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Literatura mexicana

versão On-line ISSN 2448-8216versão impressa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.29 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2018

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.29.2.2018.1133 

Artículos

Amapolas deshojadas o el horror de la maternidad. “El último verano” de Amparo Dávila

Leafless poppies or the horror of motherhood. “El último verano” by Amparo Dávila

Claudia L. Gutiérrez Piña* 

*Universidad de Guanajuato, claudia.gutierrez@ugto.mx


Resumen:

“El último verano”, texto perteneciente al tercer volumen de cuentos de Amparo Dávila, Árboles petrificados (1977), es un cuidadoso relato con una de las estructuras más acendradas de la simbólica femenina: la maternidad. La fuerza del texto radica en el tratamiento que otorga a la simbólica femenina, en un ejercicio crítico que retoma la figura de la madre para llevarla a su quiebre, por medio del desmontaje de los símbolos que le sostienen, para articular, gradualmente, a la maternidad como el agente del horror en el relato. Este artículo analiza el sustrato simbólico del cuento, que convoca el carácter ambivalente del arquetipo de la madre, donde se unen los opuestos creación-destrucción, vida-muerte.

Palabras clave: Amparo Dávila; simbólica femenina; arquetipo; horror

Abstract:

“El último verano” a text belonging to the third volume of tales by Amparo Dávila Árboles petrificados (1977), is shaped in the careful work with one of the most ingrained structures of the feminine symbolism: motherhood. The strength of the text lies in the treatment of the feminine symbolism, in a critical exercise that takes the figure of the mother to its breaking point, by dismantling the symbols that support it, to gradually articulate motherhood as the agent of horror in the story. This paper analyzes the symbolic substratum of the text, that involves the ambivalent character of the mother archetype, merging the opposites of creation-destruction, life-death.

Keywords: Amparo Dávila; feminine symbolism; archetype; horror

La obra de Amparo Dávila, escritora que ocupa un lugar privilegiado en la literatura mexicana como una de sus mejores cuentistas, ha tenido en los últimos años un claro resurgimiento1 que puede ser explicado en parte, por el auge que también ha tenido el estudio del género fantástico en las últimas décadas, línea recurrente en el tratamiento de su obra que, sin embargo, no ha terminado de hacerle plena justicia. Por ello, también recientemente, han comenzado a surgir acercamientos críticos que procuran indagar por rutas distintas en la obra de Dávila. Un ejemplo de ello es el trabajo de Irene González, quien desata una lectura con una interrogante que es explícita al respecto: “aparte de lo fantástico, ¿hay otra explicación para su narrativa?” (26). La propuesta de González se concentra en el reconocimiento de las constantes estilísticas que subyacen en la pluralidad de ejercicios nacidos de la pluma de la escritora, más allá de la condicionante fantástica, situación que resuelve en el reconocimiento de una “poética del silencio” como caracterizadora de la obra daviliana. El silencio, dice, se entreteje a modo de pulsión en los relatos y ahí es donde se ancla el efecto “inquietante” que caracteriza la propuesta estética de Dávila, porque es un silencio que dice lo “inenarrable por un lenguaje que, sin embargo, ya es bastante explícito, pues los cuentos están escritos con la palabra exacta, condensada, sin añadidos superfluos” (231). Este gesto silencioso porta, para González, el sentido trascendental de la experiencia humana representada en la prosa de Dávila: “El silencio acompaña los momentos catastróficos de la caída, de la transgresión, porque no hay palabras lo suficientemente explícitas para exteriorizar el terror de la orfandad espiritual” (232).

Esta perspectiva es muy cercana a los comentarios que Alberto Chimal vierte en un breve, pero sugerente texto a propósito de la narradora zacatecana, donde señala: “Las historias de Amparo Dávila, esbozadas siempre con muy pocas palabras, no utilizan la capacidad alusiva del cuento para que el lector complete y dé forma a los mundos y las tramas que se proponen sino para que, llevado por ese impulso rutinario, descubra las ausencias: las preguntas que adquieren su poder en el acto de no ser respondidas” (32).

Lo que González refiere como la “poética del silencio”, para Chimal corresponde a la elección de la escritora por llevar la lectura de la realidad hacia una vía de “oscurecimiento”. Condición que permite reconocer el deslinde que opera en la obra daviliana respecto de la ruptura o transgresión del sentido de realidad que caracteriza al género fantástico y que la narrativa de Dávila definitivamente supera. Al respecto, dice Chimal:

Muchos de los que nos hemos acercado a esta obra breve y espaciada en el tiempo lo hemos hecho a partir de una idea inexacta: desde muy temprano en su carrera, y cada vez con más fuerza a medida que pasa el tiempo, a Amparo Dávila se le ha considerado una escritora de literatura fantástica. Ésta no es una categoría problemática sólo por los prejuicios que existen en su contra: además si se entiende lo fantástico tan sólo como la descripción de “cosas imposibles” o “sobrenaturales”, no se podrá comprender ni el sentido profundo de los textos de Dávila, ni siquiera su origen (32).

