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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.29 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2018

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.29.2.2018.1134 

Notas

Una patria sin pasaporte. Octavio Paz y Francia

A country without a passport. Octavio Paz and France

Fabienne Bradu* 

*Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, fabbra@gmail.com


Resumen:

El texto reconstruye la relación de Octavio Paz con Francia desde su infancia hasta su muerte. Se muestra cómo Francia era un imán para los intelectuales de la generación del poeta mexicano y cómo su pertenencia a ese país se solidificó a raíz de su estancia de diez años en París, en calidad de diplomático. Octavio Paz no fue considerado como un objeto de estudio, como muchos otros creadores latinoamericanos, sino como un sujeto con el que los intelectuales franceses dialogaban directamente. El repaso termina con la labor de traductor de la poesía francesa moderna que Octavio Paz cumplió a lo largo de su vida.

Palabras clave: Octavio Paz; Francia; siglo XX; posguerra; poesía francesa moderna

Abstract:

The text reconstructs the relationship between Octavio Paz and France from his childhood until his death. It shows how France was a magnet for intellectuals in the Mexican poet’s generation and how his sense of belonging to that country solidified through his ten-year stay as a diplomat in Paris. Unlike many other Latin American creators, Octavio Paz was not considered as an object of study, but as a subject with whom French intellectuals maintained direct dialogue. The review ends with the work as a translator of modern French poetry which Octavio Paz pursued throughout his life.

Keywords: Octavio Paz; France; twentieth century; postwar period; Modern French poetry

Entraré en el tema con el pie derecho, es decir, cediendo la palabra a Octavio Paz para resumir, en primer lugar, lo que fue a su juicio la relación de México con Francia a lo largo de la Historia:

Se trata de una relación larga y compleja, que ha resistido a la erosión de los años, la distancia y la indiferencia. Comenzó, a principios del siglo pasado [XIX], como una fascinación ante la Revolución francesa; se transformó, más tarde, en una pelea que nos opuso a la intervención de Napoleón III; sobrevivió a ese conflicto y se convirtió en una afición que han sentido muchos escritores y artistas mexicanos frente a la civilización francesa (2001c: 29-30).

En efecto, la ocupación del país por las tropas de Maximiliano no sembró un recuerdo tan siniestro como se pensaría; el odio que legítimamente despierta el invasor no dejó muchas huellas en México en lo que respecta a la presencia francesa, sobre todo entre las élites. “La cultura es azul y viene de Francia”, decía Rubén Darío y, en México más que en ninguna otra región de América Latina, los artistas e intelectuales veían en los fuegos de la creación francesa un modelo a seguir. Sin voluntad de alimentar necios patriotismos, ni nefastas nostalgias, si hoy Francia ha sido destronada de su pedestal de modelo cultural, no hay que olvidar que Octavio Paz nació al inicio del siglo XX, en 1914, todavía lleno de significativas aventuras intelectuales y creadoras. Por lo demás, si bien la vida del poeta coincidió con el siglo, cuyas apuestas más brillantes él jugó con pasión y entereza, esto no lo convierte en un epítome del siglo XX mexicano. También interviene en el proceso esa parte de “orden y aventura” de la que hablaba Guillaume Apollinaire, a la que hay que sumar el destino individual y, acaso, una pizca de azar objetivo.

Volvamos a ceder la palabra al poeta por unos instantes para que precise el comienzo de semejante afición:

En mi caso esa afición se confunde con mi vida misma y es parte de mi biografía: mi mujer es francesa y yo he vivido cerca de diez años en París. Mi primera memoria de Francia se confunde con mi niñez. Entre mis recuerdos más antiguos hay uno en el que me veo, en la biblioteca de mi abuelo, hojeando con un primo mío las estampas de una gruesa historia de Francia. Una de aquellas ilustraciones me turbaba a tal punto que no podía mirarla sin escalofrío. Representaba el suplicio de la infortunada visigoda Brunequilda; se la veía por tierra, rodeada de gentes de armas, semidesnuda, ensangrentada pero hermosa, los senos cubiertos por los ríos de las trenzas, atada a la cola de un caballo salvaje. En un extremo, bajo una encina, entre los ramajes obscuros, se vislumbraba al fantasma de su enemiga, la no menos hermosa Fredegunda. Aquel grabado fue una iniciación tanto a la historia política como a la de las pasiones (29).

