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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.32 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2021  Epub 17-Ene-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2021.32.2.483420 

Artículos

El pensamiento de José Enrique Rodó en la obra de Alfonso Reyes1

The Thinking of José Enrique Rodó in the Work of Alfonso Reyes

Raffaele Cesana1  *

1Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, raffa.cesana@gmail.com


Resumen:

En este artículo se hace un análisis de la incidencia que el ideario de José Enrique Rodó tuvo en la obra de Alfonso Reyes. Al leer hoy muchos de los textos del mexicano se advierte la sensación de que el discípulo nunca olvidó las ideas ni los preceptos que el maestro uruguayo le había enseñado: el entusiasmo y el optimismo vital, la ejemplaridad del milagro helénico, la importancia de establecer un proyecto educativo humanista para las jóvenes generaciones, el ideal de una magna patria latinoamericana. Como pretende mostrar este trabajo, el magisterio rodoniano reverberó a través de las inflexiones y porosidades del arte ensayística de Alfonso Reyes.

Palabras clave: José Enrique Rodó; Alfonso Reyes; Ariel; Motivos de Proteo; ensayo; historia intelectual

Abstract:

This article addresses the impact of the ideas of José Enrique Rodó on the work of Alfonso Reyes. In the text, it will be shown how the Rodonian topics reverberated through the inflections and porosity of Alfonso Reyes’ art as an essayist. In fact, in Reyes’ writings we can recognize some of the topics that characterized the thinking of Rodó: the enthusiasm and vital optimism, the importance he attributed to the Hellenic miracle, the significance of establishing a humanistic educational project for young generations, and finally, the ideal of a great Latin American homeland.

Keywords: José Enrique Rodó; Alfonso Reyes; Ariel; Motivos de Proteo; essay; intellectual history

La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador. José Enrique Rodó, Ariel

Entre los originales de la oceánica correspondencia recibida por José Enrique Rodó desde 1884 hasta 1917 que se atesoran en su colección personal (Archivo Literario, Biblioteca Nacional de Uruguay), la única carta de Alfonso Reyes es la de noviembre de 1909. Por ese entonces, el joven ensayista regiomontano tendría que esperar más de un año antes de publicar en París, por la Librería Paul Ollendorff, su primera obra, Cuestiones estéticas (1911), mientras que la editio princeps de Motivos de Proteo, de Rodó, acababa de salir a la venta por la editorial José María Serrano, de Montevideo.

En las tres páginas que dan cuerpo a esta carta escrita con ánimo reverencial, Reyes puso de relieve la incidencia que las enseñanzas del maestro uruguayo habían tenido para su precoz vocación literaria, dejando así presentir el ascendiente que algunas de las ideas rodonianas ejercerían en su obra futura. En este sentido, no deben sorprendernos las reflexiones de quienes han analizado las prácticas literarias e intelectuales de Rodó como una referencia fundamental para Alfonso Reyes y los jóvenes ateneístas. Apuntamos, por ejemplo, a Robert T. Conn quien ha examinado en detalle la importancia de Ariel para la política filológica y los paradigmas educativos y estéticos de Reyes (Conn 2002: 45-80); pero también a Adolfo Castañón, quien considera al autor de Visión de Anáhuac como un estandarte en la custodia de los valores humanistas y lo define como la “última flor del jardín profético de José Enrique Rodó” (2012: 506).

A partir de estas reflexiones y a la luz del objetivo que planteo en el presente artículo, el de investigar y analizar la presencia del ideario rodoniano en la obra de Alfonso Reyes, la lectura de esa epístola de noviembre de 1909 representa un punto de partida imprescindible:

Al Sr. José Enrique Rodó. Recibí, señor, por conducto de Pedro Henríquez Ureña, un ejemplar de “Los Motivos de Proteo” para mí, y otro para mi Padre. Mi padre, distraído ahora por las cuestiones políticas de esta República, y ya de viaje rumbo a Europa, me encomendó que escribiera a Ud. Manifestándole su agradecimiento; y yo lo hago de buena gana, para, de paso, expresarle mi agradecimiento personal. Para mí, que apenas me inicio, con grandes entusiasmos y escasísimas oportunidades de aprender, en los trabajos poéticos y literarios, es un alto honor el que Ud. me ha concedido; y si mucho me regocijó ver una dedicatoria para mí firmada por el Maestro, también me deleitó la lectura del libro, sino que no es oportuno que yo vierta aquí, detalladamente, todas las ideas que me sugirió la lectura. Que no pierda Ud., señor, esta magnanimidad por la que se acerca a los más humildes novicios, ni eche en olvido (y esto lo digo también a nombre de mi Padre), que en este país, tan apartado del suyo, hay oídos que escuchan con veneración sus palabras y manos que esperan con inquietud los frutos que Ud. les lanza por el aire. Actualmente, preparo mi primer libro: un libro de crítica literaria. Acaso lo publicaré a principios del año próximo. Para entonces ¿podré, señor, contar con el consejo de Ud.? Yo le enviaré el primer ejemplar y lo que Ud. me diga después de leerlo (privadamente, se entiende, pues mi súplica no tiene otro fin que el de aprender) lo que Ud. me diga, va a servirme, indudablemente, de clarísima orientación. Muy agradecido y muy honrado por su obsequio, me ofrezco a Ud., para cuando quiera utilizarme, en la calle de San José el Real, nº 16, - en México. Lo saluda respetuosamente Alfonso Reyes (CR, 28520-28521-28521v).2

Dos son los aspectos que considero importante rescatar en esta carta. Antes que nada, las constantes referencias a su padre, el general Bernardo Reyes, nos remiten al papel activo que el futuro autor de Visión de Anáhuac tuvo en la realización de la primera edición mexicana de Ariel. Ésta se imprimió en mayo de 1908 en los Talleres Modernos de Lozano, de Monterrey; tuvo un tiraje de quinientos ejemplares y se distribuyó de forma gratuita entre los estudiantes. Según lo que relata Susana Quintanilla, fue en diciembre de 1907 cuando “Antonio Caso, Jesús T. Acevedo, Alfonso Cravioto, Rafael López, Rubén Valenti, Ricardo Gómez Robelo y los hermanos Henríquez Ureña firmaron una carta dirigida al general Bernardo Reyes, solicitándole que costeara la publicación de Ariel” (2008: 137). Desde principios de 1908, cuando fue a visitar a su familia en Nuevo León, Alfonso Reyes se ocupó personalmente del proyecto editorial; en su carta a Pedro Henríquez Ureña, el 21 de enero, le escribió: “Se me había pasado decirte que Ariel va atrasadísimo, pero que ya me ocupo yo de él, y yo soy muy activo. Saldrá elegante” (Reyes y Henríquez Ureña 2004: 60; cursivas del original).3

Por el otro lado, cabe evidenciar que la estrategia discursiva e intelectual que el joven emisor propone en su carta ―al agradecer a su remitente por el envío de un ejemplar de Motivos de Proteo y pidiéndole consejos útiles para su orientación literaria― se desarrolla a partir de “una representación distintiva del maestro como guía espiritual” (Weinberg 2018: 47). El registro y los temas de la escritura epistolar de Reyes, quizás, sobre todo por ser ésta un medio de comunicación diferida en el espacio y en el tiempo (Barrenechea 1990: 56), apuntan a ratificar la imagen de Rodó “como maestro de la juventud y como defensor de un proyecto educativo humanista capaz de contribuir a que las nuevas generaciones consoliden un ‘parlamento del espíritu’ integrado por letrados con autoridad moral en las sociedades latinoamericanas” (Weinberg 2018: 47).4

A pesar de la distancia generacional (Rodó era casi veinte años mayor que Reyes), el maestro contestó de inmediato a su discípulo con una tarjeta fechada el 15 de diciembre de 1909:

José Enrique Rodó, diputado por Montevideo, saluda afectuosamente a su joven amigo Alfonso Reyes, y en contestación a su amable carta, se complace en manifestarle que espera con el mayor interés el libro que le anuncia, y que tendrá el mayor gusto en darle respecto a él la opinión que le pide; aprovechando la oportunidad para asegurarle el vivo afecto que le inspira la brillante juventud intelectual mexicana, y para retribuir los atentos saludos del señor General Reyes (Rodó 1921: 59-60).

