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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.30 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2019

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.30.1.2019.1160 

Artículos

Crímenes inmemoriales: nota roja y “Material de los sueños”

Immemorable Crimes: Crime Reporting and “Material de los sueños”

Enrique Flores Esquivel1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, adugobiri@gmail.com


Resumen:

Desde el comienzo de su trayectoria, José Revueltas revela una atracción persistente por los casos criminales, sus repercusiones populares y su investigación filosófica. A partir de la exploración del submundo de la nota roja y los impresos populares, y de una inmersión a fondo en los archivos judiciales, sus últimos trabajos profundizan una reflexión a veces excesiva y delirante sobre el crimen y su memoria, la libertad y la ley, el “acto profundo” y el olvido de un crimen cometido antes, en el marco de una especulación que apela a los recursos narrativos -poética en el fondo, y a veces psicoanalítica-. Este trabajo aborda, sobre todo a partir de las notas y borradores dejados por Revueltas, dos fragmentos de ese último periodo: el relato “Hegel y yo”, de Material de los sueños, y las páginas de su novela inacabada: El tiempo y el número. Y con el trasfondo del sueño y la muerte.

Palabras clave: crimen; libertad; memoria; muerte; psicoanálisis; sueño

Abstract:

From the beginning of his career, José Revueltas reveals a persistent attraction for criminal cases, their popular repercussions and his philosophical research. From the exploration of the underworld of the crime reporting and popular press, and a deep immersion in the judicial archives, his last works deepen with a sometimes excessive and delirious reflection on crime and its memory, freedom and the law, the “profound act” and the forgetting of a previously committed crime, within the framework of a speculation that appeals to narrative resources -deeply poetic, and at times psychoanalytic-. This essay approaches, mainly from the notes and drafts left by Revueltas, two fragments of that last period: the story “Hegel y yo,” included in Material de los sueños, and the pages that remain of his unfinished novel: El tiempo y el número. And with the background of dream and death.

Keywords: Crime; Liberty; Memory; Death; Psychoanalysis; Dream

Estamos hechos del mismo

material que los sueños.

La Tempestad

Una nota, no sabemos si apócrifa, firmada por José Revueltas en la contratapa de uno de los más leídos “Populibros de La Prensa” -La mansión del delito. Huéspedes de Lecumberri, de David García Salinas-, se refiere a otra obra del mismo autor, publicada en la misma colección, en términos que cuya ligereza (e incorrección) parecería desmentir que la haya redactado Revueltas -muerto el 14 de abril de 1976, mientras que el libro fue publicado, al parecer, en 1978-. Junto a una fotografía del célebre Palacio Negro y otra del libro, se lee:

La lectura del populibro Crímenes espeluznantes, escrito por el joven periodista David García Salinas, nos transporta al pasado haciéndonos saborear verdaderas historias criminales que conmovieron hondamente a nuestros padres y a nosotros mismos. El joven escritor utiliza una prosa sencilla, desprovista de artificios que hacen digerible su lectura.1

No pretendo abordar aquí la compleja (e intensa) relación de Revueltas con la nota roja, tal como ha sido abordada, de modo ciertamente notable, en los trabajos de Sonia Peña -José Revueltas: de la nota roja a “Los errores”- y de José Manuel Mateo, este último a propósito de los artículos escritos por él expresamente para la nota roja -Tiempo de Revueltas: nota roja y sentido trágico-. Quiero referirme a la investigación de Revueltas, en sus últimos años, en el ámbito de los archivos judiciales, escarbando “casos” específicos que sólo indirectamente nutrirían sus narraciones pero que se sumergirían en su fondo, en el fondo mismo del acto narrativo y del acto criminal, como si los “materiales” de la nota roja, en su forma primitiva de documentos judiciales -fuente latente de impresos populares-, sirvieran para profundizar la sustancia de lo que Revueltas llamó el Material de los sueños:

We are such stuff

As dreams are made on,

and our little life

Is rounded with a sleep.

Shakespeare. The Tempest

La materia de los sueños es también la materia del crimen, y la materia de la muerte. Si el Palacio Negro de Lecumberri deja caer su sombra sobre los últimos relatos de Revueltas, el penal de las Islas Marías encierra con sus “muros de agua” la primera experiencia carcelaria y de coexistencia con el crimen y los criminales. Con uno de ellos, Gallegos, glorificado por los periódicos sensacionalistas -como El Popular, que llegó a publicar, en su última página, a toda plana, en su edición del sábado 26 de marzo de 1932, una fotografía de sus manos bajo el título: “LAS MANOS DE GALLEGOS”-,2 se cruzan los militantes presos en el tren que los transporta a las Islas y a quien, en una escena subsecuente, se le aplicará la ley fuga:

Los cuatro volvieron el rostro sorprendidos, mientras un fósforo alumbraba ya la mandíbula saliente y la nariz de águila.

El famoso asesino sonrió, como con melancolía:

—Para servirles... —dijo.

Fumaron y guardaron silencio. La lucecilla roja del cigarro les coloreaba el rostro por un instante y después todo volvía a la sombra. Gallegos respiraba fuerte como recogiendo un aire del que hubiese querido guardar reservas eternas, y su presencia era lo más imponente ahí, lo más sustantivo y pavoroso (1978: 38-39).3

Otra muestra del interés de Revueltas por los materiales comunes a la nota roja y a los impresos populares, y concretamente a los impresos de Vanegas Arroyo -aunque él se refiera a “una canción muy en boga”, y no a un impreso-, son sus comentarios relativos al corrido, o la bola suriana, titulada: El descarrilamiento en Temamatla, desastre acaecido en 1895, en la línea del Ferrocarril Interocéanico, entre Temamatla y Tenango.4 En el fondo, la noticia pertenece a un registro mitológico, arquetípico, expresionista y para-surrealista, afín a los “disparates” de Goya y al “material de los sueños”, a lo ominoso y al “lado moridor”:

Los versos son paradojas, muy al estilo mexicano, del monstruoso humor mexicano, como ese del tren que descarrila y que se goza en imágenes como el maquinista sin cabeza, el fogonero con las tripas fuera, que si las juzga uno con objetividad, colocándose fuera (aunque a uno mismo le encanten) resultan de una comicidad de locos o de criminales (Revueltas 1980: 18).

Un artículo muy posterior de Revueltas, publicado en El Popular en 1943, hablaba de esta “dirección fundamental” como de una psicología pesimista, o irónica, del mexicano: una propensión a burlarse de sí mismo y a criticar sus propias aspiraciones, “pues considera que nunca le serán satisfechas” (1983: 180), en clave, dice, de “horror cómico”:

Hubo hace algunos años una canción de gran boga en la que se relataba un accidente ferroviario. Esta canción viene a ser típica como ejemplo del placer por el absurdo y por las imágenes más inverosímiles a las que termina por dárseles, con el uso repetido y la popularidad aplastante, una existencia lógica y natural, de aceptación tranquila y sin reparos (183).