Sin pretender hacer un psicoanálisis de pacotilla, cabe preguntarse si el escalofrío era causado por Eros o por Tánatos.

El joven Paz crece en este ambiente. Estudia en una escuela de lengua francesa y más de una vez contó cómo su tía Amalia le hablaba de ese país lejano, de su historia y de su cultura. Por lo demás, la nutrida biblioteca familiar le ofrece al niño inquieto un amplio abanico de libros que lo acercan todavía más al país europeo. Más tarde, devora las obras de Dumas, Hugo y Michelet. Da sus primeros pasos de poeta guiado por Alfonso Reyes y los autores de Contemporáneos: Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, en su mayoría francófilos; en las páginas de la revista descubre a Paul Valéry y a los surrealistas, a André Gide y a Jean Cocteau. Estos escritores le abren una ventana al mundo que, curiosamente, vislumbrará por primera vez a raíz de la Guerra Civil española.

Invitado al Congreso de Escritores Antifascistas en defensa de la República, celebrado en Valencia en 1937, pisa por primera vez el continente europeo en París. Durante el Congreso, conoce a André Malraux y se solidariza con André Gide, violentamente atacado por los comunistas a causa de la publicación del libro Regreso de la URSS, en el que cuenta sin tapujos la experiencia de su viaje al país comunista y critica atinadamente las exacciones y los errores que allí observó. El episodio augura otros similares en la vida de Paz: se muestra lúcido, se subleva contra la ideología ciega y celebra el coraje de un disidente moralmente intachable. Para mayores detalles sobre este viaje y el Congreso de Valencia en particular, remito al libro de Danubio Torres fierro: Octavio Paz en España, 1937, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2007.

La Segunda Guerra Mundial y la llegada de exiliados a México ofrecen a Octavio Paz dos circunstancias que lo ligan aún más con Francia: por una parte, profundiza su conocimiento del surrealismo gracias a la presencia de Benjamin Péret, Leonora Carrington y Wolfgang Paalen, y, por la otra, agudiza su crítica al estalinismo y los autoritarismos en general. Octavio Paz recuerda a los exiliados que más influyeron en la formación de su pensamiento político:

Al comenzar el año de 1942, conocí a un grupo de intelectuales que ejercieron una influencia benéfica en la evolución de mis ideas políticas: Victor Serge, Benjamin Péret, el escritor Jean Malaquais, Julian Gorkín, dirigente del POUM, y otros. […] Se unía a ese grupo, a veces, el poeta peruano César Moro. Nos reuníamos en ocasiones en el apartamento de Paul Rivet, el antropólogo, que fue después director del Museo del Hombre en París. Mis nuevos amigos venían de la oposición de izquierda. El más notable y el de mayor edad era Victor Serge. Nombrado por Lenin primer secretario de la Tercera Internacional, había conocido a todos los grandes bolcheviques. Miembro de la oposición, Stalin lo desterró en Siberia. Gracias a una gestión de Gide y de Malraux, el dictador consintió en cambiar su pena por la expulsión de la Unión Soviética. Creo que sólo en dos casos Stalin soltó a un enemigo: uno fue el de Serge y el otro el de Zamiatin. […] Su crítica me abrió nuevas perspectivas pero su ejemplo me mostró que no basta con cambiar de ideas: hay que cambiar de actitudes. Hay que cambiar de raíz (1995: 32-33).

La capitulación de Francia despierta en él una indignación que sólo pueden sentir aquellos que se equiparan con los mejores ciudadanos del país galo. En un artículo publicado en la prensa mexicana, dejaba traslucir su ofuscación:

Con las etiquetas del nacionalismo los señores de Vichy venden un veneno internacional, que es el menos francés que hay: el mismo veneno de Franco. El veneno internacional del nacionalismo, que es antipopular, antidemócrata y, por ende, antifrancés. Las espumeantes aguas de Vichy no son, después de todo, distintas de las de franco, aunque son, si cabe, más sucias. Y esto se debe, quizá, a que Pétain es un Hitler reumático, en tanto que Franco es un Mussolini de zarzuela (1996b: 247).