Chimal es directo al advertir la necesidad de transitar la narrativa de Dávila por derroteros distintos a lo fantástico, no porque estos caminos sean intransitables, sino porque hace falta reconocer que su aliento no se funda en la “ruptura violenta de una imagen del mundo para que otra más extraña o caprichosa se revele; lo que aparenta ser objetivo está en contacto permanente con lo que aparenta ser subjetivo, y con ello el texto puede librarse de repetir lo que el lector cree saber sobre ‘lo real’ […] pero también de suplir lo ‘real’ con una invención –‘una irrealidad’–” (32). La perspectiva de Chimal me parece por demás atinada. En efecto, muchos de los universos narrativos de Amparo Dávila han sido leídos como fantásticos porque están poblados de presencias de identidad irreductible, irruptoras en el universo cotidiano, pero lo cierto es que estos agentes no resquebrajan el sentido de realidad,2 ya que advienen a través de matices intensamente oníricos, de visiones melancólicas, de temores, en resumen, de realidades interiores o subjetivas que se desbordan y se convierten en la rejilla por la que se filtra la mirada total de una realidad que termina siendo consistente consigo misma.

Para abonar a las perspectivas planteadas, me interesa retomar por último una de las descripciones de la labor literaria de Dávila que corresponde a la fina mirada crítica de Luis Mario Schneider, quien señala:

El mundo de Amparo Dávila […] Nace siempre de lo cotidiano, diría de lo modesto, de lo sin nombre, pero que poco a poco, sin nerviosismo, sin intranquilidades va recorriendo un lento camino hacia lo insólito; es una ruta al erizamiento […] nos descubre que un hecho, que un instante, también un proceso, puede desatar en nosotros los sentimientos y las acciones más insospechadas, más crueles. De ahí que creo que en este sentido los cuentos de Amparo Dávila no son sólo literatura, sino una profunda investigación en el campo de la ética, del comportamiento humano (4).

Con la suma de estas perspectivas críticas, parece articularse una visión más completa del funcionamiento de la narrativa de esta escritora, que nos permite reconocer los mecanismos y recursos que la particularizan: el silencio, lo acallado, la realidad representada desde su oscuridad para promover un efecto perturbador o ese “erizamiento” acotado por Schneider. Todo esto se acerca a otra vena de la tradición literaria, que se condensa en la constante que atraviesa los relatos de Dávila: la ambigüedad sostenida en la configuración de los agentes del horror. Al respecto, José Miguel Sardiñas ha tratado la ambigüedad en los relatos de Dávila, particularmente en los que conforman Tiempo destrozado, partiendo también de un deslinde de lo fantástico. En su caso, lo hace acotando la inoperatividad de la “vacilación”, como concepto “canónico” propuesto en la clásica teoría de Todorov a propósito de la literatura fantástica, del que se ha valido gran parte de la crítica de Dávila, lectura que Sardiñas califica como “inexacta” para el singular tipo de ambigüedad de algunos textos de Amparo Dávila. Atinadamente, Sardiñas advierte:

La ambigüedad se encuentra en el agente del efecto perturbador u horrorífico [sic] sobre el personaje, y específicamente en los elementos de su descripción y de su identidad, desde el punto de vista de su especie o de su tipo. No es una vacilación, textualmente codificada […] esta ambigüedad no tiene realmente que ver con el concepto todoroviano de vacilación; es el resultado de la diseminación cuidadosa de una serie de blancos de información, lugares de indeterminación o vacíos en la construcción de las perspectivas esquematizadas del texto (228-229).

Por ello, no es extraño que sus creaciones estén hondamente ligadas al símbolo, como estructura que soporta dicha ambigüedad. La escritora, en sus declaraciones, así lo confirma: “¿de dónde tomo al personaje? Para mí son los personajes de la vida cotidiana […] no son personajes extraordinarios sino personas comunes y corrientes, el hombre o la mujer en su misterio, con ese enorme misterio, que es el misterio de existir, pero un hombre o una mujer llenos de angustia, de soledad, de miedo, de temores […] Deliberadamente trabajo [el] símbolo dándole una forma humana o una forma misteriosa […] un símbolo encubierto” (Quemain: 324-325). Para la dinámica descrita por Dávila, textos como “El huésped”, “Moisés y Gaspar”, “Fragmento de un diario” son emblemáticos. Existe, sin embargo, otro modo en su narrativa de llegar a la vía del erizamiento, también relacionado con el trabajo del símbolo, pero no por medio de su encubrimiento, si no de su desmontaje. Este camino es el que me interesa recorrer en uno de los textos de Dávila que ha sido menos atendido por su crítica, probablemente porque es uno de los relatos que menos soporta una lectura desde la clave fantástica enfatizada hasta hoy por su crítica: “El último verano”, perteneciente a su tercer volumen de cuentos Árboles petrificados (1977). Mi intención es reconocer en este texto la participación de la constante simbólica enunciada como articuladora de la poética de la escritora mexicana.

