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Estudios sociales (Hermosillo, Son.)

versão impressa ISSN 0188-4557

Estud. soc vol.18 no.36 Hermosillo Jul./Dez. 2010

 

Artículos

 

Rasgos perennes de la crisis alimentaria en México

 

Felipe Torres Torres*

 

* Instituto de Investigaciones Económicas, UNAM

 

* Dirección para correspondencia:
felipet@servidor.unam.mx

 

Fecha de recepción: febrero de 2009
Fecha de aceptación: octubre 2009

 

Resumen

La crisis alimentaría registrada en México durante el año 2008, la cual se manifiesta con el alza de los precios internacionales en productos básicos, no es nueva. En todo caso corresponde a la agudización de un problema estructural que parte una insuficiente oferta agrícola interna, que presenta asimetrías en la accesibilidad y repercute severamente en los problemas nutricionales de la población. Se trata, eso sí, de la primera gran crisis de la fase de libre mercado que se recrudece con la recesión económica mundial, a lo cual se suma el deterioro acumulado del poder adquisitivo de cerca de la mitad de la población mexicana que impacta en su capacidad de compra y afecta las condiciones nutricionales.

Palabras clave: crisis, alimentación, productos básicos, precios, nutrición.

 

Abstract

The food crisis that took place in Mexico in 2008, which was reflected in the increase of international prices of staples, was not a new phenomenon. It was directly related to the accentuation of a structural problem represented by an insufficiency in agricultural supply at domestic level. This shortage presents asymmetries in access to food products, and has strong repercussions in people's nutritional situation. The truth is that it was the first large crisis in the context of free market that intensified itself as an effect of the global economic recession, in addition to the accumulated deterioration in the purchasing capacity of nearly half of the Mexican population.

Key words: crisis, food, basic products, nutrition.

 

Introducción

La cresta que alcanzó el incremento de precios de los alimentos básicos durante el segundo trimestre del 2008, alertó sobre la presencia de una nueva crisis alimentaría en México, ya que presentó un impacto desfavorable inmediato en el costo de la canasta básica interna. En realidad no se trata de una crisis nueva en este rubro; más bien podemos identificarla como la primera gran crisis dentro de la fase de economía abierta en la que entró el país a medidos de la década de los ochenta del siglo XX. Es también la primera de consideración, posterior a la fase de la firma del Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos, en los noventa.

Si bien dicha crisis tiene como detonantes directos el alza de precios de los principales granos, aceites vegetales y carne que se explican por el incremento a los precios de los energéticos, así como la presión ante un incremento en la demanda de cereales por las llamadas economía emergentes como China y la India, la decisión de Estados Unidos de destinar más de la tercera parte de su producción de granos (la más grande del mundo) a la generación de biocombustibles, junto con la especulación financiera que ante las bajas de rentabilidad en bolsa de otros ramos de la economía se orientaron a los mercados de futro en granos. Lo cierto es que arrastra a más de 40 países dependientes de importaciones de alimentos que ven agravada su situación, lo cual se recrudece con los efectos que tiene para sus economías la actual recesión mundial.

México se inscribe en ese grupo de países dependientes; pero además, nuestra crisis alimentaría mantiene los mismos rasgos estructurales perennes que la han caracterizado por más de 40 años, como son la insuficiente oferta agrícola interna en granos, la descaspitalización y abandono del campo que abate los niveles de autoconsumo y la falta de competitividad en costos y precios debido a los escasos subsidios gubernamentales a la producción, por no hablar de los efectos del rezago tecnológico en los niveles de competitividad y que adquieren relevancia en una dimensión de economía abierta.

Sin embargo, a esta crisis se han sumado rasgos nuevos como son el deterioro acumulado del poder adquisitivo que incide en la capacidad de compra de alimentos y, a la vez, influye en los niveles nutricionales de cerca de la mitad de la población mexicana, demás de la incidencia que tiene el patrón alimentario internacional, que al no contar con alguna regulación interna, también provoca efectos nutricionales y en la salud. El problema es que ahora, ante el incremento gradual de la pobreza, los alcances son mayores y con ello se compromete, aparte de la seguridad alimentaría , el futuro mismo de una proporción considerable de la sociedad mexicana. El presente trabajo se aboca a plantear algunas dimensiones del problema.

 

1. Rasgos permanentes y nuevos de la crisis alimentaria

La manifestación de la crisis alimentaría del año 2008 puede ser considerada como la primera de tipo global por su espectro territorial e impacto social. Si bien ésta se mimetiza posteriormente y pasa a formar parte de los efectos de la actual recesión económica mundial, de todas formas mantiene en su naturaleza casi los mismos rasgos y causales de otras crisis que le han precedido (Rodríguez, 2003).

Se trata, por tanto, de una crisis estructural que afecta, por la vía del repunte de los precios internacionales, a cuatro decenas de países, los cuales dependen de las importaciones de granos y cuyas economías ya no son suficientes para amortiguar los diferenciales que esto representa en su balanza comercial. Ello afecta a la formación de sus precios internos, por lo que cada vez una mayor cantidad de población es arrastrada a los umbrales de la pobreza.

En el caso de México, se trata, sobre todo, de una crisis alimentaría cuya determinante está más en la accesibilidad y su impacto en los niveles nutricionales de la población más pobre. La disponibilidad no representa un problema en sí misma ya que en economías abiertas como la nuestra, la oferta se encuentra siempre garantizada. A esta crisis se le asocia también con la incapacidad del sector agropecuario para generar oferta interna suficiente. Lo anterior influye en el potencial de autoconsumo, aunque las verdaderas raíces se encuentran en la orientación y prioridades de la estructura económica que no permite resolver el problema de la vulnerabilidad alimentaría externa, mejorar los niveles de ocupación y el poder adquisitivo. Así, la calidad y cobertura de la alimentación se ve seriamente afectada con las variaciones de los precios internacionales y se supedita a las decisiones que toman las principales potencias agrícolas.

La nueva crisis alimentaría mundial y su manifestación en México se explican a partir del agotamiento de un ciclo de precios bajos, lo cual es un rasgo distintivo de crisis anteriores. A ello se suman nuevos rasgos, entre los que destacan el repunte del consumo de cereales en economía emergentes como China y la India, la decisión de Estados Unidos de asignar un volumen importante de granos a la producción de biocombustibles, la colocación de cereales en mercados futuros ante la depresión que sufren otros ramos bursátiles, así como las sequías localizadas entre países líderes en la oferta mundial de alimentos que derivan del cambio climático en el planeta.

De esa manera, la crisis estructural clásica de la alimentación que se explicaba por el incremento de la población y de los niveles de ingreso a la que repercutía en el crecimiento de la demanda de alimentos, se agregan nuevos rasgos que impactan en tiempos más cortos. Entre los más notorios están la rápida industrialización asiática que estimula la demanda de materias primas y energía; las políticas de subsidio generalizado a la producción de biocombustible en Europa y Estados Unidos. Junto a estos se hallan los de naturaleza especulativa como la crisis hipotecaria y financiera de Estados Unidos, los fondos de cobertura (Hedge Funds) orientados crecientemente hacia el mercado de productos básicos. Ello explica la más reciente caída del precio de algunas materias primas que refleja el importante papel que los movimientos especulativos juegan sobre la volatilidad de los mercados. Se refleja pues el hecho de que el peso relativo de los factores estructurales y especulativos en el movimiento de los precios aún no está claramente definido. Lo que aparece muy claro es que la inusual actividad financiera especulativa incide directamente, tanto en los precios reales de los productos como en su volatilidad, y refuerzan la presión alcista en los mercados agrícolas (CEPAL, 2008a).

