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Literatura mexicana

versão On-line ISSN 2448-8216versão impressa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.29 no.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2018

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.29.1.2018.1063 

Artículos

La crónica después de la gran división. Carlos Monsiváis entre vedettes e ídolos

Chronicle after the Great Divide. Carlos Monsiváis among Vedettes and Idols

Julieta Viú Adagioa  b 

aUniversidad Nacional de Rosario, email: julietaviu@gmail.com

bCONICET


Resumen:

Las crónicas dedicadas a divas, ídolos y estrellas, que Carlos Monsiváis publica en semanarios durante los años setenta y ochenta, manifiestan una inflexión de la crónica modernista, ya que la incorporación de la cultura masiva supone un desafío a la moderna organización del campo literario basada en la división arte elevado / cultura de masas. Apelamos a la denominación crónica después de la gran división (Huyssen, 2006) para referir a este proceso de reconfiguración: planteamos la conversión de las “páginas de sociales” en crónicas; nos detenemos en la singular autofiguración del escritor como una mezcla de Albert Camus y Ringo Starr, para finalmente considerar a Monsiváis como un transculturador de la crónica.

Palabras clave: Carlos Monsiváis; crónica; después de la gran división; ídolos

Abstract:

The literary chronicles about divas, idols and celebrities written by Carlos Monsiváis during the 70s and 80s for weekly publications evince a turning point within the modernist literary chronicle, since the incorporation of mass culture poses a challenge in the face of the modern organization of the literary field, based on the division between high art and mass culture. We use the chronicle denomination after the Great Divide (Huyssen, 2006) to refer to this reconfiguration process: we pose the transformation of “social pages” into literary chronicles; we pause to examine the author’s peculiar self-figuration as a blend between Albert Camus and Ringo Starr, to finally consider Monsiváis as a transculturator of literary chronicle.

Keywords: Carlos Monsiváis; literary chronicle; after the Great Divide; idols

Nosotros, espectadores y lectores, ya no venimos de la selva o de la sabana, ya no nos impacta fatalmente el shock of recognition de la jungla de asfalto, ya no provenimos dogmáticamente de las tradiciones recién quebrantadas por el capitalismo. Venimos de las películas… Carlos Monsiváis, Aires de familia

A fines del siglo XIX, embarcados en el proyecto de autonomización del campo artístico, los escritores modernistas latinoamericanos se constituyen como tales a partir de la distancia que establecen con la cultura de masas y la muchedumbre.1 El artista, caracterizado por la “conciencia de aristos” (Rama 1985: 39), en el afán por diferenciarse del vulgo, se opone al aficionado o diletante. Esta estructuración del campo literario entre la alta cultura y la cultura de masas se visibiliza, por ejemplo, en la circulación misma de la escritura, ya que, como explicita Ángel Rama para el caso argentino, “la lectura de los cultos era La Nación y las novedades extranjeras; la del pueblo las ilustraciones y los breves textos del primer ejemplo exitoso de revista masiva moderna, Caras y caretas” (1986: XXIV). Los movimientos vanguardistas latinoamericanos, que alcanzan su auge en la década del veinte e intentan romper con la lógica vigente, sostienen el afán de unir la práctica artística con la vida. Este ataque al esteticismo se constituye en el primer intento por reconfigurar esa relación hostil entre lo alto y lo bajo. Sin embargo, este período se habría clausurado, aunque sin fecha precisa, hacia la década del treinta producto del estallido de golpes militares que provocaron la reconfiguración del campo cultural.2 Recién a mediados de los años setenta, con la obra de Carlos Monsiváis (Ciudad de México, 1938-2010), influenciado por la estética pop, y con el proyecto de trabajar en la frontera entre arte elevado y arte de masas, se produce una verdadera inflexión del paradigma modernista latinoamericano. Inflexión que puede considerarse como una crónica después de la gran división, para decirlo con Andreas Huyssen (2006 [1986 ]). En este artículo nos interesa reflexionar sobre el desafío que la fuerte presencia de la cultura masiva supone al ordenamiento discursivo de las prácticas literarias en su configuración tradicional, en definitiva, a la posibilidad de concebir de otra manera la relación entre lo culto y lo popular. Para ello, resulta productivo aludir a la categoría expuesta por Huyssen –no obstante se da en torno a la cultura artística norteamericana y europea– porque se dirige a las relaciones que nos interesa revisar. Sin ignorar la diferencia entre el modernismo latinoamericano y el europeo, especialmente el anglosajón, buscamos analizar ese proyecto que incorpora la experiencia de la megalópolis, esto es, de una cultura específicamente de masas.