Este cuento, uno de los más breves de la obra narrativa de Dávila, se configura en el cuidadoso trabajo con una de las estructuras simbólicas más acendradas en el imaginario: la maternidad. La fuerza del texto radica en el tratamiento de la simbólica femenina, llevada desde el ejercicio crítico de un estereotipo hasta el quiebre de la dimensión simbólica que le sostiene, para articularla gradualmente desde aquello que Alberto Chimal califica como “la vía del oscurecimiento” y Schneider, la “ruta del erizamiento”. En otras palabras, hace de la maternidad el agente del horror en el relato.

La madre: del estereotipo al arquetipo

Los lectores de la obra de Amparo Dávila pueden advertir en “El último verano” la constante del perfil de sus personajes en su contacto con los terrenos de la muerte, la locura y el desamor. La protagonista, una mujer de 45 años, sin nombre, de clase media, hastiada de la rutina de un matrimonio desangelado, madre de seis hijos, se enfrenta con el reconocimiento de una vida transcurrida en la anodina cotidianidad. La escena que inaugura el texto es la de la mujer en confrontación con su imagen de juventud capturada en un retrato, opacada frente a la imagen de su presente reflejada en el espejo: “una mujer madura, gruesa, con un rostro fatigado, marchito, donde empezaban a notarse las arrugas y el poco cuidado o más bien el descuido de toda su persona: el pelo opaco, canoso, calzada con zapatos de tacón bajo y un vestido gastado y pasado de moda” (205).

El personaje sufre de un malestar físico que le agobia desde semanas atrás, el cual, conjetura, es producto del inicio de la menopausia: “Esa edad –dice– que la mayoría de las mujeres teme tanto y que ella en especial veía llegar como el final de todo” (206). Invadida por ascos y mareos asiste al médico buscando un remedio que le permita hacer más llevadera esa etapa. Sin embargo, la visita al médico resulta perturbadora al ser enterada que los malestares provienen no de la menopausia, sino de un inesperado embarazo.

El estilo narrativo de “El último verano” es quizá uno en los que la sencillez de la prosa de Dávila es más evidente. Su lenguaje es parco, fiel al universo de la cotidianidad del personaje. La experiencia de la mujer es filtrada desde los detalles diarios. Su angustia recala por ello en el cansancio rutinario de las labores domésticas, como única realidad conocida y desde esa rejilla es que se traduce el significado del nuevo embarazo:

al recibir la noticia, no experimentó ninguna alegría, por el contrario, una gran confusión y una gran fatiga. Porque, claro, era bien pesado después de siete años volver a tener otro niño, cuando ya se han tenido seis más y una ya no tiene veinte años, y no cuenta con quién le ayude para nada y tiene que hacerlo todo en casa y arreglárselas con poco dinero, y con todo subiendo día a día. Así iba pensando en el camión, de regreso a su casa, mirando pasar las calles que le parecían tan tristes como la tarde, como ella misma. Porque ya no quería volver a empezar; otra vez las botellas cada tres horas, lavar pañales todo el día, las desveladas, cuando ella ya no quería sino dormir y dormir, dormir mucho, no, no podía ser, ya no tenía fuerzas ni paciencia para cuidar otro niño, ya era bastante con lidiar con seis y con Pepe, tan seco, tan indiferente (206).

Esta perspectiva cotidiana, el hastío ante una condición cultural heredada, ha promovido los pocos comentarios al texto de los que tengo conocimiento, filtrados por una lectura que reconoce en el personaje una crítica al rol femenino de esposa, madre y ama de casa atribuido socialmente.3 Sin obviar la pertinencia de leer “El último verano” desde dicha perspectiva, privilegiar sólo este sesgo puede resultar en un reconocimiento parcial del universo que el cuento representa. Esta es razón, intuyo, de que se le haya calificado como un cuento “mal logrado”, según advirtió tempranamente Marco Antonio Campos en una reseña de Árboles petrificados, publicada recién aparecido el libro, donde señala a propósito del cuento: “[Dávila] iba mostrando muy bien el hastío de una señora de clase media, [pero] lo echa a perder con un suicidio que parece exagerado, injustificado” (1978). Difiero de esta perspectiva porque la muerte del personaje en el desenlace otorga al relato una contundencia que, evidentemente, Campos no pudo advertir precisamente porque deja de lado la operación crítica de desmontaje que opera en el personaje, tocando las fibras no sólo de un estereotipo femenino, sino de uno de los sustratos simbólicos más hondos de la feminidad.

Líneas arriba advertía sobre el señalamiento de Dávila a propósito de su proceso creativo en relación con el símbolo, donde asume como estrategia la perpetuación de su encubrimiento para generar el efecto perturbador que caracteriza sus relatos. Resulta significativo reconocer que, en el caso de “El último verano”, el funcionamiento es inverso, ya que el símbolo no es encubierto, sino evidenciado desde su planteamiento. El lector sabe desde las primeras líneas que encontrará un tratamiento del personaje en relación con la simbólica femenina, en específico con el arquetipo de la madre. Si en este caso Dávila no pone en juego el encubrimiento del símbolo, ¿cómo es que hace de este contenido el agente del horror?