En la teoría económica se entiende a los ciclos de alzas y bajas de precios como una parte consustancial del comportamiento de mercado. Sin embargo, como señala la CEPAL (Comisión Económica para América Latina), en esta nueva crisis, los ciclos de alzas de precios se acortan y el incremento es más severo. Por ejemplo, durante el ciclo de julio de 2007 a julio del 2008, el trigo exhibía un incremento de 124%, mientras que en ciclos previos fue de sólo 38%. Además, los incrementos de precio de un bien afectan y, a la vez, se ven afectados por otros muchos como la relación petróleo–alimentos–transporte. El ciclo de auge de precios actual es distinto de experiencias previas, el presente tiene como característica mayores precios relativos para los combustibles, de las materias primas y de los alimentos por un tiempo mayor al originalmente planteado.

El ciclo alcista de precios actual puede ubicarse en torno al periodo anual 2002–2003; en 2006 presenta su mayor ímpetu. Alcanza su máximo en el primer trimestre del 2008. El precio de los alimentos en el periodo se elevó por encima de 50%. Por tanto, pareciera que el incremento en el precio de los bienes primarios estaría explicado por un cambio de tendencia en el ciclo; lo cual, a su vez, está asociado a un desajuste importante entre el crecimiento de la demanda global de productos básicos y la respuesta lenta e insuficiente de la oferta que percute en el precio de los alimentos y por ende en los niveles de inflación. Sólo en América Latina la inflación alcanzó 10.7 en 2007 y 15.7 en 2008, mientras que la general fue de 8.9 para 2008. En el caso de México, de julio del 2007 a julio del 2008 la inflación general fue de 5.4, mientras que en alimentos fue de 9.2 lo que marca una diferencia de 3.8. El Banco Interamericano de Desarrollo estima que en 2008 la población en pobreza se incrementó en 30% respecto al 2006, antes de que se recrudeciera el ciclo alcista (CEPAL, 2008a).

De cualquier manera, a juicio de la CEPAL, el problema central que genera el alza de los precios e incide en el problema de la seguridad alimentaría y nutricional, estriba en el agravamiento de la situación estructural debido al insuficiente acceso a los alimentos por amplios sectores sociales que no tienen ingreso ni capacidad de compra: un incremento de 15% en el precio de los alimentos, eleva la incidencia de la pobreza entre 12.7% y 15.9%. Los países importadores netos de alimentos, particularmente Centroamérica (a excepción de Costa Rica) y del Caribe (a excepción de Trinidad y Tobago) son los más vulnerables (CEPAL 2008b).

En el caso de México se acentúa el impacto negativo de, por lo menos, tres crisis específicas de la alimentación, dentro de la gran crisis económica actual. La primera de ellas corresponde a la producción agrícola que incide en una oferta interna insuficiente, la cual debe ser compensada con importaciones crecientes que debilitan al conjunto de la economía e inhiben la posibilidad de que el campo sea de nuevo un importante factor de crecimiento. La segunda es propiamente alimentaría , misma que un contexto de economía abierta como la actual, no representa tanto un problema de disponibilidad de alimentos, sino de accesibilidad social diferenciada ante un deterioro progresivo del poder adquisitivo de la población, combinado con el ciclo alcista del precio de los alimentos. La tercera es de orden nutricional y recibe los efectos de las dos anteriores en el sentido de que la caída de la producción agrícola ha implicado un abandono del campo que incide en un deterioro importante en los niveles de autoconsumo; por ello las demandas familiares, sobre todo del medio rural, deben satisfacerse en el mercado. En tanto que el problema de la accesibilidad tiene que ver con el deterioro del poder adquisitivo, las familias, particularmente de bajos ingresos, restringen el consumo y afectan sus niveles nutricionales; ello se ve agravado con las distorsiones en la dieta que impone un patrón de consumo alimentario globalizado que, además de los niveles nutricionales, incide en el deterioro de la salud de la población.

A esas crisis estructurales de la alimentación en México que comprometen de manera latente a la seguridad alimentaría nacional, podemos sumar la dependencia estructural que tenemos de las importaciones de los Estados Unidos, que en los momentos de recesión actual, combinado con el ciclo desfavorable de precios para los países importadores, se convierte en un problema esencial. Este no es un rasgo nuevo pero las modalidades en términos de las presiones sobre el comercio agrícola bilateral si lo son e inciden en la magnitud de la crisis por el lado de la balanza comercial adversa.

 

2. Agricultura y alimentación: un destino ineludible entre México y Estados Unidos

De manera más puntual, la recesión de la economía de Estados Unidos provoca afectaciones directas e indirectas sobre la agricultura y las condiciones alimentarias en México. Esto se debe a que dependemos de cerca de 40% de la importación de los alimentos que consumimos y poco más de 80% del comercio agrícola lo realizamos con ese país. Se suman diversos elementos de tipo coyuntural como son la decisión previa de Estados Unidos de destinar 35% de su producción de granos, especialmente de maíz, en donde somos más vulnerables, a la elaboración de biocombustible, junto con la notoria disminución de subsidios a sus actividades agrícolas que inciden en el repunte del precio internacional de los granos.

En sentido contrario, México no puede aprovechar las ventajas del debilitamiento de su moneda para colocar productos de exportación en aquel mercado, particularmente en el rubro de frutas y hortalizas, debido a la penalización por factores extracomerciales, entre ellas la aplicación ventajosa de reglas fitosanitarias al aguacate, jitomate, entre otros. En cambio se incrementa de manera importante el valor de nuestras importaciones.

Estados Unidos es el productor agrícola más importante a nivel mundial, principalmente de granos básicos; también es el mayor consumidor y el que más altos subsidios otorga a sus productores, estimado en más de 50% considerando producción y comercialización. Por ello resulta, independientemente de factores coyunturales como el repunte del consumo en economías emergente o la alteración de factores climáticos, el principal regulador de los precios internacionales. Con una economía en recesión, originalmente financiera y ahora sistémica, resulta explicable que presente problemas para sostener esta hegemonía frente a otras potencias, principalmente la Unión Europea. De allí el reiterado fracaso de las distintas negociaciones que tienen como eje al comercio agrícola como la Ronda Uruguay del GATT o la Ronda de Doha, por lo que presiona hacia la búsqueda de precios reales. En tal caso una reorientación de los subsidios tiene implicaciones severas en el repunte internacional de los precios, junto con el precio de los energéticos hacia cuya búsqueda de alternativas se están orientando los subsidios en sustitución de los granos, independientemente que para México sean estratégicos en su alimentación.

De ello se deriva también que los mercados de la energía y de los alimentos estén cada vez más integrados. Los grandes subsidios agrícolas en Estados Unidos han debilitado a la agricultura de países en desarrollo. La ayuda destinada a la agricultura ha caído de 17% hasta 3% en 2008 y los donantes internacionales reclaman la eliminación de subsidios a fertilizantes, lo que dificulta que los productores descapitalizados puedan competir. Los subsidios de Estados Unidos al etanol han debilitado la agricultura en el mundo y no han limitado el calentamiento global (FAO, 2008a).

