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Tzintzun

versión impresa ISSN 0188-2872

Tzintzun  no.56 Morelia jul./dic. 2012

 

Artículos

 

Familia y diferenciación genérica en la Nueva España del siglo XVI a través de los ordenamientos civiles y la correspondencia privada

 

Family and gender differentiation: a contrast between civil arrangements and daily life in the sixteenth century in the New Spain

 

La famille et la différentiation générique: un contraste entre les ordres civils et la vie quotidienne en Nouvelle Espagne au XVI e siècle

 

Natalia Fiorentini Cañedo

 

Universidad de Quintana Roo, Campus Riviera Maya Correo electrónico: natfiore@gmail.com

 

Recepción: 13 de octubre de 2011
Aceptación: 3 de mayo de 2012

 

Resumen

Este trabajo mostrará que el Derecho civil castellano contribuyó a la diferenciación genérica entre hombres y mujeres en la Nueva España del siglo XVI, pero sobre todo, al establecimiento de roles o papeles sociales para cada uno de los miembros de la familia, los cuales contribuyeron a la conformación de relaciones de poder desiguales en favor del paterfamilias y a la sujeción de la esposa y los hijos. Asimismo se advertirá, a través del estudio de la correspondencia privada, si lo definido por la norma se tradujo en prácticas, hábitos y comportamientos cotidianos concretos.

Palabras clave: diferenciación genérica, papeles de familia, masculinidad, feminidad, Derecho civil castellano.

 

Abstract

This paper will show that the Castilian civil law contributed to the generic differentiation between men and women in the sixteenth century in the New Spain, but above all, the establishment of social roles or roles for each member of the family, which contributed to the formation of unequal power relations in favor of the paterfamilias and the subjection of the wife and children. Also, through the study of private correspondence, if what was stablished by the standard translated into practical, concrete everyday habits and behaviors.

Keywords: Generic differentiation, roles of family, masculinity, femininity, Castilian civil law.

 

Résumé

Cette recherche montre que le Droit Civil Castillan a contribué à la différentiation générique entre hommes et femmes en Nouvelle Espagne au XVIe siècle. Cependant, elle montre surtout l'implantation des rôles sociaux de chaque membre de la famille dont ils ont soutenu la formation des relations de pouvoir inégales à faveur du paterfamilias et aussi à la contrainte de la femme et des enfants. En plus, si la différentiation a été une pratique courante dans les mœurs et le comportement des familles, on pourra le savoir à travers la lecture des lettres privées.

Mots clés: Différentiation générique, rôle de la famille, masculinité, féminité, Droit Civil Castillan.

 

Con la llegada de los españoles al Nuevo Mundo, arribaron también las instituciones jurídicas responsables de ordenar la vida social de los habitantes en tierras americanas. Entre éstas destacaron los ordenamientos civiles presentes en el Derecho civil castellano,1 que contribuyeron a la diferenciación genérica de hombres y mujeres, es decir a la asignación de roles o papeles sociales según el sexo de los individuos y la posición familiar ocupada. Esta diferenciación genérica se estableció de acuerdo con lo definido y sancionado tanto por el Derecho natural cristiano como por el Derecho civil castellano. Ambos discursos estaban ajustados a la división establecida por la concepción teológica que señalaba que "el varón es la cabeza de la mujer", así como por el antiguo Derecho romano, que refería que el poder para gobernar a la comunidad doméstica residía en el paterfamilias.2

Si bien es cierto que lo referido hasta ahora no es un tema nuevo, sí lo es el hecho de determinar la especificidad de un proceso de diferenciación genérica como el que se estudia en este caso, desarrollado en la Nueva España del siglo XVI. Se trata de un tema que evidentemente supera los límites de un artículo, por lo cual es importante delimitar los alcances del mismo. De este modo, por un lado pretendo recordar a través de una síntesis ordenada de los principales cuerpos jurídicos de la época -relacionados con el derecho de familia-, cómo es que la norma legal decretó el deber ser masculino y femenino en el mundo hispano del siglo XVI.

Y por otro lado, caracterizo algunos aspectos de la interiorización de los roles familiares y genéricos entre los varones españoles que migraron hacia Nueva España en el siglo XVI, y sus consanguíneos que continuaban viviendo en la Península Ibérica. Este proceso resulta fundamental para comprender, aunque parcialmente, la construcción de la feminidad y la masculinidad en tierras americanas de acuerdo con el discurso jurídico civil. Para ello se analizará la correspondencia privada desde ambos lados del Atlántico entre migrantes y sus familiares-amigos, o viceversa.

Sin duda, quienes escribieron las cartas referidas interiorizaron, en mayor o menor medida, las normas que incentivaban y exigían como una obligación jurídica que hombres y mujeres se comportaran de acuerdo con lo establecido como propio de su sexo y rol familiar. Estas cartas refieren conductas que permiten establecer algunas conclusiones sobre las pautas de comportamiento de los varones y las féminas en relación con sus roles de género dentro de la familia, en un contexto cotidiano que fue alterado por la migración de al menos uno de sus miembros, generalmente varón.

Conviene señalar que el deber ser femenino y masculino que acompaña los tres apartados en que se divide el presente texto, fue elaborado con base en la normatividad relacionada con cada uno de los miembros de la familia, a saber -el padre/esposo, la madre/esposa, el hijo o la hija-, y que fue tomada de las Siete Partidas (s. XIII), el Fuero Real (1225), el Ordenamiento Real o de Montalvo (1484) y las Leyes de Toro (1505), obras que conforman la Nueva Recopilación de las Leyes de España, síntesis de los diversos ordenamientos vigentes en la península y los territorios ultramarinos puesta en vigor por Felipe II en 1567, y que llegó a convertirse en la compilación jurídica más importante y representativa del Derecho civil castellano.3

A lo largo del texto utilizaré como sinónimo de Derecho civil los términos ordenamiento, normatividad y legislación civil, en este caso relacionada con los temas de la familia.

 

El padre

a) Roles sociales y capacidades jurídicas del padre

Concretamente en las Siete Partidas, se señalaba que el paterfamilias era el señor de la casa y familia, que "la rige y la gobierna",4 con lo cual no deja lugar a dudas sobre quién era la máxima autoridad de la comunidad doméstica. La principal atribución del paterfamilias era tener la patria potestad de los hijos, entendida ésta como la autoridad que las leyes daban al padre sobre la persona y los bienes de sus hijos legítimos.5 En virtud de ella, el padre podía sujetar, corregir y castigar a sus hijos moderadamente,6 además de que podía administrar sus bienes.7 Lo anterior constituye una manifestación de la inequidad entre los sexos con respecto de la capacidad legal que tenían ambos padres para "gobernar" a sus hijos legítimos. En ningún momento la madre, mientras durara el vínculo conyugal, adquiría capacidad legal (capacidad de gobierno) sobre los bienes y las personas de sus hijos.

La normatividad civil señalaba que el padre tenía también, entre sus funciones, ser el proveedor y protector del hogar. De ahí que fuera obligación exclusiva de éste proporcionar a la mujer y a los hijos "todo lo necesario para vivir" -habitación, comida y vestido-, según su riqueza.8 En relación con las hijas, a pesar de que la obligación de dotarlas era una de las cargas de la sociedad conyugal, la dote fue "peculiar y privativa del padre", en caso de no existir bienes adquiridos de manera conjunta por los cónyuges.9

La capacidad para proveer el sustento a los miembros de la familia fue probablemente la principal característica de la masculinidad en las sociedades mediterráneas tradicionales. El hombre debía trabajar para ganar su pan y el de su familia. La reputación de hombre de bien, como se verá más adelante en la correspondencia privada, está íntimamente ligada con el servicio a la familia. Puede decirse que el hombre que no cumplía con estas obligaciones renunciaba tanto a la respetabilidad como al necesario reconocimiento social de su propia virilidad.

Signo de que la autoridad del paterfamilias se extendía también sobre la esposa, era la facultad que tenía para administrar la dote matrimonial de la mujer10 y los bienes adquiridos por los cónyuges de manera conjunta durante el matrimonio, conocidos como bienes gananciales.11 Estas disposiciones contribuyeron a concentrar los recursos económicos en manos del padre, quien tenía dentro de sus funciones la obligación de administrar, conservar e incrementar el patrimonio familiar. Esto tuvo como consecuencia la restricción del poder económico de la esposa mientras durara el matrimonio, que derivó en el fortalecimiento de su condición de subordinada al marido. Que el padre fuera la máxima autoridad en la familia, tuviera poder de decisión y el derecho de administrar los bienes y las personas de la mujer y los hijos, constituía en sí mismo un beneficio, con la consecuencia de que además accediera a mayores cuotas de prestigio, autoridad y poder, en comparación con los otros miembros de la familia.

Las obligaciones de los varones casados hasta aquí referidas, fueron rasgos característicos de un tipo de masculinidad aplicable a todos los hombres libres en la Nueva España, independientemente de su calidad social y origen étnico. Estos rasgos, que reivindicaban la autoridad del padre, eran impuestos como naturales principalmente a través de un trabajo de diferenciación en relación con el sexo opuesto.12 De tal manera que los papeles de protector, proveedor y cabeza de familia, eran considerados sin discusión como características masculinas que se contraponían a las tareas consideradas como femeninas. Estos valores eran inculcados a los varones a través del discurso religioso, de las disposiciones del derecho civil y, sobre todo, a través de la educación familiar; esto dio como resultado la creación de una identidad social ideal (conducta esperada) que se traducía en prácticas, hábitos y comportamientos cotidianos concretos, pero sobre todo anhelados.

 

b) Conductas esperadas y transgresiones del paterfamilias en la correspondencia privada

Las cartas evidencian que, en plena concordancia con lo sancionado por la legislación "natural" y civil, se esperaba que los padres cumplieran con un rol social que consistía en encabezar el hogar, proporcionar lo necesario para el sustento de la familia, ser fieles a sus esposas, ayudar a los parientes desprotegidos, salvaguardar la honra de las mujeres de la familia y corregir a los hijos. De ahí que cuando esto no sucedía se daban serios reclamos por parte de algunas mujeres a sus maridos, muy especialmente de aquellas abandonadas por sus esposos por haber emigrado estos últimos a la Nueva España.13 Sirva como ejemplo el caso de María Gómez, quien pedía a su marido que regresara a España a cumplir con su deber de proveedor: "...suplico a V[uestra] m[erce]d, por amor de Dios, se compadezca de mí y de los grandes trabajos que he padecido y padezco por criarle [al hijo de ambos] ... y ... se venga con toda brevedad del mundo y haga conmigo y con su hijo como cristiano que es".14

Otras tantas escribieron a sus esposos acerca de lo desprotegidas que se sentían con su ausencia, y solicitaban les enviasen algún dinero para su sostenimiento, para no caer en desgracia y poder conservar su honra. En este sentido, Leonor Gil de Molina dice a su esposo:

...es tanta la pena que mi corazón tiene de verme con tantos trabajos y ver que tan lejos está mi remedio. Que muchas veces, si Dios no me tuviese, hubiera hecho ya un desatino ... Por amor de Dios, que os acordéis del trabajo que las dos tenemos [ella y su hermana enferma], y si es posible enviar algún dinero para pagar la casa en que vivimos.15

