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Investigaciones geográficas

versión On-line ISSN 2448-7279versión impresa ISSN 0188-4611

Invest. Geog  no.100 Ciudad de México dic. 2019  Epub 27-Feb-2020

https://doi.org/10.14350/rig.60015 

Artículos

Tensiones geográficas: controversias y conflictos ambientales en Argentina

Geographic Tension: Environmental Disputes and Conflicts in Argentina

Carlos Reboratti* 

*Instituto de Geografía, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Llavallol 4729, CABA, Argentina. Email: creborat@gmail.com


Resumen

Mediante tres ejemplos de conflictos socioambientales ubicados en diferentes lugares de Argentina, que han tenido desarrollos distintos, se busca demostrar la manera en que su análisis gana en riqueza y profundidad si se hace uso, de manera explícita, de dos conceptos propios de la geografía: escala y territorio. En los tres, los ámbitos territoriales definidos marcaron el grado y el tipo de desarrollo de los actores, así como las acciones emprendidas, desde un conflicto que comenzó en el ámbito local y luego se extendió hasta el internacional (aunque sin perder su origen), como el que se generó a partir de la instalación de una fábrica de pasta de celulosa sobre el río Uruguay, hasta el actual conflicto por la instalación de empresas de fracking en el norte de la Patagonia, en una gran extensión semidesértica pero bordeada por valles de riego densamente poblados, pasando por el fenómeno de la rápida extensión de la soja desde el centro hacia el norte del país y su muy disputado uso masivo de agroquímicos. El tamaño de los territorios y la escala de los actores y las acciones juegan un papel fundamental para poder comprender la compleja trama de estos conflictos.

Palabras clave: conflictos socioambientales; escala; territorio; actores; pasta de celulosa; fracking

Abstract

Three examples of socio-environmental conflicts in different locations of Argentina, showing a different evolution in each case, aim to demonstrate how the analysis of these conflicts improve in terms of richness and detail when two concepts unique to geography are applied: scale and territory. In the three cases, the territorial scopes defined marked the extent and type of development of the stakeholders, as well as the actions undertaken, from conflicts that started at the local level and subsequently spread to the international domain (although without losing their origin). One such case emerged from the installation of a cellulose pulp mill on the Uruguay River; another is the current conflict associated with the installation of fracking companies in northern Patagonia, encompassing an extensive semiarid zone bordered by densely populated irrigation valleys; the third example is the accelerated expansion of soy crops from the center of the country northward and its highly disputed massive use of agrochemicals. The size of the territories and the scale of stakeholders and actions taken play a leading role in the understanding of the complex interrelations of these conflicts.

Key words: socio-environmental conflicts; scale; territory; stakeholders; cellulose pulp; fracking

INTRODUCCIÓN

Si la comparamos con otras ciencias sociales, la geografía no ha sido una disciplina que plantee las disidencias que en la sociedad se desarrollan en relación con sus diversas actividades. Por lo general, aun en campos tan potencialmente controvertidos como los que cubre la geografía política o económica, siempre se trataba de adoptar una posición analítica descriptiva, con una visión supuestamente objetiva, aunque la propia decisión de incluir o no algunos elementos en una descripción es, de hecho, una opción valorativa. Sin embargo, de manera creciente comienzan a aparecer investigaciones y publicaciones autodefinidas como geográficas en las que se hace un análisis de lo que en líneas muy generales podríamos llamar “conflictos”, esto es, situaciones en las que hechos concretos son vistos e interpretados de forma disímil y contrapuesta por diferentes grupos y sectores de la sociedad, que adoptan acciones según esas visiones e interpretaciones. Estos trabajos buscan que la geografía adopte una actitud de compromiso con la sociedad en la cual se inserta, lo que la expone, de manera simultánea, al mismo tipo de críticas y ataques que sufren con frecuencia otras ciencias sociales con mayor historial de análisis de conflictos.

Uno de los aspectos más interesantes de este nuevo rol de la geografía es que si se analiza cómo se describen e interpretan estos conflictos, entran en juego los elementos clásicos en el análisis geográfico, y posiblemente es en el campo de los de tipo socioambiental en los que esto es más evidente.