La perturbación, o bien el horror en tanto efecto, según las aportaciones del texto clásico de Lovecraft, proviene de “un inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, […] de una suspensión o transgresión maligna y particular de las leyes fijas de la Naturaleza” (11). Este efecto opera en “El último verano” promovido no por el miedo a una fuerza desconocida ni transgresora del orden natural, sino por la confirmación de lo conocido, de un orden natural y de sus “leyes fijas”. Ahí precisamente es donde advierto el valor de este texto, que puede hacerse extensivo a la poética daviliana, donde el horror adviene a través del universo de lo familiar, de lo propio. En esta lógica, la apuesta de Dávila reside en mostrar el lado perturbador de la maternidad, para ello convierte a su personaje femenino en una suerte de núcleo por el que hace orbitar el sustrato simbólico del arquetipo de la madre, para someterlo a un trasvase gradual y confinarlo finalmente al universo de las sombras.

El arquetipo de la madre es condensador del orden universal como unidad sagrada, porque en ella se unen las leyes de la vida manifiestas, cuyo centro gira en torno a su poder creador. Representada a lo largo de la historia de la humanidad en multitud de figuras gestantes (las venus de Willendorf, de Hohle Fels, de Lespugue), la madre encarna la fertilidad como principio sagrado de la vida y sus transformaciones. Por ello no es extraño que los atributos de la diosa madre oscilen entre los opuestos creación-destrucción, vida-muerte. En el símbolo de la madre, señala Chevalier, opera una ambivalencia: nacer es salir del vientre de la madre, receptáculo primordial, y morir es retornar a él en el seno de la tierra (cfr.1986: 674). La diosa madre da a luz todas las formas de vida; por ello el cuerpo femenino y la tierra se relacionan en un principio analógico: son receptáculos donde la vida se genera y desarrolla bajo las pautas de un ritmo cósmico.4

El ciclo vital por ello se lee también por medio de una simbólica femenina. El ejemplo más claro es el orden cuaternario derivado del ritmo de la luna (símbolo agrícola y femenino por antonomasia) descrito por Chevalier. “La luna es visible durante tres de sus cuatro fases; en la cuarta fase se torna invisible y se dice que está muerta. Del mismo modo, la vida representada por la vegetación nace sobre la tierra por primavera, florece en verano, decrece en otoño, y desaparece durante el invierno, tiempo de silencio y de muerte” (551). La sucesión de las estaciones escande el ritmo de la vida, las etapas de todo ciclo de desarrollo: nacimiento, formación, madurez y declive. La alternancia estacional se relaciona por ello con los ciclos lunar y vegetal, que, cuando se traducen en representación simbólica, portan un gesto de significación dramática, como acota Gilbert Durand: “Nada es más fácil de personificar que las estaciones, y toda personificación de ellas, ya sea musical, literaria o iconográfica, siempre está cargada de una significación dramática, siempre hay una estación de indigencia y de muerte que viene a lastrar el ciclo con un adagio de colores sombríos” (306).

Con estas consideraciones, el título del cuento de Amparo Dávila es por demás significativo para perfilar la caracterización del personaje y su atmósfera bajo la lógica de un ritmo cíclico, cuya significación dramática, señalada por Durand, recae en su estadía en una frontera estacional. Si el verano es el tiempo de la fertilidad, en el relato, al ser anticipado desde su título como el “último”, revela una marca que perfila el sentido de una transición hacia la siguiente fase del ciclo de la vida, cuando ésta inicia su declive. Para el ritmo femenino, este declive se relaciona con la infertilidad y sus correspondientes connotaciones simbólicas. Bajo este código es que se articula el personaje daviliano, condensado en la cita antes referida: “esa edad que la mayoría de las mujeres teme tanto y que ella en especial veía llegar como el final de todo: esterilidad, envejecimiento, serenidad, muerte…” (206).

Fiel al uso de uno de los recursos preferidos por Dávila, el personaje de “El último verano” se va configurando a través de lo no dicho explícitamente, con marcas o señales que deben ser descifradas por el lector. Advierto en la cita anterior, por ejemplo, un velo en la distinción que hace el personaje entre la visión temerosa de “la mayoría de las mujeres” ante la menopausia y la suya, que perfila ese “fin”, como se verá más adelante, casi como un anhelo, el cual será coartado por el inesperado embarazo. La clave se encuentra en la enumeración de la cita, donde la palabra “serenidad” dispone un estado que se contrapone al énfasis de la fatiga cotidiana, como rasgo acentuado en la caracterización del personaje: “Una inmensa fatiga se iba apoderando de ella […] que siempre había trabajado de la mañana a la noche como una negra” (206), “qué importaba que […] se muriera de fatiga” (207), “la fatiga aumentaba con los días” (207).