Lamentablemente, a diferencia de lo que ocurrió con otros intelectuales hispanoamericanos, como Francisco García Calderón, Pedro Henríquez Ureña o Rufino Blanco Fombona, quienes mantuvieron con Rodó una correspondencia mucho más amplia, el intercambio epistolar entre Reyes y el Próspero uruguayo se limitó a la carta y la tarjeta que se han comentado. Por esta razón, en su caso, la comunicación escrita no devino en “un intercambio simbólico de ideas capaz de reafirmar los lazos de amistad intelectual entre pares, así como de alterar la relación jerárquica entre maestro y discípulo, en cuanto quien en las primeras cartas se presenta como alumno podrá poco a poco convertirse en un par y aun en un colega” (Weinberg 2018: 60).

Sin embargo, aunque falte entre los dos letrados una verdadera práctica de la sociabilidad intelectual, es evidente que el magisterio rodoniano reverberó a través de las inflexiones y porosidades del arte ensayístico y oratorio del mexicano. Como bien ha señalado Emir Rodríguez Monegal en la nota de las Obras completas de Rodó con la cual presenta la correspondencia de éste con el regiomontano: “Si la correspondencia de Rodó y Alfonso Reyes no pasó de emocionada relación entre maestro y discípulo, la resonancia y el eco (a veces lejano) de la obra de Rodó se sigue escuchando a través de la generosa y magnífica obra de Reyes” (ápud Rodó 1957: 1380-1381). Respecto de la misma idea, también Castañón ha enfatizado el hecho de que la “conexión, la química eficaz de Reyes con Rodó se traduce y cosecha en las no escasas referencias que el mexicano hace del uruguayo a lo largo de su obra y que documentan la fidelidad y constancia de su estima por sus escritos y aun por su vida. Consta que Alfonso Reyes leyó y releyó a Rodó a lo largo del tiempo” (2018: 3).

Esta “química eficaz” que vinculó a Reyes con Rodó, a la que se refiere Castañón, germinó gracias a factores proteicos: antes que nada, “por la alta concepción que el uruguayo tiene de la crítica literaria y del oficio de la lectura como uno de los más altos momentos de la (auto) conciencia humana” (2018: 3). Para Reyes, Pedro Henríquez Ureña y los otros ateneístas, Rodó fue, en su momento, “el estilista más brillante de la lengua castellana”; esos jóvenes mexicanos apasionados por las letras lo eligieron como ejemplo de una prosa moderna que logra ser “transfiguración del castellano, que abandonando los extremos de lo rastrero y lo pomposo, alcanza un justo medio, y se hace espiritual, sutil, dócil a las más diversas modalidades” (Henríquez Ureña 2013: 38). Rodó era el ensayista crítico que se debía leer, por su capacidad de análisis psicológico, “por una erudición extensa y ordenada, una brillante imaginación y una exquisita sensibilidad estética” (38). En este sentido, el juicio de los jóvenes ateneístas puede ayudar a cuantos vuelven hoy a la lectura de la obra rodoniana para ver qué nos dice en la actualidad. De hecho, como bien ha resumido Víctor Barrera Enderle:

Rodó no fue sólo un predicador utopista […], fue un crítico agudo, un lector inteligente de la modernidad occidental y de la formación intelectual latinoamericana. La manera en que supo entrelazar esas dos tradiciones ―que a veces se atraen y a veces se repelen como imanes― le otorgó un soporte sólido a su reflexión y le ayudó a crear herramientas teóricas que aún hoy tienen vigencia: estrategias para combatir, aprovechar y contrarrestar los excesos de nuestros alocados proyectos modernizadores (2013: 11).

El mismo Reyes aclaró las razones de esa química eficaz en “Rodó (Una página a mis amigos cubanos)”, ese palpitante ensayo con el cual, en junio de 1917, homenajeó al maestro uruguayo, quien había fallecido en Palermo unas cuantas semanas antes. Era para Reyes un misterio el arte de ese “fabulista moral”; hasta llegó a preguntarse “qué árabe le enseñó el secreto de la gracia insinuante” (1996h: 136). Según el regiomontano, Rodó era un “[m]aestro de claridad latina, su párrafo es una estrofa de perfecta unidad. […] Era el que escribía mejor y era el más bueno. Su obra se desenvuelve sobre aquella zona feliz en que se confunden el bien y la belleza” (137).

Al mismo tiempo, además de los méritos propios de la gesta de la forma, la enseñanza rodoniana estaba vinculada, para Reyes, con la capacidad de despertar en la conciencia de los intelectuales hispanoamericanos “la noción exacta de la fraternidad americana”, la fe en una “misión solidaria” (Reyes 1996h: 134), que tuviese la mirada fija hacia la utopía de una magna patria. En su propuesta de un ideal latinoamericanista, así como en todo lo demás, Rodó “sabía que el problema está en el espíritu, y que el espíritu tiene que engendrar de por sí sus formas adecuadas” (137).

Por su optimismo vital, su ejemplaridad en la conducta intelectual, así como por su idealismo activo, el autor de Ariel fue uno de esos maestros ilustres que gobernaron las sociedades intelectuales de América: junto a Andrés Bello, Domingo Sarmiento, José de la Luz y Caballero, Juan Montalvo, Ignacio Ramírez, Gabino Barreda, Eugenio María de Hostos, José Martí y Justo Sierra. “Ellos participaban siempre del ‘clérigo’ y del ‘laico’, mezclaban el agua con el vino” (Reyes 1993: 242). Al analizar estos temas, Nicola Miller, en su interesante ensayo Reinventing Modernity in Latin America: Intellectuals Imagine the Future, 1900-1930, señala: “In promoting the possibility of knowledge that was both autonomous and authentic, Ariel offered Latin American intellectuals a gift they found invaluable: hope” (2008: 26).

Sin embargo, a la hora de investigar y analizar la presencia de Rodó en la bibliografía de Reyes, observamos que éste no realizó un preciso trabajo interpretativo de la obra rodoniana. El regiomontano nunca fue un crítico de los ensayos de Rodó, como lo fueron, por ejemplo, Pedro Henríquez Ureña o Federico García Godoy.

Como nos recuerda Ernesto Mejía Sánchez, en la primera nota al pie del capítulo “De cómo Grecia construyó al hombre”, del libro Junta de sombras, Alfonso Reyes conservaba en su biblioteca un ejemplar de Motivos de Proteo y uno de El mirador de Próspero, “con dedicatoria autógrafa de Rodó […] y con muchos subrayados y marcas de su primera lectura” (ápud Reyes 2000b: 478); por su parte, Castañón precisa que “[h]ay al menos diecisiete títulos de Rodó en la biblioteca de la Capilla Alfonsina que se encuentra en Monterrey” (2018: 3). Por cierto, Reyes estudió con entusiasmo a Rodó, pero, más que proponer una crítica de sus ensayos, los releyó, a lo largo de los años, y sacó de ellos algunas ideas centrales que utilizó y citó para exponer sus reflexiones acerca de argumentos heterogéneos.

Al leer hoy algunos textos de Reyes se advierte la sensación de que el discípulo nunca olvidó los preceptos, las ideas-guía que el maestro uruguayo le había enseñado. En este sentido, si consideramos cuánto teorizó Gérard Genette sobre la intertextualidad ―esa “relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, […] la presencia efectiva de un texto en otro”, que el crítico francés definió como el primero y más explícito tipo de transcendencia textual (Genette 1989: 9-10)―, la presencia de los ensayos y las ideas de Rodó en la obra de Alfonso Reyes se concretiza, esencialmente, a través de las prácticas de la cita y de la alusión. De acuerdo con Genette, la primera sería la “forma más explícita y literal” de manifestación de la intertextualidad, vinculada al uso de las “comillas, con o sin referencia precisa” (10). Por su parte, la alusión, como recurso que se activa gracias al conocimiento y la competencia del lector, representaría “un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remite” (10).

La vida nueva 2: “Rubén Darío no es el poeta de América”

El trabajo crítico “Rubén Darío: su personalidad literaria, su última obra”, de Rodó, apareció en Montevideo (Dornaleche y Reyes, 1899), como segundo número de la serie La vida nueva. La entrega inaugural (1897) de esta colección de opúsculos literarios contenía los artículos “El que vendrá” y “La novela nueva”. El poeta nicaragüense decidió utilizar el estudio rodoniano para prologar la segunda edición de Prosas Profanas y otros poemas (1901). Aunque el prólogo de esta publicación apareció sin firma, suscitando una polémica epistolar entre Rodó y Darío, en pocos años la amplia circulación del libro consagró al uruguayo “como uno de los críticos más penetrantes de la lengua española. […] Ningún estudio tan completo se había dedicado a quién ya era, sin disputa, el primer poeta de la lengua. Y su trabajo adquirió pronto categoría de clásico” (Rodríguez Monegal 1957b: 163).

