ofrece la cruel realidad (como si esta fuera una verdad irrefutable); somos un pueblo de crímenes masivos, de muertes cotidianas, donde la democracia se ha valido del aniquilamiento del otro (violencia política), donde no se respeta el Estado de derecho, sino la justicia por mano propia, situación caótica que reconocemos cada día en autos abandonados con cuerpos masacrados, narcofosas con cientos de cadáveres, mujeres violentadas de modos indecibles tiradas en media carretera, u hombres pendiendo de los árboles, ahorcados a toda hora, como en tiempos del movimiento armado de 1910. Valadés, en dicho ensayo, escribe:

Un elemento para entender la violencia desatada en la Revolución mexicana -y que va a crear toda una mitología macabra- es el fatalismo, mística a la que se abrazaban y encomendaban los hombres que se lanzaron a la bola, estimulados por un descontento social. Ese fatalismo está claro, bien visible, con su propia voz, en la novela de la Revolución y adquiere a veces un tono de irónica creencia (Valadés & Leal, 1961).

Valadés señalaba que esta actitud fatalista es una característica íntima del mexicano, mostrada explícitamente en los miles de hombres que marchaban en la bola hacia su cruel destino, hacia la indiferencia, no hacia un bienestar social prometido por la Revolución, sino hacia la muerte, porque la muerte no era otra cosa más que el término del sufrimiento, del hambre, de la explotación, de la desigualdad y del racismo. En El águila y la serpiente, escribe Martín Luis Guzmán, citado por Valadés: “Descubría yo un profundo sentido, algo revelador de no sé qué esencia de México, en el trajinar de hombres que se movían allí en las sombras, seguros de su marcha, indiferentes a su destino […] ¡Ambiente misterioso, hombres de catadura y alma misteriosa” (Valadés & Leal, 1961). El escritor se sitúa frente a ese misterio al ver caminar hacia la muerte a una peculiar generación de mexicanos. Por supuesto, ello desde su propia visión literaria.

No obstante, esta actitud que se vislumbra en la literatura es el producto de históricas violencias que se han venido arraigando hasta afectar nuestro estado psicológico colectivo. Dice Valadés, asumimos la fatalidad trazada de antemano y la aceptamos como una verdad imponderable. La muerte, los fusilamientos, los crímenes, el hambre, la injusticia, la violación de todo derecho humano, la sobreexplotación, la sumisión, la brutalidad… es algo que ocurre “porque así tiene que ocurrir”, según señala Edmundo Valadés. Con el fatalismo se explica y se justifica un destino cruel inevitable. Apunta Valdés: “No queda sino encogerse de hombros: ello es así, no puede ser modificado, hay que aceptarlo fatalmente. Y así lo aceptan los revolucionarios, para afirmar una característica muy del mexicano: lo que sea, que sea; lo que ha de sonar, que suene […]” (Valadés & Leal, 1961).

Ahora se suman las crisis de pánico de la sociedad, las múltiples formas de depresión por las invariables condiciones sociales. La devastación social por el sistema violento adoptado en todos los niveles de gobierno, en todos los estratos sociales. Somos producto de realidades calamitosas, de fracturas fundadas por la agresión y el trauma. Así, manifestamos en la práctica social el drama del imposible bienestar colectivo y los incurables males de la historia.

Max Aub (1981), crítico de este periodo literario, señala que la Narrativa de la Revolución Mexicana es lo menos revolucionaria que pueda haber, ya que, a su juicio, no aportó ninguna novedad ideológica, en tanto los escritores anteriores ya se habían cansado de denunciar las desigualdades sociales. No obstante, comenta algo trascendente: “La narrativa de la Revolución Mexicana debe su originalidad a otra cosa: a la violencia” (Aub, 1981). En este sentido, resulta interesante reflexionar sobre la manifestación de la violencia, que más que un recurso estético-literario es una representación simbólica del ser del mexicano; es decir, es interesante cómo se representa, desde la literatura, la identidad contemporánea del mexicano.

