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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.32 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2021  Epub 17-Ene-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2021.32.2.29151 

Artículos

De Le livre rouge a El libro rojo: la mexicanización de un proyecto literario francés

From Le livre rouge to El libro rojo: the Mexicanization of a French literary project

Alejandro Quintero Mächler1  *

1Columbia University in the City of New York, aq2166@columbia.edu


Resumen:

El artículo analiza la influencia de la obra francesa Le livre rouge (1863) en El libro rojo (1870) de Vicente Riva Palacio y Manuel Payno, mostrando cómo éstos, más que copiar, adaptaron el modelo a una cierta representación visual y escrita de la historia: violenta, liberal, providencialista. La estructura del artículo sigue las cuatro innovaciones propias de la versión mexicana: en lugar de biografías truculentas se elaboraron hagiografías martirológicas; se substituyó la técnica del grabado por la litografía, de mayor poder expresivo; se desechó una estructura anclada en una taxonomía de la violencia y se optó por una periodización basada en el derrame de sangre; por último, se dotó a la obra de un optimismo liberal ausente en el texto francés. Así, se sitúa El libro rojo en un contexto de influencias transatlánticas, lo que resalta su unicidad e ilumina la representación liberal y triunfalista de la historia mexicana.

Palabras clave: México; siglo diecinueve; República Restaurada; El libro rojo; representación de la historia; liberalismo

Abstract:

The article peruses the influence of Le libre rouge (1863) in Vicente Riva Palacio’s and Manuel Payno’s El libro rojo (1870). It expounds how those responsible for El libro rojo, instead of just copying the French model, adapted it into a certain written and visual representation of history: violent, liberal, and providential. The article’s structure follows the Mexican version’s four innovations: martyrological hagiographies were elaborated instead of disquieting biographies; lithography, of greater expressive power, was substituted for the engraving technique; a taxonomy of violence was discarded in favor of a periodization based on the spillage of blood; lastly, the oeuvre was endowed with a liberal optimism absent from the French text. Thus, El libro rojo is situated within a context of transatlantic influences, which highlights its uniqueness, and illuminates the liberal and triumphalistic representation of Mexican history.

Keywords: Mexico; nineteenth century; Restored Republic; El libro rojo; representation of history; Liberalism.

Introducción

A mediados de 1869, Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893) anunciaba, en el segundo volumen de El Renacimiento. Periódico literario, la pronta aparición de un curioso proyecto editorial, “una obra asaz interesante” que “llamará la atención bajo todos los aspectos”: nada menos que “la historia de todos los personajes célebres de México que han subido al cadalso o que han sufrido muerte violenta; en suma, de todos los hechos famosos en que ha habido víctimas, desde los tiempos de la conquista hasta nuestros días” (Altamirano 1869: 6). Se trata, por supuesto, de El libro rojo (1870)1 de Vicente Riva Palacio y Manuel Payno, cuya fama ha sido recientemente acrecentada por la publicación, desde 2011, de tres continuaciones bajo la dirección de Gerardo Villadelángel Viñas. Sobre El libro rojo se ha escrito bastante aunque insuficientemente. Con todo y los esfuerzos de Justino Fernández (1967), José Luis Martínez (1993), Ricardo Pérez Escamilla (1994), Eduardo Báez Macías (1994), Carlos Monsiváis (2007; 2010), Carlos Montemayor (2013), Claudio Lomnitz (2001; 2008) y José Ortiz Monasterio (2004; 2005), aún continúa siendo cierto el veredicto de este último de que se trata de una obra que “ha recibido poca atención de los estudiosos y bien merece una monografía” (Ortiz Monasterio 2005: 351).

El objetivo de este artículo es suplir esa carencia al indagar en los modelos que influenciaron y nutrieron El libro rojo, obra clave dentro de la representación de la historia durante la República Restaurada (1867-1876). Esta cuestión no ha sido abordada por la literatura existente: el reiterado énfasis en el carácter interesante, curioso, estrictamente “mexicano” o, en palabras de Ortiz Monasterio, aun “inclasificable” de la obra (2005: 350), si bien ha subrayado algunas de sus características únicas, ha ido en detrimento de estudios comparativos o el rastreo de posibles influencias. Este vacío es tanto más sorprendente cuanto que es en El Renacimiento, publicación que ha dado lugar a múltiples disertaciones, donde se ofrece la primera pista sobre un “modelo” o “paradigma” en el que Riva Palacio y Payno se habrían inspirado para elaborar El libro rojo. En el mismo artículo en que anunciaba el libro, Altamirano confesaba que “hace algunos años que se publicó en Francia una obra de esta naturaleza y nosotros la hemos visto”. Y “según estamos informados”, continuaba, “los editores Díaz de León y White se proponen hacer una edición superior a la francesa, tanto en la parte tipográfica como en las estampas”, una edición que “honrará al arte tipográfico en México” (Altamirano 1869: 6).

¿De qué libro se trata?; ¿cuál es la edición francesa a que se hace referencia? Altamirano, lamentablemente, no ofrece títulos ni fechas. Sin embargo, la obra mencionada no puede ser otra que Le livre rouge, Histoire de l’échafaud en France2 ―esto es, “La historia del patíbulo en Francia”3―, publicada en 1863, seis años antes de que las primeras entregas de El libro rojo empezaran a venderse en la Ciudad de México. Y debe serlo porque, aparte de haber sido editada “hace algunos años”, su título no es muy distinto de aquél que se pensó en un principio para el libro de Payno y Riva Palacio: El libro rojo 1520-1867. Hogueras, horcas, patíbulos, martirios, suicidios y sucesos lúgubres y extraños acaecidos en México durante sus guerras civiles y extranjeras (Ortiz Monasterio 2005: 349), título muy cercano al francés y que, en todo caso, no le hace verdadera justicia al contenido de El libro rojo, mucho más complejo en realidad de lo que podría parecer a simple vista.

Vale la pena subrayar que El libro rojo no era la primera obra inspirada en una francesa o que la interpelaba directamente. De hecho, la Intervención francesa generó una rica “guerra de las imágenes” entre mexicanos y franceses, una constante lucha por imponer su versión de los hechos ante el público nacional e internacional. El mejor ejemplo lo ofrece Las glorias nacionales. Álbum de la guerra (1862-1867), un álbum celebratorio de la resistencia bélica mexicana que entabló una discusión directa con la Histoire de la guerre du Mexique (1863-1868) de Émile de la Bédollière.

Según el álbum mexicano, el problema con la perspectiva francesa era que sus textos y las imágenes elaboradas por Janet-Lange y Gustave Doré eran exageraciones falsas, parciales, artificialmente heroicas (Escalante 2012). Las glorias nacionales, en cambio, pretendían pintar “hechos”, “datos para la historia […] copiados al natural”. Había que corregir el punto de vista galo y ofrecer la “verdad inmutable”, “la rehabilitación de nuestra Patria ante el mundo entero” (Escalante 2012: 64, 68). Heredero de esta tradición de belicosidad visual, El libro rojo situaría a México a la par de sus “civilizados” modelos europeos, en el “concierto de las naciones”; la demostración de que el país era ya una nación madura e independiente.4

Establecido el modelo que inspiró El libro rojo, surgen las siguientes interrogantes: ¿Qué clase de libro es esta “historia del patíbulo en Francia”? ¿De qué manera influenció la versión mexicana en lo que respecta a forma y contenido? Es decir, ¿en qué consiste la “mexicanización” del texto francés y qué nos dice sobre la representación de la historia durante la República Restaurada? Para contestar a estas preguntas he estructurado este artículo, que se propone lo mismo comparar los dos libros rojos que enfatizar la influencia del primero en el segundo, en cuatro partes: en la primera, evaluaré cómo El libro rojo mexicano, organizado a partir de una serie de nombres, un desfile de “grandes hombres”, efectuó un interesante desplazamiento que va de la biografía truculenta e incluso recriminatoria a la hagiografía martirológica, donde el sacrificio del héroe nutre el movimiento histórico; en la segunda, haré explícito el modo en que el aspecto visual de El libro rojo mexicano, al retratar en estampas a los grandes hombres de la patria y sus momentos estelares, no optó por el rígido grabado propio del ejemplo galo sino que prefirió un uso dinámico de la litografía; en la tercera, describiré la diferencia estructural, a nivel de organización en capítulos, entre ambos textos, pues mientras que el francés persigue una taxonomía de la violencia desconectada de toda consideración temporal, el mexicano se decide por una cronología que, implícitamente, dialoga con una periodización histórica determinada, fundamentada en el derrame de sangre; y en la cuarta y última, consecuencia de las anteriores, distinguiré entre la representación de la historia, conservadora, muy católica, en últimas pesimista de Le livre rouge, y el optimismo liberal presente en El libro rojo, triunfalista, ineluctable, en que la violencia parecería darse por terminada tras el fusilamiento de Maximiliano en 1867.

