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Tzintzun

versión impresa ISSN 0188-2872

Tzintzun  no.55 Morelia ene./jun. 2012

 

Debates

 

Entre los hechos y las palabras: una mirada hacia el interior del laboratorio mental del historiador

 

Ignacio del Río

 

Desde hace ya bastante tiempo -podríamos hablar de unos dos milenios y medio en lo tocante al mundo occidental-, el registro de los hechos más importantes y significativos del pasado de las distintas sociedades humanas se ha realizado por medio de la escritura, sin que esto haya implicado el abandono de otras formas de preservación del recuerdo de esos hechos, como es el caso de las tradiciones orales, más susceptibles de trasformación que los registros escritos, pero nunca totalmente desacreditadas. Hasta donde sabemos, entre los pueblos griegos el empleo de la escritura para tal efecto se realizó por primera vez en una obra mayor cuando, en el siglo v anterior a nuestra era, Heródoto de Halicarnaso preparó los nueve libros de sus célebres historias (istorías en griego quiere decir "indagaciones"). Tan insólita resultó entonces esa nueva forma de preservar la memoria de los sucesos humanos tenidos por relevantes que el término "historia" se reservó precisamente para la historia escrita, producto de la indagación, y no para el conjunto todo de los hechos humanos, fueran o no convertidos en objeto de una referencia escrita. Difícil sería dar alguna explicación sobre la forma en que, al paso del tiempo, el término historia sufrió el cambio semántico que lo llevó a significar por un lado la totalidad de los hechos humanos acaecidos a través del tiempo (la "historia-acontecer") y por el otro el registro escrito de una porción significativa de esos hechos (la "historia-escritura"); pero cabe aquí remitir a los interesados al sugerente libro de Reinhart Koselleck titulado Historia/Historia, en el que este autor refiere cómo se asumió y trató de resolverse este asunto entre pensadores de habla alemana.1

La doble acepción de la palabra -necesaria desde el punto de vista lingüístico por cuanto que, por lo menos en español, no tenemos un vocablo alternativo para nombrar la "historia-acontecer"-ha sido fuente de no pocos equívocos y confusiones que hoy en día resultan difícilmente desterrables del lenguaje y la mentalidad comunes. Juicios de valor que podrían emitirse respecto de la historia escrita, como los de la antinomia verdadero-falso, se hacen a menudo sobre la historia fáctica: es verdadero en sí mismo el hecho que se da por acontecido aunque ninguna indagación concreta haya determinado en qué consistió tal hecho ni que el mismo haya tenido lugar. A los hechos de esa historia fáctica establecida avant la lettre se les atribuye la cualidad de ser hechos reales, no así a su registro escrito, del que se dice que no es más que una representación gráfica de ellos elaborada post factum en la virtud de meras inferencias y especulaciones. Es común, así, que en este terreno se identifique sin más trámite lo verdadero con lo real y lo discursivo con lo imaginario.

Tal deslinde de sentidos dio pie, ya en el siglo del entronizamiento de la ciencia positiva, el XIX, para pensar que, si de lo que se trataba era de que la historia escrita fuera una historia verdadera, su cometido tenía que ser entonces el de reproducir fielmente la realidad de los hechos de la otra historia, la fáctica, sin que el historiador asumiera otro papel que el de organizador neutral de la información obtenida sobre el tema. De manera sintética y tajante expresan este imperativo las palabras del historiador alemán Leopold von Ranke que pasaron a ser una especie de divisa del positivismo europeo del siglo XIX: contar lo que sucedió tal y como realmente sucedió. Suponían los positivistas que la realidad histórica a reproducir puntualmente en el discurso del historiador era la que se hacía evidente mediante el examen crítico del mayor número posible de fuentes, de allí su propensión a integrar y dar a la luz pública copiosas colecciones documentales.

Grande fue el influjo del positivismo en los historiadores del siglo XIX y sus inmediatos sucesores, pero ya iniciado el siglo XX esa corriente de pensamiento hubo de ser objeto de una certera y constante crítica orientada a socavar sus concepciones de base. En los años treinta de la pasada centuria, el inglés Michael B. Oakeshott hacía la siguiente recomendación, contraria obviamente al positivismo: "Hay que desechar la distinción entre la historia tal como sucedió... y la historia tal como se la piensa...; [esa] distinción no sólo es falsa, sino que carece de sentido".2 Tan sólo por hacer más claro este exhorto diremos que no podemos saber cómo sucedió en realidad tal o cual hecho del pasado más que si hemos logrado reconstruirlo previamente con el pensamiento. Autocorrección: hay que admitir que, en rigor, nunca podremos decir cómo sucedieron "en realidad" las cosas en un momento dado sino, a lo sumo, cómo suponemos con un cierto grado de certeza que pudieron haber sucedido.

No podemos ocuparnos aquí en reseñar, así fuera someramente, el complicado debate que se produjo en las últimas décadas del siglo XIX y a lo largo del siglo XX en torno del problema de la objetividad de la historia; pero dentro del plan del presente trabajo resulta de pertinente referencia el curso que ese debate tuvo al avanzar la segunda mitad del siglo recién terminado, cuando un numeroso y abigarrado conjunto de autores, muchos de ellos identificados con el movimiento llamado posmodernismo, abonó en contra de la posibilidad de que la historia escrita fuera algo más que un discurso reducible a una mera expresión retórica y ayuno por tanto de todo valor epistemológico. Esa visión reduccionista y descontextualizante del discurso histórico, que prácticamente resolvía por la negativa el problema de la posible objetividad de la historia, ha sido mencionada como "el giro lingüístico".