La fidelidad del marido a la esposa era uno de los comportamientos esperados en los varones casados, sin embargo algunas cartas revelan que esto difícilmente se llevaba a la práctica, especialmente cuando los cónyuges se encontraban separados por la distancia y cuando la cultura de la época preparaba a la mujer a la muy probable infidelidad de su marido. En cambio, el hombre al casarse esperaba de su mujer fidelidad absoluta, por considerarse que ésta debía ser un atributo propio de su sexo. Inés Yañez desde el Puerto de Santa María escribió a su marido en Acapulco para decirle que conoce de sus infidelidades y que está dispuesta a pasarlas por alto si regresa con ella a España; también le solicita que envíe algún dinero para casar a su hija:

...Dios le ponga en la memoria el mal que ha hecho y ... el olvido que ha tenido de su hija y mujer, que soy yo. V[uestra] m[erced] se podría venir en la primera flota, o si no me envíe al menos un resuello con que viva y case a nuestra hija ... Y si se deja venir por los hijos que tiene, aunque hechos en pecado mortal, traígalos que yo los criaré, aunque eso no lo hiciera ninguna mujer del mundo.16

Algo similar escribió Elvira de Peñaranda a su futuro esposo, aunque en realidad ella no se mostraba asombrada por sus infidelidades, incluso le amenazó con meterse a monja si no regresaba a su lado:

...De enojada no quería escribir, pero el mucho amor me forzó a escribir y como entiendo que vivo engañada -como siempre estaba embebido con la mestiza- no se acordó de la moza a quien había dado la palabra, y fue muy buen salto el de la moza a la vieja, que todavía las viejas regalan a los mozos y ponen cama. De eso no me espanto, que en mi presencia lo hacíais, cuanto más en mi ausencia ... mire que aquella moza a quien le dio la palabra dice que se ha de venir, si no que se meterá a monja.17

Los reclamos al marido por una conducta sexual licenciosa -que muchas veces derivaba en un "pecado-delito" mayor como la bigamia o el adulterio- no sólo fueron asunto de la mujer ofendida, en algunas ocasiones también intervinieron otros miembros de la familia, formando con ello una red de protección hacia la afectada. En la correspondencia analizada encontramos a hijas que defendieron a sus madres, yernos que intercedieron por sus suegras, hermanos que hablaron en nombre de sus hermanas, tíos que escribieron preocupados por sus sobrinas; en dichas cartas abundan los reclamos al transgresor de la conducta "desviada".18 En respuesta a las misivas algunos esposos, conscientes de sus infidelidades y de que su sexualidad corría por cauces "indebidos", mostraron su arrepentimiento. Curioso es el caso de Antonio de Liden, quien después de confesar sus deslices a su esposa y arrepentido de haber contraído enfermedades venéreas le prometió enmendar su vida:

...Yo quedo muy malo, padeciendo travesuras de mozo antiguas porque me he acabado de llenar de bubas, y he determinado ponerme en el potro de las uniciones a purgar todos mis pecados; pídele a Nuestro Señor me dé lo que más convenga para su santo servicio.19

Por su parte, Alonso de Mendoza, preocupado por las consecuencias de sus pensamientos, escribió a su mujer lo siguiente:

...Una cosa quiero testificar a v[uestra] m[erce]d, que quedo tan enamorado de usted, que no duermo de noche, sueño ni como cosa que bien me sepa pensando en v[uestra] m[erce]d, y es tan lascivo el trabajo que paso en esto que digo, que por Dios temo me suceda alguna enfermedad.20

Las cartas dan cuenta también de que así como algunos hombres casados no cumplían con sus deberes, muchos otros cruzaron el Atlántico y llegaron a la Nueva España para ganar "buena hacienda" y sustentar de mejor manera a sus familias, y en cuanto tuvieron posibilidades de hacerlo enviaron -ya fuera por amor a los suyos o porque la ley los obligaba- por sus mujeres e hijos a la península para reunirse con ellos en la Nueva España.21 Así lo hizo Alonso Ortiz, quien desde la ciudad de México le comunica a su mujer que:

...como Dios me encaminó que fuese yo curtidor, y en esta tierra no hay mejor oficio, y más las buenas ganas que yo traía y tengo de aprovecharme de la salud que Dios me da, y de no perder el tiempo, he trabajado y trabajo con gran cuidado, y procuro de no gastar nada mal gastado, yo gano muy largo de comer. No hay en esto más de una falta, y esta es no teneros a vos y a mis hijos conmigo ... y para que consideres esto ya tengo arrendada una casa ... envío ciento y cincuenta pesos ... para ... que a vos los den, y que os vengas vos y vuestros hijos.22

La preocupación de los padres avecindados en territorio novohispano por corregir a los hijos para que se convirtieran en "hombres y mujeres de bien" estuvo presente en la correspondencia. Algunos padres pedían a sus mujeres que azotaran a sus hijos en caso de merecerlo. Sobre el particular escribió Juan López de Sande a su mujer: "...De que Blasillo ande en la escuela me he holgado mucho, y por amor de Dios que le azoten si hiciere porqué, y no se la perdonen, para que no se haga bellaco".23 El mismo López de Sande recordaba a sus hijas lo importante que era que se comportaran de acuerdo con lo establecido en la época como adecuado para una doncella. Sobre el particular, escribió: "... y a Juanilla la castiguen y miren por ella, porque la tengo en lugar de hija, y así prometo de hacer lo que debo si ella es la que debe".24

Destaca también la preocupación de algunos padres por que sus hijos varones, no así sus hijas, se supieran "valer por su pico y buena industria y diligencia"25 y aprendieran a leer y a escribir "...que es lo que en estas partes [se refiere a la Nueva España] no es poco menester".26 Sobre el particular escribió Diego de San Llorente a su mujer: "...quiero que mi hijo Luis me escriba por sí, porque quiero ver cuán hombre de bien se ha hecho, y aprenda a ser buen contador para cuando venga acá, de lo cual bien sé señora, que tendréis mucho cuidado".27

Otra de las preocupaciones de aquellos que viajaron a la Nueva España y que posteriormente enviaron por sus familias a la península, fue salvaguardar el honor sexual de las mujeres durante el viaje. Las cartas escritas por maridos y hermanos enunciando las precauciones que éstas debían tener para preservar su honor durante la travesía, reflejaban que la honra familiar y sobre todo la masculina, dependían en gran medida de la virginidad de las doncellas y la castidad de las casadas.28 Dentro de las recomendaciones hechas a las mujeres, sobresalía el no viajar solas sino acompañadas por familiares,29 algún hombre de su plena confian-za30 u otras mujeres honorables.31 Destacaba también la vigilancia que hermanos y padres debían tener sobre las jóvenes durante el viaje. Al respecto, Rodrigo de Prado prevenía a su hijo: "...mira que os digo que abráis el ojo en mirar por vuestra hermana, y se os ponga por delante que es mujer y que su honra es la mía y vuestra, y la de todos. No os descuidéis punto en mirar por ella, porque el viaje es largo y suele haber mil trabajos en él".32

Velar por la conducta de las féminas era, según la correspondencia analizada, un deber cotidiano de los varones. Recuérdese que la protección del honor sexual femenino era, de hecho, uno de los pocos valores sociales que gozaban de amplia consideración y respeto entre la población.33 Razón por la cual, algunas de las cartas estudiadas mostraban que quienes tenían claro que su honra dependía de la honorabilidad de las mujeres de la familia, les advirtieron a las susodichas que un comportamiento impúdico de su parte, derivaría en el "rompimiento" de los vínculos de parentesco. Sobre el particular, fray Juan Mora comunicaba a sus sobrinas:

...miren que se guarden de juntarse con gente ruin y de ruin casta ... procuren de ser buenas mujeres, honestas, recogidas y temerosas de Dios ... y se ocupen en le [sic] servir y en ser muy obedientes a sus padres. Entienda que la que yo supiere que es tal, que yo la favorezca, y que la que no fuere tal, que se puede ir para ruin y no tenerme por tío, porque yo no la tendré por sobrina.34

Lo dicho por este religioso a sus sobrinas es una clara muestra de que la exaltación de las virtudes femeninas -honestidad, recogimiento, temor a Dios, obediencia, entre otras- asociadas a la virgen María, continuaba siendo la pauta de comportamiento ideal para las mujeres. En relación también con la conducta femenina, otros varones tenían muy claro que vestir de forma austera era lo deseable en una doncella recatada y de buenas costumbres. Así lo deja saber Domingo Pérez de Castro, quien comunica a sus padres que les envió a sus hermanas un poco de estameña parda,35 "para que se vistan como digo, con esta llaneza y no más".36 Domingo ejemplifica a aquellos hombres que se oponían al exhibicionismo en las mujeres y pensaban que éstas debían adoptar una apariencia discreta y desapercibida.

Las cartas también refieren que para muchos hombres el velar por las mujeres desprotegidas de la familia era un deber moral, además de que con ello se buscaba conservar la honra de las féminas y, por ende, de la familia. En la correspondencia privada abundan ejemplos de estas situaciones, destacando que tíos y hermanos enviaron por las mujeres para "remediar mejor sus necesidades",37 o bien, que les hicieron llegar algún resuello; tal fue el caso de Rodrigo de Ávila, quien escribió a su hermana lo siguiente: "...mi sobrina Juana Rodríguez me escribió la desventura que a su marido sucedió, que me dio harta pena, y que en tanta necesidad la favoreciese ... le envío doscientos ducados".38

Las capacidades jurídicas referidas en la normatividad analizada y las cartas hasta aquí estudiadas dan cuenta de los comportamientos esperados -dictados, muchos de ellos, como obligaciones jurídicas y/o morales- en los varones casados. El reclamo femenino ante el incumplimiento del rol masculino por parte de algunos esposos, muestra la vigencia y la institucionalización en la época, de un modelo de masculinidad caracterizado fundamentalmente por la capacidad del varón para proveer y proteger a la familia. Se advierte que, en términos generales, a pesar de la distancia que separaba a los varones de sus familias, se esperaba de éstos el cumplimiento de sus obligaciones. Por lo que puede decirse que las expectativas con respecto del comportamiento esperado en hombres y mujeres no cambiaron por la migración -en la mayoría de los casos del jefe de la familia- a tierras americanas.

 

La madre-esposa

a) Roles sociales y capacidades jurídicas de las mujeres casadas

El derecho civil castellano estaba impregnado de concepciones jurídicas de origen romano que justificaban y reproducían la autoridad del varón sobre la mujer. Sirva como ejemplo la permanencia de las leyes establecidas por el Senadoconsulto Veliano (Veleyano) en el año 46 d. de C., y del emperador Justiniano en las Siete Partidas. El primero estableció la nulidad de las obligaciones provenientes de toda intercesión o fianza otorgada por la mujer bajo el argumento de que era necesario protegerlas ya que, inducidas por su "debilidad", podían comprometer su patrimonio en negocios en los cuales hacían propia una deuda ajena. Mientras que para el segundo -Justiniano-, en plena concordancia con las creencias de la época, las mujeres eran imbéciles por naturaleza (imbecilita sexus), y por lo tanto se les debía de proteger al igual que a los niños y a los tarados.39

Por su parte, en las Siete Partidas, por un lado se enunciaba que "...de mejor condición es el varón que la mujer en muchas cosas y en muchas maneras",40 y se les impedía a ellas, por el solo hecho de su sexo, realizar ciertos actos jurídicos -que se referirán más adelante-. Pero por el otro, las mismas Partidas señalaban que las prohibiciones y penas asignadas en las leyes alcanzaban igualmente al hombre y a la mujer, y que ésta tenía las mismas obligaciones -v.gr. para participar en contratos- y derechos en relación con su persona y bienes -v. gr. usufructo, disposición de herencia- que aquél,41 siempre y cuando la fémina fuera mayor de edad y no estuviera casada. La contradicción referida muestra tanto la presencia de la moral cristiana dentro del principal código normativo sobre el cual también se basaba el derecho de familia -que argumentaba la superioridad varonil por su semejanza con Cristo-,42 como las añejas concepciones romanas ya vistas, así como el reconocimiento a la realidad de la época, que requería ante determinadas circunstancias -como la ausencia del marido-facultar a las desposadas para llevar a cabo ante notario público contratos de compra-venta, entre otras operaciones.

