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Investigaciones geográficas

versión On-line ISSN 2448-7279versión impresa ISSN 0188-4611

Invest. Geog  no.100 Ciudad de México dic. 2019  Epub 27-Feb-2020

https://doi.org/10.14350/rig.60017 

Artículos

Plazas mayores y alamedas de México, una reflexión desde la geografía histórica

Plazas mayores and alamedas in Mexico, a reflection from historical geography

Eulalia Ribera Carbó* 

* Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Poussin 45, San Juan Mixcoac, 03730, Ciudad de México. Email: eribera@mora.edu.mx


Resumen

Desde la óptica de la trayectoria académica de la autora en la especialidad de geografía histórica se hace una reflexión en torno a la importancia de una perspectiva temporal suficientemente larga para el análisis, la comprensión y la intervención atinada de los espacios contemporáneos. Con el ejemplo de los estudios interdisciplinarios y en equipo acerca de la historia y la geografía de las plazas mayores y alamedas de México, se cavila en la relevancia de estos pequeños y significativos lugares de la morfología urbana mexicana, en un momento en que la defensa y el cuidado de los espacios públicos como patrimonio colectivo parece imprescindible para la construcción de ciudades más equitativas.

Palabras clave: plaza; alameda; espacio público; geografía histórica

Abstract

From the point of view the author’s own academic career in the specialty of historical geography, a reflection is made on the importance of a sufficiently long time perspective for the analysis, understanding and accurate intervention of contemporary spaces. With the example of interdisciplinary and team studies on the history and geography of the plazas mayores and the alamedas of Mexico, the relevance of these small and significant places of the Mexican urban morphology is raised, at a time when the defense and care of public spaces as collective patrimony seem essential for the construction of more equitable cities.

Key words: plaza; alameda; public space; historical geography

INTRODUCCIÓN

La geografía como disciplina científica tiene un horizonte vasto y prometedor, aunque haya voces que quieran sentenciar su existencia ante los ambiguos derroteros de la excesiva especialización y la enriquecedora permeabilidad de la interdisciplina. El resquebrajamiento posmoderno de armazones teóricos doctrinales y autárquicos ha hecho recelar de las formas de pensamiento que se creían capaces de comprender cabalmente la realidad. Una mayor flexibilidad epistemológica y, por lo tanto, metodológica, ha abierto la posibilidad de acercamientos con miradas múltiples a los fenómenos de organización del espacio terrestre (Ribera, 2017). Marie-Claire Robic (2011) hablaba hace pocos años de la ventajosa apuesta por un saber científico reflexivo y crítico, menos apegado a normas y adjetivos en la definición del maderamen científico de la disciplina. Sin embargo, es pertinente todavía alertar hacia una miopía peligrosa en el campo de la geografía: la del tiempo. Se ha repetido innumerables veces que el tiempo es a la historia lo que el espacio es a la geografía y que, de la acertada división temporal a la hora de estudiar procesos históricos o de una correcta selección de la escala al abordar el estudio de fenómenos de la superficie terrestre dependen los buenos resultados de la investigación en dichas disciplinas. Pero, así como el espacio ya no puede reclamarse como objeto de estudio exclusivo de la geografía, nunca estará de más recordar que el tiempo es un factor esencial para la vieja ciencia de la Tierra.

En los ámbitos de la climatología, la geomorfología o la geobotánica no es posible hacer análisis sin periodizaciones largas que permitan entender las combinaciones de los fenómenos atmosféricos, las dinámicas del modelado de la superficie terrestre o la distribución y la interacción de la vida en el planeta. En cambio, las subespecialidades de la geografía humana a veces parecen olvidar que sin una perspectiva histórica lo suficientemente larga, difícilmente pueden llegar a comprenderse a cabalidad las realidades contemporáneas del espacio socialmente construido. En un artículo publicado en la revista Progress in Human Geography, Rhys Jones (2004) señalaba la tendencia inconveniente de los geógrafos humanos a reducir la temporalidad en sus temas de pesquisa.1 Aunque esta propensión hubiera cambiado en los últimos tres lustros, se debe insistir en que, para el trabajo geográfico, el estudio del devenir histórico y el análisis de los fenómenos socioespaciales con un enfoque de larga duración amplía y mejora la visión para la exégesis del presente. Como escribiera Pierre George (1970) hace casi 50 años, la geografía es la historia profunda, porque en la materialidad de hoy hay un “patrimonio de herencias” que está presente en la “arqueología del espacio” (p. 10).

Analizar la actualidad geográfica teniendo en cuenta la “arqueología del espacio” es a lo que se debería aspirar. Pero darle importancia a la perspectiva histórica en los trabajos acerca de los espacios contemporáneos no es lo mismo que abocarse al estudio de las geografías del pasado o el cambio en la organización espacial a lo largo del tiempo, como hace la geografía histórica. Lo que se pretende señalar en esta breve reflexión es que tener en cuenta las aportaciones de la geografía histórica permite comprender mejor los problemas del mundo actual e imaginar propuestas más atinadas para las intervenciones sobre el espacio en el presente y el futuro.