De 1945 a 1951, Octavio Paz vive en París en calidad de segundo secretario de la embajada de México en Francia. “Encontré una Francia empobrecida y humillada pero intelectualmente muy viva”, recuerda el joven diplomático. La capital francesa es un centro de discusiones y debates virulentos: la victoria sobre el nazismo y los horrores que provocó plantea muchas interrogantes acerca de la libertad y la naturaleza humana. Los jóvenes existencialistas, capitaneados por Jean-Paul Sartre y Albert Camus, tocan ámbitos tan variopintos como la metafísica y la estética, la moral y la política, que apasionan a los lectores. París acoge a pensadores del mundo entero que aportan su contribución a este brillante paisaje. “En aquel medio cosmopolita, recuerda Paz -franceses, griegos, españoles, rumanos, argentinos, norteamericanos- respiré con libertad: no era de allí y, sin embargo, sentía que tenía una patria intelectual. Una patria que no me pedía papeles de identidad” (ápud Ollé-Laprune y Bradu: 52).

A pesar de sus desencuentros intelectuales y morales con Sartre, Octavio Paz lo recuerda así:

Yo viví en París durante los años de la postguerra, que fueron los del mediodía de su gloria y de su influencia. Sartre soportaba aquella celebridad con humor y sencillez; a pesar de que la beatería de muchos de sus admiradores -sobre todo la de los latinoamericanos, ávidos siempre de filosofías up-tu-date- era irritante y cómica a un tiempo, su simplicidad, realmente filosófica, desarmaba a los espíritus más reticentes. Durante esos años lo leí con pasión encarnizada: una de sus cualidades fue la de suscitar en sus lectores, con la misma violencia, la repulsa y el asentimiento (1994e: 392).

Desde antes del debate ideológico que enemistara a Sartre y Camus, Octavio Paz simpatiza con este último por razones que rebasan la mera adhesión política:

A Camus lo conocí en un acto en memoria de Antonio Machado en el que hablamos Jean Cassou y yo. María Casares leyó, admirablemente, unos poemas y, al terminar la función, me presentó con él. Fue un encuentro efusivo, al que siguieron unos pocos más […] A Camus me unió, en primer término, nuestra fidelidad a España y a su causa. A través de sus amigos españoles, él había redescubierto la tradición libertaria y anarquista; por mi parte, también yo había vuelto a ver con inmensa simpatía esa tradición, como lo dije en un mitin el 19 de julio de 1951, en el que participé precisamente con Camus. No le debo a Camus ideas acerca de la política o la historia (tampoco a Breton) sino algo más precioso: encontrar en la soledad de aquellos años un amigo atento y escuchar una palabra cálida. Lo conocí cuando se disponía a publicar L’Homme révolté, un libro profundo y confuso, escrito de prisa […] Mucho de lo que dijo sobre la revuelta, la solidaridad, la lucha perpetua del hombre frente a su condición absurda, sigue vivo y actual. Esas ideas aún nos conmueven porque nacieron no de la especulación sino del hambre que, a veces, padece el espíritu por encarnar en el mundo (1995: 39-40).

Paralelamente, Octavio Paz escucha las lecciones de escepticismo de Émile Cioran y la visión crítica de Kostas Papaioannou. Del primero recalca su principal aporte:

En una época que ha hecho de la mentira una segunda naturaleza, la lucidez de Cioran cumplió una función primordial: limpiar nuestra mente de ilusiones funestas, crueles quimeras y telarañas intelectuales. Este pesimista, que revelaba la vanidad de todo lo que llamamos útil y necesario, nos ayudó, paradójicamente, a vivir: la inmensa utilidad moral de sus escritos consistió en ser el elogio de la inutilidad de nuestros esfuerzos para escapar de nuestro destino mortal. No nos hizo más felices pero nos enseñó a mirar de frente al sol de la muerte (2001b: 50).

Y el segundo, griego de origen e igualmente definitivo en la formación intelectual del joven Paz, parece sin embargo la antítesis del rumano:

Lo conocí en 1946 en un París frío y sin automóviles, sin comida y con mercado negro. Desde entonces hasta el día de su muerte fuimos amigos. Jamás encontré en él una sombra de interés, egoísmo, envidia u otro sentimiento mezquino […] Su cultura era extensa y profunda […] Pero mi deuda intelectual, con ser grande, es poca cosa comparada con sus otros dones: la alegría, la lealtad, la rectitud, la claridad en el juicio, la benevolencia, la sonrisa y la risa, la camaradería y, en fin, esa mirada vivaz e irónica con que acogía cada mañana la salida del sol y que era su manera de decir a la vida aun en los momentos peores (1994c: 403).