No obstante el reconocimiento de iguales derechos y obligaciones en la normatividad civil, existieron algunos actos también civiles en los cuales la capacidad jurídica femenina fue disminuí-da, especialmente cuando cambiaba de "estado familiar". Puede decirse, como se verá en el siguiente apartado, que tanto las hijas de familia como las huérfanas, perdían la facultad de ejercer ciertos derechos al casarse, siendo algunos de ellos nuevamente accesibles cuando enviudaban. ¿Con qué fin? Fundamentalmente por la creencia de la época de que para asegurar la unidad familiar, era necesario mantener la autoridad paterna. Recuérdese que se pensaba, según los teólogos de la época, que toda forma de asociación humana, incluyendo la familiar, requería de un poder o una autoridad que la gobernara. Lo anterior era el fundamento del principio jurídico -presente en el Derecho de familia- que establecía a la figura del padre como administrador del patrimonio familiar. De ahí que el patrimonio de la mujer casada pasaba a ser administrado por el marido y, antes de éste, lo era por el padre de ella.

Luego entonces, fue a través del establecimiento de un régimen de incapacidades legales para las mujeres -y no para los hombres-, presente en las leyes de las Partidas, como la norma jurídica contribuyó de manera decisiva a la diferenciación genérica entre los sexos. La mayoría de estas incapacidades jurídicas tenían como común denominador la restricción o negación a las mujeres de la capacidad para actuar en otros ámbitos diferentes al doméstico. Por ejemplo, la esposa requería de la licencia del marido para efectuar contratos de compra-venta; desistirse de un contrato ya celebrado; liberar a la otra parte contratante de las obligaciones ya contraídas, o para contraer obligaciones derivadas de los cuasi-contratos.43 Tampoco podía acusar en juicio, salvo si se trataba de un delito de alta traición o por daño hecho a ella o a sus parientes dentro del cuarto grado, siempre y cuando se tratara de familiares en línea recta que fuesen viejos, enfermos o impedidos y que no tuviesen de quien valerse.44 Mucho menos podía defender por sí misma a terceros45 o fungir como testigo en los testamentos.46

Tampoco podía obligarse como fiadora de terceras personas ya que, supuestamente, se le podía persuadir o engañar con facilidad, además de que sería exponerla a la concurrencia con los hombres y al uso de cosas contrarias al recato y buenas costumbres que debía guardar. Sin embargo, existían algunas excepciones a la regla, entre las cuales sobresale que cuando cerciorada la mujer de no poder ni deber fiar, lo hacía renunciando voluntariamente al derecho que la ley le concedía, o cuando salía fiadora para su propia utilidad y provecho.47 Concretamente, esta prohibición respecto de la fianza en las mujeres, muestra la permanencia en las Partidas y en las Leyes de Toro de las antiguas leyes romanas dictadas en "beneficio" de éstas por el Senadoconsulto Veliano (Veleyano) y el emperador Justiniano, referidas arriba.

En las escrituras notariales del siglo XVI, las mujeres que así lo deseaban podían renunciar a las leyes dictadas en su beneficio. La fórmula jurídica para hacerlo era generalmente la siguiente "... renuncio yo, [nombre de la mujer], al beneficio de las leyes de los emperadores Justiniano y Veliano, y ley de Partida que es a favor de las mujeres, del efecto de la cual me avisó el escribano y uso escrito".48 La posibilidad que tenían de renunciar a las leyes que intentaban protegerlas, era muestra de que en el Derecho civil se reconocía su racionalidad e inteligencia para participar en contratos que, de acuerdo con las propias disposiciones jurídicas, eran considerados como riesgosos para ellas.

Otras disposiciones normativas redundaban también en la disminución de la capacidad de las féminas para administrar parte de su patrimonio; un ejemplo de lo anterior puede observarse cuando la mujer llevaba dote al matrimonio, puesto que a pesar de pertenecerle, su administración quedaba en manos del esposo hasta que él falleciera.49 Lo mismo sucedía con los bienes gananciales, y tampoco podía disponer libremente de sus caudales para dotar a su hija, a menos de que contara con la licencia expresa del marido.

Cabe mencionar que los moralistas de la época se oponían a la dote por considerar que cuando las mujeres llegaban al matrimonio con un cierto peso económico, era imposible obtener de ellas la famosa sumisión que debían guardar al cónyuge. Juan de Soto afirmaba que cuando uno se casaba con una mujer, "si es rica, bravo tormento sufrirá".50 En el mismo sentido se expresaba Francisco Escrivá, quien observaba que la esposa rica era intolerable e insufrible, "quieren ser señoras y mandar, y tener sujeto al marido por la riqueza del patrimonio que le han traido".51 Lo señalado por los moralistas sugiere que las relaciones entre los contrayentes eran menos desiguales cuando la joven provenía de una familia rica.

Regresando al tema de las incapacidades legales de las mujeres, éstas restringían las capacidades de las casadas para tomar decisiones respecto de bienes que les eran heredados, de ahí que ésta no podía repudiar o aceptar una herencia sin contar con la licencia del marido -como no fuera con beneficio de inventario.52

La incapacidad legal de las señoras para adoptar un hijo -lo cual sí podía hacer el varón, sin requerírsele que fuera casado-,53 aunado al hecho de que sólo al morir el padre y previa autorización de un juez competente o por disposición testamentaria del difunto, la madre podía fungir como tutora o curadora de sus hijos,54 confirma que mientras la mujer formara parte de una estructura familiar encabezada por un varón (estructura patriarcal), se le negaría la capacidad para "gobernar" a otros. Incluso puede decirse que la madre no tenía autoridad legal ni siquiera sobre sus descendientes legítimos, a menos de que se convirtiera en tutora o curadora de sus hijos -ninguna otra mujer podía serlo, sólo la madre o la abuela del menor, siempre y cuando no volvieran a casarse mientras tuvieran el cargo y renunciaran a las leyes que prohibían a las mujeres a obligarse por otro.

En caso de contraer segundas nupcias, la viuda perdía la tutela o curatela55, y un juez competente determinaba la pérdida de autoridad y facultades sobre el huérfano y sus bienes, asignándolos al pariente varón más cercano.56 Si la viuda se volvía a casar -lo cual no podía suceder antes de cumplido el año del deceso del marido, so pena de perder sus bienes-,57 estaba obligada además de respetar los bienes heredados por el padre a sus hijos, a reservar para ellos toda la fortuna que hubiere adquirido de su esposo, ya sea por sucesión de testamento, arras, donación o cualquier causa lucrativa58 como el cobro de adeudos. El caso de Francisca Ortiz ejemplifica la importante labor de las madres que fungieron como tutoras o curadoras de sus hijos en la administración del patrimonio familiar. La susodicha, ante la petición de su hijo Gabriel de Escobar, ahora mayor de edad, para que le diera cuenta de los capitales paternos que le pudieran pertenecer, declaró que:

...por cuanto Pedro de Escobar [el padre] falleció hace 14 años y en el testamento que hizo la dejó por albacea y curadora de los menores, y por herederos a sus cinco hijos ... y durante ese tiempo ella fue cobrando algunas deudas que le debían y administrando sus bienes que tenían valor de 11,000 o 12,000 pesos; y después de haber alimentado a sus hijos y a ella, ha aumentado, adquirido y multiplicado los bienes de sus hijos hasta en cantidad de 18,000 pesos de oro común, de los cuales la mitad son de ella y la otra mitad de los hijos, conforme a la declaración que hizo Pedro de Escobar en su testamento ... y por quitarse de pleitos, acuerdan que la madre dé a Gabriel de Escobar por la legítima de su padre y por lo que se ha ganado hasta ahora, 1,800 pesos de oro común, sin que sea obligada a darle otra cosa por los bienes y herencia de su padre.59

A pesar de que la normatividad civil reconocía en las viudas mayores capacidades jurídicas en relación con las casadas, éstas no debían apartarse del comportamiento propuesto por la moral cristiana. En las Leyes de Toro y el Fuero Real se establecía que si durante su viudez la mujer vivía de forma "deshonesta", perdería además de la tutela y la curatela, los bienes gananciales y lo que el marido le hubiese dejado por herencia, donación y arras.60 De nuevo viene al caso hacer un paréntesis y señalar que la condena a las "viudas alegres" entre los moralistas de la época era fulminante. Francisco Osuna subrayaba que:

...hay unas viudas del mundo que se afeitan y hacen galanas y tornan a reverdecer en ellas las primeras locuras de su juventud. Estas viudas del mundo no se quieren casar, quieren estar sin marido, no por amor de Dios sino por mandar por entero en la casa y no deber sujeción al hombre ni pasar los trabajos del parir y criar, ni el dolor que se sigue a la muerte del marido ... [Tampoco] se quieren sujetar a monasterio ni a marido y tiénense más que las casadas.61

Lo mismo opinaban Juan de Pineda, Juan de Soto, Alonso de Andrade, Antonio de Guevara, Luis Vives y fray Luis de León, entre otros, quienes en términos generales consideraban que las viudas representaban una amenaza porque se encontraban en el mundo sin estar sometidas directamente al poder de un hombre, de ahí que debían tener una vida recogida. Sobre el encierro, la opinión de Juan de Pineda era bastante representativa, al respecto señalaba que "tenemos más que hacer en guardar a una viuda que a cuatro doncellas, por la licencia que tienen de usar su libertad".62 Además de que se les miraba con recelo porque podían suponer ejemplos distorsionantes para las demás mujeres.63 En un tono francamente exagerado, Juan de Soto refería que las viudas habían de estar muy recogidas, tener el rostro amarillo y penitente y oler a incienso, porque debían permanecer "junto a las sepulturas de sus maridos".64 Igualmente, para Francisco de Osuna, "las viudas, como mujeres muertas en vida, deben vestir humildemente, lo mejor sería que llevaran hábito porque han de ser reducidas al estado de vejez como personas que ya se les ha pasado la flor del mundo".65

Otra prueba del reconocimiento legal de la misma capacidad racional de la mujer en relación con el varón, era que la ley otorgaba al marido el derecho de dar a su esposa una licencia general para que pudiera contratar y hacer todo aquello que no podía hacer sin ella.66 En caso de que el marido negara la licencia referida un juez, previo conocimiento de causa legítima, podía otorgarla.67 Con ella, la mujer podía desenvolverse con bastante autonomía en cuanto a la administración de su patrimonio personal y el de su familia.68

Luego entonces, habría que considerar también como principio unificador de la incapacidad jurídica femenina el hecho de que a las mujeres, independientemente de su estado civil, no se les otorgaba el derecho de representar los intereses de terceros, salvo los de ellas mismas -esto último, siempre y cuando fueran mayores de edad y no estuvieran bajo la autoridad del marido, padre o hermano-. De ahí que la mujer casada no podía actuar en nombre de su marido o de sus hijos, a menos -como se ha visto-de que contara con la expresa licencia para ello, o fuera la tutora o curadora de los menores. Ello explica por qué las mujeres no podían ejercer algún cargo u oficio que requiriera de la capacidad para representar, tutelar, interceder, apoderar, abogar o perseguir en nombre de terceros.69

En cuanto a las tareas concretas que definían los roles sociales de la madre-esposa, en la legislación civil se enunciaba la obligación de cuidar la educación y la crianza de los hijos. La mujer también debía fidelidad y obediencia al marido. Fidelidad por razón de la obligación contraída mediante el matrimonio y para evitar el riesgo de introducir hijos extraños en la familia; y obediencia como homenaje rendido al "poder protector" del marido.70

Es muy significativo el hecho de que en la legislación civil no se hiciera referencia alguna a las actividades domésticas consideradas como propias de las mujeres. Éstas fueron abordadas por la literatura de la época -recuérdense los modelos de perfectas doncellas, casadas, viudas y monjas, que los moralistas elaboraron para tratar de convencer a las mujeres de que se ajustaran a las normas que correspondían a los papeles y estados en los que trataban de ser ubicadas por el poder masculino.