GEOGRAFÍA HISTÓRICA, INTERDISCIPLINA Y ESTUDIOS URBANOS

La geografía histórica es vieja. Herodoto ya ensayaba la reconstrucción de fenómenos geográficos pretéritos hace casi 2 500 años, pero se puede decir que fue a partir del siglo XIX cuando el interés por las estructuras territoriales antiguas se fue definiendo. La realidad mundial marcada por la expansión imperialista de las potencias industriales; la búsqueda de identidad de las nuevas naciones independientes en lo que había sido el vasto imperio español en América; los postulados científicos darwinistas; el entusiasmo romántico por las tradiciones, los lugares y las culturas “exóticas”; la nostalgia de paraísos perdidos, todo abonó al interés por las realidades geográficas de otros tiempos, más que nada y claramente en la búsqueda de justificaciones históricas para el nacionalismo y el reclamo geopolítico sobre territorios de todo el mundo. Los congresos internacionales de geografía que fueron organizados a partir de 1871 y hasta antes de la Segunda Guerra Mundial siempre contaron con una sección de geografía histórica. Después, durante el siglo XX se definieron importantes corrientes de la subespecialidad en el ámbito de las geografías inglesa, francesa y estadounidense.2

En México no hubo una escuela de geografía histórica bien definida hasta rebasada la primera mitad del siglo XX, aunque Manuel Orozco y Berra, como otros después, ya hubiera marcado un importante antecedente desde el XIX. Algunos investigadores extranjeros realizaron trabajos pioneros a partir de la década de 1940, con temas acerca del paisaje mexicano en tiempos históricos; muchos ni siquiera fueron concebidos como de geografía histórica. Otros, como los textos de Carl O. Sauer (1941; 1948) y sus discípulos de la Universidad de California, o más tarde, en los años setenta, de Peter Gerhard (1986; 1991), lo fueron explícitamente. A partir de los años sesenta y hasta hoy, geógrafos e historiadores de muchas nacionalidades han dedicado páginas importantes a la conformación del espacio geográfico de lo que hoy es México durante el periodo prehispánico, los tres siglos coloniales y durante el siglo XIX, centrándose en fenómenos de poblamiento, redes de intercambio, mercados, regionalización, fronteras, paisajes culturales, historia ambiental y construcción de redes urbanas. Y aunque los geógrafos mexicanos pusieron atención a esos temas con cierto retraso, en las últimas cuatro décadas, y específicamente dentro o a partir del núcleo científico del Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ha sido creciente la dedicación a los temas de la geografía histórica desde múltiples ángulos.3

No es el objetivo de este trabajo hacer el análisis historiográfico de la producción geográfico-histórica en México, pero con base en mi experiencia profesional, sí reflexiona en alguno de sus derroteros, a partir de mi andamiaje intelectual, en algunos temas de investigación que me han interesado en los últimos años. En 1986, como producto de una beca de licenciatura otorgada por la UNAM para trabajar en el Instituto de Geografía, obtuve el grado profesional con una tesis acerca de la ocupación territorial de Baja California en el siglo XVIII. La geografía histórica no había sido una elección propia. El tema fue sugerido por Omar Moncada Maya, quien después de cursar estudios de doctorado en la Universidad de Barcelona con el geógrafo Horacio Capel, se había reincorporado como investigador a dicho instituto, trabajando en la obra del Real Cuerpo de Ingenieros Militares en la ordenación del territorio de la Nueva España durante el siglo XVIII y, en concreto, en la última expansión territorial de la Corona española en la Alta California. A Moncada le pareció conveniente que yo estudiara el antecedente inmediato de aquella empresa californiana en tierras peninsulares.

Al mismo tiempo, esa afortunada influencia se combinó con el deslumbramiento producido por un curso extracurricular impartido por el propio Horacio Capel en el Instituto de Geografía en agosto de 1985: Teoría e Historia de la Geografía. La erudición de aquella cátedra de temas históricos y filosóficos en la evolución de la disciplina acabó de decantar mi interés por los temas geográficos relacionados con la historia, no solamente los relativos al estudio de los ordenamientos espaciales de tiempos pasados, sino también al conocimiento de una historia disciplinar e institucional que me permitiera comprender los marcos epistemológicos de mi propio quehacer científico.

Una vez obtenido el grado universitario y cursado los estudios de Maestría en Geografía en la UNAM, en 1989 me integré al Programa de Doctorado Pensamiento Geográfico y Organización del Territorio en el Departamento de Geografía Humana de la Universidad de Barcelona, con la tutoría de Horacio Capel, quien en ese momento estaba retomando las investigaciones en los temas urbanos que habían marcado el inicio de su carrera, y después de haber pasado 20 años inmerso en el estudio del pensamiento científico. La teoría e historia de la geografía; la idea de ciudad en el siglo XIX; el impacto espacial de las nuevas tecnologías; la relación de instituciones financieras con infraestructuras urbanas; los cambios en los espacios de producción, propiedad y ciudad, así como los ensanches urbanos en el siglo XIX fueron las grandes líneas de formación que se combinaron con el trabajo de investigación de la tesis doctoral acerca de la estructura urbana de la ciudad de Orizaba en el siglo XIX.

Una geografía urbana histórica, que podríamos sin duda calificar como escuela capeliana, interesada en comprender la morfología de las ciudades con el estudio de la forma y la evolución de su plano; la disposición de los usos del suelo; la edificación a partir del diseño urbano, la construcción y las obras públicas; el impacto de las redes y la estructuración de servicios públicos innovadores, y la actuación de los agentes urbanos capaces de definir e incidir en los arreglos espaciales de la ciudad, entre otros temas, ha seguido interesándome desde 1997 como investigadora en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, uno de los nichos importantes de la historia urbana mexicana.

Pero en el Instituto Mora ya no me encontré entre geógrafos, como en el Instituto de Geografía y en la Universidad de Barcelona durante los años de mi formación académica. Mis interlocutores más directos eran ahora historiadores, y ello se tradujo en una realidad enriquecedora para mi desempeño profesional y también en un reto. Juntos podíamos intentar hacer contribuciones que rescataran aquel maridaje que nunca debería romperse entre nuestras disciplinas científicas: el del espacio y el tiempo. Trabajar en equipo, con aproximaciones interdisciplinarias y múltiples visiones empíricas, abría nuevas posibilidades en el análisis de la estructura de las ciudades mexicanas de los siglos XVIII, XIX y XX, que era una de las líneas de investigación propuesta en mi desempeño institucional. Era la oportunidad de analizar las formas, la organización y las representaciones de las ciudades; incorporar la dimensión espacial de los fenómenos urbanos al trabajo histórico, con un claro guiño braudeliano al situarse en el reflejo de largos procesos, tanto como en acontecimientos cortos y revolucionarios, y abarcar numerosos estudios de caso que permitieran una mejor comprensión de las individualidades en el espejo de procesos generales. La microhistoria y la microgeografía, desde un ángulo historicista enfocado a la unicidad de lo estudiado, no nos resultaban tan sugerentes en sí mismas como la posibilidad de conectarlas y cotejarlas para descubrir fenómenos sociales y espaciales con ecos universales. Además, el análisis comparativo más allá de la monografía específica es mucho más factible en colaboración y con diálogos colectivos.

