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Estudios sociales (Hermosillo, Son.)

versión impresa ISSN 0188-4557

Estud. soc vol.21 no.41 Hermosillo ene./jun. 2013

 

Artículos

 

De la disciplina al control: niños en riesgo y dispositivos asistenciales en el centro de México

 

From discipline to control: children at risk and assistive devices in central Mexico

 

Abraham Osorio Ballesteros* Nelson Arteaga Botello*

 

*Universidad Autónoma del Estado de México. Dirección para correspondencia: sub_abraham@yahoo.com.mx

 

Fecha de recepción: mayo de 2012
Fecha de aceptación: octubre de 2012

 

Resumen

Este trabajo analiza algunos de los dispositivos manejados por ciertas instituciones públicas asistenciales del centro de México para atender a los llamados niños en riesgo, desde 1960 hasta la primera década del siglo XXI. Partiendo de los conceptos de racionalidades políticas y tecnologías de gobierno, aborda las transformaciones que han experimentado y que dan cuenta del tránsito inacabado que ha llevado de una forma de atención disciplinaria (representada por una asistencia masiva, indistinta y asistencialista) a otra de control (representada por una asistencia gerencial y menos terapéutica), lo cual ha derivado en un creciente proceso de desamparo estatal hacia estos niños, al tiempo de criminalizar a algunos grupos de ellos.

Palabras clave: niños en riesgo, dispositivos, racionalidades políticas, tecnologías de gobierno, tutelaje y control.

 

Abstract

This paper examines some of de devices managed by certain public welfare institutions of central Mexico called to serve at-risk children, from 1960 through the first decade of the century. Based on the concepts of political rationalities and technologies of government, addresses the changes that have experimented and unfinished realize traffic has led to a form of disciplinary attention (represented by massive assistance and welfare interchangeably) to another control (represented by a less treatment and management assistance), which has resulted in an increasing state of helplessness process towards these children, while some groups to criminalize them.

Key words: children in risk, devices, political rationalities, government technologies, mentoring and control.

 

Introducción1

Los intentos por abordar la forma en cómo el Estado ha afrontado el llamado problema de los niños en riesgo, no son recientes en México.2 En los últimos años, varios de ellos han partido normalmente desde una perspectiva histórica en donde se privilegian las observaciones generales y las dimensiones evaluativas de algunos programas impulsados por las instituciones públicas y se dejan de lado las aristas de normalización o de control con que se construyen o manejan cada uno de ellos.

Los estudios relacionados con la historia institucional, por ejemplo, han destacado las grandes etapas por las que han transcurrido las políticas asistencia-les destinadas a estos niños (Guadarrama, 2007; 2001). Los orientados a la historia de la infancia y los niños abandonados han mostrado las transformaciones experimentadas por los programas destinados a ellos, así como las características en ciertas regiones y las formas en las que se han sostenido (Fletes, 1996; 1994). Ello ha permeado, incluso, las investigaciones contemporáneas que han intentando evaluar la atención otorgada a los niños en situación de calle (López, 1990; SNDIF, 200a). Lo señalado es ciertamente relevante, ya que con esos y otros estudios se han revalorado y conocido las políticas y programas destinados a los niños, así como su cobertura y sus estrategias de penetración.

Pese a la valía de los aportes, la mayoría de dichos estudios no han buscado problematizar los mecanismos de normalización y de control inscritos en la atención asistencial; mecanismos que ciertos autores (Llobet, 2010) de otras latitudes han destacado como parte de la dimensión política de cuidado y que en nuestro país solo se han mencionado en estudios (Azaola, 1989) de otros grupos de niños como los llamados infractores o en conflicto con la ley.

El presente trabajo se ha planteado por objetivo desarrollar un primer bosquejo sobre estos mecanismos, analizando algunos dispositivos que han utilizado las instituciones públicas asistenciales del centro de México (particularmente del Estado de México y del Distrito Federal), desde la década de 1960 hasta 2010 para atender a estos grupos de niños.3 Si bien no son los únicos utilizados por estas instituciones, sí han guardado un papel preponderante en varias de ellas.

En términos teóricos, el trabajo se basa en los conceptos de racionalidades políticas y tecnologías de gobierno manejados esencialmente por Mitchell Dean y Nikolas Rose, representantes de la llamada corriente foucaultiana anglosajona. Sus conceptos permiten abordar, tanto los discursos con los que se sustentan los dispositivos como las formas prácticas y acciones con las que se instancian, así como las condiciones bajo las cuales llegaron a ser lo que son, se han mantenido y se han transformado, en la medida en la que reconocen que responden a diferentes objetivos a lo largo del tiempo.

Las racionalidades políticas -como indican Rose y Miller- hacen referencia a los campos discursivos de configuración cambiante, en cuyos marcos se producen las conceptualizaciones de los ejercicios del poder (Dean, 1999). Es decir, hace alusión a los modos de pensar y actuar sobre otros y sobre nosotros mismos, que ayudan a entender y explicitar las diferentes formas de gobierno así como las diferentes prácticas que imponen. Las racionalidades incluyen aspectos morales (en tanto que se fundan en ideas o principios que guían las relaciones de gobierno), aspectos epistemológicos (en tanto se articulan en relación a ciertas concepciones sobre los objetos de poder como la sociedad, la nación, la niñez) y aspectos discursivos (en tanto se articulan en relación a ciertas concepciones sobre los objetos de poder como la sociedad, la nación, la niñez) y aspectos discursivos (en tanto se manejan con retóricas convincentes que no sólo describen). Lo señalado hace pensables y practicables todas las formas de gobierno, tanto por parte de sus operadores como por aquellos sobre los cuales son aplicadas (Gordon, 1991).

El concepto: tecnologías de gobierno, se refiere a los procedimientos prácticos por medio de los cuales se logra gobernar a las personas (Dean, 1999). Por lo que:

no se trata de grandes esquemas políticos de conjunto, ni de codificaciones ideológicas, ni de racionalizaciones ni sistematizaciones, sino de mecanismos prácticos y reales, locales y aparentemente nimios, a través de los cuales los diversos tipos de autoridades pretenden conformar, analizar, guiar [o] instrumentalizar las [...] aspiraciones, pensamientos y acciones de los otros, a los efectos de lograr los fines que ellas consideran deseables (De Marinis, 1999:15).

En este sentido, se pueden mencionar numerosos ejemplos de ello: técnicas de notación, cómputo y cálculo, procedimientos de examen y evaluación, sistemas de entrenamiento e inculcación de hábitos, introducción de profesionalismos y vocabularios técnicos, diseños de edificios y formas arquitectónicas, etc., pues todos estos constituyen procedimientos prácticos que se inscriben en el ejercicio empírico del poder.

El concepto, ciertamente, no deja de ser controvertido, pues se está hablando, en definitiva, de diversas formas que pueden revestir y asumir las relaciones sociales. Sin embargo, como señala De Marinis (1999), es altamente útil porque permite incluir en el seno mismo de estas relaciones, la importante participación de agentes no humanos como, por ejemplo, artefactos técnicos y aparatos de registro e inscripción, que juegan un papel fundamental en la construcción y conducción de los sujetos.

Por otro lado, en términos metodológicos, el trabajo se sustenta en un análisis discursivo de documentos oficiales recolectados en el Archivo Histórico de la Secretaría de Salud (AHSS) y en el Archivo General de la Nación (AGN) que, pese a sus variadas características (de escritura, de profundidades y de temas), permitieron reconstruir y observar algunas de las formas en las que las instituciones públicas del centro de México definían y planteaban su actuación a lo largo de esas décadas. Los documentos fueron analizados tomando en consideración los contextos de poder y reflexión en los que fueron escritos, y permitieron reconocer las diferentes ideas y prácticas con las que se sostuvieron y legitimaron y evitaron caer en el "presentismo" o el "finalismo" que descontextualiza regularmente los análisis de este tipo.4 Son documentos que, además, se contrastaron y complementaron con otras fuentes secundarias (como investigaciones particulares) que ayudaron a tener una aproximación más completa del fenómeno.