El personaje muestra una tensión con los contenidos culturales atribuidos al rol femenino y su fuerza representativa radica precisamente en el hartazgo frente a la condición maternal que la signa. Hartazgo que deriva en una negación articulada inicialmente con juegos de encubrimiento, pero que se irá revelando poco a poco. Y si el lector queda atento a estas marcas reconocerá en el personaje un acto de rebelión contra su cuerpo gestante, filtrado de inicio por el velo de ambigüedad, para derivar en un explícito rechazo.5

Tras el diagnóstico médico y enfrentada a la desazón de una situación completamente ajena a su deseo, la mujer asiste a sus revisiones para recibir la misma prescripción mes con mes: “Procura no cansarte tanto, hija, reposa más, tranquilízate”. Inmediato a la indicación del médico, la voz narrativa acota: “Ella regresaba a su casa caminando pesadamente” (207). El detalle puede ser nimio, pero se contrapone con la rutina del personaje antes descrita de retornar a casa en autobús. ¿Por qué la mujer fatiga innecesariamente su cuerpo?

Hay, como señalé líneas arriba, un motivo constante en la caracterización del personaje: la fatiga. Articulada primero desde el sesgo del cansancio cotidiano producto de las labores domésticas, se traslada después hacia un cansancio más elemental porque se relaciona con una condición femenina natural, biológica, y no solamente cultural. Es decir, hay un signo de hartazgo que recala en las condicionantes de la corporalidad femenina y el efecto que surte en él el embarazo, de ahí la insistencia a la “gran debilidad que le obligaba a recostarse”, el reproche lanzado a Pepe, el marido: “Era natural que Pepe descansara a pierna suelta, ¡claro!, él no tendría que dar a luz un hijo más”, o la deformación que sufre, incluso en su percepción sensible: “Hasta ella llegaba el perfume del huele de noche que tanto le gustaba, pero que ahora le parecía demasiado intenso y le repugnaba” (207). Estas pequeñas marcas textuales señalan un sentido transgresor mucho más abarcador de lo que se ha querido ver en el personaje. Irene González, por ejemplo, adjudica el miedo y la angustia del personaje a cuestiones meramente sociales: “Su silencio proviene del miedo ‘al qué dirán’. El temor no es infundado, pues la maternidad es considerada como una situación ‘inherente’ a la feminidad y la oposición a la regla deviene en el rechazo familiar y social. Y, también por eso, la idea de un aborto, por espontáneo que éste sea, se encuentra, al menos conscientemente, muy lejos de sus deseos” (200). Me pregunto si, en realidad, no es que el personaje daviliano ha sido leído precisamente desde ese rechazo a la “oposición de la regla” y no se ha querido ver el gesto transgresor en su configuración.6 La mujer, vía las sentencias de la voz narrativa que se acerca mucho a la de un flujo de conciencia del personaje, califica sin miramientos su condición: “otro hijo más no es un premio, sino un castigo” (207).

En este sentido, las acciones de rechazo del personaje se leen más cercanas a un gesto consciente, por ello la mujer se expone a la falta de cuidados que su estado amerita y que se contraponen con las indicaciones de la voz del médico. Es claro que Dávila vela el deseo del personaje con acciones que sólo pueden ser descifradas desde la oblicuidad, por ejemplo, ese retornar a casa caminando, o bien, mantenerse en vela por las noches: “se levantaba a mitad de la noche y se sentaba cerca de la ventana […] y el alba la sorprendía con los ojos abiertos aún y las manos crispadas por la angustia” (207). De esta forma, aunque no exista un acto explícito de inducción al aborto, éste se lee, al menos, como la traducción del deseo del personaje.

En esta dinámica, una de las noches de desvelo a las que se somete la mujer será, justamente, la que desencadene el aborto: “Estaba observando indiferente a las luciérnagas, que se encendían y apagaban poblando la noche de pequeñas y breves lucecitas, cuando algo caliente y gelatinoso empezó a correr entres sus piernas. Miró hacia abajo y vio sobre el piso un ramo de amapolas deshojadas” (207). La imagen no puede ser más efectiva. La flor es el símbolo del principio pasivo femenino, es decir, guarda en potencia la sustancia universal generadora de vida. Según René Guénon: la flor “evoca por su forma misma la idea de ‘receptáculo’ […], la apertura de la flor representa el desarrollo de la manifestación, considerada como producción [de la sustancia universal]” (61). En este sentido, la imagen construida de la amapola deshojada, en su intensidad carmín, alberga la carga de la violenta interrupción del desarrollo de la sustancia universal que aloja el vientre del personaje, transformada en un bello-sangriento despojo.7 Desde este momento el horror comienza a perfilarse por efecto de un delicado trabajo de la escritora, tornando al orden natural, que encarna el cuerpo femenino desde su simbólica, en el agente de la amenaza. Ese orden primordial, el de la Gran Natura, será, para la mujer, su perseguidor.

La ruta del erizamiento

En su ensayo “El canto de las sirenas”, Amparo Dávila define lo que ha sido interpretado por la crítica como el planteamiento de su poética. En este texto y en declaraciones posteriores, la escritora señala percibir el cuento como una figura geométrica, concretamente un triángulo, estructura que es magistralmente trabajada en cada realización:

Un triángulo que tiene una línea base, que es el planteamiento, pero en esta concepción el triángulo no es equilátero, de tres lados iguales, sino que puede ser un triángulo isósceles, o cualquier triángulo. A veces puede tener un largo planteamiento, luego la línea que sube, que es el conflicto, el nudo, y luego el desenlace, y a veces el desenlace […] lo doy en unas cuantas palabras. Es un triángulo rarísimo (Rosas Lopátegui: 69).