Se me antoja privilegiar en estos retratos la dimensión moral que estas figuras representaron para el joven Paz durante la posguerra parisina, porque creo que es esta misma rectitud y lucidez intelectual que el mexicano buscó y encontró en el movimiento surrealista, y en particular en André Breton, con quien lo presentó Benjamin Péret. Por lo demás, así se entenderá que en la formación intelectual de Paz, no contaron únicamente los libros leídos, los conocimientos adquiridos o los volúmenes escritos, sino, sobre todo, la conducta de vida que inspira el trato con determinadas figuras. De las numerosas ocasiones en que Paz habló de André Breton, entresaco estos párrafos:

No fue un filósofo sino un poeta y, aún más, en el antiguo sentido de la expresión, un hombre de honor […] Breton fue uno de los centros de gravedad de nuestra época […] Nunca lo vi como un jefe y menos aún como a un Papa, para emplear la innoble expresión popularizada por algunos cerdos […] ¿Altanero? Sí, en el sentido noble del término: ave de altanería, pájaro de altura. Todas las palabras de esta familia le convienen. Fue un alzado, un exaltado, su poesía nos exalta y, sobre todo, dijo que el cuerpo de la mujer y el del hombre eran nuestros únicos altares (1994a: 215, 219, 223).

La recurrencia de términos pertenecientes al concepto de “nobleza” es elocuente de la clase de admiración que tenía Octavio Paz por André Breton, que no declinó hasta la muerte del francés y pese al alejamiento del mexicano con respecto al movimiento surrealista. Lo mismo podría decirse de Benjamin Péret, de quien Paz alaba su fuerza incorruptible para resistir a todas las tentaciones que pudieran derribar su esperanza en la vida. Poco antes de su muerte en 1959, Benjamin Péret traduce Piedra de Sol al francés, cuya edición, luego de varias postergaciones, finalmente aparece bajo el sello de Gallimard en 1962 con el título definitivo de Pierre de Soleil. Casualidad o destino, lo cierto es que el primer passeur de Octavio Paz al francés resulta ser el amigo más auténticamente surrealista.

El otoño pasado [1959], durante una breve estancia en París, lo [a Breton] vi con frecuencia. Recuerdo sobre todo unas horas que pasamos en un café, Breton, Péret y yo. He olvidado de qué hablamos y no podría ahora decir por qué esa velada me había conmovido tanto, pero sé que desde entonces la noche universal y mi noche personal se han vuelto más claras. Tiempo después escribí un poema, Noche en claro, que evoca esa velada. El poema podrá quizá decir mejor que estas líneas lo que significaba para mí la amistad de Benjamin Péret (2001a: 53).

Los surrealistas deseaban ver en él a uno de los suyos, pero Paz no creía en la escritura automática ni en los juegos practicados por los miembros del grupo. ¿Águila o sol? y “Mariposa de obsidiana”, que Paz escribe en esa época, son sus creaciones más cercanas al movimiento surrealista. Durante toda su vida, Paz no cesará de manifestar su coincidencia con el vigor y la postura de los surrealistas y, al igual que ellos, nunca renunciará a buscar “la verdadera vida” que señala Rimbaud.

Mis afinidades con el surrealismo, sin embargo, no se reducen al mero haber sufrido su influencia liberadora. Pues el surrealismo es algo más que una sensibilidad; es una poética. Y, también, algo más que una poética, que una doctrina estética: creo que constituye una cierta actitud vital que, apresuradamente, puede definirse como la última, más completa y violenta tentativa del espíritu poético por encarnar en la historia (Vernego: 168).