El ensayo se divide en dos partes. Mientras en la segunda Rodó interpreta los distintos poemas del libro de Darío, cuyos versos admira por la “gracia provocativa y sutil, incisiva y amanerada” (1957: 172), la primera parte se abre con la afirmación que suscitó, quizás, más comentarios entre los críticos del máximo representante del modernismo hispanoamericano: “Indudablemente, Rubén Darío no es el poeta de América” (165). Según Rodó, las plumas del cisne nicaragüense eran el personalismo, la pasión por la exquisitez literaria, la atracción por lo exótico y lo artificial, una concepción del arte refinada pero demasiado distante de los problemas sociales y morales: “No cabe imaginar una individualidad literaria más ajena que ésta a todo sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo” (166-167). Finalmente, aunque reconociera la incidencia de la obra de Darío en las letras latinoamericanas, en su ensayo crítico Rodó afirmó:

No será nunca un poeta popular, un poeta aclamado en medio de la vía. Él lo sabe, y me figuro que no le inquieta gran cosa. Dada su manera, el papel de representante de multitudes debe repugnarle tanto como al poeta de las Flores del mal, que, con una disculpable petulancia, se jactaba de no ser lo suficientemente bête para merecer el sufragio de las mayorías… Lejos del vano estrépito del circo, en la “sede del arte severo y del silencio”, como él gusta decir evocando la grave frase dannunziana, pule, cincela, a modo de “un buen monje artífice”, y consulta a los “habitantes de su reino interior” (1957: 169; cursivas del original).

Con respecto a la circulación en México del ensayo rodoniano, cabe señalar que la segunda edición de Prosas profanas y otros poemas ―realizada en París por la Librería de la Viuda de Charles Bouret― fue impresa también en la Ciudad de México. Años más tarde, en abril de 1909, la Revista Moderna de México publicó un fragmento del texto con el título “El pórtico”.

Sin embargo, fue sólo en 1941 cuando Alfonso Reyes se refirió a las opiniones de Rodó acerca del modernismo y citó su idea de que Darío no fuese el poeta de América. Lo hizo en dos ocasiones. La primera fue en “De poesía hispanoamericana”, quinto escrito de la colección Pasado inmediato y otros ensayos, que se publicó ese año por El Colegio de México. Al comparar la Generación del 98 con el nuevo espíritu del movimiento modernista, Reyes afirmó que:

Una y otra revolución proceden de diferentes impulsos, y luego se cambian influencias entre sí. En España, tras el desastre de la guerra con los Estados Unidos, se trata ―sin perder de vista los fines de reforma estética― de enfrentarse con la realidad española, rectificando las falsas perspectivas de la antigua grandeza imperial. En América la revolución es puramente estética, y adquiere un sesgo de universalidad que, de momento, la aleja de las cosas americanas; o, cuando casualmente las aborda, les imprime una leve torsión de estilo. En este sentido, y refiriéndose al Rubén Darío de las Prosas profanas, pudo Rodó hacer suya esta afirmación: “Indudablemente, Rubén Darío no es el poeta de América”. El refinamiento del Modernismo lo alejaba de las ásperas realidades nacionales, de que más bien quería escapar. Su universalidad lo hacía romper las fronteras. Su ambición de escalar las más altas cimas lo hacía disimular toda referencia a la modesta colina habitada por el poeta. El poeta, o quería ser un ciudadano del mundo, librándose de la liga dialectal o postcolonial; o soñaba que vivía en París, la primera urbe literaria, que en muchos casos no llegó a conocer siquiera; o se declaraba morador de un país abstracto y legendario. Como se ha dicho, el Modernismo parece un mentís a las teorías de Buckle y de Taine sobre la modelación por el medio ambiente. El Modernismo es un desquite contra el ambiente (1997c: 257-258).

Reyes volvió a citar la idea rodoniana relativa a la distancia que la poesía de Darío expresaría respecto del contexto americano en “Tierra y espíritu de América”. El artículo, recogido en 1945 en Los trabajos y los días, apareció por primera vez en abril de 1941 en El Nacional, de México. En este trabajo Reyes analizó las distintas posturas de Luis Alberto Sánchez y Marcelino Menéndez Pelayo sobre el papel del paisaje en la originalidad de la poesía latinoamericana. El autor mexicano, como Pedro Henríquez Ureña, fue un devoto admirador del filólogo santanderino, incluso lo definió como “sumo e indiscutible maestro de todo humanismo español” (Reyes 1996f: 234); sin embargo, Reyes sabía muy bien que en los prólogos que preceden a los volúmenes de su Antología de poetas hispano-americanos Menéndez Pelayo no había dedicado el justo espacio al modernismo; y por esta razón, se refirió a las opiniones de Francisco García Calderón y Rodó:

Si Menéndez y Pelayo hubiera tratado del Modernismo ―la verdadera poesía original producida en Hispanoamérica antes del criollismo, a pesar de sus reconocidas influencias europeas, pues el concepto de originalidad poética nunca ha significado la creación ex nihilo, aunque así lo supongan los no avisados―, habría tenido que señalar ese extraño fenómeno de desvío que Coleridge llamaba aloofness, mediante el cual la obra literaria procede a veces en desquite contra la vida. ¡Paradójica revelación inversa de las influencias ambientes! El peruano Francisco García Calderón se preguntaba si el Modernismo no sería un mentís a las teorías de Taine y de Buckle sobre la modelación por el ambiente. Precisamente era entonces la época intermedia de Rubén Darío, el difundido “rubenismo” de las Prosas profanas, que hacía repetir a José Enrique Rodó aquella opinión entonces general, y entonces justificada desde cierto limitado punto de vista: “Rubén Darío no es el poeta de América”, en el sentido de “no es el cantor de América” (1996f: 235).

A diferencia del ensayo “De poesía hispanoamericana”, en el que sostiene que la universalidad y el refinamiento alejaron de momento al modernismo de la realidad latinoamericana, en “Tierra y espíritu de América” Reyes se muestra en parte crítico acerca de la opinión de Rodó. La idea de que Darío no fuese el cantor de América sería justificable sólo desde un cierto limitado punto de vista: el de una crítica del modernismo y su vate, ya lejana respecto a 1941, para la cual era todavía definitoria la reflexión sobre las posibilidades expresivas de un arte latinoamericano que fuese verdaderamente autónomo y dejara de ser un rito cerrado en su torre de marfil.

Ariel: los preceptos del maestro Próspero

El tercer número de la serie La vida nueva, que contenía Ariel, se publicó por Dornaleche y Reyes en febrero de 1900. Después de las primeras dos ediciones montevideanas del mismo año y hasta la séptima de Sempere (Valencia, 1908) que le dio una mayor distribución comercial, la difusión y recepción crítica del ensayo de Rodó se realizaron a través de un proceso lento, pero sin pausas: la tercera edición (1901) se publicó por entregas en la Revista Literaria, de Santo Domingo; la cuarta apareció en 1905 en Cuba Literaria, de Santiago de Cuba; mientras que la quinta y sexta se realizaron en Monterrey y la Ciudad de México, ambas en 1908. De acuerdo con lo que afirmó Rodríguez Monegal, “la fama de Rodó no ha llegado aún más alta que Ariel. Es el libro que lo reveló a un ancho público hispánico; el libro que llevó su palabra a España, a toda América; el libro que sigue asociado indisolublemente a su nombre” (1957a: 201).

Después de la edición regiomontana de mayo de 1908, Porfirio Parra, director de la Escuela Nacional Preparatoria, dispuso otra publicación de Ariel. Esta edición capitalina, que también se distribuyó gratuitamente entre los estudiantes, se encuadra dentro de un más general proceso de revisión y desmantelamiento del positivismo, en particular del comtismo heredado de Gabino Barreda. La elección de Parra de reconocer en la obra de Rodó una precisa autoridad pedagógica nació de la preocupación de reformar el sistema de la enseñanza secundaria: la dimensión moral y estética del ser humano, su complejidad, empezaban a desafiar el poderío de la ciencia y de la organización social, como únicos principios educativos (Martínez Carrizales 2010: 64).