De acuerdo con un reporte de la FAO, en el primer trimestre del 2008, los precios nominales de los alimentos alcanzaron el nivel más alto de los últimos cincuenta años y los precios reales son los mayores de los últimos treinta. El índice de precios de los alimentos del primer trimestre del 2008, comparado con el del 2007, se sitúa en 53%. Los aceites vegetales se encarecieron más de 97%, cereales 37%, productos lácteos 58% y arroz 46%; el azúcar y la carne en grado menor (FAO, 2008a) pero se encuentran en la misma avalancha. Es evidente que el repunte de precios no afecta sólo a los mercados agrícolas, sino fundamentalmente a los alimentarios que para países como México tienen un doble efecto con la desaceleración de la economía de Estados Unidos. Se trata de un ambiente creado en el que se compra caro y existen restricciones para las exportaciones, lo cual incide de manera adversa en casi todos los componentes de la balanza comercial.

De acuerdo a estimaciones del Banco Mundial, 65% del incremento de precios se debe al desvío de granos como materia prima para la elaboración de biocombustibles, por lo que es de esperarse que al cierre del 2008 las reservas mundiales de granos se reduzcan en 25% que corresponden a las más bajas en los últimos 25 años (FAO, 2008b).

El Banco Interamericano de Desarrollo estima, por su parte, que más de 26 millones de personas en América Latina pueden caer en la extrema pobreza si se mantiene altos los precios de los alimentos, pero además pone en peligro los avances en educación y nutrición. Los pobres de México aumentarían por este mismo hecho de 20.6% a 27.5%. Por su parte el Banco de México llega a una conclusión parecida en el sentido de estimar que un incremento de sólo 15% en el precio interno de los alimentos implica que la incidencia nacional de la pobreza aumente 2.1% , cuyo mayor efecto se encuentra en zonas rules, 3%, con respecto a 1.7% en urbanas (BANXICO, 2008).

Como es sabido, el aumento del costo de los combustibles incrementa los costos de los productos agrícolas. El precio de algunos fertilizantes como el superfosfato triple y el cloruro de potasio subió más de 160% durante los primeros meses del 2008 en comparación con 2007 y el precio de la energía se multiplicó por tres a partir del 2003. De los 40 millones de toneladas que aumentó la utilización mundial del maíz casi 30 millones que equivalen aproximadamente al total del consumo de México, fueron absorbidas por las plantas de etanol de Estados Unidos; mismas que demandan ahora 12% de la producción mundial de maíz. El incremento del precio de los granos resulta estratégico en el precio de otros alimentos como la carne, ya que se requiere de 7 kg de grano para convertir un kilogramo de carne.

Un resultado previsible del nuevo esquema a nivel mundial es que se presente sustitución de cultivos, junto a una concentración de la superficie sembrada. En 2007 las plantaciones de maíz aumentaron 18% con respecto al 2006, pero fue debido a la reducción de la superficie de soya y trigo. Por el probable nuevo repunte de los precios de esos cultivos, debido a la escasez, es posible que disminuya a futuro la producción de maíz y queden demandas no satisfechas, con repercusiones ente países vulnerables a los tres insumos como es el caso de México.

En tal escenario, las estrategias adoptadas frente a la crisis no garantizan soluciones probables en el corto plazo. Las prohibiciones a las exportaciones y el aumento de impuestos en el mismo rubro, exacerbaron la volatilidad en el corto plazo de los precios internacionales, por ejemplo en el arroz.

Los países en desarrollo podrían enfrentar de manera conjunta, un incremento de 33% en el costo total de las importaciones al cierre del 2008, en comparación con 13% del 2007. En algunos países pobres, los mayores costos de importación podrían provocar un déficit en cuenta corriente, lo que a la vez influirá en otras variable macroeconómicas como el tipo de cambio o mayores niveles de endeudamiento. Aproximadamente cuarenta países, México entre ellos, han reducido los impuestos sobre la importación de cereales, con lo que buscan bajar el impacto del incremento de precios al consumidor, pero ello sólo beneficia a las grandes compañías graneleras internacionales y representa mayor carga para el criticado esquema de subsidios de los países pobres (CEPAL a).

Sin embargo, el monto de los subsidios en México estaría muy alejado de contrarrestar el efecto del incremento de precios en las condiciones nutricionales, ya que entre 2005 y junio del 2008, el precio internacional del maíz se incrementó en 241%, el arroz en 670%, el trigo en 279.3% (World Bank, 2008). Hasta marzo del 2008, el valor unitario de la canasta básica se elevó hasta 62% en comparación con 2005; el impacto más significativo deviene del maíz, trigo, soya y leche en polvo (BANXICO, 2008).

Los efectos de la desaceleración resultan, por tanto, diametralmente distintos entre México y Estados Unidos. Mientras las medidas internas de este país, en relación con la búsqueda de ventajas económicas a partir de la agricultura, buscan un reposicionamiento en materia de energía que provoca un repunte de precios internacionales lo cual les beneficia directamente al ser el primer productor mundial y quita presión a los subsidios. En México se incrementan los niveles de dependencia y tiene efectos directos sobre las condiciones alimentarias. De acuerdo con un estudio de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en enero del 2006, la canasta básica recomendable costaba 80.83 pesos, la cual con el salario nominal de entonces de 48.87 pesos alcanzaba para adquirir 60%; en abril del 2008 la misma canasta costó 114 pesos y el salario es de 52.69 pesos, lo que alcanza sólo para cubrir 45% (Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía, UNAM, 2008).

Para enfrentar el problema que afecta a alrededor de 40 millones de personas en los niveles de consumo alimentario y en su consecuente empobrecimiento, el gobierno federal de México ha buscado implementar el programa emergente Programa Alimentario en Zonas Marginadas (PAZM) a través de la SEDESOL. La cobertura es de 405 mil hogares con un millón 750 mil personas distribuidas en más de 90 mil localidades. El ofrecimiento inicial fue de 245 pesos para nutrición pero ante la magnitud desbordada del incremento de precios se propuso un incremento de 120 pesos, lo cual parece insignificante ante un problema de las magnitudes estructurales del presente en que se combina crisis alimentaría y recesión.

Una conclusión central que se desprende de la dicotomía entre desaceleración de Estados Unidos y dependencia alimentaría de México es que la crisis de la economía de aquel país buscaría en uno de sus principales factores de competitividad mundial, como es la producción de alimentos, un elemento de salvación. Ello implica mayores especulaciones en el precio internacional de los granos que ante la reiterada falta de políticas agrícolas sostenibles en México que han llevado a una dependencia ya estructural del mercado de aquel país, la seguridad alimentaría interna se ve comprometida una vez más a decisiones externas, donde una baja previsible en los niveles de consumo de las mayorías ante el incremento de precios, seguirá comprometiendo el desarrollo nacional.

 

3. Una mirada a las condiciones actuales de la alimentación en México

Si aceptamos que 1980 es el vértice, tanto de la apertura externa como de diversas turbulencias en la economía mexicana, para cuya solución se aplicó, entre otras medidas, un estricto control salarial para revertir el problema inflacionario, el cual incide después en la disminución del poder adquisitivo sin resolver el incremento de los precios de los alimentos más allá de los índices inflacionarios oficiales, encontraremos a partir de aquí un fuerte paralelismo con la nueva fase de recomposición y deterioro de las condiciones alimentarias, lo que implica también una nueva transición del patrón de consumo.