El análisis de los conflictos socioambientales (que abordan las tensiones generadas entre la sociedad y su ambiente) necesariamente incluye, juntos o separados, por lo menos dos elementos básicos y, podríamos decir, “clásicos” de la geografía: escala y territorio. Los dos han tenido un recorrido distinto respecto a su pertenencia al aparato conceptual de la disciplina. En sus inicios, territorio fue un concepto propio y característico de la geografía, que nombra de forma amplia el espacio concreto que, de alguna manera, la sociedad o parte de ella consideraba como “propio”, lo que no necesariamente significa su propiedad formal, exclusiva y excluyente. A la vez, el concepto se utilizaba de una forma más amplia simplemente como el espacio en el cual se encontraba un cierto elemento u ocurría una situación específica. La utilidad conceptual de la noción hizo que en tiempos relativamente recientes otras disciplinas que hasta ese momento se mostraban menos preocupadas por el espacio concreto, dieran lo que se llamó un “giro territorial” al incluirlo en sus análisis (Lindón, 2010).

Por su parte, “escala” es un término notable, ya que posiblemente la geografía sea la única disciplina que ha teorizado acerca de las diversas facetas que tiene, a pesar de que se podría decir que la mayor parte de las disciplinas lo usa sin mayores miramientos y muchas veces sin tener en cuenta la necesidad de explicitar su uso. Podríamos decir que es una especie de “metaconcepto” de uso frecuente pero que no se reconoce como tal, tal vez por centrarse en lo obvio: las diferencias de tamaño entre elementos y la jerarquía que esto implica (Reboratti, 2001).

Argentina es un país con algunas características que han retardado la aparición de conflictos de raíz ambiental: un territorio muy grande, con una amplia riqueza y diversidad de bienes naturales, y una población relativamente pequeña en relación con ese territorio, la cual, además, se encuentra muy desigualmente distribuida (más de 90% es urbana). A esto se suma la relativamente tardía aparición del ambientalismo y de los actores locales, hasta el momento no incluidos en las negociaciones, y ausentes en la distribución de los beneficios. Esto hizo que, en un principio, grandes obras de infraestructura de potencial impacto en el ambiente no fueran objeto de oposición y, a veces, ni tan siquiera de debate, como fue el caso de las grandes represas del norte de la Patagonia o la construcción de tres centrales nucleares; igualmente sucedió con la instalación de empresas extractivas, básicamente mineras. Pero a partir de mediados de los noventa la situación comenzó a cambiar y desde entonces se pueden contar no menos de 30 casos de controversias acerca del tema ambiental, muchas de ellas que luego se desenvolvieron en conflictos abiertos.

A modo de ejemplo podemos desarrollar tres casos generados por diferentes actividades en diferentes lugares y en tres momentos distintos: la instalación de una pastera sobre el río Uruguay, la expansión de la producción de soja y la explotación de petróleo y gas mediante el sistema de fractura hidráulica, usualmente conocido como fracking. Los tres casos elegidos están ubicados en distintos momentos de su desarrollo: uno (el del río Urguay) ha concluido, otro (la soja) está en pleno proceso y el tercero (fracking) recién está comenzando. Escala y territorio son elementos fundamentales para analizarlos.

En todos ellos, el conflicto se construye escalonadamente: comienza con un rumor que genera una inquietud, y que se convierte en certeza una vez que el tema se hace público. En este momento se genera la construcción de la percepción del peligro y el riesgo, lo que lleva a un paso que es premonitorio del futuro: los que luego serán actores (gobiernos nacionales, provinciales y municipales; empresas involucradas; ONG ambientalistas; población local, y finalmente, los medios) adoptan un posicionamiento con respecto al tema, lo que casi siempre los divide desde el comienzo en dos campos diametralmente opuestos.

A partir de allí se produce entre estos actores una confrontación, que llevada a su extremo se transforma en un conflicto abierto, en que las acciones y presiones entre ambos bandos van creciendo en fuerza y frecuencia.

