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Tzintzun

versión impresa ISSN 0188-2872

Tzintzun  no.48 Morelia ene./dic. 2008

 

Artículos

 

Guerra y violencia durante la Revolución de Independencia de México

 

War and violence during the Mexican Independence Revolution

 

La guerre et la violence pendant la Révolution de l'Indépendance du Mexique

 

Marco Antonio Landavazo

 

Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Correo electrónico: marcolandavazo@yahoo.com.mx

 

Recibido: 16/04/2008.
Aceptado:25/06/2008.

 

Resumen

La violencia colectiva es un fenómeno crucial para entender el proceso de la independencia mexicana y algunas de sus dimensiones sociales, pero no contamos con un estudio comprensivo sobre el tema pues los trabajos existentes resultan ser muy parciales, tanto por los aspectos particulares que analizan como por las visiones polarizadas que denuestan o alaban la violencia insurgente o realista. El propósito de este trabajo es entonces realizar una primera aproximación al tema de la violencia colectiva durante la guerra de independencia de México, a partir de una propuesta de caracterización de ese fenómeno, que parte de una distinción entre violencia subversiva y violencia represiva. Después de analizar las expresiones concretas de cada una de esas dos categorías, se ofrece una evaluación acerca de estas nociones y los significados subyacentes en los actos de violencia observables en la guerra.

Palabras clave: Violencia, independencia de México, insurgencia, gachupines, asesinato político, Hidalgo, Morelos.

 

Abstract

Collective violence is a crucial phenomenon in order to understand the process of Mexican independence and its social dimension. But there is not a comprehensive study on the topic because the existing works are partial, due to the particular aspects they analyze or because of the polarized visions with which they attack or defend independent or royal violence. The purpose of this paper is to approach the topic of collective violence during the Mexican Independence War, by characterizing this phenomenon and making the distinction between subversive violence and repressive violence. After analyzing the two categories, an evaluation of the two categories and its underlying meaning of violent acts that can be observed is offered.

Key words: Violence, Mexican Independence War, Insurgency, gachupines (Spaniards), Political assassination, Hidalgo, Morelos.

 

Résumé

La violence collective est un phénomène crucial pour comprendre le processus de l'indépendance mexicaine et quelques des ses dimensions sociales. Nous ne comptons pas avec des recherches sur le thème, car les travaux existants sont partiaux tant pour les aspects particuliers qu'on analyse que pour les visions extrêmes qui injurient ou font des éloges de la violence insurgent ou royaliste. L'objectif de cette recherche c'est de réaliser un premier approchement au thème de la violence collective pendant la guerre de l'indépendance du Mexique, à partir d'une proposition de caractérisation de ce phénomène. Nous partons de la distinction entre la violence subversive et la violence répressive. Après analyser les expressions concrètes de chacune des ces deux catégories, nous offrons une évaluation des notions et des significations qui subjacent dans les actes de violence observés dans la guerre.

Mots clés: Violence, Indépendance du Mexique, insurgent, gachupines (des espagnols péjorativement) assassinat politique, Hidalgo, Morelos.

 

El tema de la violencia colectiva durante la guerra de independencia resulta fundamental para entender este proceso histórico, pero a la fecha no contamos con un estudio comprensivo. Existen desde luego algunos trabajos más o menos recientes, pero que se han hecho atendiendo a uno de los bandos en pugna, es decir, mientras que algunos autores se han acercado a la violencia popular y a la violencia insurgente, otros han dirigido su mirada más bien a las campañas represivas del gobierno virreinal. Se han publicado, por otro lado, interesantes estudios que tratan sin embargo únicamente algunos aspectos de la violencia en la guerra: la formación y participación de bandidos y su relación con la insurrección, la actuación de algunos jefes militares, motines y tumultos, actos diversos de terrorismo.1

El tema es en verdad importante, pero todavía privan visiones y posiciones muy polarizadas, que se fraguaron desde los tiempos de la guerra y que perviven aún en nuestros días. Estas visiones parciales, casi antitéticas, son, por un lado, aquellas que condenan la rebelión iniciada por Hidalgo como un movimiento sanguinario y destructor aunque poco o nada dicen de la violencia realista; y por el otro aquellas que minimizan, justifican o niegan los hechos violentos de los insurgentes al mismo tiempo que cuestionan agriamente las crueldades de la represión gubernamental. Los historiadores y oradores que se sitúan en uno u otro extremo pecan, pues, de parcialidad, al mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Entre los primeros destacan sin duda Lucas Alamán y José María Luis Mora. Para este último la revolución de 1810 fue "tan necesaria para la consecución de la independencia como perniciosa y destructora del país". Según Mora, los errores de la revolución, su duración, sus dirigentes y los medios empleados contribuyeron "a la destrucción" del país. El juicio de Alamán no es menos duro y sumario. En su Historia de México se refirió así a la insurrección: "¡Reunión monstruosa de la religión con el asesinato y el saqueo: grito de muerte y de desolación que habiéndolo oído mil y mil veces en los primeros días de mi juventud, después de tantos años resuena todavía en mis oídos con un eco pavoroso".2

Pero todavía hoy encontramos historiadores que hacen suya una visión digamos negativa de la guerra. En el número de septiembre del 2002 de la revista Nexos, el llorado don Luis González se refirió a la insurrección como "el incendio de los curas", calificándola de guerra "muy sangrienta" que puso a la Nueva España en una situación "lamentable, de desastre". Con menos ponderación, Josefina Vázquez afirmó en la misma revista que tras once años de guerra, de desorden, de dilapidación de la riqueza, de la muerte de la mitad de la fuerza de trabajo, del abandono de obrajes, campos y minas, "el desastre se había consumado".3

El reverso de la moneda lo tenemos en textos como los de Carlos María Bustamante, algunos discursos cívicos septembrinos del siglo XIX y algunos trabajos de reciente publicación. En su Cuadro histórico de la Revolución Mexicana de 1810, Bustamante afirmó categórico, con evidentes propósitos justificadores, que la voluntad del cura Hidalgo no fue la de matar gachupines, y que si llegó a decretar algunos suplicios lo hizo porque esos españoles se lo merecían por faltar "a la fe prometida" y por maquinar "contra el estado".4 Algo similar su postura a la que han defendido no hace mucho los profesores Martín Tavira y José Herrera Peña, en su libro Hidalgo contemporáneo. Debate sobre la independencia. Para este último, en efecto, las ejecuciones ordenadas por Hidalgo fueron hechas por "razones de Estado".5

El propósito de estas páginas es, por ello, realizar una primera aproximación al tema de la violencia colectiva desde un enfoque global y desde un punto de vista que quiere ser objetivo y dejar de lado prejuicios y nociones preconcebidas. La idea es saber algo más sobre un tema que no sólo resulta esencial para entender la guerra de independencia, sino que toca al corazón de nuestra sociedad actual y al fondo de la naturaleza humana. Porque en efecto, el tema de la violencia, más allá de diferencias sociales, políticas o ideológicas, nos remite a una de las experiencias humanas más fascinantes y más aterradoras.

