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Literatura mexicana

versão On-line ISSN 2448-8216versão impressa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.22 no.2 Ciudad de México Dez. 2011

 

Estudios y notas

 

La vida que vale. Autobiografías mexicanas

 

The life that is worthy. Mexican autobiographies

 

Fabienne Bradu

 

Instituto de Investigaciones Filológicas Universidad Nacional Autónoma de México fabbra@gmail.com

 

Fecha de recepción: 03 de febrero de 2011.
Fecha de aceptación: 17 de mayo de 2011.

 

Resumen

La autora estudia las autobiografías precoces de la generación del medio siglo y hace una sucinta evaluación de su impacto tanto en la cultura mexicana como en las obras que publicaron en su madurez.

Palabras clave: autobiografía, generación del medio siglo, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo.

 

Abstract

The author studies the precocious autobiographies of the so-called half-century generation an realizes a evaluation about the impact of them in the mexican culture an their experience works.

Key words: autobiography, half-century Generation, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo.

 

Hace ya casi medio siglo, algunos escritores de la llamada generación del medio siglo —hablo, por supuesto, del XX mexicano— se sometían al ejercicio que les propuso el editor Rafael Giménez Siles: escribir una Autobiografía precoz. Entre los jóvenes memoriosos de entonces, se cuenta hoy con dos Premios Cervantes (Sergio Pitol y José Emilio Pacheco) y tres muertos prematuros con una obra segada en el mejor momento de su madurez (Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis). En el año de 1966, cuando acometían la faena con arrojo e integridad, eran los príncipes de un reino carente de tradición autobiográfica, si exceptuamos las monumentales memorias de José Vasconcelos. Junto con artistas plásticos capitaneados por José Luis Cuevas, los narradores del medio siglo comenzaron a resquebrar "la frontera de nopal" que cercaba al país con sus espinas erizadas en la piel del ogro filantrópico. Precedidos en la avanzada por sus maestros modélicos Alfonso Reyes y Octavio Paz, ellos acabaron por abrir generosamente el cerco, permitiendo así que entraran altas oleadas de oxígeno en la vida de México. Por desgracia, dos años después, la corriente libertaria se cortaría de tajo con la masacre del 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Estos escritores fueron feroces defensores de la individualidad y activos combatientes del nacionalismo estalinizante que tiranizó la cultura mexicana durante varias décadas, y por ello no es abusivo presentarlos como un arcano ejército de libertadores, un ejército de élite en todos los sentidos de la expresión.

Otras veces conocidos como "la generación del 32", en rigor solo Juan García Ponce y Alejandro Rossi compartían muy exactamente el año, el mes y hasta el día de su nacimiento: 22 de septiembre de 1932, aunque habían nacido a considerable distancia el uno del otro: el primero en Mérida, Yucatán, y el segundo en la Italia florentina. Salvador Elizondo había nacido tres meses más tarde, el 19 de diciembre de 1932, en el Distrito Federal; Sergio Pitol poco después en Puebla, el 18 de marzo de 1933; Carlos Monsiváis hasta el 4 de mayo de 1938 y José Emilio Pacheco el 30 de junio de 1939, ambos en la ciudad de México. Este grupo de escritores a los que unió la amistad y el aprendizaje del oficio, no corresponde estrictamente a la clasificación acuñada por el calendario oficial; sin embargo, no es impertinente volver a unirlos en estas páginas con el pretexto de la empresa autobiográfica y sobre todo porque siguen siendo presencias imprescindibles en el horizonte cultural de Hispanoamérica.

 

Juan García Ponce: "el derecho de vivir otra realidad"

Cada uno imprimió su singular huella al ejercicio autobiográfico y reveló así cuál sería el sello mayor de su obra creativa. Se advierte en la autobiografía de Juan García Ponce su inclinación por el pensamiento crítico que lo convertirá en un ensayista de primer orden. "Me gustaría que mi obra, cualquiera que sea su posible valor, pudiera verse como una especie de biografía de mis ideas, sin darles mayor importancia a los géneros" (519), escribe el joven García Ponce que ya tiene en su haber un volumen de ensayos, Cruce de caminos (1965), acerca del cual enfatiza: "Quizás este sea el más autobiográfico de mis libros, en el sentido de que recoge directamente mis pasiones y preocupaciones más urgentes e inmediatas" (522). Califica el ensayo autobiográfico de "ambiguo" y hasta "contrario a lo que el escritor considera el valor más alto de su oficio" porque "anula esa distancia que el artista pone entre él y su mundo, el mundo, para poder escuchar con mayor claridad su rumor de vida" (498). Sin embargo, no habría que colegir que las ideas representan para él una distancia o un amortiguador de vida: si algo caracterizó la existencia de Juan García Ponce fue precisamente la pasión con la que vivió su pensamiento, incluso cuando la enfermedad le impedía cualquier movimiento fuera del intenso centelleo de su mirada.

