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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.32 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2021  Epub 07-Mayo-2021

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2021.1.26852 

Artículos

Psycopathia lascasiana: un “delirio paranoico”

Lascasian psychopathia: A “paranoid delusion”

Enrique Flores*1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, flowers@unam.mx


Resumen:

En el marco de una investigación más amplia —“Conquista y crueldad”—, que aborda algunas crónicas de la Conquista como materiales propicios para documentar, desde un punto de vista “estético”, la materia viva del genocidio, este ensayo construye una visión de lo que fray Bartolomé de las Casas, en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, llamó las “exquisitas maneras de crueldad”. Y eso a partir del análisis detallado de un artículo de Ramón Menéndez Pidal —“Una norma anormal del padre Las Casas”—, de sus ramificaciones psiquiátricas y de algunas conexiones inesperadamente surrealistas, desde Jacques Lacan y la revista Minotauro hasta la “paranoia crítica” de Salvador Dalí.

Palabras clave: Conquista; crueldad; Las Casas; Menéndez Pidal; Psiquiatría; surrealismo

Abstract:

Within the framework of a broader investigation —“Conquest and cruelty”— which addresses some chronicles of the Conquest as propitious materials to document, from an “aesthetic” point of view, the living matter of genocide, this essay constructs a vision of what Fray Bartolomé de las Casas, in his Breve relación de la destrucción de las Indias, called “exquisite ways of cruelty.” And all that, starting with the detailed analysis of an article by Ramón Menéndez Pidal —“An abnormal norm of Father Las Casas”—, its psychiatric ramifications and some unexpectedly surrealist connections, from Jacques Lacan and Minotaure magazine to the “critical paranoia” of Salvador Dalí.

Keywords: Conquest; Cruelty; Las Casas; Menéndez Pidal; Psyquiatry; Surrealism

“... Siempre escribiendo procesos o vidas agenas, buscando los males y delitos que por toda esta tierra habían cometido los españoles…”

Fray Toribio Motolinia. Carta a Carlos V (1555)

Entre las innumerables expresiones de la curiosidad inagotable del gran filólogo que fue Ramón Menéndez Pidal —el “don” es imprescindible—, está una que, si en su momento no pasó desapercibida, sí puede decirse que fue luego menos apreciada o que ha caído en cierto olvido, y es la de su afición, o su incursión, en el campo de la psiquiatría. Aludo a su investigación sobre “el padre Las Casas” y “su doble personalidad”, o a su diagnóstico preparatorio, de título tan expresivo por su chocante expresión del deseo como anhelo de normalización y reducción al orden, o de su dolorosa exposición de la antinomia presente, como una llaga viva, en el alma del Filólogo: “Una norma anormal del padre Las Casas”.1 Años después, el Filólogo se exculpará diciendo que no es psiquiatra, y se autorizará a la vez en la figura de dos psiquiatras institucionales del régimen franquista: José Germain y Román Alberca, autoridades en que se apoya para afirmar, aludiendo a Las Casas, que “la pasión ahuyenta al raciocinio”, y que “la sistematización perfecta [...] revela un completo delirio paranoico” —“que así creo lo llaman los psicólogos”, añade el Filólogo, “en cuyo terreno no quiero entrar, pues ellos son los que debieran estudiar a fondo la obra de Las Casas”—. Todo ello en un gesto que bien puede designarse como “curarse en salud”.2

No quiere entrar pero entra, como lo muestra su ensayo, en un experimento sin duda de estilística psiquiátrica —o de esquizografía, diría Jacques Lacan, aunque en un sentido particularmente represivo—. Y que algo tiene de escritura intensa por la continuidad y la abundancia de frases formulaicas y construcciones repetitivas, signo de una obsesión que se traduce en ritmo a través de la recurrencia, en permanentes variaciones, de un lenguaje psiquiátrico o seudopsiquiátrico cuya entonación lo haría lindar con la expresión poética. La intensificación es elocuente, y fanática —del francés fanatique (s. XVI), y éste a su vez del latín fanaticus: “perteneciente al templo”, “servidor del templo”; “derivado de fanum, ‘templo’ ”; “inspirado, exaltado, frenético”, “hablando de los sacerdotes de Belona, Cibeles y otras diosas, los cuales se entregaban a violentas manifestaciones religiosas”, según los etimólogos (Corominas, s.v. “fanático”). Lenguaje inspirado y profético que no duda en idear neologismos para nombrar la patología que lo posee y lo obsesiona, pero que, en su búsqueda obsesiva —paranoica— no cesa de construir o “revelar” una verdad no oculta sino manifiesta en la escritura, y la maquinación, del fraile dominico.

Pero ¿qué es la paranoia? De acuerdo con Roudinesco y Plon, el término deriva del griego —para: ‘contra’; noos: ‘espíritu’— y designa elementalmente “la locura en el sentido de arrebato y delirio”. En la “nosografía psiquiátrica alemana” el vocablo habría sido introducido en 1842 por Johann Christian Heinroth a partir de una palabra creada en 1772, y fue incorporado en la “nosografí≠a francesa” por Jules Séglas en 1887, aunque psiquiatras como Emil Kraepelin, Eugen Bleuler y Gaëtan Gatian de Clérambault la convirtieron en “una de las tres formas modernas de la psicosis en general”. Antes del psicoanálisis, y de Freud, Klein y Lacan, la paranoia incluía la erotomanía y el delirio de celos, y de manera notable el delirio de grandeza y el delirio de persecución, y la caracterizaban —como en la definición “clásica” de Menéndez Pidal— “un delirio sistematizado, el predominio de la interpretación y la ausencia de deterioro intelectual” (Roudinesco y Plon: 809-810).

En su obra Paranoia. La locura que hace la historia, el psicoanalista junguiano Luigi Zoja define a ese delirio en términos semejantes: “Paranoia es una antigua palabra griega. Noos es pensamiento; pará, ir más allá. En teoría se refería sólo a una mente que sobrepasa sus límites habituales” (25). Y cita el American Heritage Stedman’s Medical Dictionary, según el cual la paranoia es “un trastorno psicótico caracterizado por delirios sistemáticos sobre todo de persecución o de grandeza, en ausencia de otros trastornos de la personalidad” (26). “Folie raissonante o folie lucide” —cartesiana y barroca definición francesa que expresa, mejor que ninguna otra, el espíritu de la paranoia—, puesto que “todas las reflexiones acerca de la paranoia nos recuerdan que pertenece, al mismo tiempo, a dos sistemas de pensamiento: al de la razón o al del delirio”. “Lo que vemos es tan sólo la pequeña punta de un iceberg de irracionalidad contra el cual puede naufragar cualquier navío de la razón” (Zoja: 28). E introduce otro factor presente en la vida de Las Casas: “El verdadero paranoico parece haber recibido una iluminación interpretativa: las explicaciones que se da asumen las características de una fe”. Así, “la idea delirante es verdadera porque tiene las mismas características que una revelación religiosa” (35).

Otro trabajo —“De la ‘locura razonante’ al ‘trastorno delirante’: notas sobre la historia de la paranoia”— dice que el término se usaba entre los griegos “como sinónimo de locura”, que se remonta a Hipócrates y que “correspondía más al habla cotidiana que al lenguaje técnico” (Herreros: 3). “Es Kraepelin quien, en 1899, le da el significado que conocemos” (4), aunque Seglás lo había empleado antes, a partir de 1895, para nombrar diversas formas de “locuras sistemáticas”. La “psiquiatría romántica”, dice Herreros, oponía los trastornos de la afectividad a los de la inteligencia, calificados como paranoia o “delirio sistematizado” —“locura sistematizada primitiva originada en anomalías degenerativas de la inteligencia y el carácter: emotividad, desconfianza y misantropía, tendencia al subjetivismo mórbido [...], llevando a un delirio de persecución” (10-12)—. Ese esquema repetitivo, automático de la psicosis conduce al concepto clásico de Kraepelin, correspondiente a un “desarrollo insidioso” de “un sistema delirante duradero e imposible de sacudir”, instaurado con “una conservación completa de la claridad y del orden en el pensamiento, el querer y la acción” (17). Y esos esquemas y conceptos alcanzarán el diagnóstico kraepeliano de Menéndez Pidal, tamizado por las ulteriores definiciones de la paranoia de alienistas como Jules Seglás —“delirio de persecución con interpretaciones delirantes”, “locura sistematizada primitiva” (26)— o Paul Sérieux y Joseph Capgras, que estudiaban las psicosis con “interpretaciones delirantes” en un libro central: Las locuras razonantes. El delirio de interpretación (27).