El artículo irá de lo más particular, el contenido mismo de los capítulos, a lo más general, el sentido último de las obras en cuanto a la representación de la historia (Bann 1984) que se descubre en ellas. El método comparativo al que me atendré servirá no sólo para dar relieve a aquellos aspectos verdaderamente únicos de El libro rojo, sino que, subrayando a la vez un cruce transatlántico de influencias, aclarará las genealogías discursivas y visuales en que se inserta. Por consiguiente, la intención de la obra, su originalidad y su sentido último, adquirirán una mayor transparencia a la luz de los argumentos que desarrollaré aquí.

De la biografía truculenta a la hagiografía martirológica

Le livre rouge, Histoire de l’échafaud en France se publicó en París en 1863 gracias a Paul-Valentin Dupray de la Mahérie (1818-1911), prolífico editor, a razón de más de sesenta obras al año, de libros católicos y la devota revista Le Monde Chrétien Illustré (1863-1866). Obra colaborativa, como lo será seis años después El libro rojo, Le livre rouge reunía a un grupo de once letrados franceses, entre ellos Amédée de Bast (1795-1892), Arnold Boscowitz (1818-?), Éduard Fournier (1819-1880) y Mario Proth (1832-1891), alrededor de un proyecto común: la historia de todos aquellos hombres ―o mujeres, aunque en menor medida― que habían muerto en el patíbulo o cadalso.

Estructurado en torno a individuos muertos, el índice general de la obra es una colección de nombres propios como “Juana de Arco”, “El mariscal de Rais” o “Luis XVI”, cada uno de ellos titulando un capítulo. En ese sentido, es una instancia de lo que el historiador cultural Thomas Laqueur ha denominado necro-nominalismo, ejercicio de rememoración mediante el cual “los muertos están presentes en sus nombres” (Laqueur 2015: 420). Estos “nombres-capítulo”, sin embargo, no componen un año cristiano, unas vidas de santos o un martirológico Liber memorialis a la usanza medieval. Antes bien, todo tipo de muertos tiene cabida en el libro, siempre y cuando hayan muerto en el patíbulo: así, en tanto los capítulos están agrupados en once “series” o categorías, al lado de la de los “martyres” (p. ej., “Malesherbes”) se distinguen: los “sorciers et sorcières” (p. ej., “La Voisin”), los “duellistes” (p. ej., “Montomorency-Bouteville”), los “novateurs” (únicamente “Étienne Dolet”), los “conspirateurs” (p. ej., “Montmorency”), los “empoissonneuses et assassines” (p. ej., “La Marquise de Brinvilliers”), las “héroïnes et pécheresses” (p. ej., “Madame du Barry”), las “victimes” (p. ej., “Jacobo de Molay”) y los “brigands légendaires” (p. ej., “El mariscal de Rais”).5 Además, se incluye una categoría de capítulos, la más extensa, dedicada a “l’échafaud révolutionnaire”6 (donde se sitúan, por ejemplo, “Danton” y “Robespierre”), así como otra dedicada exclusivamente a “l’héroine de la France”,7 “Juana de Arco”.

Esta aglomeración, sumamente heterogénea, se encuentra lejos de tener una exclusiva intención hagiográfica. El propósito de Le livre rouge es discernible en su “Avant-propos”. Allí establece Dupray de la Mahérie que “ce triste et majestueux cortège des victimes”, “notre galerie de Portraits, faite à ce point de vue inexorable de la morte violente, publique, châtiment de grands crimes, ou couronnement d’uniques malheurs, ne pouvait refuser sa porte ni aux coquins, ni aux héros, ni aux brigands, ni aux martyrs” (Maurice 1863: iii-iv).8

En consecuencia, el lector encuentra en las páginas de Le livre rouge, “dans la même collection, dont la mort est l’unique et inexorable lien, les brigands et les saints” (Maurice 1863: iv),9 lo infame y lo reputado, lo profano y lo sacro, lo truculento y lo ejemplar. Bajo la lógica incluyente que rige la obra, sus elementos eran susceptibles de organizarse en una “colección”, una “galería”, o de ser contemplados como “cortejo” o “series”, palabras todas que sugieren el modo en que lo heterogéneo se aúna, desfilando, ante el receptor subjetivo. Esta lógica abarcadora garantizaba, por lo demás, la captura de un público lo más amplio posible, pues el texto se destinaba, nos lo indica el prefacio, “non pas à telle ou telle partie du public, mais au public tout entier” (Maurice 1863: iii).10 Con todo, predomina el afán de ofrecer una panorámica del crimen y la infamia, y no las ansias de celebraciones laudatorias, más bien escasas en sus páginas. El catálogo de Dupray de la Mahérie, en efecto, no era ajeno al morboso amarillismo: su éxito editorial más sonado había sido la publicación, en seis volúmenes, de las memorias de Henry-Clément Sanson (1799-1889), verdugo francés cuyo oficio había sido privilegio familiar por siete generaciones.11

Congregados en “series” abstractas y disímiles, estos nombres-capítulo constituyen biografías en miniatura. En “El mariscal de Rais”, por ejemplo, tras aclarar que incluso “les plus fermes esprits frémissent au récit de ses crimes” (Maurice 1863: 1),12 el escritor Morel nos da su fecha de nacimiento, su lugar de origen, el nombre de su esposa, etc., antes incluso de comenzar la narración de sus hazañas bélicas y sus crueles asesinatos de niños. La mini-biografía termina con el juicio de 1440 en que, arrepentido, el mariscal confiesa sus culpas y es sentenciado por el tribunal a morir en la hoguera. Con este siniestro recuento “des monstruosites si grandes” (Maurice 1863: 1),13 que inspiraron a Charles Perrault y fascinaron a Georges Bataille,14 daba inicio Le livre rouge. Y ésta es sólo una de las cincuenta mini-biografías que contienen sus páginas.

Frente a esta colección biográfica predominantemente truculenta, El libro rojo mexicano efectuó un interesante desplazamiento: el énfasis narrativo fue resituado, ya no en lo siniestro y criminal, sino en lo heroico y martirológico, con lo que sus biografías pasaron a ser hagiografías. Al igual que Le livre rouge, El libro rojo constituye una instancia necro-nominativa al recoger una colección de nombres. Y los nombres, también, entre ellos “Cuauhtémoc”, “Hidalgo”, “Morelos”, “Iturbide” y “Maximiliano”, titulan biografías, género que en el siglo XIX mexicano mereció sesudas reflexiones historiográficas: Lorenzo de Zavala, en su plagio de las Leçons d’histoire del conde de Volney, recomendaba esas “vidas de grandes hombres”, pues resultaban efectivas para excitar en jóvenes y niños “aquel deseo de imitación” (2001: 60), una Imitatio republicana de lo que Max Weber llamaría el héroe carismático. Para José María Lacunza, la historia no podía comprenderse sin recurrir a la “figura colosal de un hombre ilustre”, en realidad de varios, que “contribuyen a la unidad de la historia” (2001: 90), como habría sostenido Thomas Carlyle. Y Manuel Larraínzar aseguraba en 1865 que esta metodología histórica conduciría a completar “la historia biográfica de un pueblo” (2001: 92). La historia nacional mexicana, entonces, como una biografía compuesta de biografías. Por último, no sobra anotar que los autores de El libro rojo no eran ajenos al género: Payno, por ejemplo, ya había escrito un Bosquejo biográfico de los generales Iturbide y Terán (1843) y Juan A. Mateos su célebre Sacerdote y caudillo, memorias de la insurrección (1869).