La estructura planteada por Dávila es, en realidad, una muy sencilla y tradicional que, en efecto, se ve repetida en gran parte de sus relatos. Esta “sencillez” estructural es también uno de sus principales rasgos estilísticos, su labor se concentra no en complejizar las estructuras narrativas, como lo hicieron algunos de sus contemporáneos, sino en potenciar el funcionamiento de sus distintos estratos. “El último verano” es una clara muestra del tratamiento de esta estructura. La imagen construida de las amapolas deshojadas es el punto de inflexión que marca el desvío hacia la configuración del nudo vía la condensación e intensificación del sustrato simbólico. Si en el planteamiento del relato domina la configuración estereotípica del personaje sobre la simbólica, el impulso para articular el conflicto y el nudo se revela claramente operado por la inversión de este orden para desatar la fuerza significativa de las estructuras simbólicas y hacer de éstas la rejilla dominante que filtra el sentido total del texto.

Después del aborto y de ser atendida por el médico, quien lanza una suerte de reproche –“Te recomendé que descansaras, hija, que no te fatigaras tanto” (208)–, la mujer instruye a su esposo cómo deshacerse de los restos desechados por su vientre: “Antes de caer en el sueño, le pidió a Pepe que envolviera los coágulos en unos periódicos y los enterrara en un rincón del huerto” (208).

En esta acción, el cuento ata los elementos de la simbólica femenina que cobija la ambivalencia vida-muerte antes aludida, sostenida por la analogía vientre-tierra. La materia generada y despojada del vientre es llevada al seno de la tierra, al huerto, otro de los símbolos que remiten a la intimidad de lo femenino. Desde este momento, todos los elementos que participan del relato se tornan claves simbólicas y en esta operación es donde se concentra el “oscurecimiento” de la realidad que decanta finalmente en el horror. El gesto magistral es que Dávila no involucra ninguna ruptura con el efecto de realidad del cuento, como acoté al inicio de este trabajo. En este sentido, las rutas hacia el horror que propone se albergan en el mundo natural y familiar. Por ello el sentido es mucho más perturbador, porque antes que el extrañamiento, la lectura filtrada en el relato se liga al reconocimiento de lo primordial.

Este horror comienza a perfilarse por la confirmación del principio cíclico descrito antes como rector del orden natural y que condiciona al arquetipo de la madre. En su clásico estudio La gran madre, Erich Neumann (2009) propone dos caracteres que articulan la feminidad en relación con este arquetipo: el elemental, por ser proyección de la naturaleza y la vida; y el transformativo, ya que el cuerpo femenino concentra y sintetiza las cualidades estructurales de la vida, sobre todo con la pregnancia, en tanto sujeto y objeto de transformaciones.

Dávila parece trabajar puntualmente con la articulación de estos caracteres. La vida desechada del vientre materno –por estos órdenes, esencial y transformativo– transmuta, en un trasvase del cuerpo de la mujer al “cuerpo” de la tierra, en una de las formas más abyectas de la naturaleza: el gusano, símbolo de la vida que renace de la podredumbre y de la muerte:

A los pocos días todo había vuelto a la normalidad y cumplía con sus tareas domésticas, como siempre lo había hecho. Cuidando de no fatigarse demasiado, procuraba estar ocupada todo el día, para así no tener tiempo de ponerse a pensar y que la invadieran los remordimientos. Trataba de olvidarlo todo, de no recordar aquel desquiciante verano que por fin había terminado, y casi lo había logrado hasta ese día en que le pidió a Pepito que le cortara unos jitomates. “No mami, porque ahí también hay gusanos” (208).

Nuevamente, la clave se concentra en los pequeños detalles. En la cita anterior se presenta la única mención en el texto al cuidado de la mujer por “no fatigarse”, situación que, en el código de su comportamiento, se contrapone con su actuar durante el embarazo, lo cual confirma el rechazo y la rebelión contra su cuerpo gestante aludidos en el apartado anterior. Por ello, el remordimiento –que nace como pesar, pero no como culpa– no será purgado por el arrepentimiento; por el contrario, el gesto transgresor de la mujer será confirmado hasta su final.

En uno de los impasses preferidos por Dávila, sume desde este momento a su personaje en un caos interior rayano en la locura. El discurso paranoide invade ahora el relato y lo vuelve vertiginoso, marcando la inminencia del horror: “Comenzaron a zumbarle los oídos y todos los muebles y las cosas a girar a su alrededor, se le nubló la vista y tuvo que sentarse para no caer. Estaba empapada en sudor y la angustia le devoraba las entrañas. Seguramente que Pepe, tan torpe, no había escarbado lo suficiente y entonces… pero, qué horror, qué horror, los gusanos saliendo, saliendo…” (208).

