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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.21 no.2 Ciudad de México  2010

 

Reseñas

 

Los museos de la poesía. Antologías poéticas modernas en español, 1892-1941

 

Gabriel Wolfson

 

Alfonso García Morales (editor) Sevilla: Ediciones Alfar, 2007. 267 pp.

 

Universidad de las Américas

 

En el clima poético mexicano de nuestros días se percibe sin duda un perfil polémico que, mediante reseñas, entrevistas, obras colectivas o revistas electrónicas, ha generado un conjunto de discusiones notables no sólo por su cantidad, si no también por lo encarnizadas que han resultado algunas disputas. Se trata de un momento que dentro de unos años tal vez pueda ser visto como un período de crisis, un tiempo de revisión y balance de la tradición poética moderna que atravesó el siglo pasado y que se consolidó, en el caso mexicano, mediante numerosos episodios fuertemente canónicos. En el prólogo a Divino tesoro. Muestra de nueva poesía mexicana (2008), Luis Felipe Fabre apunta que el "poema mexicano promedio" es "solemne, formalmente impecable, aséptico, apolítico, pretendidamente atemporal y sublime, tradicional con uno que otro detalle moderno": la afirmación constituye no sólo una generalización provocadora sino un síntoma del espíritu de confrontación y evaluación de la tradición poética mexicana a que me he referido. Ahora bien: dicho espíritu se torna aún más visible en la distancia que asume Fabre respecto del género de las antologías, al declarar que su libro no es una más de las que han proliferado recientemente sino una "muestra", un registro, un "corte sincrónico" sin "afán canonizador". Las precauciones frente a lo antológico, sin embargo, más que pura necesidad de distinción, en este caso parecen remitir a una conciencia sobre el carácter eminentemente moderno del género. No quiero decir con esto, ni mucho menos, que las antologías hayan nacido en la modernidad, pero sí que en ella radicalizaron su función metatextual, de acuerdo con los términos de Iuri Lotman, hasta erigirse vehículo privilegiado de las prácticas canónicas, y aun más: de la lógica agonística que, según Pierre Bourdieu, caracteriza al campo literario moderno.

De este carácter moderno, de esta situación de privilegio para el género da cuenta el volumen coordinado por Alfonso García Morales. El libro incorpora estudios sobre tradiciones poéticas específicas de lengua española, construidas y consolidadas a través del ejercicio antológico: Argentina, Cuba, Chile, España, Perú y México (a cargo de Aníbal Salazar, Rosario Pérez Cabaña, Niall Binns, Marta Palenque, Inmaculada Lergo, Rosa García Gutiérrez y Alfonso García Morales, respectivamente), así como un trabajo notable del propio coordinador sobre aquellas antologías con vocación hispanoamericana o hispánica, trabajo que además marca la pauta sobre el período a estudiar por el resto de los colaboradores. Conviene precisar, de una vez, la importancia de este acuerdo: con él, por una parte, se le da cohesión y sustancia a un libro cuyo modelo —la compilación de artículos de varia autoría— viene ofreciendo a menudo la imagen de una reunión caprichosa, si no casi gratuita, de trabajos heterogéneos; por otra, se llama la atención sobre el hecho de que fue en ese lapso —de la última década del siglo xix a los años cuarenta del xx— cuando las antologías poéticas cobraron un relieve inusitado al devenir, con mayor o menor deliberación, herramientas fundamentales en la construcción de las distintas literaturas nacionales y en sus respectivas discusiones sobre tradición, modernidad, centralidad e independencia. Así, se nos ofrece un libro donde sus colaboradores comparten, en términos generales, una interpretación sobre la trayectoria de la poesía moderna en lengua española y una orientación sobre la manera de estudiar y consignar la historia de las antologías —a lo que se suma el convenio de entregar, al final de los trabajos, una bibliografía exhaustiva y comentada de las antologías consultadas en cada caso.

