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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.23 no.2 Ciudad de México nov. 2012

 

Textos y documentos

 

Uno de tantos, novela desconocida de Eligio Ancona

 

Uno de tantos, unknown Novel by Eligio Ancona

 

Manuel Sol Tlachi

 

Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias, Universidad Veracruzana solm@prodigy.net.mx

 

Elígio Ancona (Mérida, Yuc. 1836-México D. F., 1893), hijo de Antonio Ancona y Cárdenas, maestro de escuela, y de Fernanda del Castillo y Cárdenas, hizo sus primeros estudios en la escuela de su padre; más tarde, después de cursar sus estudios preparatorios en el Seminario de San Ildefonso, inició la carrera de Jurisprudencia en la Universidad Literaria del Estado, en donde obtuvo el título de abogado en 1862.

Sin embargo, desde sus primeros años mostró una clara inclinación por el cultivo de las bellas letras. Se sabe que en 1849, esto es, a los trece años, tenía ya escrita una novela que llevaba por título Rosendo y Luisa, que actualmente permanece extraviada, y en 1858, una obra de teatro, en verso, titulada Valentina, firmada con el anagrama Ignacio Onela. Su afición por escribir obras de teatro la mantuvo hasta sus últimos años, pues, aparte de La caja de hierro (1862) y de Nuevo método para casar a una joven (1862), en agosto de 1881 se representó, en el teatro Peón Contreras, con gran éxito Las alas de Ícaro por la compañía del director español Carlos Burón.

Pero indudablemente su mejor aportación a las letras mexicanas la constituyen sus novelas, entre las que se encuentran obras maestras como Los mártires del Anáhuac (México: Imprenta de José Batiza, 1870), El Conde de Peñalva (Mérida: Imprenta de Manuel Heredia Argüelles, 1879) y las Memorias de un alférez (2 vols., Mérida: Imprenta de "El Peninsular", 1904), publicada esta última de manera póstuma por José María Pino Suárez, y quizá su mejor novela.1

Entre 1861 y 1863, participó en la redacción de La Guirnalda, La Burla, El Álbum Yucateco y El Repertorio Pintoresco, publicando artículos, poemas y algunas narraciones, casi todos ellos de carácter satírico o humorístico.

Voy a referirme solamente a La Burla, cuya publicación apenas duró cinco meses (del 21 de octubre de 1860 al 21 de marzo de 1861), porque en ella apareció en varias entregas, la pequeña novela Uno de tantos, firmada por Lagartija, que era uno de los pseudónimos que usaba entonces, y cuya existencia ha permanecido ignorada por los críticos, incluso por José Esquivel Pren, el historiador de la literatura yucateca.

En el "Prospecto" de La Burla, dado a conocer en Mérida, el 14 de octubre de 1860, se decía:

Estamos empalagados de periódicos seriotes cuya lectura da empacho; lo que queremos ahora es reírnos ¿de quién? del mundo entero, de nosotros mismos, pelagatos que nos lanzamos sin más ni más a explotar los bolsillos. Recordamos que nuestros hermanos del D. Bullebulle, traviesos criticones, picantes unas veces, soporíferos otras, y dando coces a rozo y vellozo, consiguieron alcanzar si no monedas con que llenar sus gavetas, al menos muy buenos arañazos que dejaban sin pellejo a sus bullangueros redactores.

Sus colaboradores eran: El Duende (Manuel Sánchez Mármol); El Diablo Rojo (José Peón Contreras); El Chapulín-Chirimías (Manuel Roque Castellanos); el Buitre sin plumas (Apolinar García), y algunos otros, entre quienes figuraba Eligio Ancona.

En esta revista, Eligio Ancona, siempre con el pseudónimo de Lagartija, publicó: "La jeringa. Un requiebro a los literatos del día" (1718), "Vamos en progreso" (45-47), "El niño que no llora, no mama" (68-71), "Décima" (71), "La hamaca. Canto épico" (78-79), "Lagartija al mus" (83), "Uno de tantos" (94-98, 110-111, 113-115, 121-124) y "Confesión de 'La Burla' ", con la colaboración de Tripón (124-125).

Uno de tantos es una pequeña novela humorística, de crítica social, moral y costumbrista, muy del estilo de las colaboraciones de La Burla, quizá en atención a que eran estas las cualidades que exigía el gran público en una revista de diversión y de entretenimiento.

La novela, en cinco capítulos y un epílogo, narra la historia de Bonifacio Azpeitigurrea, uno de tantos españolitos, quien no logra casarse con Estefana debido fundamentalmente a un pronunciamiento contra el gobierno, que entre otros objetivos se proponía prender a algunos indieros, entre los que se encontraba Bonifacio y Clemente Camándula, su amigo, que vendían a los mayas como esclavos y los enviaban a la isla de Cuba.

La novela, de principio a fin, es una sátira, en general, contra tipos y costumbres, y, en particular, contra la admiración que provocan en todos los yucatecos los cachupines recién llegados a la península; contra los españoles pobretones que llegan a Yucatán por casualidad, pero que en el fondo solo pretenden casarse con una joven rica para salir de su miseria; contra los padres que cansados de esperar un buen partido mandan a traer los novios expresamente manufacturados para sus hijas; contra las jóvenes yucatecas que cuando se saben ricas se dicen "éste es un bocado digno de un extranjero"; contra los comerciantes de indios, que saben que en lugar de fletar un barco para África, y traerlo cargado de negros, es más fácil y barato "extender la mano en derredor nuestro para llenar de indios todos los barcos que surcan los mares"; contra los delincuentes que una vez aprehendidos se vanaglorian diciendo que están en la cárcel por ser enemigos del gobierno; contra las mujeres que se las dan de instruidas y literatas y que se pasan algunas horas del día con un libro en la mano para después tomar la pluma y "soltar de cuando en cuando alguna letrilla, soneto, o cosa semejante"; contra el estilo de algunos escritores románticos; contra el duelo; contra las sediciones, motines y pronunciamientos; en fin, contra la política en Yucatán, en donde nada es duradero, pues esta viene a reducirse a una "especie de juego de damas": "El gobierno anterior ha sido comido por el actual y éste a su vez será comido muy pronto por otros." Ya lo decía también Manuel Sánchez Mármol, compañero de Ancona en todas las citadas revistas: "Durante el periodo de la guerra de Reforma —y es precisamente la época en la que transcurre la acción de Uno de tantos— los gobernantes de la península se sucedían con intermitencia enfermiza; cambiaban como figuras de linterna mágica" (XIII).

La materia narrativa de Uno de tantos está hábilmente distribuida en cada uno de sus capítulos, según apunta cada uno de sus títulos. Los personajes están descritos a grandes rasgos, incluso se les pretende caracterizar con su mismo nombre como es el caso de Clemente Camándula: Clemente con sus paisanos españoles, pero Camándula con todos los yucatecos, particularmente con los adolescentes indígenas a quienes sorprenden en sus pueblos para venderlos como esclavos. Pero su nota más acusada es esa sátira contra los españolitos y yucatecos, siempre y cuando haya en ellos costumbres, vicios y conductas que censurar. Afortunadamente, esa crítica social y costumbrista, hecha de una manera tan obvia y directa, solo disculpable en una revista de las características de La Burla, no vuelve a aparecer en sus grandes novelas históricas, ni siquiera en La mestiza, en donde los personajes podrían haber dado pie a una técnica semejante: el joven hacendado español que se burla de una mestiza ingenua. Ya aquí, el novelista se limita a presentar a los personajes y si interviene en la narración para juzgar los hechos, lo hace de una manera sutil y delicada, quizá explicable porque se encontraba ante un género de mayores dimensiones, pero sobre todo porque a estas alturas de su carrera artística ya se había dado cuenta de que esa literatura satírica, sarcástica y humorística no era la más adecuada para su temperamento artístico.