Contamos ya con suficientes evidencias para empezar a construir una tipología de la violencia, paso inicial y necesario para ir desbrozando el terreno. Podemos formular una primera distinción entre violencia subversiva y represiva, pues aunque similares en esencia, parecen diferenciarse por lo que hace a algunas de sus formas, contenidos y significados. Por el lado de la insurgencia, los principales actos de violencia que hemos encontrado en las fuentes documentales son: a) el homicidio, sobre todo las matanzas de españoles peninsulares; b) los ataques a los pueblos, villas y ciudades; c) el robo y el saqueo; y d) los maltratos, injurias y amenazas. Por lo que respecta al bando realista destacan una variedad de penas y castigos por un lado, diversas modalidades del ataque a pueblos y villas que se consideraban infidentes, y una miríada de actos muy cercanos al terrorismo oficial.

 

La violencia subversiva

Las diferentes expresiones de la violencia insurgente estaban desde luego vinculadas entre sí. Al asedio, ataque y ocupación de una localidad le seguía la amenaza y las injurias, el saqueo y la destrucción, y finalmente el asesinato, sobre todo de los peninsulares ahí donde los había. Entre 1810 y 1815, al menos unas 70 localidades de las intendencias de Guadalajara, Zacatecas, San Luis Potosí, Guanajuato, México y Valladolid –entre ciudades, villas, pueblos y haciendas– sufrieron el embate de grupos insurgentes que las atacaron, ocuparon, saquearon, arrasaron o incendiaron.6 En estos actos no sólo participaban los guerrilleros, pues a menudo muchos vecinos, sobre todo de las clases bajas, se les unían en el pillaje, como ocurrió por ejemplo en Valladolid, San Luis Potosí y reiteradamente en Guanajuato.7

En la ciudad de Valladolid, tras la entrada de Hidalgo y sus tropas en octubre de 1810, tuvo lugar durante varios días la práctica del robo a casas y comercios propiedad de españoles, que ni los mismos líderes podían contener, lo que hizo necesaria la intervención de Ignacio Allende, el hombre más importante de la insurrección después del cura Hidalgo, auxiliado de otros jefes y de un cañón. El gobierno insurgente que se instaló en Valladolid prohibió formalmente los robos por medio de un bando, medida que si bien logró contener los saqueos públicos fue incapaz de impedir una especie de robo hormiga que afectó, entre otras, las casas del obispo Manuel Abad y Queipo y otros eclesiásticos que habían abandonado la ciudad. Según el testimonio de un testigo presencial, este tipo de saqueo clandestino no podía ser impedido porque los participantes se amotinaban y apedreaban a los guardias que trataban de hacerlo.8

El asedio y ataque insurgente a pueblos y villas que no mostraron disposición para unirse a la causa rebelde fueron una constante en los primeros años de la guerra. Salvo excepciones, los rebeldes no se hacían fuertes en una plaza sino solían atacar y retirarse, lo cual creaba una situación de amenaza permanente. Un oficio dirigido al virrey Venegas desde Cuautla, para poner un ejemplo, informaba que Morelos asolaba la región de Taxco y que sus fuerzas no dejaban de "hacer sus correrías por los pueblos comarcanos e inmediatos a esta cabecera, robándolos, vejándolos a todos, con toda clase de violencias, tratando de desordenar el gobierno y promoviendo la insurrección".9

Eran constantes las cartas e informes que reportan el temor que sentían los vecinos de muchas localidades de ser atacados por los insurgentes, la desazón en la que vivían y los maltratos, injurias y amenazas que solían padecer. Por supuesto que éstas aparecen, frente al exterminio de personas y pueblos, como algo menor. Sin embargo, eran actos que contribuían a crear un clima de temor e incertidumbre. El informe antes citado refería que cerca de cien insurgentes habían entrado al pueblo de San Mateo Tetecala, y que "habiendo mandado a su gobernador Don José Vicente pusiese dos correos para que examinase si en la hacienda de San Vicente había europeos, por no haberlo verificado lo maltrataron de palabras, le infirieron cintarazos y por fin se lo llevaron preso para Haltizapan". Por su parte, el cura de Irapuato informaba al obispo de Michoacán Abad y Queipo de los "continuos atentados" que sufría, como el ocurrido en una ocasión en la que llegaron a entrar a su casa "con el fin de saquearla", le asestaron tiros de fusil y piedras "porque había sacado el santísimo para aquietarlos", y lo obligaron a entregarles dos mil pesos "para evitar el saqueo del mismo convento". Eran tan continuas las amenazas de los insurgentes se quejaba el cura, y cada vez se enfurecían más contra él por ser "amigo y protector de los europeos", que tuvo que huir hacia Querétaro, dejando a algunos eclesiásticos de su confianza encargados de las labores de su parroquia.10

Una representación de algunos vecinos de la ciudad de Zacatecas, enviada al Consejo de Regencia, expresaba sin rodeos la angustia y la inseguridad que padecían en especial los peninsulares, ante una rebelión que desde sus inicios adquirió un carácter antigachupín: "V.M. no puede ignorar que nuestra espantosa persecución sigue con furor: ninguno de nosotros vive seguro en su casa, en la calle, en los caminos". Señalaban también los zacatecanos una suerte de inversión del orden social que había traído consigo la insurrección, el mundo al revés que experimentaban ahora, su conversión de españoles a gachupines: "el sobreescrito honroso de hijos de la península, que debía servirnos de salvaguardia, es la señal odiosa de nuestro exterminio: a cada paso, a cada descuido sucede un asesinato".11

Estos asesinatos y ejecuciones de españoles europeos fueron sin duda, una de las expresiones más conspicuas de la violencia subversiva, pues éstos, los europeos, se convirtieron en el objeto por excelencia de la hostilidad popular. La rebelión del cura Miguel Hidalgo, al levantarse con el grito de ¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!, exacerbó resentimientos antiguos. Días antes del estallido de la insurrección, la conspiración de Querétaro, cuyo descubrimiento y denuncia sirvió de ocasión para la rebelión, fue acusada de plantearse como propósito "degollar a todos los españoles".12 La propaganda insurgente confirmó ese sentimiento de animadversión, pues el objetivo de la guerra, como se señalaba en una de las primeras proclamas de Hidalgo, era "poner a los gachupines en su madre patria" porque se oponían, con su codicia y tiranía, a la felicidad temporal y espiritual de los americanos.13

La hostilidad y la muerte de peninsulares caracterizaron, de ese modo, a la primera fase de la insurgencia. En el pueblo de Dolores, el cura Hidalgo apresó a 17 europeos que llevó consigo hacia San Miguel el Grande. Allí aprendió a otro tanto, y lo mismo hizo en Chamacuero y en Celaya, hasta llegar a Guanajuato.14 En esta ciudad minera se produjo entonces el primero y el que es quizá el más virulento asesinato colectivo: cerca de 300 gachupines, casi todos los que se encontraban refugiados en la alhóndiga de Granaditas, fueron balaceados, acuchillados y apaleados a manos de una multitud enardecida que hizo caso omiso de la rendición y el deseo de capitular.15 En palabras de un testigo presencial, era difícil "hacer una pintura de la desolación, la falta de humanidad y la horrorosa vista que todo presentaba".16