Es quizá lógico que se comparta una perspectiva de estudio cuando el objeto son las antologías poéticas. Como lo señala García Morales, "la renovación de los estudios sobre la cuestión del canon literario ha provocado un reciente interés por el fenómeno de las antologías" (13), interés que, a su vez, ha permitido situar los acercamientos sistémicos entre los más pertinentes y funcionales para tales trabajos. En su Introducción, el coordinador perfila un modelo basado en la teoría de los polisistemas de Itamar Even-Zohar, la semiótica de la cultura de Lotman y la sociología de la literatura de Bourdieu; modelo que, en efecto, hace posible trascender la discusión identitaria a que dio impulso El canon occidental (1994) de Harold Bloom, y en cambio ubicarse en lo que alguna vez Walter Mignolo llamó el plano epistémico del estudio literario —aquel que, a distancia del plano vocacional, en vez de reproducir los contenidos identitarios y cohesionadores del canon intenta describir los procesos de su formación y desarrollo. A esta ventaja habría que añadir, de manera más específica, el hecho de que los modelos en que se basa el esquema teórico del libro, y sobre todo el de Bourdieu, dan mejor cuenta de campos literarios autónomos —o bien de estados de la cultura cuya relación de relativa autonomía con otras esferas sociales es más o menos estable—, lo que se aviene con el período de estudio de Los museos de la poesía, y lo que explica, además, la primacía en el análisis de los metatextos en tanto agentes canonizado-res por excelencia, sin que se repare tanto en otros agentes —instituciones— ni en otras prácticas, discursivas o no. Queda, sin embargo, una interrogante al concluir la lectura del volumen: ¿qué ocurre con la situación de heteronomía presente, cómo encarar un estado cultural donde las antologías proliferan muy probablemente como mera gesticulación, signos vacíos al habérseles sustraído su función polémica? No es el objeto de su libro y, no obstante, García Morales ofrece al final de la Introducción un apunte lúcido que vislumbra esta problemática:

Quien no ha tenido escrúpulos, no ha renunciado nunca a este tipo de obra y ha aprovechado su misma conflictividad como propaganda, ha sido el mercado, el regulador ya sin rival de la literatura, muy por encima de las instituciones académicas. La antología [...] da la impresión de que ha perdido, como dice Emili Bayo, "su credibilidad y su antigua utilidad", de que sus compromisos y poderes representativos se han diluido, trivializado e incluso invertido, contribuyendo más a la confusión que a la clarificación. Qué duda cabe que entre "los demasiados libros", que diría el mexicano Gabriel Zaid, se cuentan las demasiadas antologías. El fenómeno, aunque no es nuevo, se ha exacerbado en la estresante y saturada sociedad actual del hiperconsumo, la sobrein-formación y la inmediatez, un estadio de la babélica civilización posmoderna donde incluso las guías para acceder selectiva y orientadamente a la información, en este caso a la literatura, sobrepasan con mucho y a cada instante la capacidad individual de los lectores. Cuestión diferente, y con ello volvemos hacia los orígenes de la discusión contemporánea sobre el canon, es que esta situación haya que considerarla lamentable y que nos haga añorar una época en que las cosas estuvieron supuestamente claras (34).

No es este, sin embargo, el único punto del libro que, aun sin que sea su objetivo principal, tiende un puente reflexivo hacia nuestro presente. Puede aludirse, por ejemplo, a la disputa por la hegemonía cultural, o más bien por la legitimación de los lugares de enunciación, eje fundamental del recorrido antológico moderno en el orbe hispánico: desde la Antología de poetas hispanoamericanos de Marcelino Menéndez Pelayo (1893-1895) —resultado individual tras un vano intento de coordinar a las distintas Academias de la lengua, inscrito en la política regeneracionista borbónica—- hasta Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española (1941) —donde el paralelismo entre la poética de Contemporáneos con la de la Generación del 27 sugiere una especie de paradigma moderno para la poesía en español—, las antologías se disputaron meridianos culturales, herencias literarias, posiciones de avanzada o sedes de lo moderno. Lo cual, por cierto, nos remite a discusiones mucho más recientes que se inscriben sin embargo en el mismo marco problemático de la lengua: piénsese por ejemplo en el debate en torno a Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000) (2002), a la que llegó a señalársele cierto continuismo en relación con Laurel en su búsqueda de crear un conjunto acaso demasiado armónico; o bien en las dudas que suscita esa regla no escrita del Premio Reina Sofía consistente en otorgarse, por turnos, no a cada país entre los posibles sino a cada orilla del Atlántico. O puede aludirse, también, a otro episodio que influyó decisivamente en los estudios literarios mexicanos del siglo pasado, o más aún, en la forma de leer y concebir la literatura mexicana: la noción, impulsada por el primer Modernismo, de que justo ese período señalaba el comienzo de la literatura hispanoamericana cabalmente independiente, noción reforzada por varias antologías y en especial por la Antología de la poesía española e hispanoamericana, 1882-1932 (1934) de Federico de Onís, y que mucho tuvo que ver con la desatención generalizada durante mucho tiempo hacia las letras mexicanas del siglo xix anteriores, digamos, a Gutiérrez Nájera.