La crisis recurrente que afecta a la economía mexicana a partir del año marcado, ha generado que ese deterioro del poder adquisitivo repercuta entre la población asalariada en general, pero principalmente en los tres deciles de ingreso más bajos, lo cual contrasta con una permanente concentración de la riqueza en los tres estratos de ingreso más altos.

Ambos fenómenos, crisis y apertura económica, inciden en la transformación de las condiciones alimentarias de la población en México, tanto por lo que implica la apertura en el consumo de productos con características diferentes a los hábitos locales, como por el hecho de que en mercados abiertos, el deterioro del poder adquisitivo no es restricción determinante para acceder a las nuevas ofertas, de las cuales un amplio número se destina al consumo popular. Un repaso a las ENIGH (Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares) refleja esa tendencia.

El análisis de trayectoria de los datos de las ENIGH en lo que se refiere al ingreso y el gasto en alimentos durante el periodo 1984–2006, sobre la bases de los productos que consumen los diversos estratos, así parece mostrarlo. Una primera aproximación es mediante la observación del comportamiento de la distribución del ingreso.

Con la aplicación del Coeficiente de Gini, dichas trayectorias manifiestan desde 1984 una concentración superior a 50% del ingreso nacional en los tres deciles más altos de la población. Este comportamiento, si bien presenta ligeras oscilaciones porcentuales para algunos años, finalmente establece las diferencias en la dinámica de las transformaciones alimentarias vinculadas con la oferta dominante y las posibilidades de gasto en economías abierta. Si bien los estratos medios influyen en las dinámicas de la oferta, sobretodo de productos vinculados con la llamada comida rápida, dicha influencia se ve limitada por restricciones en el consumo ante su alta vulnerabilidad a las oscilaciones en el ingreso.

La encuesta de 1984, correspondiente a una fase todavía incipiente de la apertura económica y de una menor polarización en la distribución de la riqueza que se agudizaría después, deja claro que la distribución del ingreso en México representa un problema estructural, que se traduce en mejores o peores condiciones de acceso a la alimentación. Para ese año, más del 60% del ingreso nacional se concentró en los tres deciles superiores y poco menos de 10% en los más bajos; la situación no se modificó para 1989 en que este indicador mostraba la misma tendencia. Lejos de ello, el decil superior amplió el margen de participación de 32% a casi 38%, mientras que los tres deciles inferiores bajaron su participación a menos de 8%.

Dicho Coeficiente muestra un desempeño más equilibrado en el segundo año de levantamiento, pero esto no implica una mejor asignación hacia los estratos más pobres, más bien los estratos intermedios observaron una ligera mejoría, aunque la situación no se sostuvo como para que se reflejara en un ascenso en sus condiciones de vida. Por otra parte, los estratos intermedios, generalmente no sacrifican el gasto alimentario de manera importante, al contrario son los más dinámicos en cuanto a incorporar al consumo productos novedosos, sobre todo aquellos que no requieren demasiada elaboración en casa en la medida que están limitados de tiempo por otras actividades. Es decir, no influyen de manera decisiva en las dinámicas de la oferta global alimentaría , pero si en las transformaciones del patrón de consumo.

Para 1992, la concentración del ingreso favoreció de nuevo a los tres deciles más altos. En ese año se amplía la brecha de los desequilibrios en la distribución al absorber más de 65% del ingreso, mientras que los tres deciles inferiores redujeron más su participación, sin que los deciles intermedios mantuvieran su mejoría que habían logrado en el año de 1989. Es importante resaltar, sin embargo, de acuerdo con el Coeficiente, que todavía se observa una distribución más equilibrada del ingreso respecto a lo que sobrevendría después con la crisis de 1994.

Si observamos el problema de la distribución sólo a partir del comportamiento de los datos estadísticos, para 1994 encontramos pocas variaciones en la constante de desequilibrio entre deciles. La diferencia es que continúa un marcado deterioro en los tres deciles inferiores que coincide con el incremento en los niveles de pobreza, las mismas condiciones en los estratos superiores y una recuperación apenas perceptible en los estratos intermedios. Desde luego que en ese año en particular todavía no se resienten los efectos de la crisis denominada como el "error de diciembre", pero marca el inicio de una profundización en los desequilibrios que salvo el año 2000, no se ha podido revertir en los años posteriores.

Para el año de 1996, la constante distributiva sigue manifestándose con la misma antes estructura señalada antes, la novedad es que el decil superior disminuye ligeramente su nivel de concentración al caer de 38% que había mantenido en los años anteriores de levantamiento de la encuesta, a 36.6 %. Al contrario, los deciles intermedios mejoraron ligeramente, lo cual contrastaría con la aseveración de que las clases medias prácticamente desaparecieron con la crisis de 1994 y al contrario han seguido influyendo en las transformaciones del consumo de alimentos. Los tres deciles inferiores también logran una ligera mejoría; sin embargo, ni los deciles intermedios ni los inferiores pueden sostenerla posteriormente.

Es de suponerse, entonces, que tanto los tres estratos inferiores como los intermedios, recurrieron a fuentes complementarias de ingreso y que los verdaderos efectos de la crisis de 1994 se resintieron hasta 1998. Para este último año el decil X rebasa de nuevo 38.1% en los niveles de concentración y los tres deciles superiores juntos superan nuevamente el 60% en este rubro. En contraste, la caída en la participación de los tres deciles inferiores es proporcionalmente importante, al igual que en los deciles intermedios.

Dicha situación se recrudece de acuerdo con datos del levantamiento del año 2000, que corresponde a la mayor concentración histórica de la riqueza en la época contemporánea de México. Este año coincide con el inicio de un gobierno que ofrece un cambio de las condiciones imperantes en el país el cual debía reflejarse, en principio, en el mejoramiento de las condiciones sociales, pero que han venido empeorando en la medida que se intensifica la aplicación del modelo de libre mercado.

Las condiciones en la distribución mejoran ligeramente de acuerdo con los datos del año 2002, aunque no impactan significativamente en la mayor capacidad concentradora de los tres deciles más altos. De cualquier manera, los tres deciles inferiores reflejan una ligera mejoría que se hace un poco más notoria hacia los deciles intermedios. Si analizamos esta situación a la luz de lo que ofrecen las condiciones reales en que sobrevive la población más pobre, el incremento de los flujos migratorios y los casi nulos niveles de recuperación del empleo y el ingreso, encontramos que esta mejoría sólo fue de tipo coyuntural relacionada con el incremento de los programas de ayuda social, junto con el incremento de las remesas provenientes del exterior que benefician sobretodo a las familias rurales. Además, ha servido para sustentar, por la vía oficial, un abatimiento de los niveles de pobreza muy lejos de ocurrir en términos reales y que más bien se descubre con la crisis alimentaría actual a través del incremento de los precios, por lo que el gobierno federal ha debido incrementar el monto de los programas de ayuda para intentar abatir el efecto del incremento de precios en los estratos populares.

En los años 2004 y 2006 se mantiene esa leve mejoría en la distribución del ingreso, que aparentemente beneficia sobretodo a los tres deciles inferiores que en apariencia justifica el abatimiento de los niveles de pobreza y que se extiende a los deciles intermedios. Sin embargo, esta mejoría estadística resulta inexplicable a la luz del casi estancamiento del crecimiento económico interno y del abatimiento de los niveles de empleo, de la resignificancia que tienen las remesas en el consumo, del escaso efecto de las políticas distributivas y del propio estancamiento en los niveles de consumo. En todo caso habrá que contrastar si esto se refleja de manera positiva en la estructura del consumo alimentario.