En ese artículo tan extrañamente titulado —“Una norma anormal del padre Las Casas”—, como en su libro ulterior, de título aún más expresivo: El padre Las Casas: su doble personalidad, confluyen significativamente la psiquiatría positivista con la filología positivista, y aun con la criminología positivista, si se consideran los efectos latentes en la “interpretación” lascasiana desde el punto de vista político e histórico del casticismo y del nacionalismo español, ineluctablemente vinculado a los fantasmas de la “leyenda negra”.

*

El Filólogo comienza diciendo que “todos” —“aun los que más estiman la información de Las Casas”— afirman que “exagera mucho”. Ofrece “cifras increíbles, lo mismo en las cosas que él conoce directamente que en las que sólo conoce por referencias”. Es decir, lo mismo en las que conoce por voces o rumores —fenómeno paranoico típico según Luigi Zoja—3 que, más ilícitamente, las que de algún modo sabe que son falsas. Sin embargo, la exageración se transforma inmediatamente en un “disparatado abultamiento numérico” o en “datos abultados disparatadamente”, en frases que translucen, de modo tal vez involuntario, una expresión o una vinculación con lo goyesco y la “España negra”: la forma estética del disparate. “Poseído”, dice —en otra alusión involuntaria a la posesión demoníaca—, “de una invencible tendencia a la hipérbole” —la noción de “tendencia” es psiquiátrica, y lo “invencible” apela tal vez al determinismo orgánico, pero la “hipérbole” es retórica—, el dominico “aumenta dos veces, veinte veces las cosas, como procedimiento ordinario” No hay una sola de las 97 páginas de la Destruición de América4 que no contenga cifras disparatadas cuando informa sobre la riqueza de América y mucho más disparatadas cuando encarece la maldad de los españoles, tema único del opúsculo y tema dominante en otras obras del autor (1957: 5-6).

Subrayo no únicamente los términos que apuntan al género del disparate, y a la llamada “locura popular”,5 sino también a otros contagiados de un aliento y de un estigma psiquiátricos —“tema único”, “tema dominante”—, aunque disimulados, muy presentes a su manera desde el llamado Siglo de Oro a través de la palabra thema, próximo a manía o a obsesión (en el siglo XIX, el término monomanía cercará con precisión más maniática al fenómeno). Las definiciones ofrecidas por el Diccionario de autoridades son elocuentes:

Thema. Vale también porfía, obstinación, o contumacia en un propósito, u aprehensión. En esta acepción es uso escribirla sin h [...]. Significa también aquella especie que se les suele fijar a los locos, y en que continuamente están vacilando. Lat. Manía. Insanum judicium.

Cada loco con su thema. Refrán que [...] explica la tenacidad, y apego, que cada uno tiene a su propio dictamen, como los locos, que por lo regular disparatan siempre sobre la especie que les ocasionó la locura.

Manía. Enfermedad de la phantasía que la altera y desordena, fijándola en una especie, sin razón ni fundamento. Es voz griega. Manía. Lat. Furor, insania.

Obsessión. Assistencia de los espíritus malignos alrededor de alguna persona, a diferencia de cuando están dentro del cuerpo, que se llama possessión.

Pero estamos en otra época, y el “espíritu” que impulsa al Filólogo es positivo, científico, y se refiere a acontecimientos más “malignos” que los de “dentro del cuerpo”:

Los indios muertos por los españoles en cuarenta años son, según dice [Las Casas] una vez, 12 millones o 15, pero sumando las cifras parciales que da para las diversas regiones americanas, resultan más de 24 millones. Un capitán del famoso gobernador Pedrarias “mató sobre 40 000 ánimas”, otro se deshizo de 500 000; los trescientos alemanes de Venezuela (los Welser), mucho peores que los españoles, en menos de quince años mataron de cuatro a cinco millones. Todas estas cifras son increíbles, aun después de ser inventadas las cámaras de gas y demás prácticas del genocidio moderno (1957: 6).

No es mi intención discutir las “cifras” del genocidio burlado por esa filología negacionista, “increíbles” según el Filólogo, y aparentemente transferibles a la crueldad anticipatoria de los conquistadores alemanes. Pero no quiero dejar de aludir a una noticia reciente aparecida en el periódico inglés The Guardian —reaparición quizá de la leyenda negra— de título igualmente increíble: “La colonización europea de las Américas mató a tantos que enfrió el clima de la Tierra” (cfr. Milman 2019), la cual precisa que, “indirectamente, el asesinato de los pueblos indígenas contribuyó a producir un periodo más frío al causar la muerte de alrededor de 56 millones hacia el año 1600”. La reducción de la población indígena en un 90 por ciento durante el siglo que siguió al “descubrimiento” hizo caer la temperatura en 0.15 grados centígrados a finales del siglo XVI y principios del XVII, provocando lo que se conoce como la “pequeña Edad del Hielo”. Es decir, una catástrofe humana y ecológica a nivel planetario.6 Luigi Zoja se refiere a esa catástrofe en términos escatológicos, y en un estudio dedicado precisamente a la paranoia, aunque de signo contrario al del Filólogo:

Los indígenas mueren a un ritmo exponencial. Como los taínos en las islas, pocos decenios después del descubrimiento de Colón diversas poblaciones del continente ya se han extinguido. En el curso del siglo XVI, en regiones de Mesoamérica desaparece hasta el 98 por ciento de los habitantes. Si igualamos a 100 el conjunto de la población indígena de América Latina en el momento de la conquista, se estima que entre 1492 y 1633 desciende a 11.9, es decir, desaparece el 88.1 por ciento de los habitantes [...]. Lo que no pudo la espada lo hicieron las enfermedades. Con las naves provenientes de Europa llegaron el sarampión, la viruela, el tifus. La mayor parte de los colonos poseía anticuerpos y se las arreglaba bastante bien, mientras los nativos no tenían defensas y caían como moscas: según un cronista de la época, el franciscano Motolinia, la sola epidemia de 1545-1548 acabó con entre el 60 por ciento y el 80 por ciento de la población. A falta de conocimientos médicos, una mortandad semejante les permitía a los conquistadores realizar una inversión de las causas literalmente providencial: los estragos no se producían a raíz de una epidemia traída por los europeos, sino que era más bien un castigo de la Providencia porque los aborígenes eran idólatras y bárbaros (92-94).

*

Hay en Las Casas una “irresistible propensión patológica”, dice el Filólogo (6). Persigue “fines terroríficos” —los verbos no son casuales— que lo conducen a interpretar la ruina del imperio español como “castigo”, fulminado por la “justicia divinal”, según Menéndez Pidal, que así parece querer evidenciar la dimensión religiosa del delirio. Pero eso, añade, no le basta. Hay que ir más lejos, y él mismo lo hace, contrastando los supuestos “datos de la realidad” con esa “inevitable deformación de abultamiento” que —abultando y deformando la sintaxis— el Filólogo produce como nueva noción psiquiátrica (1957: 6-7). Y añade, apelando a una serie de términos asociados a la ficción caballeresca, y asimismo al delirio, que el fraile “no podía recibir un informe, por increíble que fuese, sin que su fantasía no se excitase [palabra que no es posible no asociar a la psiquiatría fisicalista] y añadiese algo más increíble todavía” —algo que excede la aberración ideológica y le hace afirmar: “Esto no es credulidad, sino deleite en lo increíble, reacción involuntaria ante lo enorme” (7)—. Y la enormidad no es tan evidente como nos imaginaríamos, de atenernos a las autoridades léxico-filológicas:

Enorme [...]. Desmesurado, y que no tiene proporción, norma ni regla, y es fuera de lo regular [...]. En lo moral vale perverso, lleno de fealdad y maldad, excesivo y torpemente grave [...]. “Y vinieron a tanta locura e absurdidad tan enorme, que negaron el regidor e gobernador del mundo”. Juan de Mena, copla 10: “Es la tu regla ser tú mui enorme”.

Enormemente [...]. Desmedidamente, contra toda regla, orden y norma [...]. “Al mismo Dios desprecia enormemente [...].

Enormidad. Demasía, excesso, cosa sin norma ni proporción [...]. En lo moral significa excesso, suma fealdad, gravedad y malicia del pecado (Dicc. aut.).7

No sólo se trata de un conflicto con la regla, el orden y la norma, sino también de la aparición de lo desmesurado, lo irregular, lo excesivo, lo desmedido, lo feo, lo malo, lo pecaminoso. En una palabra, lo que Bataille (2007) llamó la parte maldita. Y más allá, de lo que podría llamarse el desprecio de Dios, extrañamente asociado a la desmesura y lo enorme. Y de un “deleite” ante lo enorme: lo excesivo, lo malvado, lo desmesurado, lo perverso.

