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Tzintzun

versão impressa ISSN 0188-2872

Tzintzun  no.58 Morelia Jul./Dez. 2013

 

Reseñas

 

Lucero Morelos Rodríguez, La geología mexicana en el siglo XIX. Una revisión histórica de la obra de Antonio del Castillo, Santiago Ramírez y Mariano Bárcena

 

José Alfredo Uribe Salas

 

México, Secretaría de Cultura de Michoacán/Plaza y Valdés, 2012, 356 p.

 

Facultad de Historia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

 

 

Por muchos años se creyó, y así se enseñaba en el sistema educativo nacional, que en México no se hacía ciencia, y que ésta era, en todo caso, una cualidad de los países desarrollados. Ciertamente, México ha tenido y tiene un rezago en ciencia y tecnología por el carácter errático de las políticas públicas, la insuficiencia de inversión que el Estado mexicano y la iniciativa privada destinan a esos rubros, y por el bajo nivel educativo de su población. Pero ese ánimo cultural alicaído se ha debido también, entre otras muchas razones, al desconocimiento que se tiene de los esfuerzos realizados en el pasado para generar conocimientos que llamamos ciencia.

En contraparte, se nos enseñaba que los países con mayor infraestructura y capacidad económica gozaron de un sistema de enseñanza robusto que les permitió desde el ya lejano siglo XVIII ser protagonistas de la Revolución Industrial y consolidar una cultura científica entre sus ciudadanos. Y no era mentira. En países como Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Holanda y Alemania, por citar algunos, se integró a la enseñanza desde el siglo XIX "el cómo se han desarrollado las ciencias en sus respectivos países". No es fortuito entonces, por ejemplo, que al mismo tiempo que los alumnos estudian hoy física cuántica, tengan pleno conocimiento del debate disciplinar que inauguraron Galileo y Newton, consistente en la unidad de espacio y tiempo. Ese paradigma científico heredado de la física clásica daría paso a principios del siglo XX a uno nuevo, el que se asienta en los principios de la relatividad y la incertidumbre, que son las bases de la gran revolución científica del siglo pasado. Albert Einstein formuló por primera vez su teoría de la relatividad espacial en 1905, en la que se afirmaba que no existían las nociones de espacio y tiempo absoluto, sino que la "posición espacial y temporal de un cuerpo sólo puede ser definida con relación a la de otro cuerpo". Con ello se pasaba de la teoría clásica fundada en la materia, a la basada en la energía, dado que la materia no es más que energía altamente concentrada, lo que abría el camino hacia la era nuclear.

Pero lo más importante a destacar, desde el punto de vista de la historia, es que estos descubrimientos científicos supusieron el final de una interpretación del universo basado en el conocimiento de hechos y de leyes. Desde principios del siglo XX, en virtud de esta revolución científica, se derrumba la idea de progreso y de evolución lineal, tanto en el mundo físico como en el humano y en el social. La representación determinista del mundo, heredada de Newton, quedó así desautorizada; su lugar lo ocupó una concepción abierta del saber y del conocimiento.

El siglo XXI, nuestro siglo, es inexplicable sin estos fundamentos. Desde hace más de 100 años que las universidades europeas y estadounidenses han integrado, en la formación de sus estudiantes, cursos y seminarios curriculares obligatorios sobre Historia de las Ciencias, las Humanidades y la Tecnología, como parte integral de una cultura científica. Y en México, ¿quién enseña la historia de las ciencias en el sistema educativo nacional? México no sólo es historia política, como se enseña todavía desde la educación elemental a la universidad. México también tiene su propia tradición científica que hunde sus raíces en la cultura mesoamericana, la Ilustración occidental y el mundo moderno de los siglos XIX y XX, pero su enseñanza ha quedado al margen de los planes académicos curriculares de las universidades. El desconocimiento sobre nuestra propia tradición científica lleva a pensar que hasta años recientes es que se realiza ciencia en las universidades y centros de investigación del país. Nada más falso.

Justamente el libro de Lucero Morelos Rodríguez responde al cómo se hace la ciencia a través de su propia experiencia histórica, y cuáles han sido las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales en las que han actuado los individuos y las comunidades científicas de adscripción.

El libro La geología mexicana en el siglo XIX, no es un asunto menor en el escenario de la producción científica que se ha escrito y publicado en la última década sobre la Historia de la Ciencia Mexicana. La autora recupera el devenir y la dimensión histórica de la Geología mexicana, como disciplina y como práctica cultural y científica, a través de un dilatado proceso de institucionalización de su ejercicio profesional, que se inaugura con el Real Seminario de Minería en 1792, hasta llegar a la creación del Instituto Geológico Nacional en 1891.

La geología mexicana en el siglo XIX, de Lucero Morelos, documenta de manera fehaciente que en la sociedad mexicana decimonónica el desarrollo de la ciencia se logró gracias a la promoción institucional del conocimiento sobre el territorio, las riquezas naturales y sus habitantes. El libro deja ver cómo los paradigmas de la ciencia moderna en el ámbito de la geología fueron eje de referencia, sin mayores alegatos conceptuales, para la planeación del trabajo cotidiano, la creación de colecciones y museos, el fortalecimiento de bibliotecas, el acopio de instrumentos, el diseño de publicaciones periódicas y la formulación de iniciativas científicas con un fuerte contenido utilitario encaminado a promover el desarrollo de las actividades económicas, las obras públicas, la salud, la cultura y la educación en México.