Christopher Domínguez Michael sugiere en su biografía, Octavio Paz en su siglo, que su defensa de la película Los olvidados en el Festival de Cannes pudo haber acelerado su transferencia de París a la India. Su brega por Buñuel consistió en distribuir a la entrada del Festival un artículo que había escrito acerca de la película vilipendiada por el gobierno de México. En una carta al surrealista español, fechada el 5 de abril de 1951, Octavio Paz le informaba:

Damos la batalla por Los olvidados. Estoy orgulloso de pelear por usted y su película. He visto a sus amigos. Todos están con usted. Prévert le manda un abrazo. Picasso lo saluda. Los periodistas inteligentes y los jóvenes están con usted. Vuelven un poco, gracias a Los olvidados, los tiempos heroicos. He organizado una ‘reunión íntima’ unas horas antes de la exhibición. Contamos con Prévert, Cocteau, Chagall, Trauner y otros para esa reunión (amén de todos los periodistas y críticos con algo en la cabeza, en el corazón o en otra parte)… (ápud Domínguez Michael: 148).

Como decía anteriormente, lo que Paz rescata del trato con poetas e intelectuales durante esta primera estancia en Francia, es la dimensión moral que ellos encarnan, la postura estética y moral que preconiza que la poesía devolverá al ser humano su real estatura. El amor, la libertad y la poesía son los tres pilares que vibran y resuenan entre sí. Cada cual debe acercarlos hasta hacerlos coincidir; el ejercicio poético debe permitir al ser humano encontrar una manera de estar más sensible, alejada tanto de los demonios ideológicos como del “dominio de los robots” que propone la sociedad occidental. En el futuro, emulando en esto a Breton y a sus amigos surrealistas, Paz sostiene esta conducta: cualquiera que sea el tema que aborda, lo hace en calidad de poeta. Puede hablar de literatura o de política, acechar el arte o la sociedad, lo primordial está en la forma como observa y comunica. La poesía dará forma a su pensamiento, vehiculará su visión del hombre y del mundo, y dirá los deseos y los abismos con acuidad.

No se podría cerrar esta primera estancia en París sin hablar de la percepción de la ciudad por el poeta que así la vivió y la rememora:

Trataba de escribir y, sobre todo, exploraba esa ciudad, que es tal vez el ejemplo más hermoso del genio de nuestra civilización: sólida sin pesadez, grande sin gigantismo, atada a la tierra pero con voluntad de vuelo. Una ciudad en donde la mesura rige con el mismo imperio, suave e inquebrantable, los excesos del cuerpo y los de la cabeza. En sus momentos más afortunados -una plaza, una avenida, un conjunto de edificios- la tensión que la habita se resuelve en armonía. Placer para los ojos y para la mente. Exploración y reconocimiento: en mis paseos y caminatas descubría lugares y barrios desconocidos pero también reconocía otros, no vistos sino leídos en novelas y poemas. París era, para mí, una ciudad, más que inventada, reconstruida por la memoria y por la imaginación (1996b: 357).

Sería muy larga la lista de autores franceses que Octavio Paz frecuentó, tanto en persona como a través de sus lecturas. Por eso no incurriré en la desmesura de establecerla para no citar puros nombres situados en distintos siglos y varias disciplinas. Sin embargo, me gustaría reproducir aquí un testimonio de su personal lectura de Marcel Proust para mostrar que su relación con la literatura francesa también incluye algunas novelas esenciales:

Cada uno escoge, en ese universo que es la novela de Proust, una comarca en donde le hubiera gustado vivir. De todos estos sitios, cabalmente, no me gustaría escoger Un amor de Swann, pero lo amo como se quiere a ese amigo del que se recuerdan vagamente las facciones y los gestos, que luego resulta que es uno mismo -nuestra propia imagen perdida, muerta para la memoria-, como le pasa al mismo Swann que se reconoce, al escuchar la sonata de Vinteuil, en ese hombre amargado que llora sin llorar en un salón. Mundo envuelto por el vaho caliente del té que prepara Odette, ceremonia ritual en la que se prepara un veneno sutil que nos hace olvidar, mientras ella sonríe, que ya es hora de irnos, que tenemos que regresar a vivir y a morir, a aprender para siempre que no debemos recordarlo más. Odette-Circe pero ¿dónde está Ulises? (1999a: 259).

