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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.21 no.2 Ciudad de México  2010

 

Reseñas

 

Escena del crimen: Estudios sobre narrativa policiaca mexicana

 

José Manuel Mateo

 

Miguel G. Rodríguez Lozano (editor), UNAM, 2009 (Letras del siglo XX). 189 pp.

 

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

 

Comparar al criminal con el "artista creativo" y al detective con su crítico es un símil prácticamente irresistible, sea que los términos de la comparación vayan del campo del arte al judicial o viceversa. Chesterton sancionó positivamente la analogía y Ricardo Piglia la atrajo hacia el binomio que opone crítica y escritura. Los enunciados que cada uno formuló al respecto abren los ensayos reunidos en Escena del crimen y nos llevan a pensar que el editor del volumen simpatiza con esta postura o, al menos, le sirve de pretexto para entablar una identificación amistosa con el objeto de estudio. Resulta por ello inevitable recordar a Cheech, el gánster de Balas sobre Broadway (Bullets Over Broadway, Woody Allen, 1994), que poco a poco deviene en crítico de teatro, asesor literario, dramaturgo y director de escena cada vez menos dispuesto a tolerar la impericia y la mediocridad de los artistas creativos que le ha tocado en suerte vigilar. Bien podría suponerse que sólo un artista es capaz de juzgar a otro o que la crítica sólo se ejerce con honestidad cuando no ha dado sitio a un gremio de profesionales. Sin embargo, ni estas hipótesis apresuradas ni los epígrafes de Chesterton y Piglia las tienen todas consigo. La lectura del libro coordinado por Miguel G. Rodríguez Lozano enseguida nos aparta del juego de los binomios y de su radicalismo instintivo, pues no sólo conduce por la revisión de la narrativa policiaca escrita en la segunda mitad del siglo XX, sino que, en buena medida, impulsa a reconsiderar las certezas que se construyen en torno a un género, cuya constatación podría funcionar al mismo tiempo para probar su consistencia lábil. En otras palabras: el estudio de la narrativa policiaca revela —por sí mismo— la necesidad de actuar sobre los consensos críticos y muestra la pasajera tensión superficial que da cuerpo a cualquier género.1

Determinar los orígenes de las narraciones policiacas en México no es cosa fácil (para emplear la frase que da título a una de las novelas de Paco Ignacio Taibo II). Más o menos se coincide en señalar al potosino Antonio Helú como el pionero que cultivó el género desde los años veinte y se interesó en difundirlo a mediados de los años cuarenta del pasado siglo XX. Si así se acepta, toda la literatura policiaca mexicana derivaría casi en línea recta de influjos europeos y estadounidenses más o menos recientes. Sin embargo, Enrique Flores ha señalado la proximidad de lo policiaco con las causas célebres, esa forma previa de la nota roja que ya circulaba por la Nueva España del siglo XVIII y que, a su vez, tiene relaciones de parentesco con otras formas literarias, como las historias trágicas de la Italia del siglo XVI, las cuales, por añadidura, se pusieron "muy de moda en Francia a principios del XVII"; incluso las filiaciones llevan a los romances de ciegos que se ocupan de relatar crímenes y a otra forma precursora de la nota roja: le canard, ese "universo análogo al de los pliegos de cordel" y cuyos 'papeles sangrientos' se deleitan "con el 'espectáculo de la muerte' y la 'estética del suplicio' ". Si consideramos las aportaciones de Enrique Flores, tendríamos al menos dos grandes líneas que han nutrido al género, una reciente y otra de mayor hondura cronológica que señala a otro precursor: Carlos María de Bustamante, quien en 1835 editó una síntesis del proceso que siguió al asesinato de "don Joaquín Dongo y diez familiares suyos", crimen cometido el 23 de octubre de 1789.2