Fue así como arrancaron los trabajos del Seminario de Historia y Estudios Urbanos y Regionales del Instituto Mora, el cual reunió a historiadores, geógrafos y arquitectos que desde hace varios años hemos trabajado ininterrumpidamente en el estudio de dos pequeños espacios públicos urbanos. Espacios pequeños y, sin embargo, principales, trascendentes, determinantes no sólo en la historia y la configuración de las ciudades mexicanas desde el siglo XVI, también en la construcción de nuevas personalidades territoriales, las representaciones simbólicas del Estado y la identidad nacional. Nos referimos a las plazas mayores y a las alamedas.

LAS PLAZAS MAYORES MEXICANAS

Los mitos surgen de las transiciones. Son narraciones orales de los orígenes de fundación de una sociedad, de una cultura. He ahí México-Tenochtitlan, aquella ciudad de maravilla rodeada de anillos de jade, como la describió en sus versos el gran poeta texcocano Nezahualcóyolt, que había sido fundada según el mito, donde los mexicas, en su transición migrante del seminomadismo en tierras áridas al sedentarismo en el centro del húmedo valle de México, encontraron una serpiente posada en un nopal y devorando una serpiente. De esa gran Tenochtitlan imperial, que nunca había sido atacada hasta que fue sitiada y cayó después de 90 días bajo el yugo de las huestes de Hernán Cortés el 13 de agosto de 1521, no quedó nada, solamente el nombre y la división en cuatro barrios que recibieron nomenclatura cristiana. La paradoja de los españoles vencedores que la habían destruido fue reconstruirla con la misma grandeza. Pero esta vez, en plena racionalidad renacentista, no habría mito fundacional, y si así hubiera sido, sería el de la evocación a un espacio abierto, central, estructurador, aglutinador, simbólico, referente máximo del todo, impulso de una nueva patria en el sentido del vínculo con la tierra natal: la plaza mayor.

Así como la plaza mayor de la Ciudad de México, las de los pueblos, villas y ciudades fueron construidas por cientos en pocas décadas durante el siglo XVI por los españoles, a lo largo del extenso territorio de su imperio americano. Todas pueden encarnar el mito de fundación de cada lugar porque se convirtieron desde el primer día, incluso antes de ser construidas y existiendo sólo en el dibujo de un mapa, en la máxima expresión de un nuevo proyecto urbano y un nuevo orden sociopolítico.

La organización y el control de los espacios novohispanos fue resultado de una compleja dualidad entre la acción práctica y la utopía. “Volver al principio o colonizar el porvenir”, diría Octavio Paz (1992, p. 13). El humanismo renacentista aludía a las teorías urbanas de la ciudad ideal, y la praxis conquistadora aprovechaba la experiencia de las guerras de la reconquista contra los moros. Al fundar Puebla en 1531, la Audiencia Gobernadora de la Nueva España declaraba: “Nos hemos puesto a hacer ensayos de repúblicas políticas por ver si acertamos en alguna para la perpetuidad de este país” (Antuñano, 2002, p. 281). La utopía quedó anclada en el territorio. Las ciudades mexicanas e hispanoamericanas de calles rectas tiradas a regla y cordel, de traza cuadriculada o rectangular, remitían a los cánones estéticos clásicos de aspiración geométrica, regular y armónica que no podían lograrse en las viejas ciudades europeas, y facilitaban el reparto de solares, la edificación sistematizada y el control de personas y lugares. Aquel orden se lograba a partir de un núcleo rector. Las plazas mayores fueron el embrión “donde se ha de comenzar la población”, como se decía en las Ordenanzas de Felipe II en 1573 (Altamira, 1950, p. 261). A partir de ella se delineaban calles y avenidas, se bosquejaban manzanas y se marcaba su lotificación. Era también la escenografía perfectamente montada para mostrar y convencer respecto del orden impuesto a los pueblos originarios sometidos. A la plaza la enmarcaban la iglesia, el edificio del Ayuntamiento o de gobierno, los soportales con los comercios de los españoles: poder eclesiástico, poder civil y poder económico cara a cara, sin escatimar espacio y, de ser posible, grandeza.4

A partir de entonces, en las ciudades la vida urbana quedó regida por las plazas mayores y fue absoluta su centralidad en términos de referencia simbólica, de funcionalidad, de gobierno, de control. El mercado, las fiestas calendáricas, las celebraciones extraordinarias, los tinglados, los pregones, los amotinamientos, los ajusticiamientos, las innovaciones se expresaban en ellas. Todas las enunciaciones de lo público y las manifestaciones ideológicas tenían ahí su lugar. A su espacio abierto concurrían todos sin distinción, pero a partir de la plaza se producía una jerarquización feroz del espacio: mientras más cerca se estaba de ella, mayor categoría material, económica y social.