Las crónicas sobre íconos de la moda (vedettes, ídolos y estrellas televisivas)–caracterizadas, entre otras cuestiones, por acompañar grandes fotografías, apostar por un espacio de circulación alternativo al de las revistas culturales como las revistas de pasatiempo u ocio y de interés general3 y brindar una visión fragmentaria de América Latina, donde ésta se presenta como una superproducción fabricada con maquillaje, brillo y glamour –surgen en un período clave de la historia cultural y literaria de América Latina: momento de desarticulación de las prácticas intelectuales como se habían consolidado con el triunfo de la revolución cubana. Aquel complejo proceso de transformación de los artistas en intelectuales a partir de la apropiación del espacio público se caracterizó por una singular orientación hacia el futuro, la posición hegemónica de los intelectuales de izquierda y la politización revolucionaria de los países del continente. En Entre la pluma y el fusil (2003), Claudia Gilman sostiene que la conversión del escritor en intelectual se consuma cuando la política se convierte en el parámetro legitimador de las producciones literarias y las revistas político-culturales en el lugar de acción por excelencia, esto es, durante “el bloque de los sesenta/setenta” (36).4 No resulta sencillo establecer el momento de clausura de dicha época aunque sin duda las dictaduras cívico-militares definen su “proceso de muerte” (56). El momento de publicación de estas crónicas de Carlos Monsiváis corresponde entonces al contexto de desarticulación de la confluencia de la vanguardia estética y la vanguardia política, del pasaje de la primacía de la lógica política a la económica (Mudrovcic, 2010),5 que conlleva la pérdida de vigencia tanto del modelo del escritor comprometido como del intelectual revolucionario. Se trata de un momento en que “las narrativas abandonan paulatinamente el relato de la utopía haciendo sentir el efecto provocado por la persecución impuesta por las dictaduras militares, la progresiva implantación de los modelos neoliberales y el escepticismo generado por la comprobación de los límites de los proyectos revolucionarios” (Bernabé: 12).

Entonces, 1973 constituye una fecha clave para la historia cultural latinoamericana por la reconfiguración que este campo atraviesa y, en particular, para la obra de Carlos Monsiváis, ya que marca el comienzo de las crónicas sobre cultos efímeros.6 Establecemos esta correspondencia entre el campo artístico y la producción del escritor mexicano para revalorizar una crónica olvidada por la crítica literaria que permite sistematizar sus colaboraciones dedicadas exclusivamente a personajes mediáticos. Si bien 1973 no corresponde al inicio cronológico de este tipo de crónicas, remite a la publicación de “Entre apariciones de la Venus de fuego. Irma Serrano”,7 que marca una inflexión dentro de su producción: al tiempo que diagnostica un cambio de época, ilumina el lugar de los cronistas inmersos en sociedades de consumo, caracterizadas por la mejora del “nivel de vida, abundancia de artículos y servicios, culto a objetos y diversiones, moral hedonista y materialista” (Lipovetsky: 179). La producción de Carlos Monsiváis en tanto escritura que trabaja a partir de la imaginación de los medios masivos (divas, ídolos y estrellas) evidencia una reconfiguración de la crónica modernista que, en nuestra hipótesis, se debe al estrecho vínculo que un versado en la alta cultura (y producto de ella, si se nos permite la expresión) como Carlos Monsiváis mantiene con la cultura mediática. En este sentido, un proyecto cronístico concebido programáticamente en torno al espectáculo, es decir, que aborda y tematiza productos populares de difusión masiva, pone en cuestión las clásicas oposiciones alto / bajo, culto / popular y arte / cultura de masas, entre otras.

Esta lectura no desconoce ni pone en duda el modo en que Carlos Monsiváis ha sido reconocido y abordado tanto por la crítica literaria como por los estudios culturales: como cronista urbano, estudioso de la cultura popular y crítico de la historia y la cultura mexicana, entre otros. Simplemente destacamos que, a pesar de tratarse de una obra profusamente estudiada, estas crónicas sobre personajes escandalosos no han sido abordadas.

De las páginas de sociales a las crónicas

Los apellidos se dejan ver, se dejan oír, y de la repetición auditiva y visual nace el linaje. Carlos Monsiváis, Días de guardar

Carlos Monsiváis se define a sí mismo como cronista y al hacerlo renuncia a denominaciones como ensayista o narrador para inscribirse en la tradición modernista finisecular, donde el escritor construye su imagen de autor y forja un público lector en las páginas de los diarios. En este sentido, tal tradición reivindica (y esto le interesa especialmente a Monsiváis) un lugar de enunciación híbrido que opera por fuera del paradigma moderno, libresco y culto sustentado en categorías como obra y libro. Atentos a este contexto, estudiaremos las crónicas de Monsiváis como apropiación e intervención de un espacio periodístico particular como son las páginas de sociales.

En “Pero ¿hubo alguna vez once mil héroes?”, compilado en Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina (2006), al detectar la presencia constante de personajes distinguidos a lo largo de la historia, el escritor mexicano reflexiona acerca de los usos y sentidos que ello ha tenido en distintas coyunturas, desde la Independencia hasta fines del siglo XX:

¿Para qué existen los “espejos de virtudes”? ¿Estimulan a los que allí se reflejan? ¿Son retratos ideales o metas imposibles? ¿Son concebibles las sociedades sin personajes emblemáticos? Si se aplican a los dos siglos de vida independiente en Iberoamérica, las preguntas se multiplican: ¿cómo se fragua el canon de seres ejemplares?, ¿quiénes determinan lo canónico de un comportamiento?, ¿qué criterios deciden la ejemplaridad? ¿a quién califica el Estado de seres admirables, a quiénes la sociedad y cuáles son los puntos de acuerdo?, ¿cómo se forjan, encumbran y consolidan los héroes, las grandes personalidades, los ídolos? (2006: 79).