Pero mientras que en la sección “mártires” de Le livre rouge aparecen únicamente cuatro nombres ―“Luis XVI”, “María Antonieta”, “Madame Élisabeth” y “Malesherbes”― entre cincuenta, las biografías de El libro rojo enseñan un carácter martirológico incontrovertible: cuando menos dieciséis capítulos de un total de treinta y tres están dedicados a figuras que, sin formar parte de un martirologio católico oficial, sí son descritos como tales con respecto a la nación mexicana. De los capítulos “Moctezuma II”, “Xicoténcatl” y “Cuauhtémoc”, a “Hidalgo”, “Iturbide” y “Maximiliano”, pasando por “La familia Carabajal”, “Los treinta y tres negros” y “Los mártires de Tacubaya”, El libro rojo es, como su antecesor francés, un cortejo, galería o colección de víctimas. Aquí, sin embargo, la colección se torna panteón, y en lugar del “castigo de los grandes crímenes”, hay historia providencial, expiación de culpas y el poder acumulativo de la sangre derramada. Como lo afirmó Riva Palacio, parafraseando a Tertuliano, “la sangre de los mártires fecundiza la tierra; el que muere por su patria es un escogido de la humanidad, su memoria es un faro, perece como hombre y vive como ejemplo” (Riva Palacio 2013: 326). En El libro rojo, la muerte del mártir, originalmente aquel que con ella da testimonio de la verdad cristiana, se pone al servicio de las “aras de la patria” o el “altar de la nación”, según el bíblico lenguaje republicano de entonces. Y la sangre infamante o justiciera, mácula de violencia en Le livre rouge, adquiere una cualidad fecundadora y redentora.

Condición de posibilidad de esta celebración martirológica fue el trabajo sobre el martirio de que se valieron los autores de El libro rojo y que precedió a la obra. Esta formulación del filósofo Hans Blumenberg, trabajo sobre el mito (Arbeit am Mythos), describe el proceso mediante el cual una narrativa mítica ―que hunde sus raíces en lo oral― es incorporada y perpetuada dentro de una tradición determinada. El trabajo sobre el mito implica que la narrativa, con el correr del tiempo, ha sido y continuará siendo, ya aumentada o reducida, ya simplificada o elaborada, un perpetuo trabajo sin fin que una y otra vez se realiza sobre ella. Es precisamente esta tensión entre lo constante y lo variable la que convierte al mito en una narrativa transmisible, altamente efectiva y potencialmente infinita. Las narrativas martirológicas, en mi opinión, son asimilables a las míticas, toda vez que para alcanzar una versátil transmisibilidad también exigen un acumulativo y constante trabajo sobre ellas (Blumenberg 1985).

Los autores de El libro rojo, lo mismo los escritores que aquellos a cargo de las litografías, pudieron llevar a buen término la obra porque se valieron de una ya robusta tradición de trabajo sobre el martirio que les antecedía. Con respecto a muchos de los personajes que pueblan el libro, este trabajo previo garantizaba, a lo menos, cuatro elementos: primero, un acumulado de datos biográficos a la mano, a su vez posibilitado por recientes investigaciones históricas; segundo, la estabilización de una iconografía reconocible; tercero, la inserción de la figura en cuestión en una genealogía martirológica extendida en el tiempo; y por último y en algunos casos, un cuidado y sacralización de sus restos mortales, supuestos o reales.

Dos ejemplos, de entre muchos posibles, ilustran lo dicho: el de Miguel Hidalgo y el de Maximiliano de Habsburgo. Para 1870, en efecto, el cura de Dolores ya gozaba de una iconografía estabilizada y por tanto reconocible gracias a sucesivos esfuerzos acumulativos, de Luis Montes de Oca a Juan Nepomuceno Herrera, que culminaron en el retrato canónico de Joaquín Ramírez (1865). Esta genealogía pictórica garantizaba a los autores de El libro rojo que la litografía dedicada a Hidalgo no requiriera explicación adicional. Por otra parte, los restos mortales del caudillo habían sido trasladados en 1823, año de la independencia, a la Ciudad de México ―en realidad únicamente su cabeza, pues lo demás se había refundido (Vásquez Mantecón 2005: 54-55)―, para ser venerados de ahí en adelante en fiestas patrias y ocasiones especiales. Si a este trabajo aunamos lo que del prócer ya se había escrito, empezando por las historias patrias de Carlos María de Bustamante y finalizando con la biografía exultante de Mateos, no resulta extraño el modo en que el cura de Dolores es presentado en El libro rojo: para Riva Palacio se trata de un “héroe, casi un dios”, cuyo sacrificio merecedor de “altares”, por el que “el hombre debía dar su sangre para conservar la vida del pueblo”, “era inevitable” (Riva Palacio 2013: 319). Utilizando una variante del bíblico “Soy el que soy”, el letrado afirma que “Hidalgo es Hidalgo” y que “para nosotros llegará un día en que su nombre sea religión” (2013: 338). Sin el trabajo sobre el martirio de Hidalgo que le antecedió, el proyecto de El libro rojo no habría sido viable, ni textual ni visualmente.

Ni habría sido posible, para seguir con nuestro segundo ejemplo, la manera en que fue representado el emperador Maximiliano, cuya inclusión en El libro rojo subraya el afán ecuménico y conciliador de la obra (Lomnitz 2001: 240-241). Fusilado en 1867, Maximiliano pasó pronto de acérrimo enemigo a chivo expiatorio y mártir del liberalismo. El Calendario histórico de Maximiliano para el año de 1869, el segundo de una serie muy popular, narró en detalle las vicisitudes de sus restos, homenajeados con pompa fúnebre en Europa. Al mismo tiempo, desde 1868 el Calendario fijaba una iconografía en clave de Imitatio Christi: en una litografía aparecía una cruz con el rostro del emperador en el centro, Miramón a su derecha, Mejía a su izquierda, Carlota inmediatamente debajo y Bazaine llegando al suelo. Y en el Calendario del año 1869 se informaba que Habsburgo, “antes de morir”, “leyó la Imitación de Cristo”; que perdonó a sus enemigos en el “instante supremo” ―sobre todo al “Judas” Miguel López, traidor a la causa imperial―; que, como un “santo mártir”, había muerto con Mejía y Miramón a su vera, tal como Cristo junto a los ladrones; y que, al final, en imagen sublime, había caído “envuelto en una nube de humo” (Calendario histórico… 1869: 29-45).

Los autores de El libro rojo no fueron ajenos a este trabajo sobre el martirio. En efecto, en el Archivo Riva Palacio se conserva un escrito anónimo de 1867, “Pequeñísimo relato de los últimos acontecimientos de Querétaro”, que ya lo anuncia. El opúsculo describe al difunto emperador como un “ángel de la paz, de caridad, defensor de la verdadera libertad, de la independencia e integridad del territorio nacional”, una víctima del “segundo Judas Iscariote” (1867: 6), el vilipendiado coronel López. Y al igual que con Hidalgo, Mateos también le dedicó una novela a Maximiliano, El cerro de las campanas: memorias de un guerrillero (1869), donde se le caracterizaba con evidente simpatía. Martínez de la Torre, por último, quien fungiera como abogado del emperador, lo retrata en el último capítulo de El libro rojo como “el héroe mártir del gran drama de la Intervención en México” (Riva Palacio 2013: 529), un extranjero que con su sacrificio se posicionaba como eslabón final en una extensa cadena martirológica. Al exclamar ante el pelotón de fusilamiento: “¡que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!” (Riva Palacio 2013: 528-29), Maximiliano habría subrayado, así lo disponía Martínez de la Torre, el sangriento y obligado rito de paso para pertenecer a la nación.15