Exagerar es vocablo débil”, dice Menéndez. Expresión paradójica, voluntaria o involuntariamente. Y es que, como descubre el Filólogo, “la exageración enormizante de Las Casas no cabe en el vocabulario corriente del idioma; es preciso inventar un vocablo nuevo”, o inventar neologismos. Cuando recibe “un dato argumentístico o argüitivo”, “se siente en modo irresistible llevado a abultarlo inmensamente”. Y eso se debe a que “Las Casas enormiza los conceptos que le apasionan, los hace enormes, o ‘fuera de norma’”. Su “imaginación anormal, sin norma de medida”, reflejada en un “abultamiento enorme”, es aberrante: “aberración de simplismo convertida en ‘regla’” —como titula don Ramón un apartado—, manifiesta en “ciertos casos patológicos” cuya “exageración enormizante, habitual, irreprimible”, revelan el retorcimiento espiritual del fraile (7). Esas “hipérboles cuantitativas monstruosas”, esa “exageración cualitativa extrema”, llevan a su discurso al límite de la sinrazón, afirmando, según el Filólogo, que “los indios ‘no cometieron contra los cristianos un solo pecado mortal que fuese punible por los hombres’”, o que, ni en las cien páginas de la Destrucción ni en las dos mil quinientas de la Historia, haya “una sola donde aparezca que un conquistador haya hecho nada digno de aprobación”. Y no se trata de una “mera hipérbole oratoria” —ya fuese por efectismo retórico o vulgar maniqueísmo ideológico—, sino de una “simplista repartición absoluta” del bien y del mal, patológica y sujeta al imperio absoluto de una “regla” paranoica que el fraile postula como única regla “verdadera”, como “regla real y positiva de la historia”, sostenida de manera “incansable, tenaz” —otro rasgo reivindicativo y paranoico—, como la idea obsesiva, la “obsesionante idea” que no le concede “jamás a esa regla una excepción, por mínima que fuese” (7-8).

Un caso “extremo”, que Menéndez Pidal llama “curioso”, se produce cuando Las Casas, careciendo de información sobre alguna “conquista”, la suple ulteriormente por un acto de adivinación conforme a la “regla”: “porque no saliese falso lo que arriba yo había adivinado”, confirmándose “la regla que al principio pusimos”. El carácter “sistemático”, típico del diagnóstico de paranoia, se impone a través de esa figura absoluta de la “regla”, que transforma al teólogo en un paciente psiquiátrico acosado por su propia obsesión, por su propia razón —o sinrazón, en el sueño goyesco de la historia—: “Se había formado un convencimiento morboso, rígidamente sistematizado, y, en reacción pasional irresistible, deforma y conforma cuantos nuevos juicios se le ofrecen acerca de esa convicción” (8).

Hay, pues, en Las Casas una “idea única” —una “idea dominante y exclusiva”—, una regla “absoluta e irracional”, “absoluta”, “que el historiógrafo vidente ha adivinado”, dice el Filólogo, y en ello radica su “anormalidad”, el “tosco simplismo” que lo impulsa a “escribir una larga historia para comprobar una regla y para comprobar que esa regla no admite ni una excepción siquiera”. Y aquí nos asomamos a la cuestión de la escritura, a la pulsión de escribir —abstracta, sistemática, como pura concreción de la pulsión—. Y a la vez de la inspiración, porque se trata de una escritura “inspirada”: su “obsesión tenaz”, su “obsesionante generalización”, transmiten o vehiculan lo que sabe sobre las “diabólicas e injustísimas guerras” de los españoles “por cierta e infalible ciencia”, jurando para colmo de blasfemia las cosas “más absolutas e ilimitadas” y “una totalidad de hechos imposibles de conocer y de juzgar”, las más “sañudas y abultadas inculpaciones” y “figuraciones”, al emitir las “palabras de un vidente que se cree poseído de una inspiración superior” (8).8

Todos estos aspectos son ramificaciones delirantes de lo que Menéndez designa “carácter patológico de la exageración” —título de otro apartado del artículo—, formas de una “imaginación enormizante”, pero son al mismo tiempo rasgos característicos —en el doble sentido estilístico y psiquiátrico— del “estilo literario” del autor: “estilo” carente de “límites” no sólo en la magnificación numérica sino también, como subraya Menéndez Pidal, en los desbordamientos especulativos y en el sometimiento al dictado de la fantasía o la creencia, como cuando afirma que los indígenas muertos por los españoles son “más de doce cuentos (esto es, doce millones), y en verdad creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos”. “Todo indica”, dice el Filólogo, definiendo lúcidamente el estilo característico de la Destrucción, “un narrar improvisado, un imaginar progresivo, siempre insaciable en aspirar a lo más enorme”; una “desasosegada ansia de enormidad” que linda con la alucinación al yuxtaponerse incluso “a las realidades concretas que Las Casas dice haber visto con sus propios ojos”. Es lo que pasa cuando evoca una escena —descrita por el analista como “espectáculo horripilante”— que él mismo hace retornar y, sin embargo, deja en suspenso: “Una vez vide que, teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales señores, y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros...”. “¿Qué es lo que vio Las Casas en el día que nos cuenta?”. “¿Qué ‘imaginó’, qué ‘se le figuró’?”, pregunta el Filólogo. La alusión a la alucinación es clara, y puede ser real. “No sabemos, prudentemente pensando, nada de lo que vio ni lo que imaginó” (10-11).

La lúcida visión de este alienista improvisado es opacada, desafortunadamente, por lo que, parodiándolo, podría llamarse su “manía psiquiatrizante”, que lo hace postular una nueva categoría clínica dado el “evidente carácter patológico o anormal” de Las Casas: la “manía enormizante”, una “deformación morbosa” definida por Menéndez Pidal como “enormidad incontenible e insaciable”, una forma del “prejuicio fundamental irracional” caracterizada por la “sistematización perfecta” que “revela” —como reiteraría el historiador en otra obra amplificada: El padre Las Casas: su doble personalidad— “un completo delirio paranoico”.9 Sin embargo, hay rasgos del diagnóstico que inciden, o en el estilo, o en aspectos retóricos y más ampliamente poéticos que no habría que desdeñar, como el tema de la “deformación”, y el relato “inevitablemente no sólo abultado [...], sino deformado”; la sistematicidad de la “regla inexceptuable”, fundamental en la estructura y en la escritura de la relación; la “truculencia” y la “aberración”, típicas de una manera de acercarse a lo real en la antigua tradición de la “España negra”; la locura onírica goyesca, inconscientemente implicada en la formulación pidalina de ese extraño “juicio extraviado que extravía todo juicio nuevo”. Y sobre todo la crueldad, en el sentido artaudiano de ese término, vinculado al “Teatro de la Crueldad”: crueldad atribuida, como absoluto, a esos conquistadores “desalmados y crueles”, que ellos encarnan en su forma plural, expansiva, rizomática, pero también singular, ciega, abstracta: “No sólo enormizaba el número de las crueldades, sino que enormizaba la crueldad misma”, como apunta el Filólogo (11-12).

La “idea fija”, con su vertiente estética de “truculencia enormizante”, constituye, según éste —y la observación tiene filo en el diagnóstico—, “una maniática preocupación que los contemporáneos notaban”. Otros fungen como observadores, y no son cualquiera:

Fray Toribio Motolinia, en su carta de 1555 a Carlos V, describe a Las Casas en viaje llevando consigo dos o tres docenas de indios cargados con equipaje, cuya mayor parte eran escrituras contra españoles, vagueando fuera de su monasterio “en bullicios y desasosiegos, siempre escribiendo procesos o vidas agenas, buscando los males y delitos que por toda esta tierra habían cometido los españoles, sin ocuparse en las ánimas y en la religión de los indios” (12).10

La imagen obedece a la “perfecta sistematización de datos” ejercida por el fraile en la Brevísima, donde todos los argumentos sirven para “probar la idea fija”, la “manía” descrita por Motolinia, que llevaba a Las Casas a procurarse incesantemente informes no sólo orales, sino también escritos, siempre en función de su “prejuicio-regla”, dispensada de cualquier razonamiento crítico, pues Las Casas, presa de la “anormalidad de la mente” y sujeto a una “pasión que lo excita para anormalizar” cualquier denuncia sin averiguarla, “violenta las experiencias de la realidad para ajustarlas a un prejuicio” —a una “regla”—. Lo cual lleva al Filólogo a enunciar una concepción psiquiátrica más exacerbada todavía: la de la “doble personalidad” del fraile, que lo lleva a distinguir “entre los dos Las Casas” y a postular —en un gesto que redobla la “esquizofrenia” escritural del cronista—, por un lado, a un Las Casas “correcto, libre de toda anormalidad afectiva e irracional”, a un “Las Casas en su alternativa de normalidad”, y por otro, al “Las Casas del prejuicio anormal”, el “incapaz de mantener el obispado”, no como consecuencia de conspiraciones efectivas, sino de su “aberración pasional” y sus manías, el delirante y conflictivo Las Casas de “las Indias invadidas ilegalmente por los cristianos”. Esa “doble personalidad” originada en el “prejuicio de origen patológico tan sólidamente construido en la Destruición, expuesto en forma acusatoria narrativa” —“síntoma” de reivindicación que se añade al amplio cuadro paranoico, pero que también define la condición discursiva y literaria de la relación—, no es por último una alternativa en la que dos polos poseen un peso similar. La “destruición” impera. “En todos los casos, la anomalía de Las Casas está siempre subyacente” (12-13). La conspiración de los encomenderos, la máquina de la conquista, imponen su sinrazón.