 

Bibliohemerografía

La Burla, Mérida, Mariano Guzmán/Francisco de P. Carreños, 1860-1861.         [ Links ]

Espadas Ancona, Ukib. "Eligio Ancona, liberal íntegro (1836-1893)" en Boletín de la Escuela de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Yucatán, Mérida, año XIV, núm. 84 (mayo-junio de 1987): 26-37.         [ Links ]

Esquivel Pren, José. "Eligio Ancona Castillo" en Historia de la literatura en Yucatán, t. VIII. México: Ediciones de la Universidad de Yucatán, 1975: 119-173.         [ Links ]

Peniche Vallado, Leopoldo. " 'Valentina', un drama desconocido de D. Eligio Ancona" en José Antonio Cisneros. Poeta, dramaturgo, servidor público. Mérida: Universidad Autónoma de Yucatán, 1996: 79-85.         [ Links ]

Sánchez Mármol, Manuel. "A guisa de proemio" en Evolución histórica de las relaciones políticas entre México y Yucatán, de Albino Acereto. México: Müller Hnos., 1907.         [ Links ]

Sosa, Francisco. "Los contemporáneos. Don Eligio Ancona" en El Nacional (1880-1884), t. VII: 79-80.         [ Links ]

Sosa, Francisco. "Eligio Ancona" en Los contemporáneos, t. I. México: Imprenta de Gonzalo A. Esteva, 1884: 63-67.         [ Links ]

 

Nota

1 Sus otras tres novelas son: La mestiza (Mérida: Imprenta de la Sociedad Tipográfica, 1861), La Cruz y la Espada (Mérida: Leonardo Cervera, 1864) y El filibustero (Mérida: Leonardo Cervera, 1864). El filibustero, Los mártires del Anáhuac y las Memorias de un alférez pueden encontrarse en La novela del México colonial, editadas por Antonio Castro Leal (tomo I, México: Aguilar, 1968).

 

UNO DE TANTOS

Novela por Lagartija

 

Capítulo primero

De cómo la fortuna que tan insolentemente protege a los cachupines, hizo topar a Bonifacio con un antiguo compinche suyo, que conocía muy a fondo nuestras manías y debilidades.

 

Acababa de extinguirse el último toque de queda cuando una diligencia que llegaba de Sisal, se detuvo delante de una casa de la calle de Santiago. Al instante se lanzó de ella un hombre, habló unas cuantas palabras con un criado que encontró en la puerta, y éste después de haberle mirado de pies a cabeza con desdeñosa curiosidad, le hizo entrar en el zaguán, le señaló con el dedo un modesto banco que había allí y desapareció por un corredor inmediato.

Si el criado había andado tan poco cortés con nuestro hombre, era sin duda porque a estilo de todos los criados, y de otros muchos que no lo son, estaba montado bajo la máxima de que el hábito hace al monje; porque efectivamente el traje del sujeto en cuestión no era recomendable ni por su riqueza, ni por su elegancia, ni siquiera por su aseo. Añádase a esto que tampoco tenía seis pies de altura, ni estaba gordo, ni tenía patillas, cualidades que siempre se hacen notar del vulgo, y se disculpará la poca atención del consabido fámulo.

En dos palabras, nuestro hombre a quien bautizaremos de una vez con el nombre de Bonifacio, era un animalito de pequeña estatura, ojillos pardos, cabello negro, tez un tanto quemada por el sol y sobre todo una nariz de aquellas que justifican este célebre verso de Quevedo:

Érase un hombre a una nariz pegado.

Vestía unos calzones anchos de manta azul, una camisa que hubiera avergonzado a un carretero, o a un soldado en campaña, y encima de ella una chaquetita de paño burdo, raída y descolorida por el tiempo. Calzaba unos menguados zapatos de cuero que tenían la desvergüenza de sacar a exhibición pública los dedos de sus pies, y dando ahora un salto mortal desde la planta al cabello, como dicen los poetas, añadiré que Bonifacio se cubría la mitad de la cabeza con un sombrerillo de fieltro, sucio, grasiento y roto por añadidura.

No duró mucho la expectativa de Bonifacio, porque el criado apareció al cabo de pocos instantes, deshaciéndose en excusas y cortesías y diciéndole:

—Mi amo al oír el nombre de usted ha saltado de alegría y me ha dicho que yo le suplique que pase a esta sala, donde se dignará esperarle un corto rato.

Y el criado abrió de par en par una puerta, que se veía frente al banco en que estaba sentado Bonifacio. Levantose éste de muy buen talante y apenas pasó a la susodicha puerta, encontrose en una sala ricamente amueblada, al menos como es posible amueblar ricamente entre nosotros. Sillas y butacas de madera, sofás elásticos, mesas de mármol, quinqués, etc.

Todo esto que Bonifacio examinaba a la escasa luz de una vela de esperma que traía su conductor, no pudo menos que llenarle de admiración por las razones que apuntaremos después.

El criado después de haber iluminado convenientemente la sala, hizo su milésima cortesía y se retiró.

Bonifacio se reclinó en un sofá y esperó.

Al cabo de cinco minutos resonaron en el pavimento los pasos de un hombre que no tardó en presentarse en la sala.

El nuevo personaje contaba a lo más seis lustros de edad y ofrecía en sus facciones muchos puntos de semejanza con Bonifacio. No sucedía lo mismo con su vestido, que indicaba a un hombre con quien no había andado ingrata la fortuna.

Bonifacio saltó del sofá, exclamando:

—¡Mi querido Clemente!

Y echó los brazos al cuello del que había llamado con este nombre. —Agradable es la sorpresa que me has causado —dijo Clemente, desasiéndose de los brazos de su camarada.

Y se apartó de él dos pasos y se puso a contemplarle detenidamente con la misma curiosidad con que algunos minutos antes le había contemplado el criado. Este examen no pudo menos que hacer asomar una sonrisa en los labios del examinador. Bonifacio interpretó a su modo esta sonrisa y dijo:

—Bien veo que te burlas de mi catadura y de los pobres harapos que cubren mis enjutas carnes. ¿Qué quieres, amigo mío? No todos pueden comer y vestir como tú. ¿Qué genio benéfico te ha protegido tan generosamente y en tan corto tiempo, pues apenas hace dos años que te encontrabas tan andrajoso y tan acceinado [sic] como yo?

—Ésa es toda una historia.

—Que me contarás por supuesto.

—Con tanto más placer cuanto que es una historia que no se parece a las demás. Por más que leas y releas la historia de Napoleón, por ejemplo, no podrás nunca imitar las hazañas de ese buen señor que costó tantos millares de hombres a la Europa; al paso que con la simple narración de mis aventuras, verás que tú también las puedes correr iguales, y encontrar ese genio benéfico que me ha protegido.

—¡Vamos! —Exclamó Bonifacio, restregándose las manos de puro gusto—; tú me confirmas en la opinión que me formé de la península desde que puse los pies en Sisal, y aun antes; porque has de saber que desde La Habana adiviné que éste era el país de los encantamientos.

—¿Y esto te decidió a venir, eh?

—¡Toma! Seré yo algún bobo.

—¡Ea chico! cuéntame todo eso; pero... sentémonos.

Bonifacio se recostó otra vez en el sofá, Clemente arrimó una silla y el diálogo volvió a anudarse al instante.

—Escucha —dijo el primero—. Paseábamos no ha muchos días por el muelle de La Habana, porque no encontraba otra cosa mejor en que ocuparme y me sentía con secretas tentaciones de arrojarme al mar para que me despachasen los tiburones, porque hacía dos días que no probaba un pedazo de pan, cuando la tripulación de un buque que acababa de atracar, empezó a echar al muelle fardos de suelas, de henequén y de costales. Un hombrecillo que estaba junto a mí gritó a uno de los marineros que se veían sobre cubierta: —¿De la casa de Camándula y compañía? Yo no sé lo que contestaría el marinero, porque esto de Camándula y compañía me abismó en un mundo de reflexiones. Estos efectos sólo pueden venir de Yucatán —me dije a mí mismo—; mi amigo Clemente Camándula pasó a ese país hace dos años y como Camándula es un apellido nada común puede ser que Clemente sea el principal de esa casa de comercio. Me acerqué al hombrecillo, y después de cinco minutos de conversación con él supe que te habías adquirido aquí una bonita fortuna y que te hallabas al frente de la casa conocida con el nombre de Camándula y compañía.

Por fortuna, el consignatario del buque es un paisano nuestro que nos conoce a los dos: fui a verle, le prometí que tú pagarías mi pasaje y a los tres días nos hicimos a la vela para Sisal.