En términos generales, cabe señalar que la recepción de Ariel y del pensamiento rodoniano está en la base de los mecanismos históricos y literarios que determinaron la fundación del Ateneo de la Juventud. Al respecto, en su tesis de doctorado Secret Societies in Latin American Literature: Positioning the Intellectual Elite, Federico Fridman ha subrayado que el grupo ateneísta “adopted important characteristics from the model that José Enrique Rodó provides in Ariel for the formation of an avant-garde of intellectuals and for their interventions in the society” (2014: 131).

Para entender estos aspectos, antes que nada se debe reflexionar sobre el significado que el proyecto de civilización iberoamericana propuesto en Ariel tuvo para esa generación: la obra del uruguayo marcó un momento de síntesis de las aspiraciones y los ideales nuevos que el cambio de siglo conllevó. En este sentido, Alfonso Reyes escribió: “la primera lectura de Rodó nos hizo comprender a algunos que hay una misión solidaria en los pueblos, y que nosotros dependíamos de todos los que dependían de nosotros. A él, en un despertar de la conciencia, debemos algunos la noción exacta de la fraternidad americana” (1996h: 134).

Por su parte, María Elena Rodríguez de Magis señaló que “la influencia de Rodó entre los ateneístas debe ser matizada teniendo en cuenta dos niveles: por un lado, está la coincidencia de aspiraciones que suscita entre los intelectuales mexicanos grandes simpatías e inteligentes comentarios, y por otro lado tenemos un pensamiento más original que contribuyó a dar forma al programa americanista del Ateneo” (1971: 25). La lectura de Ariel permitió a esos jóvenes intelectuales mexicanos encontrar las herramientas conceptuales útiles para “desembarazarse del positivismo” (25) y realizar “una revalorización del espíritu y la cultura latinoamericana” (26).

Con respecto al caso específico de Alfonso Reyes, aunque faltará siempre en su producción ensayística una precisa interpretación crítica de Ariel, cabe observar que las palabras del venerado maestro Próspero dejaron una huella significativa ya desde el primer arranque de su prosa. De hecho, podemos encontrar evidentes rastros arielistas en la “Alocución en el aniversario de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria”, que Reyes leyó frente a sus compañeros en febrero de 1907. En su discurso, el joven preparatoriano aludió claramente a unas de las ideas centrales de los primeros dos capítulos de Ariel: la necesidad de desarrollar la plenitud de la educación, pero también la importancia de los ideales como “secreto de toda humana energía, la causa de todo empuje” (1996a: 315).

De la misma manera, también el prólogo a Cuestiones estéticas que escribió Francisco García Calderón nos ofrece algunas sugerencias. El crítico peruano presentó a Reyes como uno de los representantes de esa “pequeña academia mexicana” que, en “la majestuosa ciudad del Anáhuac, severa, imperial”, se apasionaban por las “libres discusiones platónicas” (1996: 11). En particular, García Calderón se refirió a la nueva edición mexicana del “evangelio laico del gran crítico uruguayo” que se publicó con el apoyo del general Reyes, “gobernador ateniense […] de noble perfil quijotesco”. Finalmente, definió a Alfonso Reyes como un “paladín del ‘arielismo’ en América. Defiende el ideal español, la armonía griega, el legado latino, en un país amenazado por turbias plutocracias” (1996: 12).

Entre las ideas que Reyes tomó de Ariel, una de las más significativas es sin duda la que abre el primer capítulo del ensayo rodoniano. Después de invocar a Ariel como su numen, Próspero sostiene que “el espíritu de la juventud es un terreno generoso donde la simiente de una palabra oportuna suele rendir, en corto tiempo, los frutos de una inmortal vegetación” (Rodó 1957: 203). Con su discours aux jeunes gens, el venerado maestro deseaba colaborar en la organización de un preciso programa espiritual útil a robustecer la personalidad moral y la capacidad de esfuerzo de sus jóvenes estudiantes y así prepararlos a “respirar el aire libre de la acción” (203).

Alfonso Reyes citó la frase rodoniana “la simiente de una palabra oportuna” en dos ocasiones. La primera fue en el ensayo dedicado a “Gracián”, escrito en 1918 e incluido en la serie inaugural de los Capítulos de literatura española (1939). Afirmó que el autor de El criticón y El Héroe “no escribe tratados de retórica ni de ética, sino que se fía de esa plástica trascendental que hace al alma esforzarse por reproducir las formas que ama; y así, entusiasma y excita a la emulación de los grandes modelos. Rodó hubiera dicho que Gracián pretendía sembrar en el espíritu ‘la simiente de una palabra oportuna’” (1996c: 137).

Muchos años después, Reyes recurrió a esta idea de Rodó para hablar de la vocación de Heinrich Schliemann. En “La aparición de Troya”, capítulo 15 de El triángulo egeo (1958), escribió que el arqueólogo prusiano, todavía niño, “se sintió inexplicablemente afligido al oír decir a sus padres que Troya había sido arrasada hasta los cimientos, sin que quedara huella alguna. Tenía ocho años y no más cuando hizo el voto de consagrar su existencia al hallazgo de la ciudad perdida… ¡La vocación, ‘la simiente de la palabra oportuna’ que decía Rodó!” (2000a: 208).

Al escuchar las palabras de Próspero, percibimos la fe de Rodó en la necesidad de que las jóvenes generaciones ingresaran a la vida activa con un programa de renovación basado en el optimismo y la esperanza. Como bien resumió Enrique Anderson Imbert: “Rodó respetó siempre el conocimiento experimental y razonado de la realidad, sólo que lo corrigió con un idealismo activo. Su idealismo no fue ni metafísico ni gnoseológico, sino axiológico. Es decir, que veía al hombre levantándose de la naturaleza y esforzándose hacia ciertos ideales, hacia los valores de bien, verdad, justicia y belleza” (2010: 474). Y el ejemplo de este idealismo activo, este optimismo vital, este entusiasmo juvenil, vividos como acicates de la acción, fue, para Rodó, la civilización de la Antigua Grecia.

Por cierto, Reyes, quien dedicó a la historia y al mundo espiritual de los griegos antiguos una amplia parte de su producción ensayística y poética, compartía con Rodó la ejemplaridad del “milagro helénico”. De facto, en “La insolencia jonia”, cuarto escrito de La afición de Grecia (1960), el regiomontano señaló que “aunque hoy se usa la palabra con temor por si pareciere algo ingenua”, la idea de “milagro helénico” debe permitirnos entender la importancia de una verdadera “‘mutación’ en el pensamiento humano” (2000c: 364). Además, como Rodó, Reyes precisó que “la fase contemplativa del pensamiento griego” siempre estaba acompañada “de una acción vigorosa y de un vivo anhelo de ejecución” (364). Finalmente, es en la base de estos temas que adquiere trascendencia cuanto sostiene Ottmar Ette respecto al modo, compartido por los dos intelectuales, de considerar a la Antigüedad grecorromana como modelo cultural de referencia: “Para Alfonso Reyes, al igual que para José Enrique Rodó, la Antigüedad pone a su disposición temas y modelos, que tienen validez universal o por lo menos parecen ser universalmente transferibles, traducibles” (2008: 240).

Fue, quizás, a partir de esta compartida admiración por el mundo espiritual de la Antigua Grecia que Reyes le reconoció a Rodó el mérito de traer en el ambiente literario e intelectual hispanoamericano un “nuevo entusiasmo semejante al chorro de la fuente que se recobra al tiempo que cae. Un optimismo sin complacencias pueriles” (Reyes 1996h: 135): los pesimismos, como se lee en Ariel, son “inútiles para contrastar el altanero no importa que surge del fondo de la Vida” (Rodó 1957: 204; cursivas del original).

Además de citar el enunciado arielista “el altanero no importa que surge del fondo de la vida” (1996h: 135) en el ya referido ensayo “Rodó (Una página a mis amigos cubanos)”, Reyes recurrió a esta idea-guía en otras dos circunstancias. La primera fue en el discurso que hizo durante el banquete que la revista Nosotros organizó el 24 de agosto de 1927 para celebrar su llegada a Buenos Aires. Al hablar de las ciudades que había visitado y recordando los difíciles años de su experiencia española, el diplomático mexicano afirmó que “Madrid y su trato confirmaron para siempre mi confianza en la bondad humana y en aquel goce fundamental que nuestro Rodó define así: ‘…aquel orgulloso no importa que brota del fondo de la vida’” (1996i: 144).