Al final de su ensayo, Menéndez Pidal hace una coda alusiva a la relación de Las Casas con el conquistador de La Florida, Hernando de Soto. Como señala, ciertamente, el erudito, el fraile lo despide con estas crueles palabras: “Así, el más infelice capitán murió como malaventurado, sin confesión, y no dudamos sino que fue sepultado en los infiernos si quizá Dios, ocultamente, no le proveyó según su misericordia y no según los méritos de él por tan execrables crueldades”. Y comenta: “L[o] condena con saña, igual a la del viejo Cronicón Burguense, que respira satisfecho al contar el desastrado fin del mayor enemigo de la cristiandad, el que destruyó todos los templos de España: ‘Mortus est Almanzor et sepultus est in inferno’”. Comentario fascinante que asocia la Destruición lascasiana —lo mismo que la profecía de Las Casas— con la mítica destruición de España por las huestes musulmanas, y también porque observa, lúcidamente, la “saña” del defensor: su crueldad. Como apunta el padre Bayle, fuente del Filólogo, si el fraile osa echar al conquistador “al lado de Satanás”, es que “entrañas tiene más duras que el más duro conquistador” (15).

*

Dos anotaciones marginales. La primera a propósito de la llamada “doble personalidad”, vinculada con la noción más compleja de “personalidad múltiple”, nombre con que define ese fenómeno el Diccionario de psicoanálisis de Élisabeth Roudinesco y Michel Plon:

Personalidad múltiple. Trastorno de identidad que se traduce por la existencia de una o varias personalidades separadas entre sí, cada una de las cuales puede tomar por turno el control del conjunto de los modos de ser del individuo, al punto de hacerle vivir vidas diferentes (Roudinesco y Plon).

De acuerdo con los autores, la noción tiene su origen en ámbitos insospechados, extraños, heterodoxos, más próximos a la magia que a la moderna racionalidad científica. Según ellos, “la idea de personalidad múltiple proviene del magnetismo y corresponde a una noción del inconsciente anterior a la doctrina freudiana. Está ligada a los fenómenos del sonambulismo, el espiritismo y el automatismo mental tal como aparecían a mediados y fines del siglo XIX”. Aparentemente, “el primer caso fue descrito en 1815 por el médico norteamericano John Kearsley Mitchell, quien narró la historia de Mary Reynolds, joven de 19 años afectada de una disociación completa de la personalidad”, que “tuvo dos vidas diferentes hasta los 35 años, y [...] murió en su segundo estado, sin volver a salir de él. En su primer estado era calma y más bien depresiva, mientras que en el segundo se mostraba maníaca, creativa, desbordante de actividad y de imaginación”. Aunque “precientíficas”, estas nociones parecen en sí mismas fascinantes o al menos sugestivas, e indudablemente afectarían —como, más tarde, la noción misma de paranoia— la percepción subversiva y revolucionaria de los poetas, muy lejos de los diagnósticos estigmatizadores del erudito:

Los representantes de la escuela francesa de psicología [...] le dieron un brillo particular a esta noción, describiendo casos de mujeres iluminadas, místicas o médiums espiritistas [...]. Con la segunda psiquiatría dinámica y la masiva entrada en escena del hipnotismo, que llevaron a la refundición freudiana y a una nueva descripción de la histeria, la noción de personalidad múltiple cayó en desuso [...] y fue reemplazada por conceptos derivados de la nosografía bleuleriana o del psicoanálisis: disociación, clivaje, despersonalización.11

A riesgo de incurrir en una divagación impenetrable o sibilina, transcribimos la definición que da ese mismo Diccionario de la noción psicoanalítica de clivaje o escisión, con la idea de desplegar al menos parcialmente las referencias del diagnóstico pidalino de la “doble personalidad” de Las Casas, de sus ramificaciones psiquiátricas e imaginarias:

Clivaje (del yo). Alemán: Ichspaltung. Francés: Clivage du moi. Inglés: Splitting of the Ego [...]. Las nociones de Spaltung (clivaje o escisión), disociación y discordancia fueron desarrolladas primeramente a principios del siglo XIX por todas las doctrinas que estudiaban el automatismo mental, la hipnosis y las personalidades múltiples. Desde Pierre Janet hasta Josef Breuer, todos los clínicos de la doble conciencia (incluso el joven Freud) veían este fenómeno de la coexistencia de dos dominios o dos personalidades que se ignoraban mutuamente, una ruptura de la unidad psíquica; esta ruptura entrañaba un trastorno del pensamiento y la actividad asociativa, y conducía al sujeto a la alienación mental, y por lo tanto a la psicosis. Con este marco, Eugen Bleuler hizo de la Spaltung el trastorno principal y primario de la esquizofrenia (del griego skhizein: “hender”), es decir, de esa forma de locura caracterizada por la ruptura de todo contacto entre el enfermo y el mundo exterior [...]. El psiquiatra francés Philippe Chaslin llamó discordancia a un fenómeno idéntico, y bautizó la enfermedad como locura discordante [...]. Como Melanie Klein, Lacan extendió la noción de clivaje a la estructura misma del individuo en su relación con los otros, mientras que Freud, aunque abrió la vía a este tipo de generalizaciones, utilizó esencialmente el concepto en la clínica de la psicosis y la perversión (Roudinesco y Plon).

Esta última referencia a Jacques Lacan, que extiende, como explican los autores, la noción de clivaje o escisión del yo —de manera ciertamente inaudita— “a la estructura misma del sujeto en su relación con los otros”,12 nos permite pasar a la segunda anotación marginal, y volver a la inspiración, al lenguaje inspirado de Las Casas, a las “palabras de un vidente que se cree poseído de una inspiración superior”, como decía el Filólogo (8).

La ocasión o el pretexto lo ofrece un raro texto de Lacan, firmado en 1931 junto con los psiquiatras Joseph Lévy-Valensi y Pierre Migault, poco antes de que transitara de la psiquiatría al psicoanálisis y dos años antes de terminar su tesis doctoral: De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad. Publicado originalmente en los Anales Médico-Psicológicos de aquel año, el texto se titulaba: “Trastornos del lenguaje escrito en una paranoica que presenta elementos delirantes de tipo paranoide (esquizografía)”, como lo prescribe el estilo de la nosografía psiquiatría, aunque Lacan, desviándolo, le imprimió después otro título más enigmático: “Escritos ‘inspirados’: esquizografía”.13 Era la época en que Lacan alternaba con los surrealistas; la de La Inmaculada Concepción—delirante pastiche que vehicula, en un juego irrepetible aunque lúcido, los lenguajes de la locura—; la época de Minotauro, la revista adonde Lacan publicó sus artículos sobre el “estilo” y el “crimen” paranoicos, y adonde colaboró André Masson con sus “dibujos automáticos”.14

La “inspiración” y la paranoia, el automatismo y la locura, la escritura y el estilo: todos esos elementos conspiran para imaginar un estado de cosas antagónico, en parte, a la psicopatología, inspirador en gran medida de las provocaciones surrealistas y fuente, al mismo tiempo, de las investigaciones psíquicas. La investigación pidalina se “inspira” en contextos similares, aunque evolucione en un sentido radicalmente reaccionario. Hay un juego paranoico que conjuga imaginación y política, psicopatología y estilo. Un lazo de la regresión hacia lo primitivo originario y otro que disuelve y niega ese pasado integrador, apuntando a un nihilismo que encuentra en la aniquilación una inspiración más absoluta.