Desembarqué en este puerto con ánimo de hacer a pata el camino que lo separa de Mérida, porque me hallaba sin blanca para pagar carruaje, y porque no abonándome mi traza, ni conociendo a nadie, no tenía títulos para exigir que se fiasen de mí.

Pero apenas había dado algunos pasos dentro del puerto, cuando advertí que todos me saludaban: muchos me detenían en la calle para darme la mano, otros me ofrecían sus casas y uno, por último, me llevó a una fonda en donde comí como un desesperado, cuyo estómago ha tenido ocho días de vacaciones. Y no paró en esto, sino que me ofreció un asiento en la diligencia y acaba de dejarme a las puertas de tu misma casa.

—¿Y no le preguntaste su nombre a tu generoso protector?

—No, porque él tampoco tuvo la ocurrencia de preguntarme el mío, como tampoco ninguno de los que me hablaron y me estrecharon la mano en Sisal. Todos se alejaban de mí, deshaciéndose en cortesías, mirándome con admiración y murmurando entre dientes: Es un españolito.

Camándula prorrumpió en una carcajada.

—Todo eso que tan justamente te ha admirado ahora —le dijo a su amigo—, te parecerá la cosa más natural de aquí a pocos días.

—¿Con que éste es pueblo eminentemente hospitalario?

—Y protector de los extranjeros hasta tal punto, que ha hecho decir a algunos sansculottes que un yucateco dejaría morir de inanición a diez paisanos suyos para poner en un altar a un extranjero. Y no dejan de tener razón... ¡pero qué diablos! ellos tienen la culpa. ¡Si fueran industriosos como nosotros... ! Considera, amigo mío, que hay aquí tres géneros de industria que puede explotar cualquier extranjero...

—¡Bueno! Tú me explicarás todo eso; pero después de contarme tu historia.

—¡Ba! Si todo es uno. Con la explicación de los tales géneros de industria no sólo te contaré mi historia que se ha reducido a explotarlos, sino también la de todos los extranjeros que vienen al país, que se reduce a lo mismo.

—Pues desembucha —dijo Bonifacio, sentándose en el sofá para oír mejor.

—Primer género de industria —dijo Clemente—. El embeleso que causa en el país todo bicho que llega de tierras extrañas. Ya verás cómo se repite en Mérida cuanto te ha pasado en Sisal, y de un modo que te hará notar las ventajas que debe tener naturalmente toda capital sobre una simple villa. Aquí, amigo Bonifacio, extranjero es sinónimo de noble, sabio, valiente, honrado, rico, etc.

—No puede menos que ser así —interrumpió Bonifacio—. En un pueblo bárbaro e inculto como éste, debe hacer raya cualquier extranjero por papanatas que sea, por aquello de: "en la tierra de los ciegos el tuerto es el rey."

—Calcula tú ahora todas las consecuencias de lo que llevo dicho. Un digno yucateco que no se atreve a dar prestada una pequeña cantidad a un paisano suyo al moderado veinte y cuatro por ciento, que es como se da dinero por acá; le colgará todo su patriotismo al primer extranjero que se le presente sin usura alguna y sin exigirle garantías. ¡Ya se ve! El extranjero tiene quizá inmensos bienes en su patria, o aunque sea pobre, quizá necesita el dinero para alguna obra de pública utilidad, como para poner un camino de hierro, para abrir un pozo artesiano, etc., etc. Algunos que llegan aquí sin conocer el país, se toman el trabajo de andar contando que vienen a plantar algunos de esos frutos de la civilización del siglo, que aquí se conocen sólo de nombre. Pero esto no es necesario; porque mientras más callado sea el extranjero, mayor derecho da a los naturales para presumir grandes cosas.

Y no es esto todo. El extranjero come, pasea y se divierte gratis todo el tiempo que quiera. Todo el mundo desea tenerle una vez siquiera a su mesa, todos se disputan el honor de ser los primeros que le saquen a pasear en calesa o en coche y hasta el más pobre y miserable se atreve a arrendar un palco en el teatro para llevarle a la comedia, y tener el gusto de manifestarse al público en tan magnífica compañía.

Bonifacio escuchaba con la baba caída. Clemente no tardó en continuar.

—Pasemos ahora al segundo género de industria, no porque haya acabado con el primero en que podía seguir hablando una semana entera, sino porque considero que estarás soñoliento y molido, como todo el que acaba de apearse de una diligencia.

—¡Oh! —exclamó el digno españolito—. No tengas por nada ni mi sueño ni el molimiento del camino, pues con tal de seguir oyendo las preciosidades que me cuentas, me condenaría a vivir en eterna vigilia.

—¡Eh! tiempo tendremos para disertar largamente sobre el asunto en los días que permanezcas a mi lado hasta que te cases.

—¡Hasta que me case! —repitió asustado Bonifacio.

—Claro es, pues precisamente en el casarse con una rica heredera consiste el segundo género de industria que puede explotar fácilmente el extranjero en Yucatán.

—¿Pero cómo encontrar aquí una heredera rica, cuando es fama que Yucatán es uno de los países más pobres y trabajados del mundo?

—No es el león tan fiero como lo pintan —respondió sentenciosamente Clemente—. Es verdad que por acá no hay millonarios, pero no faltan mujeres de diez, veinte, treinta mil pesos y quizá algo más, que para unos pobres diablos como nosotros que no traemos más recomendación que nuestra extranjería, me parece que es alguna cosa. Otras muchas mujeres hay de fortuna menos pingüe, indignas por tanto de llamar la atención de los extranjeros, por lo cual se las cedemos generosamente a los naturales.

—Pero oye, chico: aunque todo lo que me has contado sería increíble para mí si lo refiriera otro que tú, aquí no puedo menos que dudar un instante. Una muchacha de veinte o treinta mil pesos debe ser aquí una joya demasiado poco común para que no la atrapen los naturales desde el instante en que conozcan que ya puede soportar marido.

—Amigo mío —dijo sonriéndose Clemente—, eso consiste en que tú haces la cuenta sin la huéspeda, o lo que es lo mismo, sin esa pasión por lo exótico que caracteriza a la yucateca gente. De aquí dimana que todo hombre rico, que tiene una hija, pone de patitas en la calle a cualquier mozalbete que se atreve a elevar el pensamiento hasta la muchacha; porque considera, y con razón, que habiéndose afanado tanto por reunir una fortuna colosal, bien merece, en premio de su trabajo, emparentar con una familia de fuera; y espera resignado que el mar le arroje aquí algún extranjero para brindarle su hija y alcanzar sus deseos. Novios han llegado aquí expresamente manufacturados para tal o cual muchacha, porque sus padres cansados de esperar un surtido de semejante género han tenido que mandar ellos mismos en busca de uno. Las niñas por su parte, cuando se ven ricas, comprenden de tal manera su importancia que se dicen a sí mismas: "éste es un bocado digno de un extranjero;" y dan sendas calabazas a cualquier paisano suyo que osa declararles su amor.

—Embobado me dejas —dijo Bonifacio—, y ya estoy con un palmo de lengua por topar con una de esas ricas herederas para llevarla de una vez al altar.

—No te impacientes, que yo mismo te la buscaré mañana. Entre tanto, pasemos al tercer género de industria.

—Que me place —dijo Bonifacio.

Clemente miró cuidadosamente en derredor de sí, como si temiese que alguien le escuchase, arrimó su silla cuanto pudo al sofá y tocando en el hombro a su interlocutor, le dijo:

—El que voy a explicarte ahora es otra mina inagotable para los extranjeros, aunque esto no quiere decir que no lo exploten también los naturales.

—¿Pero cuál es ese género?

—El comercio de indios.1

Bonifacio se quedó mirando un instante en silencio a su digno compatriota, porque seguramente no comprendió de pronto sus últimas palabras. Pero como hay hombres que por estólidos que sean, llegan al fin a comprender como por instinto todo lo que les importa, Bonifacio no tardó en exclamar:

—¡Ah! sí, ya comprendo. Recuerdo haber visto en La Habana unos cuantos indios que me dijeron que eran yucatecos, y que habían ido a ese país de la esclavitud a lo que van los negros que tomamos en las costas de África.