Algunos años más tarde, en ocasión del discurso que dio “En la VII Conferencia Internacional Americana” (Montevideo, 7 de diciembre de 1933), Reyes evocó “el claro espíritu de Ariel” (1997e: 71) para presentar su idea respecto al destino de América:

Confundido entre las narraciones egipcias, perdido entre las mitologías de la Atlántida, entrevisto por Séneca en su Última Tule, vislumbrado en las constelaciones que fulguran en la Divina comedia, previsto ya por aquellos navegantes portugueses e italianos que eran a un tiempo humanistas y descubridores, el Continente americano, antes de ser una región geográfica reconocida, era ya un anhelo apremiante y casi una necesidad poética de las gentes. Se le ha llamado con todos los nombres de la fábula y aun se esperó volver a recobrar aquí el paraíso perdido. Siempre fue algún sitio quimérico y atrayente donde fundar los cimientos de alguna república perfecta. Operada un día la conjunción entre la creadora tenacidad de Italia y el inspirado furor ibérico, América saca la cabeza de las aguas para insuflar los sueños políticos de todos los utopistas europeos. Ved cómo, a medida que se agranda América, se alza Montaigne, a un nivel más alto para dominar el panorama de razas y civilizaciones. Ved cómo la sola aparición de América parece fertilizar la mente de los más agudos pensadores. Campanella, Tomás Moro, Bacon y tantos otros se atreven a pensar por su cuenta ―sólo porque América está a la vista― en las condiciones ideales de la ciudad, de la agrupación humana, de la legislación y los hábitos. Desde entonces América ha recibido su bautizo, y con razón el señor Ministro de Relaciones Exteriores insistía en el concepto ya clásico de que América es el nombre de una esperanza humana. Fue el escape de la aventura o del ensueño, del afán místico o del simple afán de poder, que es como una forma primaria de virtud y como la roca en que la conducta habrá de tallar sus esculturas. Fue el refugio de la libertad de conciencia. Fue el semillero de los anhelos republicanos. Fue, es y será el sueño de Bolívar. Las vicisitudes históricas nunca igualan el ideal. Vivimos muy por debajo de nuestra esperanza. Pero, contestaba Rodó, hay un orgulloso “¡No importa!” que surge del fondo de la vida. El destino de América está en seguir amparando los intentos por el mejoramiento humano, y en seguir sirviendo de teatro a las aventuras del bien. O éste es el destino del americanismo (esfuerzo para armonizar un continente, en servicio de la humanidad) o esta Conferencia no podría reconocerle ninguno (1997e: 72-73).

Hay una última idea que Reyes aprendió gracias a la lectura de Ariel: el ser humano no puede limitarse al desarrollo de un solo aspecto de su espíritu, sino que debe perseguir el desenvolvimiento integral de su naturaleza. En este principio residirían la complejidad y esencia de nuestra condición humana. Próspero, álter ego de Rodó, habla de estos temas en la segunda parte de su sermón laico, cuando, para sintetizar su postura, cita al filósofo y poeta francés Jean-Marie Guyau: “‘Hay una profesión universal, que es la de hombre’, ha dicho admirablemente Guyau” (Rodó 1957: 208; cursivas del original).

Alfonso Reyes utilizó y citó esta frase de Rodó en diferentes ocasiones. La primera fue durante la VII Conversación del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual que se realizó en Buenos Aires entre el 11 y 16 de septiembre de 1936, sobre el tema “Relaciones actuales entre las culturas de Europa y la América Latina”. El ensayista regiomontano recogió el texto de este discurso en Última Tule (1942), con el título “Notas sobre la inteligencia americana”. En general, Reyes sostenía que, “[ll] egada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente” (1997e: 82-83). Por esta razón, la “inteligencia americana es necesariamente menos especializada que la europea. Nuestra estructura social así lo requiere. El escritor tiene aquí mayor vinculación social, desempeña generalmente varios oficios, raro es que logre ser un escritor puro, es casi siempre un escritor ‘más’ otra cosa u otras cosas” (85). Según Reyes, “la inteligencia americana está más avezada al aire de la calle; entre nosotros no hay, no puede haber torres de marfil” (86). La síntesis, más bien el equilibrio que las ventajas y desventajas de esta situación conllevan “se resuelve en una peculiar manera de entender el trabajo intelectual como servicio público y como deber civilizador” (86). De esta forma, al dirigirse a los representantes europeos que participaban en el encuentro, el conferencista afirmó: “Oh, colegas de Europa: bajo tal o cual mediocre americano se esconde a menudo un almacén de virtudes que merece ciertamente vuestra simpatía y vuestro estudio. Estimadlo, si os place, bajo el ángulo de aquella profesión superior a todas las otras que decían Guyau y José Enrique Rodó: la profesión general del hombre” (1997e: 86).

Reyes volvió a citar esta frase durante la conferencia que dio en la Asociación Bancaria de Buenos Aires en octubre de 1937. El texto del discurso fue publicado primeramente en la revista El trimestre económico (1938) y se incluyó con el título “Homilía por la cultura” en Tentativas y orientaciones (1944). Vale la pena citar aquí el íncipit sugestivo de esta conferencia:

Honra a esta asociación el propósito de fomentar en su seno los estímulos de la cultura. Esta conciliación entre la Económica y las Humanidades contenta ciertamente nuestros viejos anhelos platónicos, acariciados desde la infancia, y hasta nos convida a soñar en un mundo mejor, donde llegue a resolverse la antinomia occidental entre la vida práctica y la vida del espíritu. Todo empeño por partir artificialmente la unidad fundamental del ser humano tiene consecuencias funestas: arruina a las sociedades y entristece a los individuos. Por encima de todas las especialidades y profesiones limitadas a que nos obliga la complejidad de la época, hay que salvar aquella que Guyau y Rodó han llamado la “profesión general del hombre” (1997d: 204).

Ya de regreso a México después de su periplo diplomático, Reyes aceptó escribir un texto conmemorativo sobre el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, al cual había asistido en septiembre de 1910 como representante de la Escuela de Jurisprudencia de Nuevo León. La pluma del regiomontano logró dibujar un ensayo virtuoso desde el punto de vista retórico y fundacional para resignificar y entender la conciencia literaria, intelectual y educativa de su generación. Por cierto, como la “historia que acaba de pasar es siempre la menos apreciada” (1997c: 182), decidió titular este ensayo Pasado inmediato.

En esta biografía ateneísta, Reyes se refirió a la vocación de los alumnos preparatorianos que se disponían, una vez colgada “la toga pretexta”, a desembocar “en la vida adulta […], dentro o afuera de las carreras profesionales” (1997c: 188). Para ellos “los distintos rumbos del conocimiento ―grave peligro de la sociedad contemporánea― no errarían ya sueltos del nexo que es la profesión general del hombre” (189). De esta forma, a pesar del plagio que Reyes cometió aquí si nos atenemos a la definición de Genette de esta práctica de la intertextualidad como “copia no declarada pero literal” (Genette 1989: 10), la idea de Próspero representaría uno de los instrumentos mínimos e indispensables para la dotación útil a la vida adulta en la mochila del alumno preparatoriano (Reyes 1997c: 189).

Cabe recordar una última ocasión en la que Reyes retomó la idea de Guyau y Rodó. Fue en la conferencia “Posición de América” escrita ―pero no leída por el autor― para el III Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana de Nueva Orleans, en diciembre de 1942. Al hablar de las homogeneidades que marcan el sentido de la comunidad entre los pueblos de América, Reyes regresó a lo que había ya afirmado en su conferencia de septiembre de 1936 sobre la forma peculiar de entender el trabajo intelectual en América Latina: “la suerte de América ha permitido que, entre nosotros, aun el especialista se vea más imperiosamente llamado que su colega europeo a no abandonar su profesión general de hombre, a ser con mayor frecuencia educador, legislador y político, a mantenerse en relación más constante con la media calle” (1997d: 267).

El texto de esta conferencia de 1942 nos remite a dos aspectos que no podemos olvidar relativos a esa química eficaz que unía a Reyes con Rodó. Por un lado, debemos precisar que el regiomontano asoció la idea arielista de “la profesión general del hombre”, no tanto a la ejemplaridad del héroe, sino más bien a la modestia del “‘hombre de todas las horas’ que soñaban los griegos, y de que se acuerdan tanto Gracián y Rodó” (1996b: 373). En el ensayo “Napoleón I, orador y periodista”, Reyes comentó que este nombre tan poético se refería a “ese discreto tipo de hombres sociales y solícitos que tienen cierta oportunidad en la conversación o que se dan maña para hacer mil cosas mediocres e insignificantes de verdadera bonne-à-tout-faire: sacar punta a un lápiz, divertir al nene, cambiar el fusible de la instalación eléctrica, hacer un guiso, contar un chiste, clavar un clavo, pagar el tranvía antes que nadie, conseguir un billete gratis para algún espectáculo” (1996g: 470).