Pese a las reticencias iniciales, Juan García Ponce pronto encuentra el verdadero sentido de la empresa autobiográfica: "En verdad, cuando se trata de un artista, que nos condujera a sus obras, las ya realizadas y aquellas con las que empieza a soñar y alimenta secretamente, puesto que si hay algo que importa en relación con él es esa verdad que quiere encontrar en ellas" (499). La autobiografía es, antes bien, la historia de una vocación que, en su caso, nace tardía y tumultuosamente. Encierra el secreto a develar que espera el lector del género, ávido de saber cómo se vuelve uno escritor. Juan García Ponce cuenta que escribió su primer cuento de manera involuntaria: "Al terminar una novela que me había seducido totalmente, me puse a escribir algo que de alguna manera la continuara" (501). No le abandona la sensación de haber llegado tarde a la escritura y, al paso, advierte: "para entonces debería tener 18 años y mi edad mental como posible escritor podría situarse en los cinco o seis" (502). Primero intentó descollar como dramaturgo y el impulso le valió el Premio Ciudad de México por la obra El canto de los grillos (1958). Además del cheque que le permitió casarse "por primera vez", como él mismo subraya, a la edad de Cristo, el reconocimiento público, algo así como su entronización en la cofradía literaria, produjo una fractura en su imaginario: "lo que vino enseguida puede considerarse una reducción de mi mundo imaginario de la literatura a favor de las exigencias reales que acompañan al deseo de ser escritor". Y más adelante, procurando contestarse a sí mismo cómo se hace uno escritor, añade: "es casi imposible determinar qué es lo que hace a una persona escritor. Una vez que los hechos le muestran que lo es, sabe que dentro de su misma condición de artista existe una tendencia a la falsificación y a la tergiversación, emparentada con la mitomanía, que es uno de sus más altos atributos" (505). Así, el señalamiento del escritor por parte de la sociedad sería, antes que las anheladas mieles del éxito, la condena a someterse a las obligaciones de mantenerse a la altura del reconocimiento, la pérdida de la libertad de soñar que es el privilegio del lector, en breve, una fatalidad a un tiempo deseada y repudiada. El despertar definitivo de las exigencias eróticas asimismo le significó "un súbito descenso de (su) gusto por la lectura y (su) capacidad imaginativa". Los libros representan "e/ derecho de vivir otra realidad" (516) y, por ende, la historia de las lecturas es para Juan García Ponce la médula de su educación sentimental, el eje que gobierna el ensayo autobiográfico:

Para mí, el desarrollo de mi biografía está forzosamente ligado al de mis lecturas y en un sentido personal la casualidad que fue llevándome de un libro a otro y mostrándome mi manera de ver y sentir las cosas de acuerdo con el sentimiento que me obligaba a aceptarlos o rechazarlos, es tan importante como los cambios que se produjeron de una ciudad a otra, al tratar nuevos amigos y conocer, gozándolos, diferentes ambientes, al tiempo que la edad y las circunstancias me imponían exigencias y servidumbres desconocidas hasta entonces (517).

Al igual que para sus coterráneos, romper el cerco de nopal constituyó una etapa imprescindible en su educación intelectual y sentimental. Antes del primer viaje a Europa, patrocinado por un padre tan generoso como desesperado por el futuro del hijo, "el escenario de las novelas que admiraba se extendía desde San Petersburgo hasta Nueva York, pero jamás tocaba México" (503). Y, paradójicamente, el regreso o los sucesivos regresos al origen trajeron consigo un descubrimiento de la literatura mexicana, es decir, de la otra literatura mexicana opacada por las vociferaciones y los brochazos nacionalistas:

sin el profundo, despreocupado y siempre original trato de Reyes con la cultura universal, sin la verdad poética, el rigor y la lúcida conciencia crítica de Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, José Gorostiza, Gilberto Owen, sin el irónico y diferente escepticismo de Julio Torri y Salvador Novo, sin el mundo poético y la profundidad de pensamiento de Octavio Paz, que para mí es el modelo más indispensable, y las creaciones míticas de Rulfo, la relación entre nuestra literatura y la literatura tendría otro carácter (504).

Así se estampa el retrato de familia que, en el caso de un escritor, a veces es más determinante que la parentela biológica.

Juan García Ponce apunta una idea particularmente interesante: "la presencia de la vocación —dice— es tan fuerte que configura o desfigura también el pasado, poniéndonos a sus órdenes. Y la validez de la confesión vuelve a ponerse en duda" (501). ¿No es este el mayor riesgo de un escritor a la hora de conjeturar su autobiografía, a saber, reconstruir el pasado a la luz del oficio presente? Introducir la idea de destino, una especie de ritmo recurrente, que lo explicara y lo justificara todo, lo mejor y hasta lo peor. Quizá esta sea también la mayor presión que agobiaba a estos escritores nacientes a la hora de semejante recuento: revivir la corta vida evitando las trampas de la idea de destino que, milagrosamente, lo encadena y lo explica todo como si fuera la verdadera vida.

 

Sergio Pitol: De Tiempo cercado al círculo cerrado

Estoy segura que Sergio Pitol no premeditó obliterar el círculo autobiográfico que se abrió con la Autobiografía precoz de 1966 y se cerró con Una autobiografía soterrada de 2010, probablemente su último libro escrito en vida. Como era de esperarse, el juicio que la segunda emite sobre la primera es radicalmente negativo. Recordando la lectura de 1966, Sergio Pitol apunta: "Al leerla en letra de imprenta me disgustó, y cuando alguna vez la releí lo que sentí fue tedio y hasta malestar [...] En ese pequeño libro —recapitula ahora en 2010—, no encuentro emoción, nada de placer [.] en él no hay tensión, ni elegancia, ni levedad, sino sequedad y grisura" (2010: 95). De la una a la otra, media este medio siglo de escritura marcado por una extraña necesidad: vivir fuera y lejos de México para crear una notable obra de ficción. "Salvo Tiempo cercado (el primero de sus volúmenes de cuentos de 1959), todos mis libros fueron escritos durante veintiocho años en el extranjero" (2006: 47), advierte Sergio Pitol en el recuento final, cuando en el inicial se preguntaba: "Hay un punto, sin embargo, en el que deseo detenerme y que nunca he logrado aclararme del todo, se refiere a mi salida de México en 1961. ¿Por qué siento verdaderos escalofríos cada vez que pienso en regresar a mi país, como es lo natural y como algún día, quiéralo o no, tendrá que ocurrir?"(32). En 1966 confesaba desde el cuarto de un hospital polaco, donde escribió la Autobiografía precoz, que "ninguna de las razones por las que entonces salí me importan ahora y sin embargo no logro vencer mis reparos para volver" (33). Esta necesaria distancia física y mental, prácticamente una condición sine qua non para escribir, en parte se explicaría por la asfixia a la que aludíamos en un principio y que Sergio Pitol refrenda de esta manera: "En Europa experimentaba un sentimiento de libertad como nunca antes lo había conocido. Cuando después de un año inicié el regreso a México, me sentía despojado de toneladas de polilla, libre de muchos esquemas [...] Toda actitud chauvinista comenzó a resultarme intolerable, igualmente me desagradaban la improvisación y la deshonestidad en los medios culturales y políticos del país" (34). Pero esta explicación no es sino una parte de la respuesta y hay, debajo de ella, un misterio soterrado que ni siquiera el psicoanálisis alcanzó a develar. En una de las primeras sesiones a las que acudió, Sergio Pitol le leyó a su analista el cuento "Victorio Ferri" porque, según aseguraba:

a mi parecer, le podría explicar mis problemas esenciales mejor que todos mis soliloquios al respecto, cuando al final de la lectura levanté la mirada en espera de su opinión, descubrí que el doctor dormía plácidamente [...] Mi vanidad literaria fue más fuerte que todo; me olvidé de mi neurosis y demás problemas síquicos y abandoné para siempre el consultorio del doctor (31).