De allí se siguió una oleada de asesinatos cometidos en las personas de los españoles europeos. Los casos más sonados fueron sin duda los ocurridos en algunas de las principales ciudades del virreinato, como Valladolid, San Luis Potosí y Guadalajara. En la primera Hidalgo ordenó sacrificar a por lo menos 60 peninsulares, quienes fueron degollados y fusilados en las afueras de la ciudad; una cantidad menor fue ejecutada en San Luis Potosí y otras poblaciones relativamente cercanas como Charcas, Matehuala y Real de Catorce; mientras que en Guadalajara, según el propio testimonio del cura Hidalgo, fueron asesinados alrededor de 350.17

Los asesinatos cometidos por los insurgentes y sus seguidores tuvieron lugar en otros pueblos y villas del virreinato, y alcanzaron también a algunos criollos. En diciembre de 1810 el virrey Venegas comunicaba al general Félix Calleja haber recibido la noticia de que en Zapotlán el Grande los indios se habían levantado y habían pasado "a cuchillo a todos los blancos sin distinción de europeos ni americanos", mientras que en San Felipe habían dado "la misma inhumana muerte a ciento treinta y tantos", de tal suerte que, considerando los sacrificados en Guanajuato y en Valladolid, el virrey llevaba una cuenta de 600 asesinatos.18 Existen testimonios de más muertes cometidas en otras localidades novohispanas, como las ocurridas en diversos pueblos de lo que en ese entonces era la Intendencia de México: Calpulalpan, Atlacomulco, Amecameca.19

El asesinato y la ejecución de peninsulares fueron una expresión de la violencia rebelde tan compleja que admite a su vez una caracterización, en función de sus fines, objetos, medios, participantes, formas y/o intensidad. Por ello hemos postulado en otro lado una primera distinción entre la vía tumultuaria del gachupinicidio y la ejecución organizada de peninsulares. Mientras que la primera tendía a tener un carácter más o menos espontáneo y su protagonista era la multitud, la segunda fue el resultado de una orden expresa de los líderes rebeldes. Esta distinción es tan sólo un esquema inicial que precisa de matices pues en cada uno de esos dos tipos es posible encontrar variaciones nada desdeñables que deberían llevarnos a formular a su vez una subclasificación, tarea que desborda los alcances de este trabajo.20

Pero digamos, para ilustrar el aserto anterior, que son diferentes en efecto la matanza de Granaditas (hecha a plena luz del día, y llevada a cabo por una muchedumbre enardecida) de las ejecuciones ordenadas por Hidalgo en Valladolid y Guadalajara (efectuadas en la madrugada, en parajes alejados, sin mediar juicio alguno, y a partir de la decisión exclusiva del cura). Como diferentes son éstas de las más de 200 ejecuciones ordenadas por Morelos en Tecpan y Zacatula, en febrero de 1814, tras la conocida derrota rebelde en Puruarán, la posterior captura de Mariano Matamoros, la propuesta de canje que hizo Morelos, la negativa del virrey y el fusilamiento de Matamoros, pues en esa decisión el líder rebelde pidió autorización al Congreso de Chilpancingo, como buscando de esa forma legitimar una decisión difícil y terrible de suyo.21

 

La violencia represiva

Las respuestas del lado realista fueron tanto o más violentas que las agresiones insurgentes, pues una vez desatada la insurrección, el poder virreinal reaccionó como una bestia herida y acosada, con furor y miedo. La guerra civil de 1810 se volvió rápidamente en lo que se vuelven todas las guerras, o sea, una espiral de agresiones y crueldades que parecían sucederse sin solución de continuidad. Ante la rebelión, las fuerzas del orden respondieron como si hubiesen leído el Antiguo Testamento, aplicando una suerte de ley del Talión en versión reloaded, por decirlo así. Por lo demás, la estrategia de lucha rápidamente adoptada por los insurgentes, la guerra de guerrillas, dificultó las tareas contrainsurgentes y dio pie a una respuesta militar encarnizada, muy allegada al terrorismo oficial.

Además del asedio y ataque a pueblos y villas consideradas proclives a la insurgencia, cuyas modalidades fueron similares a las practicadas por los rebeldes –la ocupación, el saqueo, el arrasamiento y el incendio–, el gobierno virreinal aplicó diversos castigos a los capturados, que iban desde la pena de muerte por horca, fusilamiento o decapitación, hasta diversas formas de tortura como los azotes o las baquetas, pasando por el destierro, la cárcel, el envío a los presidios, el trabajo forzado en obras públicas o en los navíos oficiales, y la confiscación de bienes.

Un ejemplo que puede ilustrar el asunto de las penas impuestas por el gobierno a los sediciosos es una lista de las sentencias pronunciadas por el Consejo de Guerra Militar establecido por el general José de la Cruz, fechada en Guadalajara el 28 de mayo de 1811. En ella se consignan 42 reos sentenciados a la horca y 9 al fusilamiento, 20 a presidio, 7 a presidio y baquetas, 5 a presidio y azotes, 1 a azotes y cárcel, 1 sólo a azotes, 4 al destierro, 2 a la cárcel, 2 a bajeles, 5 a obras públicas. Los delitos por los cuales fueron condenados eran diversas modalidades de la participación en las filas insurgentes, desde la muerte de peninsulares hasta el robo de pólvora, ganado y otros bienes, pasando por la labor de proselitismo y el proferir palabras sediciosas.22

Sin embargo, y como suele suceder en estos casos, la justicia terminó por militarizarse, vale decir, se sujetó a la lógica y a los imperativos de la guerra y la represión. En algunos casos el gobierno y los militares llevaron a cabo juicios civiles y militares en los que se imponían las diversas penas a los capturados, justo como en el ejemplo anterior; pero en muchos otros se impuso la necesidad, la prisa, la intolerancia, la impiedad o todo eso a la vez, y se ejecutaron juicios sumarios y a veces sumarísimos: una suerte del clásico porfiriano "mátalos en caliente", avant la lettre desde luego. Y en otros casos más ni siquiera hubo juicio, como se ve en este par de testimonios ofrecidos por Alamán: el del comandante del batallón urbano de Querétaro, Fernando Romero Martínez, quien tenía fama de quitar la vida él mismo a muchos prisioneros que todavía se encontraban atados de las manos; o el de lldefonso de la Torre, quien hacia septiembre de 1811 sitió el cerro del Moro, cercano a San Juan del Río, en donde se habían refugiado varias familias insurgentes, a las que atacó sin piedad, sin distinción de edad o sexo, y a quienes sometió, sin ninguna formalidad de por medio, a "una horrenda carnicería" según Alamán.23

Otro aspecto de esta militarización de la justicia se observa también en algunos juicios seguidos a clérigos relevantes como Hidalgo, Morelos o Matamoros, en los cuales se produjo un ostensible avasallamiento militar en materia judicial. En el de Hidalgo, por ejemplo, fue clarísima la manera en que la jurisdicción eclesiástica se subordinó a los imperativos militares de imponer la máxima pena al reo en un tiempo perentorio, como observó con atingencia Carlos Herrejón hace ya algunos años: la ausencia del comisionado del obispo de Durango en los interrogatorios o la falta del juicio de degradación previo al dictamen en que se pedía la pena capital. O en el de Matamoros, donde el necesario juicio para despojarlo de la inmunidad eclesiástica para ser pasado por las armas brilló por su ausencia. O, en fin, el famoso bando de Venegas de 25 de junio de 1812, base jurídica en la que se apoyaron precisamente los jueces de Matamoros y Morelos, en el que se daba carta abierta a los jefes militares para ejecutar sin mayores trámites a los clérigos insurrectos.24