En Escritos “inspirados”: esquizografía, en sintonía con otros investigadores de la psique, Lacan se refería al fenómeno de la esquizofasia, que designaba “ciertas formas más o menos incoherentes del lenguaje” —muchas veces manifiestas sólo en el “lenguaje escrito”—, “no sólo como síntomas de ciertos trastornos profundos del pensamiento, sino incluso como reveladores de su estadio evolutivo y de su mecanismo íntimo” (2012: 19). Lacan, como haría en su tesis doctoral sobre la paranoia, para mostrar “qué materia ofrecen esos escritos para un estudio profundo de los mecanismos psicopatológicos”, elige un caso que le parece “original”: el de una enferma internada un año atrás en la clínica psiquiátrica, de 34 años de edad, maestra de primaria, a la que llama “Marcela C.”.15 El análisis detecta la “integridad total” de sus funciones intelectuales; no se advierte ningún “comportamiento anormal”; percibe claramente la “intención”, el “sentido aparente y real de una expresión, de un epigrama, de un texto”. Pero, en cambio, “el contacto afectivo con ella sigue siendo incompleto”; “a cada instante se afirma una resistencia fundamental”; en sus palabras, no quiere someterse a nadie; no acepta la dominación, y cuando esto se le señala, la enferma exterioriza “plenamente su delirio”. Hay en él un “tema de reivindicación”, junto con otro “tema de odio” y un “tema erotomaníaco”; un “tema ‘idealista’” que se exterioriza como “sentido de la evolución de la humanidad”, como “misión”. Y esa misión es “inspirada”: “Ella es una nueva Juana de Arco, pero ‘más instruida y de un nivel de civilización superior’. Está hecha para guiar a los gobiernos y regenerar las costumbres, [ligándose] a ‘altas cosas internacionales y militares’” (19-21).

Se trata de un “delirio polimorfo”. Los certificados del doctor Logre y del doctor Clérambault, según Lacan, “subrayan el carácter paranoico [...] y admiten la existencia de un automatismo mental”. La vida de la enferma indica, como sería también el caso de Las Casas, una “voluntad de distinguirse de su medio familiar”, “un aislamiento voluntario de su medio profesional”, “una falsedad de juicio”. “Reivindica, e incluso interpreta [...]. Se cree perseguida”. Todo apunta, dice el psiquiatra, a “una antigua anomalía evolutiva de la personalidad, de tipo paranoico”. Y aunque el “sujeto” niega enérgicamente “haber tenido ‘voces’”, y “niega igualmente toda ‘toma’ o todo eco del pensamiento, de los actos o de la lectura”, sí “experimenta sentimientos de influencia intensa y frecuentemente”, que ella percibe como “afinidades psíquicas”, “intuiciones” o “revelaciones del espíritu”, “de una gran sutileza e inteligencia” —en una palabra: “inspiraciones”—. Finalmente, “entre esos datos impuestos de lo vivido patológico”, señala Lacan, se cuentan las “interpretaciones”: “Palabras y gestos [...] son significativos. Todo es puesta en escena”. Como en Las Casas, “los detalles más banales adquieren un valor expresivo” al involucrar su destino (23-29).

Pero “vayamos a los escritos, muy abundantes”, como señala el analista (33). La primera duda que surge —y esto debido a la manera misma en que Lacan formula sus tan precisas observaciones— es si la escritura podría alguna vez ser ajena a la “inspiración”:

La enferma afirma que lo que expresa le es impuesto, no de una manera irresistible, ni siquiera rigurosa, pero de un modo ya formulado. Es, en el sentido fuerte del término, una inspiración. Esta inspiración no la afecta cuando escribe [...] en el estilo normal en presencia del médico. Llega en cambio, y es siempre acogida [...], cuando la enferma escribe sola.

Incluso en una copia de esas cartas destinada a guardarse, [la enferma] no excluye una modificación del texto, que le es “inspirado” (53).

La “pulsión de escritura”, por decirlo en términos ajenos a los del analista que es Lacan en 1930, involucra siempre algo “impuesto”, tal vez no de modo “irresistible” pero sí como algo “ya formulado”. Eso es la inspiración, y esa inspiración tiende a “acogerse” mejor en soledad, incluso cuando se escribe para ningún destinatario posible, en un vacío. No es el caso de fray Bartolomé de las Casas, que escribe improvisando y ampliando una serie de discursos orales, e imaginando o confrontando a un público y a unos antagonistas en una acción nada solitaria, aunque pueda extenderse o remontarse a una atormentada, o hasta furiosa, soledad. Otros aspectos a menudo actuantes en la pulsión emergen también en la esquizografía lacaniana —y en la escritura lascasiana—: la “convicción absoluta de su valor”, fundada en “el estado de estenia16 que acompaña a las inspiraciones”, así como “la idea de que las inspiraciones están especialmente destinadas a aquel a quien se dirige” el autor —“él la debe entender”, dice Lacan acerca de las cartas de Marcela C., y algo así podríamos derivar de la destinación real de la relación lascasiana—. Más aún, “es posible que el hecho de defender su causa ante un oyente”, como apunta Lacan (acotando que ese “es siempre el objeto de sus escritos”), “desencadene el estado esténico” asociado a veces con la inspiración. Es, a la vez, como un éxtasis y una alucinación, sensación hipnótica a oídos del oyente o lector. A ello se suma el éxtasis de la “perplejidad”, como dice Lacan, cuando el autor “pretende que sus inspiraciones le son completamente extrañas”, o siente —de forma idéntica a la de los poetas vanguardistas— que está más allá de la lengua y de sus formas: “Hago evolucionar la lengua. Hay que sacudir todas sus viejas formas”. Y esa actitud de la enferma frente a sus escritos es, al tiempo, “idéntica a la estructura de todo el delirio”: “estenia pasional fundada en la certeza de los sentimientos delirantes de odio, de amor y de orgullo”; “formulación mínima del delirio”, “reivindicador”, “erotomaníaco” o “reformador”, que en la Destrucción correspondería al odio al conquistador y el amor al indio; “fondo paranoico de sobrestimación de sí misma y de falsedad de juicio” (53-55).

Para Lacan, el esquizógrafo, “el análisis de los textos mismos” sirve para aclarar “el mecanismo íntimo de los fenómenos de ‘inspiración’” (61). Mecanismo y fenómenos que muestran cada vez más su filiación parasurrealista, pero que no dejan de alumbrar los mecanismos lascasianos de la Destrucción en el sentido del automatismo, lo sistemático y de la “regla absoluta e inexceptuable”, tan excesivamente reiterados por Menéndez Pidal. Dice Lacan:

Se muestra ahí una actividad de juego, de la que no hay que desconocer ni la parte intencional ni la parte de automatismo. Las experiencias realizadas por ciertos escritores a través de un modo de escritura que ellos han llamado surrealista, y de las que han descrito muy científicamente el método, muestran qué grado tan notable de autonomía pueden alcanzar los automatismos gráficos al margen de toda hipnosis [...]. Un mecanismo análogo parece actuar en los escritos de nuestra enferma, en los que la lectura en voz alta revela el papel esencial del ritmo que a menudo tiene, por sí mismo, una fuerza expresiva considerable [...]. A favor de esos mecanismos de juego nos es imposible no señalar el notable valor poético que alcanzan algunos pasajes (2012: 83-85).

Más allá del ensayo del Filólogo, y como mostraremos en otro trabajo,17 Las Casas lleva ese “automatismo” al extremo que él mismo llama de éxtasis, asombro y suspensión —en relación, invariablemente, con las “formas cada vez más exquisitas de crueldad”—. Y en esos límites ya plenamente desbordados de la pulsión de muerte, en “esos estados de exaltación”, perceptibles en los “escritos ‘inspirados’” del delirio paranoico de Marcela C., “las fórmulas conceptuales [...] no tienen ya más importancia que las palabras intercambiables de las coplas de una canción”. “Lejos de que ellas motiven la melodía”, señala Lacan, “es ella la que las sostiene y [...] legitima su sinsentido” —o el sinsentido de su sentido—; los “contenidos idéicos” sólo surgen o se aparecen para llenar una “fórmula rítmica” (91-93), automática, como en aquella célebre fórmula romancística vocalizada en la Destrucción:

Mira Nero de Tarpeya

a Roma cómo se ardía;

gritos dan niños y viejos

y él de nada se dolía.