No sobra recordar que la lógica ecuménica de El libro rojo, la cual le permitió ser incluido en él, había sido iniciada por el propio Maximiliano durante su breve gobierno. En ese sentido, el libro es heredero y continuador de las políticas de la memoria imperiales, que se esforzaron por alcanzar una conciliación política exaltando mártires tanto conservadores como liberales. En la Academia Imperial de San Carlos, así como en su “Salón Iturbide” en Chapultepec, el emperador celebró visual y paralelamente a sus antepasados Habsburgo y los mártires patrios mexicanos. Su proyectada Columna de la Independencia, que no vería en vida y que se erigiría al final de una anunciada Calzada de la Emperatriz, hoy Paseo de la Reforma, aunaría los nombres de Hidalgo, Morelos y Guerrero con el de Iturbide, más controvertido (Novo 2005). A la fijación de la memoria de este último, el emperador dedicaría toda su atención: propuso un sarcófago especial para conservar sus restos, que nunca llegó a hacerse realidad (Acevedo 1995: 124); dispuso retratos suyos en el así llamado “Salón Iturbide”; incluso le encargó uno a Primitivo Miranda, y protegió a sus descendientes, brindándoles amplios privilegios, por un lado, y haciendo de tutor de uno de ellos, futuro heredero, por el otro. El esfuerzo de Maximiliano no fue en vano: la muerte de Iturbide en El libro rojo es narrada como un parricidio necesitado de expiación, un atentado en contra del “padre” libertador que condujo a México a la “apoteosis” de su ansiada independencia (Riva Palacio 2013: 387). Y como Maximiliano con Iturbide, así los autores de El libro rojo, Martínez de la Torre en particular, con el difunto Habsburgo. De este modo, retomaban una tradición de trabajo martirológico renovada por el Segundo Imperio y la actualizaban para la posteridad dentro de una visión integral e incluyente de la historia nacional.

Salvo contadas excepciones, tales como el parricidio de Iturbide o algunos sucesos coloniales, que invitan más a la condena que al encomio, la sucesión casi ininterrumpida de mártires que desfilan en El libro rojo no era motivo de ignominia o de vergüenza, como en Le livre rouge. Más bien lo contrario, puesto que “la grandeza de una causa”, en palabras de Riva Palacio, “se mide por el número de sus mártires”, y “sólo las causas nobles, grandes, santas… tienen mártires; las demás sólo cuentan con sacrificios vulgares, sólo presentan uno de tantos modos de perder la existencia” (Riva Palacio 2013: 326). En últimas, este panteón inserto en “el libro ensangrentado de nuestra historia” implicaba además que México, en tanto cuerpo sufriente, “ha sido mártir”, como lo aseguraba Martínez de la Torre (Riva Palacio 2013: 449, 506).

Del rígido grabado al dinámico retrato litográfico

No sólo en el aspecto textual sino también en el visual es patente la innovación de El libro rojo frente a Le livre rouge. Acompañando cada mini-hagiografía, Le livre rouge incluía un retrato grabado del personaje en cuestión, producto del esfuerzo de “des artistes éprouvés… une élite”, según Dupray de la Mahérie (Maurice 1863: iv).16 En esta “élite” se encontraban dibujantes como León Bailly, Yan d’Argent, Vernier y Boulay, quienes trabajaban en conjunto con grabadores como Thénard, Barbant, Gusmand y Hotelin, entre otros. Salvo el de “Juana de Arco” y el de la portada interior, que discutiré más adelante, estos grabados fueron realizados a partir de imágenes anteriores, sobre todo grabados, pero también retratos al óleo, fotografías y estampas populares: el del ladrón “Cartouche”, por ejemplo, está basado en una fotografía temprana de Nadar (1820-1910); el de “La Marquesa de Brinvilliers”, asesina y emponzoñadora, en un dibujo de Charles Le Brun (1619-1690); el de “Lavoisier”, en un retrato al óleo de Jacques-Louis David (1748-1825); el de “Madame du Barry”, en uno de François-Hubert Drouais (1727-1775), y aquellos pertenecientes a la serie “el patíbulo revolucionario”, “Robespierre”, “Danton”, “Babeuf” entre ellos, en los muy populares grabados de François Bonneville (1755-1844). Los grabados de Le livre rouge, entonces, retomaban una larga tradición artística francesa cuya fama y popularidad aseguraban el reconocimiento de una iconografía previamente estabilizada. Ante esta galería de retratos grabados, el público francés no tendría inconvenientes a la hora de identificar rápidamente a cada uno de ellos. La obsesión con lo ya fijado, sin embargo, condenó a Le livre rouge a la rigidez visual y a la copia ―excepción hecha de “Juana de Arco”, composición alegórica de Yan d’Argent. La decisión de utilizar la técnica del grabado, además, limitaba las posibilidades expresivas del libro en una época en que la litografía, ante todo la francesa, alcanzaba un auge y refinamiento inusitados (Bann 2013: 1-14).

El trabajo visual de El libro rojo no se atuvo al modelo francés y se apropió de lo legado por la tradición de un modo más original. Para empezar, el sólo uso de la litografía ensanchaba el potencial artístico y auguraba el éxito de un proyecto que se había propuesto “hacer una edición superior a la francesa, tanto en la parte tipográfica como en las estampas”. “El arte por excelencia del siglo XIX” (Pérez Escamilla 1994: 19), la litografía, poseía indudables ventajas con respecto al grabado: en tanto combinaba el uso de piedra, tinta y variedad de sustancias químicas, permitía una mayor sofisticación visual, aceleraba el proceso de impresión, reproducción y circulación de imágenes, y reducía los costos que solían acompañar la elaboración de grabados en cobre o madera (Bann 2013: 13-14).

Para cuando se publicó El libro rojo, la litografía en México se encontraba en plena Edad de Oro: introducida en la década de 1820 y vigorizada desde el medio siglo, la técnica descolló entre 1860 y 1880. El selecto grupo de artistas con que contaba El libro rojo desempeñó un papel crucial en este florecimiento: el equipo constaba de Hesiquio Iriarte y Santiago Hernández, quienes se repartían el arduo trabajo litográfico, y el pintor Primitivo Miranda. De los litógrafos, quizás el más reconocido haya sido Iriarte (1824-1903), quien desarrolló sus talentos, como muchos otros, no en la Academia sino como aprendiz en los talleres de impresión que emergieron en la década de 1850, en particular los de Manuel Murguía e Ignacio Cumplido. Fue el responsable de litografiar diversos libros costumbristas, álbumes de guerra como el ya comentado Las glorias nacionales, periódicos, revistas científicas y novelas históricas; un catálogo heterogéneo y de intachable calidad. Desde 1854, Iriarte contó con la colaboración de Hernández (1832-1908), quien, al tener dotes de caricaturista, quedó a cargo de la publicación satírica La Orquesta tras la muerte de Constantino Escalante. Ambos, además, orbitaron alrededor de círculos liberales, colaborando en Martín Garatuza (1868) y Las dos emparedadas (1869), de Riva Palacio, y el mencionado El cerro de las campanas (1869), de Mateos.

En El libro rojo, las habilidades de Iriarte y Hernández se pusieron al servicio de los dibujos de Primitivo Miranda (1822-1897), un artista de original estilo y singular carrera profesional. De origen humilde, de joven estudió escultura en la Ciudad de México antes de ser enviado, de 1841 a 1848, a la Academia de San Lucas en Roma. Allí se instruyó en la escuela veneciana, aprendió óptica, perspectiva, anatomía y “pintura histórica”, conocimiento que pondría en práctica en El libro rojo, pues absorbió “todos esos pormenores curiosísimos sobre trajes, fisonomías, paisajes, etc., etc., que son indispensables al pintor” (Zarco 1851: 19). A su regreso a México, demostraría lo adquirido con la creación de gigantescos lienzos como el titulado La batalla del 5 de mayo en Puebla, de 1868. Desdeñado por la Academia de San Carlos, que no comulgaba con su rechazo de la “estética nazarena”, y continuamente soslayado por la historiografía, Miranda tuvo, sin embargo, un rol preponderante en “la glorificación del panteón liberal” (Velázquez Guadarrama 2012: 115-117), llegando a esculpir a Ignacio Ramírez y Leandro Valle para el Paseo de la Reforma. Como Iriarte y Hernández, quienes había litografiado Las glorias nacionales y Las dos emparedadas, Miranda no era ajeno a impactantes representaciones de violencia, atributo que lo hacía aún más idóneo para colaborar en el proyectado libro: en Florencia había pintado a una mortificada Santa Catalina de Siena, y en Roma a un agónico San Sebastián que ya anuncia su “fray Marcos de Mena” en El libro rojo, flechado a muerte por los indios. Pero fueron su Abel, y sobre todo su Caín, para Francisco Zarco una “creación terrible, imponente”, imbuida de un “aire siniestro y salvaje” (Zarco 1851: 20), los que consolidaron su “fascinación por una estética contraria a los preceptos clasicistas y proclive a la representación de lo violento, lo grotesco y lo aterrador” (Velázquez Guadarrama 2012: 103).