La otra faceta importante en la relación de Paz con Francia tiene que ver con la recepción de su obra y la traducción de la misma. Desde mucho antes del Premio Nobel que impuso su nombre en el mundo, Octavio Paz había gozado del renombre reservado a los poetas de primer nivel entre las élites francesas. Comienza a publicar poemas suyos muy poco después de su arribo a París: a fines de 1946 en la revista Fontaine dirigida por Max-Pol Fouchet, en traducción de Alice Ashweiler. En 1950, su poema “Mariposa de obsidiana” figura en el Almanaque surrealista del medio siglo y, por ejemplo Gaston Bachelard cita ¿Águila o sol? en sus investigaciones sobre los sueños. Lo que distingue a Octavio Paz de otros escritores latinoamericanos es que, más allá de El laberinto de la soledad, sus poemas escapan del exotismo que los críticos europeos quieren leer en los libros del boom. Así, muy rápidamente, se convierte en un interlocutor, un escritor à part entière, para sus críticos y sus pares franceses. Hasta El mono gramático se publica primero en francés (1972), dentro de la colección Les Sentiers de la Création, de la editorial Skira, y sólo dos años después sale en español. Pocos autores son tan cosmopolitas como él y semejante característica hace que Paz se sienta a sus anchas en su “patria sin pasaporte”. Al lector francés le simpatizan su gusto por las vanguardias, su espíritu crítico, sus arranques libertarios y su rechazo a las ideologías.

Campeón de las fórmulas que hacen diana con una idea o un personaje, Octavio Paz así define a Maximilien Robespierre: “En épocas de crisis y disturbios sociales, florece la desconfianza; Robespierre, llamado por unos el Incorruptible y por otros el Tirano, fue una encarnación de la suspicacia disfrazada de vigilancia revolucionaria” (ápud Ollé-Laprune y Bradu: 60). La definición es, desgraciadamente, aplicable a varias figuras de la historia contemporánea. También se podrían citar, a modo de ejemplos, las siguientes sentencias: “Sartre no era un buen viajero; tenía demasiadas opiniones”; “los Paraísos del hombre están cubiertos de horcas”; “en pintura, el antiguo espacio habitado por la representación se cubre de enigmas: la obra deja de ser una respuesta a la pregunta del espectador; ella misma se vuelve interrogante”.

Claude Roy lo apoda “el perpetuo contrabandista” a causa del espíritu rebelde de su amigo mexicano. Su pasión por explicar su país de origen no afecta ninguna fibra nacionalista en Francia, mientras algunos compatriotas suyos se ofuscan con sus tesis. A partir de los sesenta, los opositores a los sistemas totalitarios se multiplican en Europa y las opiniones tajantes de Paz a este respecto se reciben con menos resistencia que en América Latina. Críticos como Héctor Bianciotti celebran el motor esencial de su pensamiento: “Toda la obra de Octavio Paz, tanto los poemas como los ensayos, corresponde a lo más poderoso y esencial de la modernidad, es decir, la importancia capital otorgada a la crítica en el trabajo mismo de la creación” (ápud Ollé-Laprune y Bradu: 17). Su concepción del ejercicio poético coincide con la de muchos de sus pares en lengua francesa. Hizo suyo un rasgo de esta tradición y nunca lo traicionó: la poesía es insurrección de la palabra y debe estar inmersa en el mundo, nunca separada de él. Su fuerza rebelde es tal que acaba dirigiéndose contra sí misma y encuentra en esta dinámica la potencia que contribuye a su regeneración.

La libertad que Paz sintió al llegar a Francia, de la que se volvió ciudadano y cómplice, constituye sin duda el valor supremo de su pensamiento. Identificar dicho valor con un país preciso lo llevó inevitablemente a vivir una relación apasionada con este lugar, a visitarlo y a interrogarlo cuando las respuestas se le escapaban. La historia entre Octavio Paz y Francia se cifra en una seducción mutua, una relación hecha de pasiones y aportes recíprocos. Y, sobre todo, gobernada por un deseo inagotable que alienta el respeto y la escucha del otro, tal un momento de convergencia ejemplar que nos convoca y nos inspira.