La cita evidencia el sostenido interés del escritor por retratar vidas singulares, interés que puede constatarse en los índices de las antologías: en Días de guardar (1970), encontramos una crónica dedicada a Raphael; en Amor perdido (1977), a Ramón Danzós Palomino, José Revueltas, David Alfaro Siqueiros y Benita Galeana, entre otros; en Escenas de pudor y liviandad (1988), a María Félix, Celia Montalván, Cantinflas, Dolores del Río y Emmanuel; y en Los rituales del caos (1995), a Julio César Chávez, Jesús Helguera y Gloria Trevi. En esta enumeración, observamos que su atracción por las historias de vidas extraordinarias presenta dos objetos distintos: aquellos artistas comprometidos con causas sociales y políticas y otros que pertenecen al ámbito del espectáculo y el entretenimiento. Mientras que los primeros, es decir, los que presentan una vida ejemplar, han sido objeto de la literatura desde hace mucho tiempo (las siluetas y los medallones tan prolíficos a fines del siglo XIX resultan ilustrativos al respecto), los artistas de difusión masiva (una vedette, un presentador televisivo o un cantante de ranchero) no cuentan con dicha tradición aunque presentan como antecedente las crónicas modernistas sobre divas del teatro, dedicadas a Adelina Patti y Sarah Bernhardt, entre otras. Destacamos entonces que cronistas como Carlos Monsiváis y María Moreno comienzan a escribir sobre ellos a mediados del siglo XX y, de esta manera, amplían notablemente el concepto de celebridad a partir de la oferta de la industria cultural masiva.

Si retomamos el planteamiento de la cita, cuando Monsiváis señala la presencia de figuras destacadas en relación con el proceso de secularización, iniciado con la Independencia, advierte un nuevo tipo de devoción: al viejo culto a los héroes, propio del discurso nacionalista del siglo XIX, se le suma el culto a los ídolos: “al Orden y al Progreso, se le ha añadido la Figura” (1991b: 142), afirma conclusivamente el escritor mexicano en un ensayo sobre las páginas de sociales compilado en Días de guardar. Serán primero el cine y luego la televisión, las industrias culturales que proveerán esas imágenes de figuras exitosas y encantadoras. Si bien Carlos Monsiváis escribe sobre ambos, héroes e ídolos, en este trabajo nos interesa precisar la forma que adquiere la crónica en relación con estos últimos.

Estas crónicas tienen la particularidad de constituirse como tales a partir de la tensión que establecen con las denominadas páginas de sociales, espacio periodístico dedicado a narrar la vida de los ricos y famosos, que al publicitar a la clase alta de la sociedad, cumplen con la función de perpetuar a la elite en el poder. Estas historias de vida, motivadas por la admiración, exhiben y exaltan tanto la opulencia económica como la belleza corporal. La moda se convierte así en la gran protagonista de esta sección, donde se ostentan estilos de vida, formas de vestirse y el consumo de objetos lujosos. El modo de operar es simple pero eficaz: “los apellidos se dejan ver, se dejan oír, y de la repetición auditiva y visual nace el linaje” (1991b: 136), sintetiza el cronista mexicano en “Más hermosa y más actriz que nunca. Notas sobre las páginas de sociales”, compilada en Días de guardar, quien lejos de menospreciar este espacio periodístico, lo estudia para desnudar su función social. En definitiva, las páginas de sociales “son la vitrina evidente, el escaparate donde posan, modelan, bailan y se miran con languidez enamorada los seres que se autodefinen como el rescate de la elegancia y el buen gusto de manos de la barbarie” (140). Además, el escritor refiere, aunque de manera indirecta, a esta tradición que convierte el nombre propio en noticia, en la crónica “Entre apariciones de la Venus de fuego” (1973), dedicada a la vedette y política mexicana Irma Serrano:

en el vacío social y político creado a partir del dramático 1968, todo adquiere otra dimensión y, a la vez, no alcanza sitio preciso. De modo confuso, se intuye que todo es política aunque la interpretación y la ubicación correctas todavía resulten muy difíciles. Por lo pronto, acumulación de material: ¿quién no quiere oír los tumultuosos y tempestuosos relatos de lo que hizo Irma Serrano, de lo que hace Irma Serrano, de su ostentación y su instinto financiero, de sus arranques y la cuidadosa divulgación de sus arranques? Es el personaje de moda, el éxito totalizador (1973a: 56).

Esta observación sobre el vínculo de la escritura con el entretenimiento –el corazón de la sociedad de masas– recupera la tradición de las páginas de sociales para señalar su intención de intervenir en ellas: “por lo pronto, acumulación de material”, afirma Monsiváis mientras escribe sobre La Tigresa Irma Serrano. Si la gente consume escándalos, es necesa- rio abrir los temas literarios, pareciera aleccionar el cronista mexicano. En este sentido, observamos la reconfiguración de la tensión fundante de la crónica modernista latinoamericana entre hacer literatura e informar (Ramos, 1989) a partir de las posibilidades que brinda la industria mediática: referimos a la fuerte presencia que cobra en estas crónicas la promoción al servicio de la difusión de estrellas. Frente a estos tiempos de noticias frívolas, como caracteriza Monsiváis al momento posterior a la matanza estudiantil en Tlatelolco, urge ocuparse del espectáculo en tanto forma de diversión así como de los usos que se hacen de éste, registrar lo que los medios masivos hacen de los mexicanos y de su identidad. En crónicas como “Entre apariciones de la Venus de fuego”, “El arca en San Jerónimo o Emmanuel en Metrópolis”, “Raphael en dos tiempos y una posdata” y “Juan Gabriel. ‘Me gusta vivir solo’”, entre otras, el escritor anoticia sobre la sociedad del espectáculo, para decirlo con Guy Debord, esto es, de un Distrito Federal que está constantemente puesto en escena; y al mismo tiempo esboza un proyecto literario singular que consiste en la reproducción de una reproducción: el retrato del ídolo o la vedette. Aquí se visualiza el estrecho vínculo con la estética pop, que desde el planteo de Andreas Huyssen supone un nuevo ordenamiento de la relación entre la alta cultura y la cultura popular, ya que ambos posan la mirada sobre el mismo objeto. El crítico alemán sostiene, respecto a la obra de Andy Warhol, que “no es la realidad misma la que provee el contenido de la obra de arte sino una realidad secundaria: el retrato del ídolo de masas como imagen cliché que aparece millones de veces en los medios masivos y que penetra en la conciencia de un público masivo” (254). En 1965, Monsiváis viaja a Estados Unidos y vuelve fascinado por la efervescencia y la experimentación que irradian expresiones artísticas y modos de vida tan innovadores.8