El argumento que se sostendrá a lo largo del trabajo es que la atención otorgada por las instituciones públicas asistenciales a los niños en riesgo en el centro de México, ha transitado de una forma de atención disciplinaria (representada por dispositivos masivos, indistintos y asistencialistas) a otra de control (simbolizada por dispositivos gerenciales y menos terapéutica) sin que la primera haya desaparecido del todo. Lo señalado ha ido generando una suerte de desamparo estatal hacia ellos, al tiempo de criminalizar a algunos de sus grupos.

El artículo, constituido por cuatro secciones, comienza con el análisis de los dispositivos utilizados en las décadas de 1960 y 1970, en donde se da cuenta del manejo generalizado que tuvo entre las instituciones asistenciales la intervención indistinta, directa y masiva hacia los niños. En la segunda sección se abordan los dispositivos desarrollados en la década de 1980, en donde se desplaza al internamiento y se buscan estrategias asistenciales alternativas. En la tercera, se analizan los dispositivos implementados en la década de 1990 que se caracterizan por retomar discurso de los derechos de los niños y que se empalman con un dispositivo de seguridad que termina por criminalizar a algunos grupos de niños. En la cuarta sección se abordan ciertos dispositivos orientados al control y a la vigilancia que, de alguna manera, dan cuenta de una atención menos cercana y más vinculada a los riesgos. Finalmente, en la quinta sección, se hacen algunas reflexiones derivadas del trabajo sobre la tendencia a la que parece apuntar la atención otorgada por las instituciones asistenciales a los niños en riesgo en México.

 

Dispositivos de atención directa en las décadas de 1960 y 1970

A pesar de las disparidades regionales y las marcadas desigualdades sociales que existían en México a mediados del siglo XX, el crecimiento económico que vivió el país como parte de su política de sustitución de importaciones y del contexto internacional favorable a ella, hizo que el gobierno mexicano y sus instituciones asistenciales visualizaran el fenómeno de los niños en riesgo como una consecuencia de la desorganización familiar. Pero, además, como un problema pasajero que podría ser resuelto si se tomaban las medidas pertinentes. Durante las décadas de 1960 y 1970, las instituciones asistenciales se orientaron básicamente a manejar una serie de dispositivos masificadores tendientes a la reducción significativa del fenómeno; uno de los más importantes era el internamiento de los niños y la orientación familiar.

Con respecto al internamiento, de utilizó, básicamente, para abordar a aquellos niños que habían hecho de las calles su espacio de trabajo y de vida, en donde se incluía a diferentes grupos de infantes como los vendedores y trabajadores hasta los mendigantes y vagos y que, para los modos de pensar de las autoridades de la época, necesitaban ser resguardados y formados para su futuro.

Como en esas décadas todavía existía cierto compromiso paternalista por parte del Estado de promover el desarrollo de los ciudadanos, las instituciones asistenciales trataron de manejar posturas incluyentes, aunque no universalistas, en sus acciones. Es decir, posturas que dieran cabida al recogimiento de varios niños sin importar sus condiciones, lo que generó que la mayoría de ellas terminaran por constituirse en espacios masivos, en cuyo interior albergaban a diferentes grupos de niños: desde callejeros hasta indígenas, pasando por huérfanos, explotados y abandonados. Lo anotado aquí, a su vez, provocó que terminaran por recibir una atención igualmente indiferenciada y hasta autoritaria como lo mencionan algunos autores (Griesbach y Sauri, 1997).

Pese a esto y a las críticas internas, que ya se empezaban a escuchar entre los especialistas de la época, las autoridades y funcionarios de las instituciones concebían el internamiento masivo e indiferenciado como algo normal o aproblemático. Fueron tres razones principales estrechamente entrelazadas. En primer lugar, porque se pensaba que entre los niños no había mucha diferencia personal, pues se creía que todos habían sufrido alguna forma de abandono por parte de sus padres, fuera moral o material (Solís, 1964). Durante esa década, incluso, se utilizó el término de menor abandonado, puesto que este -que era bastante difuso y amplio para la actualidad- englobaba a todos ellos.5

En segundo lugar, porque se pensaba que el internamiento era una práctica formativa que alejaba a los niños de las calles, los transformaba en sus hábitos y les generaba solidaridad, ello, a la manera de los establecimientos formados por Makarenko. Sobre todo, porque se creía que con la lógica disciplinaria que se manejaba en varias de ellas, los niños aprenderían a abandonar sus costumbres nocivas y a formarse de otra manera, como sujetos normales y productivos para la sociedad.

En tercer lugar, porque se sustentaba, en lo que algunos juristas y criminólogos de la actualidad han denominado doctrina de la situación irregular (García, 1994). Se trataba de una doctrina que apelaba, entre otros aspectos, al trato indiferenciado de los niños de bajos estratos, bajo el supuesto de que podrían hallarse en riesgo de adquirir conductas antisociales y convertirse en delincuentes y que, según Emilio García Méndez (1994), habría iniciado desde finales del siglo XIX y habría durado hasta mediados de la década de 1980, tanto en México como en el resto de América Latina.

Era una doctrina que, además, alentaba: 1) el poder de decisión sobre los niños pobres en funcionarios de competencia omnímoda y discrecional; 2) la institucionalización de los mismos, por motivos vinculados a la mera falta o carencia de recursos materiales; 3) la consideración de la infancia, como objeto de protección; y 4) la construcción sistemática de una eufemística que condicionaba el funcionamiento del sistema a la no verificación de sus consecuencias reales. Lo enlistado permitía a los funcionarios declarar en situación irregular a casi cualquier tipo de niño de los sectores populares que, como señalan claramente algunas investigaciones históricas (Azaola, 1989), podía conducirlos a centros asistenciales, pero también a instituciones tutelares. Ello, por el simple hecho de ser pobres que, para la racionalidad oficial, automáticamente los volvía sospechosos de cometer algún acto ilícito. Tan es así que varias de estas cuestiones quedaron contenidas en la ley federal de 1974 que creó los Consejos Tutelares para Menores Infractores del Distrito y Territorios Federales y que estuvo vigente en México hasta 1991. En su segundo artículo abría la posibilidad de que las autoridades intervinieran a los niños no solo cuando infringieran las normas, sino también cuando manifestaran a los ojos de las autoridades otra forma de conducta que hiciera presumir una "inclinación" a causar daños a sí mismos, a su familia o a la sociedad. 6

Con respecto al dispositivo de orientación familiar, cabe indicar que fue pensado, esencialmente, para abordar a los padres de los niños localizados en las calles, así como a otros de los sectores populares que hiciera suponer a las autoridades que pudieran presentar problemas de desintegración. En este caso, el mecanismo que utilizaban las instituciones era bastante sencillo, parecido a la idea de educación de los pobres de Peztalozzi: un trabajador social acudía directamente a sus domicilios para concientizarlos, según los discursos oficiales, de los peligros que implicaban las calles para sus hijos, así como para convencerlos de regularizar su situación familiar, si así lo necesitaban (como formalizar los matrimonios) e impartirles algunos cursos de valores e higiene. Todo bajo una racionalidad ciertamente funcionalista e higienista que en ese momento planteaba que la desintegración podía solucionarse acudiendo a especialistas que llevaran el orden en donde no lo había, tanto que, en las pláticas que manejaba el trabajador social, normalmente utilizaban criterios de "normalidad" familiar en términos de roles y funciones, que le permitía deslegitimar algunos comportamientos considerados "nocivos" entre los padres e inculcarles algunos otros.

Es importante destacar, sin embargo, que como en ese momento también existían opiniones concertadas sobre los vicios de los padres, fue muy común que esta orientación familiar terminara por enfocarse hacia el binomio: madres e hijos. Tal binomio se venía manejando en México desde finales del siglo XIX, a partir de la influencia norteamericana del tutelaje de los menores y que en estas décadas tomó un nuevo impulso a raíz de la valorización de la llamada "familia fuerte", en cuyo núcleo se planteaba la relación duradera entre las madres y las hijos. Una relación que estaba pensada como un antídoto en contra de los círculos viciosos y, de manera particular, de los problemas de los padres.