Sometido el discurso del historiador a un análisis puramente lingüístico, no fue difícil que se hablara de insalvables incongruencias entre la naturaleza verbal del texto y la función de reconstrucción histórica que sus emisores se empeñaban en asignarle. Así, el semiólogo francés Roland Barthes escribió: "El discurso histórico no sigue lo real; sólo lo significa al no dejar de repetir 'esto es lo que ocurrió'".3 El mismo autor hacía notar que ese discurso era el único en el que el referente se situaba pretendidamente en el exterior del texto, aun cuando no fuera posible alcanzarlo sino en el texto mismo.4

Otra manera de considerar el problema de la índole y función del discurso histórico ha sido la expuesta por el profesor norteamericano Hayden White, quien en una amplia y muy difundida obra suya5 discurre en el sentido de que el texto histórico es básicamente un discurso de naturaleza literaria, aun cuando se lo maneje como "paradigma precríticamente aceptado de lo que debe ser una interpretación de especie 'histórica'".6 Agrega que, así las cosas, para estructurar su discurso el historiador utiliza ciertas formas propias del hacer literario, como son las de la novela, la comedia, la tragedia o la sátira,7 y como recursos expresivos los tropos o figuras del lenguaje, cuales son la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía.8 Siendo, pues, una construcción retórica presentada bajo una forma narrativa, dice White, la historia escrita es propuesta por sus autores como la imagen virtual de una sucesión de hechos históricos de los que se hace referencia con el fin de explicarlos mediante su representación.9 O sea que, al formar su narración, el historiador da por sentado que su texto reemplaza de cierto modo la realidad histórica y que, al hacerlo, la vuelve inteligible.

El análisis puramente retórico llevó a la negación de toda posible síntesis al afirmar la radical disyunción entre la historia considerada como un discurso cerrado, fraguado en el ánimo de persuadir a sus destinatarios de que se les ofrecía un relato objetivo y convincente, y la historia entendida como el resultado de una investigación sobre los hombres en el tiempo y sujeta a una serie de reglas establecidas.10 El resultado fue la virtual anulación de uno de los miembros de la disyuntiva y el reconocimiento de la subsistencia del otro, bien que distorsionado. Disociada del discurso, la investigación histórica dejaba de tener sentido al negársele un medio legítimo de expresión, y, a su vez, el discurso llamado histórico se veía despojado de todo sustento empírico, de suerte que perdía por entero su carácter de medio significante de una realidad vivida por el hombre. De ese modo, ha concluido un autor, el afán deconstructivo del posmodernismo terminó por quitarle todo interés a la obra de los historiadores, a no ser el de poder "admirar en ella un brillante ejercicio retórico".11

Al mismo tiempo que se difundían todas esas elaboraciones que ignoraban las motivaciones del historiador, abstraían de sus circunstancias socioculturales el discurso histórico y daban una salida unilateral y falsa al debate sobre la posibilidad de que la historia fuera una disciplina científica, bien que alejada del canon de las ciencias naturales y cercana al de las ciencias sociales, se produjo una contracrítica formulada por académicos comprometidos con la teoría de la historia e historiadores en activo. Ante ciertos señalamientos hechos por Roland Barthes en el sentido de que no poseía el discurso histórico rasgos que lo distinguieran claramente de la narración imaginaria, tal como ésta se presentaba en la epopeya, la novela o el drama, el connacional suyo Michel de Certeau exigió que el análisis no se quedara en los aspectos formales del discurso histórico sino que se tomaran en cuenta "las condiciones de la producción" del mismo, el gesto del historiador que por decisión propia se atenía a las evidencias documentales disponibles y ponía así límites a su propia imaginación.12

El mismo Certeau se manifestó en contra del hecho de que historia (lo real) y escritura (lo discursivo) se manejaran tan sólo como términos contrapuestos, pues, aun cuando fueran antinómicos, había que pensarlos como nociones susceptibles de ser puestas en correlación, como lo expresaba justamente la palabra historiografía.13 Por su parte, Alfonso Mendiola y Guillermo Zermeño rechazan también la disyunción de historia y grafía en el sentido tradicional decimonónico y hacen ver que desde las postrimerías del siglo XX se ha venido generalizando la convicción de que "no hay historia sin historiografía" -esto es, que no hay historia objetiva sin una determinación historiográfica-, postura que ellos comparten y apoyan con argumentos lógicos e históricos.14

Como veremos, ésta es la línea de argumentación seguida en general por los estudiosos que, con sus reflexiones y propuestas, han tratado en tiempos recientes de plantear en nuevos términos el problema de la conformación y posible validez del conocimiento histórico, para lo cual fue necesario, por principio, poner bajo escrutinio el discurso del historiador, aunque no del modo como lo habían hecho los promotores del giro lingüístico, atendiendo a sus aspectos puramente formales, sino examinando más bien las condiciones de su producción, las que podían implicar el empleo de formas retóricas pero que primordialmente tenían que ver con los propósitos explicativos y no meramente expositivos del historiador.

Frente a quienes sostenían que no había rasgos diferenciales definitivos entre las narraciones históricas y las de ficción, los que rechazaban este punto de vista no dejaron de aludir al hecho de que en el escrito del historiador pesaban de manera determinante el argumento de la prueba documental (en su sentido amplio) y la valoración de ésta mediante razonamientos explícitos,15 cosa que no sucedía, por lo menos de manera sistemática, en los escritos de ficción. Se argüía también que la narración histórica buscaba dar cuenta y razón de acontecimientos que, según las evidencias, habían tenido lugar en algún momento del pasado, lo que marcaba la intención del historiador y daba a su texto una nota que lo apartaba de las creaciones literarias, aun de las que se ostentaban como obras realistas.16

Más allá de este debate al que nos venimos refiriendo, la historia ha tenido que sustentar su identidad distintiva y encontrar su lugar, no entre las ciencias naturales que operan bajo modelos nomológico-deductivos, sino en el conjunto o al lado de las ciencias sociales. Aun así, dice Aaron I. Gurevich, ha tenido también que liberarse "del peso de las abstracciones político-económicas y sociológicas" -operantes como fórmulas apriorísticas propias de los modelos nomológico-deductivos, precisamos nosotros-, para afirmarse como "una ciencia del hombre social en la permanencia y el cambio".17 Hoy como ayer, los historiadores procuran responder en la medida de sus capacidades a las exigencias que ineludiblemente debe cumplir toda construcción historiográfica; las explicita claramente Frangois Bédarida: "una relación coherente y explicativa entre las fuentes y la realidad referencial de la que son huella esos indicios, [y] un saber elaborado según un método científico controlado y adecuado para su objetivo según una lógica de inteligibilidad y de comunicación".18 Subrayémoslo: información apropiada y método, ni invención caprichosa ni simple empirismo.