—Ya ves cuán lucrativo y fácil es semejante comercio, porque si eso de fletar un barco para África, y traerlo cargado de negros cuesta mucho dinero y no pocos peligros, aquí no tenemos más trabajo que extender la mano en derredor nuestro para llenar de indios todos los barcos que surcan los mares.

—Lo comprendo perfectamente. Pero aunque me llames un asno, voy a hacerte una pregunta para acabar de aclarar mis dudas sobre este punto. Puesto que esos indios son prisioneros de guerra, como se dice, y no deben ser los extranjeros los que los atrapan en el campo de batalla, pues éstos no creo que se mezclarán en guerras; ¿cómo es que sean ellos los que se dediquen principalmente a este género de industria? —¡Ba! El comercio de los prisioneros de guerra está reservado a... al...

Y Clemente se inclinó al oído de Bonifacio y concluyó en secreto su frase.

Bonifacio hizo un movimiento de admiración; su compañero le recomendó el silencio, llevándose el dedo a los labios, y continuó:

—Nosotros los extranjeros nos contentamos con dedicarnos a un comercio menos peligroso: al de los muchachos.

—¡Ah! ya... como los muchachos no se defienden como los que están en la guerra...

—¡Cabal! Con algunos agentes que tenemos en la ciudad y otros que desparramamos por los pueblos del interior, reunimos un surtido suficiente de parvulitos indígenas para mandar por cada embarcación que se dirige a La Habana. Nosotros sabemos escoger estos agentes, porque estamos persuadidos que para todo en este mundo se necesita un talento especial. Los ladrones de muchachos deben ser fuertes, atrevidos y astutos, para valerse ya de la fuerza, o ya del engaño, según el caso lo exija. Me parece que el país debe estarnos muy agradecido, pues sabemos utilizar algunas de sus inteligencias, y darles trabajo a ciertos hombres que no lo tenían.

—¡Oh! —exclamó Bonifacio—, nadie puede negar la filantropía que los extranjeros han sabido desplegar en Yucatán.

—Pero mira lo ingrato que son estos pícaros yucatecos —dijo Clemente con un acento lleno de indignación—. Así que les enseñamos el modo de pescar a los muchachos y comprendieron lo fácil y hacedero que era este género de industria, se rebelaron contra nosotros y empezaron a hacer por su cuenta el comercio de indizuelos. ¡Infames! No quisieron comprender que siendo nosotros los descubridores de este nuevo venero de riqueza que posee el Estado, debíamos gozar con tales los años de exclusiva que nos otorga la ley.

—Es muy justa tu indignación —repuso Bonifacio—, y el gobierno y demás autoridades del país debían tomar una medida enérgica contra esos malos yucatecos que se atreven a vender a sus paisanos. Esto por supuesto no reza con nosotros, que como extranjeros, no debemos estar sometidos a las leyes del país, y si alguna autoridad quisiera cometer alguna violencia contra nuestras personas, tendría que habérselas con nuestro cónsul.

—Perfectamente, amigo mío. Tal es la conducta que hemos observado hasta aquí y que esperamos observar en adelante. Por lo que respecta a los yucatecos que se ejercitan en el comercio de indios, ya han hecho algo contra ellos las autoridades judiciales; pero tan poco, que no han escarmentado; mucho más que les queda el recurso de decir que han sido perseguidos como enemigos del gobierno. Porque aquí sucede una cosa que conviene tener siempre presente: cualquier pícaro que es achocado en la cárcel, como asesino, ladrón, vendedor de indios, etc., en lugar de avergonzarse de su encierro, se vanagloria de él y se hace interesante a los ojos de todos, porque se empieza a propalar que se le ha encalabozado por enemigo del gobierno.

—Ya veo que por acá de todo se saca partido. Únicamente me temo un cambio de administración, que según me han informado, es cosa que se hace en Yucatán cada jueves y domingo.

—¿Y por qué temes tal cambio?

—Porque el nuevo jefe del Estado puede darla por filantrópico, y abolir el comercio de indios, con que ganamos tanto dinero.

—Todo puede ser —dijo Clemente—; pero mientras llega ese cambio que con razón temes tanto, aprovechémonos del estado actual de la cosa pública.

—Así lo haré —dijo Bonifacio—. Te aseguro que cada una de tus palabras ha quedado profundamente grabada en mi memoria, y ya verás como sé aprovechar tus lecciones.

—Está bien. Mañana saldremos a campaña. Te llevaré a la Lonja, te presentaré a algunas personas y te enseñaré a las muchachas más ricas de Mérida. Por lo que es ahora, vamos a cenar y luego a dormir.

 

Capítulo segundo

Donde se verá cómo Bonifacio empezó a aprovechar las lecciones de su mentor.

 

Al día siguiente, después de desayunarse con un exquisito chocolate el héroe de nuestra novela, trocó sus mugrientos harapos por un vestido completo que Clemente había mandado a su aposento. Apenas había acabado su metamorfosis cuando se presentó su amigo, quien después de mirarle de pies a cabeza, hizo un gesto de satisfacción y le dijo:

—Eres un chico de tan recomendable figura, que vas a hacer rabiar a todos los amantes y maridos de esta ciudad.

Bonifacio no se mostró insensible a este requiebro: irguió la cabeza con noble orgullo y se acercó al espejo. Mirose en él largo tiempo, se atuzó el escaso bigote, y volviéndose luego a Clemente, le respondió:

—Es preciso confesar, amigo mío, que haces justicia a mi mérito. Tal es mi humilde opinión.

—¡Vamos! —repuso Clemente—: tú estás destinado a hacer fortuna. He pasado revista con mi imaginación a todas las muchachas ricas de esta bella capital, y me he fijado en una.

—Veamos sus cualidades.

—En primer lugar, es fea.

—¡Fea!

—¡Eh!, ¡qué demonios! Ya sabes que los ricos son por lo común feos.

—¡Cómo! —exclamó con acento compungido Bonifacio—: ¡luego yo, como soy tan bueno mozo, no debo tener esperanzas de enriquecer!

—No —respondió Clemente—; porque esa máxima se entiende más bien respecto de las mujeres que de los hombres. Lo que he oído decir de los hombres ricos, es que suelen ser tontos.

—¿Y a mí cómo me crees: tonto o vivo?

—¡Toma! Tú siempre has sido un muchacho de talento...

—Con que es decir que.

—Que será una excepción de la regla general: es decir, de talento y rico a la vez.

—Como tú, ¿eh?

—Exactamente. Oye: se me figura que esa máxima de que el rico es regularmente tonto, debe haber sido inventada por algún pobretón.

—Así lo creo; pero... volvamos a las cualidades de mi futura. ¿Dices que es rica?

—La amenazan unos veinte o treinta mil pesos, que debe heredar muy pronto, porque su padre es un viejo achacoso de setenta y tantos años.

Bonifacio no creyó necesario oír más. Púsose el sombrero, tomó del brazo a Clemente y ambos salieron del aposento. Encontraron una calesa en la puerta del zaguán, se metieron en ella, y dada al cochero la orden de partir, volvieron a anudar su conversación.

—Debo advertirte —dijo Clemente—, que vas a habértelas con un demonio de primo, que le hace la corte a tu futura.

—¿No más que uno?

—Sí; porque el primo ha sabido retirar constantemente a todos los que han pretendido rivalizar con él.

—¡Magnífico! De suerte que yo no tendré más que retirar al primo porque él se ha encargado de los demás. Te digo, querido Clemente, que vales un Potosí para esto de casar a tus amigos.

—Gracias por el requiebro; y para que veas que no soy indigno de él, voy a seguir instruyéndote de las cualidades de tu futura.

—Ante todo, quiero saber cómo se llama.

—Estefana.

—El nombre es un poco prosaico; pero ¡va! el mío tampoco es muy recomendable que digamos. ¿Conque decías de Estefana?

—Que es una niña que la da por instruida y literata.

—¡Jesucristo! —exclamó Bonifacio—. ¿Será alguna poetisa como la Carolina Coronado, o alguna novelista como Jorge Sand?

—No, a Dios gracias —respondió sonriéndose Clemente—. Lo que hay es que se pasa algunas horas del día con el libro en la mano y quizá con la pluma, para soltar de cuando en cuando alguna letrilla, soneto, o cosa semejante. Habla de historia, de geografía, de política, de viajes...