La obra de Nellie Campobello, de igual forma, trata de la vivencia de la muerte como un hecho cotidiano, parte del transcurrir diario, y no solo como escena del campo de batalla. En “Desde una ventana” escribe:

Una ventana de dos metros de altura en una esquina. Dos niñas viendo abajo un grupo de diez hombres con las armas preparadas apuntando a un joven sin rasurar y mugroso, que arrodillado suplicaba desesperado; terriblemente enfermo se retorcía de terror, alargaba las manos hacia los soldados, se moría de miedo. El oficial, junto a ellos, va dando las señales con la espada; cuando la elevó como para picar el cielo, salieron de los treintas diez fogonazos que se incrustaron en su cuerpo hinchado de alcohol y cobardía. Un salto terrible al recibir los balazos; luego cayó manándole sangre por los muchos agujeros. Sus manos se le quedaron pegadas en la boca. Allí estuvo tirado tres días; se lo llevaron una tarde quién sabe quién.

Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo ahí, junto a mí. Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba a la ventana. Era mi obsesión en las noches, me gustaba verlo, porque me parecía que tenía mucho miedo.

Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían a otro y deseando que fuera junto a mi casa (Campobello, 2009).

Los niños son otros personajes que representan situaciones violentadas; su infancia fracturada evidencia una fatalidad cotidiana inevitable. En este sentido, los relatos de Nellie Campobello son un claro ejemplo de ello; vemos a una niña narradora que se asombra con la muerte, que la vive constantemente como un espectáculo cotidiano, que la entristece, pero que también la extraña cuando nadie habla de algún fusilamiento cercano.

La ruptura de la infancia es un tópico más de la representación de la violencia en la literatura revolucionaria. Los niños, debido a las circunstancias históricas, padecían acciones de carácter excesivo, con las cuales se evidenciaba su inocencia fracturada.

En la mayoría de estas piezas literarias es posible observar, en mayor o menor medida, una manifestación de violencia: a veces sutil, en una actitud fatalista continua, a veces explícita, en un campo de batalla, en un sangriento y brutal fusilamiento.

Con ello, los escritores, más que discutir, evidencian la Revolución como un asunto caótico, sin unidad, de alianzas extrañas (a veces independientemente de los principios revolucionarios), de ideologías y búsquedas diferentes. Al mismo tiempo, dirigen su mirada al antes y después de la Revolución con el objeto de exponer el contraste de las realidades que surgen a la par que se va institucionalizando e interpretando la Revolución según el Gobierno en turno; además, con la finalidad de manifestar las ideas de “progreso” y “cambio” que nacen a inicios del México moderno, como parte de una nueva identidad en construcción. Una identidad, por demás decir, violentada. El nacimiento del derecho, producto del “progreso” revolucionario se instaura, pero sin dejar de lado la violencia.

Así, es trascendente reflexionar este periodo literario a partir de la violencia, pues esta es su característica principal, su rasgo distintivo, su medio para reconocer al Otro y a su medio social lleno de injusticia. A través de la violencia, de su forma de operar histórica y estéticamente, se puede entender no solo a la literatura, sino el ser del mexicano, su pensamiento crítico intelectual, así como a la cultura, la Historia y el Poder. Así, entenderemos a la Narrativa de la Revolución Mexicana desde un carácter transgresor, provocador, de cuestionamientos sociales trascendentes.

¿Cómo procesa la escritura literaria la violencia social?, ¿la violencia, materia de la literatura, cómo determina las ficciones de identidad cultural (Josefina Ludmer)?, ¿la violencia representada en la literatura de la Revolución Mexicana evidencia un pensamiento mexicano? Estas y otras preguntas se develan en la lectura de este periodo literario. Se trata de preguntas de respuestas complicadas, pero que en las reflexiones y lecturas se van aclarando. Con la violencia, además, no solo se entiende la particularidad de este periodo narrativo, sino se pone en relieve la estructura general del funcionamiento social. Así, la violencia se observa como un asunto paradójico, pues debería haber provocado un cambio, una ruptura paradigmática, entre un antes y un después de la lucha revolucionaria, sin embargo, el espíritu de cambio parece estar amenazado por el retorno de lo mismo.