Con todo, habría que reconocer que los embates de los lingüistas y, en general, los filósofos del lenguaje hicieron que los historiadores se interesaran, más de lo que lo habían hecho en tiempos pasados, por reflexionar sobre su propio discurso y por tratar de encontrar en él algunos de los rasgos que daban a su disciplina su relativa validez epistemológica, al mismo tiempo que favorecían su proyección social. En lo que los críticos posmodernistas habían considerado que era el punto débil de la obra de los historiadores, éstos vieron no sólo la expresión peculiar de su ciencia sino también su condición privilegiada. Escribió el muy destacado historiador francés Fernand Braudel:

La historia tiene la ventaja y la debilidad de emplear el lenguaje corriente; entiéndase, el lenguaje literario. Con frecuencia recomendó Henri Pirenne a la historia que conservara ese privilegio... [Tengamos claro que] nuestra disciplina es la más literaria, la más legible de las ciencias del hombre, la más accesible al gran público.19

Tendía este señalamiento a conciliar la concepción de la historia como una de las ciencias humanas con el hecho de que para exponer su corpus de proposiciones se empleara un lenguaje común, no necesariamente especializado. Esta toma de posición, reivindicativa de un lenguaje que podía tener fuerza analítica sin necesidad de ser en extremo conceptuoso, hubo de ser la base de las nuevas interrogantes a las que tratarían de responder los estudiosos de la teoría y práctica de la historia: ¿son o no tan sólo indicios inciertos los datos con los que se construye la narración histórica?, ¿son enteramente arbitrarias sus formas de integración en el discurso del historiador?, ¿es este discurso un mero agregado de citas de carácter informativo que ameritaría que se lo tuviera por esa seudohistoria que Collingwood describía como "de tijeras y engrudo"?, ¿qué persigue el historiador al construir su narración, reproducir en su propio presente segmentos del pasado de las sociedades en consideración o hacer inteligible ese pasado mediante el manejo crítico de las evidencias históricas y la elaboración de una visión integradora coherente y racional?

Si bien ha de aceptarse que la historia no es un mero discurso artificioso, estamos también obligados a reconocer que formalmente es una elaboración discursiva y que, si la narración es el modo en que se expresa el conocimiento histórico, esa narración tiene el carácter de un texto literario. No habría que pensar que tal condición es de suyo un impedimento insuperable para alcanzar la validez buscada sino más bien habría que cuidar que para el caso las formas obraran en favor de los objetivos del historiador. Puesto que, en última instancia, el discurso histórico debe dejar de ser privativo de quien lo elabora y pasar a ser del dominio social, parece del todo razonable el señalamiento que hace Javier Rico Moreno en el sentido de que una historiografía en la que se compaginaran de manera adecuada sus vertientes analítica y literaria podría marcar la diferencia "entre una historia acartonada y descolorida y una historia lúdica, luminosa y comprometida".20

 

La construcción del hecho histórico

Hay dos operaciones que indefectiblemente tienen que hacerse siempre que se pretende comprender el pasado de una sociedad humana cualquiera o de un conjunto de ellas. Una es la de distinguir los que pudieran tenerse como núcleos fácticos en los procesos de desarrollo de esas sociedades, y otra, consecuente de la anterior, es la de relacionar entre sí tales núcleos, pues es así como se los dota de un determinado sentido histórico. Descomponer por la vía metodológica lo que dentro del acontecer global se percibe como una realidad en la que las continuidades y los cambios parecen inextricablemente unidos, tan sólo para reintegrar luego la unidad de las partes sobre la base de una racionalidad orientada a hacer posible la comprensión. Lo primero implica la identificación de los hechos o acontecimientos históricos particulares, lo segundo lleva a referirlos a través de una narración inteligente, bien integrada y tan ampliamente comprensiva como sea posible.

Si tal es el procedimiento que sigue el historiador en su trabajo profesional no ha de escapar a nuestra consideración el que las mencionadas operaciones son realizadas de manera permanente y espontánea por todas las sociedades humanas. Tiende el hombre a percibir su trayectoria en el tiempo como una serie o sucesión de acontecimientos particularizados acaecidos con diferencias espacio-temporales, y tiende también a pensar que entre esos plurales acontecimientos hay formas de relación que les dan sentido a cada uno de ellos y a su conjunto. Pero es de aclararse que tales percepciones colectivas inevitablemente heterogéneas no son las que determinan la naturaleza y los límites del universo de análisis del profesional de la historia. Una de las primeras exigencias a las que debe responder el historiador es la de definir críticamente, de conformidad con sus propias posiciones teórico-metodológicas, la materia de su particular disciplina.

Bien podemos decir con el inglés Collingwood que todos los hechos humanos que se han dado a lo largo del tiempo caen, en términos hipotéticos, dentro del campo de interés del historiador, pero que no todos llegan ni llegarán jamás a formar parte de lo conocido por él.21 No se trata de una imposibilidad que tenga que ver tan sólo con las limitadas capacidades naturales o cultivadas del hombre ni con la falta parcial o total de rastros o evidencias de la actividad humana; el problema es de otro orden: las totalidades absolutas están fuera del alcance del conocimiento racional y objetivo, como se pretende que sea el de la ciencia histórica. La realidad que la historia conoce es la que ella misma va determinando con sus propios métodos, los que nunca dejan de tener una cierta base empírica, en su mayor parte indirecta, pero que no operan como simples modos de recuperación de las experiencias humanas.