Pero más llamativo, y más expresivo de la violencia excesiva que trajo la guerra, fue un fenómeno crucial: la vía del terror por la que transitó a menudo la labor represiva del gobierno y el ejército. Entre los militares que se destacaron por su extremo rigor en las tareas de represión estaban Félix Calleja, nombrado más tarde virrey de la Nueva España, el general José de la Cruz y el teniente coronel Torcuato Trujillo. El primero informaba al virrey Venegas, sea por caso, que al salir de Irapuato a finales de noviembre de 1810 se vio en la necesidad de dar un ejemplo de "terror y escarmiento" en ese pueblo "insolente y osado", en donde se había arrancado un bando sobre indulto que había mandado fijar. Al no poder descubrir al culpable de ese "ultraje hecho a la potestad del gobierno", Calleja mandó aprehender a más de 40 sospechosos de los cuales sorteó a uno de cada diez para que se les aplicara la pena capital.25 De la Cruz, por su parte, dirigió a Calleja un oficio en diciembre de 1810 en el cual le informaba que las tropas a su mando pasaban a las armas y reducían a cenizas a los rebeldes que encontraban, pues las órdenes que había dado eran que llevaran "el terror y el exterminio por todas partes si esta canalla rebelde no están en su deber".26

La respuesta de los militares a la insurrección fue más allá del castigo que se impone a cualquiera que haya cometido un delito, para llegar en ocasiones a convertirse en un acto de represión brutal e indiscriminada. En efecto, en algunos casos la represión alcanzó no sólo a los rebeldes sino a la población civil, a la que se acusó a menudo de ser indiferente o cobarde. De esto da cuenta el bando que Calleja emitió en Silao, en la Intendencia de Guanajuato, el 12 de diciembre de 1810, en el que señalaba la existencia de individuos que habían visto las crueldades de los insurgentes con "indiferencia criminal o con una cobardía culpable". Para hacer frente a esa conducta en su opinión reprobable, dispuso que en el pueblo donde fuese asesinado un soldado, un funcionario gubernamental o un vecino honrado "se sortearan cuatro de sus habitantes sin distinción de personas por cada uno de los asesinados, y sin otra formalidad" fuesen "pasados inmediatamente por las armas".27

La contrainsurgencia, en no pocas ocasiones, se decantó por una especie de espectáculo de la destrucción, la destrucción de cuerpos y pueblos rebeldes. Entre los primeros, destacó el descuartizamiento de los cuerpos yacientes de insurgentes ejecutados. A varios líderes insurgentes, después de muertos, se les cortaba la cabeza para exhibirla. Hay varios testimonios al respecto, pero el más notorio es sin duda el del propio cura Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y José Mariano Ximénez, cuyas cabezas, tras ser aprehendidos el 21 de marzo de 1811 en Acatita de Baján, juzgados en Chihuahua y posteriormente ejecutados, fueron enviadas a Guanajuato y expuestas en jaulas en las esquinas de la alhóndiga.28 Otros insurgentes presos fueron ejecutados y sus cuerpos descuartizados o arrastrados por caballos en las principales calles de los lugares donde se ejecutaba el castigo, como sucedió con los rebeldes José Antonio Torres y Benedicto López, quienes asolaron las regiones de Guadalajara y el oriente de Michoacán respectivamente.29

 

Este "espectáculo" adoptó formas y propósitos diversos. Véase el caso del jefe militar José María de Régules Villasante, quien ordenó en febrero de 1812 cortar las orejas a veintitantos indios en el pueblo de San Juan Teposcolula, a quienes hizo poner debajo de la horca y dejó expuestos al público durante todo el día. O el del capitán Juan Bautista de la Torre, quien después de atacar varios pueblos del valle de Toluca en el mes de marzo de 1811, fusiló a Francisco Marín, alcalde de San Mateo, cuyo cuerpo hizo colgar de un árbol con un cartel en el pecho que rezaba "Por traidor a Dios y al Rey".30 O, sea por caso también, el informe dado a Pedro Celestino Negrete sobre la aprehensión del rebelde José Antonio Torres, en abril de 1812, en el que se decía que de sus 400 acompañantes, quienes no habían muerto merced a los filos de las bayonetas, lo habían hecho "asados por haber quemado yo –aseveró ufano José Antonio López Merino– las trojes donde se metieron".31

La estrategia realista arremetió contra los pueblos de igual forma que hizo con los cuerpos de los rebeldes: con el propósito de destruir, de arrasar. Y fue el fruto, por lo menos en algunos casos, de una política deliberada. Véase si no un par de proclamas del interesante comandante José de la Cruz: una de diciembre de 1812, en la que se refería a los insurgentes como "unos monstruos producidos por el infierno" a quienes era preciso "matar o perseguir como bestias feroces"; y otra de enero de 1811 en la que amenazaba con incendiar y exterminar aquellos pueblos que, una vez indultados, volviesen a rebelarse.32 Muchos de estos pueblos rebeldes fueron efectivamente arrasados, quemados, borrados del mapa, y algunos con más suerte fueron simplemente atacados y/u ocupados.

El ejército realista atacó, ocupó, incendió o arrasó, entre 1811 y 1813, por lo menos 160 villas, pueblos, ranchos y haciendas de las Intendencias de Guanajuato, San Luis Potosí, México, Guadalajara, Zacatecas y Valladolid. En algunas localidades se realizaron ejecuciones selectivas, como en La Barca y Colima, La Piedad, Pénjamo, Acatlán, Atlixco y Sultepec; otras fueron tan sólo ocupadas como Zapotlán, Juchipila, Zamora, Jiquilpan, Salamanca o Ixmilquilpan. Pero en algunos casos se arrasó, como ya señalamos, con la localidad entera, como ocurrió en Zitácuaro, Santa María, San Andrés, San Mateo, San Bernabé, San Francisco, San Juan, Timbineo y San Miguel, en la intendencia de Valladolid; o Tenango, Nopala, Los Remedios y Orizaba en la intendencia de México.33

Podemos mencionar otros ejemplos: el ya citado Juan Bautista de la Torre quemó algunos pueblos aledaños a Toluca en marzo de 1811 ya mencionados: San Francisco, San Miguel y San Mateo. El mismo capitán De la Torre fue enviado un mes después a reprimir el pueblo de Jocotitlán, en la subdelegación de Ixtlahuaca, en donde había ocurrido un tumulto que terminó en la muerte del subdelegado; el 15 de abril informó al virrey que había dejado 400 cadáveres en el campo y que el pueblo "quedó bien castigado", esto es, había sido reducido a cenizas. Rosendo Porlier destruyó el pueblo de San Juan Evangelista, también en las inmediaciones de Toluca, en septiembre del mismo año. Y el también ya referido jefe Régules incursionó en el pueblo de San Juan Tepescolula, en la zona de la Mixteca, en febrero de 1812, en donde ordenó fusilar a los prisioneros insurgentes y quemar las casas en las que acopiaban semillas.34

 