GUALEGUAYCHÚ Y LAS PASTERAS

El conflicto relacionado con el río Uruguay tuvo su inicio hacia principios de la década de 2000, cuando en ese país se comenzó a anunciar la instalación de dos fábricas de pasta de celulosa, una de origen finlandés y la otra española, que se ubicarían en las afueras de la localidad de Fray Bentos, sobre el río Uruguay, el cual marca la frontera con Argentina. Este ya había sido fuertemente intervenido al construirse una represa aguas arriba sobre el mismo (Salto Grande) destinada a producir hidroenergía para ambos países.

Fray Bentos está unida a Gualeguaychú, en Argentina, por un puente internacional, la más cercana conexión terrestre de Uruguay con la ciudad de Buenos Aires y un nudo vital en las conexiones este-oeste.

El anuncio no produjo buena impresión entre los habitantes de Gualeguaychú, ya que de inmediato comenzaron a correr rumores acerca de los posibles impactos ambientales de las papeleras, sobre todo los relacionados con la contaminación fluvial. A esto se agregaba la inquietud relacionada con el impacto de las fábricas en la actividad turística, e incluso una preocupación estética relacionada con el paisaje fluvial, aunque el tema ambiental fue siempre el más importante. El gobierno uruguayo desde un principio negó toda posibilidad de contaminación, ya que se encontraba muy comprometido con los proyectos al construir en ese país un imaginario de progreso y desarrollo alrededor de la industria papelera, que había comenzado antes con un extenso plan de forestación. Esto limitó la posibilidad de cualquier oposición o protesta ambiental en el propio Uruguay y las pocas reacciones no tuvieron mayor éxito (Alvarado, 2007).

Desde el punto de vista de su escala territorial, en un principio en Argentina el tema se limitó localmente a algunas declaraciones del municipio de Gualeguaychú y de varias asambleas vecinales, que adoptaron desde el inicio una posición totalmente opuesta a las pasteras. Esto culminó con la formación de una organización, la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú (ACAG), que durante todo el conflicto lideró las posiciones más opuestas a una posible negociación. Su forma de presión fue la organización de reuniones y marchas cada vez más masivas, que tomaron como objetivo el puente internacional, una forma muy efectiva de llamar la atención de los gobiernos provincial y nacional y convencer al público de los peligros de la contaminación, más basados en suposiciones y dudosas extrapolaciones que en datos ciertos. Después de varias marchas y contramarchas, la empresa española abandonó el proyecto, pero la fábrica finlandesa siguió adelante, se construyó en los plazos establecidos y en 2007 entró en producción (Reboratti, 2010b).

En el ínterin, del otro lado del río las marchas y los cortes de puente crecían en tamaño y frecuencia. Al tratarse de un tema internacional, el gobierno argentino comenzó a mostrar preocupación, al mismo tiempo que daba muestras de apoyo a la ACAG. Esto en poco tiempo generó una virtual ruptura de relaciones con Uruguay, un salto en la escala territorial del conflicto, que si bien se mantuvo centrado en Gualeguaychú, generó una especie de doble escala al tema. Ante la falta de respuesta a sus inquietudes, la ACAG finalmente cerró el puente internacional por tiempo indeterminado, sin que esto generara una reacción por parte de Argentina para mantenerlo abierto. De esta forma se constituyó un conflicto socioambiental de magnitud y repercusión nunca vistos en Argentina.

Dada la inefectividad de los esquemas de negociación que se habían planteado, y ante un conflicto creciente de consecuencias imprevisibles, finalmente ambos gobiernos acordaron en 2006 plantear el tema ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que después de dos años de analizar el conflicto, emitió un dictamen que indicaba que las sospechas de posible contaminación eran infundadas y que la fábrica no presentaba peligro al respecto, aunque recomendaba que se hicieran controles periódicos de la calidad del agua del río Uruguay (Alcañiz, 2009). Esto generó una súbita desaceleración del conflicto, ya que ante el dictamen de La Haya, el gobierno argentino presionó a la ACAG para que desalojara el puente. Al perder su arma de presión más importante y totalmente desactivado su argumento central, esta organización local fue perdiendo fuerza hasta prácticamente desaparecer. Por su parte, el gobierno uruguayo permitió posteriormente la instalación de una segunda pastera, esta vez sobre el Río de la Plata, lo que no generó ningún tipo de rechazos desde Argentina, y actualmente planifica una tercera fábrica, ahora ubicada en el interior del territorio nacional.