A la par de Juan García Ponce, quien sostenía que su mejor autobiografía se encuentra en sus ensayos, Sergio Pitol afirma que la suya quedó inscrita o escrita en sus cuentos y novelas. Pero no lo dice exactamente a la manera de un Flaubert y de tantos otros narradores, sino porque además confiesa que carece de imaginación para inventar de la nada y así sustraerse a figurar de una manera más o menos visible en sus ficciones. "En fin, sobre cualquier tema que escribo logro introducir mi presencia, me entrometo en el asunto, relato anécdotas que a veces ni siquiera vienen al caso, transcribo trozos de viejas conversaciones mantenidas no solo con personajes deslumbrantes sino también con gente miserable, esa que pasa las noches en estaciones de ferrocarril para dormitar o conversar hasta la madrugada" (2010: 70).

Para resumir su infancia castigada por una tragedia familiar, Sergio Pitol le cuenta apresuradamente a Carlos Monsiváis en una entrevista incluida en el volumen de 2010: "Yo era un niño que a los cuatro años perdió a sus padres, casi siempre enfermo, cuidado por una abuela magnífica, y aunque estuviera bien tratado, me sentía muy ligado a aquellos niños desesperados creados por Dickens" (129). Muchos años después, en una sesión de hipnosis, Sergio Pitol vio a su madre ahogarse en un río cuando él apenas tenía 4 años. Fue, confiesa, "un experimento indeciblemente doloroso", pero lo más extraño sucedió años después, cuando escribió el relato del experimento de la hipnosis. "Al escribirlo volvió el dolor, casi tanto como lo sentí en Guadalajara" (97). Más allá del drama per se, llama la atención cómo la escritura tiene el poder de revivir el pasado en su integridad y lo vuelve un siempre actualizado presente, cargado de las mismas emociones. Se suele equiparar la escritura a una terapia para liberarse de los demonios que nos habitan, pero no habría que olvidar, y Sergio Pitol nos lo recuerda aquí, que la escritura también nos reinstala en un tiempo suspendido encima de los abismos paradisíacos o infernales de nuestra vida. No es tanto una puerta de salida como una permanencia, una persistencia, en el laberinto de la memoria. De ahí, tal vez, esta afortunada frase de Sergio Pitol: "De la única influencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo" (114).

Un extraño fenómeno se produce entre las dos distanciadas autobiografías: ambas hacen énfasis en el primer viaje que realizó Sergio Pitol, a principios de 1953, con destino a La Habana de Batista y luego, a la Caracas de Pérez Jiménez. "El viaje me dio la posibilidad de sentirme dueño de mí mismo, solo, responsable total de mis actos" (2006: 27). En el relato de 1966, el novelista resalta el aspecto político de aquella visita: "Al llegar a La Habana la policía del puerto no nos permitió sacar del barco las cámaras fotográficas. En el recorrido por la ciudad llegué hasta la Universidad. Estaba cerrada. Los estudiantes apelotonados en las grandes escalinatas hacían una manifestación enorme. Se protestaba por la muerte de un estudiante, precisamente de nombre Batista, asesinado por la policía" (28). En el de 2010, una dramatización sin duda debida a la maestría del narrador maduro, rodea el recuerdo del mismo viaje y hace resurgir del inconsciente otra versión oculta durante prácticamente cincuenta años. Al entrar al restaurante La Zaragozana de La Habana, una verdadera epifanía sobrecoge al autor: "entré como convocado a descifrar una parte de mi pasado, a jugar al acusado, al fiscal y al juez en una misma persona" (2010: 21). Y añade, corroborando su inevitable presencia en sus ficciones: "Me pasma el joven que he sido. Me es casi imposible creer que aquel joven fuese este anciano que con esfuerzo recuerda un capítulo tan lejano de su vida. Me es más fácil establecer una distancia para contar sus hazañas en La Habana; utilizaré la tercera persona como si yo fuera otro" (24). A continuación relata una magistral borrachera y un desenfrenado periplo por la noche encendida de La Habana. Se evidencia aquí el método creativo de Sergio Pitol que transforma un episodio autobiográfico en un cuento, cuyo personaje es él y ya no es él. "La parodia me ha permitido dinamitar los muros más recios" (17), asegura Sergio Pitol en el Diario de la Pradera, pero el muro que lo cerca a él mismo no ha acabado de caerse del todo. Tal vez la respuesta al enigma se encuentre cifrada en una observación de 1966, cuando el escritor recalcaba "la desconfianza cáustica que me inspiran los valores establecidos, todo lo que pretenda ser una conclusión, todo aquello que tenga la apariencia de definitivo" (2006: 40).