Estos artistas se hallaban reunidos en torno a una imprenta que auguraba los mejores resultados, y en la que algunos de ellos, Iriarte y Hernández en particular, ya habían colaborado: la Imprenta de Francisco Díaz de León y White. Fundada por Díaz de León en 1850 ―desde 1867 contó con el apoyo de Santiago White―, la empresa sintetizaba a la perfección la naturaleza de los más refinados talleres de imprenta de la época: poseía “tipos de estilo antiguo, con los que se ejecutan ediciones de lujo”, al tiempo que “el surtido de tipos modernos se sustituye constantemente por lo más nuevo que fabrican las fundiciones de Estados Unidos y de Francia”. Aparte de “libros y folletos”, tales como El libro rojo, ofrecía “impresiones para el comercio, la agricultura, la industria… tarjetas para bolos… bonos, billetes y acciones… tarjetas y esquelas… impresiones de colores”

(AGN 1872: rollo 105, 1r). El espectro de lo ofrecido incluía asimismo revistas como El Renacimiento, novelas históricas, disertaciones científicas, poemas recitados en tertulias, documentos históricos coloniales, estudios constitucionales, toda suerte de textos devotos e incluso las memorias póstumas de Maximiliano. E incluía, por supuesto, lujosas representaciones de la historia como El libro rojo. El extraordinario poder de resiliencia de que la imprenta hizo gala a lo largo de su existencia, sobreponiéndose a los frecuentes cambios de régimen ―Díaz de León estuvo a cargo de la imprenta oficial bajo el gobierno de Maximiliano―, se debió en parte a este catálogo lo suficientemente heterogéneo como para captar un público amplio y de gustos diversos.

A la calidad de la imprenta no se le escatimarían elogios: en 1880, Manuel de Olaguíbel consideró que “honraría a cualquier tipógrafo” (Olaguíbel 1884: 128) la edición de la Historia Eclesiástica Indiana (1870), de fray Gerónimo de Mendieta; en la opinión de Justino Fernández, la edición de la Bibliografía mexicana del siglo XVI (1886), de Joaquín García Icazbalceta, era nada menos que la “cumbre de la tipografía del siglo XIX” (Fernández 1967: 128), y José Luis Martínez, finalmente, calificó a Díaz de León como “el continuador de la brillante tradición que tanto ilustraron impresores como Ignacio Cumplido” (Martínez 1993: 242). Más recientemente, se ha reiterado que la imprenta en cuestión era una de las empresas editoriales más significativas, si no la más destacada, del campo cultural mexicano de mediados a finales de siglo (Suárez de la Torre 2005).

La suma de estos artistas y artesanos, curtidos en proyectos colaborativos, hizo posible la impresionante imaginería que contiene El libro rojo. En contraste con Le livre rouge, esta reunión de talentos logró dotar a la obra mexicana de un enérgico dinamismo que brillaba por su ausencia en su equivalente francés. Los dibujos de Miranda y su trasposición a una litografía de calidad y bicroma (en verdes, sepias, rojos) buscaron captar en primer lugar el esquivo “instante supremo” de la historia. Esta obsesión no era nueva: ya en Las glorias nacionales, por ejemplo, Constantino Escalante había buscado representar fielmente “el momento supremo” de una “escena” o “episodio” histórico, aquel instante axial, aquel kairós en que la significación del evento se concentra en su máxima densidad (Aguilar Ochoa 2012: 13). De modo similar, el “Salón Iturbide” de Maximiliano se esforzó por exhibir el “momento significativo”, “el instante narrativo en el cual obraban con densidad máxima los impulsos físicos y psicológicos del héroe representado, perfectamente traducidos en su expresión y gestos y en su localización espacial” (Ramírez 1995: 26). El libro rojo se inserta a la perfección en esta tradición: el episodio de “Santos Degollado”, escrito por Mateos, describe cómo al personaje “el caballo le faltó en los momentos supremos”, aseveración que halla su correlato en la litografía (Riva Palacio 2013: 446). El caso de “Allende”, uno de muchos, va en el mismo sentido Figuras (1 y 2).17

La captura del “instante supremo”, que en El libro rojo se torna instante martirológico, habría sido imposible sin la rica cultura visual de entonces, en que distintas técnicas se influenciaban y se sobreponían unas a otras. De un lado la pintura histórica al óleo, en que Miranda había descollado, y del otro la incipiente fotografía, contribuyeron al perfeccionamiento del retrato litográfico. Inseparable de un meticuloso lenguaje de la apariencia, la postura y el gesto, el retrato se proponía, ya fuera fotográfico o en óleo, indicar estatus y posición social a través de una calculada escenificación.

Figura 1 Santos Degollado en el momento de su muerte 

Figura 2 Allende en el momento de su muerte 

Y ésta era, en últimas, de carácter teatral, pues el teatro era “el centro imaginativo de la cultura del siglo XIX”, pues “lo real” se fundía con “lo teatral y lo histórico” (Monsiváis 2012: 60-61). No deben extrañar, entonces, ni la cantidad de obras dramáticas estrenadas en la época, algunas por Mateos o Riva Palacio, ni la incipiente crítica literaria que las rodeaba, ni el lugar central que Altamirano le asignaba a lo teatral en el renacimiento cultural que propugnaba.

La litografía había establecido una íntima relación con el teatro desde su introducción en México. Pietro Gualdi, figura pionera, fungió como director de teatro en la década de 1830, diseñando “escenografías y telones” en las tablas y recreando al mismo tiempo “volúmenes arquitectónicos y perspectivas de plazas y paisajes” en sus litografías (Uribe 1994: 93). Fue en lo paisajístico y lo arquitectónico, en particular, que la litografía mexicana habría de destacar, como en el caso del exquisito México y sus alrededores (1855-1856), álbum que escenificaba las “vistas” de la patria. El libro rojo también recibió esta tradición paisajística y teatral, transformándola en el proceso. Frente a las monumentales “vistas” de México y sus alrededores, muchas de ellas hechas desde globos aerostáticos, y los instantes supremos de Las glorias nacionales, ambos en formato horizontal, El libro rojo optó por una “verticalización” de la imagen litográfica que resultaba particularmente dicente en los retratos de los “grandes hombres”. En ellos, el héroe mismo, siempre masculino,18 hace las veces de paisaje: ocupando toda una página,19 pintado de cuerpo entero, de pie, recortado contra el escenario, en imponente contrapicado y proveído del atuendo y la gestualidad necesarios, el personaje parece listo para pasar a la acción y cumplir su papel en el teatro de la historia. Así, por ejemplo, en el retrato de Francisco Xavier Mina, cuyo contraste con el de Luis XVI, en la obra francesa, no podría ser más pronunciado. A la verticalización se añade el trazo fino de Miranda, dotando a la imagen de profundidad, juegos de luz y emotivos difuminados, imposibles en el grabado (Bann 1984: 61) (Figuras 3 y 4).20

Figura 3 El dinamismo litográfico de El libro rojo  

Figura 4 La rigidez del grabado de Le livre rouge  

La captura casi fotográfica del instante supremo y el escenificado retrato vertical permitían a El libro rojo alcanzar un eficaz “efecto de realidad”, como diría Roland Barthes, del que carecía Le livre rouge. La litografía superaba así la rigidez del grabado y cumplía el objetivo de animar la historia gracias a una muy efectiva retórica visual. De hecho, la representación histórica ideal había sido descrita en México, más de una vez, a partir de metáforas visuales: no sólo por Carlos María de Bustamante, para quien la historia era un “lienzo”, sino también por personajes más tardíos como Manuel Larraínzar, quien había abogado por que la historia se escribiera como si fuera un “cuadro animado”, “la pintura exacta de los hechos”, “usando de toques fuertes y de colores vivos, cuando sea necesario” (Larraínzar 2001: 152-177). Todo esto apuntaba a una “poética de la historia” que acercaba el discurso escrito al visual. Por eso Payno podía afirmar en El libro rojo que “en estos estudios no hacemos sino animar a los personajes y ponerlos por un instante de bulto ante el lector, pero conservando en todo la verdad histórica” (Riva Palacio 2013: 95). Esta “animación” se veía magnificada por las dimensiones del lujoso libro, cuyos 45 cm de alto por 32 de ancho excedían el formato en cuarto de Le livre rouge. Así, no menos en lo visual que en lo escrito, El libro rojo demostró el poder de la litografía para superar el ejemplo de Le livre rouge y captar los instantes supremos del desarrollo nacional, glorificar al héroe martirológico, actor principal en el teatro del mundo, y dotar a la historia de un animado “efecto de realidad”.