Una “primera imagen desproporcionada” informa sobre el choque entre un avión y un ferrocarril: accidente que reviste “caracteres apocalípticos sobre cuyo fondo sangriento y atroz” emergen las circunstancias “más violentamente irracionales que puedan imaginarse”. El garrotero del tren, dice el impreso de Vanegas, queda “sin piernas ni brazos, agarrado del garrote”, lo que hace imaginar, “no un cuerpo humano herido en tal o cual forma”, sino “los miembros sin cuerpo”, diseccionados. “Una visión divertida, pero en todo caso alucinante”. En cuanto al maquinista, que “sin cabeza buscaba el sombrero debajo del chapopote”, anota Revueltas, “no se desempeña con menos propensión al horror cómico que su compañero de desgracia”: y es que “ya no se trata sino de un cuerpo ligeramente incompleto al que le falta nada más la cabeza”, lo que “no es obstáculo para que se afane en la búsqueda del sombrero con que ha de proteger de las inclemencias a un tronco al descubierto, después de que pasó”, se concluye, “por la fulminante experiencia quirúrgica de una guillotina inesperada” (184).

Estas situaciones, por lo menos asombrosas, las tiene y las vive el mexicano como su contexto real, sin asombrarse en medida alguna, sin inmutarse, desprovisto de todo análisis [...]. [Es] la forma de ser con que los mexicanos se recrean en sus espectáculos: se hacen de nuevo [...], se vuelven a crear, en una segunda naturaleza mítica, más acentuada que su realidad, que constituye una cierta exaltación del yo genérico, una restitución de algo indefinido y oscuro del que adivinan se les ha despojado irremediablemente desde tiempos tan distantes que para abarcarlos no alcanza la memoria (185, las cursivas son mías).

“El caso del Fut” es el título de un esquema de cuento vinculado al relato “Hegel y yo...”, del Material de los sueños.5 Fechado en la “Cárcel Preventiva” en abril de 1971, lleva como epígrafe un fragmento de interrogatorio presumiblemente tomado de los archivos judiciales:

Agente del Ministerio Público: ...y todavía no se contentó usted con la forma de haber dado muerte a la víctima, sino que a puntapiés, es decir, a patadas, condujo la cabeza del occiso hasta el basurero más próximo...

El Fut: Sí, señor, cómo lo había de negar yo. Así fue, tal como usted lo dice. Pero no lo hice por mal, señor. Verdá de Dios que no lo hice por mal. ¿Cómo quería que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo matado, digo, siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por mal, señor...

Agente del Ministerio Público: ¿Así que lo hizo por bien...? El Fut: Sí, señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo hice por bien... (1979: 11).

Este epígrafe, que podría figurar fácilmente en esas piezas de “horror cómico” a las que alude Revueltas al hablar de aquellos espectáculos inverosímiles, o de humor negro, que el mexicano mira “sin asombrarse”, “sin inmutarse”, “como su contexto real”, referiría a esa “segunda naturaleza mítica más acentuada que su realidad”, que al parecer le restituye “algo indefinido y oscuro del que adivina se le ha despojado irremediablemente desde tiempos tan distantes que para abarcarlos no alcanza la memoria” -inmemoriales-. Pero el epígrafe no hace sino transferir, con su carácter necrológico y monumental, de nota roja mitológica, ese asombro y esa inverosimilitud propios de los materiales oníricos, pues “el caso del Fut” o El Fut mismo no vuelven a aparecer en el relato sino en una enumeración de figuras “erigidas” durante cierto tiempo en “Mito”, sean heroicas o criminales: “Landrú, Gengis-Kan, Galileo, Napoleón, el Marqués de Sade o Jesucristo o Lenin, da lo mismo”. “O El Fut”, dice “Hegel” en su discurso, “que resulta un magnífico ejemplo de excelente pateador de cabezas, además un ejemplo que tenemos en casa, aquí luego en la Crujía D” (1979: 21).6

Hegel y yo...” se caracteriza por construir su argumento sobre el fondo borrado de un crimen cometido por su narrador: “Pero me importa una chingada Hegel. Lo que trato de recordar es otra cosa, desde que me falta Medarda, desde que no viene” (12). Está borrada: “Su rostro se aleja, se esfuma hacia el fondo, es un óvalo vacío, sin color, como si alguien lo hubiese recortado”, dejando solamente “la cartulina gris”. “Fuera de sus límites [...] la nada; y aún éstos, en la sima del olvido, la nada también” (13). “No puedo recordarlo. Quién sabe qué me pasa” (15). Y es que “ahí me pasé tres meses borracho”, “borracho hasta los huesos, ‘ebrio absoluto’, como lo califican a uno en las actas de las delegaciones de policía, por eso no recuerdo” (16, 17). Medarda, que “casi no era. Casi no es. Era, es: con ella se pierden los tiempos del verbo” (19). Resulta imposible “reconstruir con exactitud los hechos, uno a uno y uno tras otro, desde el principio”; “sucede que es el principio mismo lo que se me escapa”:

Aquí hay algo que no ha comenzado, el extremo del hilo se me va. Las cosas podrían comenzar hoy, por ejemplo, en este mismo instante. En rigor pueden comenzar hoy, si decido que aquí es el punto donde comienzan: esta celda, esta cárcel, este tiempo, este sobrecogimiento maldito (24).

No es, como cree el narrador, y asesino, la “sala de defensores”; es el anfiteatro, “la bóveda donde guardan los muertos”, y donde yace, desnuda, descompuesta, “impenetrable”, silenciosa, Medarda. Asesinada por él, sin que él lo recuerde. Y Hegel, riéndose como en un sueño sigue diciéndole: “Eres un mal asesino [...], sigues soñando con la puta muerta” (24).

Un espectáculo. Como esos espectáculos en que se regodean los mexicanos. Hegel mismo es el protagonista de un espectáculo de feria: “semienano, además giboso”, pero “no un enano natural”: “un semi-enano de un metro y centímetros”, a quien “le habían amputado las piernas de raíz, desde el tronco”. “Éjel, simple y bárbaramente”, como le llamaban antes de que el asesino de Medarda le impusiera a “la población entera de la Crujía Circular [...] la pronunciación correcta del nombre: Jeguel”, llamado así por la sucursal del banco que quiso robar “en las calles de Hegel”. -“La radio-patrulla disparó varias ráfagas de ametralladora. Ocho balas repartidas entre los dos muslos. Ahí quedó Hegel tirado a media calle [...]: real y racionalmente se hizo necesario amputar” (12)-. “Aquí estamos, en la misma cárcel, Hegel y yo. Hegel, con toda su filosofía de la historia y su Espíritu Absoluto” (11). Éjel: esa figura de la nota roja, ese espectáculo de feria similar a los héroes de los corridos tremendistas y de los impresos populares, es el emisor de un discurso filosófico enrarecido, radical, hermético. Un discurso que emana de la nota roja, caóticamente, informe, distorsionado como Hegel, o Éjel, extrañamente psicoanalítico a su modo (moridor), impensado “material de los sueños”. Un discurso que niega el olvido y define a la memoria como olvido; que suprime toda forma de testimonio que no sea la de los “actos profundos” -actos sin memoria, inmemoriales-, la de los actos criminales; que instaura como memoria de la especie la memoria del crimen:

Tiene razón Hegel cuando dice: “la memoria no es lo que se recuerda, sino lo que olvidamos”, más o menos, porque lo dice de varios modos, muchas veces contrapuestos. Por ejemplo: “la memoria es lo que uno hace y nadie ha visto, lo que no tiene recuerdo”. Añade luego: “no somos sino pura memoria y nada más”. Tiene razón: nuestros actos, los actos profundos dice él, son esa parte de la memoria que no acepta el recuerdo, sin que importe el que haya habido testigos o no. Nadie es testigo de nadie ni de nada, cada quien lleva encima su propio recuerdo no visto, no oído, sin testimonios (13).7

La sustracción del acto de cualquier contexto inmediato, su construcción-distorsión “hegeliana” en esta reflexión deformada o anamórfica, abstracta y a la vez extremadamente concreta, emanada de la nota roja, constriñe o “enjaula” su significación, más que diseminar su “ambito semántico”, en un sistema o una ley fundados en lo criminal: memoria borrada o forcluida del “acto profundo” que es el acto criminal, como un crimen cometido antes, pues ese acto se comete, antes que nada, en aquel tiempo sin memoria de la alienación -análogo, aunque de signo distinto, al parricidio primordial de Tótem y tabú; inscrito desde siempre en las arquetípicas mitologías criminales propias de la nota roja; similar en su primitivismo a la amnesia alcóholica y la forclusión criminal. La criminalidad, la inconsciencia, la sentencia y la ley, fundan y aniquilan así -en un gesto judicial y ancestral- la memoria de la libertad:

“Mira”, dice [Hegel], “todo acto profundo (y no es necesario que tú mismo seas profundo para que hagas un acto profundo) es inmemorial. O sea, es tan antiguo que no se guarda memoria de su comienzo, nadie sabe de dónde arranca, en qué parte se inicia o si no se inicia en parte alguna. El acto profundo no tiene principio, no ha comenzado jamás, pero tan sólo porque no existe memoria de ese acto, no hay ninguna data que lo testimonie ni podrá haberla nunca. Es anterior a la data, un acto no registrado, pero hecho, la suma de una larga data de actos fallidos hasta llegar a él, en la soledad más absolutamente vacía de testigos. Entonces, por cuanto estás aquí (digo, aquí en la cárcel o donde estés, no importa), por cuanto estás y eres en algún sitio, algo tienes que ver con ese acto. Más bien, no algo sino todo; tienes que ver todo con ese acto que desconoces. Es un acto tuyo. Está inscrito en tu memoria antigua, en lo más extraño de tu memoria, en tu memoria extraña, no dicha, no escrita, no pensada, apenas sentida, y que es la que te mueve hacia tal acto. Tan extraña, que es una memoria sin lenguaje, carente en absoluto de signos propios y ha de abrirse camino en virtud de los recursos más inesperados. Así, esta memoria repite, sin que nos demos cuenta, todas las frustraciones anteriores a su data, hasta que no acierta de nuevo con el acto profundo original que, ya por esto solamente, es tuyo. Pero solamente por esto, pues es tuyo sin que te pertenezca. Lo contrario es la verdad: tú eres quien le perteneces, con lo que, por ende, dejas de pertenecerte a ti mismo. El acto profundo está en ti, agazapado y acechante en el fondo de tu memoria: de esa memoria de lo no ocurrido. Tiendes a cometerlo en cualquier momento; el que lo cometas o no, tampoco es asunto tuyo ni de que reúnas las condiciones para ello. Se ha vuelto cosa del puro azar, al alcance involuntario de cualquiera. Bien, he dicho cometerlo y esto es inexacto hasta cierto punto. Es un acto que acepta todas las formas: cometerlo, perpetrarlo, consumarlo, realizarlo, está simplemente fuera de toda calificación moral. El calificarlo queda para quienes lo anotan y lo datan, o sea, los periodistas y los historiadores, que lo han de ajustar entonces, necesariamente, a una determinada norma crítica vigente, con lo que no hacen sino borrar sus huellas y falsificarlo, erigiéndolo así en un Mito más o menos válido y aceptable durante cierto periodo: Landrú, Gengis-Kan, Galileo, Napoleón, el Marqués de Sade o Jesucristo o Lenin, da lo mismo. O El Fut” (19-21).

El discurso goyesco de Hegel -“El sueño de la razón produce monstruos” (Goya: 43)- no oculta una raíz psicoanalítica que habla, más que de posibles lecturas de Revueltas, de especulaciones propias fragmentadas y amplificadas fantasmagóricamente, de fantasmas teóricos alucinados en figuras propias y ajenas: actos fallidos,8 pulsión de muerte y paso al acto, repetición y automatismo, memoria de lo no ocurrido, crimen y monumento. Que un criminal sea el autor de ese discurso no debe asustarnos; de hecho, en el esquema de cuento al que aludimos antes, no era Hegel el autor del discurso, sino el autor de otro crimen particularmente espantoso y violento, primitivo, vulgar, sin heroísmo alguno: “El caso de El Fut”, se titulaba. Hegel no aparecía: apareció para articular, verosímilmente, con el asalto al banco de la calle Hegel, ese discurso. Y si El Fut no fuera más que el autor del crimen, sería también el pensador en el sentido que le da Karl Marx al criminal en un fragmento de 1860:

El filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios, etcétera. El delincuente produce delitos. Fijémonos un poco más de cerca en la conexión que existe entre esta última rama de la producción y el conjunto de la sociedad y ello nos ayudará a sobreponernos a muchos prejuicios. El delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en el que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una “mercancía” [...]. // El delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etcétera [...]. Solamente la tortura ha dado pie a los más ingeniosos inventos mecánicos y ocupa, en la producción de sus instrumentos, a gran número de honrados artesanos. // El delincuente produce una impresión, unas veces moral, otras veces trágica, según los casos, prestando con ello un servicio al movimiento de los sentidos morales y estéticos del público. No sólo produce manuales de derecho penal, códigos penales y, por tanto, legisladores que se ocupan de los delitos y las penas: produce también arte, literatura, novelas e incluso tragedias, como lo demuestran, no sólo La culpa de Müllner, o Los bandidos de Schiller, sino incluso el Edipo y Ricardo III (29-30).