El papel preponderante que la ACAG tuvo en el desarrollo del conflicto, que a lo largo del tiempo mantuvo una actitud de suspicacia ante la posible injerencia de actores que no fueran locales, la paralela poca repercusión que tuvo en el ambientalismo nacional y el poco efectivo accionar de Greenpeace, la ONG internacional que más se involucró en el tema, hizo que en la práctica el conflicto se clausurara. Posteriormente, y como colofón del tema, los análisis del río Uruguay mostraron que la mayor fuente de contaminación no era la pastera, sino el vertido de contaminantes sobre el riacho Gualeguaychú, que desemboca frente a ésta.

En tal conflicto socioambiental, el más importante que se ha desarrollado hasta el momento en Argentina, juegan muy claramente varias escalas y diversos escenarios territoriales. Aunque su origen (y de alguna manera su desenlace) se hayan circunscripto siempre a un tema local, su característica de territorio internacional compartido llevó necesariamente a su ampliación territorial y a un cambio de escala que incluía la aparición de nuevos y más complejos actores, los gobiernos nacionales, que finalmente dieron fin al conflicto.

SOJA Y AGROQUÍMICOS

Argentina es un país de una larga tradición agrícola, centrada al principio en la extensa y fértil región pampeana, pero que más tarde incluyó productos generados en ambientes diferentes, como la vid en Cuyo y las manzanas en el norte de la Patagonia. A partir de la gran expansión del trigo a principios del siglo XX, seguida por el crecimiento del maíz, los cultivos aparecieron como los más importantes actores en la producción agropecuaria, alternándose en ese papel, y según el vaivén de los mercados internacionales, con la cría de ganado vacuno. Es este vaivén, ayudado por la flexibilidad del potencial productivo natural de la llanura templada, el que hizo que durante mucho tiempo las posibilidades de degradación de los suelos fueran evitadas merced a la rotación constante entre diversas especies de cultivos y la ocupación alternada con el ganado.

Hacia fines del siglo XX la situación comenzó a cambiar, al aparecer como potencial cultivo la soja. Si bien el origen de esta leguminosa es subtropical, tiene una gran capacidad natural de adaptación a una diversidad de ambientes, y la llanura pampeana mostró ser especialmente apta. La soja puede ser comercializada directamente como grano o también ser procesada para obtener aceite, y como subproducto de la molienda llamada harina de soja, utilizada como alimento para el ganado. Este cultivo crecía en el mercado internacional gracias a la aparición de un gran demandante, China, importante consumidor y actualmente principal comprador internacional junto con la Unión Europea.

La introducción de la soja en Argentina comenzó gradualmente en la década de 1970, utilizando en el cultivo de otros cereales, como el maíz y el trigo, las tecnologías usuales hasta el momento: varias pasadas de maquinaria, eliminación mecánica de malezas y frecuente utilización de semillas propias. El trigo presentaba la ventaja de permitir una doble cosecha aprovechando, por un lado, la siembra temprana del trigo en invierno y la cosecha relativamente tardía de la soja a principios del otoño. Sin embargo, esto era potencialmente peligroso para la fertilidad de la tierra, ya que prácticamente no había periodo de descanso y existía poca devolución de materia orgánica al suelo, debido a que el rastrojo de la soja es de muy escaso volumen (Gras y Hernández, 2009; Reboratti, 2010a).