Pasaron dos siglos. El nuevo raciocinio de la Ilustración en el siglo XVIII empezó a exigir cambios en los espacios placeros, aunque, en esencia, el poder centralizador y simbólico de las plazas mayores no cambiara, más bien se reforzó. Pero había que desembarazar aquel espacio de las ciudades, el más céntrico de todos, de usos consuetudinarios, incivilidad y suciedad. Además, los monarcas del despotismo ilustrado, reyes absolutos, exigían aquel ese sitio principal para desplegar su majestad. Estorbaba la fuente pública, estorbaban los mercados, estorbaba la circulación irrestricta de las personas. Era la intrusión del poder real en un pequeño territorio, el de mayor significación simbólica en cada ciudad, en que los Ayuntamientos ejercían su soberanía cobrando derechos de piso, haciendo cumplir ordenanzas municipales y decidiendo usos y costumbres junto con la Iglesia. Los proyectos no tuvieron un éxito parejo en todas partes, ni mucho menos completo, pero sí convirtieron las plazas mayores en plazas de armas, en donde los destacamentos militares podían hacer maniobras, y donde algún monumento a propósito ensalzaba la figura del rey remoto sobre empedrados nuevos y con ornatos inéditos.

Ninguna plaza mayor fue igual a otra; ni la forma, ni el tamaño ni la localización con respecto a la traza urbana. Pero al estudiar un buen número de ellas desde las perspectivas diversas del urbanismo y la arquitectura, el uso social de su espacio, su función en el conjunto de la ciudad, sus formas de representación y los simbolismos encarnados en ella, sus transformaciones inspiradas con los aires de modernidad a partir del siglo XVIII, se comprueba que todas respondieron a procesos iguales a pesar de la riqueza de su diversidad. Igual da que se tratara de villas y ciudades norteñas fundadas con la expansión española por un septentrión de indios aguerridos y hostiles en la búsqueda de minerales, de ciudades nacidas de proyectos urbanos inspirados en la Utopía de Tomás Moro o mandadas ejecutar o remodelar por humanistas como el virrey de Mendoza, de bastiones de inspiración medieval para defender territorios conquistados, de ciudades aparecidas como lugares de paso sobre un Camino Real o de puertos marítimos que construían murallas para defenderse de la piratería. Los usos y significados fueron los mismos; también la mudanza de las plazas coloniales en plazas republicanas del nuevo país independiente y soberano.5

La metamorfosis se dio poco a poco. Se eliminaron símbolos reales, salió algún tianguis y un cementerio del atrio de la iglesia, se instaló algún monumento y se acabó un empedrado. Pero una vez restaurada la República en 1867, pasadas la guerra civil y las guerras de intervención extranjera, no hubo vuelta atrás. La estabilidad política y un mayor control gubernamental, las finanzas públicas más sanas y holgadas, y las oligarquías deseosas de lucir una imagen urbana renovada y moderna facilitaron la consecución de antiguos proyectos de inspiración ilustrada, ahora de claro amago liberal.

Las plazas mayores se poblarían de verde con jardines de árboles y flores, bancas para sentarse, farolas para iluminar con luz de sebo o petróleo, y luces de arco cuando llegó la revolucionaria innovación del alumbrado eléctrico, con un diseño casi siempre de quincunce rematado en el centro con un kiosco de estructura de fierro y techumbre de lámina galvanizada. Ya no serían los espacios de paso libre, de mercado, de montajes efímeros para corridas de toros, fiestas de coronación en España o liturgias católicas; ya no serían el lugar de los castigos ejemplares en la picota. Ahora las plazas se amueblarían como una sala de estar democráticamente abierta a la ciudadanía, donde el roce social y la convivencia con buenas maneras y bien vigilada, las serenatas musicales de bandas militares o civiles y una estatuaria de próceres y celebraciones de efemérides que reforzaban la identidad nacional contribuirían a construir ciudadanía. La urbanidad republicana y laica tuvo su lugar ahí. Los relojes públicos instalados en las torres de las iglesias les arrancaron a las campanas la exclusividad en el control del tiempo y los ritmos de la vida. Arquitecturas de tiempos virreinales fueron reformadas, elevadas o magnificadas con el más puro Neoclásico en las fachadas o con el eclecticismo representativo del individualismo del liberalismo económico, que tan luego instalaba estructuras de fierro y vitrales plomados como historicismos que remedaban estilos de latitudes ajenas. Teatros, lonjas, hoteles, museos, oficinas de servicios nuevos como el registro civil o el correo postal se instalaban, si se podía, en las plazas mayores. Cambiaron. Cambió su aspecto. Cambiaron los usos de algunos de sus espacios. Su funcionalidad dejó paso a una mayor monumentalidad y fueron el sitio paradigmático para educar a los ciudadanos en un nuevo orden burgués. En cambio, no se modificaron su centralidad simbólica ni su papel estructurador, integrador de la vida urbana, antes bien se reafirmaron. Hasta entrado el siglo XX, las plazas mayores siguieron siendo el referente principal de las ciudades, el lugar de mayor fuerza centrípeta para los ciudadanos, quienes las usaban libremente y a pesar de normativas que pretendían expulsar hábitos y personas considerados incorrectos y alejados de las buenas costumbres; eran, sobre todo y como hasta entonces, el escenario dilecto del poder para desplegar discursos ideológicos mediante edificios, monumentos, conmemoraciones y convocatorias populares. Así, desde el siglo XVI las plazas mayores mexicanas, como las de toda Hispanoamérica, dieron personalidad y fueron insignia de un modelo de ciudad arquetípico, el más extendido geográficamente de la historia urbana universal.

LAS ALAMEDAS DE MÉXICO

Como las plazas, los jardines mexicanos tienen una larga historia. Los gobernantes mexicas de la Tenochtitlan imperial los construyeron en la cuenca de México cerca de Texcoco, en Chapultepec y, más lejos, en el valle de Cuernavaca. Eran espacios que combinaban vegetación de clima templado, plantas tropicales y semilleros hortícolas que servían como lugar de esparcimiento para los emperadores y los pilli, y eran alegorías simbólicas del poder (Toby, 2000; 2007). Los había también en la ciudad cerca de los palacios de los nobles. Pero nuestras alamedas de hoy, las que son parte distintiva de un buen número de ciudades grandes y pequeñas del país, ubicadas casi todas en los límites de los cascos históricos coloniales, tienen otra genealogía, tan larga, que podemos rastrearla en los tiempos antiguos de Grecia y Roma, aunque su historia sea mucho más corta.