Ahora bien, me interesa particularmente destacar un proceso de suma importancia que Los museos de la poesía, en su recuento exhaustivo y meticuloso, hace visible: la soterrada pero determinante irradiación del esquema propuesto por Menéndez Pelayo en su antología ya referida, esquema tocado por una impronta imperial y paternalista que busca instituir la tradición hispánica como la única posible. En el centro de la figura Menéndez Pelayo ubica a Andrés Bello; a los lados, escuelas poéticas que responden a la periodización tradicional de la literatura española; como ausencias o presencias menores e incómodas, cualquier atisbo de poesía popular y la poesía romántica, que para el filólogo representaba "la gran avalancha liberal, anticlásica y antihispánica, ante la que acentúa su actitud defensiva" (66). Que Darío, en su reseña a la antología, haya puesto reparos no a los criterios de selección y organización sino, simplemente, a la decisión de su autor de no incluir poetas vivos —es decir, de no incluirlo a él—, marca acaso el origen de una actitud compartida por numerosos escritores e intelectuales posteriores, quienes, "rechazando al Menéndez Pelayo más ortodoxo, siguieron reivindicándolo críticamente" (74), actitud que también puede explicarse por el hecho de que Darío nunca llevó a la práctica su constante sueño de elaborar una antología de poesía hispanoamericana. Quiero decir, pues, que no hubo una antología combativa del Modernismo en los primeros años, en el momento precisamente combativo del movimiento, una antología no hispanizante y que bien habría podido plantearse como contrapeso al canon formulado por Menéndez Pelayo. Lo que en cambio sí hubo después, en los días triunfantes del Modernismo, fueron antologías que insistieron, como dijo Lugones (por cierto la figura central en el canon antológico argentino, según el capítulo a cargo de Aníbal Salazar), en el "genio de Darío" como punto de arranque y que entonces dejaron el pasado, tanto el colonial como el de las repúblicas del xix, en las manos expertas de don Marcelino, decisión que en términos generales se reforzó con la siguiente gran generación de antólogos, la de las vanguardias, constituida no tanto ya por estudiosos, académicos o editores sino por poetas, por participantes interesados del juego literario, quienes tampoco quisieron reevaluar críticamente la poesía anterior al Modernismo. En todo caso, el proceso de irradiación, ya no por omisión sino por aprendizaje directo, encontró su siguiente eslabón en Pedro Henríquez Ureña, quien deliberada y explícitamente se propuso continuar la labor iniciada por Menéndez Pelayo. Así lo precisa García Morales:

Es cierto que él nunca aceptó el tradicionalismo católico y españolista de Menéndez Pelayo ni imitó su estilo retórico, que desde el principio tuvo un conocimiento muchísimo más próximo y matizado de la literatura hispanoamericana y contemporánea [...], pero siguió leyendo y defendiendo al polígrafo español frente a sus detractores y aun admiradores incondicionales, no lo confundió con un crítico académico más, lo consideró un maestro imprescindible de los estudios humanísticos, su guía para adentrarse en la literatura española, y compartió su preferencia estética por el clasicismo. Esta aceptación de la tradición hispánica fue una de las bases de su idea de la identidad americana; y este clasicismo, su principal criterio para no perderse en el laberinto de la modernidad (470).

La línea de continuidad no es exclusiva para México —o para las varias zonas de influencia de Henríquez Ureña—: en Chile, por ejemplo, según se lee en el trabajo de Niall Binns, la Antología de poetas chilenos del siglo XIX (1937) de Raúl Silva Castro heredó el "peculiar diagnóstico" ofrecido por Menéndez Pelayo (372). Pero el caso de México quizá sea ejemplar por el magisterio que ejercieron en escritores como Jaime Torres Bodet y Xavier Villaurrutia tanto Henríquez Ureña como Alfonso Reyes (o el poeta de su generación: González Martínez), quienes transmitieron una doble convicción: por un lado, el pasado en los términos clasicistas de don Marcelino; por otro, el Modernismo como parteaguas y la aceptación de la lógica rupturista desde entonces implantada. Que al final de este recorrido una antología como Laurel ofrezca la defensa de una poética "clasicista y reflexiva" (214) al mismo tiempo que se presente como "contestataria" frente al paradigma de cultura nacional del Estado mexicano no parece sino abonar en favor de esta hipótesis de lectura que Los museos de la poesía permite percibir y sostener.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

Gabriel Wolfson Reyes: Doctor en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Profesor de tiempo completo del Departamento de letras, humanidades e historia del arte de la Universidad de las Américas Puebla. Ha publicado Muerte sin fin: el duro deseo de durar (Universidad Veracruzana, 2001) y, recientemente, la novela Los restos del banquete (2009). Sus artículos y reseñas sobre literatura mexicana han aparecido en diversas publicaciones académicas. Es colaborador regular de la revista Crítica, de la Universidad Autónoma de Puebla.

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