Pensar en los orígenes del género viene a cuento debido a uno de los debates que se mantienen vigentes y que Escena del crimen actualiza: la diferenciación entre novelas policiacas puras y novelas que, a pesar de incorporar estrategias narrativas adjudicadas a lo policial, han sido excluidas del género alternativamente por autores, lectores y críticos, sea para salvaguardar el deber ser del género o para depurar el espacio de la literatura seria. Con sus ensayos, Leonardo Martínez Carrizales y Raquel Mosqueda Rivera dan cuenta de esa tensión entre la acogida y el rechazo de ciertas obras que se autoproponen para figurar en la lista de lo policiaco escrito en México, pero cuya aceptación ha sido conflictiva. Incluso el mismo Martínez Carrizales se ve alcanzado por la tirantez del dilema cuando afirma que "el muy personal código policiaco de Fuentes" sirve en La cabeza de la hidra "a otros propósitos" de "su sistema expresivo" (16). Así, aunque al comenzar parece que emprenderá una defensa de la obra, cuya lectura se vio afectada, nos dice, a causa de la posición de "sujeto político" del autor (se refiere al apoyo de Fuentes brindado al régimen de Echeverría), su conclusión termina por reprobar la novela; desde su perspectiva el "código policiaco" resulta "fallido" o se ve "deturpado" por las "claves políticas" con las que Fuentes se "obstina" en confiar en el nacionalismo revolucionario (33). Por su lado, Raquel Mosqueda Rivera también sintetiza la recepción pública de El miedo a los animales, a un tiempo blanco de descalificaciones y encomios por su afán de "denuncia", pero que, hecho a un lado el asunto novelado (la corrupción de las cofradías de literatos e intelectuales), también se considera la novela "menos lograda" de Enrique Serna, "tanto en estructura, como en trabajo del lenguaje, como en construcción de personajes" (118).3 Mosqueda Rivera, si bien concede que se trata de una obra "desigual", señala la necesidad de examinarla bajo "los presupuestos en torno a los cuales se construye, es decir las pautas sugeridas por la propia narrativa policial". En ese camino, busca "demostrar el carácter paródico" que anima la novela y con el cual Serna "caricaturiza y rinde patente homenaje" al género. Así las cosas, El miedo a los animales se aviene a lo policiaco sólo en la medida en que escenifica sus supuestos y no por las posibilidades mismas de este registro literario.

Entre los extremos de la aceptación y el rechazo —o junto a ellos— se encuentra la opción de lo parapoliciaco, es decir, aquello que se acepta a regañadientes. En esa zona de tolerancia ha sido puesta por María Elvira Bermúdez Dos crímenes, de Jorge Ibargüengoitia, y allí se dirige Roberto Gómez Beltrán para extirpar el prefijo del término, echando mano para el propósito de una idea expresada por Vicente Leñero: "la limitación más notable de nuestra novela policiaca" es creer "que todavía las historias se resuelven" (39). La aportación de Ibargüengotia, desde la perspectiva de Gómez Beltrán, consiste precisamente en mostrar la simulación de la justicia, en dejar sin castigo el crimen, de modo que a inocentes y culpables no les queda sino escapar, sea en los hechos o mediante el recurso del soborno. Pensar en las posibilidades de lo policiaco dentro de los márgenes que el género instaura, amplía, disgrega y restaura, nos obliga, como en este caso, a aceptar que el humor —y no siempre la parodia—, el absurdo, la denuncia, la paradoja o los dilemas éticos son formulaciones afines a cualquier escritura y que su verificación no basta para determinar si nos encontramos o no frente a un género, esto es, ante una fórmula que opera en términos relacionales.