 

4. La transformación de las condiciones alimentarias en México

De acuerdo con las ENIGHS, el rubro de alimentos y bebidas es el de mayor peso en la composición del gasto monetario total de los hogares en México. Sin embargo, dicho gasto muestra una tendencia decreciente a medida que las familias mejoran su posición en la distribución del ingreso, o bien resulta necesario incrementar las asignaciones en otros rubros. En un contexto de crisis económica y ahora alimentaría , las familias mexicanas de los estratos más pobres han tenido que sacrificar de cualquier forma la calidad de su alimentación, lo que junto con la diversificación en los estratos más altos lleva hacia una recomposición y al mismo tiempo deterioro del patrón de consumo.

Según datos de las encuestas, en 1984 las familias en general destinaron casi 45% del gasto a la compra de alimentos, mientras el transporte que le seguía en jerarquía absorbió poco menos de 12%. Otros rubros de peso relativo importante fueron vivienda, cuidado personal y gastos de limpieza. Sin embargo, salud y educación no mostraron una proporción significativa.

Para 1989 comienza un decremento del gasto alimentario respecto al gasto total de las familias. En ese año, el gasto en alimentos representó poco menos de 40% respecto al gasto total, pero empiezan a repuntar otros rubros como educación y transporte, lo cual tiene un doble efecto en la calidad de vida de los grupos más vulnerables. Es de hacer notar que todavía en 1989 no se resienten claramente los efectos de la apertura económica, pero es coincidente con los años de mayor concentración del ingreso y de incremento en el desempleo, lo que hace suponer que la contracción del gasto alimentario obedece a una condición de deterioro del ingreso que se contrarresta con estrategias alternativas de consumo que llevan a contrarrestar los efectos del deterioro alimentario.

Para 1992 cae de nuevo la participación del gasto alimentario en casi cuatro puntos porcentuales. A cambio de ello se incrementa en rubros como transporte y educación en contraste con la disminución en cuidado personal, salud, vestido y calzado que de cualquier forma afectan los niveles de calidad de vida. Este comportamiento hacia la disminución del gasto alimentario se mantiene de manera constante en los años subsecuentes hasta ubicarse ligeramente abajo de 30% de participación en el año 2006.

También siguen disminuyendo su participación en el gasto rubros como vestido y calzado, lo que se explica por tratarse de productos que no tienen dificultades para restringirse del consumo en un contexto de gastos limitados, junto con limpieza y enseres domésticos, pero el resto de los indicadores mantiene una tendencia ascendente. Ello permite suponer que la participación del gasto alimentario no disminuye por un mejoramiento del ingreso, sino debido a la restricción del gasto en otros rubros mínimos necesarios para la sobrevivencia familiar.

Aun considerando que se trata de grandes agregados de gasto, queda demostrado que la alimentación ocupa de manera recurrente más de la tercera parte del gasto total y que los precios de los alimentos son los más sensibles al incremento, más allá de la regulación oficial, lo que justifica una atención más particular tanto para la mejoría en la distribución como una atención más focalizada de observación a las oscilaciones del precio de los alimentos.

Además, la distribución del gasto nunca tendrá el mismo efecto por estrato social en una estructura del ingreso fuertemente concentrada; los estratos de menores ingresos ubicados en el primer decil llegan a destinar hasta 80% de sus ingresos a la compra de alimentos. Aún así se encuentran muy alejados de una calidad de alimentación deseable que, incluso, puede resultar inestable o poco favorecida con el vaivén en el control de las variables macroeconómicas, que no se refleja en los niveles de ingreso individual y tampoco permiten aprovechar la flexibilidad de la oferta que ofrecen las empresas distribuidoras en las economías abiertas. Esta ultima situación más bien tiene un efecto perverso al favorecer la presencia de alimentos chatarra que impactan de manera negativa en los niveles nutricionales y el ingreso de los más pobres, sin que medie para ello una regulación o vigilancia mínima por las instancias oficiales.

A la recomposición alimentaría que vive el país a partir del proceso de apertura, se agrega la intensificación del consumo de alimentos fuera del hogar, como fenómeno típico de economías abiertas y de sociedades urbanizadas. En México, la población que vive en ciudades alcanza ya cerca de 70%; así las ciudades crecen, y las distancias entre lugares de trabajo y el hogar también. Además, la amplia oferta de la llamada comida rápida de hoy, facilita el consumo fuera del hogar, aunque tiene implicaciones y condiciones diferentes por estrato de ingreso y en los niveles nutricionales. Entre la población empleada de los estratos más bajos, resulta común llevar comida preparada desde el hogar al centro de trabajo. Para ello se acondiciona un tipo de oferta flexible, como el pan de caja, las carnes frías o los condimentos y se evita consumir en expendios fijos, pero de todas formas impacta en el gasto. Sin embargo, la verdadera dimensión del fenómeno se registra en la proporción del gasto que se destina para comer fuera de manera habitual.

A partir de 1989 el gasto monetario corriente destinado al consumo de alimentos fuera del hogar ha crecido de manera constante. A excepción de los años 1994 y 1996 en que por efecto de la crisis de 1994, las familias debieron adoptar otras estrategias de gasto, que incluía la restricción del consumo fuera del hogar, para el resto de los años de levantamiento no se observan cambios sustanciales.

Mientras en 1989 el consumo de alimentos dentro del hogar significaba cerca del 90% del gasto corriente en alimentos y bebidas, el consumo fuera del hogar sólo representó 12%. Para 1992, el gasto destinado al consumo dentro del hogar se mantiene estable, mientras que el gasto destinado al consumo fuera del hogar registra un ligero repunte. Una situación similar puede observarse para 1994. Una vez superados los primeros efectos de la crisis, en el año 2000 se observa un repunte significativo en el consumo fuera del hogar, el cual crece en forma ascendente hasta el año 2006 en el que se alcanza ya cerca del 30% del gasto monetario respecto al gasto total que las familias destinan para la compra de alimentos. Podemos inferir que este comportamiento en el gasto influye también de manera importante en la recomposición de las condiciones alimentarias en México, ya que el consumidor restringido en términos de tiempo para realizar todas sus comidas en el hogar se ve condicionado por la oferta disponible en el mercado, la cual incorpora componentes procesados que trastocan sus hábitos.

Si analizamos la composición del gasto por deciles de ingreso, encontramos una correspondencia con los planteamientos teóricos establecidos al principio. En la medida que los estratos disminuyen su participación en el ingreso, se incrementa la participación del gasto en alimentos pero éste, además crece, según se deteriora el poder adquisitivo independientemente de sus causas entre los más pobres. En cambio, para los estratos de ingreso elevados esta variable permanece casi constante, independientemente de la calidad de la alimentación. En los estratos intermedios se observa una situación parecida.

De cualquier manera, los estratos de ingreso más elevado gastan proporciones significativamente supriores respecto a los estratos inferiores. Tan sólo el decil X gasta más del doble que los tres deciles de ingresos inferiores juntos. En otro sentido, a contratendencia de lo que ocurre con los estratos inferiores donde el gasto en alimentos se mantiene en escala ascendente, en los tres deciles superiores tiende a disminuir.