Nociones y significados

En los actos de violencia colectiva observables durante la guerra de independencia mexicana podemos encontrar una multiplicidad de significados y de nociones subyacentes. Por lo que hace a la violencia insurgente y popular, la primera idea que viene a la mente es la de una catarsis social: parecería adivinarse en varios de sus actos un desfogue de tensiones contenidas, la liberación intempestiva de rencores reprimidos. Un testigo presencial de la guerra señalaba con tino que la revolución daba "ocasión para las venganzas de resentimientos antiguos".35 Hay dibujadas en efecto, en la matanza y en la destrucción, las líneas de una acción punitiva, cuyo móvil es un deseo de venganza que no es otra cosa que una forma primitiva del agravio moral, en cuya base encontramos mezclados odios raciales y sociales.36

El saqueo y el sentimiento antigachupín, a los ojos del gobierno virreinal, eran los principales motores de la insurrección. Así lo afirmaba Félix Calleja en una carta enviada al virrey Venegas: el "fuego" de la insurrección continuará, decía, "mientras resida en el ánimo de la plebe de este reyno la inclinación al robo y al pillaje, y el odio que se le ha hecho concebir al europeo".37 Y es que en los actos de pillaje y saqueo se cifraban actitudes diversas, que iban desde las llanamente criminales, hasta una suerte de sentimiento primitivo de justicia social, pasando por el clientelismo y el autofinanciamiento.

El robo y la confiscación de bienes navegaron entre las aguas del simple pillaje y la obtención de recursos para financiar la guerra. Christon Archer ha señalado que la desorganización del movimiento insurgente y el rápido apetito para el pillaje que desarrollaron las huestes de Hidalgo propiciaron que "la mayor parte del botín fue para individuos y no para la causa revolucionaria".38 Debemos de matizar sin embargo esta afirmación, pues una y otra no siempre fueron mutuamente excluyentes. Los líderes insurgentes vieron en los caudales de los españoles peninsulares ciertamente el medio para financiar la guerra, como llegó a afirmar sin rubor alguno Ignacio Allende al corregidor de Querétaro Miguel Domínguez. Pero de igual forma, cuando el mismo Allende hizo saber a Hidalgo que desaprobaba el saqueo de las casas de europeos que las tropas insurgentes hicieron en Celaya, tras la toma de la ciudad el 21 de septiembre de 1810, Hidalgo respondió que "no sabía otro modo de hacerse de partidarios".39 Dicho de otro modo, el pillaje fue visualizado por los líderes insurgentes como un mecanismo clientelar, lo cual desde luego no le restaba su carácter criminal.

Hubo también casos de saqueos que Eric Van Young ha visto como expresivos de un sentimiento primitivo de justicia social, pues el producto del botín era repartido entre el pueblo bajo. Eso ocurrió por ejemplo en Amecameca a fines de 1810 y en Calpulalpan, en abril de 1811.40 En este último lugar, uno de los cabecillas que incitaban al saqueo gritaba: "tomen hijos, que esto es de ustedes", no se asusten "que nosotros no venimos a haceros daño sino a coger gachupines". El caso de Calpulalpan resulta interesante, dicho sea de paso, porque en el saqueo que allí tuvo lugar, según la causa criminal formada al efecto, habían participado no sólo los indios del pueblo sino también algunos "vecinos de razón"41, lo cual habla de la necesidad de desechar una especie de demofobia, muy propia de las elites de la época.

En los asesinatos de europeos encontramos motivaciones y circunstancias diversas, a lo cual nos hemos referido ya en otro lado.42 Mencionaremos únicamente que, consecuentemente con su carácter complejo, encontramos en la base de dichas ejecuciones un conjunto abigarrado de motivaciones: políticas, militares, sociales, económicas, morales, religiosas, psicológicas, personales. Una parte importante de estos motivos están asociados a un trasfondo económico y social, en la medida en que los españoles peninsulares eran la personificación del dominio colonial que para principios de siglo XIX se percibía ya como injusto y tiránico, cercado por una coyuntura de crisis agrícolas y sequías sobre la cual se deslizó la rebelión de Hidalgo. Si a eso agregamos una serie de conflictos locales derivados de abusos administrativos o patronales, y presiones fiscales o sobre derechos y tierras, podríamos afirmar, como hizo Alamán, que en alguna medida se trató de "crímenes de clase".43

Es posible advertir también un difuso pero operante factor religioso en estas ejecuciones, asociado a una imagen casi demoníaca de los gachupines observable en el violento discurso hispanofóbico de las proclamas y manifiestos rebeldes.44 Morelos, por ejemplo, se refirió a la destrucción de la religión a manos de gachupines e hizo un llamado explícito a su exterminio, a liberarse de las manos "impuras y sangrientas" de los peninsulares, dado precisamente su carácter sacrílego.45 Y basta recordar al respecto el episodio harto elocuente, referido por Alamán, según el cual, tras la toma de la Alhóndiga de Granaditas de septiembre de 1810, el populacho revisaba frecuentemente el cadáver del intendente Riaño para comprobar si en efecto tenía cola porque se le suponía judío. El cura de Aculco por su parte afirmó en un impreso que los insurgentes acusaban a los europeos de "hombres traidores, infieles, infames, ladrones, asesinos, judíos y otros dicterios" y cuando eran asesinados "les han registrado sus cuerpos para encontrarles rabos".46

En fin, es posible observar otras nociones y circunstancias que entraron en juego en los asesinatos y ejecuciones de peninsulares. Por ejemplo, la presión que ejercieron algunos de los seguidores de la rebelión, tal y como reconoció el propio Hidalgo en el juicio que le incoaron tras su aprehensión en Chihuahua, sobre las matanzas de Valladolid y de Guadalajara.47 O la soberbia que al parecer invadió por lo menos al mismo Hidalgo, sobre todo durante su estancia en Guadalajara, que lo habría hecho perder el piso y empujado a ordenar las ejecuciones.48 O la frustración que produjeron las derrotas de los insurgentes, a partir de la batalla de Aculco, que llevaron a los líderes rebeldes a adoptar actitudes manifiestas de agresión: justamente tras esa derrota se produjeron las matanzas de Valladolid.

Distintas son las motivaciones y los significados de la violencia represiva, pues ésta se encontraba informada por las nociones de la ejemplaridad del castigo y de la reinstalación del orden. No se trataba únicamente, a los ojos de los cuerpos militares encargados de enfrentar la insurrección, de impartir justicia, sino de enviar un mensaje clarísimo a los infidentes y al pueblo todo, acerca de las terribles consecuencias que implicaba la rebelión.