—¡Soberbio! Yo la ofuscaré con la relación de mis viajes, con la historia de los países que he recorrido...

—¿Eh? si tú no has viajado más que de Asturias a La Habana y de La Habana a Yucatán. Pero no temas; Estefana debe ser como todos los que hablan mucho. Ya sabes que los que más hablan de una cosa son los que menos la saben. Los hombres verdaderamente sabios o instruidos nunca se complacen en charlar, sino en meditar a sus solas lo que saben. Habla, pues, hasta por los codos de cuanto se te antoje, con tanta más razón cuanto que el viejo don Andrés, padre de tu futura, también se pica de erudito, y cree a pie juntillas en el talento e instrucción de su hija.

—Así lo haré; pero. ¿por qué ha parado el carruaje?

—Porque hemos llegado ya a casa de don Andrés.

Bonifacio y Clemente bajaron de la calesa y entraron en la casa.

Pasemos ahora por alto esas embarazosas ceremonias de la presentación, y digamos sencillamente que cinco minutos después, Bonifacio sentado entre don Andrés y su hija, y teniendo de frente a Camándula y al primo de Estefana, que estaba de visita; había empezado ya a llamar la atención de su auditorio con la amenidad de su conversación.

—Desde mi más tierna edad —decía—, di a conocer mi afición por los viajes; y como por otra parte la fortuna de mi padre era muy suficiente para saciar tan inocente placer, a los dieciocho años salí por primera vez de la península ibérica, y me dirigí a la Francia. Recorrí las principales ciudades de este gran imperio que camina al frente de la civilización europea, trabé relaciones con muchas notabilidades científicas, literarias y militares, y Luis Napoleón, el mariscal Canrobert, Arago, Dumas y otros me tuvieron muchas veces a su mesa y me hicieron disfrutar de su conversación.

No es nuestro ánimo copiar todo lo que habló Bonifacio en la media hora que duró su visita. Baste decir que supo exceder a los deseos de Clemente, disertando largamente sobre Inglaterra, Rusia y Alemania, que había recorrido en el espacio de dos años. Habló de la guerra de Italia, de un almuerzo a que le había invitado el rey Víctor Manuel y de un consejo que le había pedido Garibaldi. Fastidiado al fin de la Europa, según él, había venido, como Chateaubriand, a recrearse en las selvas vírgenes de la América; y después de haber visitado algunas ciudades de los Estados Unidos y la isla de Cuba, había venido a Yucatán por una casualidad.

Don Andrés le escuchaba con la baba caída, Estefana no despegaba de él los ojos, y el bueno del primo, expresaba también con su silencio su admiración, su desprecio, o sus temores.

Bonifacio conoció el efecto que había producido, hizo una seña a Clemente para que se levantase, y ambos se despidieron entre la admiración general, que había causado el primero. Don Andrés se levantó para acompañarlos hasta la puerta de la calle, y Estefana y su primo se quedaron solos en la sala.

—Admirada me ha dejado el tal don Bonifacio —dijo Estefana—. ¿Y a ti, Antonio?

El primo se sonrió irónicamente y respondió:

—Ya sabes que yo desconfío por instinto de todos esos pájaros que vienen al país por casualidad.

—Sí, ya sé que tú detestas a todos los extranjeros, como los redactores de ese periodiquillo que ha empezado a publicarse, y que se llama La Burla.

—Nada de eso —repuso Antonio—. Yo estimo bastante a muchos extranjeros establecidos aquí, y que con su industria y sus caudales son tan útiles al país. Lo que yo hago es reírme de ciertos badulaques, que quieren hacernos comulgar con ruedas de molino, diciéndonos que llegan aquí por casualidad, cuando toda la gente sensata sabe que vienen con la intención de atrapar alguna presa para saciar su hambre. Juraría que ese pájaro que nos ha traído aquí Camándula ha venido al país a buscar mujer.

Los ojos de Estefana despidieron un brillo repentino. Antonio adivinó lo que esto significaba, y creyendo que era muy conveniente combatir la enfermedad de su prima desde sus primero síntomas, continuó:

—Desgraciadamente para ese pobre de don Bonifacio, creo que no atrapará a ninguna mujer, por más esfuerzos que haga; porque si en todas partes produce el efecto que ha producido aquí...

—¿Pues qué efecto ha producido aquí?

—¡Vaya! en honor de la verdad, yo me he reído interiormente de él.

—Pues estoy segura que papá ha admirado sus vastos conocimientos, y lo mismo me ha sucedido a mí.

—¡A ti! ¡Ba! No es todo oro lo que reluce. Ya verás cómo entre pocos días me dices que yo procure hacerle entender que no te agradan sus visitas, como me has dicho y lo he ejecutado respecto de otros muchos.

—Pues lo que es respecto de éste, te pronostico desde ahora que no te lo diré jamás.

Interrumpió la conversación de los jóvenes la llegada del viejo don Andrés, que entró deshaciéndose en alabanzas de Bonifacio.

Antonio se despidió inmediatamente y salió renegando de su prima, de su tío, de Bonifacio, de Camándula y de todos los extranjeros venidos y por venir a Yucatán.

—Lindo sería —iba murmurando por la calle—, que ese pajarraco de extranjis hubiese venido a desbaratar mi matrimonio que debía verificarse para la pascua... ¡Si es para volverse loco...! Y mientras más pienso en ello, lo creo menos difícil. La buena de mi prima que se enamora de todo muñeco vestido con calzones, es. es igual a todas las hijas de Eva. ¡Mujeres! ¡mujeres! ¡Cómo tuvierais un solo cuello para que yo os lo cortara de un solo tajo, como decía aquel pícaro de Nerón, que sin duda acababa de recibir calabazas cuando expresó semejante deseo!

 

Capítulo tercero

Donde se trata del medio que discurrió Antonio para librarse de Bonifacio y del que inventó Camándula para arrancar a su amigo de las garras de su rival.

 

El primo de Estefana era uno de esos hombres que en vez de arredrarse ante los obstáculos, se proponen vencerlos por todos los medios posibles.

Afirmose pues en su propósito de luchar abiertamente con su presunto rival, y al día siguiente se presentó en casa de su tío más temprano que de costumbre. Pero estuvo a punto de prorrumpir en una maldición, cuando se encontró al demonio de Bonifacio sentado al lado de Estefana y engolfados ambos en un diálogo a media voz, mientras Camándula y el viejo don Andrés hablaban del alto precio a que había llegado la harina.

Por fortuna los dos bichos de extranjis no tardaron en despedirse, y Antonio se quedó dueño del campo. Pero un cuarto de hora después tuvo también que retirarse para no seguir oyendo las alabanzas que Estefana y su padre prodigaban a porfía a Bonifacio.

Y así se pasaron muchos días. Antonio tenía que resignarse a hablar con don Andrés del calor, de la lluvia, de la luna, etc., porque Estefana no tenía ojos ni oídos más que para Bonifacio. Éste no tardó en empezar a ostentar todo el orgullo de un vencedor, y ya no se retiraba del lado de la muchacha, sino media hora después de haberse despedido Antonio.

El desdichado primo empezaba ya a pensar seriamente en tomar alguna medida enérgica contra su mal, que se agravaba de día en día, cuando recibió una cartita de Estefana, muy perfumada y curiosamente plegada, según lo acostumbra en todas sus esquelas esa preciosa mitad del género humano que se llama mujer.

El hombre que tiene la desgracia de estar enamorado no puede menos que sentirse transportado de júbilo cuando recibe una epístola de la señora de sus pensamientos, a no ser que ésta sea de las que acostumbran abrumar a sus amantes con una docena de cartas diarias, porque entonces bien sabido es que producen el efecto contrario.

Antonio, a pesar de haber preferido siempre arreglar sus asuntos de viva voz, había recibido sin embargo algunas cartas de Estefana; y al ver la letra de ésta en el sobre de la que tenía en la mano, sintió oprimírsele el corazón, como dicen los novelistas románticos; porque el carácter alarmante a que habían llegado ya sus relaciones con su prima, le hacía temer alguno de esos ardides de que él mismo se había valido muchas veces para retirar a sus rivales.