La fuerte presencia de la voz autoral, el tratamiento estético del lenguaje y la priorización de la narración por sobre la información le permiten a Carlos Monsiváis convertir lo que podría considerarse una página de sociales sobre Irma Serrano en una crónica. De todas maneras, una huella de éstas se observa en la hegemonía del régimen visual, donde el protagonismo de las fotografías, además de manifestar el carácter referencial del discurso periodístico, vuelve explícito el objetivo comercial de este tipo de notas. Sin embargo, con un movimiento constante que va del dato al relato, Monsiváis supedita el imperativo informativo y promueve la construcción del personaje. Si las páginas de sociales operan por el principio de repetición, como referimos anteriormente, las crónicas hacen estallar el ícono:

La Tigresa Irma Serrano o una leyenda en vida o murmuraciones que van rodeando, acariciando, desgarrando, haciendo posible, exigiendo, forjando un mito popular (lo que dure es bueno). Irma Serrano es lo que se dice de ella, lo que uno imagina que se dice de ella, lo que ella supone que uno dice cuando comenta su existencia, el júbilo de su Público (¡Mamacita!), el silencio o la sonrisa desdeñosa que emite el Buen Gusto ansioso de no contaminarse. Irma Serrano es su iconosfera: miles de fotos que subrayan la índole del personaje, portadas donde sobresale un lunar, Irma tendida sobre una piel de tigre, la ineludible expresión desafiante al cantar La Martina. Y es su contorno: rumor, exageración, asombro, admiración, burla encomiástica, desprecio, vasta curiosidad. Es –seamos jerárquicos– un fenómeno comercial y luego un escándalo social y un desconcierto (artificiosamente) moral y una provocación (ciertamente) sexual, algo a lo que ya nos habíamos desacostumbrado en la etapa mexicana de la Atonía (¡que nada suene porque los precios suben!) (1973a: 54).

En franca batalla contra la imagen cliché de la vedette difundida por los medios masivos, el cronista, por medio de una serie de aliteraciones, abre constantes desvíos que atentan contra la univocidad del referente. Si nos detenemos en las conjunciones coordinantes “o”, en las comas y en el verbo es (tiempo presente del verbo ser), identificaremos una gradación con ecos gongorinos que opera desmitificadoramente: La Tigresa es leyenda, iconosfera, rumor, escándalo. Estas figuras retóricas vehiculizan la deconstrucción que este programa cronístico, abocado a expresiones de la frivolidad, realiza del discurso publicitario.

La figura del ídolo, una de las protagónicas de las crónicas después de la gran división, cobra particular interés en nuestro estudio por su ambigua pertenencia al ámbito de lo sagrado. El término ídolo proviene del latín idolum, tomado del griego éidolon –imagen–, y significa “figura de una falsa deidad” (Corominas: 331). El filólogo Joan Corominas recupera, en esta definición, el sentido bíblico de la palabra que remite a la prohibición de tener imágenes de ídolos o de falsos dioses ya que, como plantea el Libro del Éxodo, Dios no puede ser representado. Si bien Monsiváis no refiere directamente a esta acepción, la connotación de engaño que rodea al ídolo persiste como observamos en esos actos sacros, rituales “del showbusiness” (1991a: 46), como denomina Monsiváis a los recitales, donde el ídolo, como un canto de sirenas, hechiza y seduce a las masas. El ídolo en tanto figura de una falsa deidad evidencia, a los ojos del cronista, el régimen publicitario que se instaura con la consolidación de las sociedades de consumo: “Como todo fenómeno de los sesentas, Raphael es su valor intrínseco y su vocación y su leyenda y sus gacetillas de prensa y su equipo promocional” (52). Es probable que Monsiváis, que sabía la Biblia de memoria, haya conocido el sentido recuperado por Corominas. Ello sin olvidar que sus crónicas y, en especial las dedicadas a celebridades, presentan innumerables citas bíblicas. Basta recordar “El arca en San Jerónimo o Emmanuel en Metrópolis”, crónica donde relata el recital que el cantante brinda para la clase alta mexicana a partir de una alegoría bíblica de la selección de especies.