En la lista de las sentencias pronunciadas por el Consejo de Guerra del general José de la Cruz, que ya citamos líneas arriba, se consigna en el apartado de los sentenciados a la horca que los cuerpos de los reos ejecutados habían sido colgados a la entrada de los pueblos "para escarmiento general".49 El mismo significado tenían las cabezas de los muchos insurgentes pasados a las armas, entre ellas la de Hidalgo, que fueron puestas en lanzas y picas en muchas localidades. La carta que José de la Cruz envió a Calleja en la navidad de 1810, en la que informaba de su entrada en el "infame" pueblo de Acámbaro, situado en la Intendencia de Guanajuato, es muy ilustrativa de la idea de la ejemplaridad del castigo y de las tentativas que rayaban en la obsesión de instaurar el orden a cualquier precio. Decía De la Cruz que la población del lugar estaba ya en un estado de temor por haber visto las ejecuciones de justicia que he hecho esta tarde. Dieciséis han sido pasados por las armas y quedan colgados de cuatro en cuatro en las únicas cuatro entradas principales que tiene, por manera que es un espectáculo bastante horroroso el que tienen delante a todas las horas del día. Si de este modo no hacemos entrar en su deber a esta canalla será preciso dejar una milésima parte solamente viva. Pues es preferible la paz a toda otra consideración.50

Pero también los insurgentes utilizaron la violencia como amenaza. Hidalgo amenazó el 19 de septiembre de 1810 al ayuntamiento de Celaya con degollar a 78 europeos que llevaba presos, si se oponían en su intento de tomar la ciudad. Juan Aldama, por su parte, dirigió un oficio a las autoridades de la ciudad de Valladolid intimando su rendición, el 15 de octubre del mismo año, en el que advertía también que "en caso de resistencia entraría con su ejército a sangre y fuego". Y en una proclama anónima, encontrada a la puerta de algunas casas de las orillas de Teloloapan, se invitaba a los "amados hermanos y compatriotas" a unirse al "partido justo y santo de los insurgentes", para evitar de ese modo "que vuestra sangre sea derramada". Agregaba que sería en vano resistirse al llamado, pues quienes lo hiciesen habrían de perecer "sin duda como a cada instante se está verificando con los que siguen pertinazmente la defensa de los europeos".51

Hay otros aspectos en los que las actitudes insurgentes y realistas parecen acercarse bastante. Los actos de confiscación de bienes para financiar operaciones bélicas, por ejemplo, no fueron exclusivas de los rebeldes. Conocemos el testimonio del oficial José María Reynoso, quien había vendido algunos productos confiscados a los insurgentes, con el propósito de premiar a su tropa y comprar pólvora y municiones.52 De igual forma, el saqueo y la destrucción fue cometida también por los realistas, como ocurrió en Aculco, en noviembre de 1810, donde tropas de Calleja destruyeron unos coches que pertenecían al jefe de la plaza militar de ese pueblo.53

Líderes insurgentes y jefes realistas, aunque cometieron, permitieron y alentaron actos de violencia, compartieron también una preocupación por contenerlos. Entre las tropas del rey esa preocupación parece no haber estado muy extendida, pero conocemos al menos el testimonio del capitán Angel Linares, quien aseguraba en carta dirigida a De la Cruz que a su entrada en Pátzcuaro, en diciembre de 1810, acarició y trató "con mucho agrado" a algunos vecinos, para que perdieran "el miedo a las tropas".54 Los insurgentes, por su parte, expidieron varios bandos y disposiciones que prohibían los saqueos, el robo de mujeres y otros "excesos" como los calificó Hidalgo. Conocemos los que expidieron el propio Hidalgo, José María Morelos, Ignacio Rayón, José María Liceaga y José María Ansorena.55 Las instrucciones dadas por Liceaga en enero de 1813, por ejemplo, imponían la pena de muerte al comandante que, valiéndose de su autoridad, extrajese de las casas a las mujeres de cualquier clase o condición.56

La violencia no sólo iba dirigida contra los enemigos sino también contra los malos elementos de las filas propias. La práctica de cortar cabezas y exhibirlas, tan característica de los realistas, formaba parte también de una de las leyes penales decretadas por la rebelde Suprema Junta Gubernativa. En efecto, todo aquel que se insubordinara "con su acción o palabras" contra el gobierno insurgente sería llevado a la horca y su cabeza debía ser puesta en el lugar donde hubiese cometido el delito.57 Los realistas, por su parte, castigaban a los desertores con la muerte y sus cuerpos eran colgados de un árbol "irremisiblemente a las 24 horas".58

Hay otros aspectos del fenómeno de la violencia que no hemos abordado ahora por falta de espacio, como el de la dimensión discursiva, lo que podríamos llamar el terrorismo verbal que significó tanto a insurgentes como a realistas. Hemos querido ocuparnos de su tipología y de los significados subyacentes, teniendo presente que la también llamada revolución de independencia mexicana no sólo fue parte del proceso de disolución del conjunto monárquico español o de la revolución política y cultural que llevó a la formación de estados nacionales sobre la base del constitucionalismo liberal: fue también, como ha dicho el profesor F.X. Guerra, una vasta conmoción social que produjo, según cálculos de un observador de la época, más de medio millón de muertos.

 

Notas

1 Eric Van Young, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810-1821, México, Fondo de Cultura Económica, 2006, capítulos 14-17;         [ Links ] Moisés Guzmán Pérez, "Los métodos de represión realista en la Revolución de Independencia de México, 1810-1821", en Serrano, J. A. y Terán, M. (Coords.): Los procesos de independencia en la América española, Instituto Nacional de Antropología e Historia, El Colegio de Michoacán, México, 2002, pp. 323-335;         [ Links ] Xavier Tavera Alfaro, "Calleja, represor de la insurgencia" en Herrejón, Carlos (Comp.): Repaso de la independencia, El Colegio de Michoacán, gobierno del estado de Michoacán, Zamora, 1985, pp. 71-89;         [ Links ] Christon I. Archer: "Banditry and Revolution in New Spain, 1790-1821" en Bibliotheca Americana, 1:2 (nov. de 1982), pp. 59-89;         [ Links ] "The Cutting Edge: The Historical Relationship Between Insurgency, Counterinsurgency and Terrorism during Mexican Independence, 1810-1821" en L. Howard (Ed.), Terrorism: Roots, Impact, Responses, Nueva York, Praeger, 1982, pp. 29-45;         [ Links ] "La revolución desastrosa: fragmentación, crisis social y la insurgencia del cura Miguel Hidalgo" en Jean Meyer (Ed.), Tres levantamientos populares: Pugáchov, Túpac Amaru, Hidalgo, México, CEMCA, CONACULTA, 1992, pp. 113-132.         [ Links ] William Taylor: "Bandolerismo e insurrección: agitación rural en el centro de Jalisco, 1790-1816" en F. Katz (Comp.), Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX, México, Editorial Era, 2004, pp. 187-222.         [ Links ] Carlos Herrero Bervera, Revuelta, rebelión y revolución en 1810. Historia social y estudios de caso, Miguel Ángel Porrúa, Centro de Estudios Históricos Internacionales, México, 2001.         [ Links ]

2 José María Luis Mora, "México y sus revoluciones", en Obras completas, tomo II, México, Instituto Mora, 1997;         [ Links ] Lucas Alamán, Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon su Independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 Vols., México, Editorial Jus, 1942, tomo I, pp. 243-244.         [ Links ]

3 Nexos, Núm. 297, septiembre de 2002, pp. 27-30 y 33-35.         [ Links ]

4 Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana de 1810, México, INEHRM, 1985, Vol. I, p. 69.         [ Links ]

5 Hidalgo contemporáneo. Debate sobre la independencia, Morelia, Preparatoria Rector Hidalgo, 2003, p. 54.         [ Links ]

6 Juan Ortiz Escamilla, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, El Colegio de México, Instituto Mora, Universidad de Andalucía, Universidad de Sevilla, México, Sevilla, 1997, cuadros 11 y 14.         [ Links ]