No sólo la historia sino, en general, la memoria personal y colectiva de los hombres son siempre selectivas en cuanto a sus contenidos; no puede ser esto de otro modo. Más que ofrecer argumentos lógicos para apoyar esta afirmación válganos traer a cuento el relato de Jorge Luis Borges llamado Funes el memorioso, en el que, por efecto de un accidente, el protagonista experimenta un aumento desmesurado de su capacidad retentiva que lo hace recordar sin control alguno todo lo que ha vivido, visto o sabido a lo largo de su existencia, incluso en el tiempo de su niñez. Los recuerdos le llegan al personaje torrencialmente y descompuestos en infinitos detalles sin sentido, al grado de que el atribulado hombre llega a decir que su memoria se ha convertido en "un vaciadero de basuras". El resultado de ese trastorno es a la postre aniquilante para el sujeto porque, precisamente por recordarlo todo, no podía considerar nada de un modo particular. Las reflexiones que provoca este incisivo relato de ficción bien pueden hacerse a propósito de la historia, que amplía incesantemente su universo de estudio pero que jamás puede llegar a abarcar totalidad alguna.

Estudia el historiador los hechos históricos, pero no los concibe como formaciones que tengan una entidad particular adquirida de origen y preservada en todo tiempo ulterior. No puede ver esos hechos como unidades acabadas y constituidas en totalidades, puesto que son siempre parte de unidades mayores y, al mismo tiempo, fragmentables en otras unidades también particulares. Digamos que en todo caso se trata de unidades relativas, útiles para pensar, operacionales. Asumiré, escribió Collingwood, "que un evento... siempre es... parte de otro evento que toma más tiempo... [y que es asimismo] divisible en otros eventos que toman menos",22 o sea que la fragmentación del acontecer histórico no es algo dado y por ende fijo sino un recurso de pensamiento abierto siempre a su propia variación. A mayor abundamiento cabe recordar aquí la advertencia que hacía Lucien Fevbre en cuanto a que los llamados hechos históricos no son los "átomos de la historia" -esto es, unidades indivisibles-, por cuanto que cada uno de ellos puede descomponerse sin límite alguno en otros hechos históricos, igualmente divisibles o asimilables a otras porciones del proceso fáctico.23

Esta posibilidad de descomponer los hechos históricos tenidos por particulares o de formar con ellos agregados mayores obliga a pensar que, en la construcción de la historia, la comprensión de lo diverso se vuelve exigencia metodológica. Ningún acontecimiento escapa al condicionamiento que sobre él ejercen otros acontecimientos antecedentes y contextuales.24 En este terreno, la relación con lo general o, digamos mejor, con lo antecedente y contextual es lo que da sentido a lo particular,25 y hay que recordar a este respecto que, como decía Nietzsche, sólo devienen hechos históricos aquellos que tienen un sentido,26 un sentido que sólo les da la entidad fáctica mayor a la que se les adscribe. Bien podemos concluir, en suma, que, como lo expresa Pierre Nora, los hechos históricos no son concebibles sino en el complejo contexto que los integra y los dota de fuerza expresiva.27

Para el historiador, pues, los que por costumbre o por simple facilidad llamamos hechos históricos no son sino las manifestaciones concretas de una continuidad fáctica en la que se dan cambios y permanencias: todo es allí cambio, nada es allí absolutamente nuevo. La fragmentación del acontecer histórico en hechos particulares se da en el nivel de las percepciones, en la conciencia de quienes percibimos directa o indirectamente las formas concretas del acontecer que resulta de la presencia y la acción de los hombres. En el análisis que hace el historiador, esos hechos vienen a ser unidades operacionales, construcciones teórico-metodológicas que crea el propio investigador según sus propios puntos de vista y sus necesidades explicativas. En cuanto a esto es oportuno volver a citar al historiador Lucien Fevbre:

No hay ninguna Providencia que proporcione al historiador hechos brutos, hechos dotados... de una existencia real perfectamente definida, simple, irreductible. Es el historiador quien da a luz los hechos históricos, incluso los más humildes. Sabemos que los hechos, esos ante los cuales se nos exige con tanta frecuencia que nos inclinemos devotamente, son abstracciones... cuya determinación [por parte del historiador] obliga a recurrir a los más diversos e incluso contradictorios testimonios.28

No se entienda que para el historiador los hechos históricos no tienen otra entidad que la de ser meras elaboraciones de la imaginación; lo que se afirma aquí es que, como creador de conocimiento, el profesional de la historia no piensa tales hechos como establecidos de manera previa a toda determinación teórico-metodológica, como objetos "cosificados", como los "hechos brutos" de que hablaba Fevbre y respecto de los que, si cupiera reconocerlos, no quedaría sino verificar que efectivamente ocurrieron.29 Lo que en el curso de sus investigaciones hace el historiador es establecer, con base en sus recursos de análisis -señaladamente los de carácter teórico-metodológico- y las evidencias disponibles, lo que ha de ser el universo fáctico bajo su consideración, el que no será un universo tangible sino virtual, racionalmente construido, pero que tiene que ser verosímil en el grado más alto posible. En el discurso del historiador, los hechos se objetivizan, es decir, devienen objetivos, en tanto que se los define y explica por la vía teórico-metodológica. Según el marxista Pierre Vilar, aun el propio Karl Marx, uno de los campeones del pensamiento materialista del siglo XIX, discurrió en su obra El capital no sobre una realidad histórica concreta convertida en simple campo de observación, sino sobre un "objeto teórico" construido por él.30 Hay quienes piensan que el historiador pretende "reconstruir el pasado", repetir en un texto las experiencias humanas, lo que sería un necio y vano propósito; lo que hace en realidad el historiador es construir teóricamente su objeto de estudio o, para decirlo de otra forma, construye historiográficamente para reconstruir por inferencia.31 Por supuesto que las construcciones de ese tipo no se elaboran dando rienda suelta a la pura imaginación fantasiosa e ignorando totalmente la experiencia humana.