(Las Casas: 104)

La analogía es extrema: nada aproxima a “Marcela C.” y al fraile Las Casas, ni a sus escritos. Sólo la fórmula de la paranoia y dos tipos de análisis: el psiquiátrico-estilístico del Filólogo o el esquizográfico de Lacan. El nuestro es nada más un montaje, un montaje que aspira a esclarecer, a iluminar el pasado, los escritos en desaparición, las ruinas de la historia y los fenómenos. La esquizografía lacaniana, en su tiempo, apunta a la “escritura automática”, a la imitación de la locura en La Inmaculada Concepción, al Minotauro surrealista y a una fascinación por los automatismos, o por los vínculos del crimen y la paranoia —“Motivos del crimen paranoico” es el título de otro artículo de Lacan publicado en Minotaure—. En un “estilo” altamente ambivalente, fascinado y que socava, a la vez, la visión surrealista:

Se producirán episódicamente conjunciones felices, con un resultado altamente expresivo. Pero, más frecuentemente, lo que aparecerá son las escorias de la conciencia: palabras, sílabas, sonoridades obsesivas, “cantinelas”, asonancias, “automatismos” diversos, todo lo que un pensamiento en estado de actividad —que identifica lo real— rechaza y anula en consecuencia de un juicio de valor. Todo lo que, a partir de ese origen, se aprehende así en el texto, se reconoce en un rasgo que designa su carácter patológico: la estereotipia. Ese rasgo es evidente a veces. No podemos, por lo demás, más que presentirlo. Nos basta su presencia (93).

“Nada es, en síntesis, menos inspirado que este escrito sentido como inspirado”, dice Lacan. “Cuando el pensamiento es corto y pobre, lo suple el fenómeno automático”. Cierto: “Es juzgado como valioso porque es convocado por una emoción esténica” (93).

*

En sociedad con otros “médicos y psiquiatras” —y reanudando un “lazo antiguo” con los “medios surrealistas”, como explica en un trabajo titulado: “De nuestros antecedentes”—, Lacan hablaba, ya en 1932, antes por tanto de publicar su tesis doctoral, de “conocimiento paranoico”. Decisiva en la formulación de ese concepto fue la frecuentación de un grupo surrealista cuyo “relevo nuevo reanudó un lazo antiguo”, cuyos “retoños se encuentran en los primeros números de Minotaure”, y del que formaban parte “Dalí, Crevel, la paranoia crítica y el Clavecín de Diderot”, aunque el origen de ese interés, según Lacan, “reside en el rastro de Clérambault, nuestro único maestro en psiquiatría”, y en especial en la noción de “automatismo mental” —creada por él pero inspirada en Kraepelin, “en quien el genio de la clínica era llevado a lo más alto”—, cuya “ideología mecanicista de metáfora”, dice Lacan, no le impide abordar mejor que ninguna otra el “texto subjetivo”, más allá de “una semiología cada vez más adentrada en los presupuestos razonantes”. Esa “huella clínica”, esa “fidelidad a la envoltura formal del síntoma”, fue la que “nos llevó a ese límite en que se invierte en efectos de creación”, aquel “espacio poético” con “escansión de abismo” al que el clínico se asomaba y cuya “conjugación” redoblaba ese “efecto como de bocanada” que, en su “teatro”, “había tumbado ese biombo que llamamos un delirio” (Lacan 2006b: 73-74).

Conocimiento paranoico”: noción que el Filólogo no hubiera deseado imaginar siquiera, pero que no es imposible extrapolar al diagnóstico lascasiano-pidalino. ¿Y si, en efecto, el “delirio paranoico” fuera interpretable de esta manera en el caso Las Casas? Las fuentes de un imaginario como ese nos sumergirían otra vez en los ámbitos de la “España negra” de Goya, Dalí... Las Casas —la “leyenda negra”—. Pues, junto a Clérambault, fue Dalí, de acuerdo con múltiples testimonios, quien asistió a dicha invención: la “invención de la paranoia”.18 Era la época del Segundo manifiesto; el surrealismo quería descubrir un puente “entre el sueño y la vida material”, “inventar un modo creador de conocimiento de la realidad”. Así relata Élisabeth Roudinesco aquel primer encuentro entre Lacan y Dalí:

Lacan entró en conocimiento, a través del primer número de la revista Le Surrealisme au Service de la Révolution, publicado en julio de 1930, de un texto de Salvador Dalí que iba a permitirle a la vez romper con la doctrina de las constituciones y pasar a una nueva captación del lenguaje para el terreno de las psicosis. “El burro podrido”, tal era el título del artículo donde Dalí sostenía una tesis original sobre la paranoia [...]. En el momento en que Lacan leía la obra de Freud, encontraba en la posición daliniana el instrumento que faltaba a la teorización de su experiencia clínica en materia de paranoia. Así pues, pidió una cita al pintor, que lo recibió en su cuarto de hotel, con un trozo de esparadrapo pegado en la punta de la nariz. Dalí esperaba una reacción de asombro por parte de su visitante, pero Lacan no se inmutó. Escuchó tranquilamente a su anfitrión exponer su doctrina (2012: 57-58).

Fue en aquel marco que Dalí creó su célebre técnica de la “paranoia crítica”, por un “proceso netamente paranoico”. Para Dalí, según Roudinesco, “la paranoia funcionaba como una alucinación, como una interpretación delirante de la realidad”. Se trataba, más exactamente, de “un fenómeno seudoalucinatorio” que actuaba sobre la realidad y “hacía caduca la concepción psiquiátrica [tan valorada por Menéndez Pidal] de la paranoia como ‘error’ de juicio y delirio ‘razonante’”. Así, para el artista catalán, antes de ser objeto de interpretación, y de estigmatización, “todo delirio es ya una interpretación de la realidad y toda paranoia una actividad creadora lógica” (57-58). En cuanto a Lacan, al estudiar la esquizofrenia en 1931, y aunque era fiel aún a “una concepción clásica del automatismo”, aplicaba ya las “experiencias” de La Inmaculada Concepción. Así, “el encuentro con Dalí comenzaba a dar sus frutos. Lo conducirá [...] a rechazar el automatismo y a inscribir, en el corazón del alma humana, la plena significación antropológica de la locura” (Roudinesco 2012: 94).

“El burro podrido” —“L’âne pourri”—, publicado por Dalí en el primer número de Le Surrealisme au service de la Révolution (junio de 1930), comenzaba por expresar la “voluntad violenta paranoica de sistematizar la confusión”. Más allá del hecho paranoico, se abordaba “su mecanismo como fuerza y poder”, la “crisis mental” inducida por éste, de forma análoga y distinta a la alucinación. “Se acerca el momento”, decía, “en que, por un método de carácter paranoico y activo del pensamiento, será posible (simultáneamente al automatismo y otros estados pasivos) sistematizar la confusión y aportar una contribución al descrédito total del mundo de la realidad”. Los vínculos establecidos por el “delirio de interpretación” bastan para afirmar la “existencia real” de esos vínculos, convirtiendo eso que llamamos el “mundo exterior” en un espacio de comprobación de la “idea obsesiva”, y haciendo prevalecer “la realidad de dicha idea ante los demás”. Dalí habla de la “furia” de los “simulacros”, de la “violencia de los simulacros” y de su “naturaleza traumática”:

Nada puede impedirme reconocer la múltiple presencia de los simulacros [...], incluso si uno de sus estados cobra la apariencia de un burro podrido, e incluso si dicho burro está real y horriblemente podrido, cubierto de millares de moscas y hormigas [...]. Nada puede convencerme de que esa cruel putrefacción del burro sea otra cosa que el reflejo duro y deslumbrante de las piedras preciosas. Y no sabemos si detrás de los tres grandes simulacros, la mierda, la sangre y la putrefacción, no se oculta justamente la deseada “tierra de tesoros” (2003a: 107).19

A la libre asociación “automática” la sustituye, así, el vínculo paranoico, bajo la forma activa de una yuxtaposición impuesta entre el “burro podrido” y La edad de oro de Un perro andaluz. Pues, en la paranoia daliniana, y pese al énfasis en el “método” y en el “mecanismo”, están también los “simulacros”, el contenido de las imágenes yuxtapuestas —agobiadas, recientemente, como en la Destrucción de Las Casas, por la “violencia” y la “crueldad”—. “El más violento y cruel automatismo traiciona dolorosamente el odio a la realidad y la necesidad de refugio en un mundo ideal”, en imágenes que vehiculan sólo la “decepción” y la “repulsión”. Son imágenes que adoptarán “la libre inclinación del deseo, sin dejar de estar por ello violentamente reprimidas”, como concluye Dalí. Son imágenes traumáticas: su “actividad mortal” contribuye a “la ruina de la realidad” (Dalí 2003a: 105-108).