El gran impulso en la producción sojera provino de la aprobación, en 1976, de variedades genéticamente modificadas y la consecuente adopción masiva del uso de un herbicida, el glifosato. Éste es de bajo precio, pero no podía utilizarse en la soja original no transgénica, ya que atacaba la misma planta, lo cual obligaba a usar una serie de herbicidas específicos de distintas malezas, más caros y que exigían varias aplicaciones. Poco después se extendió muy rápidamente el uso de tecnologías de bajo impacto en la estructura del suelo, básicamente la llamada siembra directa, una técnica que no remueve los suelos e inserta directamente la semilla en la tierra, lo que requiere una sola pasada de maquinaria.

La adopción del paquete completo de soja transgénica, glifosato y siembra directa, si bien no aumentaba necesariamente el rendimiento físico del producto, significaba una notable reducción del costo del cultivo, ya que implicaba, por un lado, un menor uso de maquinarias y, por otro, la compra de agroquímicos baratos. Esto, unido a la apertura de nuevos mercados, generó una gran explosión de la soja, que en pocos años se convirtió en el cultivo pampeano más importante.

En relativamente poco tiempo el negocio era tan rendidor que comenzó a aparecer un nuevo actor productivo, los llamados pools de siembra, en los cuales, para aprovechar las ventajas de escala, varios productores y capitalistas urbanos se unían para alquilar campos y sembrarlos con soja, ofreciendo el pago de arriendos elevados. La aparición de este nuevo actor, sumado al creciente interés de los capitales urbanos y financieros por la producción, generó un proceso de concentración de la producción en manos de los medianos y grandes productores, con lo cual, los pequeños (generalmente de tipo familiar) quedaron en una posición desventajosa.

La producción de soja, aprovechando la ya nombrada flexibilidad ambiental y buscando tierras de menor valor que las pampeanas, comenzó a expandirse hacia el norte del país, y se extendió en pocos años en 14 millones de hectáreas antes ocupadas básicamente por bosques (Fehlenberg, 2017).

Esta gran expansión territorial no estuvo exenta de problemas, algunos de los cuales son el centro de la actual controversia. Temas como la concentración de tierras y la consecuente emigración de pequeños productores de la región pampeana, así como los efectos de la expansión sojera hacia el norte del país, como la deforestación y la expulsión de campesinos e indígenas que ocupaban tierras fiscales y fincas ganaderas, si bien son motivo de preocupación relativamente generalizada (y en el caso de la destrucción forestal, de acciones legislativas), no han pasado de entredichos académicos y debates públicos en los medios de comunicación, sin que se formen grupos organizados importantes de presión que propongan soluciones.

Pero el centro del tema se encuentra en la idea de que el consumo de productos genéticamente modificados podría, en el largo plazo, tener efectos en la salud humana. Esta presunción, no suficientemente probada, ha llevado a algunos países (básicamente desarrollados y europeos) a adoptar como principio precautorio la regulación y, a veces, directamente la prohibición de la producción e importación de este tipo de productos, incluida la soja. A partir de allí las compañías generadoras de técnicas de manejo genético son consideradas alternativamente como heroicas combatientes del hambre o tétricas asesinas despiadadas, y los organismos internacionales como la OMS y la FAO quedan como incómodos mediadores.

Relacionada con lo anterior, la controversia más importante, y que sigue los lineamientos típicos de los conflictos ambientales, gira alrededor de los potenciales y posibles efectos contaminantes del glifosato. A ese respecto se han formado dos grupos bien diferenciados: los que alegan que el herbicida genera efectos nocivos en la salud y aquellos que lo niegan terminantemente y, en todo caso, aceptan que es un problema de mal uso de un producto que en sí mismo es inofensivo. No ayuda en la controversia el tema de la fumigación aérea: su uso indiscriminado, y muchas veces irresponsable (fumigaciones aéreas cercanas a los sitios poblados, fumigaciones terrestres en días de viento, etcétera), por parte de compañías más interesadas en terminar pronto la tarea, que en cuidar que se cumplan las numerosas normas de protección de la población. Su muy probable relación con problemas de salud llevó a que en muchos pueblos y ciudades del área pampeana comenzara a generarse una protesta y se crearan grupos locales de presión pidiendo el control de estas técnicas. Referido a la prevención de este problema, hay allí también un tema al mismo tiempo legal y de escala: a partir de leyes provinciales que fijan el marco de la regulación de las fumigaciones (distancia a los centros poblados, condiciones meteorológicas mínimas), cada municipio tiene potestad para fijar las propias, que generalmente son más estrictas que las provinciales. Eso ha generado numerosas tensiones en los organismos de gobierno local, entre los que proponen una mayor distancia (por lo general, los vecinos, con el apoyo de grupos ambientalistas), y los que tienden a acortarlas para tener más espacio para la soja (los productores y sus representantes) (Cáceres, 2015).