Es importante tener en cuenta que la historia es una disciplina ajena a la observación experimental. Sus contenidos cognitivos no expresan regularidades, sino que tienden a explicar modalidades específicas del desarrollo de las sociedades humanas. Precisamente porque estas especificidades sólo se explican por la concurrencia de múltiples factores que están fuera del control del investigador, la historia no puede establecer leyes generales de carácter científico ni tiene la virtud de la predicción. Se trata de un saber cuya base empírica es indirecta, pese a que su objeto es explicar experiencias humanas; a éstas se acerca el investigador a través de sus fuentes de información, de los testimonios personales o colectivos, de las evidencias todas que deja el desarrollo de las sociedades. Influye en el pensar y el hacer del historiador su propia experiencia, como en todos los hombres; pero no es ésa la que él trata de explicar.

El que la historia sea un saber construido básicamente a partir de indicios y no de observaciones directas no hace desmerecer en nada el producto del trabajo del historiador. El conocimiento científico no ha de emanar necesariamente de la observación directa para ser válido; ni siquiera el de las ciencias experimentales, pues para que una experiencia sea validada tiene que ser explicada en términos teóricos. No es el historiador un simple encargado de hacer el levantamiento de las huellas del pasado sino el sujeto capaz de identificar sus fuentes, de valorarlas, interpretarlas y juzgar en qué medida y forma pueden ser apoyos de su dicho o, bien, contradecirlo; ni aun los testimonios escritos, que suelen ser los más explícitos, son o deben ser tomados por el historiador como textos indiscutibles de autoridad32 ni, por consiguiente, cabe escribir un discurso histórico tan sólo "copiando testimonios de las mejores fuentes".33

Por lo demás, los textos de que nos servimos para obtener información acerca del acontecer histórico, según nos lo recuerdan Mendiola y Zermeño, no están originariamente destinados al uso de los historiadores y por eso han de ser objeto de una consideración crítica que valore no sólo lo que el "texto informa" sino también "el modo en que lo hace", habida cuenta de que ese texto se ha producido dentro de un proceso específico de comunicación que no es necesariamente el del historiador.34 Esto exige una preparación amplia y especializada, como es o debe ser la del profesional de la historia.

Tan importante es considerar lo que el testimonio dice como lo que el mismo calla, y nada dice por sí mismo un documento -uso aquí el término documento en su sentido lato- si no es confrontado con otras fuentes y situado en un contexto histórico dado. "Todas [las fuentes] son mudas -señalaba Collingwood-salvo para una mente que pueda interpretarlas, y hasta una fuente que consista en una narrativa simple... no rinde ningún resultado [en el análisis] histórico... hasta que se haya elaborado algún tipo de método para interpretarla".35 En lo que hay que insistir sin el menor recato, declaraba por su parte Ramón Iglesia, es en que el documento carecerá totalmente de significación histórica si no hay quien lo interprete y coteje con el resto de la información disponible, lo que no es una deficiencia suya sino su virtud.36 La historia no está escrita en los archivos y demás repositorios documentales ni en todo el conjunto de los restos materiales de la acción humana; queda asentada en el texto del historiador, sea éste el que lo es por profesión o el que, sin serlo, cumple con esa función de manera práctica.

Por ser producto del pensamiento humano, la ciencia de la historia es, desde el momento mismo en que adopta la forma de un texto susceptible de ser puesto en circulación, un hecho histórico más. El valor que pueda tener ese texto desde el punto de vista epistemológico no cancela en modo alguno su historicidad. Cada texto historiográfico es portador de una intención explicativa, pero es también un documento que, independientemente de la que haya sido la voluntad de su autor o autores, obra como un testimonio de las inquietudes y las sensibilidades de la sociedad en cuyo seno se ha producido. Toda historia es, así, visión de una porción del pasado y expresión de un tiempo presente: el del historiador; es conocimiento y acontecimiento a la vez. Esta doble naturaleza de las obras de historia obliga a considerarlas como precedentes y puntos de partida de las nuevas construcciones historiográficas, pero también a examinarlas críticamente como testimonios de su propio tiempo histórico, según se hace con las demás piezas que sirven al historiador como fuentes informativas.37 Es la historia la única ciencia cuyas producciones son al mismo tiempo propuestas explicativas, fuentes más o menos perdurables de información y hechos de la creación humana susceptibles de ser estudiados por la misma disciplina en cuyo marco operativo se produjeron. La historiografía entendida como "historia de la historia" maneja precisamente esta triple perspectiva.

 

El método como elemento diferencial de la narración histórica

Enfrentado a la masa de testimonios y demás indicios que, debidamente interpretados, ofrecen información sobre lo que ha sido y es el acontecer de la sociedad o sociedades bajo estudio, el historiador selecciona los datos que le permiten precisar la índole, el curso y los rasgos más significativos del proceso histórico de su interés, y plasma finalmente en un texto la visión que elaboró al respecto, pues sólo así esa visión adquiere una forma fija y queda en condiciones de ser transmitida, comunicada. El texto resultante tiene que ser en cierta medida descriptivo, pero no será un texto historiográfico si no ofrece al mismo tiempo una explicación de los hechos descritos, lo que no se logra mediante la sola acumulación de datos relativos al proceso fáctico, por abundantes que ellos sean.

Es de advertirse que definir y explicar los hechos históricos son tareas que se condicionan mutuamente: el beneficio de las fuentes se hace en función de las necesidades explicativas, previstas ya en el correspondiente proyecto de investigación, y la elaboración del texto historiográfico debe responder a las mismas exigencias metodológicas que orientaron la selección de fuentes y la recopilación de datos. Por eso es que éstas no son funciones que puedan ser cumplidas por agentes distintos, unos que construyan hechos y otros que operen con ellos para explicarlos;38 no se trata de momentos sucesivos de una investigación sino de vertientes de una misma actividad intelectual.