Cuando se le concedió el premio Tocqueville en 1989, el presidente François Mitterand acudió a la ceremonia para dar un discurso en el que aseguraba con cierto humor:

Por supuesto, dice usted además que la comprensión de los otros no es cosa fácil, ya que nos obliga a cambiar incesantemente sin dejar de ser nosotros mismos. Y cita el contra-ejemplo de esos etnólogos que, con infinitas precauciones, cuidando no molestarla, habían logrado acercarse a una tribu papúa. Hasta que una vez, quizás una noche en su campamento, al concederse el placer anodino de escuchar un disco de Édith Piaf, hicieron que los papúas huyeran del sitio horrorizados ante aquellos sonidos, terriblemente bárbaros para sus oídos (ápud Ollé-Laprune y Bradu: 140).

De la respuesta de Octavio Paz, me gustaría extraer el siguiente párrafo muy significativo de su postura ante la poesía y la libertad:

Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En mis libros de prosa me propuse servir a la poesía, justificarla y defenderla, explicarla ante los otros y ante mí mismo. Pronto descubrí que la defensa de la poesía, menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la defensa de la libertad. […] La libertad no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: Sí o No. En su brevedad instantánea, como a la luz del relámpago, se dibuja el signo contradictorio de la naturaleza humana (ápud Ollé-Laprune y Bradú: 143).

Falta mencionar la mirada que Octavio Paz dedicó a las artes plásticas del mundo y, en el caso de Francia, muy especialmente a Marcel Duchamp. Su libro Apariencia desnuda, en su primera versión de 1968 y la aumentada de 1973, constituye un capítulo definitivo e inspirador para varios críticos franceses. En otro ámbito, también cabría citar el volumen Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967) por ser un ensayo pionero sobre el antropólogo francés y sus tesis estructuralistas. En un momento de su reflexión, afirma acerca del etnólogo francés:

Lévi-Strauss desconfía de la filosofía pero sus libros son un diálogo permanente, casi siempre crítico, con el pensamiento filosófico y especialmente con la fenomenología. Por otra parte, su concepción de la antropología como una parte de una futura semiología o teoría general de los signos y sus reflexiones sobre el pensamiento (salvaje y domesticado) son en cierto modo una filosofía: su tema central es el lugar del hombre en el sistema de la naturaleza. En un sentido más reducido, aunque no menos estimulante, su obra de “moralista” tiene también un interés filosófico: Lévi-Strauss continúa la tradición de Rousseau y Diderot, Montaigne y Montesquieu (1996a: 491).

A los libros que escribió, habría que añadir los poemas que tradujo, particularmente aquellos que pertenecen a la tradición moderna francesa, así como los preclaros comentarios que reconstruyen el proceso de la traducción. En la breve declaración de fe que abre el volumen Versiones y diversiones, se lee: “no es un libro sistemático ni se propone mostrar o enseñar nada. Es el resultado de la pasión y de la casualidad” (2000: 7). Octavio Paz no fue un traductor profesional que, a solicitud de una casa editorial, agota la obra de un poeta en un trance servil o utilitario. El impulso de traducir responde en él a un accidente y, sobre todo, a “un deseo, un amor, y junto a este amor, el deseo de compartirlo” (1985: 129). Por lo demás, arriesgaba una hipótesis que era, a un mismo tiempo, su credo y la crítica del mismo: “En teoría sólo los poetas deberían traducir poesía; en la realidad, pocas veces los poetas son buenos traductores. No lo son porque casi siempre usan el poema ajeno como un punto de partida para escribir su poema” (1994d: 70).

El “Soneto en ix” de Mallarmé responde en Octavio Paz al aguijón del reto: ofrecer una posible versión de lo que se antoja imposible. Al respecto, el escritor argentino José Bianco afirmaba que al leer una traducción hecha por Octavio Paz, su primera reacción era resistirse a la propuesta, y la segunda, casi inmediata, ceder al encanto con entusiasta aceptación. “Cuando leí su traducción del ‘Soneto en ix’, me costaba reemplazar aboli bibelot por espiral espirada. Se lo escribí a Juan García Ponce. Ahora prefiero espiral espirada. La aliteración me parece más leve, más aérea. Se me ocurre que Mallarmé la hubiese preferido también” (Torres fierro: 6).