El grupo que podríamos llamar “antisoja” exhibe informes de médicos rurales, narraciones de directivos de escuelas y otro tipo de pruebas, que son desmentidas por los grupos “prosoja” y presentadas como informaciones sesgadas y no sistemáticas. El ataque al glifosato está a cargo de una gran cantidad de pequeñas organizaciones urbanas y locales, apoyadas por algunas ONG internacionales ambientalistas, sin que se haya formado un frente común. Por su parte, la defensa de la soja viene de las organizaciones gremiales empresarias, las mayores interesadas en la producción masiva (Skill y Grinberg, 2013).

Por su parte, el Estado se mantiene algo apartado del tema, aunque oficialmente el CONICET, organismo encargado de la administración de la ciencia en el país, emitió en su momento un largo informe acerca del uso del glifosato en el que éste, a la luz de la información científica obtenida hasta el momento, no aparece como peligroso para la salud si se mantienen los recaudos de manejo responsable.

Hay que tener en cuenta que en este conflicto aparece un tema, generalmente no explicitado, que tiene mucha gravitación cuando la escala de la producción es tan grande: el factor económico. La soja en Argentina es responsable de una parte fundamental de las exportaciones, y el producto paga derechos de exportación muy elevados, lo que significa un ingreso muy importante (en ocasiones, el más relevante) para el Estado. Por otra parte, para los gobiernos locales la expansión sojera y la instalación en el área urbana de pequeños productores que han arrendado sus campos significa también un ingreso considerable, por lo que el lema “No a la soja y el glifosato” presenta un problema no menor para el sector estatal, a lo que se une la presión de los grupos económicos ligados a la producción e industrialización sojera. Es posible que esto, ligado a la gran escala territorial y la dispersión geográfica, signifique que esta controversia nunca llegue a desarrollarse realmente en un conflicto abierto.

FRACKING EN EL NORTE DE PATAGONIA

Aun cuando cuenta con un gran potencial, hasta tiempos recientes Argentina no ha sido un país que pueda considerarse “minero”, en el sentido de concentrar esfuerzos en la extracción de minerales. A partir de la ampliación global del interés por los recursos mineros en general y el aumento de los precios, el país lentamente entró en una etapa relacionada con lo que en términos generales se conoce como extractivismo, en la cual, por una parte, las grandes compañías mineras internacionales y también los Estados nacionales dirigieron su interés hacia varios productos mineros, algunos tradicionales, como el oro, pero también otros más novedosos, como el litio. En un primer momento esta actividad generó una serie de conflictos de diverso tipo que incluyeron desde la prevención de la instalación de compañías mineras extranjeras por parte de la población local hasta las discusiones acerca del efecto de accidentes mineros en el ambiente (Carrizo, Forget y Denoel, 2015).

Históricamente, sólo la explotación de hidrocarburos atrajo la atención estatal, pero aun en ese rubro la situación ha sido fluctuante, y se han alternado periodos de autoabastecimiento y exportación de gas y petróleo con otros de importación de ambos productos. Hasta el momento, esta explotación se hizo mediante los métodos tradicionales, pero a partir de su éxito en otros países, se generó un creciente interés por el nuevo sistema de fracking, que consiste en la liberación de gas y petróleo confinados dentro de grandes masas de rocas, que solo se puede lograr mediante la inyección a presión de muy importantes cantidades de agua. Hacia principios de la actual década se anunció públicamente el descubrimiento, en el norte de la Patagonia, de yacimientos gasíferos y petrolíferos ubicados en la llamada Formación Vaca Muerta. Este yacimiento, de 35 000 km², y compartido entre tres provincias, era de tal potencial que ubicaba al país en el tercer lugar mundial en cantidad de reservas que sólo se podían explotar mediante el fracking.