El primer número de Minotaure apareció en junio de 1933, con ensayos de Lacan y de Dalí: “Nuevas consideraciones generales sobre el mecanismo del fenómeno paranoico desde el punto de vista surrealista”, de Dalí, y “El problema del estilo y la concepción psiquiátrica de las formas paranoicas de la experiencia”, de Lacan. Dalí subrayaba ahí, nuevamente, el aspecto “pasivo” del automatismo: “capitulación sin reserva ante el funcionamiento real e involuntario del pensamiento”, que simulaba una libertad absoluta aunque constituyera en realidad una “sumisión total al pensamiento fuera de todo control coercitivo”. Retomando a Lacan, enfatizaba que el hecho paranoico no entrañaba una “coerción del pensamiento”, como en el llamado “pensamiento dirigido”, y era necesario ver, en dicho “sistema”, “una consecuencia del propio desarrollo de las ideas delirantes, ya que esas ideas, delirantes en el momento en que se producen, se ofrecen como si estuvieran ya sistematizadas”. Contra las “intervenciones razonantes” y coercitivas, Dalí —refiriéndose de manera elogiosa a la “admirable tesis de Jacques Lacan”, publicada en 1932— veía al “mecanismo paranoico como fuerza y poder que actúan sobre la propia base del fenómeno de la personalidad”:

A ella le debemos el hacernos, por vez primera, una idea homogénea y total del fenómeno, fuera de las miserias mecanicistas en que se atasca la psiquiatría habitual [...], lo cual contribuye a crear los groseros equívocos de “locura razonante” [...]. La obra de Lacan da cuenta a la perfección de la hiperagudeza objetiva y “comunicable” del fenómeno, merced a la cual el delirio cobra ese carácter tangible e imposible de contradecir que lo sitúa en las antípodas de la estereotipia, el automatismo y el sueño. Lejos de constituir un elemento propicio a la interpretación [...], el delirio paranoico constituye, ya de por sí, una forma de interpretación (2003b: 147).

En el marco de estas “nuevas ideas que despuntan sobre la paranoia”, “el delirio surgiría totalmente sistematizado”: nacería como realidad de la “presencia sistemática” del delirio. Dalí habla así de una “persistencia real de la imagen delirante paranoica” y de “cohesión interpretativa”, contraria a la flagrante “desaparición de la imagen onírica en la vigilia”. Mediante el “mecanismo paranoico”, el “elemento del delirio” pasa a la acción:

Toda la preocupación crítica de los surrealistas se ejerce justamente en hacer valer, fuera de toda fácil paradoja, el sueño, así como todos los estados pasivos y automáticos, al nivel mismo de la “acción”, a hacerlos intervenir, en especial, “interpretativamente” en la realidad, en la vida [...], con la invención capital de los objetos oníricos [...], objetos delirantes destinados a ser puestos en circulación, es decir, a intervenir, a entrar habitual, cotidianamente —en pugna con los demás en la vida—, a la plena luz de la realidad (148).

Y aquí retoma Dalí el tema opuesto al del “burro podrido”: “la deseada tierra de tesoros” —opuesta al asco y a la “repulsión”, a “los tres grandes simulacros: la mierda, la sangre y la putrefacción”—, que, en esta reflexión sobre el delirio y la Destrucción de las Indias, es inevitable aludir a las conquistas, a ese “concreto delirante” que está en lo real: y que el fraile, bajo la mirada estupefacta del Filólogo, supo desenterrar y sacar a la luz:

Las piedras preciosas que desaparecen al despertar, y que en el sueño se habían conservado y dispuesto con astucia como testimonio de existencia de la “deseada tierra de tesoros” a la que se tenía acceso, mantienen en el delirio paranoico, y tras su extinción bajo la mirada estúpida de todos, el peso exacto correspondiente a su volumen y a lo concreto delirante de sus más físicos contornos luminosos. Están “en la realidad” (148).20

La intervención lacaniana en ese número de Minotaure es igualmente reveladora. Lacan aborda “los problemas de la creación artística”, y especialmente el del estilo, aquel cuya solución teórica el artista requiere “más imperiosamente”. Algunos artistas conciben el estilo como el fruto de una “elección racional, ética, arbitraria”, conforme a una idea de “la creación realista fundada en el conocimiento objetivo”, mientras que otros lo viven en función de “la potencia superior de significación y la alta comunicabilidad emocional de la creación que se llama estilizada”, como “necesidad [...] cuya espontaneidad se impone a todo control, o que incluso conviene liberar de cualquier control mediante una ascesis negativa”. Todo lo cual entraña una verdadera “revolución teórica” (Lacan 2006c: 333).

Ahora bien, dice Lacan, “las formas llamadas mórbidas”, entre las cuales hay que contar las de la “paranoia” —“conservándoles su etiqueta antigua”, advierte Lacan—, son “particularmente fecundas en modos de expresión simbólicos que, aunque irracionales en su fundamento, no [...] dejan de estar provistos de una significación intencional eminente, y de una comunicabilidad tensional muy elevada” (335). Es el caso evidente de Las Casas en la Destrucción, cuya significación artística, estilística, crítica y simbólica no podría ser borrada por la descripción paradójica de los “autores de linaje clásico”, quienes sin vacilar relacionan “todos esos trastornos con una hipertrofia de la función razonante”. Y es que, a juicio de Lacan, el “trastorno” de la paranoia transforma mucho más la percepción que la interpretación de los sujetos, y esta misma percepción “no es comparable con la intuición de los objetos que es propia del individuo civilizado del término medio normal”. Hay, así, en la percepción del paranoico, la impregnación de “un carácter inmanente e inminente de ‘significación personal’” que los psiquiatras llaman “interpretación”, dice Lacan, y “este carácter excluye la neutralidad afectiva del objeto que es exigida [...] por el conocimiento racional”, así como la alteración de las intuiciones espacio-temporales transforma en ella la “convicción de realidad” y crea “ilusiones del recuerdo, creencias delirantes” (335-336).

Las conclusiones que desprende Lacan del doble análisis de los “temas idéicos y los actos significativos” del delirio, por un lado, y por otro, de “las producciones plásticas y poéticas” de los delirantes, lo llevan a afirmar sin duda “la significación eminentemente humana de estos símbolos”, sin análogo, dice, en cuanto a los temas delirantes, “más que en las creaciones míticas del folklore” —de ahí su valor antropológico—, y que a menudo nada tienen que pedirle “a la inspiración de los artistas más grandes” en los “sentimientos animadores de [sus] fantasías”, por ejemplo, con respecto a los “sentimientos de la naturaleza” o el “sentimiento idílico y utópico de la humanidad”, o el “sentimiento de reivindicación antisocial” tan próximos al espíritu lascasiano (336). Otra conclusión se refiere, más precisamente, al proceso de la “creación poética” y a la génesis del estilo:

Hemos caracterizado en los símbolos una tendencia fundamental que hemos designado con el término de “identificación iterativa del objeto”; el delirio, en efecto, revela una gran fecundidad en fantasmas de repetición cíclica, de multiplicación ubicuista, de periódicos retornos sin fin de unos mismos acontecimientos, en “dobletes” y “tripletes” de unos mismos personajes, a veces en alucinaciones de desdoblamiento de la persona del sujeto (336).

“Intuiciones”, apunta, “notablemente emparentadas con procesos muy constantes de la creación poética”, y que “parecen una de las condiciones de la tipificación, creadora del estilo”, pero que sobre todo activan algunos de los recursos poéticos —y críticos, como los simulacros de Dalí y la “paranoia crítica” propia de la Destrucción. Pero el aspecto más importante que se deduce de “los símbolos engendrados por la psicosis”, agrega a continuación Lacan, es “éste: que su valor de realidad no queda disminuido en nada a causa de la génesis que los excluye de la comunidad mental de la razón”. Como decía Dalí, “los delirios [...] no tienen necesidad de ninguna interpretación para expresar con sus solos temas y a las mil maravillas”, como dice Lacan, “esos complejos instintivos y sociales” que el psicoanálisis difícilmente logra “sacar a la luz”. Y hablando del crimen paranoico en términos que podrían aplicarse a los supuestos “delirios” lascasianos, “no menos notable”, advierte Lacan, “es el hecho de que las reacciones criminales de esos enfermos se produzcan con gran frecuencia en un punto neurálgico de las tensiones sociales de la actualidad histórica” —como lo fue sin duda la Conquista—. Otras civilizaciones han mostrado la “potencia” de la “vivencia paranoica”, pero aquella “experiencia vital de tipo paranoico no ha perdido por completo esa potencia ni siquiera bajo esta civilización racionalizante que es la nuestra”, como lo prueba el caso de un filósofo que, por su asociación con el mito del “Buen Salvaje”, se ha vinculado con el fraile. “Puede afirmarse que Rousseau, a propósito del cual puede pronunciarse con la mayor certidumbre el diagnóstico de paranoia típica,21 debe a su experiencia propiamente mórbida la fascinación que ejerció en su siglo por su persona y por su estilo” (336-337).