Ello significa que los estratos superiores habrían elevado aún más sus niveles de ingreso, de tal manera que la proporción del gasto se manifiesta indiferente al incremento de precios en los alimentos por lo que el gasto permanece casi constante, más allá si diversifican o no el consumo hacia productos más sofisticados. En cambio, los tres deciles inferiores incrementaron su gasto, lo cual se debe al mayor deterioro del ingreso en el periodo que les impide contrarrestar el incremento del precio de los alimentos; esto permite suponer mayor deterioro de las condiciones alimentarias a medida que avanza el proceso de economía abierta.

El producto de mayor peso en la estructura del gasto es la carne, seguida de la leche y sus derivados. Sin embargo, ambos productos han disminuido su participación en gasto, lo que corresponde al incremento de precios. Estos productos tienden a sacrificarse de la dieta diaria entre los estratos más bajos, pero no así en los más ricos que mantienen de manera regular los mismos productos, más allá de lo que representa en el gasto. En cambio los cereales, donde se incluyen el pan y las tortillas, repuntan en el gasto, independientemente de que el incremento de precios, por ello representan todavía un escudo contra el hambre en México.

Un análisis más detallado de la distribución por producto, al margen del impacto de la crisis alimentaría actual, permite ubicar que casi todos han tendido a disminuir su participación en el gasto, lo cual se asocia al incremento de precios y al deterioro del ingreso en los estratos más bajos lo que permite suponer el incremento de los niveles de subconsumo en ellos, ya que en los estratos intermedios y superiores el gasto permanece casi constante. Así, el gasto en frutas disminuye de manea significativa a partir de 1996 sin recuperar el nivel que tenía en 1989; lo mismo ocurre con el huevo, aceites y grasas, pescados y mariscos, café y chocolate, tubérculos, aderezos, entre otros.

Si la población gasta menos por producto, significa que también consume menos y por ende la calidad de la alimentación en general tiende a deteriorarse y, al mismo tiempo, a recomponerse. El rubro de otros alimentos diversos ha incrementado su participación en el gasto, junto con el de bebidas alcohólicas y no alcohólicas; estos últimos rubros que si bien no tienen gran impacto en la estructura alimentaría de la población, sí influyen de alguna manera en una transición en el patrón de consumo al incorporar productos de características diferentes y reforzar el consumo de refrescos y de comida rápida. De todas formas, la transición está fuertemente determinada por la recuperación salarial, de manera particular entre los estratos más bajos, aunque en el caso de refrescos embotellados no parece presentarse una reversión.

Visto a partir del salario mínimo, el ingreso habría perdido ya más de la mitad de su valor nominal y no presenta posibilidades de recuperación en el corto plazo; los efectos más inmediatos se muestran en la alimentación, independientemente de que sea uno de los rubros que menor proclividad tienen a ser sacrificados por la población. La salida más inmediata es su recomposición en los niveles de gasto, pero las decisiones de los consumidores no se ven favorecidas debido al fuerte impulso de los alimentos chatarra propios de las economías de mercado.

 

5. El deterioro alimentario: una amenaza para el futuro de la sociedad mexicana

El Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubirán (INNSZ) ha realizado una serie de encuestas sobre el estado que guardan las condiciones nutricionales de la población en México. Las primeras de ellas (1974, 1979,1989 y 1996) correspondieron al medio rural; para 1990, 1995 y 2000 elaboró un Índice de Riesgo Nutricional por municipio. Independientemente de la metodología empleada, la cual presenta variaciones en el número de indicadores considerados, la conclusión es que la población en situación de alto riesgo nutricional mantiene una proporción social y distribución territorial casi constante en la tercera parte de la población y abarca al centro y sur del país principalmente, aunque tiende a ramificarse por todo el territorio y sobretodo en zonas urbanas. Al relacionarlo con el costo de los alimentos y el deterioro del poder adquisitivo, comprendería más de la mitad de la población, abarca los cinco primeros estratos de ingreso en diferentes niveles de riesgo y coincide con el incremento de la pobreza en el país (INNSZ, 2000).

Los datos de la encuesta INNSZ levantada en 1974, muestran que el norte del país, salvo la sierra tarahumara, no se percibe como en situaciones de alto riesgo. Las zonas de desnutrición muy alta son: el área del Pacífico Sur que cubre las entidades de Guerrero, Oaxaca y Chiapas; la zona del Golfo Centro de Veracruz; las áreas de la Huasteca Potosina, veracruzana y Poblana y algunas porciones del Bajío. Para 1979, otras porciones estatales pasaron a una situación de empeoramiento, entre ellas Guerrero, Colima, parte de Michoacán y la Costa de Jalisco, así como de los estados de Zacatecas y San Luis Potosí; el Pacífico Norte que comprende a los estados de Sinaloa y Nayarit. Todas las zonas en categoría de muy alta desnutrición se mantuvieron, a excepción del Bajío que mejora proporcionalmente al moverse a la categoría de alta.

En la encuesta de 1989 todas las zonas ubicadas antes en la categoría de alta y muy alta desnutrición mantienen dentro sus mismas condiciones; sin embargo, la Península de Yucatán registra un empeoramiento y aparece como zona crítica la Sierra Madre Occidental en los estados de Chihuahua y Durango. En contraste con 1989, las condiciones nutricionales observan una relativa mejoría, ya que algunas zonas ubicadas en la categoría de muy alta desnutrición bajaron a alta y moderada, aunque esto no implica que mejoren las condiciones nutricionales de manera cualitativamente importante, en la medida que la línea entre un rango y otro resulta muy delgada y la irradiación de la desnutrición abarca espectros territoriales y sociales del país más amplios. Los datos de la encuesta del 2000 revelan contrastes muy marcados. En el norte del país predominan los rangos de desnutrición de moderadas a bajos, mientras que en el centro y sur destacan los de riesgo severo.

Un análisis del Índice de Riesgo Nutricional por Municipio que incluye 14 variables, refleja una situación nutricional poco diferente. En 1990 el número de municipios ubicados en la categoría de riesgo extremo, muy alto y alto abarcaban 69% del total nacional, pero sólo 29% de la población. En 1995 coincide 69% de los municipios y 29% de la población bajo las mismas condiciones y para el 2000 se presenta en 67% de los municipios y en 28% de la población. Los cambios nacionales son pequeños y se equilibran en el tiempo, sea al alza o a la baja en el nivel de riesgo entre alto y muy alto pero tiende a incrementarse en la medida que no se resuelve el problema del ingreso.

Sin embargo, se aprecia una movilidad intensa de población que transita hacia un mayor deterioro y éste se viene acentuando paulatinamente. Para el año 2000, empeoraron su situación nutricional en el país más de 5.6 millones de habitantes al ubicarse en una categoría de mayor riesgo ya que transitaron de moderado a alto, y de muy alto a extremo; en cambio 5.7 millones mejoraron pero sólo pasaron de la categoría de extremo a muy alto o de muy alto a alto, por lo que no superan sus condiciones nutricionales y mantienen el mismo estado de deterioro.