 

Salvador Elizondo: la vida que vale

Habría que comenzar el comentario a la Autobiografía precoz de Salvador Elizondo resaltando el epígrafe de Pound que la encabeza a modo de estricta poética: "Tenemos en orden nuestras gomas de borrar". Salvador Elizondo es quizá, entre todos, el más consciente de la armazón narrativa de una autobiografía, del equilibrio entre peripecias y reflexión, del estilo y del ritmo, que la convierte en un relato redondo, tan impecable como su posterior Elsinore (1988), que Octavio Paz calificara como una "perfecta sonata". También es, entre todos, el que más penetra hondo en su vida íntima, esa región oscura donde cabe lo mejor y lo peor de cada uno y que los demás narradores apenas iluminan con relampagueantes párrafos. En Salvador Elizondo, la confesión no parece tener fondo ni freno, porque sin duda concurre a forjar el mito del personaje luciferino en el que, con sumo goce y hasta regodeo, se convertirá para el público lector y hasta para sus amigos cercanos. Cuando a sus 33 años exactos redacta su primera mitad de vida, tiene en su haber un libro de poemas (1960), uno de ensayos dedicado a Luchino Visconti (1963), otro de cuentos, Narda o el verano (1966), y sobre todo la inaudita novela Farabeuf o la crónica de un instante (1965), que lo consagraría a un tiempo como un escritor vanguardista y un atrevido mitógrafo de sí mismo.

"Beda el Venerable compara la vida humana al paso de una alondra extraviada que penetra en un recinto, lo cruza fugazmente y vuelve a salir hacia la noche. Una autobiografía es a la vida lo que el momento es al vuelo de la alondra" (31), es la imagen que abre el relato, inmediatamente antes de contrastar la fugacidad con el único tiempo que estrictamente le correspondería a este relato: el gerundio de "la vida todavía me está viviendo" (31). El primer recuerdo del niño quedó grabado sobre el telón de fondo del nazismo alemán y el antisemitismo de la nana teutona, con quien solía desnudarse en un campo de girasoles bañado por un sol tibio que se entrevera en la gruesa trenza trigueña de la joven y se refleja sobre su piel albeada. Por supuesto, es poco probable que este sea el auténtico primer recuerdo de Salvador Elizondo, pero este es el que escoge para su propósito narrativo y quizá porque esta sea la única libertad que tenemos hacia nuestro irreversible pasado. Asimismo le permite anunciar los rasgos más esenciales de su temple: la melancolía y la gratificante soledad o las veleidades del sueño.

Poco a poco, recapitula, he ido construyendo un mundo inviolable en el que no quiero que penetre nadie sin mi consentimiento. Y para eso he tenido que ser precavido. Algunas veces lo he mostrado a quienes para nada lo han comprendido, otras veces he entreabierto la puerta y ciertas gentes, mujeres, han querido instalarse en él como si estuviera en su propia casa (38).

La tensión que se dibuja entre esta inviolable coraza que protege su mundo interior y la confesión de su vida íntima, permanece a lo largo de la autobiografía, no tanto como una contradicción, sino más bien como un resorte digno del mejor suspenso policíaco.

Contrariamente a sus contemporáneos, Salvador Elizondo ha tropezado con varias vocaciones antes de descubrir la que justifica que esté escribiendo el recuento de sus fracasos preliminares. Quiso ser pintor, cineasta, estudió letras inglesas, chino mandarín, antes o a la par de sus primeros pasos en la poesía. Jamás la vida de un joven ocioso habrá parecido tan llena de actividades como la de Salvador Elizondo que nunca ha sido presionado por la necesidad más compartida de la humanidad: el empleo remunerado. Entonces, no fue la necesidad, sino el amor que despertó la vocación poética. De la primerísima visión de la mujer amada, Michéle Alban, encubierta en la narración por el seudónimo nervaliano de Silvia, entrevista desde la calle por una ventana mientras tocaba el piano, nació su primer poema. "El poema era torpe, ripioso y sobrerrimado pero aludía a algo que jamás me sería enajenado y barruntaba una vocación que, perseguida por caminos tortuosos a veces y extraviados, nos lanza ineluctablemente en una dirección que, como la de mi amor por Silvia, es ella misma la travesía y el puerto" (41-42). Después de aprendizajes de toda índole en Europa, Salvador Elizondo regresa, no a México, sino a ese país que se llama Silvia y que comparte con la hermana de esta, María, en un trío decorosamente descrito como "los amores descompuestos" de Baudelaire. El incómodo tufo que emana del reino, lo hace huir a Roma, donde "pasaron los meses y un día, recibí, enviado anónimamente, un recorte de revista policiaca con la fotografía del cadáver de María. Se había suicidado en un cuarto de hotel degollándose con una hoja de afeitar" (50-51). Lo más notable de esta historia es el corte que efectúa Salvador Elizondo después de la tremenda noticia: la frase siguiente, con punto y aparte, dice así: "Roma es una ciudad en que el goce de la arquitectura cobra su expresión más alta" (51). La navaja más afilada que la de Occam denota un manejo magistral de la narración y su hondo conocimiento del proceso de la escritura le hace decir: "Si bien el arte es, esencialmente el producto de una actividad mágica, en su concepción intervienen muchas veces factores tan íntimamente ligados al concepto de técnica y de oficio que es necesario tener en cuenta esto para poder establecer de manera precisa los límites que separan estas dos concepciones". Aquí habla el lúcido y luciferino Salvador Elizondo que, a pesar del alcoholismo, la droga y la locura, nunca perderá la conciencia de la naturaleza del hecho literario, de su secreta alquimia.

Otro rasgo definitivo en la construcción del mito Elizondo es la ironía y el humor que le sirven para mostrarse bajo el peor aspecto y pretender hacerse perdonar por su sinceridad y el estilo. Por ejemplo, después del matrimonio con Silvia, confiesa el recién casado: "Asiduamente confeccionaba traducciones que nunca se publicaban en ninguna parte pero que a mí me servían de ejercicio, no para mejorar mi propia escritura, sino para distraerme de esa faena laboriosa que consiste en ser un marido modelo" (55). Claro que, en su caso, los "pecados" no se reducen siempre a ejercicios de traslación, sino que, aguijoneados por el alcohol, alcanzan grados en los que la "absolución" queda pendiente de la eterna discusión acerca de las maldades de un escritor y las bondades de su obra. El gin que le amortigua el horror de haber traído al mundo a una hija, los martinis que proliferan en el Hotel Chelsea de Nueva York en las tardes de soledad o de conversación con William Burroughs, pronto lo conducen, como él mismo lo señala, a la puerta de un manicomio.