Entre Albert Camus y Ringo Starr

La temprana autofiguración que Monsiváis realiza de sí anticipa, a partir de los valores en los que se sustenta, la forma que tomarán las crónicas sobre personajes célebres, cuyos rasgos predominantes son la alternancia constante de roles del cronista-narrador (denominadas por él mismo como “pop-psicólogo”, “sociólogo instantáneo”, “teórico súbito”), el tratamiento desacralizador del protagonista y el tono antisolemne. En 1966, con apenas veintiocho años, en los inicios de su carrera, Monsiváis acepta el encargo de escribir una autobiografía con un objetivo claro: “hacerme ver como una mezcla de Albert Camus y Ringo Starr, sólo puedo interpretar mi actitud contra el nacionalismo cultural como un angustioso strip-tease o epojé o método exhibicionista para deshacerme de los prejuicios heredados” (1966: 56; las cursivas son del original). Esta confesión, sin dejar de ser sincera, resulta cuanto menos provocativa ya que, en ese momento histórico, las declaraciones programáticas tuvieron un fuerte sentido de transformación social. 1966 cifra un año polémico para los intelectuales latinoamericanos por los debates y discusiones que se desataron en torno a la función, el lugar y la identidad de los escritores. Situación histórica que desemboca en el pasaje de la figura del intelectual comprometido al intelectual revolucionario, para decirlo en los términos planteados por Claudia Gilman (2003), donde la noción de compromiso se limita a la causa revolucionaria. En este horizonte cultural, la presentación que Monsiváis hace de sí mismo como cronista del Distrito Federal –en el prólogo, Emmanuel Carballo afirma: “Carlos reemplazará a Novo” (1966:8) –pareciera estar fuera de cuadro, para usar una metáfora cinematográfica, pareciera tratarse de una excentricidad: no porque no acuse recibo de la discusión sino porque, en vez de opinar si los escritores deben hablar de la revolución cubana para constituirse como intelectuales, corre el eje de la discusión al proponer un nuevo tipo de intelectualidad. Ubicarse entre el escritor argelino, autor de El extranjero y El hombre rebelde (obra que abre la polémica con Sartre al sostener una moral de los límites), y el emblemático baterista de los Beatles, una de las bandas de rock más exitosas comercialmente (destacamos el perfil publicitario de la misma), supone la aspiración de convertir el trabajo intelectual en un fenómeno de alcance masivo. Actualmente, una mirada retrospectiva de su obra confirma que Monsiváis logra convertirse en un “intelectual omnívoro”, como lo califica el escritor Jordi Soler (11), al imponerse como mandato la actualización constante sobre las manifestaciones artísticas y culturales del mundo entero.9

Esta singular imagen que Monsiváis crea de sí dialoga a su vez, en el marco del género crónica, con las autofiguraciones típicamente modernistas, donde una enunciación que resalta la individualidad se afirma a partir de los nobles valores del arte para rechazar las rústicas expresiones del pueblo. Resulta imposible no pensar en la famosa sentencia dariana de Cantos de vida y esperanza: “Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas” (243), o una menos célebre que también corresponde al momento de autonomización del campo literario, la imagen que Juan José de Soiza Reilly, el periodista de la revista popular Caras y Caretas, brinda de sí: “[... ] yo no formo parte de la muchedumbre. Alimento mis sueños con el producto de mi propia huerta. Tengo mis creencias. Quiero más lo mío que lo tuyo. No copio las modas del Petronio de enfrente. Camino siempre solo. Tengo mi sendero. Ando sin bastón. Sin maestro. Sin ayuda. Sin miedo” (9; las cursivas son del original).

Además de la fuerte marca subjetiva, como se observa a simple vista en ambos casos ya que aparece expresado de la misma manera, Rubén Darío y Juan José de Soiza Reilly en tanto hombres de letras se piensan a sí mismos en oposición a la multitud, esto es, plantean discursivamente su pertenencia al grupo de los artistas que supone la consecuente exclusión del vulgo.10 En el trasfondo de estas enunciaciones, opera un sistema de valores que establece una diferencia tajante entre el arte refinado y el arte vulgar, el escritor y el reportero, el hombre célebre y el hombre común. Monsiváis establece entonces un diálogo con aquel momento fundante de la crónica moderna para producir una vuelta de tuerca: el cronista sale de la redacción y asiste a marchas, desfiles, shows y actos multitudinarios, expresiones propias de las megalópolis posmodernas y, de esta manera, convierte la estrategia retórica del in situ en un principio, en una exigencia de la práctica del cronista contemporáneo. Ello implica, además, que ya no se trata de la representación de la experiencia del flâneur sino de un trabajo de tipo etnográfico, sociológico, producto de inmiscuirse en la muchedumbre.

Provocativa pero productiva resulta la intención de Monsiváis de pretender las habilidades del músico que lleva el ritmo y, al mismo tiempo, el compromiso político y social sin dogmatismo del escritor argelino; la capacidad del músico de ofrecer placer y del literato para denunciar injusticias sociales; poseer el carisma para llegar a la multitud y también la profundidad para analizar la realidad. Ubicarse entre Albert Camus y Ringo Starr en 1966 implica posicionarse en un lugar excéntrico marcado por dos fenómenos de la cultura contemporánea internacional, supone asumir una militancia de lo contemporáneo en el sentido que Giorgio Agamben le otorga al término: “contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se dirige directa y singularmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo” (5). Es así que Monsiváis se autodefine como un intelectual fuera de la serie del intelectual revolucionario (y, por supuesto, de los mandatos del campo donde aparecen acotados los temas y los tratamientos estéticos) para complejizar y particularizar el tratamiento de cuestiones que le interesan.

Una problemática que empieza a indagar poco tiempo después de escribir su autobiografía es esa marca de época de la sociedad del espectáculo: la frivolidad. Monsiváis observa preocupado el vínculo estrecho entre esos personajes carismáticos y fastuosos, que se exhiben ante un público masivo, y la profunda crisis económica que afronta México en los años setenta. La crónica “Entre apariciones de la Venus de Fuego” lo retrata bien:

Aún se mueven, al alcance de una intención escapista, noticias frívolas. No es fácil atraparlas. ¡Ah, los setentas, pinche década, sólo has traído contigo frustración y tristeza! Inflación, la palabra con su dejo aerostático, su capacidad para elevarse dejándonos en tierra, su entusiasmo ante la insoportable idea ramplona: la carestía es nuestro abaratamiento. ¡Ah los setentas y el desprestigio de la inocencia y Charlie Brown baila el último tango y Mae West es nuestra Josefina Ortiz de Domínguez y nadie se ruboriza al mostrar candor si puede maquillarse como el cantante de rock Alice Cooper. Ahora, ya sabemos y la frivolidad es un lujo y el lujo es un lujo y la pobreza es un reflejo condicionado del subdesarrollo y el derroche es un ámbito –no tan paradójicamente– ascético, frugal. Ah los setentas! La historia intriga contra la realidad visualizada como première de gala. Hiroshima, mon glamour (1973a: 54; las cursivas son del original).