El gobierno nacional y los gobiernos provinciales, junto con las compañías petroleras nacionales e internacionales, se apuraron a mostrarse interesados en la exploración y explotación de los yacimientos, actividades que comenzaron casi de inmediato y hasta el momento. Sólo en la provincia de Neuquén se contabilizaban 100 puntos de exploración, algunos ya en el proceso de extracción. Esto no significa que el proceso no incluya una creciente oposición, que tiene varias facetas: un sector del espectro político y académico se manifiesta en contra de la inclusión de empresas extranjeras, aunque el apoyo a la actividad por parte del gobierno nacional y provincial (en el caso de Neuquén) limita esta posición a un ámbito muy cerrado. La mayor oposición proviene del lado de las dudas acerca del impacto que la propia operación genera en el ambiente y las áreas pobladas. El proceso de ruptura por inyección de agua a presión tiene dos aristas discutibles: la generación de miniterremotos y el uso y disposición posterior de grandes cantidades de agua. En el caso del norte de la Patagonia, esto está en estrecha relación con las características del territorio en cuestión.

La mayor parte de las reservas ubicadas se encuentran en un territorio donde se combinan, por un lado, grandes extensiones desérticas con una muy baja cantidad de población, casi siempre de origen indígena, dedicadas a una ganadería muy extensiva, y por otro, extensas áreas de riego sobre los ríos Negro y Neuquén, centradas en la producción de fruta, con una población concentrada en un área relativamente pequeña y donde han surgido pueblos y ciudades medianas. Es en esta ambivalencia geográfica del territorio donde los potenciales efectos del fracking tienen su centro conflictivo (Svampa y Antonelli, 2009). Por ejemplo, en muchos municipios del área de reserva los gobiernos municipales han emitido ordenanzas prohibiendo en el territorio municipal la actividad de fracking (algunos incluyendo “toda actividad minera”). Esto trae un problema juridiccional complicado, ya que la Constitución Nacional indica que el subsuelo es propiedad del gobierno provincial y, por lo tanto, en varias ocasiones el Superior Tribunal de Justicia provincial ha declarado que

si bien los municipios ejercen en su ámbito territorial las facultades de policía ambiental, prohibir en forma absoluta una práctica de explotación de hidrocarburos constituye una interferencia directa e inmediata con el ejercicio de las atribuciones constitucionales de la Provincia (Superior Tribunal de Justicia de la Provincia de Río Negro, 2018).

Lo anterior indica la diferente interpretación del tema. Es justamente en la provincia de Río Negro donde se presenta la incompatibildad entre dos actividades diferentes: la agricultura y la minería. Realmente con muy poca visión, la provincia habilitó la exploración (y eventualmente la explotación) mediante el fracking en la zona de riego, lo que trajo numerosas protestas y notas en los medios de comunicación, dado que a la inquietud por el efecto ambiental se unía el peligro de la pérdida de la muy fuertemente arraigada identidad agraria de la población (Guibert, Forget y Carrizo, 2018).

El fracking es atacado por una serie de grupos, muchos de ellos locales (autodenominados “asambleas”, en semejanza al caso de Gualeguaychú), que son los encargados de presionar a los gobiernos municipales para que actúen de la forma que hemos explicado. A estos grupos se suman ONG ambientalistas nacionales, Greenpeace y otras organizaciones internacionales.