Lo último que recuerdo de esos días es que intenté incendiar mi casa y al mismo tiempo hacer desaparecer todos los vestigios de la presencia de Silvia que esa casa guardaba como un tesoro maligno. Miraba desde la ventana de mi estudio las llamas devorar lentamente su ropa, con la intención de matarme en el climax de ese holocausto inexplicable, pero el miedo a la muerte, que es definitivamente más poderoso y más sabio que la razón, me llevó oportunamente a la puerta de un manicomio (73).

Dos meses duró su condición de loco, durante los cuales nunca se enteró "si los electroshocks servían para desintoxicarme del alcohol que había yo ingerido en Nueva York o si era para transformar mi Weltanschauung desesperada e imaginativa en la aceptación de ese mundo que, además de ser hediondo, es esencialmente triste y pobre" (77). "La locura, concluye el loco transitorio, no es más que una forma paroxística de la soledad" (74). Esta historia podría titularse como la película inédita de Salvador Elizondo, Apocalypse 1900, que filmó al mismo tiempo que escribía Farabeuf, una novela en la que la carga autobiográfica no es deleznable.

Y cuando el lector pensaría que lo peor ya pasó, el narrador remata su confesión satánica con el episodio que sucedió a la salida del manicomio y al enterarse de la demanda de divorcio por Silvia:

Esta noticia me proporcionó el pretexto para experimentar uno de los más grandes goces que he experimentado en mi vida. Nunca he tenido grandes prejuicios contra el uso de la violencia física contra las mujeres. Hay algo en su condición que la atrae y la desea. Ese día, creo que agoté para siempre todas las posibilidades de ser brutal contra un ser indefenso y mientras me ensañaba de la manera más bestial contra su cuerpo compactado en las actitudes más instintivamente defensivas que pudiera adoptar, experimentaba al mismo tiempo el placer de, mediante la fuerza física, poder aniquilar una concepción del mundo. Solo tuve la presencia de ánimo, mientras la golpeaba, de notar que sus posturas eran, en cierto modo, idénticas a las que adoptaba cuando hacía el amor (78).

¿Qué juicio cabe? Entre la condena del ser humano y la maestría del escritor, mon coeur balance, como dice el refrán infantil francés. Bataille, Céline, Mishima y otros más, son los escritores que nos plantean este indisoluble dilema, y a los que, posiblemente, Salvador Elizondo emula en su autobiografía impúdicamente sincera. La audacia para contar las tinieblas interiores, le hace pensar al lector que estas no pueden ser verdad, que el autor exagera lo que en realidad habrá sido. La duda así asoma y nunca podrá zanjarse por la vara que, según nosotros, mide la verdad. En todo caso, es la verdad que Salvador Elizondo escogió entre las otras posibles, y no hay más, ni más fiel ni más falseada.

¿Cómo concluir después de semejante paroxismo? Como si efectivamente se tratara de una escena erótica y del estallido de un orgasmo, Salvador Elizondo recae en la realidad de su apacible cuarto, "en este cuarto puede decirse que he pasado toda mi vida. La vida que vale"; se reinstala en el presente de su escritura insomne, en el silencio de la noche hermosa, cuando "faltan pocas horas para que salga el sol y entonces habrá que reanudar la tarea tratando de salir de la cloaca" (83).

 

Carlos Monsiváis: "A mi madre, por disponerse a negar con fundamento, cualquier posible veracidad de estas paginas"

La dedicatoria con la que Carlos Monsiváis baja sus cartas en la mesa pretoriana, augura el tono que caracteriza al cronista de la ciudad de México y de su propia vida. En efecto, no hay prácticamente diferencia entre un recorrido por la megalópolis guiado por su más brillante cronista del siglo XX, en la estela de Salvador Novo, y un paseo a paso acelerado por sus escasos 28 años de vida. "Ya que no tuve niñez, déjeme tener curriculum", es una típica frase de Carlos Monsiváis, cuyo ingenio muchas veces le sirve para distraer la atención y su propia atención de las profundidades que se espera de él. Sigamos, por ejemplo, el curso de una seudoconfesión para entender el método de la deriva:

Si debo aparecer sincero, y aunque acepté esta suerte de autobiografía con el mezquino fin de hacerme ver como una mezcla de Albert Camus y Ringo Starr, solo puedo interpretar mi actitud contra el nacionalismo cultural como un angustioso striptease o enojé o método exhibicionista para deshacerme de los prejuicios heredados. Vivo bajo la aprensión básica, la piedra angular de nuestras acciones: nos pasa lo que nos pasa por ser subdesarrollados. El pesimismo, siempre una constante ideológica, se ha vuelto ya el segundo estado de ánimo nacional, solo inferior a la incertidumbre. Ahora el subdesarrollo es el culpable: nada ni nadie lo evita o lo evade. Para mí el subdesarrollo es la imposibilidad de ver El silencio de Bergman o de contemplar Margot Fonteyn y Nureyev o de gozar una buena comedia musical o de estar al día en Últimos gritos y lecturas y giros existenciales [...]. El subdesarrollo es el signo de estas generaciones, el espectro que nos vuelve espectrales, el poder de convertir en fantasmagoría a todo un país, la seguridad de ser ectoplásmicos. El subdesarrollo es no poder mirarse en el espejo por miedo a no reflejar (56-57).