Lo anterior no quiere decir que desde la legislación civil no se promoviera la domesticidad de las mujeres, entendida ésta como la identificación del hogar como el espacio propio o "natural" de las féminas. El mencionado régimen de incapacidades jurídicas mediante el cual se reproducía un sistema de interacción social que consolidaba la autoridad del marido sobre la esposa, aunado a la identificación de las mujeres con los roles o papeles de reproductoras de descendencia legítima -tanto de futuros herederos como de fuerza de trabajo-, productoras domésticas y administradoras del hogar, derivaba en la domesticación femenina al delimitar su espacio de actuación al hogar, a menos de que se contara con la autorización del marido para actuar fuera de él.

 

b) Conductas esperadas y transgresiones de la madre-esposa en la correspondencia privada

Al analizar la correspondencia privada, en relación con los roles asignados por la legislación a la madre-esposa, sobresale el hecho de que, desde la perspectiva de las mujeres, los hombres tenían mucha más libertad (capacidad de acción). Expresiones como "bien parece ser el hombre de más merecimiento que las mujeres",71 "sois hombre y nacisteis en libertad"72 o "...las mujeres no tienen tanto aparejo para escribir y hacer todo lo que el hombre",73 daban cuenta de que el modo de vida y las posibilidades para desenvolverse en el mundo eran diferentes de acuerdo, entre otras cosas, con el sexo de los individuos. Así, el destino de gran parte de las mujeres -sobre todo las pertenecientes a los estamentos medios y altos- estaba ligado a las decisiones tomadas por los varones de la familia -padre, hermano o tío, en caso de ser doncellas, o maridos siendo casadas.

Como se ha visto líneas arriba, las cartas enviadas por algunas mujeres a sus esposos para reclamarles por el incumplimiento de sus obligaciones como proveedores y protectores de sus familias, reflejan que a pesar de que se esperaba que en la vida cotidiana los varones casados cumplieran con dichos deberes, esto no siempre sucedía. De ahí que algunas casadas, ante la ausencia de sus maridos, tuvieran que valerse por sí mismas para salir adelante y criar a sus hijos, echando por tierra lo establecido por la ley y la moral en el sentido de que ellas, debido a su frágil naturaleza, requerían el poder protector de los varones.

Estas señoras que escribieron a sus esposos sobre su abandono, refirieron haber criado a sus hijos con lo obtenido de su trabajo, la mayoría de las veces realizado con sus manos y en su propia casa. Así lo señaló María Gómez, quien escribió a su marido lo siguiente sobre su hijo: "...es muy buen mancebo y virtuoso, y yo con lo poco que ganaba con mis manos como mujer, le puse a oficio y aprendiz de sastre...".74

La exaltación de la sumisión femenina al varón entre los moralistas, así como el fortalecimiento del paterfamilias en los ordenamientos civiles como la máxima autoridad del hogar, no significó que todas las mujeres casadas aceptaran pasiva y sumisamente las ofensas de los maridos. La correspondencia privada señala que algunas de ellas decidieron, al no saber nada de sus esposos que habían pasado a la Nueva España, informarse sobre su paradero para actuar en consecuencia. La referida Gracia de Carvajal, al enterarse de que su marido se había casado nuevamente por estas tierras, pidió a un conocido suyo "...me avise lo que ha sucedido y si tiene alguna hacienda, porque yo tengo muy buena carta de dote, por si algo sucediere no me quede yo sin marido y sin hacienda".75

Por su parte, María de Jesús le reclamó a su consorte el que hubiera pedido se le enviara fe de que ella estaba muerta:

... Si queréis que yo os la envíe, yo os la enviaré ... más no estoy muerta, que no quiere Dios llevarme en lo mejor de mi vida y quedaros vos viejo de cien años a tornar a hacer pecados de nuevo. Porque confío yo en Dios ... que os tengo que ver en España; cuando no quisieres de voluntad ha de ser de fuerza, porque por ser yo mujer honrada y querellosa ... no os he traído por fuerza, que bien sabéis vos tengo poder para hacerlo.76

Pero así como algunos maridos abandonaron a sus parejas, también hubo mujeres que se apartaron de sus esposos, desafiando con su actitud lo establecido por la moral y los ordenamientos jurídicos respecto del comportamiento esperado entre las casadas. Para desalentar el abandono del hogar por parte de las esposas, se estipuló en la normatividad civil la pérdida de los bienes gananciales y las arras para aquella "que partiere de su marido".77

Otro indicio que permite suponer que el ideal de señora sumisa y recluída en su casa no era cumplido por todas las mujeres de la Nueva España, es lo señalado por don Diego Tavira a su madre con respecto de su casamiento en estas tierras:

...a Dios gracias tengo salud y estoy casado con una señora hija de Sebastián de Gamboa y de doña Catalina de Armenta, gente muy principal ... es una mujer de mi edad y adornada de muchas partes, así de hermosura como de virtudes, y no se parece nada a las mujeres de esta tierra, porque en esta casa no se trata de juegos ni visitas como las hay en esta tierra, y otros vicios que son muy ordinarios por acá en la gente principal y la plebeya.78

Como se advierte con los varones en el apartado anterior, las mujeres casadas que permanecieron en la península -algunas de las cuales se reunirían con sus maridos posteriormente- no cambiaron sus expectativas en cuanto a la obligación que éstos tenían de proveer lo necesario para su familia a pesar de su partida a tierras americanas. Sin embargo, se observa también que cuando esto no sucedía ellas hicieron lo propio para sacar adelante a sus hijos, además de reclamar airadamente al esposo el incumplimiento de su deber. Resalta el hecho de que ante circunstancias excepcionales como el abandono o incumplimiento del marido de sus obligaciones como paterfamilias, la normatividad civil, previa licencia de un juez, reconocía mayores capacidades jurídicas en las mujeres para permitirles actuar como parte obligada en contratos de compra-venta y otros negocios, y poder contar con algún recurso para el sostenimiento de los hijos.

De lo anterior se desprende que el principal mecanismo de dominación masculina sobre las féminas, sancionado y reproducido por la norma jurídica, era el control sobre los bienes de su esposa e hijos, y que sólo en circunstancias adversas -como el abandono o la muerte del marido-, las mujeres podían recuperar su capacidad para actuar por sí mismas en actividades antes vedadas para ellas.

Otro aspecto que aparece reiteradamente en las cartas analizadas, y que es promovido por la normatividad, es la preocupación por la honra de las mujeres. Lo cual sin duda da cuenta de que la construcción de la masculinidad es un proceso que también define el deber ser de los varones con base en el control del ejercicio de la sexualidad femenina.

 

Los hijos

a) Roles sociales, capacidades jurídicas y comportamientos cotidianos de la prole

A continuación se verá cómo la normatividad civil fungió como un agente socializador de las obligaciones y los derechos que conforman los roles de la prole. Entre las primeras destacaba que los hijos debían obediencia, respeto y ayuda a sus padres. Además de que al contraer nupcias contribuían al establecimiento de alianzas sociales y económicas con los miembros de otras unidades domésticas. Con la peculiaridad de que las hijas tenían una responsabilidad mucho mayor en la salvaguarda del honor familiar en comparación con sus hermanos. En contraparte, los padres estaban obligados a brindarles lo necesario para su sustento, educarles y heredarles parte de sus bienes.

Por razón de la edad, los hijos -niñas y niños- eran considerados menores de edad desde los doce y catorce años, respectivamente, hasta los veinticinco.79 Antes de las edades referidas, se consideraban incapaces, es decir, sin capacidad legal para actuar en juicios y contratos, debido a que sus aptitudes físicas e intelectuales no se habían desarrollado completamente. Dado que los menores no podían obligarse en ningún acto civil, necesitaban estar sometidos a una autoridad inmediata que los protegiera y gobernara.

Una excepción a la regla en cuanto a su capacidad jurídica, era que a partir de los catorce años para el varón, y de los doce para la mujer, podían los hijos, con autorización de los padres, contraer matrimonio80 y hacer testamento.81 No sería hasta los veinticinco años cumplidos cuando hombres y mujeres alcanzarán la mayoría de edad, adquiriendo con ello plena capacidad jurídica para gobernar su hacienda y disponer de su persona.82 Así, el mayor de edad -hombre o mujer, ésta última siempre y cuando no estuviera casada- era capaz de realizar todos los actos de la vida civil, como comprar, vender, permutar, aceptar o hacer donaciones, celebrar contratos y presentarse en juicio.83 De ahí que para administrar libremente sus bienes, los hijos tuvieran que "salir" de la patria potestad ya fuera por mayoría de edad, casamiento o emancipación -acto por el cual el padre libertaba al hijo de la patria potestad-. Sin embargo, a pesar de que la ley -a través de la emancipación y el reconocimiento de ciertas capacidades jurídicas en los menores de edad- permitía a los hijos acudir ante escribano para realizar cierto tipo de contratos, en la práctica esto sucedía de manera excepcional.

Otro de los aspectos sancionados por la legislación, en plena concordancia con lo establecido por la moral cristiana y que contribuyó al establecimiento de la familia monogámica y del matrimonio sancionado por la Iglesia como pilares de estructuración social, fue la importancia dada al nacimiento legítimo. En las Siete Partidas se establecía que la legitimidad de los hijos dentro del matrimonio se presumía siempre, salvo en caso de ausencia ininterrumpida del marido. Para que esta presunción de legitimidad tuviera lugar, el alumbramiento había ocurrir después de los seis meses y un día de celebrado el matrimonio, y antes de los diez meses y un día después de muerto el padre.84

Cabe señalar que en los partos dobles, si los recién nacidos eran varón y mujer, independientemente de que hubiera nacido primero la niña, se reconocía la primogenitura del varón y podía gozar de los derechos que como tal le correspondieran. En cambio, si los dos eran varones, se reconocían los derechos de primogenitura al que hubiere llegado primero.85

La condena a los hijos ilegítimos se reflejaba en primer lugar, en la compleja tipología que respecto de los "hijos bastardos" se establecía en las Leyes de Toro y las Siete Partidas de acuerdo con el tipo de unión sexual entre los padres.86 Y en segundo lugar, en la serie de impedimentos legales que tenían los ilegítimos para acceder a la vida religiosa -conforme a lo señalado en las constituciones de las diversas órdenes monacales-, a ciertos cargos y honores ligados a la pureza de sangre -como un título nobiliario, algún puesto en el gobierno o el acceso a ciertas profesiones, entre otros-, y para suceder en la herencia de sus padres, ya que no se consideraba como obligación de éstos heredar a los hijos bastardos.