Ahora bien, más allá de la efectividad de estos dos dispositivos que, generalmente, era reducida por las desigualdades que primaban en esas décadas, vale indicar que ambos contenían tres ideas o discursos no presentes en otras décadas. En primer lugar, manejaban la idea de una atención masiva, que no universalista, de los sujetos, en tanto que las instituciones que los utilizaban no se limitaban a abordar a un grupo especial de niños o de padres, sino que a varios mientras que fueran pobres. Lo cual forma parte de una racionalidad ciertamente paternalista de la época, en donde el Estado con características omnímodas atendía, como reprendía, a diferentes grupos sociales, aun cuando ello fuera de forma limitada, indiferenciada y hasta autoritaria. Sobre todo porque, en ese entonces, se concebía como un ente capaz de gestionar, dominar y controlar toda la serie de problemas, conflictos y luchas tanto de orden económico como social.

En segundo lugar, utilizaban una idea tutelar propia de las instituciones cerradas de la época, como los tutelares y los psiquiátricos, en tanto que a los niños se les concebía propiamente como objetos de protección (García, 1994), lo que permitía que los trabajadores sociales de las instituciones, así como otras autoridades civiles, pudieran abordarlos y trasladarlos a los establecimientos asistenciales o de otro tipo, si así lo creían conveniente. Todo bajo el discurso legitimador del bienestar de los mismos que, como señala Emilio García Méndez (1994), es un discurso transversal que se venía utilizando desde hacía décadas para disciplinar y controlar a los niños.

En tercer lugar y, sobre todo, recurrían a la idea de una asistencia terapéutica o directa, en tanto que la intervención que utilizaban con los niños y los padres de familia era ciertamente cercana, a pesar de ser limitada e indistinta. Ese aspecto, ahora, se ha modificado con la existencia de otras racionalidades y la emergencia de las nuevas tecnologías de información que plantean una asistencia más pericial, como diría Castel (1984), y, por lo tanto, un alejamiento cada vez mayor entre los funcionarios y los sujetos.

 

Dispositivos de atención diferenciada y des-institucionalizada en la década perdida

Si en las décadas de 1960 y 1970 el crecimiento económico permitió que el fenómeno de los niños en riesgo fuera abordado en el centro del país con dispositivos masificadores, la crisis económica que azotó a México a principios de los ochenta llevó a su agotamiento y a su sustitución por otros que planteaban formas de intervención distintas al internamiento en los grandes establecimientos, como fueron la educación en la calle y la ampliación de la participación de las instituciones de asistencia privadas.

La educación en la calle se empezó a plantear en el sistema DIF7 (Desarrollo integral de la Familia) a mediados de la década anterior, luego de que se empezaron a difundir algunos efectos "nocivos" entre los niños internados en los establecimientos masivos, aunque solamente se formalizó hasta 1983 con el programa denominado "Menor en Situación Extraordinaria" (MESE). Era un programa explícitamente orientado a la atención de los llamados niños "callejeros", que para ese momento eran considerados los más prioritarios dentro del conjunto de niños en riesgo, tanto por las condiciones deplorables en las que vivían, como por el supuesto peligro que representaban para la sociedad en caso de no atenderlos (López, 1990). En términos generales, el programa planteaba sacarlos de las calles a través de los denominados "educadores de la calle" que tenían la tarea de acudir hasta sus espacios de trabajo, ganarse su confianza y, finalmente, persuadirlos de dejar las calles (DIF, 1994).

Más allá de su efectividad, que casi siempre fue mínima, lo llamativo del dispositivo radicaba empero en dos cosas. En primer lugar, en que planteaba una atención directa en donde el consejo y la concientización sustituían a la internación característica de las décadas anteriores y, en tercer lugar, en que partía de una visión paternalista y asistencialista, no tanto porque alentara el otorgamiento de recursos a los menores y sus familias para motivarlos, que cuando ocurría, generalmente eran bastante ínfimos, sino porque planteaba una relación jerárquica entre los educadores y los niños de la calle, ya que a estos últimos los concebía como los necesitados y los inconscientes, mientras que a los primeros como los expertos y los conscientes que podrían, incluso, ayudarles a explicar la situación por la que atravesaban mejor que ellos mismos.8

La propia idea de educador que se manejaba en ese momento expresaba esta misma lógica, ya que en esta se evocaba el tutelaje y la consejería de parte del educador, así como la supuesta "insensatez" y la incapacidad de los menores, a partir de las distintas acciones que comprendía: orientación, instrucción, enseñanza y capacitación (López, 1990). La orientación, por ejemplo, implicaba la estimulación de parte de los educadores para que los menores pudieran "concientizarse" y desarrollar ciertos anhelos de superación y cambio en su ambiente; mientras que la capacitación, suponía el apoyo de aquellos hacia estos para que pudieran desarrollar y orientar sus habilidades en actividades productivas distintas a las de la calle. Y es que dentro de este programa, como ya lo hemos mencionado, los niños eran considerados como "insensatos" e inmaduros, que necesitaban el tutelaje de alguien para poder salir adelante. Ello era a pesar de que en diferentes partes del mismo se manejaba una semántica eufemística (García, 2001), que solicitaba el trato horizontal y solidario de parte de los educadores, luego de las recomendaciones hechas por UNICEF (por sus siglas en inglés), agencias internacionales, como Save the Children Aliance, y algunos prestigiosos pedagogos y científicos sociales de la época como Paulo Freire, Orlando Fals, Boris Yopo y Marcela Guajardo, que apelaban a ello después de sus experiencias personales con estos niños en otros países de Latinoamérica (Fletes, 2001).

Al lado del dispositivo, ciertamente legitimado, a mediados de esa década empezaron a emerger distintas instituciones de asistencia privada, entre asociaciones y fundaciones (Reygadas, 1997), que si bien no siempre eran resultado de una decisión estatal, fueron aprovechadas por las instituciones públicas para también afrontar el fenómeno de los niños en riesgo, pero ahora sin su intervención.

En términos generales, estas instituciones planteaban atenciones "cercanas" y opuestas a la internación en los grandes establecimientos, tanto para los niños callejeros como para los niños abandonados y huérfanos. Entre las formas propuestas que manejaban las instituciones orientadas al primer grupo de niños, destaca el acercamiento a estos por medio de la denominada metodología participativa (Rodríguez, 1993). Una metodología que planteaba un supuesto acercamiento "respetuoso" a los niños por parte de los especialistas para, posteriormente, convencerlos de integrarse a alguna actividad de la institución a puertas abiertas y trabajar en sus actitudes, salud mental y capacidades, al tiempo de abordar su aspecto familiar y comunitario en su beneficio (Rodríguez, 1993). Mientras que entre las instituciones orientadas a la asistencia de los niños abandonados y huérfanos destacan las casas hogar para un número reducido de ellos que les permitía desarrollarse, según decían, en un ambiente más cercano y familiar.

Un aspecto característico, por tanto, de estas instituciones es que ambas planteaban el tema de la atención de los niños en riesgo en espacios distintos a los establecimientos masivos ya que, como señalaba Luis Rodríguez (1993), uno de los exponentes más reconocidos de la metodología participativa, varias de esas instituciones ya habían entendido que el internamiento y aislamiento de los niños en grandes espacios, era la forma de atención que presentaba los fallos más evidentes y perversos para ellos. De modo que -concluye el autor- recluir a cierto tipo de niños que eran rechazados por la familia y la sociedad en dichos espacios era tanto como negarlos después de haberlos generado.