Se aprecia así cómo la autobiografía poco a poco se metamorfosea en una sociología del mexicano, como si Carlos Monsiváis fuese, a un mismo tiempo, el estudioso y el objeto de su estudio. Por lo demás, ¿cuál es el verdadero impedimento para mirarse en el espejo? ¿El subdesarrollo o el miedo a la confesión? ¿El subdesarrollo no es también este miedo a la confesión, el temible recato que denunciaba Xavier Villaurrutia como una insidiosa amenaza a la libertad de expresión y de vivir? ¡Cuánta distancia entre un Gide y un Monsiváis! Lo más cercano a un retrato de cuerpo entero e interior que su autobiografía registra, es la descripción de su cuarto: "Mi cuarto me expresa fielmente." En contraste con el cuarto apacible y silencioso de Salvador Elizondo, el de Carlos Monsiváis es un tumulto abigarrado:

Es una simple acumulación de libros y objetos, un teléfono invariablemente ocupado, un cuadro de Pedro Coronel, una colección de dibujos de Cuevas, un collage de Vicente Rojo, posters de Alfred Neuman, los Vétales y The Dynamic Duo, un gran afiche de Vahe Stelle Dell'Orsa, un cartel enorme donde se ve a una niña vietnamita quemada por el napalm y que dice: " Why are we burning, torturing, killing the people of Vietnam? To prevent free elections' ("¿Por qué estamos quemando, torturando, matando a la gente de Vietnam? Para impedir elecciones libres"). También un gato, Pío Nonoalco, déspota indudable, marqués de Sade antes de Charenton y un escritorio, conmovido bajo una montaña de papeles que yo, categóricamente me niego a remover o examinar. En la pequeña sala, más libros y dos tocadiscos y, esparcidos profusamente entre los muebles, bajo los sofás, todos mis long y standard plays. Requiero del ruido sin cesar y deseo siempre estar al día en pop-música, aunque nunca falta Raúl Cosío que viene y me informa de mi enorme retraso en relación al Hot Ten. En este instante escucho Strangers in the Night y me dispongo a oír Color me Barbra y la vida musical de Agustín Lara. ¿No es esto eclectismo? (57).

¿No es este el mejor retrato de Carlos Monsiváis hecho al estilo más singular y duradero de Carlos Monsiváis? Es un estilo sin par, que nunca se repetirá en la vida cultural de México, de la cual desapareció definitivamente el 19 de octubre de 2010. Por eso es difícil parafrasearlo, parodiarlo o piratearlo sin delatarse a uno mismo, y hay que resignarse a citar in extenso sus enumeraciones caóticas, sus modismos chispeantes y sus críticas mordaces como esta con la que concluye su Autobiografía precoz:

No admiro a mi generación: la veo demasiado uncida al régimen imperante, la recuerdo siempre ligada a las generaciones anteriores en el empeño de ahorrarse trabajo, de disfrutar lo conquistado por otros. La veo inerte, envejecida de antemano, lista para checar y reinar. Aunque, desde luego, admito y admiro y trato cotidianamente a las excepciones, las gloriosas, insólitas, renovadoras excepciones. Me apasionan mis defectos: el exhibicionismo, la arbitrariedad, la incertidumbre, el snobismo, la condición azarosa. No sé si pueda llevar a cabo una obra siquiera regular, pero no sirvo para las finanzas o la política. Me aterra terminar. Tengo 28 años y no conozco Europa (62).

 

José Emilio Pacheco: la obra como expiación

El más joven y el más precoz de la generación se sumó a ella mediante la revista Estaciones de Elías Nandino, a la que, en 1957, le creció un suplemento, Ramas Nuevas, dirigido por José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Muy poco después las "ramas nuevas" se hicieron de otros estípites como Juan García Ponce y Sergio Pitol, y tras este peculiar árbol, asomaba constantemente la silueta de un amigo común, Luis Prieto, que nada escribió y todo lo juzgó, y deambula por las Autobiografías precoces. El poeta benjamín publicó sus primeros cuentos gracias a Juan José Arreola y recibió sus primeras sanciones a la primera hora. Se condenaron sus "textos demasiado uncidos a Borges, muestra de una literatura lujosa, inútil, retórica". Aunque luego puntualice que "elogios o censuras debieran encontrarnos lo bastante ocupados en escribir como para que nos afecten" (251); esta entrada en la escena literaria tal vez haya afectado su carrera de crítico con una prudencia ejemplar que hizo pasar por una manera de generosidad. "La vulnerabilidad ante el rechazo o la aprobación incompleta tal vez sea la mayor miseria que aflige o degrada al escritor" (251), advierte con insistencia como si estuviera comentando su propia herida. Sin embargo, está consciente de que "al elogiar lo que admiro cubro mi obligada cuota de enemigos más ampliamente que al atacar a alguien. Como me he 'metido' contra un libro, recibo solo felicitaciones: a todos les agrada que dé en otro blanco la bala que pudo rebotar hacia ellos" (252). "¿Quién tendrá el heroísmo, pregunta José Emilio Pacheco, de renunciar al trato con sus semejantes para ser el gran crítico mexicano?" (252). Él no lo fue, pero otros que le siguieron demostraron que es posible practicar el "heroísmo secreto" de la crítica sin tener que renunciar al trato con sus semejantes.

José Emilio Pacheco anuncia de entrada, con la proclividad a la autoinculpación que lo caracteriza: "Es esta la primera ocasión en la cual —por debilidad masoquista que deploro o un germen de exhibicionismo que ignoraba— me atrevo a escribir directamente sobre mí, en un acto de impudicia ejemplar. Lamento paradójico, pues todo libro es una indiscreción monumental, y un poema se define por ser el impudor quintaesenciado" (250). Una de las razones por las que José Emilio Pacheco bifurcó hacia la poesía, no ha de buscarse únicamente en la sanción crítica inicial, sino en una extraña concepción suya que así expresa: "Me he privado de escribir muchas cosas por el temor de traicionar o herir a quien me dio su confianza. El ejercicio de la poesía libera de toda tentación autobiográfica: ninguno de mis cuentos ha vencido el pudor y no puedo narrar experiencias íntimas" (250). Se advierte aquí un nudo inextricable entre la lealtad a los amigos, el rechazo o el miedo a la intimidad, la supuesta ausencia de huella autobiográfica en la poesía y la posibilidad de borrarse de las ficciones narrativas. Su breve novela, Las batallas en el desierto (1981), ¿no es el relato de su infancia y, por lo mismo, de la infancia de muchos otros niños nacidos a fines de los treinta en una colonia clasemediera de la ciudad de México? ¿Puede decirse —¿él mismo lo diría ahora?— que José Emilio Pacheco está ausente de su poesía?