Si Dalí se refería a una “producción sistemática de imágenes desestabilizadoras” y subversivas, y afirmaba “la similitud de la visión paranoica con la realidad”, e incluso “lo contrario: que la propia realidad objetiva comenzará a producir réplicas de las imágenes inducidas por la paranoia” (Greeley Robin: 16-17), al final fundía el terror y el deseo, tal como lo muestra en unas líneas —obsedentemente lascasianas— de “El burro podrido”: “Conocedores de simulacros, hemos aprendido desde hace mucho tiempo a reconocer la imagen del deseo detrás de los simulacros del terror, e incluso el despertar de las ‘edades de oro’ detrás de los ignominiosos simulacros escatológicos” (2003a: 107).

*

Más allá de su situación histórica inmediata, y de las controversias suscitadas por la poderosa sumatoria de fray Bartolomé de las Casas —la Brevísima relación de la destrucción de las Indias—, las ondas expansivas de su efecto cruel y aterrador alcanzan otros tiempos y desencadenan una especie de “locura” latente en las empresas de conquista. La ejecutoria del gran filólogo que fue Ramón Menéndez Pidal ayuda a cifrar esa corriente subterránea e incontenible y la expresa en la noción psiquiátrica de “paranoia”. Pero si la dejamos resonar y expandirse a su vez, escarbando sus orígenes, definiciones, mutaciones y distorsiones a través de las lecturas extremas, y “delirantes” aun, del psicoanálisis lacaniano en conexión con el surrealismo y la llamada “paranoia crítica” de Salvador Dalí, podemos ver aparecer o resurgir, bajo una nueva luz u oscuridad, lo siniestro de una “leyenda negra” que invierte la condenación de una obra y la muestra —por un instante al menos— como una escritura extrema y cruel, paranoica en el sentido más potente y subversiva.

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1Originariamente publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, este ensayo apasionado se continuó en una obra aún más desmesurada: “El padre Las Casas: su doble personalidad” —cuya concepción, inspirada en la esquizofrenia, recuerda la célebre novela de Robert Louis Stevenson: Dr. Jekyll y Mr. Hyde—. Sobre el estudio de Menéndez Pidal, cfr. el ensayo de Juan Goytisolo; y la reseña crítica del historiador Silvio Zavala.

2“Espero disculpa por parte de los psicólogos [...]. Varias conversaciones con los profesores José Germain y Román Alberca me tranquilizaron bastante respecto a mi antiguo trabajo de 1957 y a la publicación del presente libro; ellos leyeron estas páginas en pruebas tipográficas, sobre las cuales me hicieron varias observaciones muy orientadoras para retocar mi lenguaje tan profano. Sin embargo, algunas frases y expresiones dejé sin corregir, intencionadamente, queriendo quedase manifiesta mi calidad de lego en la materia. Conste aquí mi cordial gratitud a los profesores Germain y Alberca” (Menéndez Pidal 1963: xv).

3Cfr. el apartado “Las voces” (64-67): “El término voces [...] pone la paranoia extraclínica en relación inmediata con la clínica: las alucinaciones de un psicótico aparecen casi siempre bajo la forma de ‘voces’ ” (64). “Si un individuo escucha ‘voces’, la psiquiatría puede considerarlo demente. Pero también la masa sufre alucinaciones, casi siempre auditivas, y cree en ellas; esto sucede de un modo particular durante una guerra [...]. Las ‘voces’ o rumores colectivos corresponden a una producción excesiva de explicaciones, por lo tanto, a una activación de la parte paranoica de la psique, pero por parte de toda la población” (65).

4Menéndez Pidal alterna ese título con La destruición de las Indias y La destrucción de las Indias.

5Cfr. la obra de María Cristina Sacristán: Locura y disidencia en el México ilustrado (1760-1810), que introduce la noción de “locura popular”. Cfr. también mi libro Papeles de Tebanillo González (2019).

6“La gran matanza de pueblos indígenas produjo un impacto global generado por el hombre en el sistema de la Tierra, en los dos siglos anteriores a la revolución industrial”, de acuerdo con los investigadores. Los 56 millones de muertos derivan de diversos factores: “las enfermedades, la guerra y el colapso societal”.

7Llama la atención la combinación en el verso de Mena de las nociones lascasianas, o contra-lascasianas, de la enormidad y la regla (aspecto patológico crucial en el diagnóstico pidalino de la “locura razonante”).

8La verborragia pidalina alcanza aquí una dimensión mística, y puede adivinarse incluso una asociación de la locura con la posesión demoníaca en las alusiones cruzadas a las guerras “diabólicas”, las “figuraciones” delirantes, la “posesión” del vidente y la “cierta e infalible ciencia” dictada por “una inspiración superior”.

9La frase, ya citada, se anticipa con idénticas palabras en el artículo: “Una norma anormal en el padre Las Casas”: “…un completo delirio paranoico, que así creo lo llaman los psicólogos, en cuyo terreno no quiero entrar, pues ellos son los que debieran estudiar a fondo la obra de Las Casas” (12). La “doble personalidad” o la “personalidad múltiple”, aunque distinta a ella, se ha confundido frecuentemente con la esquizofrenia.

10Las insinuaciones son transparentes: Las Casas lleva un séquito de indios; Las Casas vive al margen del monasterio; Las Casas vive produciendo escándalos, escandalizando —otro antiguo “síntoma” de locura.

11Y también el de esquizofrenia, que, a partir de la noción de disociación, se convirtió junto con la histeria “en la expresión de un verdadero lenguaje de la locura, no ‘patológico’ sino subversivo, portador de una revolución formal y de una impugnación al orden establecido” (Roudinesco y Plon: s. v. “Esquizofrenia”).

12Llevando esta idea a la paradoja, podría decirse que la estructura misma de la personalidad se vincula, inexorablemente, con la discordancia y la escisión, la “doble personalidad” o la “personalidad múltiple”.

13El texto se incluyó, con “El problema del estilo y la concepción psiquiátrica de las formas paranoicas de la experiencia” y “Motivos del crimen paranoico: el crimen de las hermanas Papin”, en la segunda edición francesa de la tesis, no así en su versión castellana, debido posiblemente a las dificultades, o a lo imposible, de su traducción. Hace unos años publiqué una versión bilingüe del texto en la editorial Me cayó el veinte.

14Masson, cuñado de la segunda esposa de Lacan, Sylvia Bataille, hizo una serie de “dibujos automáticos”, algunos de los cuales aparecen en la versión castellana. Cfr. el artículo de Jorge Baños Orellana sobre Lacan y el surrealismo: “De cómo La inmaculada concepción subvirtió la idea que Lacan tenía de las psicosis”.

15Aunque la firma del opúsculo es colectiva, atribuimos a Lacan el cuadro de este análisis esquizográfico.

16‘Fuerza vital, actividad orgánica, exceso de estímulo’. Ese estado entraña, para el escritor, la “convicción de que, si bien incluso incomprendidas por él, [sus escritos] deben expresar verdades de orden superior”.

17Homo homini lupus: el Hombre de los lobos”, Inflexiones (en prensa).

18Aludo libremente, con esta frase, al gran trabajo de Georges Didi-Huberman: La invención de la histeria (2007).

19Las citas de los ensayos de Dalí provienen de la compilación titulada: ¿Por qué se ataca a la Gioconda? Véase la bibliografía.

20Las cursivas son de Dalí. En su ensayo sobre Las Casas, Américo Castro (2002) lo llama siempre “el Clérigo”.

21Años después, en otro diagnóstico fulminante, Lacan decretaría la irremisible pérdida de Antonin Artaud.

Recibido: 09 de Septiembre de 2019; Aprobado: 20 de Enero de 2020

*Doctor en Letras por El Colegio de México. Es investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Sus especialidades son la literatura colonial y las etnopoéticas. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Ha sido profesor invitado en la Universidad de Toulouse en dos ocasiones. Es miembro del comité de redacción de la Revista de Literaturas Populares y coordina la colección de libros virtuales Adugo biri: Etnopoéticas.

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