Por el otro lado, en la conferencia “Posición de América”, Reyes afirmó que, ante la esperanza de unificación de las distintas cosas humanas, América aparecía “como un laboratorio posible para este ensayo de síntesis” (1997d: 255). En su opinión, la misión solidaria de la magna patria debía empezar por la capacidad de “recoger la herencia de una cultura, ante el notorio quebranto de los pueblos que la han construido”. Por supuesto, esta “toma de posición”, que es también una “toma de posesión de la cultura”, no había que entenderse como “una investidura automática” (255), sino debía sustentarse tanto en la participación democrática de las diferentes expresiones de la inteligencia americana, como en una precisa labor de armonía continental y de conversación internacional.

Reyes retomó estos temas en otro artículo de 1942 que se titula “Para inaugurar los ‘Cuadernos Americanos’”. Al hablar del “sentimiento de deber continental y humano” (1997e: 150) que motivó la empresa editorial de la revista mexicana, sostuvo que “América tiene que desenvolver esta obra de cultura en forma y manera de diálogo. América no está organizada según una sola concepción del mundo. Tiene que haber un cambio y una nivelación axiológica” (151). En el mismo ensayo, Reyes contestó a una pregunta medular: “¿Cuál es la parte de diálogo que toca a nuestras repúblicas? Sin duda la elaboración de un sentido internacional, de un sentido ibérico y de un sentido autóctono” (151).

Estos dos textos de 1942 ―“Posición de América” y “Para inaugurar los ‘Cuadernos Americanos’”― son ejemplares para percibir las afinidades de Reyes con el ideal americanista que Rodó expresó en Ariel; en específico, aquellas relativas a la responsabilidad de los americanos latinos de preservar y desarrollar una herencia cultural compartida. En Ariel, Rodó sostuvo que “en ausencia de esa índole perfectamente diferenciada y autonómica, tenemos ―los americanos latinos― una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro” (1957: 228). Aclarada la importancia del cosmopolitismo, “que hemos de acatar como una irresistible necesidad de nuestra formación”, Rodó hacía hincapié en el diálogo, o como él amaba decir, “la concordia de la solidaridad” (228) que debía instaurarse entre las recíprocas influencias y expresiones de las naciones latinoamericanas.

A pesar de las diferencias determinadas por esa koiné positivista de la cual el uruguayo nunca pudo emanciparse por completo, fue, quizás, sobre todo por estos temas que Reyes consideró a Rodó como a uno de “los creadores de la tradición hispanoamericana” ―junto a Bello, Sarmiento, Montalvo, Hostos, Martí y Sierra― para los cuales “pensar y escribir fue una forma del bien social, y la belleza una manera de educación para el pueblo” (1997c: 242).5

Motivos de Proteo: el libro como perpetuo devenir

La editio princeps de Motivos de Proteo se publicó en abril de 1909 por la editorial José María Serrano. En noviembre de 1908 ―como atestigua la carta a Pedro Henríquez Ureña del 28 de ese mes (ápud Cesana 2017: 236)― Rodó había ya entregado a la imprenta unos dos tercios del conjunto de los textos que había escrito, durante un decenio, sobre el tema de la personalidad del individuo y sus transformaciones. En este sentido, el libro de 1909 representa sólo la primera muestra de ese proyecto analítico y creativo, mucho más amplio y profundo, que Roberto Ibáñez definió como “El ciclo de Proteo” (1967: 7). El interminable material manuscrito que se conserva en la Colección Rodó, los libros póstumos Nuevos motivos de Proteo (1927) y Los últimos motivos de Proteo (1932), así como los capítulos de la sección “Proteo” que Rodríguez Monegal incluyó en las Obras completas rodonianas, dan prueba del tamaño de esa tarea. En términos generales, se trató de un proceso interpretativo y escritural paulatino y no siempre constante, interrumpido por la angustia de las crisis espirituales, los compromisos de la labor parlamentaria y la redacción de Liberalismo y jacobinismo (1906). Por esta razón, la arquitectura, la norma distributiva de estos capítulos proteicos vino cambiando a lo largo de los años, hasta asumir la forma indefinida y abierta de los Motivos de 1909.

Desde los últimos meses del mismo año, tanto la Revista Moderna de México como el Boletín de la Escuela Nacional Preparatoria empezaron a publicar por entregas la obra; ese libro que Rodó, en su carta a Miguel de Unamuno del 20 de marzo de 1904, había definido “en cierto modo, a la inglesa, en cuanto a los caracteres de la exposición, que puede tener parecido con la variedad y relativo desorden formal de algunos ‘ensayistas’ británicos” (1957: 1318). En síntesis, entre septiembre de 1909 y mayo de 1911, la Revista Moderna de México publicó los primeros treinta y cinco capítulos; mientras que el Boletín de la Escuela Nacional Preparatoria, desde diciembre de 1909 y hasta septiembre de 1910, dio a sus lectores la posibilidad de leer treinta y siete de los ciento cincuenta y ocho capítulos que componen Motivos de Proteo.

Algunas de las ideas que Rodó propuso en Motivos de Proteo muestran una cierta resonancia en la producción ensayística de Alfonso Reyes. A veces, este eco se escucha a través de la intención crítica del intelectual regiomontano; otras veces, como había sido en el caso de Ariel, Reyes cita o se refiere a los argumentos del pensamiento rodoniano para hablar de distintos temas.

Entre estas ideas cabe señalar, sin duda, la que Rodó formuló para definir su creación: una obra sin “‘arquitectura’ concreta, ni término forzoso”, que “siempre podrá seguir desenvolviéndose, […] un libro en perpetuo ‘devenir’, un libro abierto sobre una perspectiva indefinida” (1957: 301-302). En este sentido, como bien ha señalado Sergio Ugalde, en Motivos de Proteo, Alfonso Reyes “encontró un modelo formal para una modernidad literaria; el procedimiento de una escritura multiforme que representaba una conciencia fluctuante, proliferante y en movimiento” (2018: 103).

De hecho, ya en octubre de 1909 ―es decir antes de enviarle su epístola a Rodó y agradecerle el ejemplar de los Motivos― Reyes hizo una alusión al concepto rodoniano del “libro en perpetuo devenir” para interpretar la obra de Mallarmé. En “Sobre el procedimiento ideológico de Stéphane Mallarmé”, ensayo que incluirá en Cuestiones estéticas, el crítico mexicano afirmó que “ni el tiempo infinito bastaría para acabar el intento de Mallarmé: la expresión directa. Sino que su obra […] sería un perpetuo devenir, un progreso constante, sin remate posible ni concebible; un acercamiento perenne, del cual la obra que nos queda pudo sólo ser el movimiento inicial” (1996d: 95).

Uno de los pasajes más significativos en el cual Reyes interpreta críticamente Motivos de Proteo y reflexiona acerca de la idea del “libro en perpetuo devenir” se encuentra en El suicida (1917). En el décimo ensayo de esta colección, titulado “Monólogo del autor”, Reyes analiza los problemas, los “terrores supersticiosos”, que la definición, más bien el “bautismo” (1996e: 293) de un libro conllevaría:

Justo ha sido llamar Motivos de Proteo al libro “abierto sobre una perspectiva indefinida”, al libro entendido como trasunto fiel de los múltiples estados de ánimo, expresión sucesiva del movimiento de la conciencia; es decir: el libro sin más arquitectura que la arquitectura misma de nuestras almas ―musicalidad infinita que hubiera deleitado a Wagner. Un Proteo es el ánimo, nadie lo sujeta, y vuela a todas partes, sin finalidad aparente, por el gusto de su ejercicio: motivos de ese Proteo serán, pues, los libros hechos como por mero desahogo; motivos de ese Proteo, pues encierran el vario y mudable revolar del pensamiento en todos los rumbos de su espacio sin dimensiones. Pero no sólo se trata aquí de una manera de bautizar los libros, sino de una cuestión estética, de una completa teoría del libro, que, emanada de Rodó, está produciendo en la viña de América una floración de obras, buenas y malas. Esta nueva teoría del libro merece capítulo aparte (1996e: 294).