Las alamedas de México son jardines municipales públicos construidos durante el siglo XIX por los Ayuntamientos a las afueras de muchas ciudades grandes y pequeñas pero tocándose con ellas, donde había espacios disponibles para plantarlos. En algunos casos excepcionales fueron iniciativas de los gobiernos de los estados, y otras cuantas, no muchas, proyectos del siglo XVIII todavía virreinales. Única y excepcionalmente, la alameda de la Ciudad de México fue concebida en el siglo XVI como un jardín de inspiración renacentista, apenas dos décadas después que la famosa alameda de Hércules de Sevilla y, seguramente, inspirada en ella.6

Efectivamente fueron los griegos, seguidos de los romanos, los primeros en concebir jardines abiertos, públicos, que no fueran destinados exclusivamente al goce de las élites gobernantes. Pero después del largo periodo medieval en Europa, en que la tradición de la jardinería apenas sobrevivió modestamente en castillos de señores feudales, cementerios, claustros y huertas conventuales, y sólo pródiga en los vergeles y palacios de la España musulmana, durante el Renacimiento -a excepción de las alamedas públicas en Sevilla y alguna otra ciudad española, en Ciudad de México, Lima y algunas ciudades italianas y flamencas inspiradas en las ideas Vitrubio, Columela o Quintiliano, y rescatadas por tratadistas como León Battista Alberti-, los jardines continuaron siendo paraísos cerrados de los que sólo disfrutaban los más ricos (Albardonedo, 2015; Ribera, 2018b).

Hubo que esperar hasta el siglo XVIII para que empezaran a concebirse nuevamente ideas respecto a la necesidad de montar jardines para el disfrute general. Eran parte del conjunto de reformas urbanas que en algunas ciudades se implementaron, pretendiendo el embellecimiento y el ornato, pensando en la influencia benéfica de la vegetación en las condiciones higiénicas de las aglomeraciones urbanas o abriendo aquellos espacios privados de aristócratas y burgueses enriquecidos para la admiración colectiva. El hecho es que los jardines públicos aparecieron en la América española en forma de alamedas y jardines botánicos (Capel, 2002; Luque, 2015; Zamudio, 2002). En México las hubo en Puebla, San Luis Potosí, Morelia, Mérida y Querétaro.

Sin embargo, aunque no rompieran el hilo de correspondencia con sus predecesoras, las alamedas de la siguiente centuria, que se inaugurarían por docenas en las ciudades mexicanas, irían de la mano del espíritu liberal que insuflaba el proceso de construcción del Estado de la nueva nación independiente. Casi todas fueron inauguradas entre la década de 1830 y la de 1850, y alcanzaron su mayor esplendor durante el último tercio de la centuria y principios del siglo XX, cuando la centralización del poder, la estabilidad política y una mayor bonanza económica en el Porfiriato facilitaron la consecución exitosa de obras públicas, como ya se dijo.

Las alamedas serían una pieza fundamental de la renovación urbana, pero también una escenografía, ya imprescindible, para crear ciudadanía y desplegar un lenguaje icónico de la identidad mexicana, como sucedía en las plazas mayores. Habían de contribuir no sólo a la salud, la higiene y el bienestar a la manera soñada por las utopías sociales que en el siglo XIX volvían a pensarse, sino que también permitirían a las autoridades municipales, de las cuales eran iniciativa casi todos los jardines, el control del tiempo libre de los ciudadanos, la vigilancia de los comportamientos colectivos y la educación de las clases trabajadoras que, en la distracción del paseo al aire libre, se alejarían de vicios de taberna y contubernios políticos (Ribera, 2018b). En 11 casos estudiados a profundidad, los razonamientos de los regidores locales encontrados en los documentos de cada Ayuntamiento para justificar la plantación de las alamedas fueron semejantes: instrucción, limpieza y salubridad para la ciudad, orden social, bienestar colectivo, cultura, adorno y belleza, y son los mismos que en todo el orbe. En ninguna faltaron fuentes, asientos de mampostería y bancas de hierro, balaustradas ornamentales, farolas de iluminación, estatuas con motivos mitológicos, kioscos y, por supuesto, monumentos a los héroes de la patria. En todas se llevaron a cabo celebraciones cívicas y fiestas populares, y se ensayaron actividades novedosas.7

Las propuestas de los jardines eran de cada uno de los Concejos de Regidores respectivos, pero el financiamiento de unas obras que requerían de no pocos recursos, y además, constantes, para los trabajos de mantenimiento y las innovaciones continuas resultaron de una alianza bien lograda entre hacienda pública y donativos privados. Y aunque una de las partes cooperantes representara una estrecha minoría privilegiada de la sociedad, la pauta de obligación compartida sin afán de lucro remite al viejo concepto platónico y aristotélico del bien común, al fin y al cabo, justificación teórica de la actuación municipal.

Las élites locales, muchas veces participantes en el gobierno de la ciudad, tenían interés en mejorar su entorno urbano para ponerlo a una altura cosmopolita, en un momento en que el imperialismo económico, como nunca antes quizá, dictaba patrones a seguir desde las principales metrópolis mundiales. Pero resulta digno de señalar que, aunque hubiera una clara vanguardia difusora de ideas que se propagaban por todas las latitudes, en cada sitio las novedades y los trabajos guardaban un paralelismo cronológico bastante notable con lo que sucedía por doquier, sólo con adelantos o retrasos atribuibles a la historia y las circunstancias regionales. Vale la pena decir también que los proyectos de jardines municipales fueron apoyados por igual, independientemente del tinte político conservador o liberal de la administración en turno; era una cuestión de categoría urbana, de modernidad estética y tecnológica, de aspiraciones de “buen gobierno”.