No obstante, el joven más joven de los jóvenes del medio siglo no duda en escribir con contundencia:

Debo a Francois Mauriac mi farisea hostilidad hacia todo intento de confesión no pedida, autobiografía precoz, examen de conciencia. Uno busca siempre ser absuelto hasta de lo que tal vez nadie lo inculpa. Aun quien se cubre de fango y denuncia lo actos más tristes no duda de que su audacia conquistará las simpatías, el aplauso a su valor, a su humildad. Y no es que los recuerdos se organicen con intención deliberada de engaño: al hablar de nosotros estamos rindiendo cuentas ante un tribunal. Cada quien a su modo, acusándose o protegiéndose, prepara su defensa. Solo la ficción no miente: entreabre junto a la vida de un hombre una puerta falsa por la que desliza incontrolable lo esencial de sí mismo (252-253).

En este pasaje tan rebosante de verdades, quizá esté la respuesta al dilema que planteaba la confesión audaz de Salvador Elizondo, y al mismo tiempo, el sello del pensamiento de su autor: "lo políticamente correcto", el deber ser de la conducta del escritor y de sus posturas poéticas, la moral irrebatible, han convertido a José Emilio Pacheco en un modelo admirado por las nuevas generaciones. Su popularidad proviene de estos principios, aderezados con un humor y una práctica asidua de su talento de conferencista.

Paradójicamente, José Emilio Pacheco termina su autobiografía con una defensa de varias acusaciones que pesarían sobre él, como si alguien lo hubiera llamado a rendir cuentas o a exculparse. Antes que nada, rechaza la acusación de pretender ser el continuador de Alfonso Reyes, y la confesión no pedida delata un pecado de ambición. En rigor, no habría nada malo en querer continuar la obra de ensayista erudito que acumuló Alfonso Reyes en numerosos volúmenes, que no tardarán a igualar los de José Emilio Pacheco cuando alguien, algún día, cometa la faena de reunir la integridad de sus textos. Describe los escritos de Reyes como una atomización que tiende a unir lo disperso y hoy no sería descabellado hacer el mismo comentario sobre la obra de José Emilio Pacheco. La segunda acusación se refiere a su afán de establecer un canon de la literatura mexicana y no ha hecho otra cosa a lo largo de sus muchos años de crítica periodística, de la misma manera que lo hacen los críticos regulares, la mayoría de las veces involuntariamente. Asegura, defendiéndose de la tercera acusación, carecer de aspiración parricida. La ironía del tiempo ahora lo ha convertido a él en la víctima de semejante ambición. Y finalmente, como al término de una confesión religiosa, cuando se pasa al rubro de los "pecados veniales", José Emilio Pacheco enhebra un breve decálogo de posturas, del cual extraigo los siguientes mandamientos: "Ni siquiera me he planteado el problema de ser o no nacionalista: me basta con ser mexicano; no veo la necesidad de promoverme a mexicano profesional" (256). "No cedo a la corriente que obliga a muchos escritores hoy día a pedir perdón por escribir" (258). "Es necesario escribir precisamente porque hacerlo se ha vuelto una actividad imposible" (260). "Es un chantaje exigir de las letras y los escritores lo que nadie se atreve a esperar de los otros hombres ni de Dios" (261). Estamos de acuerdo: nada que añadir.

 

Alejandro Rossi: Edén, vida imaginada

Alejandro Rossi tardó una vida en escribir la autobiografía de sus primeros años. A diferencia de sus correligionarios, no pasó por la prueba de la Autobiografía precoz y hasta 2006 resolvió aportar su contribución a la empresa en una modalidad que él mismo calificó como "vida imaginada", es decir, algo que oscila entre la autobiografía y la autoficción para dar en el blanco de esta singular fórmula llena de ambigüedad. Que se me permita entonces, para terminar, comentar aquí lo que fue su último libro, afortunadamente concluido, publicado y aclamado por la crítica, antes de que él muriera en junio de 2009.

De Quincey sostenía que nada se olvida, que todos los recuerdos están presentes y como latentes en la memoria, pero ¿dónde están y cómo están en nuestro cerebro? Alejandro Rossi parece darle la razón a De Quincey y a nosotros, la ilusión de que los recuerdos permanecen vivos a través de la escritura. Edén es un relato autobiográfico que asienta una identidad peligrada y apuntalada por un cosmopolitismo fundamental. Es asimismo un lugar donde edificar la casa que nunca existió: "Mamá dice que yo nací a las cinco de la tarde en el salón del Savoy de Firenze, mientras tomaba el té con sus amigas" (246). Es, sobre todo, la historia de un momento decisivo en la vida de Alejandro Rossi, un paso casi iniciático entre la infancia y la adolescencia, que tiene lugar en un hotel de la Sierra de Córdoba, en Argentina, simbólicamente bautizado Edén. El episodio da pie a un despliegue memorioso hacia atrás y hacia delante, y junto con el escritor entran en escena miembros de la familia italiana y venezolana, los amigos cosmopolitas y algunos personajes históricos de la Segunda Guerra Mundial.

Difícil y demorada debe haber sido para Alejandro Rossi la decisión de narrarse en tercera persona del singular: una manera de objetivarse pero, sobre todo, de observarse como si fuera posible ser, a un tiempo, actor y espectador de su propia vida. El punto de vista elegido también le permite desdramatizar momentos y peripecias arduas de digerir, incluso con el favor del tiempo, y que así mantiene a distancia, no gracias a la madurez de la edad adulta —un sueño ñoño que no debe formar parte de las ambiciones del filósofo Rossi—, sino por la aceptación de las heridas formativas. La figura del hermano mayor, Félix, es emblemática de una relación padecida y privilegiada: "El hermano menor siempre espía al mayor y su máximo deseo es que nunca se equivoque" (21).