En “Monólogo del autor”, a la sección “Bautismo del libro” sigue la de “El libro amorfo”. Aquí el autor mexicano propuso su “concepción del libro dinámico” (1996e: 296). Al tomar Motivos de Proteo como ejemplo, Reyes sostuvo que el “libro como trasunto fiel e inmediato de los múltiples estados del ánimo es cosa absolutamente distinta del libro entendido a la manera clásica. Es algo completamente psicológico, pero ya no artístico” (294). En este sentido, según Reyes, los textos de las nuevas tendencias literarias irían combinando de forma diferente, en el tiempo, los elementos de la herencia de la retórica clásica. Estos libros dejarían de seguir los preceptos que imponía la autoridad de la forma, porque en ellos la manifestación literaria se hace, “como la materia misma, cosa dinámica […] y nadie respeta ya las tradicionales partes del discurso. Los libros dejan de tener principio y fin: son una perspectiva indefinida donde el espíritu cansa su versatilidad esencial” (295-296; cursivas del original).

Tanto Martha Canfield como Belén Castro Morales han subrayado la importancia del papel crítico de Reyes respecto a “esa nueva concepción de la escritura fragmentaria” que convierte el texto, el motivo proteico de Rodó, en “la unidad discursiva de una estructura flexible que se va haciendo por las relaciones de colateralidad, de asociación, de interrelación entre esas unidades” (Castro Morales 2000: 48). En su ensayo “Reflexiones sobre Ariel a cien años de su publicación”, Canfield afirma:

Hoy en día, […] al volver a su obra con menos prejuicios, se puede apreciar cómo sus verdaderos fundamentos éticos y estéticos no han perdido actualidad. Incluso su estilo, el culto del fragmento tan evidente en sus obras mayores, Motivos de Proteo y El mirador de Próspero, que tanto había irritado entre otros a su amigo Reyles, se puede considerar como un anuncio de un gusto literario y filosófico que el siglo XX ha hecho suyo. Con un punto de vista acaso más lúcido y profético, Alfonso Reyes había saludado esa tendencia rodoniana como la inauguración de un nuevo tipo de literatura, precisamente la fragmentaria, que hoy admiramos en la obra de escritores de primer orden como Roland Barthes, Jorge Luis Borges, Octavio Paz (2001: 129-130).

En modo análogo, Castro Morales comentó estos temas en la “Introducción” a la edición de Ariel que Cátedra publicó en 2000:

Fue el crítico mexicano Alfonso Reyes el primero en analizar la importancia de la forma de escritura que Rodó había puesto en práctica con esta obra. En 1917, fecha de la muerte de Rodó, Reyes esbozaba en un texto de El suicida su teoría y definición de “el libro amorfo”, del que Motivos de Proteo era un hito fundacional en la tradición hispánica. […] El valor revolucionario de la escritura de Rodó radica, según Reyes, en que con Motivos de Proteo, libro de estructura irregular, se rompe con el libro “entendido a la manera clásica”, ya que éste era cerrado, ordenado y estático, sometido a una forma predefinida por las preceptivas partes del discurso. Frente al libro clásico, sólido, Motivos de Proteo es el libro moderno, “líquido”, fluyente y, por ello, “psicológico”. Y, efectivamente, en la tradición literaria hispánica no hay ninguna obra con la que equiparar el sentido profundamente innovador, ecléctico y asistemático de Motivos de Proteo. Pese a la caducidad de muchos aspectos de esta obra, la modernidad “deconstruida” de ese discurso abierto nos sigue asombrando, y nos permite asociarla a otros tantos tanteos “bergsonianos”, cuando el experimentalismo vanguardista extremó la posibilidad de una escritura abierta y, por ejemplo, Felisberto Hernández concibe un libro sin tapas, o Macedonio Fernández escribe en sus Papeles de Recienvenido sobre una escritura que se va haciendo; o, más tarde, cuando Julio Cortázar, en Rayuela, nos propone de nuevo el juego de las discontinuidades… (2000: 48-49).6

Alfonso Reyes regresó a la idea rodoniana del libro “abierto sobre una perspectiva indefinida” en Los dos caminos (1923), cuarta serie de Simpatías y diferencias. En “El Licenciado Vidriera visto por ‘Azorín’”, tercer apartado del ensayo “Apuntes sobre ‘Azorín’”, el crítico mexicano escribió el siguiente párrafo: “Se nos ha dicho que ‘Azorín’ llama al Licenciado Vidriera ‘mi mejor libro’. Acaso por el admirable esfuerzo técnico de sencillez: hay páginas en que ya no se sienten las palabras. […] Pero no: este hombre tampoco hace libros; no hace obras separables de él. […] Todo él es una obra en movimiento, y vale aplicarle la frase de Rodó: ‘una perspectiva indefinida…’” (1995: 248).

Otra idea proteica que tuvo gran resonancia en la obra de Alfonso Reyes es la que Rodó desarrolló en el segundo capítulo de su libro. Al sostener que la transformación continua fuese expresión de una necesidad vital (Rodó 1957: 303), el ensayista uruguayo escribió que:

Mientras vivimos está sobre el yunque nuestra personalidad. Mientras vivimos, nada hay en nosotros que no sufra retoque y complemento. Todo es revelación, todo es enseñanza, todo es tesoro oculto, en las cosas; y el sol de cada día arranca de ellas nuevo destello de originalidad. Y todo es, dentro de nosotros, según transcurre el tiempo, necesidad de renovarse, de adquirir fuerza y luz nuevas […]. Para satisfacer esta necesidad y utilizar aquel tesoro, conviene mantener viva en nuestra alma la idea de que ella está en perpetuo aprendizaje e iniciación continua (304).

Alfonso Reyes se refirió a estos temas en el ensayo “Apuntes sobre Juan Ramón Jiménez”, recogido en “España”, la primera parte de Los dos caminos. Al analizar la Segunda antolojía poética de Jiménez, Reyes afirmó: “Mientas vivimos ―repetía Rodó― nuestra personalidad está sobre el yunque. Tal es la doctrina de la vida, como una perenne educación ―ideal de Goethe. Mientras vive el poeta ―nos dice Juan Ramón Jiménez―, el libro, la obra, tienen que reflejar una mudanza constante, progresando en grados de excelencia. Tal es la filosofía de la vida como una creación perenne” (1995: 273). Será sólo muchos años más tarde que el regiomontano explicará, por lo menos en parte, esta analogía entre Goethe y Rodó relativa a la idea del yunque. En “La hora de la conjunción” (“Sondeos”, tercera parte de Rumbo a Goethe), Reyes aclaró que en el decimocuarto de sus Epigramas venecianos (1796), Goethe sostuvo que “el pobre pueblo es la delgada hoja de metal que, entre el mazo y el yunque, se tuerce bajo los golpes del azar” (Reyes 1993: 167-168).

Reyes citó en otras ocasiones la idea de Rodó de que “mientas vivimos nuestra personalidad está sobre el yunque”. La primera fue en el artículo “Urna de Alarcón”, que salió por primera vez en la revista Taller, en octubre de 1939. En este texto, que será recogido en la segunda serie de Capítulos de literatura española (1945), Reyes aplicó la idea de Rodó a su análisis de la recepción del autor de La verdad sospechosa. El estilo del ensayista mexicano se muestra fluido, incisivo, poético:

Travesuras del tiempo, jugar al calidoscopio con los prismas de la realidad; volver de revés el anteojo, ver un día grande lo pequeño, y otro día pequeño lo grande; acercar lo lejano, distanciar los primeros términos, invertir las perspectivas. ¿Habéis pensado en las sorpresas de la posteridad? Mientras vivimos, decía Rodó, nuestra personalidad está sobre el yunque. Pero, ¿y después de muertos? Comienza entonces una plástica superior, cambiante y a veces vertiginosa. El saldo es variable. La sentencia ardua de los pósteros [sic] está sujeta a una apelación indefinida. Muchas veces hemos dudado si los contemporáneos tienen siempre razón. Más bien tienen sus razones, las cuales no siempre se confunden con la razón o, si preferís, con la justicia. ¡Qué suelo inseguro, qué pintar y borrar, qué imposibilidad de llegar ―aquí como en física― a la conmensuración absoluta! ¿Grande? ¿Con relación a cuál medida? ¿Quieto? ¿Con relación a cuál sistema? Los párvulos de Heráclito edifican sus castillos efímeros. En cuanto morimos, nuestra personalidad es puesta en el yunque (1996c: 324).