Las resonancias del famoso prólogo que José Martí escribe al Poema del Niágara del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, de esos ruines tiempos a los que el poeta se enfrenta en la época de la modernización, se manifiestan, en la cita, en la aliteración “ah, los setenta” que Monsiváis remata en el párrafo siguiente con la expresión “estos malos tiempos”. Ecos martianos que enfatiza el sentimiento de malestar del cronista ante una época de “noticias frívolas”, de cronistas que se enfrentan, a mediados del siglo XX, a la consolidación de las sociedades de consumo y a la hegemonía del espectáculo entendido, como plantea Guy Debord (1995), como una forma de relación social entre personas mediatizadas por imágenes. Es el imperio de la publicidad, donde la realidad se presenta como première de gala; es esa sociedad vuelta espectáculo, a la que el cronista refiere con la expresión “Hiroshima, mon glamour”. Allí, su mirada irónica establece una sutil correspondencia entre el campo económico y el cultural al insinuar que Irma Serrano, la Venus de fuego (el motivo de la escritura de esta crónica) es como la inflación, esa “palabra con su dejo aerostático” que tiene la capacidad de “elevarse dejándonos en tierra”. Consideremos que toda diva se sacraliza a partir de la fama, la exclusividad y el glamour, expresiones de aura en términos de moda. De esta manera, ambos, la vedette y la inflación, obtienen poder, ya que se elevan –dice el cronista asumiendo una voz colectiva y solidarizándose con el pueblo– “dejándonos en tierra”. La diva deviene así la expresión por antonomasia de la frivolidad pero como “el derroche es un ámbito –no tan paradójicamente– ascético, frugal”, es allí donde todavía hay algo para decir. Esa economía del derroche, de la exuberancia y el despilfarro, encarnada en la figura de la diva, choca frente a la escasez y austeridad comercial que atraviesa el país; por ello, el cronista se embarca en la tarea de retratar una sociedad escapista que baila al ritmo de ídolos glamorosos.

Transculturación crónica

La crónica modernista, que surge en plena época racionalizadora, paradójicamente se configura como tal al imprimir en el relato una fuerte marca subjetiva. En oposición a la búsqueda de objetividad de la noticia, el yo emerge para ordenar el discurso y, al mismo tiempo, otorgarle autenticidad. Monsiváis retoma esta tradición pero redobla la apuesta ya que, en las crónicas bajo estudio, el cronista-narrador deviene un sujeto de múltiples voces: por momentos, asume el rol del pop-psicólogo y en otros, del “sociólogo instantáneo” o del “teórico súbito”. Allí aparece nuevamente el pop, en esta ocasión, para definir al narrador como un psicólogo versado en el perfil publicitario de la cultura contemporánea. Esta alternancia de puntos de vista y perspectivas provoca una escritura singularmente polifónica que se diferencia de las crónicas que Monsiváis dedica a figuras políticas como Joel Arriaga o Benita Galeana, ambas compiladas en Amor perdido, donde el cronista-narrador asume, en primer término, un tono serio, pero además mantiene el mismo punto de vista durante todo el relato. En estos casos, con una retórica grandilocuente, se reconstruye la vida del héroe para arribar a lo que podemos denominar una biografía política.

La categoría teórica transculturación narrativa, acuñada por Ángel Rama para analizar procesos literarios que, a mediados del siglo XX, se singularizan por reelaborar tradiciones propias a partir de los aportes de la cultura moderna, permite iluminar aspectos de la escritura de Monsiváis, que conjuntamente con la formulación polifónica del narrador, visibilizan una reconfiguración del género.11 Esta conciencia imprescindible, como Jezreel Salazar (2009) denomina a Monsiváis, tiene la capacidad de escribir al tiempo de la poesía culta así como al ritmo de las canciones pop, captar imágenes de las telenovelas, del cómic o de un afiche callejero, escuchar el habla de los chavos sean éstos nacos, léperos o pelados así como del jet set. Es el trabajo con tradiciones propias de la cultura mexicana como la canción ranchera, el muralismo y el PRI, por nombrar algunos, con expresiones de los medios masivos lo que nos lleva a pensarlo como un transculturador de la crónica: ese vínculo dinámico entre lo culto y lo masivo alcanza en la escritura de Monsiváis una formulación notablemente armónica. Seleccionamos dos fragmentos para ilustrar el planteamiento, el primero corresponde a la crónica “El arca en San Jerónimo o Emmanuel en Metrópolis” cuando se narra el cierre del recital en el Zócalo:

Entre luces de bengala, que asustan, y gritos de auxilio, que reconfortan, se anticipa con velocidad el fin de fiesta ortodoxo, que se combina con un apocalipsis de bolsillo. Se oyen, triunfantes, los acordes de uno de los himnos de la crisis (en la versión de Franco). Emmanuel inicia “Toda la vida”, Emmanuel deja trunca “Toda la vida” para retirarse apresuradamente, y la batalla por el espacio vital se intensifica. El locutor Paco Stanley confía en detener la marejada lanzando frases que únicamente captan los reporteros. La infame turba de nocturnos fans derriba un costado de la cerca de alambre, que defendía a Emmanuel de impávida idolatría, y los policías se lanzan a la pedagogía sanguinolenta (1988: 354; las cursivas son mías).