Tratándose de hechos históricos, productos siempre de la concurrencia de múltiples y variados factores, el procedimiento que permite alcanzar una explicación consiste en establecer entre unos hechos y otros las conexiones que sean sustentables en los datos de origen empírico con que se cuente, que sean congruentes con los contenidos de la historiografía atinente al asunto -sometidos siempre a una consideración crítica- y que puedan ser definidas en términos teóricos. Si se toman en cuenta estas consideraciones y se asume, además, que los hechos históricos sólo adquieren su plena significación si se les ubica en un espacio y dentro de una secuencia temporal específicos, no será difícil entender por qué la forma narrativa resulta obligada para que el historiador dé cuenta del resultado de sus investigaciones. Sólo mediante la narración se puede hacer referencia a aquello que acaece en un lugar y un tiempo dados y que experimenta transformaciones secuenciales, que es el caso de los hechos históricos. Si aceptamos que la narración histórica no consiste simplemente en referir un conjunto de hechos según el orden cronológico en que sucedieron sino en referirlos en un orden más bien lógico y poniendo en claro los vínculos habidos entre ellos, bien podemos aceptar que, como ha sido opinión común de muchos historiadores, "narrar es ya explicar".39

Es de aclararse que los objetivos del historiador no se alcanzan con la elaboración de una visión puramente sincrónica; para que el análisis tenga la dimensión de lo histórico es necesario que se tome en cuenta el tiempo, la duración de los hechos, de allí que el enfoque tenga que ser al fin y al cabo diacrónico. Tampoco basta datar los hechos ni incorporarlos a una serie cronológica. La simple crónica no es historia; es preciso determinar de qué manera esos hechos se relacionan entre sí tanto en el tiempo como en el espacio. Al consignar todo esto por escrito lo que se hace es componer una narración.

Lo hasta aquí expuesto indica las condiciones que debe cumplir una narración histórica para ser tenida por tal y permitirá entender por qué sostenemos que el historiador es inexcusablemente un narrador; pero no da mayores luces sobre las exigencias formales y las propiamente metodológicas a las que debe responder una narración para ser realmente innovadora y para que tanto en sus partes componentes como en su conjunto sea en alto grado congruente con los propósitos explicativos que la animaron. Reconozcamos que se puede narrar de muy distintas maneras e incluso hacer narraciones totalmente anodinas; las del buen historiador no pueden ser de estas últimas. Para el caso, el factor de calidad está representado en principio por la organización interna de la narración -que debe ser aglutinante para darle a la totalidad del texto un sentido y una identidad propios- y por el método operativo -que hace que el discurso todo se oriente al planteamiento y solución de una problemática de investigación-. Lo demás depende, claro está, de las habilidades y el talento personales.

La narración del historiador constituye siempre un modo particular de organizar y conjugar la plural información obtenida de las diversas fuentes beneficiadas. Elementos heterogéneos y a menudo contradictorios, los que resultan de las búsquedas del historiador en sus fuentes se hacen compatibles en la narración, se complementan unos con otros y adquieren todos un sentido armónico. El historiador consigue que todos los elementos considerados, tanto los que extrae de sus fuentes de información -documentales, orales, materiales, etcétera- como los que le sirven para dar sustento teórico al análisis, obren en favor de una interpretación global, que, por compleja que sea, deberá tener coherencia interna y ser sostenida de manera consistente.

A esta particular integración de los contenidos expresos de la narración es a lo que se le ha venido llamando, recurriendo a una metáfora bastante ilustrativa, la trama, vale decir, el entrecruzamiento de referencias con el que se pretende dar cuenta de la multideterminación de los hechos descritos en el relato histórico. Cuentan en esto no sólo los hechos particularizados, sino también, y de una manera preponderante, las relaciones que los vinculan, que son las que de suyo dan sentido a esos mismos hechos, las que indican qué significaron ellos en el proceso histórico global.

En historia no es aplicable el principio de la causalidad lineal, válido en el campo de las ciencias experimentales; en ella, el recurso metodológico pasa por la conjunción de todos los factores identificados y deriva en la multiplicidad de los efectos. La trama cumple por todo esto una función configurante: configura el conocimiento histórico, como lo ha señalado insistentemente Paul Ricoeur: "transforma la sucesión de los acontecimientos en una totalidad significante", transforma, en fin, "los acontecimientos en historia".40 Es el desarrollo de la trama, dice este mismo autor, el que "posibilita el paso del narrador al de historiador".41

Si la trama es un rasgo distintivo y definitorio de la narración histórica, cabe decir entonces que el valor particular de una obra historiográfica sólo es cabalmente apreciable si se considera dicha obra en su integridad, señalamiento en el que insistía el maestro Edmundo O'Gorman.42 Decía este agudo y prestigiado historiador que no bastaba con tomar las obras de historia como simples canteras de datos sino que era menester examinar el texto historiográfico íntegro, pues sólo así se podían captar su "intencionalidad, estructuración, orden de ideas, sentido y temporalidad de su contenido".43 Es claro que, si el mérito mayor de una narración histórica es el de integrar en un todo coherente un heterogéneo conjunto de datos extraídos de fuentes diversas, ese mérito se anula prácticamente cuando la narración se fragmenta y sus elementos componentes se sacan de contexto. Regresiva será inevitablemente una obra historiográfica cuando se la forma exclusivamente mediante ese procedimiento.