Aunque el criminal revueltiano no es un productor marxista, sí es capaz de producir -como lo ha señalado José Manuel Mateo en distintos trabajos- especulaciones originales y reflexiones profundas. Como en La noche de los proletarios de Jacques Rancière, dice con razón Mateo, los proletarios de Revueltas piensan, los lumpenproletarios piensan. Y aunque de manera alienada, distorsionada, goyesca, pesadillesca, también los criminales piensan. Su propia alienación, sus “actos profundos”: inmemoriales, sin memoria. El esquema de cuento contiene las reflexiones emanadas de esos actos: sobre la sentencia, sobre el tiempo criminal y sobre el mito, sobre el monumento, sobre la nada, sobre la aniquilación, sobre la libertad:

1. Sentencia y sobresentencia.

2. ¿Qué sentido tiene esto? Que el Fut “no tiene” tiempo: su tiempo no transcurre; con su tiempo, como disposición propia, hizo un acto inmemorable: mató en esa forma, porque ya se había matado antes, en aquel tiempo sin memoria.

3. Mira: se trata del mito esencial, el soldado desconocido. ¿Acaso alguien sabe la significación de ese mito? ¿En virtud de qué es, precisamente, desconocido? En virtud de que es el acto que no se sabe a sí mismo: reposa bajo los arcos del triunfo, es lo único que sabemos, lo que es no saber nada: acción profunda del recuerdo, olvido total. Conducimos a patadas nuestra propia cabeza al basurero, y eso está muy bien, no puede estar mejor, como en el Fut.

4. Vamos a ver: ¿qué representa la sentencia? Es la estatua, el monumento, el arco del triunfo: diez, quince veinte años, treinta, de cárcel. La estatua no es sino la suma de actos que quiere arrojar un total de siglos, una sentencia mayor, la más ambiciosa, la que ningún juez puede dictar, pero que tampoco la estatua dicta: está el delito sin comienzo, el acto puro, el pecado original, inmemorial, vaginal, que nadie ha cometido y todos hemos cometido: el pecado de alienación, nuestra cabeza que rueda por el suelo a puntapiés, digo, a patadas, desde su génesis, mucho antes, considerablemente antes de comenzar esta fastidiosa historia de estatuas, cuando todo era el proyecto de un proyecto.

5. Bien: la cosa es que no podemos prescindir de este olvido; la palabra no es prescindir, por supuesto. Liberarnos, rebelarnos, desenajenarnos, destruirnos, aniquilarnos, vaciarnos, nadificarnos, cualquiera de éstas es buena, según se la tome. Personalmente me quedo con la última: nadificarnos; en el buen sentido: volver a la nada; en el mal sentido: permanecer en la nada. Esta nada de hoy -la nuestra, pero la de siempre- tan llena de cosas disfrutables: toda clase de vicios deliciosos y virtudes ejemplares; nuestro reino, nuestro mundo, el goce total de este mundo que “aun dado a la mierda es poco”, pero donde nadie, en realidad, sufre verdaderamente… (1979: 131-132).9

El tiempo criminal es un tiempo sin memoria, inmemorial, tiempo fuera del tiempo. La forma misma del crimen atestigua que su testimonio es imposible -“ya se había matado antes, en aquel tiempo sin memoria”-. El acto de matar es anónimo, ajeno: el asesino es su vehículo, su propiedad. La nota roja como testimonio es su único monumento, arco triunfal, pero se trata de un monumento vacío, sin significación, erigido a un “soldado desconocido”, a un “acto que no se sabe a sí mismo” y que es, a un tiempo, “acción profunda del recuerdo” y “olvido total”. La nota roja es un catálogo de crímenes inmemoriales, y el “mito esencial”. La dialéctica del tiempo y el número, del crimen sin comienzo y la sentencia infinita: lo que Revueltas prolonga en las notas y en los fragmentos conservados de su novela inacabada: El tiempo y el número, “la sentencia y la sobresentencia” ya están ahí, latentes en la nota roja.

Pero el realismo radical de Revueltas, alucinatorio, el “superrealismo” del Material de los sueños, con su espectáculo absurdo y asombroso, y su “segunda naturaleza mítica” de la realidad, extremada en “El caso de El Fut” -que confunde en una sola serie aniquilación y libertad o las palabras “liberarnos, rebelarnos, desenajenarnos, destruirnos, aniquilarnos, vaciarnos”, para elegir la última: “nadificarnos”-, no se expresa imitando, o reduciendo, el habla de los convictos, sino con la más plena conciencia del lenguaje, transcribiendo incluso el “acento” de la pronunciación, las contradicciones y los “contrasentidos”, la “oscuridad de las ideas” -las ideas de Éjel o de este Hegel “oscuro”-, y hasta su “extravío pernicioso”:

Me gusta escuchar a Hegel, bien que no llegue a comprenderlo del todo. Transcribo sus palabras con enormes dudas, pues ahí mismo sucede, nomás escritas, que pierden la vivacidad, la transparencia y el acento con que Hegel las pronuncia, lo que me obliga a presentar subrayadas aquellas que, aparentemente, son más significativas. Se expresa con toda intención -y yo diría, mala intención-, por medio del uso y abuso de los contrasentidos -ya lo he dicho- y de ahí resulta la gran oscuridad de sus ideas [...].

Hegel sonríe, pues, cuando opongo alguna objeción a la oscuridad de sus ideas y lo contradictorio de sus términos. Replica que no hay una sola idea verdadera que no sea oscura, ni una sola palabra, tampoco, que pueda tener un sentido único, todo depende del tiempo y la colocación: de lo que se comprometan a decir las palabras y las ideas. Para él, el lenguaje es un rodeo, un extravío pernicioso (1979: 21, 22).

Para el psicoanalista Jean-Bertrand Pontalis, el fait divers -equivalente francés de la nota roja- es ya una novela. Y como para Revueltas, “semejante al sueño, conserva, condensa en su forma todo tipo de elementos extraídos de aquí y de allá”, y si lo intentamos descifrar nos parece, “tan absurdo como enigmático” (Pontalis: 95). Y si alguien acudió, como Revueltas, a la nota roja, fue uno de los escritores más admirados por él, Fiódor Dostoievski, detestado, aunque también admirado, por Freud, que lo consideraba un criminal (Freud 2009), y decía en su ensayo “Dostoievski y el parricidio”: “La simpatía de Dostoievski por el criminal es, de hecho, ilimitada”; “recuerda el horror sagrado con que la Antigüedad consideró al epiléptico y al enfermo mental”; “después que él ya ha asesinado, no hace falta asesinar”; más aún, “es preciso estarle agradecido, pues, de lo contrario, uno mismo habría debido asesinar” (187).

Para Freud, Dostoievski es un “carácter pulsional” (Pontalis: 58). Y el propio Freud subraya el “inquietante nexo” entre el parricidio de Los hermanos Karamazov y el asesinato del padre de Dostoievski -ese “crimen principal y primordial” (Freud 2009: 179-180)-:

[Dostoievski] retorna al comienzo, y en el comienzo estaba el acto, y el acto era el asesinato del padre tirano. El propio padre de Fiódor Dostoievski fue asesinado por sus siervos [...]. ¿Vio Freud en los hermanos Karamazov resurgir a los hermanos de la horda primitiva, esos hermanos que, pasado el tiempo del triunfo, no conocieron sino el de la culpabilidad, el del autocastigo? (Pontalis: 60-61).