Otros temas permitieron reflexionar en el estudio de la historia de las alamedas mexicanas: por un lado, sus diseños y la instalación de mobiliario, adornos y monumentos, en suma, la distribución y el arreglo de sus espacios; por otro, los criterios botánicos, científicos y estéticos en la selección de las plantas.

Todos los trazos en los planos presentados en las propuestas y llevados a la práctica originalmente fueron de líneas rectas que correspondían a calzadas perpendiculares y diagonales que se cruzaban en una glorieta central, así como otras que seguían los contornos cuadrados o rectangulares. Hablamos de jardines formales, también conocidos como de estilo francés, de reminiscencias clásicas en la búsqueda de la perfección geométrica, que habían logrado su apogeo en el Barroco del siglo XVII en plena revolución científica, trasladando la exactitud del sistema cartesiano a un diseño de formas precisas en el uso de proporciones y perspectivas lineales. Aunque éste todavía fuera el paradigma de jardín urbano, no deja de sorprender que en pleno siglo XIX, cuando en consonancia con la exaltación de la libertad individual burguesa, la revaloración en el arte de las formas del paisaje en su estado natural y el hecho de que se había extendido un nuevo diseño de jardín, conocido como informal o inglés, en ninguna de las alamedas estudiadas se propusiera su implantación. El jardín inglés se organizaba con una espontaneidad (sólo aparente) de trazos curvos, prados, estanques y tramos boscosos que remedaban la naturaleza en estado esencial.8 Según ha interpretado Ramona Pérez Bertruy (2010), el jardín formal se ceñía mejor a las pretensiones de nobleza de las oligarquías mexicanas del siglo XIX. Únicamente en dos casos, San Luis Potosí y Oaxaca, pasado el tiempo, se hicieron reformas excavando en el primero un pequeño lago, y destinando, en el segundo, una porción de terreno para disponer paseos con líneas ondulantes (Wiener, 2018; Calderón, 2018).

Los ambientes semidesérticos del norte mexicano, los templados de la altiplanicie central o los del trópico húmedo de las costas y la península de Yucatán dejaron sus huellas bioclimáticas en las alamedas de México. Palmeras, magueyes, nogales, cedros, pinos y encinos podían señalar condicionamientos ambientales o conveniencia de la vegetación nativa. Pero lo cierto es que la selección de especies, sobre todo las arbóreas para los plantíos de los jardines, respondió más a las modas y los valores simbólicos atribuidos a las plantas. Así proliferaron los fresnos como el ejemplar favorito en todas partes, árboles frutales que perfumaban el aire, laureles de la India que sombreaban con sus copas cerradas, eucaliptos traídos de Australia acerca de los que se debatían virtudes y defectos, y los álamos dejaron más su marca toponímica que su presencia real. De dónde y cómo llegaban las plantas, quién las compraba o las donaba, cómo se innovaba en las técnicas de riego y se profesionalizaba el oficio de jardinero, son temas que también se repitieron con equivalencias en todas las alamedas estudiadas y abonan a una historia geográfica, económica, social, urbana y tecnológica.

En sus variados tamaños de menos de una hectárea hasta cerca de nueve como la de Ciudad de México, las alamedas se instalaron, como ya se dijo, en terrenos marginales donde los Ayuntamientos pudieron disponer, mediante mecanismos diversos, de tierras de antiguos barrios de indios, huertas particulares, corporaciones desamortizadas, haciendas arruinadas o las de sus propios ejidos. Su situación excéntrica enseguida se convirtió en una de gran centralidad por la concurrencia de los ciudadanos y el valor emblemático que adquirieron desde el origen. Además, fueron un núcleo de atracción para el crecimiento de la mancha urbana y las redes de infraestructuras como las de agua, alumbrado o tranvías; fueron un engranaje entre los cascos coloniales de las ciudades y sus nuevos ensanches, además de agentes de revalorización del suelo (Ribera, 2018b).

Las alamedas se volvieron, con las viejas plazas mayores renovadas con jardines, los espacios de sociabilidad más importantes de las ciudades mexicanas. No se hicieron competencia. Las plazas mayores tenían su prosapia histórica, atrayente, simbólica y más solemne; las alamedas, la novedad y amplitud que quizá las hacía más versátiles e innovadoras. Juntas fueron los referentes imprescindibles de la ciudad, espacios dilectos para el encuentro, escenarios favoritos para el discurso y la celebración política. A pesar de reglamentos y ordenanzas, de lenguajes icónicos e intenciones de control, desde su origen los ciudadanos se las apropiaron espontáneamente, haciendo de ellas espacios públicos a cabalidad.

ESPACIOS PÚBLICOS HISTÓRICOS, BIEN COMÚN PARA EL FUTURO

Jurídicamente, los espacios públicos están sujetos a la administración gubernamental. Los gobiernos deciden las normas y condiciones de su uso colectivo, ese tan propio de la vida urbana; es la administración del Estado la encargada de preservarlos y asegurar su accesibilidad a todos.