El segundo ejemplo corresponde a la crónica “José Alfredo Jiménez. No vengo a pedir lectores (se repite el disco por mi purita gana)”: “es claramente José Alfredo quien le da forma definitiva a esta vocalización de los vencidos que es la médula de la canción ranchera. ‘Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera, sé que tendrás que llorar (llorar y llorar)’. El personaje no tiene trono ni reina, ni nadie que lo comprenda, pero su reinado –el de los sueños del resentimiento social– no ha cesado” (1986: 97).

Ambas citas visibilizan la habilidad con que Monsiváis se apropia de la poesía gongorina como de la canción ranchera. En el último caso, destacamos la particular imbricación de la canción con la escritura ya que ésta no permanece, como sucede usualmente con las citas, como un fragmento exterior al cuerpo de la crónica sino que la fusión es tal que la canción no termina cuando se cierran las comillas sino que continúa en la voz del propio cronista que se queda cantando: “no tiene trono ni reina, ni nadie que lo comprenda” (97). Esta glosa del tema de José Alfredo Jiménez se combina a su vez con citas textuales y con la prosa ensayística del propio cronista, quien interpreta que se trata del reinado de los sueños del resentimiento social. Distinto es el caso del primer ejemplo, donde la incrustación del verso barroco “infame turba de nocturnas aves” de la Fábula de Polifemo y Galatea de Luis de Góngora y Argote, al que le cambia la última palabra (aves por fans), resulta imperceptible para un lector popular por la ausencia de referencias. Sin embargo, aunque esta intertextualidad sea sólo observable para una minoría, alimenta la polisemia de la crónica ya que duplica la carga semántica en torno al caos que el ídolo desata en el público masivo que asistió al recital.

La poesía modernista es otra de las tradiciones literarias de las que el cronista mexicano abreva asiduamente y con la que interpela a la sociedad contemporánea. Referimos por ejemplo la crónica “Raphael en dos tiempos y una posdata”, cuando el cronista provocativamente comenta que, en el recital, “los niños [… ] canturreaban ‘Yo soy aquel’” (1991a:46), dice replicando la canción de Raphael. Por supuesto, resuena en la elección de esta composición el verso inaugural de Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío pero tendremos que esperar un par de páginas para que, cuando el cronista remita por segunda vez a la canción, explicite el vínculo con el modernismo y corroboremos aquello que supusimos en la primera oportunidad: “una canción más, simplemente decir ‘Yo soy aquel’ y nadie hubiese contestado: que ayer nomás decía el verso azul y la canción profana” (51), apunta Monsiváis, quien asiste al show, a ese “altar propiciatorio” (45), y abraza la cultura pop para desenmascararla a través del Modernismo.

La maestría de Monsiváis reside, para los casos seleccionados, en el arte de la imbricación debido a que no se pierde la referencia de la cita poética o musical pero tampoco se observa tan fácilmente la sutura. En este sentido, consideramos que sus crónicas trabajan con múltiples complicidades: lectores cultos, lectores populares y lectores masivos. Se trata de ese momento en que éste descubre, a través de una referencia que no está explicitada, que comparte con el escritor un conocimiento y, en ese compartir, se produce la empatía. La innovación de la propuesta, que cifra el gesto del cronista después de la gran división –y tal vez ello sea lo que hizo de Monsiváis uno de los cronistas más queridos de México–, radica en la decisión de trabajar conjuntamente con expresiones eruditas y populares a favor de la polisemia y sin el prurito académico de que aquellas no sean comprendidas. Supone el tratamiento por igual, esto es, sin jerarquías ni excusas particulares, de los temas de su contemporaneidad como de los de la tradición artística, nacional o política. Este temprano trabajo de integración y fusión que realiza Monsiváis lo distingue también por la amplitud y variedad de registros tanto como por la multiplicidad de voces que integra de la literatura clásica y de la moderna, de expresiones locales o callejeras, legitimadas como artísticas o antiestéticas, con prevalencia de lo culto o de lo popular, de lo canónico o de lo experimental. En definitiva, la obra de este fundador de la teoría de los estudios de la cultura popular (Egan, 2008), no podía sino constituirse en un ejemplar destacado de las crónicas después de la gran división, es decir, acercarse a los más variados temas sin restricción moral, sin rechazo hacia expresiones artísticas en alto grado publicitarias.

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1Aludimos al proceso de modernización de la literatura latinoamericana que tuvo lugar a fines del siglo XIX y principios del XX, entre cuyos máximos exponentes se encuentran Rubén Darío, José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal y José Asunción Silva, entre otros.

2Para una historización precisa del período, véase Schwartz, 2006.

3Si bien Carlos Monsiváis ha colaborado en un sinnúmero de publicaciones, el corpus en el que se basan las reflexiones que presentamos aquí, son: Él. La revista joven, donde participa desde 1972 hasta 1974, Su Otro Yo. Revista mensual de entretenimiento, información, cultura y política, donde colabora entre 1976 y 1984 y Diva. La realidad y el deseo, donde publica entre 1986 y 1988. Agradecemos a Daniel Bañuelos Beaujean, director de la Biblioteca Carlos Monsiváis, el habernos permitido acceder al archivo hemerográfico completo del autor (en ese momento fuera de catálogo) por comprender los objetivos de la estadía académica realizada en la Universidad Nacional Autónoma de México en enero de 2015.