Pontalis alude al “primer crimen”, al parricidio perpetrado contra el padre tiránico, cuando los hermanos se alían, matan y devoran al padre, poniendo fin a la horda paternal, en un “banquete caníbal” con que se apropian “una parcela, un pedazo de su potencia” (69-70), y que Freud encuentra repetido en “la ceremonia del banquete totémico” (2009: 184). En el “pasaje al acto” -“acto impulsivo, irreprimible, a menudo asesino”, producto de “una violencia pulsional largamente contenida, insospechada” (Pontalis: 53-54)-, igual que en el aura epiléptica, y simbólicamente parricida de Dostoievski, descrita como “un momento de beatitud suprema” (Freud 2009: 183), hay “un momento alucinatorio”, una “alucinación [...], más fuerte que la percepción” (Pontalis: 54). “En la noche de los tiempos, antes de que el tiempo existiera”, el parricida -“criminal primordial” (Freud 2009: 187)- “ha cometido un acto”. “En el comienzo era el acto [...]. El hombre primitivo no pasa al acto. Es el acto” (Pontalis: 71):

Eso es lo que estaría en el origen de la fascinación que suscita la nota roja criminal. En ella se conjugan la singularidad de una historia personal, las circunstancias particulares que desencadenaron el acontecimiento y algo que proviene de lo profundo de las edades: transfusión de lo arcaico en el instante presente. Un día, el crimen: un día preciso que puede fecharse y que es también un día intemporal, fuera del tiempo (64-65).10

Hay una épica en los impresos populares. Una épica descrita por Michel Foucault en Vigilar y castigar: “Héroe negro o criminal reconciliado [...], el criminal de las hojas sueltas, de las gacetillas, de los almanaques, de las bibliotecas azules, lleva consigo, bajo la moral aparente del ejemplo que no se debe seguir, toda una memoria de luchas y de enfrentamientos”. Pues existía un “ilegalismo popular”: en las antiguas relaciones de ajusticiados, “la proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia pero glorificaba también al criminal”; “de ahí que entre el pueblo provocara un interés tan vivo aquello que desempeñaba, en cierto modo, el papel de la epopeya menor y cotidiana de los ilegalismos” (73; las cursivas son mías). “Los bellos asesinatos no son para los artesanos del ilegalismo”, agrega Foucault, aludiendo a esos crímenes vulgares, alejados de la “reescritura estética del crimen”, de esa literatura “en la que el crimen aparece glorificado, pero porque es una de las bellas artes”: esos “relatos que detallaban la vida y las fechorías del criminal, que le hacían confesar sus propios crímenes y que referían, con pelos y señales, el suplicio sufrido” (73). Sí: “A cada cual lo que le corresponde; que el pueblo se despoje del orgullo de sus crímenes”. A partir de entonces, los periódicos sólo reproducirán, ya sin épica alguna, a diferencia de las viejas gacetillas, almanaques, relaciones, bibliotecas azules, hojas sueltas, “la opaca memoria sin epopeya de los delitos y de sus castigos” (74; las cursivas son mías).

“La epopeya cotidiana y menor de los ilegalismos”; “la opaca memoria sin epopeya de los delitos y sus castigos”: la genealogía foucaultiana transita entre esos dos extremos, de los impresos populares a la nota roja. Pero sería posible rastrear las huellas de la épica, o “la epopeya menor y cotidiana de los ilegalismos”, más detalladamente, en otros territorios más próximos al psicoanálisis. Aquí me limitaré, en un paréntesis, a señalar algunos indicios. En su homenaje al psicoanalista Pierre Fédida, Georges Didi-Huberman apunta cómo descubrió “en el epos griego una capacidad ejemplar para ‘reinstaurar lo memorable’”, convirtiéndolo de recurso poético en una vía de la cura: “La palabra se confronta con el tiempo, la historia, el pasado, el deseo. Y el tiempo de esa palabra es el de la reminiscencia. Y todo el proceso”, agrega el historiador, “no cobra sentido sino al relacionarse con el sueño”. Las imágenes son “las videntes del sueño” (4447; las cursivas son mías). “El soplo de la palabra en el estado de vigilia” es análogo, en cierto modo, al “soplo de la imagen en el estado de sueño”: la construcción onírica es “la memoria de un pasado irrepresentable”. De ahí lo fundamental del epos: “figurabilidad” que hace posible “la perpetua conversión del ‘pasado anacrónico’ en ‘presente reminiscente’”.

Un artículo titulado justamente “Pasado anacrónico y presente reminiscente. Epos y potencia memorial del lenguaje”, da cuenta detalladamente de esta dialéctica de la memoria. Ahí vuelve a hablarse de la épica, las imágenes y la interpretación de los sueños, de visión y curación. (Y la épica de la nota roja no puede dejar de asociarse a las imágenes del sueño, a su poética de pesadilla.) Según Didi-Huberman, “la palabra apela a la imagen para fundar su memorable”. La imagen misma es sensorial y estéticamente reminiscente de lo recordado, lo que quiere decir, como señala Fédida, que la imagen es “imagen vidente, visualmente hecha para ver lo memorable en las palabras”, y otras líneas de resonancia similar: “La videncia de la imagen es el tiempo de su memorabilidad”. “La imagen ha visto”. Pues la visualidad de la imagen es, al final, “una categoría anacrónica de la temporalidad” (Didi-Huberman: 60).11

La resonancia de este discurso psicoanalítico sobre la épica, el sueño y la memoria, el olvido y la reminiscencia, lo memorable y lo inmemorial -aludiendo a lo extranjero, a lo extraño, a la “alta profundidad” del acto épico, anterior-, viene de una dirección contraria al discurso hegeliano de Revueltas, profundamente anclado en la alienación y en apariencia ajeno por completo al valor clínico de la palabra como reminiscencia y conmemoración. Sin embargo, ciertas resonancias marcan zonas en común, como la exploración en la materia de las imágenes o de los sueños, o las alegorías de los muertos, del monumento o la sepultura:

Hay que interrogar más a fondo la materia de las imágenes y el tiempo de los ausentes, que nos “soplan” en ellas sus palabras (64). // El sueño [...], cuando encuentra su materia en la imagen-soplo indistinta [...], nos ofrece además “la verdadera tumba construida para (su) sepultura” [...]. Tumba sensorial [...]. Portadora de un auténtico conocimiento de la “sustancia de los muertos” [...]. Si el sueño es capaz de tal “obra de sepultura” [...], sólo el sueño dispone de la verdadera memoria de los muertos (Fédida, ápud Didi-Huberman: 76-77).