 

b) Honrarás a tu padre y madre

"A mozo respondón, pan y bastón".87
"Al hijo querido el mayor regalo es el castigo".88

En relación con las obligaciones morales que debían tener los hijos, las Siete Partidas establecían "amar y temer a sus padres, y de hacerles honra y servicio, y ayuda en todas aquellas maneras que lo pudieren hacer".89 Las cartas escritas por algunos inmigrantes avecindados en la Nueva España daban cuenta de la preocupación que como hijos tenían por socorrer a sus padres financiera y afectivamente, y darles una "buena vejez". Beatriz de Carvallar fue una de ellas y desde México le decía a su padre lo siguiente: "...Si v[uestra] m[erce]d se atreviere [a venir a la Nueva España], enhorabuena, que yo haré todo lo que soy obligada como hija ... Si Dios me lo deja ver en esta tierra mi hacienda será suya, porque otro no es mi deseo sino darle contento y buena vejez".90 Otros tantos escribieron a sus padres para decirles que pronto estarían en condiciones de enviarles algún dinero. Así lo hizo Cristóbal Vicente, quien señaló a su madre que "...enmendaré el descuido que he tenido de no acudir lo que debo como hijo obediente".91

Por otro lado ante la adversidad, algunas madres, sobre todo viudas, escribieron a sus hijos para que enviasen por ellas, o bien, para que les hicieran llegar algún remedio.92 Catalina de Ávila escribió desesperada a su hijo lo siguiente: "...Así, mi señor hijo, por amor de Dios, os ruego que no me olvidéis, ni a vuestra hermana, que os prometo que si no fuese por ella y su marido, podría vivir de limosna".93 En el mismo tenor escribe María de Acevedo a su hijo en México: "...te fuiste en tanto riesgo [a la Nueva España] sólo para valer más, y ayudarme, y darme buena vejez y para remedio de tus hermanas".94

Con base en el análisis de la correspondencia privada, puede decirse que las madres solicitaron con mayor frecuencia la ayuda económica de los hijos varones, sobre todo porque la mayoría de las hijas de familia permanecían al lado de sus madres, siendo doncellas, y cuando se casaban requerían de la licencia del marido -como se señalaba en las Partidas- para disponer sobre la mayor parte de sus bienes. Antes que ayuda económica, de las hijas ambos padres esperaban sobre todo compañía y apoyo en las tareas domésticas. Mari Plazuela le escribió a su hijo en relación con su hermana lo siguiente: "...vuestra hermana la menor está tan mujer como yo, y con su ayuda y compañía tengo descanso y consuelo".95

Un indicio de que en algunas ocasiones las hijas eran consideradas como propiedad del paterfamilias, era el hecho de que para algunos padres el destino de al menos una de ellas debía ser acompañarles en la vejez. Muestra de ello es la expresión escrita por Juan López de Soria a la condesa de Rivadavia cuando le cuenta sobre sus tres hijos: "Los dos varones ... los ha de ver en esos reinos, para que sepan lo que conviene, que criándose en esta tierra [se refiere a la Nueva España] aprueban mal. La niña la quiero para mi vejez, que ya me sirve y regala".96

 

c) Los descendientes: guardianes de la honra familiar

"A la moza andadera, quebradle la pierna y que haga gorguera".97
"A la mujer ventanera, tuércela el cuello si la quieres buena".98
"Moza que se asoma a la ventana a cada rato, quiérese vender barato".99

Además de socorrer y acompañar a sus padres, los hijos tenían la responsabilidad de cuidar el buen nombre de la familia. De las hijas se esperaba que fueran, en palabras de la época, "mujeres honradas y no perdidas ... mujeres recogidas y recatadas",100 esto es, que tuvieran un comportamiento sexual intachable de acuerdo con su estado civil (virginidad para las solteras, fidelidad para las casadas); de los varones se esperaba que fueran "hombres de bien",101 "hombres de cuidado y no como mozos",102 "honrados y bien nacidos",103 pero sobre todo "buenos caballeros que tengan de comer".104 Aunque como decía Inés Pachona a su primo Juan de la Fuente que andaba de soldado, "mire más por su honor y honra que por dineros, porque dinero sin honra no vale nada".105

Uno de los signos más visibles de la honra familiar y de la pertenencia a un determinado linaje era, sin duda, tener un apellido reconocido. Cuidar que no se perdiera el "nombre" fue, para algunos, un asunto de suma importancia. Con tal preocupación en mente, don Antonio Vaez de Vargas escribió a su hermano Bartolomé Salas que al casarse su hermana Magdalena "se ha de poner en su sobremote Clavijo [el apellido de la madre] porque de este apellido de los Clavijos no se pierda".106

Por razones similares, Diego López del Castillo y su esposa Juana López, dieron a sus descendientes apellidos diferentes. De los tres varones, el uno se llama Andrés López del Castillo, el otro Diego López del Castillo, y el otro más pequeño se llama Francisco López del Toril, como el abuelo.107 Así, hijos e hijas fungían como depositarios y portadores del honor de sus familias, y tenían la obligación de dar muestra con su comportamiento de su "buen nombre".

A pesar de que se ha dicho que tanto los hijos como las hijas eran portadores del honor familiar, existía una diferencia sustancial entre mozos y doncellas. Estas últimas, particularmente las de "buena cuna", a través de su atuendo fungían como "objetos testimoniales" o "medios de exhibición" de la riqueza de la familia, pero sobre todo, daban cuenta de la calidad del padre o del esposo en caso de ser casadas. A doña Isabel de Bravo le escribió su padre que desea que venga muy "galana" a la Nueva España, para lo cual le pide:

...se haga tres vestidos, las basquiñas de terciopelo y raso damasco, con sus turcas de raso, y jubones de lo mismo, de los colores que tu quisieres y más galanos, guarnecido con su pasamanos de oro y plata, conforme al uso de allá, y asimismo se saque un vestido de grana, basquiña y turca y faldellín, con su pasamanos de plata. Para la mar, dos mantos de seda finos, los tocados que quisieres, que sean de oro y los mejores que allá se hicieren y que más gusto te dieren, para el camino un tudesco de damasco guarnecido, sombrero como allá se usa, con su medalla y su pluma, y porque quiero que vengas muy galana, chapines de terciopelo, con sus caireles de plata, dos pares de ellos. Y que todo esto se compre y se haga en Sevilla, porque venga bien hecho.108

 

d) Del dicho al hecho...¿perfectas doncellas y mozos bien nacidos?

Para la época se consideraba que las "mocedades y liviandades" (conductas relajadas y licencias sexuales) eran propias de los varones jóvenes, de ahí que se reprendiera a quienes ya no siendo tan mozos seguían sin enmendar su vida. Sobre el particular, Diego Mateos escribe a su hermano Juan de Salinas lo siguiente:

...más me parece que gustáis de vuestras mocedades y liviandades que de corresponder con lo que debíais, que es procurar de asentar y ganar vuestra vida y guardar de lo que ganéis para vuestra vejez, que no sois niño ... Lo quiero decir para que consideréis que lo poco que queda de la vida es menester que los hombres enmienden su vida y mocedades ... porque fuera para mí gran alboroto saber que estabais casado ... digo esto porque ya es tiempo que la valentía se deje para los que empiezan el mundo.109

En cambio, la desobediencia -ya no se diga la liviandad- entre las doncellas era reprimida con mayor vigor. Muestra de ello fue el caso de la referida doña Isabel Bravo, quien intentó poner "muchos inconvenientes" a la petición de su padre de que viniera a casarse a la Nueva España. A cambio recibió una furibunda carta de éste en la que le escribía lo siguiente:

...Lo primero es que so pena de mi maldición, y que en mí no tendrás padre, y yo no te llamaré hija, que vista ésta y entendido mi voluntad, te vengas a esta tierra, ... porque como padre que desea tu bien, pretende tu venida acá en donde tienes casa y hacienda que yo he comprado para ti ... en donde hallarás negros y negras que te sirvan, donde tendrás todo el descanso que quisieres ... y no mires dichos de gentes de esa tierra [en Lepe, España], que no hay para qué, porque acá serás muy estimada y más honrada que en esa tierra, porque basta que seas mi hija. Demás de esto tienes hacienda con qué te casarás principalmente ... Abre los ojos y mira bien lo que haces ... y haciendo mi mandado tendrás padre que te pondrá en tanta honra como te he dicho ... no quiero decir aquí más, sino que sin réplica cumplas lo que aquí te mando.110

Determinar en qué medida las jóvenes cumplían en la práctica con el modelo de perfecta doncella predicado por los moralistas -obediencia, humildad, modestia, discreción, vergüenza y retraimiento- y que en muchos aspectos estaba presente en la normatividad civil, es una tarea complicada. Sobre todo porque la experiencia de vida de las jóvenes dependía fundamentalmente del grupo social al que pertenecían.

Sin embargo, son los propios moralistas quienes advierten sobre el incumplimiento del modelo al referir en sus escritos, una y otra vez, que las jóvenes se alejaban de las conductas esperadas. Según Pedro de Luxán, las mujeres no estaban calladas, sino que hacían donaires, contaban fábulas y "cuentos feos y llenos de gazafatones" (embustes). Asimismo, observa que "muchas mujeres presumen de ser decidoras, graciosas y mofadoras".111 Por su parte, Antonio de Guevara señala: "ve la madre que su hija no la obedece y digiérelo, sabe que anda por las ventanas y puertas deshonesta y digiérelo, ve que ya está perdida y rematada y también lo digiere".112 Tal parece que fue el caso de María de Solórzano, a quien se le inició un proceso inquisitorial por ser "alcahueta de su hija".113

Por otro lado, ¿cómo pensar que lo propuesto como ideal de feminidad por los moralistas era práctica común, cuando un estereotipo femenino que ejerció una profunda fascinación sobre las mujeres de la época fue el de la dama del amor cortés, el de la poesía de los trovadores y las novelas de caballería? Lo mismo puede decirse de la masculinidad. Lo que a primera vista se advierte como un incumplimiento de los modelos propuestos por los moralistas y la normatividad civil, refleja que junto con dichos modelos coexistían otros sistemas de valores con expectativas diferentes, y a veces conflictivas, en cuanto al comportamiento que se consideraba apropiado para el ocupante de una determinada posición social. Dicho de otra manera, la vida de cualquier persona estaba dirigida por distintos círculos de reglas a la vez. De ahí que la incoherencia de las normas sociales y la coexistencia de exigencias funcionales contradictorias, permitían a hombres y mujeres escapar de un rígido determinismo social.114

Luego entonces, por un lado algunas jóvenes se sometían, en mayor o menor medida, a las pautas de conducta propuestas por el modelo oficial, pero por el otro, estas mismas señoritas aceptaban también valores más mundanos basados en la creencia de la época de que para que una doncella se casara debía aparecer como deseable, lo que exigía una cierta dosis de desenvoltura y gracia que debía advertirse en su vestido, forma de hablar y comportamiento en general.