7 Archivo General de la Nación, Ciudad de México (en adelante AGNM), Historia, Vol. 116, Exp. 10, fs. 206-207: Relación de Sebastián de Betancourt León, México, 24 de octubre de 1811;         [ Links ] AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, Exp. 96, f. 214-216: Félix Calleja al Virrey Venegas, Querétaro, 13 de noviembre de 1810;         [ Links ] AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 676, s.n.f.: Fernando Pérez Marañón al virrey Venegas, Guanajuato, 28 de noviembre de 1811;         [ Links ] AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 195, fs.256-259v: Fernando Pérez Marañón al mariscal de campo Félix María Calleja, Guanajuato, 13 de diciembre de 1811.         [ Links ]

8 AGNM, Historia, Vol. 116, Exp. 10, fs. 206-207: Relación de Sebastián de Betancourt León, México, 24 de octubre de 1811.         [ Links ]

9 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 769, fs. 66-67: Oficio dirigido al virrey Francisco Xavier Venegas, circa Cuautla, circa 1811.         [ Links ]

10 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 769, fs. 66-67: Oficio dirigido al virrey Francisco Xavier Venegas, circa Cuautla, circa 1811; AHMCR, Fondo Diocesano. Sección Gobierno. Serie Sacerdotes. Subserie Informes. Caja 437, Exp. 1: Carta del Lic. Diego Antonio Salvago al Doctor Don Manuel Abad y Queipo, Querétaro, 6 de mayo de 1811.         [ Links ]

11 Los vecinos de la ciudad de Zacatecas al Rey nuestro señor Fernando Séptimo representado en el Consejo de Regencia de España e Indias, Zacatecas, s.f., Benson Latin American Colection, Universidad de Texas, Austin, Fondo Edmundo O'Gorman, I.2.

12 Lucas Alamán, Historia de México..., tomo I, pp. 338-339.

13 Miguel Hidalgo, "Amados compatriotas religiosos, hijos de esta América", s.l., s.f., en Ernesto Lemoine, La Revolución de Independencia. 1808-1821. Testimonios. Bandos, proclamas, manifiestos, discursos, decretos y otros escritos, Departamento del Distrito Federal, México, 1974, [La República Federal Mexicana. Gestación y nacimiento, vol. IV], pp. 42-44.         [ Links ]

14 Lucas Alamán, Historia de México..., tomo I, pp. 347-357.

15 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 180, f. 75 y 75v: José María Rico a Félix María Calleja, Lagos, 30 de septiembre de 1810.         [ Links ]

16 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, fs. 489-491v: Testimonio de Juan José García, Guanajuato, 8 de diciembre de 1810.         [ Links ]

17 Moisés Guzmán Pérez, Miguel Hidalgo y el gobierno insurgente en Valladolid, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, 1996, pp. 98-99;         [ Links ] "Proceso militar de Hidalgo y demás socios" en Antonio Pompa y Pompa (compilador), Procesos inquisitorial y militar seguidos a Miguel Hidalgo y Costilla, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, 1984, pp. 234-235;         [ Links ] AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, Exp. 96, fs. 214-216: Félix Calleja al virrey Venegas, Querétaro, 13 de noviembre de 1810.         [ Links ]

18 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, Exp. 150, f. 386 y 386v: El virrey Venegas a Félix María Calleja, México, 8 de diciembre de 1810.         [ Links ]

19 Véase para Atlacomulco Eric Van Young, La otra rebelión..., pp. 351-384; y para Calpulalpan y Amecameca Carlos Herrero Bervera, Revuelta, rebelión y revolución en 1810. Historia social y estudios de caso, Miguel Ángel Porrúa, Centro de Estudios Históricos Internacionales, México, 2001, pp. 90-96 y 107-122.         [ Links ]

20 Véase al respecto Marco Antonio Landavazo, "El asesinato de gachupines en la independencia de México" en Mexican Studies/Estudios mexicanos, Universidad de California en Irvine, Vol. 23, Núm. 2, verano del 2007, pp. 47-75.         [ Links ]

21 Archivo General de Indias, A-367: Tomás de Comyn. Apuntes de un viajero, o cartas familiares escritas durante la insurrección del Reino de Méjico en 1811, 12, 13 y 14. Madrid, Imprenta de D. Miguel de Burgos, 1843, pp. 520-522.         [ Links ] Véase también la tercera declaración de Morelos del llamado "Interrogatorio de la capitanía general" en Carlos Herrejón Peredo editor, Los procesos de Morelos, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1985, pp. 418-419.         [ Links ]

22 AGNM, Infidencias, vol. 5, exp. 10, fs. 322-329: "Sentencias pronunciadas por el Consejo de Guerra Militar Permanente Ejecutivo, establecido por el señor Brigadier Dn. José de la Cruz del ejército de la Octava", Guadalajara, 28 de mayo de 1811.

23 Lucas Alamán, Historia de México..., tomo II, pp. 400-404.

24 Véase al respecto Carlos Herrejón Peredo (Ed.), Los procesos de Morelos..., pp. 31-36.

25 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, Exp. 130, f. 307-308v: Félix Calleja al virrey Venegas, Hacienda de Burras, 23 de noviembre de 1810.         [ Links ]

26 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, Exp. 145, f. 363: José de la Cruz a Félix Calleja, Huichapan, 2 de diciembre de 1810.         [ Links ]

27 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, f. 458: "Don Félix María Calleja del Rey, Brigadier de los Reales Ejércitos, Subinspector y Comandante de la Décima Brigada de este Reyno y de las Provincias Internas dependientes y Comandante en Jefe del Ejército de Operaciones contra los insurgentes", Silao, 12 de diciembre de 1810.         [ Links ]

28 "Proceso militar de Hidalgo y demás socios" en Pompa y Pompa (compilador), Procesos inquisitorial y militar..., pp. 297-299 y 307-308; Alamán, Historia de Méjico..., tomo II, p. 226. Guzmán Pérez, "Los métodos de represión...", ofrece algunos ejemplos de esta práctica de cortar y exhibir las cabezas de insurgentes tomados presos.

29 Véase al respecto Guzmán Pérez, "Los métodos de represión...".

30 Lucas Alamán, Historia de México..., tomo III, pp. 153-155 y 355-356.

31 Hernández y Dávalos, tomo IV, doc. 55, pp. 147-148: José Antonio López Merino a Pedro Celestino Negrete Palo Alto, 4 de abril de 1812.

32 Ambas proclamas referidas por Lucas Alamán, Historia de México..., tomo III, p. 229 y tomo II, p. 139.

33 Véase Ortiz Escamilla, Guerra y gobierno..., cuadros 7 y 10. Para el notable caso de la villa de Zitácuaro, sede de la insurgente Suprema Junta Nacional Gubernativa, véase Moisés Guzmán Pérez, Hacia la institucionalización de la insurgencia. La Junta de Zitácuaro, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, 1994 y AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 195, fs. 196-200.

34 Véase Lucas Alamán, Historia de México..., tomo II, pp. 346-353, 355-356, 390-392, y tomo III, pp. 153-155.

35 AGNM, Historia, Vol. 116, Exp. 10, fs. 194-221: Relación de Sebastián de Betancourt León, México, 24 de octubre de 1811.