De una taxonomía de la violencia a una periodización sangrienta

Como se estableció arriba, la estructura interna de Le livre rouge consiste en una clasificación descriptiva, empírica, de la violencia que se narra. Categorías como “duelistas”, “conspiradores”, “bandidos legendarios” o “emponzoñadores y asesinos”, subrayan una tipología o taxonomía de la violencia cuyo criterio de diferenciación no es cronológico. Antes bien, los “nombres-capítulo” son instancias de categorías transhistóricas cuya identidad no se modifica con el correr del tiempo: la serie “Víctimas”, por ejemplo, contiene lo mismo a “Jacques Molay”, último maestre de los templarios, quemado en la hoguera en 1314, que a “Lally-Tollendal”, general decapitado en 1766 tras fracasar en la conquista de la India. Le livre rouge enfatizó así la continuidad, recurrencia, y cíclico retorno de lo mismo en su “triste et majestueux cortège des victimes” (Maurice 1863: iv).21

La estructuración de los “nombres-capítulo” en El libro rojo, por el contrario, es estrictamente cronológica: inicia en 1519, con “Moctezuma II” y el arribo de los españoles, que abren la sangrienta historia nacional, y termina en 1867 con el fusilamiento de Maximiliano y el categórico afirmarse de una nación como libre y autónoma. En tanto recopilación de muertos, estos “nombres-capítulo” tejen una trama narrativa que se desenvuelve en el tiempo, transitando de la lista necronominalista a la historia nacional. Thomas Laqueur ha argüido, en este sentido, que “names, singly and together […] offer a hope of bridging the spaces […] between each single case and […] their aggregation” (Laqueur 2015: 437).22 De manera similar, la filósofa Elaine Scarry señala el movimiento que va de las “periodic lists of names of offspring” (1985: 185)23 a la historia (story) de un pueblo. Para ella, “the connection between […] list and story […] is clear and open, requiring no explication” (1985: 186).24 Y el también filósofo Hans Blumenberg, por último, ha subrayado cómo las narraciones míticas se encuentran unidas por nombres, generando una trama genealógica sobre la que “the historian, later, can set episode alongside episode, and anecdote alongside anecdote”, con miras a instaurar una “overall coherence” (1985: 39).25

En El libro rojo, la suma total de estos nombres de muertos, entretejidos en una narrativa nacional, no vendría a ser sino el nombre mismo de México, nación digna y autoafirmada. En tanto libro de los muertos, le añadía al fin peso y valor a lo que había sido “la sombra de un nombre en otro tiempo ilustre” (Alamán 1852: 955), como con abatimiento había escrito Lucas Alamán tras el desastre de 1848. Ahora bien, el orden cronológico de El libro rojo revertía la resignada aseveración del letrado conservador, al hacer de México un ilustre agregado de nombres de mártires ejemplares, y apuntaba, además, a una suerte de periodización. A pesar de que en la obra no hay una explícita demarcación de períodos históricos, sí es posible identificar en ella ciertos momentos clave en que el cambio histórico se subraya, ya porque la densidad de nombres aumenta, ya porque su misma importancia se señala sin lugar a dudas. El libro no constituye, entonces, una mera continuidad monótona y rutinaria de hechos; en su cronología se distinguen, en cambio, interrupciones y puntos de quiebre que señalan transformaciones cruciales dentro de lo reiterativo, instancias que fungen de bisagra entre un período y otro.

La periodización histórica de El libro rojo, como todo lo demás, está basada en el derramamiento de sangre. Los “nombres capítulo”, episodios individuales, bien pueden agruparse en “cúmulos”, esto es, agregaciones de instancias separadas y discretas. En mi opinión, tres “cúmulos” o “períodos” históricos son discernibles: Conquista, Colonia e Independencia, cada uno con sus características particulares. Esta periodización no era novedosa ni exclusiva del contexto mexicano: la necesidad de una cronología estrictamente establecida se había propuesto ya en la célebre correspondencia entre el Conde de la Cortina y José María Lacunza, en la década de 1840. Sin embargo, el precedente más importante lo constituye “Algunas ideas sobre la historia y manera de escribir la de México…” (1865), de Manuel Larraínzar. Y esto por dos razones: la primera es que el texto planteaba la necesidad de escribir una “Historia general” nacional, con un principio y un final claramente delimitados, como si fuera “un todo perfecto”. La segunda es que Larraínzar, como cinco años después los autores de El libro rojo, consideraba que su presente era el momento ideal para escribir retrospectivamente tal historia, toda vez que ofrecía el ansiado final al largo viacrucis de la nación mexicana. En consecuencia, su proyectada historia general terminaría, o mejor, culminaría, “el 12 de julio de este año de 1864, en que hizo su entrada a la capital el emperador de México Fernando Maximiliano” (Larraínzar 2001: 182, 224-225).

Si bien es cierto que la estructura “conquista-colonia-independencia” de El libro rojo no se corresponde a la perfección con el esquema “historia antigua-historia media-historia moderna”, también tripartito, que proponía Larraínzar, El libro rojo sí adoptó la idea de una historia abarcadora y total con un principio y un final claros: aquí, no obstante, el principio se trasladó al momento de la Conquista, mientras que el final fue situado ya no en el arribo sino en el fusilamiento de Maximiliano, tres años más tarde. Entre ese inicio y este final había tenido lugar el desenvolvimiento de la historia sangrienta de México, que vale la pena esbozar brevemente: el primer período histórico (1519-1525, aproximadamente), la Conquista, representa en El libro rojo la apertura puntual de la lógica martirológica. Pero ésta es menos la consecuencia de una supuesta barbarie azteca y de sus prácticas sacrificiales que una reacción natural frente al salvajismo del invasor, del extranjero. El vínculo entre los sacrificios prehispánicos y la violencia subsiguiente era de este modo eludido. En la Conquista los mártires son “Moctezuma II”, “Cuauhtémoc” y “Xicoténcatl”, no los españoles. El período introduce, además, las “dos fuerzas, dos voluntades, dos derechos [y] dos razas” principales de la historia mexicana, cuyo choque inaugural, del que resultaría “un río de sangre humana donde hubiera podido navegar un bergantín” (Riva Palacio 2013: 36), dispara el movimiento histórico posterior. La Conquista, entonces, sirve de preámbulo y catalizador, de fons et origo de lo que vendrá luego.

Tras este primer período vienen los tres siglos de la Colonia, de 1525 a 1810, aproximadamente. En los “nombres-capítulo” consagrados a ella, poblados de truculentos asesinatos, nocturnas conspiraciones y encapuchadas celadas, El libro rojo extiende el énfasis en la barbarie de los españoles, sumidos en interminables luchas intestinas. En inconfundible tono de gótico colonial, aquella folletinesca “nota roja” en que Riva Palacio y Mateos descollaban (Monsiváis 2010), la sección colonial del libro se lee como una intransigente impugnación de los invasores, sus instituciones y sus valores, que alcanza su momento más álgido en los tres capítulos que Riva Palacio dedicó al caso inquisitorial de “La familia Carabajal”. Pero no todo resultaba negativo: por un lado, el período también significó el derrame de otras sangres, como la judía y la negra, que se aunaban no sólo a la sangría sino además al progresivo mestizaje nacional. Por otro, la evaluación negativa del dominio español se contrarrestaba con algunos episodios que la examinaban bajo una luz más favorable: el de “Caridad evangélica”, por ejemplo, donde la actitud sacrificial y desinteresada de la Iglesia es puesta en primer plano. Con todo, en la descripción de este período termina pesando más la acusación liberal al pasado colonial y el sordo rumor de una nación en proceso de gestación, que anuncia la emancipación.