El libro deja ver las dotes intelectuales y las habilidades hermenéuticas desplegadas por la autora para ofrecernos una descripción a profundidad del desempeño de tres hombres de ciencia mexicanos: Antonio del Castillo (1820-1895), Santiago Ramírez (1836-1922) y Mariano Bárcena (1842-1899), quienes contribuyeron a cimentar la autonomía epistemológica de la moderna ciencia geológica mexicana que hoy conocemos. A través de ellos, Morelos Rodríguez nos ofrece un análisis explicativo de los alcances y las limitaciones de la promoción institucional del conocimiento; la aclimatación de los paradigmas de la ciencia geológica a la realidad mexicana y la definición de una práctica cultural y científica propia.

En tanto disciplina, la autora explora los cambios temáticos a trasluz de los contenidos disciplinares de los programas de estudio que se formularon y aplicaron en la enseñanza de la geología desde la inauguración de la primer cátedra en 1795, en el Real Seminario de Minería, hasta 1895 en la Escuela Nacional de Ingenieros. En tanto práctica cultural y científica, Lucero Morelos describe a profundidad la naturaleza y el sentido de las políticas públicas; el rol de las instituciones; el desempeño de los hombres de ciencia; las comunidades de interés; las publicaciones especializadas; las relaciones y redes de intercambio y colaboración al interior del país y con el extranjero; los productos científicos; y las aportaciones al conocimiento de la realidad mexicana con un fuerte sentido de utilidad económica y política, para el desarrollo del país.

Una lectura crítica de la misma, abre necesariamente nuevas preguntas, problemas y perspectivas de estudio, y ofrece a las nuevas generaciones de jóvenes historiadores un amplio campo de trabajo intelectual y laboral. Morelos Rodríguez reconoce que la comunidad geológica mexicana del siglo antepasado fue poco proclive al debate teórico, ya que "no discutieron cuestiones especulativas de la ciencia, como los paradigmas del origen de la Tierra y la evolución del hombre". Sin embargo, plantea un problema y sugiere una línea de investigación: "la ausencia de especulación teórica [bien pudo deberse] en parte a la reserva por eludir el motivo creacionista de fondo y no confrontarlo con la fé". Este asunto me parece de la mayor importancia para entender las "arenas movedizas" de la cultura científica mexicana, o lo que en su momento se denominó "ciencia nacional".

Con estudios de caso y descripciones a profundidad sobre el perfil intelectual, el liderazgo, el quehacer científico y la producción de nuevos conocimientos desplegado por los profesionistas mexicanos en el siglo XIX, podemos encauzar un nuevo debate sobre la "ciencia nacional" interesada mayormente, se dice, en problemas particulares y un tanto distante de las grandes generalizaciones (teorías y métodos) que tenían lugar en otras latitudes con recursos, instituciones y comunidades de interés robustas, o por la dimensión política, social y económica que representaba para Estados y países que se disputaban el control de los recursos, la hegemonía de los mercados y la producción industrial en escala planetaria. Este asunto tampoco es un problema menor. Y como no se trata de reinventar la historia de México, para corregir la falta de continuidad en los proyectos políticos, lo efímero de algunas instituciones o las inconsistencias del centralismo en la cultura científica mexicana, me parece que el futuro se encuentra en la educación y en la enseñanza de la historia de las disciplinas científicas desde el sistema educativo elemental.

La vitalidad del resultado de investigación que nos proporciona la historiadora Lucero Morelos Rodríguez, radica en el enfoque metodológico y en el uso exhaustivo y analítico de la información procedente de diversos archivos, fondos documentales (impresos y periodísticos) y bases de datos. Una parte importante de dicha información nos la ofrece en los anexos, que le fueron útiles en el proceso mismo de la investigación para ordenar, sistematizar y problematizar la información. Es de mencionar el Anexo 1, Cronología de los ingenieros Antonio del Castillo, Santiago Ramírez y Mariano Bárcena; y el Anexo 2, Biblio-hemero-cartografía geológica de los ingenieros Antonio del Castillo, Santiago Ramírez y Mariano Bárcena.

Ahora bien, en algunas universidades mexicanas se ha integrado progresivamente a la currícula académica de las disciplinas, como cursos obligatorios, la enseñanza de su propia historia. Los alumnos de Física, Biología, Geografía, Geología, Medicina, las ingenierías y las Ciencias Sociales y Humanas, cursan materias y seminarios de forma regular sobre su propia historia disciplinar, que les permiten estudiar y conocer la manera en que se ha dado la movilización de ideas, conceptos y/o paradigmas entre las distintas comunidades científicas y países de los siglos XVIII al XXI. Ello es de suma importancia para entender la historia de las ciencias, sus componentes lógicos y epistemológicos (intracientíficos) por un lado, y por otro, las dinámicas en las que se entreteje con la historia y la realidad social de cada continente, país o región (extracientíficos). Para los estudiantes de historia, la historia de las ciencias recupera la multiplicidad de vínculos, heterogéneos e impredecibles, que se expresan entre los dos niveles, lo que nos acerca a la posibilidad de entender la manera en que realmente se hace la ciencia y cómo operan las instituciones, las comunidades científicas y la aplicación innovadora del conocimiento a lo largo del tiempo.

Libros como éste, provocan y estimulan el espíritu inquisitivo, contribuyen a la ampliación de la cultura científica y pueden llegar a ser un excelente recurso que estimule la vocación de los jóvenes por las ciencias, el espíritu democrático y el compromiso con el bienestar de la sociedad. O, en todo caso, el libro es un buen ejemplo de cómo el saber histórico tiene un sentido social.

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