Así se desembocará en una “emanación ancestral” o “emanación de los ancestros”: “La palabra reminiscente hace que se alce una ancestralidad que la memoria rememorativa, es decir, los vanos esfuerzos del recuerdo [...], fracasa necesariamente en encontrar”. Ahora bien, “cuando el ancestro se alza en la palabra [...] la reminiscencia se nos vuelve material”. “Material de reminiscencia”, “resonancia material” liberada por la reminiscencia (85-86).12

El tiempo y el número, como apuntan en las notas finales los editores de Las cenizas. Obra póstuma de José Revueltas, es un proyecto inacabado de novela iniciado en 1967, del que se publicaron únicamente dos capítulos en 1968 y en 1975. “Aparentemente”, dicen, “el origen de la anécdota [o el juego que sirve de núcleo abstracto o teórico de la novela] proviene”, de nuevo, como en “El caso de El Fut”, “de la conjunción del relato de un homicidio de la nota roja, ‘El asesinato de Tacubaya’, con recuerdos de las Islas Marías” (1981: 314). Los borradores, los esquemas, las notas manuscritas dejadas por Revueltas a título de “Material” -narrativo esta vez, carente del carácter onírico o fantasmagórico de los relatos de Material de los sueños, aunque de una abstracción extrema, ella misma alucinante-, son reveladores del modo revueltiano de tratar los materiales de la nota roja, los documentos o monumentos sepultados en los periódicos y archivos judiciales, los análisis y reflexiones emanadas de los casos mismos, como es el caso justamente de “El asesinato de Tacubaya”, fechado en 1947:

- Cuerpo desnudo de la víctima (25 años). Treinta y seis puñaladas. Sexo mutilado. (Nombre: Félix.)

- Pañuelo, en casa víctima, con nombre de Lola (Leonila).

- Lola, mujer casada. Cotidianas palizas de su marido (chofer de velada), Téogenes.

- Desaparecen su antiguo domicilio, calle Aulladas. Se cambian Tacuba.

- Marido encuentra Lola y Félix en cocina casa. Félix huye. Marido (Tiburcio) desnuda a Lola y la golpea con látigo. (Tiburcio: 31 años; Lola: 32 años; Félix: 25 años.)

- Teógenes (Tiburcio), Leonila (Lola), sentenciados a treinta años, son relegados Islas Marías.13

La estructura judicial se impone como estructura narrativa: visión y caracterización judicial, ficha criminal. La data, la edad, el tiempo de la condena, la trama policial-criminal:

- Leonila comenzó a cambiar, en la isla. “Lástima que aquí no pueda agarrarla a fregadazos: darle una buena entrada, como las de antes. Aquí sí me trae jodido.” Teógenes tiene celos de Evodio. Deseos de que muera en el juego de “El Reventón”.

- Vivían en jacal de varejones. “El cabrón le canta a ella.” Incitarlo a participar en el juego del Reventón. Pero Evodio se resistía. Se contentaba con mirar el espectáculo desde el ribazo, bendito entre las mujeres (Medarda, Demetria... Leonila. Fingir que resbalaba y meterle la pierna para que cayera. No vencería al mar. Evodio continúa cantando [...].

Y aquí Revueltas transcribe la letra de una canción popular, una canción romántica, de celos, que sirve de acompañamiento al crimen, como sucedía con los impresos populares:

Tres días sin verte, mujer

Tres días que paso sin ti

Tres días que me ven llorar

Despierto hasta amanecer

Dime a dónde vas

Por qué te alejas

Dime dónde estás

Por qué me dejas

Tres días sin tu amor, mujer

Tres días sin verte, mi bien

Tres días que me ven llorar

Despierto hasta amanecer

Dime dónde estás

Qué andas haciendo

Dime con quién estás

Con quién me engañas14

Se diría al escucharla, o al oír su letra silenciosa en las notas dejadas por Revueltas, que el crimen y la violencia, una enorme violencia latente alientan en la pasión expresada en ella. Pero lo que comienza a armarse como una trama criminal carcelaria se tensa o gesta ya, en ese estado de esquema previo a su nacimiento, una estructura automática de repetición, o arquetípica, inmemorial, similar a la construcción -anamórfica, extraviada o delirante- de “El caso de El Fut”. Lo que se gesta es un crimen inmemorial, que ya se ha cometido antes:

- Evodio: Homicida en asalto a mano armada. Muy serio y reflexivo, sin precipitaciones. (Narcotraficante; antiguo universitario.) No improvisa nada: obra como esos buenos artesanos, grandemente respetuosos de su oficio, que no se comprometen sino hasta estar seguros del buen resultado y la puntualidad de su trabajo. (Inventa el juego del Reventón.) [...].

- Eutiquio: asesino mercenario; sus protectores lo burlan, abandonándolo en la isla. Abriga terrible sed de venganza [...]. Espera [...] que sus protectores lo manden matar de algún modo. Cuando Teógenes llega, Eutiquio sabe que es él. Leonila lo incita, trata de seducirlo [...]. Leonila se le entrega. Se establece entre ellos tres, pero a la inversa, la misma relación que existía con el amante de Leonila, cuando ésta y Teógenes decidieron asesinarlo [...].

- Ante el acoso de los celos de Diógenes, aunque para salvar a Eutiquio, Leonila acepta repetir el crimen que cometieron con Félix, pero ahora contra Evodio (conducirlo al Reventón).

Teoría hegeliana del “acto profundo”, del crimen inmemorial. Estructura repetitiva, reiterativa, obsesiva, mortífera -“automatismo” o “compulsión de repetición” en el sentido freudiano de Lo ominoso y Más allá del principio del placer- del “juego de los malditos” o del “Reventón”: esa “acción intrépida e insensata”, ese ritual maldito, ese “entretenimiento salvaje, primitivo, alucinante”, que pone en juego a la muerte, y al mismo tiempo la máxima (y única) libertad: “El Reventón como libertad, como

victoria contra el tiempo y la muerte”. Finale: “Evodio y Leonila. Evodio la abandona en el punto donde ella ya no podrá volver”.

Es lo que sintetiza Revueltas en una conversación acerca de El tiempo y el número:

El tiempo y el número no encierran un concepto abstracto que quisiera tener pretensiones filosóficas. Se trata de un grupo de delincuentes homicidas en las Islas Marías. El tiempo es la sentencia que llevan encima y el número es el que sustituye sus nombres. Así que se refiere a cosas extremadamente cotidianas y vulgares. Ahora bien, como el problema central de esta novela es el problema de la libertad, he tomado precisamente el punto extremo, el de los hombres que pierden la libertad, la forma máxima de la pérdida de la libertad desde el punto de vista inmediato, el estar prisionero, el estar sentenciado por equis años de prisión. Uno de los personajes principales descubre una especie de entretenimiento salvaje, primitivo y alucinante, que es correr en una plataforma de roca, golpeada por el mar en lapsos fijos. Correr hasta el borde del abismo y regresar antes de que el mar pueda llevárselo. Entonces, en esos minutos, en esos segundos que él ocupa en esta acción intrépida e insensata, él encuentra el sentido de su libertad, esos tres minutos lo hacen más libre, hacen de su existencia una libertad más plena y absoluta, ajena a los treinta años a los que está condenado. Su lucha contra los treinta años de sentencia son esos tres minutos de libertad (1981: 310-311).15

¿De qué material están hechos los sueños? Que estamos hechos de ese material es algo que se muestra en la nota roja, de modo por cierto inconsciente. Goyesca, heredera de Posada, la nota roja precipita, en un sentido alquímico, pesadillesco, los “caprichos” y los “disparates”, de acuerdo con la lógica del delirio y de los sueños, ciegamente, como en las hojas volantes, los antiguos romances de ciego, las imágenes criminales de los grabados populares. La nota roja es la página mítica, “eterna” de la que habla Ramón Gómez de la Serna al referirse a los Caprichos y Disparates, tan próximos a la lógica mítica implícita en la canción, el corrido o la bola suriana de El descarralimiento en Temamatla, la hoja impresa por Vanegas Arroyo.