Reconocer que una narración histórica es siempre la propuesta de un particular entramado de referencias a los hechos históricos identificados y tenidos por significativos no debe llevarnos a pensar que su elaboración es una operación desarrollada sin sujeción a exigencias que estén por encima de las propias de la organización y la formalidad discursivas. El discurso del historiador debe estar encaminado a resolver problemas de investigación previamente planteados, problemas que, además de originales, es decir, de no haber sido resueltos por otras investigaciones, deberán ser de la mayor importancia para la comprensión del proceso histórico global; "si el historiador no se plantea problemas o, planteándoselos, no formula hipótesis para resolverlos, está atrasado con respecto al último de nuestros campesinos", sentenció Lucien Fevbre con una expresión poco comedida pero convenientemente tajante.44

Antes que los retos que plantea la elaboración formal del discurso están los que tienen que ver con los objetivos de una disciplina que reclama para sí el carácter de científica, objetivos que consisten, en suma, en hacer comprensibles los procesos históricos, en asignarles una posible razón de ser. Las hipótesis que guían el trabajo del historiador tienden a dar respuesta a cuestiones relacionadas con el porqué de los hechos y no sólo con el cómo pueden ser descritos. Sin explicaciones, el discurso histórico no pasaría de ser un cúmulo de informes sobre hechos del pasado cercano o lejano, informes que sólo satisfarían al curioso empedernido o al erudito émulo de Funes el memorioso. Digamos que, para legitimarse, el objetivo general de esta disciplina ha de ser el de dar la más amplia y fundada razón posible respecto de la necesidad histórica de los procesos analizados.

Esas reclamadas hipótesis explicativas orientan la búsqueda y el manejo de las fuentes del historiador y representan un proyecto primario de argumentación y escritura.45 Por eso decimos que la narración histórica está comprometida desde su origen con el planteamiento y la solución de una problemática de investigación y que, por tanto, debe tener tanto expresa como tácitamente un carácter argumentativo y estar al servicio de un conjunto coherente de propuestas explicativas. Las hipótesis son recursos metodológicos; no sólo marcan un camino sino que anticipan resultados. Para el historiador, cada investigación concreta empieza con la formulación de hipótesis que resulten originales y tengan la posibilidad de ser trascendentes, y termina con la plausible probación de ellas.

 

Más allá del método

Si el conocimiento creado por el historiador no puede ser validado por su operatividad en el terreno práctico, como es el caso de las llamadas ciencias aplicadas, la posible evaluación de una obra historiográfica pasa inicialmente por el tamiz, no siempre unívoco, del juicio colectivo de los otros historiadores. Podemos decir que son éstos los que, de manera inmediata o mediata, se hacen cargo de ejercer una especie de control informal de calidad,46 para cuyo efecto se toman en cuenta las cualidades intrínsecas de la obra y lo que la misma representa en el marco general de la historiografía referente al mismo asunto y a la misma época. También, como lo apuntaba Michel de Certeau, ha de ser mérito exigido a una obra historiográfica el de sugerir posibilidades de nuevas investigaciones y ofrecer para ello un sólido punto de partida.47 Admitamos, sin embargo, que los desarrollos historiográficos no son necesariamente lineales.

Ya se verá, por todo lo que hemos dicho, que el desarrollo del conocimiento histórico no se logra automáticamente con el solo aumento de la masa de información sobre un determinado proceso fáctico, ni siquiera si se trata de referencias a hechos poco conocidos u olvidados, a menos que esas referencias sirvan de apoyo a nuevas interpretaciones históricas. Lamentablemente, la tendencia a pensar que más información significa una mayor calidad en un escrito histórico es bastante frecuente. No siempre el estudio más voluminoso es el que proporciona una visión más comprensiva, sólida e iluminadora de los procesos históricos estudiados. No está por demás insistir en que la historia es en tanto explica, no en tanto informa.48

Procura el historiador ser objetivo en el más alto grado en que le es posible serlo. Por supuesto que no es un problema de mero voluntarismo el que sus escritos se acerquen a lo que podría ser el ideal de una disciplina social que se impone a sí misma la exigencia de ser científica, es decir, de constituir un saber sistemático, riguroso, fundado en datos fidedignos y construido conforme a reglas consensuadas por una bien calificada comunidad intelectual. A la voluntad se le debe sumar siempre el trabajo disciplinado, inteligente, crítico y honesto a toda prueba.

Cuestión siempre controversial es la de si el conocimiento histórico es realmente científico siendo así que no es verificable y que al ponerse en circulación y, sobre todo, al socializarse se mistifica y desvirtúa. Conformémonos entonces con aceptar, como lo proponía Lucien Fevbre, que si la historia no es una ciencia es ciertamente un "estudio científicamente elaborado".49 Dicho sea esto sin olvidarnos de una recomendación que hacía Marc Bloch; escribió este admirable medievalista cuando se hallaba confinado por los nazis en la cárcel donde finalmente murió: "Cuidémonos de no quitarle a nuestra ciencia su parte de poesía... Sería una increíble tontería creer que, por ejercer semejante atractivo sobre la sensibilidad, es menos capaz de satisfacer nuestra inteligencia".50

 

Notas

1 Reinhart Koselleck, Historia/Historia, trad. e introd. de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Editorial Trotta, 2004, 154 p.         [ Links ]

2 Citado en Collingwood, R. G., Idea de la historia. Edición revisada que incluye las conferencias de 1926-1928, trad. de Edmundo O'Gorman y Jorge Hernández Campos, revisada por Rodrigo Díaz Maldonado, ed., prefacio e introd. de Jan van der Dussen, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 228.         [ Links ]

3 Roland Barthes, "El discurso histórico", trad. de Rubén Romero Galván, con la colaboración de Javier Manríquez, Históricas (Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México) 12, mayo-agosto 1983, p. 31.         [ Links ]

4 Ibid., p. 30.

5 Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, trad. de Stella Mastrangelo, 1ª reimp., México, Fondo de Cultura Económica, 2001, 432 p.         [ Links ]

6 Ibid., p. 9.

7 Ibid.

8 Ibid., pp. 40 y 43.

9 Ibid., p. 14.

10 Paul Ricoeur, "Historia y retórica", Diógenes 168, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Humanidades, 1998, p. 17-18.         [ Links ]

11 Frangois Bédarida, "Praxis histórica y responsabilidad", Diógenes 168, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Humanidades, 1998, p. 9.         [ Links ]

12 Michel de Certeau, La escritura de la historia, trad. de Jorge López Moctezuma, México, Universidad Iberoamericana/Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, 1999, p. 57.         [ Links ]

13 Escribió este autor: "La historiografía... lleva en su nombre propio la paradoja... de la relación de los términos antinómicos: lo real y el discurso. Su trabajo es unirlos, y en las partes en que esa unión no puede ni pensarse, hacer como si los uniera". Ibid., p. 13.