Momentáneamente liberada de “aquella tremenda pesadilla” (208) del embarazo, la mujer es agobiada ahora por su prolongación, en otra cara de la misma pesadilla: la terquedad de la vida que pugna por permanecer en el ciclo natural de las transformaciones le resulta amenazante, su perseguidora. La amenaza termina por confirmarse en un orden que mantiene en vilo la tensión entre lo factible y el delirio del personaje. No existe nada sobrenatural en el agusanamiento y en la posibilidad de que los gusanos emerjan de la tierra, el horror se teje por medio de la percepción de la mujer en su confrontación con el mecanismo que he propuesto como articulador del horror en el relato: el desmontaje del símbolo. Recordemos junto a Freud en su multicitado texto “Lo ominoso” (1919) que entre los varios mecanismos que desatan lo ominoso –“lo que excita angustia y horror”–, se encuentra “cuando un símbolo asume la plena operación y el significado de lo simbolizado” (244). Nada más claro para explicar el mecanismo que priva en el texto de Dávila. La tierra, el vientre materno primordial, se revela “en plena operación” de la fuerza transformativa que alimenta su analogía con el cuerpo femenino gestante y que sostiene el sustrato simbólico del arquetipo de la madre. ¿Por qué esto promueve el horror? Por la insistente manifestación de un orden impersonal que excede y confina al personaje femenino.

La mujer, confrontada con esa inminente manifestación, agudiza sus sentidos, invadida por el miedo. Escucha –o piensa escuchar– cómo los gusanos, ese recordatorio de la vida por ella desechada que pugna por permanecer, se arrastran y se acercan a la casa que le resguarda para intentar filtrarse por el resquicio de la puerta: “sí, no cabía la menor duda, eso era, se iban acercando, acercando, acercando lentamente, cada vez más, cada vez más… y sus ojos descubrieron una leve sombra bajo la puerta… sí, estaban ahí, habían llegado, no había ya tiempo que perder o estaría a su merced…” (209).

El desenlace, antes que injustificado –como señala Campos–, se anuncia por la angustia del personaje y la resolución es fiel al rasgo de rebelión que encarna contra su condición natural: se prende a sí misma fuego rodeada por un círculo protector marcado por el elemento. Las últimas palabras del relato son contundentes: “Todavía antes de encender el cerillo los alcanzó a ver entrando trabajosamente por la rendija de la puerta… pero ella había sido más lista y les había ganado la partida. No les quedaría para consumar su venganza sino un montón de cenizas humeantes” (209).

Las connotaciones simbólicas de la escena final son más que claras. Fiel a la dinámica desarrollada de la puesta en juego de la ambigüedad y la ambivalencia, el fuego, uno de los símbolos más ricos en las construcciones del imaginario, es el elemento purificador por excelencia, pero también el agente primigenio de la destrucción. No es extraño entonces que el personaje involucre este gesto incluso de ritualidad para inmolarse como último acto de rebelión, para no ser corrompida, convertida, por efecto de la Gran Natura que su cuerpo femenino encarna, en una imagen que no puedo dejar de relacionar con ese vientre del famoso poema de Baudelaire:

[…]este vientre pútrido,

del que salían negras tropas

de larvas, que a lo largo de estos vivos jirones

–espeso líquido– fluían (163, 165).

El gesto transgresor del personaje es innegable. Dávila teje con una perfecta y estremecedora finura un texto que, sin nerviosismos –como acota Schneider–, es capaz de hacer hablar lo que se calla, desde el borde de la palabra, en el ejercicio de una conciencia reflexiva atenta a los miedos más elementales. En “El último verano” la figura de la madre irrumpe perturbadora, vía la ruta del oscurecimiento tejida por Dávila. Quizá ninguna otra imagen es más certera para evidenciar la raíz de ambigüedad y ambivalencia que habita en lo ominoso, como agente del horror, y que se trasluce en la palabra alemana unheimlich desde la que Freud teje su pensamiento, la cual deriva como opuesto de heimlich [íntimo], heimisch [doméstico]. Tras el repaso por los diversos usos de la palabra, Freud concluye: “heimlich es una palabra que ha desarrollado su significado siguiendo una ambivalencia hasta coincidir al fin con su opuesto, unheimlich. De algún modo unheimlich es una variedad de heimlich” (226). Por la virtualidad del símbolo, Dávila hace manifiesto en este cuento, pero como un rasgo que es extensivo a su poética, ese movimiento que tensa en un inquietante convivio el universo de lo propio, lo familiar y lo íntimo con su trasfondo siempre perturbador, no por extraño, sino, precisamente, porque es algo consabido, algo que habita en nuestra naturaleza más elemental.

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1Claras señales de este reconocimiento se revelan en la dinámica del escenario cultural reciente: en 2009 fueron reunidos sus Cuentos completos por el Fondo de Cultura Económica y en 2011 aparece también su Poesía reunida, con el sello de la misma casa editorial. En 2015 surgió, por iniciativa del Gobierno de Zacatecas, el Premio Nacional de cuento fantástico Amparo Dávila y también se le ha rendido una serie de homenajes en el Palacio de Bellas Artes, en 2008, 2011 y 2015.

2Estas consideraciones derivan, por supuesto, del sentido tradicional del género fantástico, el cual, como advierte David Roas, mantiene en su estructura básica: “plantear la contradicción entre lo real y lo sobrenatural” (42).