Lo notorio de estas instituciones radicaba en que se manejaban bajo supuestos causales y ciertamente conductuales. Entendían que con solamente fortalecer su autoestima (que de entrada consideraban baja) y sus capacidades, los niños podrían modificar su situación y salir adelante, tanto que hasta podrían cambiar su futuro pues, para estas instituciones imbuidas de cierto voluntarismo psicológico, los niños eran capaces de eso y más. Asimismo, asumían que sus equipos de educadores, podrían captar y formar a los niños de una manera empática y horizontal apelando únicamente a su formación y a su compromiso, al grado que olvidaban las relaciones asimétricas que existían entre ellos, lo cual no resulta raro, si se entiende que en ese momento representaban la movilización de la sociedad frente a un problema social. Hablamos de una movilización que, a su vez, representaba la emergencia de lo que Donzelot (2008) denomina una nueva racionalidad política, que apela a las responsabilidades de otros actores para el control de los menores, en el contexto de un Estado reestructurado a raíz de la crisis económica.

Pese a la popularización de los dispositivos de nueva fisionomía y el entorno económico adverso, en esa década se siguió reproduciendo, entre algunas instituciones, el internamiento de los niños. solo que ahora, esencialmente, de niños abandonados, en orfandad y maltratados quienes, a partir del reconocimiento público de diferentes casos dramáticos en el mundo, los compromisos adquiridos por el gobierno y la publicación en mayo de 1986 de las Normas Técnicas para la prestación de servicios asistenciales, pasaron a ser revalorizados por las instituciones públicas del momento. Quizás porque en términos políticos la atención de estos acreditaba la idea de que eran consecuencia de familias desintegradas que, ya desde la década anterior se venía manejando, y que en esta década de crisis permitía a las instituciones públicas asistenciales descargarse de ciertas responsabilidades.

Lo anterior no significa, desde luego, que no se hayan presentado varias excepciones a la norma pues, como lo destacan algunos autores (Griesbach y Sauri, 1997), en esa década, incluso, en parte de la siguiente, todavía era común que se siguiera internando a niños callejeros. El internamiento se daba, sobre todo, porque algunas autoridades de las instituciones públicas todavía creían que la internación era una práctica necesaria para estos niños, ya para formarlos, ya para apartarlos de posibles vicios. Tales visiones eran compartidas en otras partes de la república como en Guadalajara en donde, como señala Fletes (1996), diferentes sectores preferían el confinamiento que otras prácticas alternativas, toda vez que los percibían como "vagos", "viciosos" y "malvivientes" que llegaban a intimidar a la gente supuestamente decente.

Para concluir, solamente habría que recordar que si bien en esa década la educación en la calle y la participación de las instituciones privadas fueron magnificadas por las instituciones públicas, ambos dispositivos apuntaban a una intervención limitada. En el caso particular de la atención en la calle, por ejemplo, su puesta en práctica no solo representó una alternativa efectiva a la internación masiva, sino también una oportunidad para que las instituciones asistencia-les pudieran ofrecer a los niños callejeros una atención, que Castel (1994) denomina, discontinua, es decir, más administrativa que terapéutica. A partir de ella alentaron prácticas intermitentes en distintos lugares y tiempos, dejando de considerar la posibilidad de ofrecer una asistencia "total" y consecuente dentro de los establecimientos. De alguna manera esto generó una reducción y un empobrecimiento de las acciones orientadas hacia estos. Fue una reducción que, como veremos más adelante, concluiría en la década más reciente con su desatención en términos cualitativos.

 

Dispositivos de diferenciación y criminalización en la década de 1990

A diferencia de lo que pasó en la década de 1980 en donde las autoridades de las instituciones asistenciales optaron por un cambio mayúsculo en los dispositivos asistenciales, en la década de 1990 decidieron continuar con los dispositivos manejados en la anterior, aunque con énfasis particular en los llamados derechos de los niños y en las actividades comunitarias.

En el caso de los niños abandonados, por ejemplo, se les siguió internando en los establecimientos cerrados, mientras que a los callejeros se les continuó abordando por medio del programa MESE. Eso derivaba del compromiso adquirido por el gobierno mexicano en la Cumbre Mundial en Favor de la Infancia, celebrada en 1990, en la ciudad de Nueva York, en donde, el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, había convenido seguir atendiendo niños bajo el mismo esquema (SSA, 1991). Sin embargo, el hecho de que ya se hablara cotidianamente de los derechos de estos, llevó a que las instituciones asistenciales los revistieran de una retórica garantista (García, 1994), que en el discurso público representaba el reconocimiento explícito de los niños aunque que en terreno cotidiano les permitía justificar también distintas acciones y omisiones hacia ellos (Arroyo, 2007).

Entre los menores abandonados y, de manera más particular, entre los que permanecían en calidad de resguardo en los albergues temporales,9 por ejemplo, fue muy común que se les exhibiera el discurso de "lo familiar", para tratar de regresarlos a sus familias y evitar la internación o permanencia prolongada en las instituciones públicas. Si bien, lo mencionado, públicamente tenía un sentido de derechos, en términos generales también tenía un sentido práctico, en tanto que con este discurso dichas instituciones se reservaban el derecho de rechazar a diferentes niños que requerían una atención permanente y que, evidentemente, no lo podían otorgar ni externar públicamente.

Entre los niños callejeros, por otro lado, fue común que las instituciones públicas recurrieran al discurso de su libertad y autodeterminación para que en su trabajo con ellos se limitaran únicamente a invitarlos o a concientizarlos de dejar las calles, sin ofrecerles más que algunos cursos o becas esporádicas, en tanto consideraban que así podrían ayudarles a descubrir sus capacidades y encauzarlos hacia otros caminos productivos sin atropellar sus derechos y sin generarles alguna dependencia. Tal como se planteaba en las denominadas Casas Club, o casas de puertas abiertas, del D. F. y del Estado de México creadas en esta década por el DIF, en donde se ofrecía distintos talleres de "ayuda" y capacitación para que los menores se hicieran más conscientes de su situación y descubrieran sus supuestas capacidades artísticas, deportivas o laborales que tenían y que no habían explotado por su estancia en las calles (SNDIF, 2000a).

Paralelamente con lo expuesto arriba, las autoridades gubernamentales también recurrieron al discurso comunitario para solicitar la participación, justamente, de las comunidades en la prevención de niños callejeros, al considerar, como lo siguen considerando, que a través de ellas se creaban "verdaderas" redes solidarias y de contención que aminoraba la salida de los menores. No obstante, al plantearlo de esta manera, las instituciones públicas empezaron a limitar sus acciones y a delegar parte de sus responsabilidades en estas comunidades, las cuales, desde entonces, empezaron a formar parte de la retórica institucional.

Todas estas cuestiones, sin embargo, no eran exclusivas de las instituciones públicas, sino que formaban parte ya de una "nueva" racionalidad política que estaba consolidándose en diferentes instituciones. Una racionalidad más solidaria y menos asistencialista donde el papel de los sujetos y las comunidades eran considerados centrales para atenderlos. De hecho, varias de las instituciones privadas de la década apuntaban a estos mismos aspectos de una manera más radical. Así lo destacaba, al menos, un trabajo presentado por el fideicomiso para los programas en favor de los niños de la calle (1992) del Distrito Federal, signado en esta misma década. En el trabajo, entre cosas, se señalaba que las cuatro principales instituciones privadas de ese momento (Casa Alianza, Educación con niños, niñas, adolescentes y jóvenes en situación de Calles, Hogares Providencia y Visión Mundial), partían de la idea que el alejamiento de la calle era "[...] un proceso educativo que [...] [debía iniciar] del respeto [hacia el] niño y estar basado en sus propias decisiones" (Fideicomiso para los programas en favor de los niños de la calle, 1992:25). Eso significaba que la atención dependía esencialmente de las decisiones de estos y de sus intereses por mejorar y no tanto de otros. Pero, además de que los Programas de Desarrollo Comunitario manejados por ellas contribuían a limitar el problema de los niños callejeros, al mejorar directa o indirectamente las condiciones de vida de los grupos marginados y, en consecuencia, al disminuir los factores de riesgo que expulsaban a los niños a la calle (Fideicomiso para los programas a favor de los niños de la calle, 1992).