En esencia, el mapa nutricional del país casi no cambió en los últimos cuarenta años previos al 2000, lo cual nos ubicaba a nivel nacional en una situación de riesgo nutricional moderado en la medida que 86% de la población se mantuvo en la misma condición nutricional, 5.7 % mejoró, 5.6% empeoró y 1.6% mostraba altibajos. Como contraste, después del 2000, el deterioro de las condiciones alimentarias en el país es acelerado e indiferente a las zonas tradicionalmente críticas, lo cual coincide con el fracaso del modelo neoliberal y los desequilibrios regionales y sociales generados por el Acuerdo de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos. Esta nueva situación que mantiene en condición de riesgo latente a cerca de la mitad de la población del país, obedece en primer lugar, al deterioro del ingreso queha incrementado los niveles de pobreza y disminuido el poder adquisitivo, pero también influye las oscilaciones del precio de los alimentos y la transformación de la oferta inducida por el entorno internacional de la economía. Un análisis del costo de la canasta básica lleva inevitablemente hacia esa conclusión.

Si analizamos el problema a la luz del ingreso y las posibilidades de gasto, encontramos un claro deterioro del consumo que también incide la transformación del patrón alimentario y por inferencia en el deterioro nutricional. Debido a que ya no existe en forma oficial una canasta básica alimentaría recomendable, nos propusimos retomar las inmediatas de referencia para ubicar el impacto del costo en el deterioro del consumo. Los antecedentes más inmediatos que encontramos son las canastas de COPLAMAR (1982) e INEGI–CEPAL (1992). Para la primera se maneja un requerimiento mínimo de consumo de 2,741 calorías y en la segunda de 2,200; en ambas se recomienda la ingesta de 81 gramos de proteína.

Al tomar como referente las listas de precios de los alimentos básicos de la PROFECO, además del monto del salario mínimo vigente en el Distrito Federal, encontramos que el costo de una canasta básica mensual sería hoy de 6,507.0 pesos que equivalen a 4.20 salarios mínimos al mes en ambos casos, considerando 4.4 miembros por familia en el medio urbano y 5.4 en el medio rural. De acuerdo con el INEGI, alrededor de 40% de la PEA tiene ingresos de entre 1 y 2 salarios mínimos, lo cual permite inferir un subconsumo alimentario estructural de la población en México que repercute directamente en los niveles nutricionales. El impacto mayor del costo se nota en los estratos más pobres. En el primer decil, las familias deben disponer de 6.37 salarios mínimos para cubrir el costo de la canasta básica; sin embargo, su ingreso es de apenas un salario mínimo. Para el segundo el costo es de 3.50 pero su ingreso es de poco menos de tres mil pesos, en contraste con el decil X que sólo dispondría del 0.33 de sus ingresos para cubrir el costo de la canasta básica. De esta manera, las desigualdades resultan muy marcadas y en la medida que avanza el deterioro del ingreso disminuyen las posibilidades de una mejor alimentación, junto con las expectativas de mejor desarrollo del país con base en su capital humano.

 

6. Otros efectos ¿Cómo se transforma del patrón alimentario?

La alimentación humana está conformada por productos que para un grupo social representan el vértice en su consumo, mientras que para otros pueden ser inaceptables. Pocos productos integran lo que podemos considerar un patrón alimentario dominante; más bien se mantienen diferencias en el tipo de consumo entre grupos sociales y regionales, al igual que en las formas de preparación de los alimentos. La variabilidad, las opciones de elección y la calidad según posibilidades de acceso marca los umbrales en el tipo de ingesta y los perfiles alimentarios de un país, aunque es evidente que tal elección depende en economías abiertas, de una oferta cada vez más homogénea.

Está claro que el ingreso no define por sí solo el patrón alimentario, pero influye en su estratificación y determina los niveles de consumo. El comportamiento de la demanda permite comprender hasta dónde un individuo o grupo familiar alcanzan su tope de gasto y las circunstancias económicas que definen el perfil de consumo; de aquí se derivan las preferencias y cambios alimentarios subsecuentes, así como las condiciones nutricionales.

En economías abiertas, más que productos nuevos, el consumidor busca según establece la mercadotecnia, características o presentaciones diferentes de los alimentos, a tono con las necesidades humanas hacia el cambio continuo. En ocasiones puede ser fiel a una marca o atributo de algún producto conocido; en otras, la excesiva información y la escasez del tiempo destinado a las compras provocan una relativa indiferencia de elección, pero esto no influye en la modificación de los perfiles alimentarios de un país o grupo social.

El estudio del consumo alimentario en la primera década del siglo XXI adquiere importancia para el desarrollo económico al menos en dos sentidos: a) la permanencia de una política económica excluyen te que irradia beneficios a un conjunto particular de la población medido por las tendencias en la concentración del ingreso, y b) la presencia de un mercado abierto con ofertas diversificadas, globalizado y avances tecnológicos significativos en la tecnología de distribución.

Ello se traduce en cambios que pueden explicarse de diferente manera y bajo connotación social distinta. En Europa obedece a una reorientación de la dieta para mejorar la salud, en Estados Unidos se debe a la necesidad de diferenciar el producto para captar consumidores que modifican sus escalas de preferencias. La situación en México corresponde al deterioro del ingreso, que provoca la necesidad de adoptar nuevas estrategias de gasto familiar, aunque en algunos casos es producto de la imitación de patrones externos o de la influencia de las empresas alimentarias. Si consideramos que alrededor de 70% de la población mexicana es ahora urbana, es de suponerse que dicha condición le permite contar con mejores niveles educativos, mayor manejo de información, acceso a sistemas de distribución modernos, precios comparativamente bajos y condiciones óptimas de elección.

Si bien es cierto que la estructura alimentaría de la sociedad evoluciona en función de condicionantes tales como los hábitos del consumo familiar, las costumbres y los niveles de desarrollo que se expresan en la distribución del ingreso y en la influencia que ejercen las concentraciones de población, también lo es que las modificaciones o sustituciones de producto en el patrón alimentario son, por lo general, lentas y graduales tanto en las familias como en los entornos regionales. Ello explica ese estado de transición permanente que puede acelerarse por cambios abruptos en la estructura económica, o en los niveles de apertura con el exterior que favorecen el intercambio de alimentos y la imitación de ciertas formas de alimentación.

Entendemos que el patrón de consumo alimentario en México, bajo el actual esquema de economía abierta, se encuentra en transición porque asume, de manera gradual, tanto en los consumidores individuales, familias, segmentos de consumidores, ciudades o regiones, al menos alguna de las siguientes características: a) sigue lineamientos en los que la oferta exitosa es aquella que obedece a criterios pragmáticos, cuya base son productos elaborados y procesados listos para servirse, que no impliquen trabajos adicionales en el hogar para su preparación, consumo o postconsumo; b) en algunos casos son relativamente indiferentes a la calidad del contenido, en la medida que combinan sustitutos con productos originales sin que observen regulaciones estrictas; c) en esta transición se inscriben los alimentos chatarra que resultan altamente funcionales para las capas medias y bajas de la población, aunque su incorporación al consumo es sensible a los niveles de ingreso; d) el mercado alimentario se compone de diversas marcas, entre los cuales se encuentran los productos light, pero también alimentos naturales, sobretodo ricos en fibras, que se asemejen a la imagen de salud y bienestar que proyecta la sociedad de hoy; e) incrementa de manera constante los flujos del consumo fuera del hogar; f) incorpora el componente internacional en los hábitos de consumo y su contenido pero no desplaza las dietas locales, debido a que la transición se inscribe en el marco de economías abiertas y lo mismo afecta al componente de productos elaborados, procesados o frescos; g) es por definición segmentado, pero ésta depende del manejo de información y de las oscilaciones en el ingreso por los consumidores; h) se caracteriza por una diversificación en la presentación y combinación de productos, más que de la generación de productos nuevos, los cuales generalmente no tienen éxito en el mercado.