36 Tal y como lo entiende Barrington Moore, La injusticia. Bases sociales de la obediencia y la rebelión, México, UNAM, 1989, p. 29.         [ Links ]

37 AGNM, Operaciones de Guerra, vol. 103, fs. 249-254v: Félix Calleja al virrey Venegas, Guanajuato, 26 de septiembre de 1811.         [ Links ]

38 Christon I. Archer, "Los dineros de la insurgencia, 1810—1821" en Herrejón, Carlos (Comp.): Repaso de la independencia, El Colegio de Michoacán, gobierno del estado de Michoacán, Zamora, 1985, pp. 39-55.         [ Links ]

39 Alamán, Historia de Méjico..., tomo I, pp. 334-356.

40 Eric Van Young, "Comentario", en Herrejón, Carlos (Comp.): Repaso de la independencia, El Colegio de Michoacán, gobierno del estado de Michoacán, Zamora, 1985, pp. 58-59.         [ Links ]

41 Véase Herrero Bervera, Revuelta, rebelión y revolución en 1810..., pp. 85-92.

42 Marco Antonio Landavazo, "El asesinato de gachupines en la independencia de México", pp. 47-75.

43 Véase Brian Hamnett, Raíces de la insurgencia en México. Historia regional, 1750-1824, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, pp. 19-22 y 131-147;         [ Links ] John Tutino, De la insurrección a la revolución en México. Las bases sociales de la violencia agraria, 1750-1940, México, Editorial Era, 1990, pp. 47-115.         [ Links ] Algunos casos, como el ya famoso tumulto de Atlacomulco estudiado por Van Young, ilustran con detalle el papel crucial, aunque no exclusivo, que desempeñan los agravios locales, en este caso conflictos por la tierra, en el estallido de la violencia social; aunque, ciertamente, el propio autor encuentra, en el episodio de Atlacomulco, significados culturales más profundos que estarían ubicado "más allá" de estos factores socioeconómicos. Véase Van Young, La otra rebelión..., pp. 620-674.

44 Sobre esto véase Marco Antonio Landavazo, "El imaginario antigachupín de la insurgencia mexicana" en A. Sánchez Andrés, T. Pérez Vejo y M.A. Landavazo (Coords.), Imágenes e imaginarios de España en México, México, Editorial Porrúa, CONACYT, UMSNH, 2007, pp. 35-61.         [ Links ]

45 José María Morelos, "Desengaño de la América y traición descubierta de los europeos", Tehuantepec, diciembre de 1812, José María Morelos, "A los criollos que andan con las tropas de los gachupines", Cuautla, febrero de 1812, y Proclama de José María Morelos, Cuautla, 8 de febrero de 1812, ambas en Lemoine Villicaña, La Revolución de Independencia..., 1974, pp. 61-63, 82-84 y 156.

46 Véase Lucas Alamán, Historia de Méjico, tomo I, p. 435. Alamán asegura que esa "fábula ridícula corrió por el populacho acerca de todos los españoles", a pesar de que habían visto sus cadáveres. Exactamente lo mismo señaló el bachiller Manuel Toral, cura de Aculco, en su Suplemento a los desengaños de falsas imposturas, México, en la Imprenta de Arizpe, 1812, en BNM, Colección Lafragua, 181. En Van Young, La otra rebelión..., pp. 786 y 355-364, se ofrece el dato de un cura del pueblo de Jocotitlán, quien en un sermón pronunciado en 1809 calificó a los gachupines de judíos, lo que provocó un motín que intentó quemar varias casas de españoles; y se analiza también una carta de José María Villagrán, un importante líder rebelde y delincuente, en la que se formula referencias antijudías dirigidas a los peninsulares.

47 "Proceso militar de Hidalgo y demás socios" en Antonio Pompa y Pompa, (compilador), Procesos inquisitorial y militar..., pp. 234-235.

48 Alamán, Historia de Méjico, tomo II, pp. 88-90. Habla Alamán sobre el "repentino engrandecimiento" que le hizo a Hidalgo "desvanecer completamente la cabeza". Según esa opinión, el cura contaba con un destacamento de seguridad y acompañamiento al que le llamaba sus "guardias de corps", y en los efímeros días del gobierno insurgente en Guadalajara se organizó una verdadera "sociedad de corte" a cuyas ceremonias y funciones solía asistir; además, reconoció en su causa que recibía tratamiento de "alteza serenísima", y por todo ello, sumado a la declaración de un capitán insurgente según la cual peleaban para "poner al sr. cura en su trono", que Alamán escuchó de viva voz, le hicieron concluir que "se hacía tratar como un soberano".

49 AGNM, Infidencias, Vol. 5, Exp. 10, fs. 322-329: "Sentencias pronunciadas por el Consejo de Guerra Militar Permanente Ejecutivo, establecido por el señor Brigadier Dn. José de la Cruz del ejército de la Octava", Guadalajara, 28 de mayo de 1811.

50 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 170, Exp. 202, f. 566 y v: José de la Cruz a Félix M. Calleja, Acámbaro, 25 de diciembre de 1810.         [ Links ]

51 "Miguel Hidalgo e Ignacio Allende al ayuntamiento de Celaya", Campo de batalla, 19 de septiembre de 1810, en Alamán, op. cit., tomo I, doc. 17, p. 511; AGNM, Historia, vol. 116, exp. 10, fs. 194-221: Relación de Sebastián de Betancourt León, México, 24 de octubre de 1811; AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 467, s.n.f.: Proclama insurgente dirigida a los "Amados hermanos y compatriotas", s.l., s.f.         [ Links ]

52 AGNM, Operaciones de Guerra, vol. 1000, f. 10: José Mariano Reynoso a Félix Calleja, Silao, 1 de abril de 1811;         [ Links ] y AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 1000, f. 11: Félix Calleja a José Mariano Reynoso, Potosí, 11 de abril de 1811.         [ Links ]

53 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 180, f. 196-197: Manuel Perfecto de Chávez a Félix Calleja, Aculco, 9 de noviembre de 1810.         [ Links ]

54 AGNM, Infidencias, Vol. 134, s.n.f.: Angel Linares a José de la Cruz, Pátzcuaro, 30 de diciembre de 1810.         [ Links ]

55 Véase AGNM, Operaciones de Guerra, vol. 4a, f. 79: Bando de Don Miguel Hidalgo y Costilla, Generalísmo de América, Cuartel General de Guadalajara, 1 de diciembre de 1810; Lemoine: op. cit., documentos 26, 30 y 41, pp. 73, 79-80 y 105-106; AGNM, Historia, vol. 116, exp. 10, f. 206: Relación de Sebastián de Betancourt León, México, 24 de octubre de 1811.

56 AGNM, Operaciones de Guerra, Vol. 345, "Instrucción que deberán observar todos los señores comandantes en sus respectivas divisiones, dictadas por S.M. la Suprema Junta Gubernativa del Reyno por medio de Exmo. Sr. Cap. General D. José María Liceaga", Comandancia General en Dolores, 19 de enero de 1813.         [ Links ]

57 Idem.

58 AGNM, Historia, Vol. 116, Exp. 10, f. 206: Relación de Sebastián de Betancourt León, México, 24 de octubre de 1811.

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