Sin embargo, como una nueva racionalidad política no elimina de tajo a otras racionalidades y prácticas precedentes, sino que generalmente confluye con ellas (Rose, 2007), varias instituciones públicas siguieron alentado diferentes prácticas asistencialistas y tutelares en su trabajo con los niños. Las autoridades capitalinas del Distrito Federal, por ejemplo, continuaron alentando entre sus educadores el otorgamiento de algún beneficio tangible a los niños si ellos decidían dejar las calles o se comprometían a hacerlo (Griesbach y Sauri, 1997), esto, a pesar de las críticas generadas por ciertos investigadores de la época. Mientras que las autoridades de otros estados, como Colima, mantuvieron la canalización o el traslado de algunos menores abandonados a instituciones correccionales, como los Tutelares de Menores, aun cuando esta acción se había eliminado formalmente en 1991, después de la reforma a la Ley de 1974 que había creado los Consejos Tutelares para menores infractores.

Sobre todo porque después del compromiso firmado por el gobierno federal de atender a estos niños, ninguna de las autoridades estatales o federales quería quedarse a la zaga de las instituciones privadas, que habían aumentado ostensiblemente su trabajo con estos niños, aunque solo fuera para enarbolar un discurso político. Como lo han destacado varios autores (Griesbach y Sauri, 1997; Arroyo, 2007), para el caso de la ciudad de México, el resultado no fue muy alentador, tanto porque no lograron "sacar" a muchos niños de la calle, como porque se generó una desarticulación con las instituciones privadas. La desarticulación llevó a que en una zona, por ejemplo, trabajaran al mismo tiempo los educadores de ambas instituciones, pero también a que se generara una "guerra de cifras", donde cada institución mencionaba una cantidad de niños callejeros en particular, desconociendo el de la otra (Arroyo, 2007).

En medio de estas racionalidades y prácticas heterogéneas, vale indicar que se oficializó un dispositivo criminalista en la segunda parte de esta década, a raíz de la publicación en 1995 de la Ley general que establece las bases del Sistema Nacional de Seguridad Pública (LSNSP), que afectó sensiblemente a estos niños y de manera más particular a los niños callejeros. Como se sabe, con la ley el entonces presidente Ernesto Zedillo, pretendía combatir el incremento de los delitos y el crimen que se venía presentado desde la década anterior y que varios investigadores ya daban cuenta (Arteaga, 2006). Sin embargo, en sus planteamientos del artículo tercero10 se destacaban tres cuestiones que terminaban por incluir a los menores en dicha lógica con un claro efecto criminalizante.

En primer lugar, se planteaba la idea de que para alcanzar los fines de la seguridad las autoridades competentes tendrían que sancionar a los menores infractores. En esa década todavía no se diferenciaba plenamente a estos niños de los llamados en riesgo por la vigencia de la doctrina irregular, por lo que al final también se les llegaba a aplicar. En segundo lugar, se mencionaba la idea de que el Estado debía afrontar las causas que generaban la comisión de delitos y las conductas antisociales o, lo que es lo mismo, que debía combatir a distintos sujetos, fueran delincuentes o no, por el simple hecho de alentar este tipo de acciones. Cuestión que daba entrada al caso de los niños en riego, puesto que en esa época se concebía que estos eran reproductores comunes de tales conductas. En tercer lugar, que era necesario ayudarse de las distintas instituciones, entre ellas las de los niños, para apoyar a las instituciones del orden, puesto que en el artículo se consideraba que la seguridad no solo era una función de los aparatos tradicionalmente vinculados con el ejercicio de la aplicación de la ley, sino que también de cualquier otra institución que estuviera relacionada directa o indirectamente con la preservación y defensa de la integridad y los derechos individuales.

Así, y sin ser plenamente consecuencias de ello, a partir de la aprobación de esta ley fue común que varios de los niños, particularmente callejeros, fueran objeto de persecuciones y expulsiones de sus espacios de trabajo bajo diferentes argumentos, como el hecho de que manifestaban conductas antisociales. Tal como lo señala uno de los trabajos periodísticos de la década (Avilés y Escarpit, 2001), en donde más allá de su dramatismo se exponen algunas formas de limpieza social o persecución de parte de policías de la ciudad de México. Asimismo, fue común que varias instituciones asistenciales (públicas o privadas) los llegaran a canalizar a diferentes tutelares, sin ningún otro motivo que sus supuestas tendencias antisociales. Cuestión que incluso se manejó con algunos niños abandonados que se decía mostraban conductas impropias (Ferráez y Pérez, 1997).

Esto último, sin embargo, no fue impedimento para que los mismos niños, principalmente callejeros, lograran desarrollar algunas resistencias, las cuales si bien no estaban orientadas a generar un cambio radical en su condición, sí les permitía sacar ventaja a las instituciones y a sus profesionales. Una de las más importantes fue la que algunos autores (Griesbach y Sauri, 1997) han denominado "inmunización a los programas", que habrían empezado a aplicar desde la década anterior y que se refería básicamente a dejarse convencer o atender momentáneamente por parte de los educadores, para obtener los beneficios que les ofrecían y después regresar a las calles. Tal práctica la emplearon en diferentes momentos, pero que generalizaron después que las instituciones abarrotaron las ciudades con sus educadores, como ocurrió en el Distrito Federal, cuando el gobierno capitalino puso a trabajar a trescientos educadores de la calle, en 1992. Eso fue a pesar de que varias instituciones públicas y privadas de la época o voceros de las mismas pretendían combatirla, rompiendo con las relaciones de lástima y chantaje sentimental (Griesbach y Sauri, 1997).

 

Dispositivos minimalistas

Ahora bien, si en la década anterior las instituciones públicas trataron de alentar una especie de secuencia de los dispositivos asistenciales implementados desde la década de 1980, en la que acaba de terminar (2000-2010) no fue la excepción, solo que ahora los trataron de complementar con otros elementos propios de la actualidad como: la profesionalización, la corresponsabilidad y la sistematización tecnológica, que devienen de la ideas de eficiencia y efectividad (DIF, 2006a) presentes en el DIF y que de alguna manera dan cuenta de la participación del Estado cada vez más orientada a la promoción y a la prevención de los riesgos.

Así, en el caso de la profesionalización, las instituciones acudieron a la promoción -que no siempre llegaba a la implementación- de cursos tendientes a la capacitación del personal que atendía a los diferentes grupos de niños. Pues desde las autoridades del DIF se mencionaba que uno de los factores que habían provocado que los dispositivos de la década anterior no hubieran entregado los resultados que se esperaban -principalmente en la atención de los niños callejeros- fue la escasa preparación que tenía el personal con que contaban varias instituciones. Pero, sobre todo, porque entendían que si se quería lograr resultados positivos en lo posterior se tenía que preparar al personal para que pudiera lidiar con los distintos escenarios (DIF, 2006a).

En este sentido, y como consecuencia de ello, una de las actividades concretas que implementaron las autoridades fue la capacitación del personal de los DIF estatales y municipales11 para la aplicación de los modelos de intervención como parte de su programa "Asesoría y capacitación para el diseño, desarrollo y aplicación de modelos de intervención de asistencia social" (DIF, 2006a), en donde se buscaba eficientar la intervención. No obstante, y más allá de que varios DIF estatales o municipales hicieran caso o no a esta capacitación en el marco de su autonomía, lo que llama la atención es que al plantearse dicha práctica se asumía de facto que la atención otorgada hacia los niños no necesitaba ampliarse, sino que únicamente debía "eficientarse" a través de la profesionalización o preparación del personal. Toda vez que para las autoridades, el problema de la atención hacia los niños radicaba más en una deficiencia del personal que en el interés gubernamental. De modo que si solucionaba este problema, decían algunos de sus directivos, se empezarían a generar mayores beneficios hacia los menores (SNDIF, 2006a).