Sin que en este espacio sea posible aportar más casos que los estudiados en Escena del crimen, podemos aventurar que la novela policiaca en buena medida constituye un género propicio para la metaliteratura, tal como ocurre en las grandes obras que difícilmente se avienen a una sola localización por parte de la crítica.4 Esto nos hacen pensar Carlos Rubio Pacho, Jesús Eduardo García Castillo y Juan Carlos Ramírez Pimienta. El primero de ellos procura mostrar la originalidad de Crimen sin faltas de ortografía, de Malú Huacuja, y señala entre otras cosas que, a pesar de ceñirse a "lo que se esperaría de cualquier novela [policiaca] tradicional", la deducción investigativa es sustituida por una suerte de confesión narrativa, con la cual Elia, la personaje-narradora, procura ganarle la delantera a otra mujer (Fabiola) que se ha propuesto abordar literariamente el crimen en cuestión. García Castillo se ocupa de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, en donde a la obvia referencia cinematográfica se añade la "reflexión sobre el proceso creativo de un escritor en ciernes" (87) y la incorporación de Truman Capote como personaje decisivo. Al final (en una involuntaria referencia al título de otra novela de Paco Ignacio Taibo II), el autor del ensayo expone el nodo donde se funda el realismo de la novela: el lector se entera de la identidad del asesino, pero el crimen queda impune, porque "la novela policiaca mexicana no puede tener final feliz", dadas las "descorazonadoras estadísticas" según la cuales en nuestro territorio "sólo tres de cada cien delitos son castigados" (112).5 Por su parte, Ramírez Pimienta observa cómo Juan José Rodríguez fue empujado a escribir una novela policiaca sobre un tema específico: el narcotráfico. Así nace Mi nombre es Casablanca, donde "el autor dota... a investigadores y narcotraficantes por igual... de una amplia cultura literaria y cinéfila" (154) para desactivar el cliché predominante de unos y otros. Así, los personajes discuten a Maquiavelo, se habla de Miguel Ángel, del Quijote o de la Divina Comedia, se introducen en los diálogos frases atribuidas a Voltaire, Balzac, Orson Wells, o bien directamente se hace referencia a escritores, personajes y ámbitos de la ficción vinculada a lo policiaco: Agatha Christie, Sherlock Holmes o el programa Los Intocables. Partiendo de estos ensayos —y agregando el de Raquel Mosqueda Rivera— puede proponerse que la ficción policiaca mexicana de las últimas décadas se configura sobre tres líneas —al menos— que determinan la construcción narrativa: a) hay un personaje que desea o se siente obligado a escribir un relato bajo los supuestos del género, b) se incorporan a la ficción autores vinculados con lo policial y c) abundan los guiños —a veces decisivos— que establecen vínculos y afinidades entre la narrativa policiaca escrita y la fílmica. Esta tendencia, pródiga en posibilidades, bien podría constituir una forma de endogamia o de autarquía impuesta por las exigencias de un ambiente hostil para el género, de un realismo mal entendido o, por el contrario, de una completa liberación de los prejuicios que buscan disminuir las posibilidades de lo policial. Da la impresión así de que en México buena parte de esta narrativa sólo puede escribirse con una fuerte carga de literaturización. Paradoja no exenta de gracia, si pensamos que al género se le trata con desaire precisamente porque se le considera poco literario y casi "indigno de análisis", como lo deploraron Miguel G. Rodríguez Lozano y Enrique Flores en los "Preliminares" de Bang! Bang!

Es el propio editor de Escena del crimen quien nos indica otra de las tendencias que persisten en la narrativa policiaca: el afán topográfico de sus protagonistas, que bien puede interpretarse como una reacción (añeja dentro del género) contra el expediente del enigma en el cuarto cerrado o como una refracción de ese mismo locus: la ampliación de la clausura, la reproducción del encierro compartimentado y la introspección como ejercicio de encierro (y no siempre en contra del encierro). Rodríguez Lozano repasa la obra de Juan Hernández Luna y en ese tránsito menciona el empeño del autor "por resaltar el espacio urbano, la problemática social y acentuar —en la ficción— la relevancia de los marginales o de los personajes de un estrato social bajo" (71). Contra lo que podría esperarse, Hernández Luna localiza la mayor parte de sus trama en Puebla, no en la Ciudad de México, y en Yodo, la última de sus novelas —al menos hasta el momento de la publicación Escena del crimen—, el topónimo queda en el terreno de las conjeturas, de modo que la ciudad sin nombre (anónima, criminal) es el ámbito de un asesino en serie que actúa (y narra) en espacios cerrados.

Respecto de los asuntos que se adhieren a lo policiaco y que persisten en los autores nacionales tenemos "la conspiración real o supuesta contra el presidente de la república", como ya lo señaló Edith Negrín en Bang! Bang! y según se confirma hasta cierto punto en la novela de Élmer Mendoza, Un asesino solitario. Elizabeth Moreno Rojas analiza esta obra donde el crimen, si bien no se dirige contra el presidente en funciones, sí alcanza a quien debía ocupar el puesto. La novedad de la línea argumental consiste, precisamente, en que el mal llamado jefe del ejecutivo en turno puede contarse entre los conspiradores. Como en Yodo, de Juan Hernández Luna, en este caso también tenemos un criminal que ocupa el sitio del narrador: gracias a un sicario obtenemos "una radiografía de la corrupción y decadencia del sistema político y social" (140). Para Moreno Rojas, "la elección y modalidad de la voz narrativa" constituye "la estrategia que cuestiona el discurso institucional" (144), de modo que la verdad del sicario, de suyo ausente de crédito, adquiere solvencia para articular la suposiciones populares sobre el asesinato de un candidato presidencial del pasado inmediato.