Y no le engañó su presentimiento, porque apenas rompió el sobre escrito, se encontró con que la carta era de don Bonifacio y no de su prima. Él mismo había escrito a sus rivales muchas cartas y suplicado a Estefana que pusiese el sobre de su puño y letra, para que los tales señores entendiesen que la prima consentía en lo que decía el primo.

Sabiendo esto Antonio, tuvo un instante tentaciones de quemar la carta antes de leerla; pero como al fin nada se pierde en leer lo que escribe un enemigo, leyó la epístola de Bonifacio que empezaba así:

"Caballero"

—¡Habrase visto animal! —murmuró Antonio—. ¡Llamar caballero a un demócrata como yo! Está visto que este asno viene de un país en que existen todavía esclavos, condes y marqueses. Pero continuemos:

Caballero: la señorita su prima ha empezado ya a disgustarse demasiado con las largas y continuadas visitas que le hace V. diariamente. Ella misma me ha suplicado que yo se lo haga entender a V. lo más pronto posible, con lo cual cumple ahora su afectísimo amigo y servidor q.s.m.b.

Bonifacio Azpeitigurrea.

Antonio estrujó entre sus dedos la inocente carta, corrió a una mesa, tomó en ella una cajita, sacó de ésta un par de pistolas y las empezó a mirar atentamente y con una risa sardónica.

—¡Infame! —dijo entre dientes—: ¿creíste que me había de dejar robar impunemente a Estefana? Te equivocaste pícaro aventurero; yo te desafiaré y te mataré inmediatamente: porque tú no tienes más que lengua y yo tengo algo más.

Cerró otra vez las pistolas dentro de la caja, llamó a su cochero con un grito, y con acento breve e imperioso le dijo:

—La calesa; ahora mismo.

Corrió luego a su cuarto y se empezó a vestir apresuradamente. Pero de súbito se puso a reflexionar.

—¡Veamos! —se dijo a sí mismo—. No hay que proceder con el atolondramiento de un héroe de novela. El consejero más malo y más ridículo que podemos encontrar en nuestra vida es uno de esos libros llenos de fábulas y patrañas que se llaman novelas. Así pues, reflexionemos.

Una de dos: o Bonifacio admite el desafío o no. Si no lo admite, es un cobarde: Estefana lo sabrá al instante, y como no ha de querer casarse con un hombre cobarde, pondrá de patitas en la calle al susodicho Bonifacio. Si admite el desafío, tanto mejor; porque haciendo justicia al mérito de cada uno de los contendientes, yo debo de ser el vencedor y mataré sin misericordia a ese bicho de fuera. Estefana que se ha empapado en la lectura de esas novelas románticas que a millares nos arroja la caballeresca Europa, aplaudirá y admirará este acto, y me seguirá hasta a los infiernos, si a los infiernos voy a esconderme, y se casará conmigo, aunque sea Satanás quien nos eche la bendición nupcial. Pero... ¿y si Bonifacio me mata? ¡Ba! ¿matarme ese badulaque...? ¡Imposible! Pero no; todo cabe en la posibilidad, como se dice en esas abominables aulas de metafísica; y mi rival, por consiguiente, puede matarme. El caso es que yo no estoy resignado a morir. Un héroe de novela en mi lugar, diría: "todo es igual: si me mata, también consigo mis deseos; porque o mi querida o la tumba". Desgraciadamente, yo no puedo decir lo mismo; porque aunque Estefana sea una mujer no muy fea y con algún dinero, no es de esas que merezcan un sacrificio tan enorme, como lo es el de la vida. Y entonces ¿qué hacer...? Pero si es imposible. lo dicho: Bonifacio no puede matarme.

Luego de todos modos me conviene desafiarle.

¡Vamos! Es preciso convenir en que soy un ergotista endemoniado, que hará siempre honor al colegio de San Ildefonso.

Al concluir este monólogo, Antonio se echó bajo del brazo la caja de sus pistolas, salió de su casa y se metió en su calesa que estaba ya enganchada.

Cinco minutos después, entraba en casa de Camándula.

En el corredor se dio de narices con el mismísimo Bonifacio, que empezó a ensayar una sonrisa; pero Antonio que no tenía muchas ganas de reírse, entró sin preámbulos en la cuestión.

—Caballero —le dijo con una sonrisa irónica—, uno de nosotros está de más en el mundo. Y como cuando dos hombres llegan a persuadirse de esto, no les queda más recurso que batirse, he traído en mi calesa un par de pistolas para que uno de los dos deje de existir ahora mismo.

Bonifacio palideció súbitamente y miró en derredor de sí con ojos extraviados, como si buscara algún protector.

—Es decir —tartamudeó después de un instante de silencio—, es decir que... que usted... que usted quiere...

—Que yo quiero que nos batamos —interrumpió Antonio con voz insolente—. Y no nos retiraremos del campo hasta que uno de los dos haya ido a contar a Satanás nuestra aventura.

—¿Con que aquí es costumbre batirse? —preguntó Bonifacio que empezaba ya a volver del susto.

—Como en todas partes, caballero.

—Pero usted don Antonio, que debe ser un hombre instruido, debe conocer como tal lo perjudiciales que son los desafíos a la sociedad y a la moral.

—Lo conozco tanto que me atrevería a escribir diez tomos probándolo; pero si después de escribir esos diez tomos, usted me hacía lo que me ha hecho ahora, le desafiaría a usted tan frescamente como hoy.

—Pero yo, señor mío, que no acierto a prescindir de mis convicciones, no me batiré jamás con ninguno.

—Es decir que usted es...

—¿Un cobarde? Convengo en ello. Yo no me jacto de ser valiente, es decir, de una cualidad que poseen hasta los brutos. De lo que yo me jacto, es de ser un hombre que ha procurado instruirse con todos esos conocimientos útiles que tanto engrandecen nuestro espíritu. La sabiduría es el don más precioso que puede adornar al hombre; esa costumbre de derramar sangre en duelos y guerras es un instinto feroz y brutal que deshonra a la humanidad.

—Habla usted como un libro, caballero. Desgraciadamente nosotros debemos tomar a los hombres como son y no como deben ser: principio refutado por no sé qué filósofo o publicista, pero que viene de molde en la presente cuestión. Pero Dios me libre: estamos disputando como dos estudiantes y nos olvidamos de lo que importa. Caballero, yo no le forzaré a usted a que se bata: solamente deseo que usted sostenga su opinión delante de mi prima.

—No tengo embarazo en hacerlo —respondió Bonifacio.

—Pero yo sí —dijo súbitamente una voz que partía de la sala.

Ambos interlocutores volvieron la cabeza hacia aquel lugar y se dieron de cara con Clemente.

—Señor don Antonio —dijo éste sin volver a ver siquiera a Bonifacio—, mi amigo tendrá el honor de batirse con usted a las armas a la hora y en el sitio que usted mismo señale.

—A las pistolas ahora mismo y en las afueras de la ciudad —respondió sin vacilar Antonio.

—Pero... y los padrinos... —objetó Camándula.

—Usted será el de don Bonifacio, y el mío lo será el primer amigo con quien nos encontremos en el camino.

—No hay que precipitarnos inútilmente. Los padrinos deben ser los que arreglen el asunto de armas, hora y sitio; y para esto se necesita tiempo. Mándeme usted aquí a su padrino dentro de una hora, y dentro de tres, es decir, a las cinco de la tarde, podrá verificarse el duelo con las armas y en el lugar de que lo enterará a usted su padrino.

Antonio inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se despidió.

—¡Desgraciado! —exclamó Bonifacio apenas se encontró a solas con Camándula—: ¿qué es lo que has hecho?

—Nada que no te convenga —respondió Clemente.

—Es decir que me conviene que me mate ese loco.

—No te matará nunca; pero si así fuese, eso te convendría más que el que mañana se supiese el que has rehusado un desafío. Yo conozco demasiado a Estefana, y sé que no volvería a recibir en su casa al que estuviese notado de cobarde.

—Pero.

—Descansa en mí. Yo iré a ver a Estefana después de hablar con el padrino de ese loco, y ella te salvará.

 

Capítulo cuarto

En donde se cuenta la nunca vista y espantable batalla que sostuvo el esforzado Bonifacio con su animoso rival y de la conducta que observó la famosa Estefana.