La propuesta de profesionalizar la atención, por lo tanto, pretendía modificar los mecanismos de ejecución y actuación hacia los niños en riesgo, pero sin ampliar su atención. La anterior cuestión se confirmaría posteriormente con la participación del denominado Promotor Infantil Comunitario (PIC), un funcionario cuya tarea era trabajar con las comunidades y las familias de los menores en riesgo [...] [pero sin asumir] muchas [de las] cargas directas de responsabilidad que tenía [...] el educador con los menores, la familia y la comunidad para responsabilizar [únicamente] a estas últimas del destino y situación futura de los primeros [...]" (SNDIF, 2000:72). Lo que significaba que más que ampliar la atención, el funcionario pretendía responsabilizar a las comunidades.

En consonancia con la profesionalización, el DIF nacional y sus instituciones asistenciales también manejaron la corresponsabilidad en sus dispositivos, es decir, el involucramiento directo de otras instituciones públicas y privadas para la atención de los niños en riesgo (DIF-UNICEF, 2006). Lo anterior en razón de que entendían que si esta quería mejorarse, habría que apoyarse más en otros actores. Por lo que alentaron la participación de los DIF municipales, pero, principalmente, la ampliación del número de instituciones privadas dedicadas al trabajo con estos infantes, considerando que a partir de ello mejoraría sustancialmente la atención.

Así, a lo largo de esa década varias de las instituciones públicas se orientaron a hacer efectiva la corresponsabilidad a partir de una serie de convenios con diferentes instituciones privadas que buscaban concretizar su participación. Tal como ocurrió en el Distrito Federal desde los primeros años de la misma, en donde el DIF capitalino llevó a cabo distintos convenios para incrementar el traslado de varios niños bajo su tutela a las instituciones privadas.

Si bien los convenios no siempre se concretaron, lo interesante de la corresponsabilidad radica en que, para las instituciones públicas, el traslado de infantes a distintas instituciones privadas era considerado como algo efectivo y hasta necesario para los niños, en tanto que asumían que en ellas se les podrían cubrir sus distintas necesidades mejor que en otras. Esto a pesar de la divulgación de ciertos casos de maltrato en algunas de ellas.12 Así lo insinuaba, incluso, el Código Civil del Distrito Federal, en su reforma al artículo 494-D, cuando indicaba que el DIF capitalino integraría: "[...] a los menores bajo su cuidado y atención, en los espacios residenciales de instituciones u organizaciones civiles previamente autorizados [...] con el fin de garantizar sus derechos de alimentación, salud, educación y sano esparcimiento en áreas especializadas que aseguren su desarrollo integral, [...]" (Gaceta oficial del Distrito Federal, 4 de enero de 2008). Daba a entender con ello, que la atención otorgada por las instituciones era mejor que en otras públicas para cubrir las necesidades de los niños.

Fue una cuestión que, si bien se puede entender como parte de una política práctica para justificar la participación de las instituciones privadas, también se puede leer como parte de una nueva racionalidad política del gobierno de lo social, que trae consigo una manera diferente de otorgar los servicios, mediante la acción de las instituciones locales y organizaciones. Lo cual, a decir de algunos autores, se vendría imponiendo en diferentes países desde hace poco más de dos décadas a partir de la configuración de una atención mixta, en la cual la administración pública sigue teniendo un papel preponderante en el financiamiento, la regulación y el control de los servicios, pero está cada vez menos presente en la gestión, que se halla siendo transferida a empresas privadas y organizaciones No Gubernamentales (ONG), especializadas en la atención de los sectores más desafiliados. Y en donde, sin embargo, la atención asistencial es fraccionada y diferenciada, pues estas instituciones no abordan más que una porción de los sujetos de atención.

De modo que si con la profesionalización no se buscó ampliar la atención ya reducida por parte de las instituciones públicas, con la llamada corresponsabilidad que en esta década retomaron y promovieron intensamente las autoridades de los DIF estatales tampoco, ya que a partir de este mecanismo dichas autoridades delegaron una gran parte de sus responsabilidades en los DIF locales y en las instituciones privadas, pese a considerarlos propicios para la atención de varios de estos niños, por su cercanía o su experiencia con los mismos, terminaron por asistir a un número ciertamente bajo de ellos, tanto por su infraestructura como por su poco personal. Se tuvo un claro efecto sobre los niños callejeros pues, si bien en esa década se constituyeron varias instituciones para el apoyo de estos, el Estado dejó de atenderlos cada vez más.

Finalmente, y en paralelo a la profesionalización y la corresponsabilidad, las autoridades públicas del DIF nacional trataron de implementar un mecanismo tecnológico con la finalidad de ofrecer una intervención preventiva y efectiva. En efecto, a partir de 2002, las autoridades impulsaron la construcción de una plataforma o software para la edificación de un Padrón Nacional de Niños Vulnerables, como parte del programa denominado sistema Nacional de información sobre Asistencia social (SNIAS). un programa orientado a conjuntar y proporcionar referencias informáticas sobre los sujetos asistidos, para la elaboración de políticas públicas focalizadas por parte de los Sistemas Nacional, Estatales y Municipales del DIF.

El objetivo de la plataforma era que con el padrón estos mismos sistemas contaran con una herramienta que les permitiera identificar a los infantes que requerían atención, el lugar donde se encontraban y el tipo de atención que necesitaban, "[...] a fin de garantizar que esta se [...] [proporcionara] adecuadamente [...]" (DIF, 2006b:57); pero también con la finalidad de generar diagnósticos de riesgos sobre los mismos. Ello implicaba registrar la información de las niñas y niños en función del grupo vulnerable al que pertenecían, "[...] digitalizando no solo su huella dactilar, sino también su imagen" (DIF, 2006b:57).

Para mediados de 2006, en un informe de actividades de la entonces presidenta nacional del DIF se indicaba que la plataforma desarrollada para el primer módulo del padrón, referente a niñas y niños albergados en centros asistenciales (como casas cuna y casas hogar), estaba ya operando en Baja California como programa piloto. Asimismo, que se estaba por terminar y echar a andar el segundo módulo referente a víctimas y victimarios de violencia intrafamiliar y maltrato infantil, así como el tercero, que buscaba listar a los candidatos y a los solicitantes de adopción a fin de agilizar, asegurar y transparentar los trámites. Finalmente, que se señalaba que se preparaba un cuarto modulo para incluir a niños en situación de calle, víctimas de explotación sexual comercial, niños repatriados e incluso desaparecidos y beneficiarios de los programas de asistencia alimentaria y desarrollo comunitario (DIF, 2006b).

La plataforma buscaba ser una gran base de datos nacional que incluyera a todos los niños que, por encontrarse en situación de vulnerabilidad, eran considerados sujetos de asistencia social (DIF, 2006b), a fin de atender específicamente a los sujetos que lo necesitaran.13 Eso que no excluía que cada entidad tuviera bajo su resguardo sus propios beneficiarios, ya que el padrón también planteaba "la estrategia de desarrollar treinta y dos sistemas de información adaptados a las necesidades de los [Sistemas Estatales para el Desarrollo Integral de la Familia] SEDIF, conteniendo las bases de datos de [...][otros programas asistenciales] por cada entidad federativa, además de un sistema de información que, [se decía], debe[ría] contener los indicadores y estadísticas municipales, estatales y nacionales de cada uno de los programas en comento" (DIF, 2006a:87).

Lo llamativo de la plataforma o, mejor dicho, del adrón, radicaba en dos aspectos principales. En primer lugar, en que buscaba orientar la práctica asistencial solamente a aquellos niños que, según los cruces de información o de variables, así lo señalaran. Es decir, a los infantes que determinara el trabajo estadístico, fuera por sus condiciones supuestamente evidentes o bien por una serie de factores de riesgo que así lo señalaran, lo cual, si bien podría concretizar cierta forma de atención, también excluía a varios niños que no considerara esta información.