Lo que está en juego en la nota roja es la pulsión de muerte, y ese es el “material de los sueños”. La descripción del “Reventón”, o del “juego de los malditos”, corresponde muy exactamente a la estructura y a la dinámica pulsional mortífera, con su ir y venir ajustado de forma mortal a las mareas, con su ritmo criminal -como el de Jerjes azotando las olas en el primer capítulo publicado-, entre la muerte y la vida, la aparición y la desaparición, con su cronología tiránica y el tiempo de la ley y la sentencia. O entre la libertad y la muerte, como se arriesga a proponer Nathalie Zaltzman en su ensayo “La pulsión anarquista”, que expresa esa forma extrema de la pulsión de muerte que anima a los revolucionarios anarquistas y las más peligrosas y extremas formas de vida y de sobrevivencia; pulsión presente, más aún, en los campos de exterminio, y que, con una significación aún más oscura, actúa en Revueltas:

La muerte nos está dada desde un principio: la muerte es la vida. La muerte es algo que se nos presenta, en todo momento, como nuestro ahora y aquí. Nada nos pertenece de cuanto nos rodea -así sea nuestro o no lo sea, es decir, tanto si lo poseemos o no. [… ].

La muerte es la desenajenación suprema, pero libera al hombre en la nada [...]. Sólo la muerte ahora y aquí constituye la única libertad real y posible: el no pertenecer a lo que no nos pertenece, puesto que la muerte es la no pertenenencia absoluta (1981: 311).

La dialéctica de la vida y la muerte, la alienación y la libertad, en las reflexiones de Revueltas sobre El tiempo y el número, se vinculan directamente con la idea de la propiedad privada, raíz de la “no pertenencia”, la enajenación, la inconsciencia, el crimen inmemorial:

La aceptación del morir en este mismo instante (que ese es el ahora y aquí), aunque no existan las condiciones objetivas, enfermedades, peligros, etcétera, es la negación de la vida en su forma de existir como propiedad privada. La vida es la negación de la muerte y a la inversa. La negación de la negación (la negación de la vida en su ahora y aquí) es la afirmación de la vida desenajenada (por lo que hace a la negación de la negación de la vida). La negación de la negación de la muerte es la afirmación de la vida como propiedad privada (1981: 312).

“El asumir la vida y vivirla en el ahora y aquí de la muerte se traduce de inmediato, como praxis”, concluye Revueltas, “en lucha minuto a minuto, por la libertad”. “Mi vida no es mi vida sino la de los otros, vivo porque soy genérico, cuando muero no muero” (311). Y lo contrario se aplica “a la realidad enejanada del hombre actual”, y añado, a la del criminal:

Mi vida es mi pertenencia suprema, cuando muero, mi muerte es la de los otros, ergo, aun sin morir, mi vida es la muerte de los otros [...]. Mientras viva, la condición de mi existencia será la muerte de los otros que no pertenecen a mi yo genérico como propietario, es decir, que carecen de toda propiedad, inclusive la de su propia vida. Esta praxis de la muerte en los otros, me impulsa a luchar para que todos mueran conmigo [...]. Mi muerte deberá ser la muerte de todos (1981: 312).

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1 Firma la nota “José Revueltas”. Hace muchos años tuve la curiosidad de entrevistar al autor del libro, pero fue Ignacio Solares quien me prestó su ejemplar a principios de los años 1980. En un muy interesante trabajo titulado “Periodismo policiaco retro. Revisitando los Populibros La Prensa”, J. M. Servín cita parte de esa nota (54), y añade: “Los comentarios en la contraportada de los Populibros incluyen a José Revueltas [y a] Juan de la Cabada [...]. Gracias a ellos o a pesar de ellos, los Populibros se han convertido en clásicos de ‘la plebe’ dentro de lo que algunos se obstinan en llamar ‘subliteratura’” (58). Los libros de García Salinas estuvieron en el origen de un gran libro de Carlos Monsiváis, Los mil y un velorios, que a su vez se originó en el artículo “La nota roja: de tres tiros que le dio nomás cinco eran de muerte!” (La Regla Rota, primavera de 1987).

2El pie de foto rezaba así: “Esta es la diestra descomunal de Pedro Alberto Gallegos, desprovista de todo contacto con objetos extraños; sin la pluma o el lápiz con que escribió tantas cartas desconcertantes; sin el teclado de la máquina de escribir a su alcance; sin tubo, ni macana, ni portafolio; sin las rejas del juzgado en donde apoyarse: mostrando, en una contracción espantable, la cólera de su dueño... El Popular presentará en números subsecuentes todos los gestos de las manos de Gallegos a través del proceso que se le instruye”. Y efectivamente, las ediciones del 29, 30 y 31 de marzo incluían fotos de las manos de Gallegos imprimiendo las huellas del pulgar, agarrando las rejas del juzgado, sosteniendo una pluma y escribiendo a máquina, y ello en un proceso plagado de momentos teatrales en la reconstrucción del crimen, en las cartas del asesino a El Popular, publicadas en páginas centrales, o en “el momento de sensación en que Gallegos con la llama de un cerillo hace aparecer lo escrito con tinta simpática en su famosa confesión falsa” (edición del 22 de marzo). El propio Gallegos era o fingía ser fotógrafo, y los titulares de la primera noticia sobre el caso, el célebre crimen de Jacinta Chinta Aznar —recordado también por memorialistas como García Salinas y Monsiváis—, decían: “ASESINATO - AMOR - MISTERIO - DINERO” / “Un mes un día permaneció ignorado el cadáver de la millonaria dama”. Y a pie de una foto terrible se añadía: “El cadáver espeluznante de la señorita Aznar, que, horrorizado, Ismael Casasola, fotógrafo de El Popular, fijó en esta placa estupenda de realismo” (24 de febrero de 1932).

3En la misma obra, otro asesino reflexiona acerca de su crimen, terrible y para él extraño: “‘¿Y quién está a salvo de cometer un crimen?’, pensaba. Un crimen es algo muy sencillo. Todos los hombres se encuentran al borde del asesinato. No sentía remordimiento alguno al recordar su propio crimen y, por el contrario, estaba convencido de que, repitiéndose las circunstancias, obraría de la misma manera” (Revueltas 1978: 83).