En tal caso, se imponen gradualmente productos que no tienen complicaciones de preparación en el hogar, particularmente para las capas medias de población, lo que modifica el entorno cultural en la medida que dicho patrón que emerge de las ciudades, presiona a la conformación de una oferta más homogénea que requiere de nuevas competencias tecnológicas entre las empresas, desdibuja o reduce las diversas culturas alimentarias e impone el llamado modelo de demanda en que diversos segmentos de consumidores obligan a las empresas a satisfacer demandas especificas que no tienen relación con la producción primaria, pero si con la transformación y donde la distribución maraca las pautas de cambio en el patrón alimentario.

Ello atraviesa a todas las capas de población y en algunos casos va más allá de la cobertura de demanda de las empresas formales. Por ejemplo la popularización de los pollos rostizados, las pizzas o las hamburguesas representan ahora a las formas típicas de comida rápida que se originaron en las grandes cadenas, pero en torno a ellas se han conformado mercados paralelos que van más allá del entorno urbano y de los mercados formales donde los consumidores no tienen una filiación social específica.

En ese caso, la oferta se diversifica en la medida que se conectan de manera rápida y efectiva con las dinámicas de los mercados abiertos. Por la fuerza de la globalización y la dinámica expansiva de las firmas distribuidoras internacionales en alimentos no tienen restricciones de oferta estacional, ya que se conectan con prácticamente todos los mercados del mundo para garantizar suministros regulares de cualquier producto. Esto explica el crecimiento ilimitado del número tiendas de autoservicio más allá de las demandas locales reales, la generación constante de formas novedosas de mercado, el desarrollo vertiginoso de nuevas tecnologías de venta, el diseño de estrategias organizacionales, la absorción de firmas locales por cadenas internacionales y su ilimitado avance en todas las escalas de ciudades, particularmente en las más grandes y en la cobertura de todos los espacios residenciales, más allá de su separación por niveles de ingreso.

Si bien la aceptación de cambios en el patrón alimentario por los consumidores suelen ser lentos y graduales, por ejemplo el cambio de marca de un café soluble, o de un tipo de lechuga o jitomate fresco, en economías abiertas, de acuerdo con la idea anterior, emergen nuevas necesidades acumuladas de los consumidores individuales. Ahí se combinan el deseo de diferenciación del propio consumidor con la flexibilización de la producción y distribución, que imponen la transición hacia el modelo de demanda del patrón alimentario basado en un nuevo pragmatismo. Un ejemplo es la necesidad de contar con comida congelada lista para servirse, la ampliación de horario de las tiendas para dar respuesta a consumidores que tienen problemas de manejo de horarios de compra, la mayor eficiencia en los aparatos de distribución que no dependen ya de los entornos de producción local, junto con la necesidad de las empresas distribuidores de atenerse en esa competencia captando las necesidades de consumidores, según vértigo de la oferta por satisfacer demandas segmentadas y hasta individualizadas.

Como resultado, no sólo se registra una nueva transición en el patrón de consumo alimentario, también en el patrón de distribución que integra una nueva configuración. Ya no es más el esquema región productora–centro de acopio regional–mercado mayorista–distribución al menudeo que, sino más bien, aunque no desaparecen del todo las viejas formas particularmente en la distribución intraurbana, se impone de manera acelerada un esquema de intermediación más simple entre los productores que incluye a las firmas industriales–firmas distribuidoras–consumidores locales, todo dentro de un entorno internacional.

A ese esquema contribuyen las estructuras económicas internas que, si bien se insertan a las dinámicas de las economías abiertas, la restricción de flujos a la inversión productiva provoca la orientación de la inversión hacia el sector servicios y, particularmente, en la creación de infraestructura para plaza comerciales. En estas se ubican supermercados y tiendas de autoservicio con asociaciones diversas; el efecto inmediato es que este tipo de tiendas hayan mantenido en expansión y ventas dentro de las ciudades más dinámicas, tasas superiores a 9% en los últimos diez años. Debido al grado de penetración externa en el contexto de economías abiertas, adoptan el formato de venta de las principales matrices y de esa manera someten a un estado de transición tanto al patrón de consumo como al patrón de distribución de los alimentos. Estos cambios en la distribución, pero sobretodo en la oferta, marcan esas nuevas pautas de consumo donde la transformación se entrelaza al deterioro y hace suponer una menor calidad de la alimentación entre los mexicanos de hoy y del futuro.

 

Conclusiones

La crisis alimentaría en México mantiene el carácter estructural que la hizo evidente desde hace más de cuarenta años. Los efectos del nuevo ciclo en el alza de precios que se recrudece en el contexto de la recesión mundial de precios tiene repercusiones directas para la seguridad alimentaría nacional y para las condiciones alimentarias de la población del país.

No se trata propiamente de una nueva crisis, es la misma de carácter estructural manifestada con anterioridad, pero se le agregan nuevos rasgos cuya naturaleza es principalmente externa, aunque afecta en mayor magnitud y espectro a la situación nutricional debido a que el alza de precios se suma al deterioro acumulado del poder adquisitivo en incide en el incremento de los niveles de pobreza.

De acuerdo con el análisis de los datos de las encuestas tanto del INEGI como del INNSZ, encontramos que los estratos superiores han elevado sus niveles de ingreso de tal manera que la proporción del gasto se manifiesta indiferente al incremento de precios en los alimentos y por esa razón el gasto permanece casi constante, más allá si diversifican o no del consumo hacia productos más sofisticados. En cambio, los tres deciles inferiores incrementaron su gasto, lo cual se debe a un deterioro del ingreso que les impide contrarrestar el incremento del precio de los alimentos; ello hace suponer un deterioro de las condiciones alimentarias que se incrementa a medida que se consolida el proceso de economía abierta y la población se encuentran en mayor estado de vulnerabilidad frente a la crisis alimentaría actual.

Los estratos de ingreso más elevado gastan proporciones significativamente supriores respecto a los estratos inferiores. Tan sólo el decil X gasta más del doble que los tres deciles de ingresos inferiores juntos. En otro sentido, a contratendencia de lo que ocurre con los estratos inferiores donde el gasto en alimentos se mantiene en escala ascendente, en los tres deciles superiores tiende a disminuir esta participación.

Además, la distribución del gasto no tiene el mismo efecto por estrato social en una estructura del ingreso fuertemente concentrada. Los estratos de menores ingresos ubicados en el primer decil llegan a destinar hasta 80% de sus ingresos a la compra de alimentos; aún así se encuentran muy alejados de una calidad de alimentación deseable que incluso puede resultar inestable o poco favorecidas, según el vaivén en el control de las variables macro–económicas establecido por la política económica. Esto no se refleja en los niveles de ingreso individual y tampoco permite aprovechar la flexibilidad de la oferta que ofrecen las empresas distribuidoras en las economías abiertas.

Esta ultima situación más bien tiene un efecto perverso al favorecer la presencia de alimentos chatarra que impactan de manera negativa en los niveles nutricionales y el ingreso de los más pobres, sin que medie para ello una regulación o vigilancia mínima por las instancias oficiales. La falta de acciones encaminadas a mejorar la producción de alimentos y las condiciones alimentarias de la población en México, lleva hacia una transformación negativa del patrón de consumo alimentario que se traduce en deterioro nutricional y social.

 

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