 

e) Matrimonio y "objetivación" de mozos y doncellas

"A falta de hombres buenos, casé a mi hija con suegros".115 "A quien hija casa, la bolsa le queda rasa".116
"Casa al hijo cuando quisieres, y a la hija cuando pudieres".117

La preocupación por lograr el buen matrimonio de los jóvenes -que no sólo se dio entre la élite, ni fue exclusiva del padre- refleja el papel que tuvieron mozos y doncellas en la conformación de alianzas sociales. Alianzas que se esperaba contribuyeran al mayor prestigio del propio grupo familiar, además de proporcionar también un beneficio económico para las familias de los contrayentes.

En la Nueva España del siglo XVI, en plena concordancia con lo que sucedía en España, la doctrina del consentimiento individual para casarse tenía plena vigencia. Dicha doctrina, sustentada en disposiciones tridentinas,118 permitía a los hijos -no a los padres-, tomar una decisión con respecto del matrimonio.119 Sin embargo, una vez más, la realidad contradecía a la norma. Los conflictos matrimoniales originados en torno a la elección matrimonial, que fueron a parar a los tribunales eclesiásticos, reflejan la presión que recibían los hijos para contraer un "buen enlace". Particularmente los conflictos se agudizaban para aquellos que tenían una propiedad que heredar -Patricia Seed argumenta que 92 por ciento de los conflictos que llegaron ante los jueces eclesiásticos entre 1580 y 1689 fueron resueltos, no a favor de los padres sino de las parejas.120

Sin duda lo anterior refleja que algunos jóvenes, los menos, fueron en contra de la voluntad de sus progenitores al acudir frente a un juez eclesiástico cuando éstos le elegían a su futuro(a) cónyuge sin su consentimiento. O, visto de otra forma, los más aceptaban la elección matrimonial de los padres, porque tenían claro el importante papel que jugaban los jóvenes en la conformación de alianzas socioeconómicas que podían beneficiar a toda la familia.

La correspondencia privada daba cuenta de que era mucho más frecuente la intervención de los padres -y al faltar éstos, de hermanos y tíos- para encontrar un buen partido a las jóvenes casaderas.121 Juan Alonso Velázquez, deseoso de emparentar con la familia del clérigo Francisco García, aceptó la oferta de éste de casar a su hija con uno de los sobrinos que el sacerdote tenía en España. Para formalizar el matrimonio, el dicho Juan Alonso escribió al padre del muchacho diciéndole que: "...es cierto que por emparentar con el padre Francisco García yo he dejado de casar a mi hija con quien me estuviera bien y que tiene más hacienda que la que él puede dar a su sobrino, que no es poca cosa, y cualquier pérdida en esto tengo por ganancia a trueque de darle este contento y yo recibirle con tales deudos como él y sus parientes".

Sobre el probable contrayente le advirtió que "quería que fuese el mayor de ellos, porque la moza tiene 22 años, y quería que fuese avisado y gentil hombre, porque la moza no es necia, y es hermosa y sobre todo de conocida virtud".122

Por su parte, Don Antonio Vaez de Vargas escribió a su hermano para decirle que ya consiguió quien se case con su hermana Magdalena Clavijo: "hallé a un hombre tan de bien y de tantos quilates ... demás de ser caballero hijodalgo, y que conocido tiene de comer, llámase Juan de Figueroa ... acá le han salido muy buenos casamientos y ninguno le ha cuadrado sino ha sido el de mi hermana, aunque no la ha visto, con lo cual me ha echado muy grande obligación".123

Preocupado por la dote que ha de darse al dicho Juan de Figueroa, nuevamente le escribe don Antonio a su hermano en México diciéndole: "...dará v[uestra] m[erce]d, orden de que se despose mi hermana Magdalena de Clavijo con el señor Juan de Figueroa y se cumpla con él los quinientos pesos de mi hermana la monja y los trescientos pesos y lo demás que tuviere suyo, porque conviene mucho darle contento; que doy mi palabra a v[uestra] m[erce]d, que le salían acá tantos casamientos que entre las más me lo sacaban acá para casarlo".124 Ambos casos dan cuenta de la importancia que tenían tanto hombres como mujeres para contraer un "buen matrimonio", pues se requería que los contrayentes aportaran sus propias cuotas de capital económico -dote, arras-, social -redes de parentesco- y simbólico -prestigio, honorabilidad- a la futura unión.

Además de servir como símbolos socioeconómicos de la alianza a contraer, la dote y las arras contribuyeron en la Nueva España a que los matrimonios se dieran entre miembros del mismo estamento o grupo social (endogamia). Por ello fueron utilizadas por hombres y mujeres como parte fundamental de una estrategia matrimonial para contraer un "enlace favorable".

Sin hacer un estudio comparativo es difícil confirmar lo dicho por algunos inmigrantes en sus cartas, en el sentido de que en los territorios novohispanos -al menos en el siglo XVI-, los varones podían contraer mejores matrimonios en comparación con los contraídos en la península ibérica. Sobre el particular escribió Álvaro Zambrano desde la ciudad de México a Juan Martín en la Fuente del Maestre las siguientes líneas:

...hasta hoy no he determinado de tomar estado en mi persona, aunque se me ha ofrecido, porque me parece que en esta opinión que quiero decir es que en esas partes [en España] ... no miran para este efecto del matrimonio tan bien acá como allá ... y por esta razón aunque en mi persona no haya los méritos que en otros tiempos se solía mirar ... no faltaría acá manera para tomar estado.125

Lo mismo señaló Gaspar de Arciniega -corregidor en la provincia de Ucila, Oaxaca- a su hermano Francisco: "...si vuestra merced quiere casarse, hallará mejor casamiento en esta tierra y muchos más dineros que en casa".126 Por el contrario, se consideraba que para que las doncellas pudieran contraer un buen matrimonio en la Nueva España se requería de dotes más cuantiosas en comparación con las otorgadas en España. El doctor Céspedes de Cárdenas, alcalde de la corte y corregidor de las villas del Marquesado del Valle, refiere a su primo que va ahorrar alguna cosa para poder casar a su prima, "que acá son las dotes de a veinte mil pesos los moderados, que otros exceden a treinta y de allí arriba".127

 

f) Herencia y diferenciación genérica y social de los hijos

El Derecho sucesorio castellano, además de regular la herencia de los bienes al interior de la familia, también contribuyó a la diferenciación genérica y social de los hijos. ¿Cómo? En primer lugar, porque a pesar de que en la normatividad civil se establecía que sólo los hijos legítimos y no los naturales eran los herederos forzosos de sus padres, por partes iguales e independientemente de su sexo,128 existían a su vez otros instrumentos, como la mejora, el mayorazgo y la primogenitura -los cuales se explican con detalle más adelante- que permitían la herencia desigual entre hermanos. Y, en segundo lugar, porque a través de la distribución diferenciada de los bienes heredables según el sexo, se construía la desigualdad y se reproducían los roles de género entre hombres y mujeres.

En el caso del mayorazgo, el primogénito asumía la posición del padre cuando éste moría, y tenía la responsabilidad de velar e incrementar los bienes sobre los cuales se fundó el mayorazgo, además de proporcionar lo necesario para el sostenimiento de la madre y del resto de los hermanos.129 Dicha posición era ratificada por el derecho exclusivo que tenía de utilizar el escudo de armas de la familia. En otras ocasiones no se requería de la fundación de un mayorazgo para que el primogénito accediera a una posición de más prestigio familiar, bastaba con que recibiera mejores bienes a los otorgados al resto de los hermanos.130

Un mecanismo adicional que permitía la herencia desigual entre los hermanos era la mejora. A través de ella, los testadores tenían la facultad de "mejorar" la herencia de alguno de sus descendientes legítimos, al otorgarle una cantidad adicional a la que por ley le correspondía, la cual provenía del quinto o tercio de libre disposición.131

Después de referir lo señalado en la norma sobre los hijos y de ver las preocupaciones de los padres sobre éstos en sus cartas, se advierte que tanto la construcción de la feminidad como de la masculinidad en la época, contribuyeron a la reproducción de la familia nuclear como la base de la sociedad, en donde el padre-esposo era la autoridad máxima que administraba los bienes y las personas de su esposa y sus hijos; la madre-esposa se debía a su familia y tenía un lugar central en la reproducción biológica y doméstica de sus integrantes al velar por su alimentación, cuidados, educación, entre otros aspectos. Y por último los hijos, que tenían un importante papel para aumentar el prestigio social de la familia al contraer un enlace matrimonial favorable.

Salvo el tema de un comportamiento sexual más relajado, que era aceptado socialmente en los varones -lo cual era impensable para las hijas-, la normatividad civil no promovía la inequidad de género entre hijos e hijas, pues tenían los mismos derechos y obligaciones, excepto en el tema de la primogenitura y el mayorazgo, instituciones ambas que otorgaban -como ya se vio- un estatus de privilegio al hijo mayor, en comparación con el resto de los hermanos y las hermanas.

 

A manera de conclusión

Sin duda no es novedoso afirmar que el Derecho castellano otorgó mayores capacidades jurídicas al paterfamilias en comparación con las reconocidas a la esposa, en cuanto a la capacidad para administrar los bienes y las personas de la mujer y los hijos. Se contribuyó con ello al fortalecimiento de la autoridad del esposo en el espacio doméstico, y a la consecuente sujeción de la mujer al marido y de los hijos al padre. Así, la desigual capacidad jurídica entre ambos sexos se convirtió en un elemento central de la diferenciación genérica y del modelo familiar vigente en el territorio español, es decir en la península ibérica y en sus virreinatos en América. Tampoco es nuevo referir la distancia existente entre la norma y la práctica, lo que ha quedado nuevamente comprobado en algunas de las cartas, en las cuales hombres y mujeres reclamaron a sus respectivos familiares la conducta desviada y el cumplimiento de sus obligaciones.

Lo que sí resulta novedoso, como lo señalé en la introducción, es aproximarse a las especificidades del proceso de diferenciación genérica en la Nueva España del siglo XVI. Para comprender este complejo proceso se requiere abordar no sólo la normatividad civil, también el Derecho natural y la moral cristiana -que funcionan como discursos superpuestos, permeados entre sí, y que en conjunto reproducen la inequidad entre los sexos-, además de que es necesario aproximarse a la realidad cotidiana a través de múltiples fuentes como lo serían los protocolos notariales, los expedientes judiciales, las representaciones artísticas de la época, y por supuesto la correspondencia privada, entre otras; considerando en todo momento la calidad social y adscripción étnica de los habitantes del virreinato novohispano -españoles, criollos, mestizos, indios, negros-. Lo cual no es posible abarcar en la extensión de un artículo. De ahí que la aproximación realizada en este trabajo sea un esfuerzo, sin duda incompleto, para abordar el proceso referido, en este caso a través del análisis de la normatividad civil y algunos "destellos" de la vida cotidiana -visibles en la correspondencia analizada- de hombres y mujeres españoles que habitaron ya fuera en estas tierras o en la propia España.

En cuanto a la normatividad utilizada, cabe señalar que en este caso fue posible dejar de lado la legislación indiana y los tratadistas americanos, pues como señalan García Gallo, Ots y Capdequi y Hernández Peñalosa,132 en materia de Derecho de familia la Nueva Recopilación de las Leyes de España, utilizada en este trabajo, era el código vigente en la época para tratar estos temas.