 

Antonio fue fiel a su palabra. Una hora después de haberse quitado de la casa de Camándula, entraba en ella su padrino, y arreglaba con aquél las condiciones del combate. Éste debía verificarse a las cinco de la tarde, a las pistolas y en el cercado de una quinta de Camándula, situada un cuarto de legua de la ciudad.

Apenas se despidió el padrino de Antonio, Clemente tomó su sombrero y corrió a casa de Estefana. Dijéronle allí que don Andrés estaba durmiendo la siesta y que la señorita se había retraído a leer a su cuarto, según costumbre. Hízose conducir a presencia de ésta, y cierto de que se hallaba a solas con Estefana, le dijo:

—Señorita, la gravedad del asunto que me trae me ha dado ánimo para atreverme a turbar sus sabios entretenimientos. La voz de la amistad habla muy alto en mi corazón, y como un amigo mío, a quien usted estima también, se halla quizás en este momento al borde de la tumba...

—¡Qué dice usted! —interrumpió con no poco asombro Estefana.

—La verdad, señorita. Mi amigo Bonifacio tiene la desgracia de ser un caballero pundonoroso y valiente, y habiendo oído que un hombre hablaba de usted en términos poco decorosos, le ha desafiado a muerte, y entre dos horas deberá verificarse el duelo en un cercado de mi quinta.

—¡Oh noble caballero! —exclamó conmovida Estefana— ¡qué bien se conoce en todo eso a un compatriota de Pelayo, cuya ilustre sangre corre acaso por sus venas! ¿Pero quién soy yo, oscura hija de un país semibárbaro, para que un noble español venga a derramar su sangre por mí?

—Usted es, señorita, valiéndome de las mismas expresiones de Bonifacio, un ángel de tan sorprendente hermosura, que ha sido capaz de detener a mi voluble amigo en esta ciudad. Él ha recorrido casi todos los países del mundo, ha visto los monumentos más bellos levantados por el arte, las obras más grandiosas que la naturaleza ha sembrado en la tierra, las mujeres más celebradas por su belleza; y después de examinarlo todo con la desdeñosa mirada del escéptico, se ha alejado sin conmoverse. Y aquí, en este lugar casi ignorado del mundo, se encuentra repentinamente con una mujer, cuya presencia le fascina, y sin acertarse a explicar a sí mismo lo que siente, se ve obligado a detenerse donde menos lo pensaba. Y cuando ya se veía próximo a alcanzar el radiante porvenir en que había soñado tantas veces, he aquí que un incidente desgraciado se interpone en medio de su camino para arrancarle su felicidad. Por eso me ha dicho con una voz tristísima que ha arrasado de lágrimas mis ojos: "Si mi rival me mata..."

—¿Su rival? —interrumpió Estefana—. ¿Pues quién es el hombre con quien va a batirse?

—Don Antonio, su primo de usted.

—¿Y ése es el que me ha injuriado?

—Crea usted, señorita —respondió el socarrón de Camándula—, que sólo un descuido mío pudo haberle dado a conocer al que se ha atrevido a cebar su lengua en su inmaculada reputación. El mismo Bonifacio me encargó que jamás le dijese a usted quién era ese hombre. Pero el tiempo vuela y me olvido del objeto principal de mi venida. Mi amigo me suplicó que si su rival le mataba, viniese yo a decirle a usted la causa de su muerte y a entregarle este anillo que tiene sus iniciales y algunas hebras de su cabello para que usted tenga siempre un recuerdo de ese amor, por el cual sacrificará su vida tal vez.

Al decir estas palabras, Camándula quitó de su dedo meñique un anillo y se lo presentó a Estefana. Ésta lo recibió en silencio, porque las lágrimas que había sabido arrancar de sus ojos el astuto español, le impedían pronunciar una palabra.

—Si me he anticipado —continuó Camándula—, a darle a usted todas estas noticias es porque he creído que después de la muerte de mi amigo, no tendría valor para cumplir con mi misión. Y ahora que la he desempeñado, permítame usted retirarme a hacer los preparativos del combate.

Camándula se puso en pie; pero antes de retirarse le detuvo la voz de Estefana que le dijo:

—¿Y no habrá un medio de evitar ese duelo?

—Yo no encuentro ninguno.

—Pero yo sí —exclamó súbitamente Estefana—, enjugándose las lágrimas. Ya sé cómo debe portarse en estos casos la mujer que ama.

Cuando Camándula entró a su casa, encontró a Bonifacio comiéndose las uñas. Para animarle, le contó su conversación con Estefana.

—En todo lo que me has contado —dijo Bonifacio— no encuentro más que un diálogo excelente para una novela romántica; pero no es eso lo que ahora necesitamos.

Camándula se contentó con responder con una sonrisa de desprecio y se fue a visitar sus pistolas.

A la hora señalada para el duelo, dos calesas llegaron casi simultáneamente a la quinta de Camándula. En la primera venía éste con el citado Bonifacio y en la segunda Antonio con su padrino. Los cuatro se dirigieron al cercado y se detuvieron en un escampado de unas cuarenta varas en circunferencia.

—Este sitio me parece muy a propósito —dijo Camándula—. Carguemos las pistolas.

El padrino de Antonio presentó al de Bonifacio una caja que había traído en la mano. Dentro de ella se encontraban las pistolas que el primero había examinado algunas horas antes en su aposento. Los dos padrinos se pusieron a examinarlas.

—Son mejores que las mías —dijo Camándula.

—Pues carguemos —dijo lacónicamente el otro padrino.

La operación quedó concluida en un minuto con no poco sentimiento de Bonifacio, que en aquel momento estaba mirando tristemente el sol que descendía con lentitud por el horizonte. Antonio estaba mirando al soslayo a su rival, y se admiraba no poco de encontrar tan resignado a un hombre, que tres horas antes había mostrado su abierta repugnancia al duelo. No sabía cuánto había hablado Camándula para conseguir aquella aparente muestra de valor.

Sacó a ambos de su distracción la voz de Clemente que decía:

—Señores, venga cada uno a tomar el puesto que le toca, porque voy a contar los pasos a que deben colocarse.

Bonifacio no dio señales de haber oído estas palabras y permaneció inmóvil. Camándula, para no dar a conocer la debilidad de su amigo se acercó a él y empezó a contar los pasos desde su lugar. A los cinco pasos se detuvo y le dijo a Antonio:

—Venga usted: éste es su lugar.

—¡A cinco pasos de distancia! —exclamó Antonio palideciendo ligeramente.

—Así lo hemos convenido —dijeron a la vez los dos padrinos.

—¡Bárbaros! —gritó Bonifacio sin poderse contener más tiempo—. Más valdría que cada uno de nosotros mordiese la boca de la pistola de su contrario y disparásemos a la vez.

—Si a usted le parece mejor, lo haremos así —dijo Antonio, recobrando su valor al ver la cobardía de su rival.

Dicho esto, se colocó en su puesto y tomó la pistola que le alargaba su padrino, mientras el de Bonifacio hacía lo mismo con éste.

—Señores —dijo Camándula—, voy a dar tres palmadas: a la última, cada uno de ustedes disparará simultáneamente.

Antonio siempre pálido, pero con una serenidad fingida o verdadera, levantó el brazo derecho y apuntó con firmeza a la cabeza de su contrario. Bonifacio levantó también el brazo y apuntó, pero los temblores que agitaban su mano podían percibirse a cien varas de distancia.

Camándula dio la primera palmada entre el profundo silencio que reinaba en el cercado. Pero de súbito se detuvo y miró con inquietud en derredor de sí.

—He oído pasos —dijo—, y temo que alguno nos sorprenda.

Tras estas palabras se metió entre la arboleda que circuía el escampado y desapareció.

Antonio y su padrino se miraron llenos de asombro. Bonifacio pareció no advertir la retirada de Camándula.

Pero dos minutos después volvió éste, sin acertar a disimular la alegría que brillaba en sus ojos.

—Vamos a empezar de nuevo —dijo—. A la tercera palmada ¡pum!

Camándula dio la primera palmada. la segunda. Pero de súbito apareció entre los árboles una mujer que deslumbraba con la blancura de su vestido, dio un grito penetrante y de un salto se colocó valerosamente entre los dos combatientes.