Todo ello otorga un ritmo particular a la narrativa de este periodo, caracterizado por el habla rural de los personajes, por el tipo de descripciones precisas, casi fotográficas, debido al afán por un realismo vivo, así como por mantener una focalización más en las acciones que en la configuración psicológica de los personajes. Esto crea narraciones directas, enfocadas en el actuar de los personajes, con pocas pausas y con escenas bien perfiladas. Al respecto, señala Leal:

Aunque es un estilo descriptivo, no es, como podría pensarse, pesado y lento; al contrario, se caracteriza este estilo realista de cuento de la Revolución por su rapidez, su nerviosidad, su ritmo lacónico e incisivo. En algunos de los autores la influencia del estilo periodístico es evidente. Por lo tanto, algunos cuentos nos dan la sensación de ser reportajes de las acciones y de las escenas presenciadas por el autor en el frente, escritos en lengua sencilla, directa, sin retóricas inútiles ni explicaciones superfluas. El estilo del cuento de la Revolución, en fin, refleja el ritmo de la Revolución misma; es un estilo, como la Revolución, del pueblo, original, mexicano, fiel trasunto del hombre y su medio (Valadés & Leal, 1990).

Sin duda, son piezas literarias con cambios significativos con respecto a las anteriores, con originalidad, con un tema de interés popular, que provoca posteriormente la democratización tanto de la escritura como de la lectura. No fueron obras empeñadas en la innovación de la forma, con un propósito vanguardista, es decir, no son narraciones experimentales a nivel de estructura, pero sin duda abrieron paso a la literatura contemporánea de México.

CONCLUSIÓN

Con este periodo literario se inician las narraciones con explícitas y conscientes críticas sociales de la vida del mexicano de principios del siglo XX, enfrentando sus circunstancias, mostrando su sensibilidad humana para entender lo contradictorio que a veces resulta ser la lucha del pueblo. Así, la Narrativa de la Revolución, en general, no es más que un periodo de agudeza literaria y de sagacidad filosófica que no hace más que evidenciar el modo cruel, violento e indiferente, en que el humano se comporta en medio de la guerra. Asunto que rebasa, indudablemente, la simple anécdota o crónica de este episodio histórico de México.

REFERENCIAS

Aub, M. (1981). De algunos aspectos de la novela de la Revolución Mexicana. En Aurora M. Ocampo (ed.), La crítica de la novela mexicana contemporánea (pp. 61-86). México: UNAM. [ Links ]

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Del Campo, X. (1985). Cuentistas y novelistas de la Revolución Mexicana (8 tomos). México: Comisión Nacional para las Celebraciones del 175 aniversario de la Independencia Nacional y 75 aniversario de la Revolución Mexicana, Secretaría de Gobierno. [ Links ]

Dessau, A. (1986). La novela de la Revolución Mexicana. México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Gutiérrez, L. G. (2009). La novela mexicana, de la Independencia a la Revolución. México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones en México (Colección Historia para todos). [ Links ]

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Magaña Esquivel, A. (1965). La novela de la Revolución (tomo II). México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones en México. [ Links ]

Valadés, E., & Leal, L. (1990). La Revolución y las letras. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Series Mexicanas). [ Links ]

1Guillermo Gutiérrez (2009) apunta que donde se ha estudiado más este periodo literario es en Alemania, Rusia, Francia y Estados Unidos.

2Además, la mínima poesía existente es poco conocida e inconseguible. Sin embargo, en su tiempo, según Antonio Magaña Esquivel (1965) fue muy leído el poemario Canto a la Revolución (1933) de Miguel Ángel Menéndez, hoy en día olvidado.

Cómo citar: Aguilera Navarrete, F. E. (2016). La Narrativa de la Revolución Mexicana: periodo literario de violencia. Acta Universitaria, 26(4), 38-49. doi: 10.15174/au.2016.928

Recibido: 11 de Agosto de 2015; Aprobado: 06 de Julio de 2016

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