Dentro de los hallazgos de la investigación resalta el hecho de que algunos de los hombres que migraron a la Nueva España interiorizaron muy bien los modelos de feminidad y masculinidad dominantes, es decir, tenían muy claros cuáles eran los comportamientos y roles esperados en los varones y las féminas, convirtiéndose así en agentes socializadores de éstos tanto en tierras americanas como en sus lugares de origen. La correspondencia da cuenta de ello, pues se advierte no obstante la lejanía, que los hombres continuaban siendo la máxima autoridad doméstica, proveían de lo necesario a sus familias, se preocupaban por el comportamiento y la educación de sus hijos -muy particularmente de la honra de las mujeres de la familia-, entre otros aspectos.

Por otro lado, puede decirse que aquellas mujeres que de igual forma hicieron lo propio en cuanto a la aceptación del deber ser femenino y masculino, tuvieron el mismo rol socializador de los comportamientos esperados de acuerdo con el sexo, ya fuera porque migraron también a las Indias para reencontrarse con sus maridos, o bien porque reproducían al interior de sus familias los comportamientos esperados en sus hijos e hijas. Puede decirse que en estos casos, la migración no se convirtió en una fuente de cambios intensos en las dinámicas de estas familias. Salvo en aquellos casos en que el incumplimiento del deber ser masculino obligó a las mujeres a trascender las barreras impuestas por los modelos dominantes para sacar a sus hijos adelante.

Una última reflexión. El trabajo presentado da cuenta de la complementariedad de las normas civiles que en conjunto otorgaban privilegios a los varones, por el solo hecho de serlo, sobre las personas y bienes de la esposa e hijos. Los privilegios de los varones tomaron la forma de restricciones o incapacidades jurídicas en las mujeres, que sin embargo perdían su efecto cuando ellas dejaban de depender jurídicamente del padre o esposo, para lo cual tenían que adquirir la mayoría de edad a los veinticinco años y no estar casadas, esto último era un destino indeseable para ellas -pues desde la óptica cristiana las mujeres debían servir a Dios, ya fuera en el convento o pariendo hijos para aumentar la grey cristiana amenazada por el creciente protestantismo de la época-, y quedaban así atrapadas en un esquema de sujeción varonil reproducido desde el Estado, la Iglesia y la familia misma.

 

Notas

1 Por Derecho civil se entiende el que ha establecido cada pueblo para el arreglo de los derechos y deberes de sus individuos, y comprende entre otros: 1) los derechos de las personas, es decir, aquellos que determinan las condiciones de cada individuo en su relación jurídica con los demás y la colectividad; 2) el derecho de obligaciones y contratos que regula las relaciones entre particulares con consecuencias jurídicas; 3) el derecho de las cosas o de bienes que regula las relaciones jurídicas de los individuos con los objetos, y 4) el derecho de sucesiones que establece las consecuencias jurídicas que vienen determinadas por el fallecimiento de un individuo en cuanto a las formas de transmisión de sus bienes y derechos a terceros. Joaquín Escriche, Diccionario razonado de la legislación civil, penal, comercial y forense, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM-Editorial Porrúa, 1998, ver Derecho Civil, p. 189.         [ Links ]

2 Sobre la masculinidad y la feminidad en el Derecho romano ver Yan Thomas, "The Division of the Sexes in Roman Law"; en Georges Duby y Michelle Perrot (Eds.), A History of Women in the West, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, vol. I., 1992, pp. 82-137.         [ Links ]

3 La mayoría de las instituciones jurídicas sancionadas en la legislación castellana relacionadas con el Derecho de familia -que abarca la paternidad, la filiación legítima e ilegítima, el matrimonio, el divorcio, el régimen de bienes de los cónyuges, la herencia, la adopción y la custodia sobre la prole- provenían del Corpus justinianeo (siglo VI). Para conocer el proceso de recepción del Derecho romano en la península, ver: Alfonso García-Gallo, Manual de historia del derecho español, 7ª edición, Madrid, Artes Gráficas y Ediciones, 1977;         [ Links ] Guillermo Hernández Peñalosa, El Derecho en Indias y en su metrópoli, Bogotá, Editorial Temis, 1969.         [ Links ] Dichas instituciones fueron retomadas por Alfonso X, el rey sabio, al elaborar a mediados del siglo XIII una de las máximas obras del Derecho castellano, las Siete Partidas. Este célebre código, llamado así porque constaba de siete partes, "se halla formado de los usos y costumbres antiguas, de las leyes romanas, de varias decisiones canónicas y de las sentencias de los santos padres" (Escriche, op. Cit., ver Derecho civil, pp. 189-191). Sin embargo, el Derecho civil castellano vigente en las Indias no sólo incluía las leyes contenidas en las Partidas, sino todos los ordenamientos que formaban parte de la Nueva Recopilación de las Leyes de España. Hernández Peñalosa, op. Cit., p. 19; Cfr. José María Ots y Capdequi, Manual de historia del derecho español en las Indias y el derecho propiamente indiano, Editorial Losada, Buenos Aires, 1945, pp. 43-48.         [ Links ]

4 Las Siete Partidas (de aquí en adelante LSP), Partida 7, Título 33, Ley 6.

5 LSP, Partida 4, Título 17, Leyes 1, 2.

6 LSP, Partida 4, Título 18, Ley 18.

7 LSP, Partida 4, Título 17, Ley 5.

8 LSP, Partida 4, Título 19, Ley 2.

9 Leyes de Toro, Ley 53. La mayoría de las disposiciones normativas promulgadas en relación con la dote están contenidas en el Título 11 de la Cuarta Partida, en las Leyes de Toro (Leyes 29, 50, 51, 53 y 78) y en algunas del Fuero Real (Libro 3, Título 2, Leyes 1-4).

10 LSP, Partida 4, Título 11, Ley 7.

11 El régimen de bienes de la sociedad conyugal fue el llamado de gananciales. Ots y Capdequi, op. Cit., p. 54.

12 Pierre Bourdieu, La dominación masculina, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 67.         [ Links ]

13 Ver cartas núms. 13, 30, 31, 41, 47, 48, 53, 59, 70, 83, 92, 94, 98, 99, 101, 105, 108, 109, 263, 270, en: Rocío Sánchez Rubio e Isabel Testón Núñez, El hilo que nos une. Las relaciones epistolares en el Viejo y Nuevo Mundo (siglos XVI y XVII), Cáceres, España, Universidad de Extremadura, 1999.         [ Links ]

14 María Gómez (vecina de Ronda) desde Sevilla escribe a su marido Juan Escudero (barbero y cirujano) en la ciudad de México, 1567, ibidem, carta 13, p. 60. Cfr. carta 47, p. 122, cartas 108 y 109, pp. 240 y 242.

15 Leonor Gil de Molina desde Alcalá de los Gazules escribe a su marido el Lic. Juan Chávez de Vargas (lector de Gramática) en México, 1576, ibidem, carta 30, p. 97. Cfr.cartas 263 y 270, pp. 477 y 489.

16 Inés Yañez, desde el Puerto de Santa María, a su marido Antonio González de Calafate (cabo de obra de los navíos del Rey), en Acapulco, 1580, Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., carta 47, p. 122.

17 Elvira de Peñaranda, desde los Santos de Maimona, a su marido Juan de la Fuente, en la ciudad de México, 1597, ibidem, carta 94, p. 215.

18 Ver cartas núms. 18, 19, 41, 61, 92 y 105, ibidem, pp. 68, 72, 112, 150, 213 y 234, respectivamente.

19 Antonio de Liden desde México a su esposa, ibidem, carta 175, p. 349.

20 Alonso de Mendoza escribe a su mujer en Guazalingo, hacia 1543, ibidem, carta 236, p. 443.

21 Ver cartas núms. 8, 9, 11, 17, 19, 20, 26, 29, 38, 39, 42, 50, 51, 52, 66, 86, 95, 121, 144, 154, 156, 174, 175, 178, 184, 186, 187, 191, 192, 197, 199, 212, 219, 220 y 234, en: Enrique Otte, Cartas privadas de emigrantes a Indias 1540-1616, México, Fondo de Cultura Económica, 1996.         [ Links ]

22 Alonso Ortiz a su mujer Leonor González, 1574, en: Otte, op. Cit., carta 52, p. 81.

23 Juan López de Sande en la ciudad de México a su mujer Leonor de Haro en Triana, 1568, Otte, op. Cit., carta 19, p. 51.

24 Ibidem.

25 Ibidem, carta 59, p. 87.

26 Ibidem, carta 34, p. 65; carta 149, p. 144.

27 Ibidem, carta 156, p. 50.

28 Ibidem, p. 91.

29 Sebastián Pliego en México a su mujer Mari Díaz en Mecina de Buen Varón, 1581, en: Otte, op. Cit., carta 174, p. 162.

30 Ibidem, carta 17 p. 49.

31 Ibidem, carta 127 p. 130.

32 Rodrigo de Prado en México a su hermano Pedro de Prado en Sevilla, 1565, en: Otte, op. Cit., carta 15, p. 48. Ver carta 40, p. 69.

33 Patricia Seed, Amar, honrar y obedecer en el México Colonial: conflicto en torno a la elección matrimonial 1574-1821, México, Alianza Editorial 1991, p. 91.         [ Links ]

34 Fray Juan Mora en México a sus hermanos, 1574, en: Otte, op. Cit., carta 59, p. 87.

35 Tejido de estambre que solía utilizarse para elaborar hábitos religiosos.

36 Domingo Pérez de Castro en México a sus padres en la Isla de Palma, 1592, ibidem, carta 117, p. 124.

37 Ver cartas 21, 24, 46, 112, 127, 134, 154, 161, 182 y 189, en: Otte, op. Cit.

38 Rodrigo de Ávila en México a su hermana Catalina López, 1569, ibidem, carta 12, p. 46. Cfr. carta 154.

39 Luis R. Arguello, Manual de Derecho romano: historia e instituciones, Buenos Aires, Astrea, 2000, p. 87.         [ Links ]

40 LSP, Partida 4, Título 23, Ley 2.

41 LSP, Partida 7, Título 33, Ley 6.

42 Recuérdese la historia de la creación de Eva a partir de la costilla de Adán, y éste a su vez directamente por Dios.

43 Leyes de Toro, Ley 55; Fuero Real, Libro 3, Título 20, Ley 13; Novísima Recopilación, Libro 10, Título 11, Ley 11.

44 LSP, Partida 7, Título 1, Ley 2; Leyes de Toro, Ley 30.

45 Leyes de Toro, Ley 55.

46 LSP, Partida 3, Título 16, Ley 17; Partida 6, Título 1, Ley 1. El impedimento femenino para fungir como testigo en los testamentos se debe a la práctica romana que dictaba que sólo los miembros de la asamblea o junta del pueblo podían fungir como testigos. Escriche, op. Cit., p. 676.

47 LSP, Partida 5, Título 12, Ley 3; Leyes de Toro, Ley 61.

48 Cláusula citada en Ivonne Mijares Ramírez, Escribanos y escrituras públicas en el siglo XVI. El caso de la Ciudad de México, México, Instituto de Investigaciones Históricas-UNAM, 1997, p. 96.         [ Links ]

49 LSP, Partida 4, Título 11, Ley 9.

50 Juan de Soto, Obligaciones de todos los estados y oficios, con los remedios, y consejos más eficaces para la salud espiritual y general reformación de costumbres, 1619, fol. 110 v.