Los poemas de Apollinaire seguramente pasaron al español en virtud de la admiración que Octavio Paz ha reiterado hacia el Enchanteur pourissant. Pierre Reverdy, un poeta no muy lejano de Apollinaire, movió al mexicano a ensanchar el coto del secreto, como le escribió a Jaime García Terrés, en una carta-preámbulo a la publicación de sus versiones: “Aunque Reverdy es poco leído ahora, incluso en su tierra, es un poeta secreto que tiene lectores también secretos. Soy uno de ellos y con mis traducciones quisiera, sin disiparlo, extender ese secreto, compartirlo” (2017: 122). De André Breton, los tres poemas que aparecen en Versiones y diversiones: “Girasol”, “En la ruta de San Romano” y “Mujer y pájaro”, se antojan una apuesta selectiva. Al puñado de poemas de Paul Éluard, René Char, Henri Michaux que se publicaron en la edición de 1974 de Versiones y diversiones, ahora se suman los de Georges Schéhadé, Jules Supervielle, Jean Cocteau, Alain bosquet, Théophile de Viau y la “camuflajeada” Yesé Amory (que no es otra que Marie-José Paz). “El desdichado” y otros sonetos de Gérard de Nerval presentan dificultades, si no tan extremas, al menos igualmente espinosas, como el “Soneto en ix”.

A la red de lazos amistosos que revelan los comentarios, se suma el mapa de los linajes poéticos, una especie de hermandad secreta entre poetas, que pasa esencialmente por las coincidencias y divergencias entre determinados poemas. De Mallarmé a Apollinaire, de Apollinaire a Reverdy, se precisan las intersecciones y las bifurcaciones. Por ejemplo, escribe Octavio Paz, “el método de Mallarmé colinda con la música; el de Apollinaire con la pintura, especialmente la cubista” (1994b: 119), y prosigue más adelante: “En el poema de Apollinaire el tiempo transcurre, está en marcha; en el de Reverdy está fijo, inmovilizado: es una relación que une a dos o más realidades” (2017: 123). Así, con asombrosa economía, Paz rehace los pasos que lo conducen de un poema a otro, de un poeta a otro, de un modo de traducir a otro, para dar cabal cuenta de lo común y lo propio. De allí que, tal vez, el conjunto de las traducciones pueda verse como un recorrido guiado por una tradición extranjera, donde los poemas fueran los altos que mejor permitieran apreciar las características de cada arquitectura poética. No es un afán didáctico el que anima al Paz-traductor, sino más bien un ojo certero para detectar los fragmentos de la arquitectura sobre los cuales vale la pena atraer la atención del visitante.

Para terminar este demasiado rápido repaso, habría que advertir que la relación de Octavio Paz con Francia constituye tan sólo una parte de su relación con otras regiones del mundo o, mejor dicho, con otras tradiciones culturales y artísticas. Otros podrían rebatir que su estadía en la India, su frecuentación de la poesía japonesa o china, sus lecturas de los poetas ingleses y norteamericanos quizá resulten igualmente cruciales para su visión del mundo y su poética. Sin embargo, como él mismo lo señalaba en un principio, Francia era “una afición que se confunde con [su] vida misma y es parte de [su] biografía”. Tal vez por ello, inmediatamente sintió que en Francia “tenía una patria intelectual. Una patria que no [le] pedía papeles de identidad” (1995: 28).

REFERENCIAS

Domínguez Michael, Christopher. Octavio Paz en su siglo. México: Aguilar, 2014. [ Links ]

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Recibido: 10 de Octubre de 2017; Aprobado: 15 de Enero de 2018

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Nace en Francia y reside en México desde 1979. Doctora en Letras Romances por la Universidad de la Sorbona (Paris IV) en 1982. Investigadora Titular C T. C. del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1979. Crítica literaria en distintas revistas y suplementos literarios de México. De 1982 a 1998 fue colaboradora de la revista Vuelta y miembro de la mesa de redacción. Traductora al francés de los siguientes poetas: María Baranda, Fabio Morábito, Pablo de Rokha, Gonzalo Rojas, Rafael Cadenas, José Luis Rivas. Y al español de distintos autores franceses, entre otros: Annie Le Brun, André Breton, Jean Genet, Aimé Césaire. Miembro del comité editorial de literatura del Fondo de Cultura Económica. Caballero de las Artes y Letras por la República francesa y condecorada con la insignia del Águila Azteca por el gobierno de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II y PRIDE nivel D.

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