En segundo lugar, en que no planteaba modificar la atención para ampliarla, sino que solamente aspiraba a desburocratizarla para mejorar los servicios (DIF, 2006a). Asumiendo que si esto se lograba se podrían beneficiar a los niños. En el propio objetivo de crear el padrón sobresalía la misma lógica, pues se le concebía solamente como una herramienta que permitía identificar a los niños objeto de asistencia, la naturaleza del apoyo que requerían y el seguimiento de su atención, pero nunca incrementarla. En todo caso, solamente para focalizarla.

Es importante destacar, además, que el hecho que el padrón buscara ofrecer información para generar diagnósticos de los niños, daba cuenta implícita que su intención ya no era atender al por mayor, sino en función de correlaciones estadísticas. Lo anterior abre la posibilidad de que, como apunta Castel (1984:154), se inserten políticas preventivas que "[...] economizan esta relación de inmediatez [o de atención] [...] [para tratar], al menos en un primer momento, con unos factores, no individuos [...]" (Castel, 1984:154).

Ahora bien, paralelamente a los nuevos mecanismos que complementaban los dispositivos y evocaban una lógica de atención administrativa, en esa década se reafirmaron varios de los planteamientos indicados en la ley general que establecía las base del sistema Nacional de seguridad Pública, a partir de la especificación legal de esta, acaecida en enero de 2009 con la creación de La Ley del sistema Nacional de seguridad Pública, pero también a partir de que varios de los gobernantes en turno tomaron como parte importante de su gobierno la seguridad pública. Más allá de sus resultados, lo mencionado implicó que se siguiera utilizando e, incluso, radicalizando la intervención policíaca a diferentes niños por el hecho de manifestar supuestas "conductas antisociales". Tal como ocurrió en el Distrito Federal, durante el mandato de Andrés Manuel López obrador, en donde bajo el discurso de la seguridad pública, se criminalizó a los niños trabajadores y de la calle después de retomarse varias de las recomendaciones hechas por la política de "cero tolerancia", propuesta por el exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, quien había sido contratado en 2001 por el gobierno capitalino para acabar con la delincuencia. Esta política, inspirada en la propuesta teórica de las "ventanas Rotas" de los criminalistas Goerge L. Kelling y Catherine Coles,14 llevó a que fueran percibidos como sujetos peligrosos y detenidos en varios momentos por la policía capitalina, particularmente en el centro de la ciudad (Davis, 2007), ante la idea de que pudieran contravenir la ley o los códigos sociales en los espacios donde se desarrollaban. Ello a pesar de que las mismas autoridades alentaran el respeto a los derechos de los niños, lo que da cuenta, de que en esta década ya se había establecido una barrera que sigue vigente hasta la actualidad: entre los niños que eran incluidos en las instituciones y los que no solo no eran incluidos, sino que eran criminalizados.

Si esto es parte de una imbricación de dispositivos y racionalidades que afectó directamente a los niños callejeros, cabe indicar que entre los considerados abandonados también se presentó otra imbricación: aquella que todavía los consideraba como sujetos en peligro. En efecto, como lo señala Dilcya García (2001), en esta década todavía algunas autoridades de los DIF estatales y judiciales seguían considerándolos como objeto de protección. Lo que llevó a que los siguieran internando en instituciones distintas a las asistenciales o al menos alentarlo, como se señalaba en la Ley Tutelar del Estado de Aguascalientes, en donde se seguía recurriendo a la internación de los mismos en el Consejo Tutelar Central para Menores, con la finalidad de "[...] prevenir y corregir a los menores cuando tengan malos ejemplos, mala conducta, compañías corruptas o se encuentren en estado de abandono, pervertidos o en trance de serlo" (García, 2001:36). Se da cuenta de la racionalidad tutelar que todavía pervive entre las autoridades asistenciales y que, evidentemente, alienta el control de los menores, aun cuando se repita nuevamente que ello es por el interés en protegerlos. No olvidemos, como señala Emilio García (2004), que el control de los niños se ha hecho, generalmente, en nombre de su protección.

Pues bien, con lo dicho hasta aquí, se puede afirmar que en esta década, las autoridades del DIF y las instituciones asistenciales alentaron un tipo de intervención administrativa y reducida, a partir de una serie de mecanismos que alentaban la profesionalización, la corresponsabilidad y la prevención. Intervención que puede ser leída como el resultado de un desinterés del Estado, pues en el corazón de estas prácticas se hallan los costos, pero también, como parte de la configuración de una nueva racionalidad asistencial (Rose, 2007), en donde la participación del Estado está cada vez más orientada a promover la acción de los actores civiles y a la constitución de sistemas de información que a su participación cara a cara con los niños, en nombre de una supuesta atención efectiva. En donde además paralelamente se recrudecen las acciones de mano dura en contra de algunos de estos niños y permanecen otras de internamiento.

 

Consideraciones finales

La idea de problematizar los principales dispositivos utilizados por las instituciones públicas asistenciales en México, desde 1960 hasta 2010, permite identificar el tránsito inacabado que ha llevado de una forma de atención disciplinaria a otra de control. su metamorfosis responde en términos generales a la emergencia de un nuevo esquema de intervención asistencial que, al parecer, se consolidará en los próximos años, y que deriva de una nueva forma del orden interior del Estado, en el que predomina la necesidad de gestionar, dominar y controlar las diferentes dimensiones de lo social como una unidad, economizando su ejercicio del poder (Dean, 2010, De Marinis, 1999). Esta nueva forma de orden interior se caracteriza por el establecimiento cuatro lógicas de intervención gubernamental.

La primera tiene que ver con la localización de un cierto número de zonas denominadas "[...] vulnerables en las que el Estado no quiere que suceda absolutamente nada" (Foucault, 1991:165). Serían las zonas de máxima seguridad, cuasi estados de excepción, en donde se manejan las acciones más fuertes, más intensas y más despiadadas por parte de este. La segunda va en relación con la presencia de una especie de tolerancia con respecto a la regulación de algunas prácticas cotidianas hasta entonces consideradas "desviadas", en términos de una evaluación racional de costos y beneficios, puesto que en ciertas ocasiones resultará para el Estado mucho más costoso -tanto económica como políticamente- intervenir, que relajar los controles. La tercera se refiere a la utilización de "un sistema de información general [...] que no [...] [tiene] como objetivo la vigilancia de cada individuo, sino, más bien, la posibilidad de intervenir en cualquier momento justamente allí donde haya creación o constitución de un peligro, allí donde aparezca algo absolutamente intolerable para el poder" (Foucault, 1991:165-166). Y que para Foucault garantiza la visibilidad y la vigilancia a la distancia (Cfr. De Marinis, 1999). Finalmente, la cuarta lógica de intervención es la que destaca que varios de los controles actuales se llevan a cabo por medio de otros agentes distintos al Estado, para que no recaigan sobre él las responsabilidades de los conflictos económicos y sociales.

Estas lógicas -que remiten en su conjunto a lo que Foucault denomina el "repliegue aparente del poder", que no se trata de menos poder, ni tampoco de menos Estado, sino de una situación nueva (De Marinis, 1999)- han sido de alguna manera reproducidas en los dispositivos asistenciales actuales que se han estudiado. De hecho, las consideraciones particulares que se han mencionado en el apartado anterior, han tratado de aclarar la conformación gradual de una forma de intervención asistencial y gerencial cada vez más distanciada de los niños.

Se trata de una intervención que se alienta a partir de la promoción de las instituciones de asistencia privadas que, evidentemente, constituye una acción de economía en una época de recortes presupuestales, pero también una forma de intervención a través de otros actores, pues a partir de estas buscan alentar una capilaridad en la atención de los sujetos, que las instituciones estatales yo no pueden ni les interesa asegurar, sobre todo cuando se trata de niños callejeros que se sitúan en los márgenes de la sociedad y que son estigmatizados.