A tan repentina aparición, Bonifacio y Antonio retrocedieron un paso, y miraron estupefactos a aquella mujer.

Era Estefana.

—Señores —dijo ésta—, disparen sus armas si tal es su voluntad, y quiten a esta desdichada una vida que detesta.

—¡Oh! —exclamó Antonio volviendo de su estupor—. Ésta es una comedia preparada por alguno de esos bellacos que se interesan en mi perdición.

Y haciéndose a un lado para no herir a Estefana, apuntó resueltamente a su rival. Pero una mano se alzó repentinamente tras él y detuvo su brazo. Antonio se volvió vivamente y se dio de hocicos con el viejo don Andrés.

—¡Mi tío! —exclamó entre asombrado y confuso.

—Tu tío, sí —respondió don Andrés—, que se avergüenza de encontrar más nobleza en un extraño que en ti. Apenas ese noble español ha visto interponerse entre ambos a una mujer, ha abatido su arma, mientras que tú la levantas otra vez para asesinarlo.

—Padre mío —dijo Estefana—, dejemos a ese miserable entregado a su confusión, y regresémonos a la ciudad con ese valiente caballero, que ha sabido exponer su vida por el honor de una mujer.

Antonio caminaba de asombro en asombro. Las palabras de su prima le dejaron alelado, y empezó a creerse presa de una pesadilla.

Don Andrés se acercó entre tanto a Bonifacio que tampoco comprendía muy bien lo que pasaba, y le tomó del brazo. Camándula hizo lo mismo con Estefana y los cuatro se alejaron del sitio del combate.

—¡Miserable! —gritó Antonio al ver alejarse a aquel grupo—. ¿He de dejar frustrarse así mis esperanzas?

Y apuntó otra vez a Bonifacio. Pero lo detuvo a tiempo su padrino que era un amigo y condiscípulo suyo.

—Detente, Antonio —le dijo—. Ten el consuelo que abrigan los empleados destituidos por alguno de nuestros juguetes políticos: ¡mañana será otro día!

 

Capítulo Quinto

Donde se prueba que, aunque parezca una fábula, los pronunciamientos traen alguna vez una utilidad positiva.

 

Antonio no volvió a aparecerse en la casa de su tío para justificarse. Bonifacio se lo agradeció mucho, y así éste como su amigo trabajaron tanto con el viejo don Andrés que el casamiento de Estefana con el dichoso españolito quedó fijado para la pascua de Navidad.

Pero en Yucatán, el hombre propone y los pronunciamientistas disponen.

Era principios de diciembre del año pasado. Bonifacio entró una mañana todo asombrado en el cuarto de Camándula y con voz agitada le dijo:

—¿Sabes qué rumores corren ahora en la ciudad?

—Nada sé: no he salido en toda la mañana.

—Pues bien, se dice que han estado prendiendo a algunos indieros, y que muchos de los españoles que han tomado parte en el lucrativo comercio de los naturales van a ser expulsados del país.

—¡Vaya! eso ya lo sabía desde ayer.

—¡Y nada me habías dicho, sabiendo que ni tú ni yo tenemos la conciencia muy limpia!

Camándula dejó ver en sus labios una sonrisa y respondió:

—Nada te había dicho, es verdad; pero estoy haciendo ya los preparativos de nuestro viaje.

—Me admira el estoicismo con que miras semejante desgracia.

—Es porque estoy persuadido, amigo Bonifacio, de que nada es duradero en este mundo, principalmente en Yucatán, en donde eso, que se llama aquí política, es una especie de juego de damas. El gobierno anterior ha sido comido por el actual y éste a su vez será comido muy pronto por otros. Y esto no lo digo yo solo, sino todos. Ahí tienes a Lagartija, uno de esos redactorcillos de La Burla, que en su artículo de El niño que no llora, no mama, acaba de pronosticar (son sus mismas palabras) un pronunciamiento que estalló en la provincia dos meses después de haber subido Victorín al poder.

—Según eso ¿tu estoicismo dimana de que crees en la predicción de Lagartija?

—Exactamente.

—Pero a mí no me sucede lo mismo, porque me temo que en los dos meses que dure nuestra ausencia, Estefana se me mude

—Y tus temores son fundados; porque si Yucatán muda de gobierno cada jueves y domingo, como te he dicho otra vez; las mujeres aquí, como en todas partes, mudan tres veces al día sus amantes. Pero esto debe importarte un pito: si perdemos a Estefana, ya buscaremos otra mejor a nuestra vuelta, que debe verificarse muy pronto.

—Muy pronto, sí; porque la opinión pública no puede menos que echar abajo la actual administración.

Camándula prorrumpió en una ruidosa carcajada que le duró dos minutos.

—¡La opinión pública! —exclamó—. ¡Qué bien se conoce, amigo mío, que acabas de poner los pies en este país! Pero yo que he vivido en él dos años te diré que sólo los periodistas creen o fingen creer en la opinión pública. Y no porque la opinión pública no exista en Yucatán, sino porque las bayonetas que son la suprema lex saben ahogarla perfectamente. A un Juan de los Palotes se le mete en la cabeza ser gobernador, se pronuncia y a los pocos días triunfa. Así es como la soldadesca ahorca todos los días la opinión de este pobre pueblo, digno de mejor suerte.

—Te expresas con tal acritud, que pareces un empleado destituido por la actual administración.

—¡Pardiez! ¿No es peor que una destitución, la expulsión o quizás la cárcel a que tratan condenarnos?

—¡La cárcel! ¿Crees tú que se atrevan a achocarnos en un calabozo?

—Si no lo creyera, no estaría desde esta mañana preparando nuestros baúles.

Doce horas después, es decir a las nueve de la noche, Bonifacio y Clemente salían de la ciudad con el rabo entre piernas.

Cuando el primo de Estefana lo supo al día siguiente, exclamó bailando de gusto:

—Primera vez que veo un pronunciamiento trayéndonos una utilidad positiva.

 

Epílogo

 

Los asuntos de Antonio no tardaron en mudar de aspecto. Algunos días después del suceso que acabamos de referir, se presentó en casa de Estefana; y ésta después de haber escuchado con satisfacción sus explicaciones, empezó a mostrarse menos esquiva.

Por último, una mañana recibió una carta de su prima concebida en estos términos:

He leído en los periódicos de México que se han publicado allí solemnemente todas las leyes de la reforma. Aquí no tardarán en hacer lo mismo de grado o por fuerza, establecerán el registro civil; y yo que tengo un miedo horroroso a los matrimonios civiles, tendré que quedarme para vestir imágenes, si tú no lo remedias lo más pronto posible.

Estefana

Antonio se apresuró a obsequiar los deseos de su prima y hace quince días que los felices esposos disfrutan de su luna de miel en una hacienda de Estefana.

Mérida, 11 de febrero de 1861 

 

Nota

1 Ya comprenderá el lector que nuestra novela pasa en aquella época, en que aún se permitía el abominable tráfico de carne humana, contra el cual ha tomado enérgicas medidas la ilustración del gobierno actual. Por lo demás, prometemos no volver a tratar nunca esta odiosa materia, porque esperamos que jamás volverá a presentarse la necesidad de atacar semejante abuso.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Manuel Sol Tlachi: Profesor-investigador en la Universidad Veracruzana; pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y es miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua. Ha impartido cursos en varias universidades sobre crítica textual, literatura española y mexicana. Entre sus principales ediciones se cuentan: El Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano (edición facsimilar, UNAM, 1995; edición crítica, UV, 2000), La Calandria, de Rafael Delgado (UV, 1995), Poesía completa, de Salvador Díaz Mirón (FCE, 1997), Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno (2 vols., Conaculta, 2000), Astucia, el jefe de los hermanos de la hoja o los charros contrabandistas de la rama, de Luis G. Inclán (2 vols., FCE/UV, 2005), El Parnaso mexicano, de Vicente Riva Palacio (5 vols., Conaculta/ UNAM/Instituto Mexiquense de Cultura/Instituto José María Luis Mora, 2006), La hija del judío (2 vols., UV, 2008) e Impresiones de un viaje a los Estados Unidos de América y al Canadá (UNAM, 2012), de Justo Sierra O'Reilly; y las Obras completas, de Manuel Sánchez Mármol (3 vols., Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2011).

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