14 Alfonso Mendiola y Guillermo Zermeño, "De la historia a la historiografía. Las trasformaciones de una semántica", Historia y Grafía, núm. 4, Universidad Iberoamericana, 1995, pp. 245-246.         [ Links ]

15 Cfr. Ricoeur, "Historia y retórica", p. 12, y del mismo autor Tiempo y narración, I. Configuración del tiempo en el relato histórico, 6ª ed. en español, trad. de Agustín Neira, presentación de Manuel Maceiras, México, Siglo XXI, 2007, p. 305.

16 Ricoeur, Tiempo y narración, I..., p. 154-155.

17 Aaron I. Gurevich, "La doble responsabilidad del historiador", Diógenes 168, trad. de Nina Godneff y Rafael Segovia, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Humanidades, 1998, p. 72.         [ Links ]

18 Bédarida, "Praxis histórica...", p. 6.

19 Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, trad. de Josefina Gómez Mendoza, 3ª ed., Madrid, Alianza Editorial, 1974, p. 208.         [ Links ]

20 Javier Rico Moreno, "Análisis y crítica de la historiografía", en Rosa Camelo y Miguel Pastrana Flores (editores), La experiencia historiográfica. VIII Coloquio de Análisis Historiográfico, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas, 2009, p. 225.         [ Links ]

21 Collingwood, Idea de la historia..., p. 510.

22 Collingwood, "Algunas perplejidades sobre el tiempo con un intento de solución", trad. de Rodrigo Díaz Maldonado, Históricas 82, Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México, mayo-agosto 2008, p. 3.         [ Links ]

23 Lucien Fevbre, Combates por la historia, trad. de Francisco Fernández Buey y Enrique Argullol, Barcelona, Ariel, 1970, p. 21.         [ Links ]

24 Nora Pierre, "La vuelta al acontecimiento", en Jacques Le Goff y Pierre Nora (editores), Hacer la historia, 3 v., Barcelona, Editorial Laia, 1974, v. I, p. 236.         [ Links ]

25 Rodrigo Díaz Maldonado, El historicismo idealista: Hegel y Collingwood. Ensayo en torno al significado del discurso histórico, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas, 2010, p. 21.         [ Links ]

26 Lo cita Barthes, en "El discurso histórico", p. 30.         [ Links ]

27 Pierre, "La vuelta al acontecimiento", p. 235.         [ Links ]

28 Fevbre, Combates por la historia, pp. 43-44.         [ Links ]

29 Ibid.

30 Pierre Vilar, "Historia marxista, historia en construcción", en Jacques Le Goff y Pierre Nora (editores), Hacer la historia, 3 v., Barcelona, Editorial Laia, 1974, v. I, pp. 186-187.         [ Links ]

31 "Si la historia es una construcción, al historiador le gustaría instintivamente que esta construcción fuera una reconstrucción. Parecería, incluso, que esta intención de reconstruir mediante el construir es parte del quehacer del buen historiador", dice Paul Ricoeur en "La realidad del pasado...", p. 202.

32 Collingwood, Idea de la historia..., p. 467.

33 Ibid., p. 343.

34 Mendiola, y G., Zermeño, "De la historia a la historiografía...", p. 259.

35 Collingwood, Idea de la historia..., p. 458. Vid. también pp. 329-330.

36 Tomo la referencia de Rodrigo Díaz Maldonado, "Vicios y virtudes de los estudios historiográficos", en Camelo y Pastrana, La experiencia historiográfica. VIII Coloquio de Análisis Historiográfico, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas, 2009, p. 131.         [ Links ]

37 A. Mendiola y G. Zermeño, "De la historia a la historiografía...", p. 251.

38 Cfr., Fevbre, Combates por la historia, pp. 22-23.

39 Vid. Ricoeur, Tiempo y narración..., p. 294.

40 Ibid., pp. 133 y 134. En realidad, la referencia a la trama es recurrente en la obra de Ricoeur.

41 Ibid., p. 295.

42 Vid. Rosa Camelo, "La totalidad del texto", en Camelo y Pastrana (editores), La experiencia historiográfica. VIII Coloquio de Análisis Historiográfico, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas, 2009, pp. 11-22.

43 Ibid., p. 13.

44 Fevbre, Combates por la historia, p. 44. Se lee en otra parte de esta obra: "Plantear un problema es, precisamente, el comienzo y el final de toda historia. Sin problemas no hay historia", p. 42.         [ Links ]

45 Vid., Ricoeur, "Historia y retórica", pp. 12-14.

46 La expresión "control de calidad" aplicada para el caso lo hace Esteváo de Rezende Martins en su artículo "Historia y teoría en la época de los extremos", Ensambles. Revista de Investigación Social, Núm. 1, Universidad de Sonora-División de Ciencias Sociales, enero-junio 2010, p. 203.         [ Links ]

47 Certeau, "La operación histórica", p. 25.         [ Links ]

48 El exceso de información ociosa se advierte también frecuentemente en lo que denominamos aparato crítico o erudito, o sea, el conjunto de notas de pie de página, que es una especie de apéndice del texto principal, de inclusión obligada por cuanto que sirve entre otras cosas para acreditar las referencias de información o de juicio que hace el autor del escrito y porque, al incluirlo, se cumple, como decía Bloch, con "una regla universal de probidad". Bloch, Apología para la historia..., p. 103.

49 Fevbre, Combates por la historia, p. 40.         [ Links ]

50 Bloch, Apología para la historia..., p. 44.

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