3Como ejemplo, tomo el trabajo de Victoria Irene González Pérez, quien desarrolla un nutrido análisis de la cuentística de la escritora mexicana. Dedica a “El último verano” unas pocas líneas, en las que señala: “Este cuento, por la violencia con que termina […] me parece […] de los más sintomáticos y desgarradores sobre la condición de las mujeres, en un mundo creado para los hombres, dentro de la cuentística de Amparo Dávila. Como se habrá podido observar, la protagonista de este relato es una mujer que ha cumplido con los roles asignados a su condición genérica. Pero no es feliz. Está cansada, consumida e insatisfecha después de algunos años de matrimonio. El miedo de enfrentar la menopausia, que significa el término de la vida reproductiva y, por lo tanto, marca su obsolescencia como mujer, se convierte en verdadera desolación al saber que en realidad se encuentra de nuevo embarazada” (200).

4Como señala Vegetti-Finzi, “en el pensamiento de la antigüedad, la Tierra participa en dos operaciones antitéticas: recibe en su seno tanto las semillas como los cuerpos de los muertos. Se conocen plegarias arcaicas que invocan a los difuntos para que empujen hacia arriba, desde el fondo de la tierra en la que se encuentran, las simientes que deben germinar. Además, se acostumbraba sembrar granos sobre las tumbas para poner de manifiesto el hecho de que la tierra es al mismo tiempo seno de la vida y de la muerte. Recordemos que se llamaba a los difuntos ‘mieses de Démeter’. El origen y el fin coinciden en el seno de la madre, donde la oposición se diluye en la alternancia cíclica de las estaciones” (143-144).

5La historia de las religiones en su estudio de los ritos de la antigüedad revela un antecedente arraigado en el imaginario que resulta muy significativo para filtrar el comportamiento del personaje daviliano a la luz de la lectura simbólica. El rito de las Adonías, que se celebraban en verano, a mediados de julio, representa el envés de los ritos de fertilidad en la antigua Grecia, celebrado fuera de las ceremonias oficiales dedicadas a la maternidad. En éste, las seguidoras de Adonis vertían en vasijas de barro una mezcla de semillas de cereales y de hortaliza para hacerlas germinar precipitadamente en el intenso calor de la estación hasta que se endurecían y se secaban. Al noveno día, los brotes secos eran arrojados en agua salada para su putrefacción. Esta ceremonia es leída como un “rito paradójico de esterilidad”, según señala Vegetti-Finzi: “El rito de los ‘jardines de Adonis’, parodia de la generación de los hijos y de las mieses, puede leerse como un rechazo de la maternidad, de su necesidad inexorable, como una toma de posesión de la fecundidad del propio cuerpo, sustraído al ciclo impersonal de la naturaleza. El de las Adonías es un mundo al revés, que niega las determinaciones biológicas y sociales sufridas por las mujeres en tanto madres. A través de un rito paradójico de esterilidad, se afirma la prioridad de la mujer sobre la madre” (152-153).

6Para Silvia Vegetti-Finzi, la maternidad ocupa en nuestros tiempos el lugar que ocupaba la sexualidad femenina en la segunda mitad del siglo XIX, es decir, “la sede de conflictos que no se pueden enunciar ni pensar” (121). El comentario se enmarca en la lectura psicoanalítica que desata esta investigadora de algunos escenarios míticos en los que participa el arquetipo de la madre, que relaciona con las posibilidades de conexión entre la sexualidad y la maternidad en el sujeto femenino. Lo que me interesa resaltar es su señalamiento respecto al conflicto que supone el tejido del imaginario de la maternidad en nuestra cultura, que subyace en el texto de Dávila y que, considero, han dirigido las lecturas arriba enunciadas: “Es evidente, cada vez más, que en torno a la maternidad persiste un nudo no resuelto de pensamientos y afectos. En cierto sentido, el enigma de maternidad ha sustituido al enigma de la sexualidad, aquello que Freud llamaba ‘el continente negro de la feminidad’. Si hay algo reprimido en nuestra cultura pienso que concierne sobre todo a la identidad materna” (124).

7No es gratuita tampoco la elección de la amapola para la construcción de esta imagen. Según señala blanca Solares, la amapola es una de las flores que, por su abundancia de semillas, remite, en el simbolismo de la vegetación y el fruto, a la feminidad, con relación al vientre como receptáculo trasformativo generador de vida (cfr. 2007: 62).

Recibido: 17 de Octubre de 2017; Aprobado: 05 de Diciembre de 2017

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Es doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México, profesora del Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato, miembro del cuerpo académico “Estudios literarios. Configuraciones discursivas y poéticas”. Es autora de Variaciones de la escritura. Una lectura crítica de El grafógrafo y de la obra de Salvador Elizondo (2016) y coordinadora de Salvador Elizondo: ida y vuelta. Estudios críticos (2016). Ha participado en los libros Monstruos y grotescos. Aproximaciones desde la literatura y la filosofía (2014), Variaciones sobre el ensayo hispanoamericano. Identidad y diálogo (2012), entre otros. Ha publicado también artículos especializados en revistas nacionales e internacionales.

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