4Claudia Gilman aclara que el llamado Bloque 60/70 refiere al período comprendido entre 1959 con el triunfo de la Revolución cubana, y 1973, con la instauración de los primeros golpes de Estado en América Latina.

5Al estudiar el período comprendido entre 1960 y 1990, en Nombres en litigio, la investigadora argentina María Eugenia Mudrovcic sostiene: “Si se toma en cuenta los criterios de organización centrales al campo intelectual latinoamericano, el período que va de los 60 a los 90 dramatiza el pasaje de ‘lo político’ (principio de legitimación o deslegitimación que controló la cultura de la Guerra Fría) a ‘lo económico’ (criterio que reemplazó la dominante política como eje organizador en la Pos Guerra Fría)” (15).

6La expresión “cultos efímeros” que, para nosotros refiere a la devoción de ídolos, la hemos acuñado a partir de la lectura que Walter Benjamin realiza del capitalismo como religión articulada al concepto de fugacidad, propio de las sociedades devenidas moda, como lo desarrolla Gilles Lipovetsky en El imperio de lo efímero (2012).

7Esta crónica se publica, por primera vez, en entregas, para el mensuario mexicano Él. La revista joven. La primera parte aparece en octubre y la segunda en noviembre de 1973. En 1977, Monsiváis reescribe el texto para publicarlo en Amor perdido (México: Era).

8En su autobiografía comenta la experiencia de la siguiente manera: “Para mí, un proto-pocho convicto y confeso, Norteamérica es, permanentemente, una lección y un ejemplo. Fuera de su sistema político, de su conducta racial, de su pretensión de líder mundial y de su presencia en Vietnam, todo lo demás de Estados Unidos me resulta definitivamente admirable. Su música —el jazz, el spiritual, el blues, el rock— hace posible la vasta utilización de los sentidos contemporáneos; su literatura me hace entender el valor perdurable de los testimonios sobre una sociedad que se destruye a diario; […] Nueva York para mí es la Ciudad, el lugar donde crecen los estímulos. La perspectiva de ver seis buenas películas en un día y de enfrentarme por primera vez a la pintura y epatarme con shows psicodélicos y de oír a Allen Ginsberg exigir la legalización de la mariguana y de aburrirme con las películas de Andy Warhol, me abrumó” (1966: 60). En 1979, publica una crónica dedicada a Andy Warhol, donde comenta su experiencia de rechazo y al mismo tiempo de fascinación respecto al cine experimental del artista plástico: “Yo recuerdo haber acudido a este film [Empire] en 1964. Al cabo de una hora, colmado y desbordado y vencido mi snobismo abandoné la salita del Greenwich Village jurando no ver nada jamás de un farsante tan comprobado. Volví pronto, encandilado a ver fragmentos de Sleep (ocho horas de captación del sueño de un individuo, magníficamente dotado para tal vocación)” (80).

9El periodista Jordi Soler, quien selecciona y prologa Los ídolos a nado. Una antología global (2011), alimenta dicho perfil del escritor: “Monsiváis era un intelectual omnívoro, lo había leído, visto y oído absolutamente todo; se sabía la Biblia de arriba abajo, había leído cualquier novela que se mencionara, de Balzac o de Galdós, de Corman McCarthy o de Ian McEwan; se sabía todas las canciones pop, y también las cultas, y de cine no sólo había visto todas las películas, sino que sabía la vida y los milagros de todos los actores, directores, fotógrafos y productores de todas las nacionalidades. En su casa tenía una colección de películas, discos, cuadros, cómics, objetos raros que poco a poco fueron desbordándose hasta formar un museo, un museo de verdad que hoy puede visitarse en la Ciudad de México” (12).

10La autofiguración que Soiza Reilly presenta de sí tiene una particularidad ya que si bien manifiesta estar en un lugar desplazado respecto a los escritores, esto es, estar fuera de “la comunidad” (9) como explicita en la “Confesión inicial” a Cien hombres célebres, apela a la concepción modernista del artista, como puede observarse en la cita seleccionada.

11En Transculturación narrativa en América Latina, Ángel Rama recurre a la noción acuñada por Fernando Ortiz en Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) para nombrar complejos fenómenos de pasaje de una cultura a otra, donde no sólo tienen lugar procesos de aculturación y desculturación sino principalmente la creación de una nueva cultura producto de ambas. Ortiz crea entonces esta categoría para terminar con la noción angloamericana acculturation en boga en el campo antropológico de mediados del siglo XX y a favor de la idea de que ante el choque de culturas no sólo se produce la imposición de una de ellas sino que, de manera más compleja, emerge una cultura distinta a las anteriores. El crítico uruguayo utiliza esta noción antropológica para reflexionar, en el campo de la narrativa, en especial, en las obras de José María Arguedas y Juan Rulfo, sobre el dilema regionalismo / vanguardia. Rama concluye que estos escritores se convierten en transculturadores ya que sus obras, resultado del contacto directo de las culturas regionales con la modernización, “no pueden asimilarse a las creaciones urbanas del área del cosmopolitismo pero tampoco al regionalismo anterior” (2008: 55).

Recibido: 28 de Marzo de 2017; Aprobado: 07 de Junio de 2017

Profesora en Letras. Becaria doctoral del CONICET. Adscripta a la cátedra de Literatura Iberoamericana I de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario (Argentina). Miembro de la Red Académica de Docencia e Investigación en Literatura Latinoamericana Katatay. Ha publicado en revistas nacionales e internacionales. Ha integrado equipos de investigación en dicha área de estudio.

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