El volumen cierra con una revisión de cuatro antologías de cuento policiaco mexicano que para Frida Rodríguez Gándara pueden aquilatarse sobre todo por tratarse de un compendio histórico del género (167). La autora, en un error de perspectiva, observa una evolución de la ficción policiaca en su vertiente breve y nacional; traza de ese modo una línea que va de los relatos ocupados en resolver un enigma al punto donde "los investigadores salen a la calle" (187), para después desplazarse de la capital hacia las ciudades fronterizas del norte. Por lo demás, colocar en el principio la narrativa detectivesca equivale a trasladar al ámbito local un tópico de la discusión (bastante cuestionable o por lo menos inexacto) en torno al origen (moderno) del género.

Desde luego, las posibilidades de lectura que abre Escena del crimen son mucho más numerosas que las reseñadas. A pesar de las inconsistencias y de un estilo expositivo que avanza con dificultad en casi todos los ensayos, el volumen resulta valioso porque orienta a quienes somos afectos al género, pero nos rezagamos en las publicaciones de los ochenta. Cumple también con la tarea de mirar hacia una zona literaria que sigue sin recibir suficiente espacio de crítica y análisis. Esta reseña ha procurado seguir con reservas los epígrafes del libro. Al final suponemos que Chesterton y Piglia quieren, maliciosamente, confundir al investigador con la burocracia policiaca; desde luego, puede ser que sigamos una pista falsa, pues más de uno entre nosotros mataría por contar con la agudeza de Marlowe (y vivir sus dramas).

 

Notas

1 A propósito de la identificación criminal-artista creativo vale la pena comentar, además, el carácter demagógico que muchas veces adquiere el binomio en esa larga lista de películas, programas de televisión y relatos sobre asesinos seriales. La formulación ideológica que anima la naturalización de esta pareja de términos bien podría actuar sobre nuestra capacidad para mantener la perspectiva y diferenciar entre lo que podríamos llamar genio artístico e ingenio homicida (o delictivo).

2 Retomamos aquí los artículos de Edith Negrín y Enrique Flores: "El azar y la necesidad: las narraciones policiales de Antonio Helú" y "Causas célebres. Orígenes de la narrativa criminal en México", respectivamente. Ambos se encuentran en Bang! Bang! Pesquisas sobre narrativa policiaca mexicana, Miguel Rodríguez Lozano y Enrique Flores (eds.) México, UNAM, 2005.         [ Links ] Este libro y Escena del crimen... forman parte de un mismo propósito de acercamiento desde una perspectiva académica al género y tienen su antecedente en el curso monográfico "Narrativa policial mexicana" que se impartió en el Instituto de Investigaciones Filológicas entre enero y abril de 2003.

3 Jaime Ramírez Garrido, citado por Mosqueda Rivera, a manera de síntesis de la "controversia" generada por la novela.

4 Pensemos, sólo por poner un caso, en Orlando, de Virgina Woolf; en diferentes ocasiones el extraordinario personaje masculino-femenino y su biógrafo-narrador so pesan los procedimientos por los que se sanciona el valor de la escritura y revisan los caprichos e intereses que configuran las nóminas canónicas y las cofradías literarias.

5 Sólo en apariencia Jesús Eduardo García Castillo seguiría la misma línea de razonamiento que Vicente Leñero; para el escritor, el realismo de lo policiaco mexicano debería producirse al dejar "sin resolver" internamente el asunto literario, mientras que para el investigador se trata de hacer coincidir las vicisitudes de la trama con las circunstancias que no forman parte de la ficción literaria, en una por lo menos anacrónica concepción del realismo.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

José Manuel Mateo: Maestro en Letras Mexicanas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Se ha ocupado principalmente de estudiar la obra narrativa y ensayística de José Revueltas, así como algunas manifestaciones de la lírica tradicional. Colaboró en el libro El terreno de los días: Homenaje a José Revueltas (2007) y tres de sus ensayos recientes (sobre José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes y la lírica infantil de tradición hispánica) se encuentran en prensa. Ha sido editor y autor de libros para niños, uno de ellos traducido al chino. Obtuvo dos becas del Fonca en la especialidad de poesía (2001, 2003) y una residencia artística en Santiago de Chile (2009). Actualmente está adscrito como profesor-investigador de teoría literaria en el Programa de Estudios Literarios de El Colegio de San Luis, A.C., y prepara su examen para obtener el grado de doctor en Letras.

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