4“Bola suriana” la considera Antonio Avitia Hernández, atribuyendo su letra a Marciano Silva e incluyéndola en Las bolas surianas: históricas, revolucionarias, zapatistas y amorosas de Marciano Silva. Mercurio López Casillas fecha la hoja en 1896. Cfr. mi trabajo: “La prensa popular: tremendismo y anarquismo” (en prensa). El corrido de ese título publicado por Vanegas en 1896, en una hoja volante, no incluye los detalles truculentos.

5En el “Apéndice bibliográfico” de Material de los sueños, los editores, Andrea Revueltas y Philippe Cheron, incluyen ese esquema, sobre el que volveré más adelante, precedido por una nota: “Revueltas tenía el proyecto de escribir toda una novela sobre este tema, novela de la cual el cuento no hubiera representado sino un capítulo. Dicho proyecto no se llevó a cabo y no se encontraron notas o esquemas del desarrollo pensado por el autor. Sólo se encontró el esquema del cuento, titulado: ‘El caso del Fut’” (Revueltas 1979: 131).

6La Crujía “D” estaba destinada a los reos sentenciados por homicidios y lesiones. Ahí se situaba El apando.

7Rodrigo García de la Sienra dedica las últimas páginas de su libro: José Revueltas: una ontología carcelaria. Los relatos del periodo de Lecumberri, a “Hegel y yo...” y a su conexión con el último cuento de Material de los sueños: “Ezequiel o la matanza de los inocentes” (118-136). Ahí se analiza en función de una “ficción epistemológica” (119) y una “dialéctica de la reminiscencia” (123) emparentada con la “dialéctica de la conciencia” y sus “anécdotas cognoscitivas” estudiadas por Bruno Bosteels en su aproximación al mismo texto (ápud García de la Sienra: 126, n. 1), la noción revueltiana —“hegeliana-ejeliana”— de “acto profundo”: “Nótese, en primer lugar”, explica García de la Sienra, “que la semántica mediante el cual el relato describe el acaecimiento del acto profundo corresponde estrictamente a la de un acto criminal, pero que [...] de inmediato disemina ese ámbito semántico en una pluralidad inagotable que lo sustrae de toda calificación moral” (127). Yo prefiero devolver ese discurso “hegeliano”, antes de su diseminación, al horizonte concreto de la nota roja.

8Estas líneas de Jorge Cuesta, alusivas a Freud y provenientes de sus “Apuntes sobre André Breton”, hubieran atraído a Revueltas: “Las equivocaciones orales, los tropiezos, los actos fallidos, entre los que considero el suicidio y toda clase de muerte accidental, tienen un sentido, como el sueño. En cada tropiezo hay voluntad de tropezar. Bienaventurados los que fracasan porque su fracaso es el triunfo de la voluntad que se rebela” (179).

9En las líneas finales de la nota, Revueltas apela a un lenguaje vinculado al cristianismo y ausente en el relato: “Nadie en absoluto, ni los miserables, ni los hambrientos, ni los oprimidos, ni los presos, ni los contrahechos, ni los desventurados, ni los dolientes, ni los atormentados, pues ya, desde su primer acto, aman el sacramento de la vida, el santísimo sacramento del altar, y en él tienen y poseen, así sea sin el menor disfrute, su reino de este mundo; su abominable reino de este mundo abominable y placentero” (132).

10Las traducciones del libro de Pontalis (Un día, el crimen, de cuyo título se desprende la última cita) son mías.

11En una refundición de este artículo, titulada “El epos. El sitio”, e incluida en el libro El sitio del ajeno (Le site de l’étranger), Fédida incluye algunas referencias a la obra de Henri Maldiney y a su interpretación sobre “el valor del aoristo como constitutivo de la temporalidad épica del lenguaje” (88): “El epos del lenguaje [...] es constitutivo de esa reminiscencia y está constituido por ella”, dice Fédida, para citar a Maldiney: “El sentido del aoristo [...] indica el acontecimiento imprevisible e inmutable. Así lo emplea el Epos [...]. Lo Memorable épico es la emergencia en formas definidas de lo Inmemorial arcaico” (90). Y agrega: “Es el pasado aorístico del epos el que se convierte en el sitio del presente y de la presencia. Al hablar, en cierto modo el hombre está a la búsqueda desesperada de una anterioridad que le confiera a su acción actual una alta profundidad” (93). Curiosamente, la reflexión de Fédida se abre con una rememoración de Hegel y la Fenomenología del espíritu.

12Toda esa dimensión de la reminiscencia parece desaparecer en la teoría revueltiana del “acto profundo”. Sin embargo, la profundidad de ese acto forcluido, siempre repetido, y “ya cometido antes”, no deja de recibir los ecos de esa reflexión. Es como si, por ausencia, o de manera alienada, se (des)realizara en completa soledad. “Entonces, el ancestro ya no es representación del ausente, su efigie o icono, sino la imagen —soplo indistinto, emanación— de la ausencia misma” (86). “Sepultura sensorial de la ausencia” (87). Y a propósito de ese acto profundo, reprimido o borrado, no es casual que otro capítulo del libro de Fédida, vinculado con Tótem y tabú y el mito original del parricidio del padre, se titule: “El olvido del homicidio en psicoanálisis” (2006: 21-56).

13Esta cita y las que siguen provienen de las notas manuscritas que aparecen al final de Las cenizas (314-316). Como explicamos antes, Revueltas las tituló: “Material”, y todas ellas se vinculan con El tiempo y el número.

14Se trata de la canción “Tres días”, compuesta por Tomás Méndez, compositor popular nacido en Fresnillo, Zacatecas, en 1926 y muerto en la Ciudad de México en 1995. Hijo de minero, trabajó de joven en una hacienda y comenzó a difundir sus canciones en el burdel local. Más tarde accedió a trabajar en la radio, en la XEW, y se convirtió en compositor de Lola Beltrán. Entre sus intérpretes están también Antonio Aguilar y Pedro Infante.

15Cfr. el magnífico ensayo de Nathalie Zaltzman titulado: “La pulsion anarchiste”. Esa misma pulsión, con una significación todavía más oscura, actúa en Revueltas: “Pourquoi cette parsimonie de ta vie? Peur qu’elle te soit trop grande? Sois réaliste : tu n’en a pas de rechange, et de tout façon elle te déborde” (Zaltzman 1998: 68).

Recibido: 24 de Octubre de 2017; Aprobado: 22 de Marzo de 2018

*Doctor en Letras Hispánicas por El Colegio de México. Profesor de Literatura Colonial y Etnopoética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, y fundador de la Revista de Literaturas Populares. Ha ocupado la Cátedra México en la Universidad de Toulouse Le Mirail. Ha co-dirigido el proyecto de investigación Literaturas y culturas populares de la Nueva España y actualmente coordina el proyecto Adugo biri: cantos rituales. Ha publicado libros sobre literatura colonial, literaturas populares, etnopoéticas y poéticas vanguardistas del siglo XX.

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