El concepto de lo público, de lo que debe ser lo público, ha variado a lo largo de la historia. Es imposible aquí enfrascarse en una disertación que se remonte a los orígenes políticos del ágora griega y el foro romano; baste tener presente que, a pesar de las modificaciones a lo largo del tiempo, los espacios públicos siempre han expresado relaciones de poder. Se debe recordar que en vísperas de la modernidad los reyes absolutos de las monarquías europeas intentaron convertir los espacios públicos en escenografías grandiosas a la altura de su alteza y que, a partir de las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII, los nuevos regímenes con aparatos políticos democráticos y doctrinas económicas liberales los concibieron como lugares para la construcción de ciudadanía pero controlados. Por eso, sólo metafóricamente, los espacios públicos fueron los lugares de libertad que, sin embargo, sí se convirtieron de facto en una amenaza constante para el statu quo. La propia burguesía que, como diría Foucault (1976), ahora los usaba para vigilar, había sido la clase social revolucionaria que se había apoderado de ellos para protestar y cambiar el orden de las cosas. Ya no había vuelta atrás: a pesar del control y, si hacía falta, de la represión, los espacios públicos se convirtieron en los lugares de protesta y resistencia contra el poder.

Durante el siglo XX los urbanistas del Movimiento Moderno, con su preocupación por la funcionalidad, parecieron olvidarse de los espacios públicos de la ciudad que, como lugares “vacíos”, no tenían usos o funciones específicas más allá del ocio, el juego, el deporte o la vista agradable. Los urbanistas los dejaban de lado; en cambio, fue en los espacios públicos donde, a decir de García Canclini (2000), la sociedad intentó defender sus intereses colectivos resistiendo al poder del capital.

Desde hace años, los académicos de las ciencias sociales discuten en torno a la idea de la tendencia a la desaparición del espacio público a partir de la consolidación del modelo neoliberal durante las últimas cuatro décadas. Con la crisis del fordismo y la reducción de las tasas de ganancia, el capital busca sectores no productivos para su reproducción, entre ellos, está la ciudad. El capital financiero teje alianzas con los poderes municipales para comprar suelo urbano, tanto privado como público. Se compra ciudad para convertir el espacio en un activo fijo que puede dar grandes rendimientos con la construcción de rascacielos ocupados por corporativos de compañías privadas, centros comerciales, hoteles, restaurantes, condominios cerrados, o bien se concesiona el espacio público para usos privados que generan utilidades. La ciudad construida históricamente se ha convertido así en la materia prima para la reproducción del capital.9

El aumento de la desigualdad en la distribución de la riqueza y la ampliación de la brecha de disparidad entre ricos y pobres ha derivado en una mayor jerarquización social del espacio. En todo el mundo, pero notablemente en las ciudades de los países que han sido clasificados con términos (discutibles) como “subdesarrollados”, “tercermundistas”, “emergentes”, el aumento de la delincuencia y la violencia, así como el sentimiento de miedo se han traducido en una percepción de peligro respecto de algunos espacios públicos de la ciudad. Surgen fraccionamientos de viviendas que cierran el acceso libre a ellos y en la práctica privatizan las calles y pagan por su vigilancia. Para amplios sectores de la población, la sociabilidad se traslada a los espacios particulares de centros comerciales que, a imitación del modelo estadounidense, funcionan como públicos, también bajo la custodia de compañías de seguridad.10

La mitificación que hacen algunos autores del espacio público moderno de los siglos XIX y XX, creyéndolo actualmente perdido para la resistencia popular y la reivindicación de demandas sociales, es rebatida por otros que señalan que hoy el espectro de reclamos y prácticas en plazas y calles es más amplio e incluyente (Salcedo, 2002). De cualquier forma, hay que plantear la necesidad de revisar el papel de los espacios públicos históricos más importantes: las plazas mayores y alamedas, cuyos anales de larga duración demuestran, como ya se ha señalado, sus características singulares que tienen que ver con su carga simbólica, su fuerza aglutinadora y su peculiaridad de “espacio irrenunciable”, como escribió Carlos Monsiváis (2012, p. 218).

En las ciudades mexicanas, sean grandes metrópolis como Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey, capitales de estados o ciudades estatales más pequeñas repartidas por toda la geografía del país, el crecimiento urbano y los fenómenos de segregación que se han descrito están presentes en mayor o menor grado. En muchas se han construido esos lugares “semipúblicos”, privatizados, donde se despliegan las nuevas formas de convivencia que tienen que ver con el consumo, la generación de plusvalía y la seguridad del orden público. Las plazas mayores o “zócalos” y las alamedas han sido en buena medida abandonadas por los sectores de mayores ingresos como lugares de recreo y encuentro, y se han vuelto preferidas de grupos más populares de la sociedad. En cambio, son aún una preocupación central de la administración. Los Ayuntamientos han emprendido en ellas reformas y remodelaciones, a veces controvertidas, y conceden temporalmente sus espacios para usos diversos: ferias, exposiciones, pistas de hielo y conciertos, que también son criticados. Sin embargo, esto no es nuevo. Cuando se repasa su historia, se sabe que, desde su origen y a lo largo del tiempo, plazas mayores y alamedas se remataban para que comisionistas particulares hicieran negocios instalando tablados para corridas de toros, carpas para juegos de azar, tenderetes y puestos formales para la venta de golosinas y aguas frescas, carpas de teatro, cafés, trenecitos eléctricos para el deleite de los niños, sillas que se alquilaban a los paseantes para pasar el rato. Era ya una privatización del espacio público.