Una intervención que desde principios de la década del año 2000, está alentando el uso entre las instituciones públicas de nuevas tecnologías para la atención y la prevención sistemática de riesgos. Esas tecnologías son presentadas como una herramienta para mejorar la atención de los niños, pero que al final alientan la homogeneización y la deshistorización de estos, pues las distintas problemáticas y características que presentan pretenden ser reducidas a un conjunto de variables preestablecidas para, posteriormente, definir a los sujetos de atención. Resulta criticable lo señalado en el párrafo anterior, pues, además de que con ello asumen implícitamente una asistencia reducida y selectiva, esta última la buscan definir a partir de un cruce de variables que, si bien pueden tener elementos científicos, no toman a los niños más que como flujos estadísticos que pueden ser atendidos, pero también excluidos.

Finalmente, una intervención que va llevando cada vez más a las instituciones públicas a constituirse en gestoras de partes y a ubicarse más cerca del concepto de "extituciones" destacado por Domenech, et ál. (s.f.), cuando retoman a Michel serres, que al de instituciones en estricto sentido, por los costos elevados que les implica atender a niños y por el incremento acelerado de estos últimos. Pero también, en parte, por su reproducción en diferentes tipos de entornos pues, como señalan estos autores, actualmente "seguimos hablando de hospitales [prisiones y universidades] pero [.] para entrar y no para quedarse" (Domenech, et ál., s.f.:29).

 

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Notas

1 El artículo se inscribe en el proyecto denominado La atención de la infancia en riesgo en México: 1960-2011. Un estudio desde la gubernamentalidad, apoyado actualmente por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), lo que le agradecemos ampliamente Consejo.

2 Por niños en riesgo entendemos a infantes que han sido abandonados, viven o trabajan, en las calles, se hallan en estado de orfandad o han sido maltratados, aunque aquí nos remitiremos especialmente a los dos primeros grupos. Los llamamos así porque, bajo el discurso institucional de ciertas autoridades actuales, son sujetos altamente proclives a ser delincuentes o adquirir conductas antisociales si no se les atiende.

3 Por dispositivos entendemos, sencillamente, una serie de discursos y acciones que tiene por objeto responder a una urgencia en un momento histórico determinado (Arteaga, 2006), por lo que lleva una función estratégica dominante; aunque, en un sentido lato, también se entienden como un conjunto heterogéneo conformado por elementos discursivos y no discursivos.

4 El presentismo consiste en la imposición de presupuestos actuales al pasado, es decir, en la creencia de que un fenómeno o significado del presente ya existía en el pasado; mientras que el finalismo, es la idea de que el núcleo del presente se encuentra en algún punto distante del pasado, para luego mostrar la necesidad finalizada desde el desarrollo desde ese punto hasta el presente (Dreyfus y Rabinow, 1989).

5 Así lo señalaba, por ejemplo, la Ley de Protección a la Infancia y de Integración Familiar del Estado de México, en 1970: "[...] Se estimará que el menor se encuentra en estado de abandono cuando esté separado ocasional o definitivamente del seno de la familia, y carezca de los elementos necesarios para su desarrollo integral, físico y social; así como en los casos en que sin encontrarse separado de su familia necesite del auxilio del instituto debido a la indiferencia, negligencia, impreparación [sic] o falta de recursos económicos de sus padres, o de quien ejerza la patria potestad" (IPIEM, 1970: s. p.) LA NÚM. 6 APARECE EN LA SIGUIENTE PÁGINA

6 El artículo señalaba lo siguiente: "El Consejo Tutelar intervendrá, en los términos de la presente Ley, cuando los menores infrinjan las leyes penales o los reglamentos de policía y buen gobierno, o manifiesten otra forma de conducta que haga presumir, fundadamente, una inclinación a causar daños, a sí mismo, a su familia o a la sociedad, y ameriten, por lo tanto, la actuación preventiva del Consejo" (DOF, 1974:9)

7 Que a partir de esa década se constituyó en el único organismo público encargado de atender la asistencia social en México y, por consecuencia, a los niños en riesgo.

8 Así se señalaba en un trabajo: "El educador de la calle debe convertirse en un facilitador que aprende los conceptos más significativos del ambiente en que se desenvuelven el niño y la niña, y emplearlos para ayudar a pensar críticamente acerca del mundo en que él o ella viven" (López, 1990:82).

9 Los niños en calidad de resguardo eran aquellos infantes albergados temporalmente que esperaban ser reintegrados a sus familias o canalizados definitivamente a alguna institución asistencial, fuera esta pública, privada, o incluso especial, como eran los tutelares, después de haberles practicado una serie de estudios médicos, psicológicos, socioeconómicos y jurídicos.

10 Cuyas líneas indicaban lo siguiente: "Conforme al artículo 21 constitucional y para los efectos de esta ley, la seguridad pública es la función a cargo del Estado que tiene como fines salvaguardar la integridad y derechos de las personas, así como preservar las libertades, el orden y la paz públicos. Las autoridades competentes alcanzarán los fines de la seguridad pública mediante la prevención, persecución y sanción de las infracciones y delitos, así como la reinserción social del delincuente y del menor infractor. El Estado combatirá las causas que generan la comisión de delitos y conductas antisociales y desarrollará políticas, programas y acciones para fomentar en la sociedad valores culturales y cívicos, que induzcan el respeto a la legalidad. La función de seguridad pública se realizará en los diversos ámbitos de competencia, por conducto de las autoridades de policía preventiva, ejecución de penas y tratamiento de menores infractores, de las encargadas de protección de las instalaciones y servicios estratégicos del país; así como por las demás autoridades que en razón de sus atribuciones, deban contribuir directa o indirectamente al objeto de esta ley" (DOF, 1995:22)

11 Así lo señalaba en su último informe de actividades la entonces directora del DIF nacional, Ana Teresa Aranda: "[...] en esta administración nos hemos planteado como propósito principal el diseño, promoción y ejecución de estrategias y líneas de acción, en los tres órdenes de gobierno del sistema DIF, organismos de la sociedad civil e instituciones públicas y privadas a fin de fomentar la profesionalización y el Desarrollo Institucional" (DIF, 2006b:110).

12 Como fue el caso tan sonado en 2010 de la institución privada Casitas del Sur. Una institución dedicada a la atención de niños abandonados, en orfandad y de otras características que fue objeto de una investigación judicial en 2009 por la desaparición y maltrato de varios de ellos, y que llevó a la captura en junio de 2010 de su supuesto líder fundador en España así como varios de sus ayudantes.

13 En el gobierno de Vicente Fox, por ejemplo, el SNIAS estaba constituido por veintidós módulos: 1) Adopciones; 2) Adultos mayores; 3) Centros Asistenciales de Desarrollo Infantil (cadi); 4) Centros Asistenciales Infantil Comunitario (CAIC); 5) Derechos de la Niñez (Red Nacional de Difusores); 6) Atención a personas con discapacidad; 7) Explotación Sexual Infantil; 8) Menores albergados; 9) Menores fronterizos; 10) Menores trabajadores; 11) Prevención de riesgos psicosociales; 12) Programas alimentarios; 13) Programa de atención a la salud del niño; 14) Ayudas sociales culturales; 15) Violencia familiar; 16) Directorio Nacional de Instituciones de Asistencia Social; 17) Biblioteca virtual; 18) Asistencia jurídica; 19) De la calle a la vida; 20) Desarrollo comunitario; 21) Prevención y atención integral del embarazo del adolescente; y, 22) servicio Nacional de información de la Asistencia social (DIF, 2006).

14 una propuesta que consideraba que para prevenir la delincuencia se tendría que arreglar los problemas cuando eran pequeños, sancionando todas las faltas, por mínimas que estas fueran. Como lo señalaban en dos ejemplos: "consideren un edificio con una ventana rota. si la ventana rota no se repara, los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente, quizás hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que prendan fuego en ellos, o consideren una acera o banqueta. se acumula algo de basura. Pronto, más basura se va acumulando. Eventualmente, la gente comienza a dejar bolsas de basura de restaurantes de comida rápida o a asaltar coches". Por lo que para prevenir el vandalismo, dicen los autores, es necesario arreglar los problemas cuando aún son pequeños, pues reparando las ventanas será menos probable que los vándalos rompan más y limpiando las banquetas será menos probable que se acumule basura y delincuentes.

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