Como sucede en estos casos, las empresas involucradas niegan toda posibilidad de que el fracking genere sismos (o si lo hace, son de muy pequeña magnitud, como se ha comprobado en muchas ocasiones), afirman que la técnica no genera problemas con el agua, ya que se extrae de los ríos patagónicos, muy caudalosos y relativamente poco usados, y que el agua contaminada es reciclada o devuelta a los ríos previo tratamiento descontaminante. Paralelamente, recalcan las ventajas de la tecnología: bajo costo de la producción, combustibles más baratos, menor contaminación atmosférica y posibilidades de obtener el autoabastecimiento. Además, indican que la apertura de los yacimientos ha significado la afluencia a la región de una gran cantidad de población, la ampliación de la infraestructura de caminos y la generación de muchos puestos de trabajo. Esta posición es apoyada abiertamente por el gobierno nacional y algunos provinciales, y publicitada por los principales periódicos nacionales.

Como sucede con la soja, las perspectivas futuras de la explotación gasífera y petrolera con el nuevo método son aparentemente tan promisorias que es muy difícil que los gobiernos nacional y provincial limiten la actividad, lo que genera otro ejemplo de “sacrificio de territorios” (Lerner, 2010), sobre todo en lugares como ese, que se encuentra muy escasamente poblado y casi sin actividad económica.

Otra vez aquí, las escalas del conflicto son varias y superpuestas, y podríamos decir que se origina a nivel regional, pero se concreta a nivel local, a la par de la particular diferenciación geográfica del territorio en cuestión.

MIRANDO HACIA ADELANTE

Como se puede ver en este rápido repaso de tres ejemplos de conflictividad ambiental, en el fondo se trata de una disputa entre saberes diferentes: los de sectores productivistas, ligados a lo que podríamos llamar ciencia oficial y formal, y los de sectores que muy ampliamente podríamos denominar ambientalistas, sostenedores de un saber con muchos ingredientes de sentimentalismo y percepciones fundadas en casos aislados o de escala local, lo que no significa que para ellos ese saber no sea legítimo y verdadero. Como resultado de esas posiciones tan diferenciadas, se establece una desconfianza mutua entre los diferentes actores basada en lo que podríamos llamar la “incertidumbre del diagnóstico”. En un escenario muy radicalizado, esta incertidumbre puede dar lugar a una sobreactuación de los actores. Por ejemplo, y con relación al glifosato, cuando se conocieron los resultados de un estudio acerca de su posible influencia en embriones de animales, un grupo de abogados, sin apoyarse en otras pruebas, solicitó al gobierno nacional “la inmediata suspensión de las comercialización, venta y aplicación del glifosato en todo el territorio nacional”. Como contraparte, en un reciente libro acerca de la soja producido por un think tank de los productores sojeros, la única referencia a factores ambientales potencialmente negativos es una mención en relación con la “demonización de la producción sojera por parte de grupos ambientalistas”.

Estas posiciones se enmarcan en dos dimensiones: la escala y el territorio. Como se puede ver en el caso de Gualeguaychú, los conflictos que comienzan y se mantienen son los de una escala territorial limitada, aunque luego se superponga a una escala proveniente justamente de una identidad territorial binacional. En cambio, la expansión sojera y su correlato de uso de agroquímicos nunca tuvo una dimensión local, sino que su territorio se expandió; agregó más actores locales pero hizo cada vez más difícil lograr una organización que, en tamaño, podría competir con los que promovían el cultivo y con la propia dimensión territorial que adquiría el fenómeno. El caso de Vaca Muerta está atado, por un lado, a las características de ambivalencia del territorio: la mayor parte de la actividad de exploración se hace en ámbitos “vacíos” de población o de interés ambiental, son territorios fácilmente “sacrificables” para el interés de la sociedad, sin que esto tenga mayores repercusiones. Por otro lado, que los más activos enemigos del fracking se encuentren en los valles irrigados sólo muestra la incapacidad del Estado de generar una política de organización territorial coherente, una especie de “soberbia territorial”, que lo lleva a no tener capacidad de elección acerca de los lugares en que debe intervenir y en cuáles no para evitar conflictos socioambientales.

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Recibido: 02 de Mayo de 2019; Aprobado: 09 de Septiembre de 2019; Publicado: 01 de Diciembre de 2019

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