A uno de sus personajes, amigo de la infancia, Alejandro Rossi le reprocha: "Lo malo es que no contaba bien el accidente" (51), revelándonos así lo que más importa en el temple de un individuo: cumplir con brío el inexplicable paso de la experiencia a la expresión, sea esta verbal o escrita. Muchas veces, oímos la voz de Alejandro Rossi detrás de sus impecables párrafos, a la vez que nunca se pierde la conciencia de estar leyendo una "vida escrita", deslumbrantemente escrita, si así puede decirse. Por lo demás, reconocemos en el "nervioso y hablador" niño Alex varios rasgos anticipados de Alejandro Rossi, el seductor y el bromista que muchos conocían, pero también otros más secretos como el "interrogador persistente por interés en las historias ajenas y también para evitar que le hicieran preguntas" (23) y el fantasioso erótico que desliza la mano entre los muslos de la madre y cifra el origen de sus afinidades electivas en un baño genovés. La habilidad narrativa de Alejandro Rossi consiste, en gran medida, en multiplicarse a través de varios personajes, dándonos la impresión de que el relato se centra narcisistamente en el niño Alex, así como en dialogar desde el presente con su pasado.

"La memoria nace del espanto" dice Julio Cortázar, y el primer recuerdo que consigna Alejandro Rossi refrenda el mecanismo: "Alejandro sostenía, años después, medio convencido a fuerza de contarlo, que su primer recuerdo era en una cuna tosiendo desesperadamente y rodeado de unas manchas móviles, ejemplo, afirmaba, de 'percepción no categorizada', una pedantería inocua" (72). Quizá sea inocua pero sin duda encierra un leitmotiv de la historia del cuerpo, que puede ser tan real como la otra historia episódica o intelectual.

Si bien la abundancia parece gobernar este libro similar a una inagotable caja de Pandora, la maestría del narrador reside antes bien en la selección de los episodios y de los recuerdos. Alejandro Rossi nos da a creer que el relato podría seguir eternamente, que es tan abierto e ilimitado como el diccionario Zingarelli que descubre a una edad temprana. Pero no es más que la ilusión de un mago que sabe que un relato resulta más eficaz y contundente si el escritor equilibra el desenfreno y la brida de contención. "Hay que tener la pupila para distinguir lo esencial" (193), subraya Alejandro Rossi en un pasaje del Edén. Huelga insistir en lo que ya saben y aprecian los lectores de Alejandro Rossi: su precisa e insólita manera de adjetivar, el ritmo de las frases que produce la misma fascinación que él confiesa tener ante "un ciclo de movimientos encadenados por un ritmo o un plan establecido" (101). Pero no podría dejar de citar una imagen que me seduce y me intriga sobremanera: "los colchones usados, que dan la impresión de dormir en el bolsillo de un pantalón viejo" (182). ¿Esta imagen pertenece al niño o al adulto?

Como solía ser Alejandro Rossi en la vida, el libro termina con un consejo formulado como una advertencia programática: hay que ser leal a su singularidad y defenderla, no tratar de ocultarla. "Pero no se trata solo de la lengua —¿no es cierto?—, me refiero a la historia propia, a la biografía de cada uno. Hay que defenderla, no es tan fácil, lo sé muy bien" (251). Después de leer Edén, nosotros ya sabemos de qué admirable lealtad es capaz Alejandro Rossi.

 

Bibliografía

Elizondo, Salvador. Autobiografía precoz en El mar de iguanas. Girona: Ediciones Atalanta, 2010.         [ Links ]

García Ponce, Juan. Autobiografía precoz, en Apariciones. México: Fondo de Cultura Económica, 1987.         [ Links ]

Monsiváis, Carlos. Autobiografía precoz. [1a edición diciembre 1966], [2a edición noviembre 1967]. México: Empresas Editoriales.         [ Links ]

Pacheco, José Emilio. Autobiografía precoz, en Los narradores ante el público. México: Joaquín Mortiz, 1966.         [ Links ]

Pitol, Sergio. Autobiografía precoz, en Obras reunidas. IV. Escritos autobiográficos. México: Fondo de Cultura Económica, 2006.         [ Links ]

Pitol, Sergio. Una autobiografía soterrada (ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones). México: Almadía, 2010.         [ Links ]

Rossi, Alejandro. Edén, vida imaginada. México: Fondo de Cultura Económica, 2006.         [ Links ]

 

Información sobre la autora

Fabienne Bradu. Nacida en Francia en 1954 y residente en México desde 1979. Doctora en Letras Romances por la Universidad de la Sorbona (Paris IV) en 1982. Investigadora Titular del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México desde 1979. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Principales libros: Señas particulares: escritora (1987); Ecos de Páramo (1989); Biografía de Antonieta Rivas Mercado (1991); Damas de corazón (1994); André Breton en México (1995); Benjamín Péret y México (1997); Las vergüenzas vitalicias, Diario de Chile (1999); Otras sílabas sobre Gonzalo Rojas (2002); El amante japonés (novela) (2002); Los puentes de la traducción: Octavio Paz y la poesía francesa (2004); Correspondencia de Antonieta Rivas Mercado (2005); El esmalte del mundo (novela) (2006); Artaud, todavía (2009); La voz del espejo, (2009); Los escritores salvajes (2011). Crítica literaria en distintas revistas y suplementos literarios de México. De 1982 a 1998 fue colaboradora de la revista Vuelta y miembro de la mesa de redacción. Traductora al francés de los siguientes poetas: María Baranda, Fabio Morábito, Pablo de Rokha, Gonzalo Rojas, Rafael Cadenas, José Luis Rivas. Y al español de distintos autores franceses, entre otros: Annie Le Brun, André Breton, Jean Genet, Aimé Césaire. Profesora del posgrado de Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del comité editorial de literatura del Fondo de Cultura Económica. Caballero de las Artes y Letras por la República francesa y condecorada con el Águila Azteca por el gobierno de México.

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