Por último, el libro arriba al período de la Independencia, que consta de dos momentos: el primero, correspondiendo a la consecución de la autonomía política en 1821, es consecuencia de los sacrificios de Hidalgo, Morelos, Iturbide, Matamoros, Mina y Guerrero. Tras esta “primera independencia”, y después de un elocuente silencio, lo mismo sobre la guerra contra los Estados Unidos y el episodio de los “polkos”, que sobre Santa Anna y sus devaneos caudillistas, el libro retoma el hilo en 1857, cuando el tiempo de nuevo se contrae y se adensa a la vez que el número de mártires se incrementa. Empieza entonces la “segunda independencia”, noción compartida por muchos letrados hispanoamericanos del medio siglo (Colmenares 2006) y que se planteaba vagamente como el complemento y realización plena de la primera. En México, gracias a las sucesivas invasiones extranjeras que el país tuvo que padecer, la noción había adquirido un peso particular: Payno, entre otros, había recurrido a ella en su Compendio de la historia de México (1870), al proponer un largo período de Independencia que fuera de 1808 a 1867. La independencia dejaba de ser un hecho puntual y se ensanchaba, prolongándose en el tiempo conforme se iban alcanzando sus supuestas promesas iniciales.

En El libro rojo, la “segunda independencia” abarca la Guerra de Reforma, que aseguraría la independencia del legado colonial ―“feudalismo… sentimiento religioso… soldadesca inmoral y desenfrenada”, según Mateos (Riva Palacio 2013: 428-429)―, y la Guerra de Intervención, que cimentaría la autonomía política de una nación al fin madura. Al igual que la primera, esta segunda etapa era el fruto de una seguidilla de nombres: “Leandro Valle”, “Santos Degollado”, “Comonfort”, “Nicolás Romero”, los “Mártires de Tacubaya” y, por supuesto, el mismo “Maximiliano”, que al entregar su sangre a su adoptada patria aseguraba su ingreso en un renovado y conciliador panteón nacional. Estos mártires garantizaban el triunfo de la Reforma, la autonomía absoluta de una nación soberana, e incluso la expiación de las culpas cometidas en la primera independencia, sobre todo el doble “parricidio” de Iturbide y Guerrero (Lomnitz 2008: 30).

En síntesis, El libro rojo optó por una estructura cronológica, ausente en la taxonomía empírica de Le livre rouge, y organizó su martirologio necronominalista conforme a la flecha del tiempo. Pero fue, incluso, mucho más allá: sin explicitarlo, situó los “nombres-capítulo” no en categorías clasificatorias y transhistóricas, como hiciera su modelo francés, sino en una periodización tripartita basada en el derrame de sangre y la conformación gradual de la nación, cada período con sus características respectivas. Más que una tipología, su “poética de la historia” ofrecía una narrativa triunfal en que un liberalismo providencialista hacía las veces de filosofía de la historia.

Del cíclico pesimismo conservador al optimismo liberal y la superación de la violencia

La periodización sangrienta de El libro rojo señala un comienzo y un fin claros en la violenta consolidación de la nación mexicana, lo que no sucede en Le livre rouge. Sus similitudes y diferencias son discernibles en sus correspondientes portadas (Figuras 5 y 6):

Figura 5 Más allá de la evidente influencia pictórica, la violencia en Le livre rouge parece interminable, al contrario de El libro rojo. 

Figura 6 

La portada de Le livre rouge, litografía monocroma de Yan d’Argent y Chapon, muestra al justiciero ángel de la muerte inscribiendo en el libro de los muertos los nombres de quienes van llegando del cadalso, situado al fondo. Hay unos ya anotados, casi ilegibles: Juana de Arco, Etiénne Dolet, Charlotte Corday, María Antonieta, Lavoisier, en un orden que no se atiene del todo a la cronología. Los rostros de las víctimas son, también, casi indiscernibles, confundiéndose en una multitud potencialmente infinita. El desorden temporal, el borramiento de nombres y rostros y, sobre todo, el hecho de que al libro de los muertos aún le restan páginas en blanco, sugieren una interminable historia de la violencia sumida en el tiempo cíclico y que poco o nada contribuye a consolidar la nación francesa, cuyos distintivos, por lo demás, brillan por su ausencia en la litografía. Vale la pena mencionar que Dupray de la Mahèrie, aparte de católico piadoso y enemigo acérrimo del “materialismo”, fue un conservador cercano a los círculos del emperador Napoleón III. Su conservadurismo, imbuido de antropología negativa y pesimismo histórico, es evidente en el tratamiento de las víctimas de la revolución: “l’histoire de Louis XVI”, por ejemplo ―escrita por Adolphe de Lescure (1833-92), admirador de Chateaubriand y de De Maistre―, “est une légende de martyr”26 (Maurice 1863: 341) y el “Terror” de 1794 es “comme ces ouragans indisciplinés qui n’ont d’autre mission que de détruire”27 (Maurice 1863: 225).

Pese a contar con ángel y libro de los muertos, la portada de El libro rojo sugiere algo radicalmente distinto. Y no podía ser de otra manera, puesto que el monarquismo de Dupray de la Mahérie, encarnado en la figura de Napoleón III, era precisamente aquel contra el que se había enfrentado el liberalismo mexicano durante la guerra contra la intervención. Con la adopción de la bicromía aparte, la historia nacional aparece en esta portada como terminada, cuando menos en su aspecto sacrificial. En efecto, dos períodos fungen de límites cronológicos: la Conquista, por un lado, donde se encuentran Moctezuma II y Cuauhtémoc, y la “larga independencia”, por el otro, asimismo representada por dos emperadores, Iturbide y Maximiliano, con sugerida nostalgia post-imperial. Sus nombres y perfiles están cuidadosamente delineados, y los símbolos patrios evidencian la historia martirológica de una nación que finalmente podía considerarse como tal, ante sí misma y ante el mundo.

Al contrario de Le livre rouge, El libro rojo enfatiza la superación de la violencia cíclica que había consumido al país desde su primera independencia. En palabras de Martínez de la Torre, “México había significado antes anarquía, desorden, rebelión constante” (Riva Palacio 2013: 533). Sin embargo, “la sangre a torrentes derramada, la fortuna perdida a impulso de las revoluciones, la paz deseada y siempre perturbada, ha cambiado el carácter revolucionario y versátil del pasado que sucumbió para siempre, merced a los sacrificios de una generación que quiere para su patria orden, paz, progreso, independencia y libertad” (Riva Palacio 2013: 533).

La acumulación de la sangre derramada, “los sacrificios de una generación”, habían “cambiado el carácter revolucionario y versátil del pasado”, que “sucumbió para siempre”. Los acontecimientos de 1867 y la restauración de la República ―que siguió a la restauración imperial de Maximiliano― habían posibilitado una perspectiva que dotaba de sentido al pasado y permitía al fin escapar del carácter cíclico de la violencia. La noción de “revolución”, que en el XIX “llega al desgaste cuando se aplica a toda asonada, cuartelazo [o] golpe palaciego” (Pacheco 2017: 200), había sido capaz de distinguirse de la de “guerra civil” y tornarse en fuerza progresista a favor del Liberalismo triunfante. La esencia de este Liberalismo, la sacralizada Reforma, es en El libro rojo una “idea grandiosa”, “una palabra que asume el destino entero de una época, ya se opere en la religión, en la política, o en la filosofía”, y que cuando “encarna en un hombre, hace de él un mártir, a veces un héroe” (Riva Palacio 2013: 440). Representaba así el último y necesario eslabón en la larga cadena martirológica que había marcado la historia mexicana.