Las otras dos obras en las que Reyes se refirió a esta idea de Motivos de Proteo son La crítica en la edad ateniense y Junta de sombras. En el cuarto capítulo del libro de 1941, titulado “Sócrates o el descubrimiento de la crítica”, el autor mexicano analizó la moral del filósofo griego y sostuvo que “[s]u respeto por la naturaleza ajena lo obliga a no entrometerse en los reinos que descubre. Si cada uno sabe lo que de veras posee, que cada uno se encargue de cuidarlo. […] En este sentido, es verdad que su filosofía no está acabada. Ni podría estarlo, como la verdadera pedagogía no lo está nunca mientras vivimos, ‘mientras nuestra personalidad está sobre el yunque’, como decía Rodó” (1997b: 97).

Por el otro lado, en “De cómo Grecia construyó al hombre”, cuarto capítulo del libro Junta de sombras, Reyes volvió a reflexionar sobre el carácter antropocéntrico de la cultura helénica. Al proponer una definición del concepto de Paideia, citó de memoria la idea que Rodó había indicado en Motivos de Proteo:

Paideia es la modelación paulatina del ideal del Hombre, y aun de cada hombre en relación con ese ideal. Y esto no sólo en el modesto sentido escolar o educacional, sino entendiendo en el concepto la suma de todas las energías sociales que obran sobre el individuo a lo largo de su vida y establecen esa posibilidad de convivencia humana que es la Polis, el grupo policiado. Como se ha dicho, mientras vivimos nuestra personalidad está sobre el yunque (2000b: 478).

Antes de concluir, debemos dirigir nuestra atención a un pasaje del primer capítulo de “Cicerón o la Teoría del Orador”. Es ésta la tercera lección contenida en el libro La antigua retórica, donde se publicó el curso extraordinario que Reyes dictó en la Facultad de Filosofía y Letras, en marzo de 1942.

Al hablar de Dión de Crisóstomo, un escritor contemporáneo de Quintiliano, Reyes afirmó que “[s]us páginas participan del sermón laico, del panegírico local, de la crónica, y tratan más bien de entretener, sin preocupación alguna de persuadir” (1997a: 408). Según el crítico mexicano, el estilo de Dión de Crisóstomo recordaría la escritura de Rodó: “En Dión, efectivamente, la ‘declamación’ se orienta hacia el ‘ensayo’, género que también vino a alimentarse con la epidíctica. El ensayo en José Enrique Rodó es un gran discurso epidíctico” (408).

Lamentablemente, Reyes no aplicó su estudio sobre la retórica antigua para desarrollar esta definición del estilo rodoniano. Se limitó a tomar al maestro uruguayo como ejemplo dentro de la literatura hispanoamericana; y esto nos impide llegar a conclusiones claras y seguras. Sin embargo, para entender la afirmación de Reyes sobre el ensayo de Rodó, es, sin duda, de notable importancia la segunda lección de La antigua retórica, titulada “Aristóteles o la Teoría de la persuasión”, donde Reyes describe los tres géneros retóricos: el deliberativo, el judicial y el epidíctico.

El carácter de este último es expositivo y su auditorio “es un público de espectadores que obra como juez de la elocuencia” (1997a: 379-380). El género epidíctico “expone el valor ético-estético de los hechos o personas que evoca, y enaltece o rebaja” (380). Su objetivo es agradar con elegancia y agudeza, y mostrar la fuerza de un ideal o una virtud. Se trata “en el epidíctico, de imponer al auditorio nuestra estimación sobre un valor moral de vigencia permanente. La acción retórica propone, pues, una nivelación axiológica. Esta nivelación no sólo se dirige a la inteligencia, también al sentimiento. De aquí, junto a la necesidad de usar los estímulos lógicos, la de usar los psicológicos. En todos los casos, se trata de convencer de que algo es bueno y algo es malo” (384).

Para terminar, si no me engaño, creo que Reyes supo leer y asimilar precisamente ese quid axiológico que define el arte ensayístico de Rodó, su idealismo activo, así como su optimismo vital.7 También el regiomontano reconocía la importancia para el ser humano de esforzarse hacia los valores humanistas del bien, la verdad, la justicia y la belleza. Con la mirada fija en estos ideales, Reyes fue espectador y juez de la elegancia, la agudeza y el valor moral que el maestro uruguayo supo expresar al elegir “este centauro de los géneros, donde hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al ‘Etcétera’ cantado ya por un poeta contemporáneo preocupado de filosofía” (Reyes 1996f: 403). Y fue por eso, como le confesó en su carta de noviembre de 1909, que recogió los ideales que Rodó había lanzado por el aire como preceptos de clara orientación.

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1 Programa de Becas Posdoctorales; becario del Instituto de Investigaciones Filológicas, asesorado por la doctora Tatiana Aguilar-Álvarez Bay.

2Es ésta la transcripción del texto original de la carta que Alfonso Reyes envió a Montevideo con la fecha de noviembre de 1909. El documento se conserva en la Colección José Enrique Rodó (CR), en el Archivo Literario de la Biblioteca Nacional de Uruguay, con los números de asignatura de los folios que se indican entre paréntesis. La misma misiva ha sido publicada, con unas cuantas diferencias, por Emir Rodríguez Monegal en la primera edición de las Obras completas, de Rodó (1957: 1380).

3Para mayores detalles sobre la edición regiomontana de Ariel y acerca de cómo ésta se enmarca en el contexto literario mexicano previo a la constitución del Ateneo de la Juventud, véanse Cesana 2019: 59-64; García Morales 1992: 119-132.

4Con respecto al proyecto humanista de Rodó, se ha expresado también Ottmar Ette. En “Proteo en Uruguay”, sexto ensayo del libro Literatura en movimiento, el filólogo alemán escribe: “El proyecto literario de Rodó era muy ambicioso. No se trataba ‘solamente’ de la creación de textos literarios, sino de la configuración de una postura social y existencial ejemplar, para la cual la figura del maestro […] ofrecía el puente ideal entre la ‘prédica’ y el ‘ejemplo’. Tanto en sus fundamentos como en sus procedimientos se logra apreciar en qué medida la escritura de Rodó reclama y promueve la praxis social” (2008: 203-204).

5Con respecto a los temas que “Posición de América” y “Para inaugurar los ‘Cuadernos Americanos’” han traído a colación se debe recordar el análisis que Ignacio M. Sánchez Prado nos ofrece sobre el ensayo “La sonrisa”: en este tercer apartado del libro El suicida (1917), Reyes desarrolla la metáfora de Ariel y Calibán que, evidentemente, tomó de Rodó. En este sentido, entre los distintos y sugerentes trabajos que Sánchez Prado dedica al regiomontano, se considera esencial revisar, por lo menos, dos artículos recogidos en el libro Intermitencias americanistas. Estudios y ensayos escogidos (2004-2010); de hecho, en “Alfonso Reyes y el ‘duelo de la historia’” (39-60), así como en “Renovar a Reyes: cuatro intervenciones contracanónicas” (95-113), Sánchez Prado examina el “desplazamiento” de Reyes respecto a Rodó sobre las posibles identificaciones calibanescas, el “mito arielista” y “la idea de la cultura como camino a la conciencia” histórica (2012: 45).

6Para un análisis más profundo acerca de la escritura fragmentaria de Rodó, véase Ette 2000.

7Además de los textos ya citados, para ofrecer al lector una bibliografía mínima y reciente que pueda ayudarle a percibir de forma más exhaustiva la resonancia del pensamiento rodoniano en la obra de Alfonso Reyes, se señalan: Castro-Gómez (2004), Pineda Buitrago (2016), Mondragón Velázquez (2019) y García Morales (2019).

Archivo consultadoColección José Enrique Rodó. Archivo Literario. Biblioteca Nacional de Uruguay. Montevideo, Uruguay.

Recibido: 30 de Julio de 2020; Aprobado: 06 de Septiembre de 2020

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Es Doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México y Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras en la misma universidad. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Realizó su posdoctorado en el Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas (UNAM) con el proyecto: “La difusión y la recepción crítica de la obra de José Enrique Rodó en República Dominicana, Cuba y México (1900-1942)”. Entre sus publicaciones más recientes se cuentan: “La difícil tarea del investigador-detective: materialidad e historia intelectual dominicana en Revista Literaria (1901)” y “El papel de los Henríquez Ureña en la difusión de Ariel en República Dominicana, Cuba y México (1901-1908)”.

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