Tampoco ha cambiado su apropiación colectiva, espontánea, independientemente de que las intervenciones para su recuperación y la regulación de sus usos pretendan adecuarlas al nivel y a las modas de modelos globales, enfocadas prioritariamente al comercio y al turismo. Su importancia simbólica y una cultura urbana de ocupación natural las reafirma como los lugares más importantes de nuestra identidad histórica, y los lugares de todos en el sentido más democrático. Cuando Sergio Tamayo (2007), en su estudio de la etnografía política de las campañas electorales en México en 2000 y 2006, hablaba de que “las plazas sí votan”, demostraba sin proponérselo que la importancia emblemática y política de las plazas mayores sigue incólume desde el siglo XVI. Los candidatos en una elección se las disputan para sus cierres de campaña y, al mismo tiempo, se ha tratado de impedir que las usen los indeseables para el poder en turno. Los mítines en los que acaban las campañas electorales, pero también los que cierran marchas de protesta y de conmemoraciones de fechas trascendentales para la historia del país, se realizan en el Zócalo de la capital del país. Y en las linajudas alamedas en que las oligarquías desplegaban su refinamiento y su saber estar, irrumpieron desde muy pronto y sin pedir permiso cuantos quisieron. A manera de ejemplo conspicuo baste recordar los batallones rojos de trabajadores anarquistas, entrenando para combatir en la Revolución mexicana en la elegante alameda de Orizaba, o los inmigrantes campesinos, los grupos homosexuales y las trabajadoras domésticas que, entre la policía montada con agentes vestidos de charros, que hace poco tiempo patrullaban por ella para dar gusto a los turistas, se reparten hoy los espacios, se relacionan y establecen complicidades en la mayor y más conspicua de todas: la Alameda de la Ciudad de México (Hernández, 2013; Ribera, 2018c).

Cuando arquitectos y urbanistas proyectan actuaciones públicas para volver contemporáneas viejas estructuras de las ciudades, deberían consultar con los especialistas de la historia urbana, con los estudiosos de la geografía histórica. Evitarían equivocaciones derivadas del desconocimiento. No se trata de abogar por una conservación a ultranza de lo viejo. Se sabe, como afirmó hace ya más de 20 años Jordi Borja (1998), que la preservación urbana es difícil sin reformas que compensen las tendencias degenerativas de algunos espacios antiguos de la ciudad. Pero en el caso de los principales espacios públicos, siempre habrá que tener en cuenta su polifacética esencia gestada históricamente. Las plazas mayores y las alamedas de México son un almacén de versatilidad y de posibilidades si la inspiración para su cuidado viene de la historia y la geografía.

Cabe preguntar: ¿Quiénes son los actores que deben participar en la regeneración de espacios que hay que defender como patrimonio histórico, colectivo, público? ¿Es necesaria la implicación de capitales privados? ¿O su jurisdicción estatal obliga a velar por su cualidad de riqueza común, de patrimonio colectivo y, por lo tanto, vuelve imprescindible la intervención de la ciudadanía organizada en la toma de decisiones? Esto último parece irrenunciable en un momento en que la voracidad del capital, como ya se señaló, busca apoderarse de cada espacio susceptible de generar beneficios. Pero incluso la participación ciudadana debe tener cuidado de no verse desvirtuada por las intenciones de inversores y políticos en contubernio, enmascarados, como bien explica Alain Musset (2015; 23 de junio de 2016) , detrás de las “palabras mágicas” de la ciudad contemporánea: inclusión, resiliencia, sostenibilidad. Grandes empresas transnacionales se erigen en patrocinadoras de programas de desarrollo urbano; innovaciones que se disfrazan de progreso y justicia persiguen en realidad la incorporación de los lugares al mercado urbano y, perversamente, dejan complacidos a los excluidos del provecho. Deberían prevalecer las políticas públicas ante las maniobras estratégicas del capital empresarial. La ciudadanía debe salir a la calle y hacerse oír, exigir. Historiadores, geógrafos, arquitectos, sociólogos deben participar desde la academia, poniéndose al servicio de los comités y asociaciones de vecinos, como propone Jean-Pierre Garnier. El sociólogo francés aboga por la autogestión como única posibilidad de triunfo del “derecho a la ciudad”, cuando hasta ahora, asegura, la concertación entre la administración, los investigadores y la ciudadanía sólo se ha disfrazado de incluyente y con ello ha legitimado la actuación del Estado en complicidad con las compañías inversoras (Tello, 2017).

Mientras hacemos que eso sea posible, trabajemos, cada quien desde su trinchera y siempre en colaboración, por un verdadero encuentro entre los habitantes de la ciudad y los especialistas. Presionemos para que una administración local honesta y con espíritu de servicio y salvaguarda de lo público abra con nosotros el camino para la construcción de ciudades equitativas, en las que nuestras plazas mayores y alamedas, pequeños lugares esenciales de nuestra identidad histórica y territorial, maravilloso bien común, patrimonio colectivo, contribuyan, a decir de Horacio Capel (2014), en la construcción del futuro aprendiendo del pasado.

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1Cabe advertir que Jones estudió dicha tendencia a partir de los trabajos publicados en tres revistas en lengua inglesa: Transactions of the Institute of British Geographers, Annals of the Association of American Geographers y Journal of Historical Geography.

2En relación con el tema del desarrollo de las escuelas de geografía histórica inglesa, francesa y estadounidense existen los textos, ya clásicos, de Baker (1979; 2003; 2007) y Butlin (1993).

3Se han hecho algunos repasos importantes al respecto. Véanse García (1998), Moncada (2004) y Sunyer (2011).

4Un trabajo más extenso al respecto puede consultarse en Ribera (2007).

5El producto del estudio colectivo de más de una decena de plazas mayores mexicanas puede consultarse en Ribera (2014).

6Acerca de la Alameda de la Ciudad de México, véanse Castro (2004) y Madrid (2018).

7Véase el resultado de la investigación conjunta acerca de 11 alamedas de México en Ribera (2018a).

8Numerosos trabajos se han abocado al estudio de la historia de las formas en la jardinería del mundo “occidental”. Algunos publicados o traducidos al castellano y reeditados, en Beruete (2016), Capel (2002), García Mercadal (2003) y Fariello (2000).

9Véanse, a manera de ejemplos de análisis muy bien fundamentados, Alessandri et al. (2015; 2017) y Robinson (2013).

10Desde el ámbito de la geografía, son interesantes los trabajos de Guenola Capron (2017), por ejemplo.

Recibido: 31 de Mayo de 2019; Aprobado: 11 de Septiembre de 2019; Publicado: 01 de Diciembre de 2019

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