Transformando biografías en hagiografías, grabados en litografías, y una taxonomía inmutable en una periodización sangrienta que explicaba el movimiento de la historia, El libro rojo había “mexicanizado” un modelo extranjero. “El historiador”, decía Jacques Le Goff, “configura a la vez una concepción del tiempo y proporciona una imagen continua y global del pasado” (Le Goff 2016: 28). Esa imagen no era otra que la de un México liberal, triunfante, independiente, en pleno renacimiento cultural, que no sólo había superado la violencia interna y externa, sino que además era capaz de narrarla como si se tratara de un asunto concluido. Los roles de México y Francia, que a lo largo del siglo XIX se habían trabado en incesante diálogo y conflicto transatlánticos, en un tráfico bidireccional de influencias, parecían ahora invertidos: derrotada por los prusianos y bajo el liderazgo de Napoleón III, la nación gala había pasado, para sorpresa de los hispanoamericanos, de invasora a invadida, de republicana a imperialista y de modelo ejemplar a paradigma repudiable; en tanto que México, liberado de una monarquía extranjera, representaba la restauración de la república y los valores democráticos. Todo parecía indicar que había “llegado para México el período de su resurrección” (Riva Palacio 2013: 533): política, cultural, económica. El libro rojo, “edición superior a la francesa” ―simultáneamente una transfiguración de, y respuesta a, Le livre rouge―, era testimonio tangible de ello.

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1Vicente Riva Palacio, Manuel Payno et al. El libro rojo. México: Imprenta de Díaz de León y White, 1870. Aquí seguiré y citaré, sin embargo, la siguiente edición: Vicente Riva Palacio, Manuel Payno et al., El libro rojo. México: Fondo de Cultura Económica, 2013. Cuando se cita directamente a Riva Palacio, a Payno, a Mateos o a Martínez de la Torre (estos dos últimos colaboradores menores en el libro), siempre se está haciendo referencia a capítulos de esta edición del 2013.

2M. B. Maurice, A. de Bast et al. Le livre rouge. Histoire de l’échafaud en France. Paris: Dupray de la Mahérie Libraire-éditeur, 1863. Hubo otros “libros rojos” franceses, por ejemplo: Paul Escudier, Jean Richepin et al. Le livre rouge des atrocités allemandes d’après les rapports officiels des gouvernements français, anglais et belges. París: [xref ref-type="bibr" rid="r14"]1916[/xref].

3Las traducciones del francés o del inglés son mías y estarán a pie de página cuando sea necesario.

4Sobre la relación entre pintura de historia y nacionalismo en el siglo XIX, véase Pérez Vejo ([xref ref-type="bibr" rid="r36"]2001: 73-110[/xref]). Los “mártires”, los “brujos y brujas”, los “duelistas”, los “innovadores”, los “conspiradores”, las “emponzoñadoras y asesinas”, las “heroínas y pecadoras”, las “víctimas”.

5y los “bandidos legendarios”.

6El “patíbulo revolucionario”.

7La “heroína de Francia”.

8“Este triste y majestuoso cortejo de víctimas […] nuestra galería de retratos, hecha bajo este punto de vista inexorable de la muerte violenta, pública, el castigo de los grandes crímenes o la consagración de infortunios únicos, no puede rehusarles la entrada ni a los maliciosos, ni a los héroes, ni a los bandidos, ni a los mártires”.

9“En la misma colección en que la muerte es el único e inexorable vínculo, los bandidos y los santos”.

10“No a tal parte del público, sino al público entero”.

11Henry-Clément Sanson. Sept générations d’exécuteurs, 1688-1847: Mémoires des Sanson, mis en ordre, rédigés et publiés par H. Sanson, ancien exécuteur des hautes oeuvres de la Cour de Paris. Paris: Dupray de la Mahérie Libraire-éditeur, [xref ref-type="bibr" rid="r40"]1862-1863[/xref].

12“Los más firmes espíritus tiemblan ante el recuento de sus crímenes”.

13“Monstruosidades tan grandes”.

14Georges Bataille. Le procès de Gilles de Rais. Paris: Pauvert, [xref ref-type="bibr" rid="r10"]1977[/xref], obra que indaga en el carácter monstruoso del personaje. Para una panorámica excepcional de la fascinación decimonónica por lo monstruoso y lo “meduseo”, véase [xref ref-type="bibr" rid="r37"]Praz 1999[/xref]; también [xref ref-type="bibr" rid="r29"]Muray 1999[/xref], en particular el capítulo “L’école nécromantique”: 383-542.

15Lo cual reforzaría el argumento de Claudio Lomnitz de que El libro rojo ostentaba un novedoso afán ecuménico y conciliador entre élites ([xref ref-type="bibr" rid="r21"]2001[/xref]).

16“Artistas experimentados… una élite”.

17Otros ejemplos igualmente dicentes serían las litografías mostrando la muerte de Pedro de Alvarado, la muerte de Melchor Ocampo, y el retrato de Miguel Hidalgo, montado a caballo, liderando el movimiento de la acción revolucionaria. Todas las imágenes de El libro rojo aquí incluidas fueron extraídas de los siguientes sitios web: de los repositorios del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), <[uri]https://constitucion1917.gob.mx/es/inehrm/Galeria_Entre_la_pluma_y_la_espada[/uri]>, y <[uri]https://inehrm.gob.mx/es/inehrm/Galeria_Ocampo_Degollado_y_Valle[/uri]> (donde también se puede apreciar el “momento supremo” de la muerte de Melchor Ocampo). Y de las páginas de subastas, <[uri]https://www.auctionzip.com/auction-lot/Riva-Palacio,-Vicente-Payno,-Manuel.-El-Libro-R_FEA429F833/[/uri]> (donde puede verse la imagen de Hidalgo), y <[uri]https://www.dsloan.com/Auctions/A23/item-riva_palacio-el_libro_rojo-1870.html[/uri]> (donde aparece también la litografía de Pedro de Alvarado).

18Excepción hecha del capítulo “La sevillana”, en El libro rojo —a diferencia de Le livre rouge— no hay mujeres titulando los capítulos ni como protagonistas. Agradezco ésta y otras observaciones, que merecen más profundo tratamiento, a Erika Pani, quien leyó un borrador de este artículo.

19Las litografías no se podían combinar con páginas de texto, pues “la piedra en que se preparaba la imagen para su reproducción masiva no permitía […] por las diferencias en los medios de impresión, su asimilación al texto del periódico”, lo que explica que se vendieran muchas veces como piezas sueltas ([xref ref-type="bibr" rid="r1"]Acevedo: 153[/xref]).

20Todas las imágenes de Le Livre Rouge fueron extraídas de la edición digital del texto en Gallica, el repositorio digital de la BnF: <[uri]https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/ bpt6k5724390x?rk=128756;0[/uri]>.

21“Triste y majestuoso cortejo de víctimas”.

22“Los nombres [de muertos], individual o conjuntamente […] ofrecen la esperanza de tender un puente entre espacios […] entre cada caso singular y […] su agregación”.

23“Listas periódicas de nombres de personas”.

24“La conexión entre […] lista e historia […] es clara y abierta, sin que requiera explicación”.

25“El historiador, más tarde, puede situar episodios al lado de episodios, y anécdotas al lado de anécdotas”, con miras a instaurar una “coherencia general”.

26“La historia de Luis XVI […] es una leyenda de mártir”.

27“Uno de esos huracanes indisciplinados cuya misión no es otra que destruir”.

Recibido: 25 de Octubre de 2019; Aprobado: 05 de Junio de 2020

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Licenciado en filosofía e historia por la Universidad de los Andes, Bogotá; maestro en filosofía por la New School for Social Research en la ciudad de Nueva York y doctor en Latin American and Iberian Cultures (LAIC) de la Universidad de Columbia en Nueva York (graduación en mayo, 2020). Ha publicado “Miguel Antonio Caro, satírico y satirizado” y “Entre líneas: línea y punto, esquizoanálisis y revolución en Deleuze-Guattari” en la Universidad de los Andes en Bogotá. Defendió su tesis, bajo la dirección de Graciela Montaldo, en el campo de la historia intelectual y el análisis comparativo del discurso en el medio siglo hispanoamericano, con un énfasis particular en el mundo letrado de Colombia, Argentina y México y sus estrategias para interpretar la violencia civil y dotarla de sentido.

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