51 Francisco Escrivá, Discursos de los estados, de las obligaciones particulares del estado, y oficio según las cuales ha de ser cada uno particularmente juzgado, Valencia, 1613.         [ Links ]

52 Leyes de Toro, Ley 54; Novísima Recopilación, Libro 10, Título 1, Ley 10.

53 Escriche, op. Cit., p. 21, Ver Adoptador o Adoptante.

54 LSP, Partida 6, Título 16, Leyes 1, 4, 5, 9, 13 y 14.

55 Cargo que se confiere a una persona para la administración y gobierno de los bienes y negocios de un menor. Joaquín Escriche, op. Cit., p. 169, Ver Curaduría, Curtela o Cura.

56 LSP, Partida 6, Título 16, Ley 5; Fuero Real, Libro 3, Título 7, Ley 3.

57 Fuero Real, Libro 3, Título 1, Ley 13.

58 LSP, Partida 5, Título 13, Ley 26.

59 Ivonne Mijares Ramírez, Catálogo de protocolos del Archivo General de Notarías de la Ciudad de México (de aquí en adelante CPAGNCM), Vol. I, México, UNAM, 2002, Ficha 1985.         [ Links ]

60 Leyes de Toro, Leyes 14, 16; Fuero Real, Libro 3, Título 12, Ley 9.

61 Francisco de Osuna, Norte de los estados en que se da regla de vivir a los mancebos, y a los casados, y a los viudos, y a todos los continentes y se tratan muy por extenso los remedios del desastrado casamiento, enseñado que tal ha de ser la vida del cristiano casado, fol. 181.

62 Juan de Pineda, Los treinta y cinco diálogos familiares de la agricultura cristiana, 1589, fol. 28 v.

63 Ibid.

64 Juan de Soto, Obligaciones de todos los estados y oficios: con los remedios y consejos más eficaces para la salud espiritual y general reformación de las costumbres, fols. 132, 133 v. y 135.

65 Francisco de Osuna, op. Cit., fol. 181.

66 Leyes de Toro, Leyes 56, 58.

67 Leyes de Toro, Leyes 57, 59.

68 Mijares Ramírez, op. Cit., p. 103; Ots y Capdequi, op. Cit., p. 93.

69 Ver lo dicho al respecto por Yan Thomas, op. Cit., pp. 82-137.

70 LSP, Partida 4, Título 19, Ley 3.

71 Isabel Pérez desde Tordehumos escribe a su marido Luis de Acevedo en la ciudad de México, 1582, en: Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., carta 48, p. 123.

72 Isabel Pérez desde Tordehumos escribe a su marido Luis de Acevedo en la ciudad de México, 1583, Ibidem, carta 59, p. 144.

73 Doña Mariana de Morguiz desde México a su padre Juan Rodríguez en Medina del Campo, 1562, en: Otte, op. Cit., carta 7, p. 43.

74 María Gómez desde Sevilla escribe a su marido Juan de Escudero en la ciudad de México, 1567, en Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., carta 13, p. 60; carta 103, p. 231.

75 Gracia de Carvajal desde Sevilla escribe a Bartolomé de Arranz en la ciudad de México, 1595, ibidem, carta 99, p. 223. Ver también cartas 83, 98 y 101.

76 María de Jesús desde Sevilla escribe a su marido Juan de Rillo en la ciudad de México, 1595, ibidem, carta 103, p. 231.

77 Fuero Real, Libro 4, Título 5, Ley 5; Libro 3, Título 2, Ley 6.

78 Don Diego Tavira desde México a su madre, doña María Capacha de Monsalve, en Granada, 1619, en: Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., carta 144, p. 299.

79 LSP, Partida 6, Título 19, Ley 2.

80 LSP, Partida 4, Título 1, Ley 6.

81 LSP, Partida 6, Título 1, Ley 13.

82 Ots y Capdequi, op. Cit., p. 49.

83 Fuero Real Libro 1, Título 11, Ley 8.

84 LSP, Partida 4, Título 23, Ley 4.

85 LSP, Partida 7, Título 33, Ley 12.

86 Los hijos ilegítimos se dividen en naturales y espurios o bastardos. Por hijo natural se entiende al nacido de mujer que "ha tenido comercio con uno sólo, privada y secretamente, en cuyo caso el padre tiene la certeza de su paternidad" (Leyes de Toro, Leyes 10, 11). Por hijo espurio se entiende al nacido fuera del matrimonio de padres que no podían casarse al tiempo de la concepción ni al del nacimiento; y también al nacido de "ramera pública". Todos los hijos que no son legítimos ni naturales, se llaman espurios o bastardos porque proceden de un origen más innoble o culpable. Los espurios se dividen en adulterinos o procedentes de adulterio, incestuosos o habidos entre parientes, sacrílegos o hijos de clérigos, frailes o monjas, y manceres (mancillados) o hijos de "ramera pública", LSP, Partida 4, Título 15, Ley 1.

87 Refrán de la época en Gonzalo Correas, Vocabulario de refranes y frases proverbiales y otras formas comunes de la lengua castellana, 1627, edición de Víctor Infantes, Madrid, Visor Libros, p. 28.         [ Links ]

88 Refrán de la época en Correas, op. Cit., p. 58.

89 LSP, Partida 4, Introducción al Título 19.

90 Beatriz de Carvallar en México a su padre Lorenzo Martínez de Carvallar, 1574, en Otte, op. Cit., carta 56, p. 84. Ver también cartas 69, 96 y 101.

91 Cristóbal Vicente desde Méx. a su madre Mari González en Lepe, 1576, ibidem, carta 68, p. 94.

92 Ver cartas 73 y 79, en: Otte, op. Cit.

93 Catalina de Ávila desde Almodóvar del Campo, escribe a su hijo Gonzalo de Ávila en la ciudad de México, 1561, en: Sánchez Rubio, y Testón Núñez, op. Cit., carta 5, p. 45. Cfr. cartas 6-9 y 11.

94 María de Acevedo desde Tordesillas, escribe a su hijo Gaspar Núñez en la ciudad de México, 1584, ibidem, carta 64, p. 154.

95 Mari Plazuela desde Torremilano escribe a su hijo Martín de Alcudia, 1596, ibidem, carta 106, p. 235.

96 Juan López de Soria a la condesa de Rivadavia, 1576, en: Otte, op. Cit., carta 72, p. 96.

97 Refrán de la época, en: Correas, op. Cit., p. 18.

98 Refrán de la época, ibidem, p. 19.

99 Refrán de la época, ibidem, p. 530.

100 Carta 175, en: Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., p. 349.

101 Carta 251, ibidem, p. 463.

102 Carta 64, ibidem, p. 154.

103 Carta 106, ibidem, p. 235.

104 Carta 250, ibidem, p. 462.

105 Inés Pachona escribe a su primo Juan de la Fuente en México, 1597, carta 93, en: Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., p. 214.

106 Don Antonio Vaez de Vargas desde Guadalajara a su hermano Bartolomé Salas en México, 1573, carta 249, ibidem, p. 460.

107 Diego López del Castillo desde Belmonte a su suegro Asensio López en México, 1570, carta 65, ibidem, p. 70.

108 Francisco Ramírez Bravo en Nochtepec, Taxco, a su hija doña Isabel Bravo en Lepe, España, 1582, en: Otte, op. Cit., carta 216, p. 194.

109 Diego Mateos desde Tordesillas a su hermano Juan de Salinas en México, 1590, carta 86, en: Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., p. 200.

110 Francisco Ramírez Bravo en Nochtepec, Taxco, a su hija doña Isabel Bravo en Lepe, España, 1582, en: Otte, op. Cit., carta 216, p. 194.

111 Pedro de Luxán, Coloquios matrimoniales, 1550, Madrid, Editorial Atlas, Colección Cisneros, 1943, p. 22. Lo mismo piensan Vives, fray Luis de León y Juan de Pineda.

112 Antonio de Guevara, Epístolas familiares, f. 186.

113 Archivo General de la Nación (AGN), Ramo Inquisición (Lote Riva Palacio), T. 125, Vol. 125, Exp. 71, 4 fs.

114 Robert K. Merton, "The Role-Set: Problems in Sociological Theory", en: The British Journal of Sociology, V. VIII, London, June 1957, pp. 106-120.         [ Links ]

115 Refrán de la época en Correas, op. Cit., p. 13.

116 Ibidem p. 33.

117 Ibidem p. 157.

118 Las disposiciones tridentinas son las derivadas del Concilio de Trento, el cual fue convocado por el papa Paulo III en la ciudad italiana de Trento. Se llevó a cabo entre 1545 y 1563, tuvo como objetivo reformar la Iglesia católica ante el avance del protestantismo.

119 El canon noveno de la sesión del Concilio de Trento sobre el matrimonio asentaba que ninguna autoridad civil podía usar penas o amenazas para obligar a una pareja a contraer matrimonio.

120 Seed, op. Cit., p. 111.

121 Ver cartas 22, 33, 35, 59, 65, 70, 77, 85, 87, 99, 104, 106, 121, 162, 166, 173, 186, 227, 249 y 251, en: Otte, op. Cit.

122 Juan Alonso Velázquez desde Michoacán a Juan García en Torrecilla de los Cameros, 1577, ibidem, carta 223, p. 202.

123 Don Antonio Vaez de Vargas desde Guadalajara a su hermano Bartolomé Salas en México, 1573, carta 249, en: Sánchez Rubio y Testón Núñez, op. Cit., p. 460.

124 Don Antonio Vaez de Vargas desde Guadalajara a su hermano Bartolomé Salas en México, 1573, carta 250, ibidem, p. 462.

125 Álvaro Zambrano en México a Juan Martín en la Fuente del Maestre, España, 1558, en: Otte, op. Cit., carta 3, p. 40.

126 Gaspar de Arciniega en Oaxaca a su hermano Francisco de Arciniega en Frías, España, 1577, ibidem, carta 206, p. 184.

127 Doctor Céspedes de Cárdenas a su primo el bachiller Alonso Bernal en Oropeza, 1574, ibidem, carta 60, p. 88.

128 LSP, Partida 6, Título 3, Leyes 1, 2 y 4.

129 La sucesión del mayorazgo se implementó de acuerdo con lo establecido en la ley, esto es, el primogénito es el primero a quien se llama para suceder, después de él a su descendencia; en segundo término tomaban posesión los hermanos varones según el orden de nacimiento, y sólo después las hermanas (LSP, Partida 2, Título 15, Ley 2).

130 Ver testamentos núms. 1, 4, 16, 17, 18, 19, 21, 24, 25, 35, 38, 40, 43-45, en: Teresa Rojas Rabiela et al., Vidas y bienes olvidados. Testamentos indígenas novohispanos, vols. 1 y 2, México, CIESAS-Conacyt, 2000.         [ Links ]

131 Fuero Real, Libro 3, Título 12, Leyes 3, 7; Título 5, Ley 9; Novísima Recopilación, Libro 10, Título 6, Ley 15; Leyes de Toro, Leyes 17, 18, 19, 27, 25. Para conocer la forma en como se disponía el reparto de la herencia entre la "legítima", el tercio de mejoras y el quinto de libre disposición, ver: "Legítima", en Escriche, op. Cit., pp. 394-395.

132 Ver la nota 3.

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