SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.21 número2El Ateneo de la Juventud y la Revolución mexicanaLa presencia de José Enrique Rodó en las vísperas de la Revolución mexicana índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.21 no.2 Ciudad de México  2010

 

Estudios y notas

Federico Gamboa, entre Santa y Porfirio Díaz

 

Federico Gamboa, between Santa and Porfirio Díaz

 

Margo Glantz

 

Universidad Nacional Autónoma de México

 

Fecha de recepción: 9 de noviembre de 2009
Fecha de aceptación: 15 de enero de 2010

 

Resumen

La autora hace una crónica de la vida de Federico Gamboa a partir de la lectura de los diarios del escritor. En esta crónica se nos menciona que la novela Santa la escribió en Guatemala, entre el 7 de abril de 1900 y el 14 de febrero de 1902. Durante la publicación y consagración de esta obra como best seller, el país y su autor sufrieron la revolución, la caída de Madero y el golpe de estado de Victoriano Huerta. Al final, esta obra le valió a Federico Gamboa el ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, culminación de una vida dedicada a las letras.

Palabras clave: Federico Gamboa, Santa, novela mexicana.

 

Abstract

The author presents a chronicle of the life of Federico Gamboa based on the reading of that writer's diaries. In this chronicle she mentions to us that the novel Santa was written in Guatemala, between the 7th of April of 1900 and the 14th of February of 1902. During the publication and achievement of the work as a best seller, the country and its author suffered through the revolution, the fall of Madero, and the coup d'état of Victoriano Huerta. In the end, this book shed glory upon Federico Gamboa, and gave him ingress into the Academia Mexicana de la Lengua, the culmination of a life dedicated to letters.

Keywords: Federico Gamboa, Santa, Mexican novel.

 

Hablar de Federico Gamboa remite de inmediato y forzosamente a su novela más famosa. La escribe en Guatemala, entre el 7 de abril de 1900 y el 14 de febrero de 1902, e, interrumpiendo el recuento de varios de los acontecimientos sociales o de trabajo que realiza durante su labor como diplomático, suele intercalar en sus Diarios anotaciones como la siguiente del 20 de septiembre de 1901 (1995-1996: 67): "Al cabo de siete sesiones ásperas, del 19 acá, pude dar fin al capítulo IV de la primera parte de Santa". Antes, el 30 de julio de ese mismo año y subrayando la importancia que le da al tema, separa la noticia mediante espacios en blanco, para contarnos de su novela que progresa: "De vuelta de las carreras de caballos, nos encerramos en mi gabinete de trabajo Rafael Spínola y yo, a que lea Rafael en voz alta el capítulo II de Santa (59)". Ocupación habitual casi sagrada cuando escribe una novela, leerla en privado ante sus amigos o en público. El libro es de elaboración lenta y trabajosa, escrito entre intermitencias, problemas laborales, afición al juego, enfermedades, altercados con el dictador Estrada Cabrera, el famoso Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias: "Hasta con Santa he estado esquivo el 24 de julio ¡a los seis meses y seis días de interrumpida! escribí aquí unos renglones del capítulo IV de la primera parte y de entonces acá, el 9, el 14 y el 22, unas cuantas líneas, para el propio capítulo que se me resiste" (65).

El 27 de noviembre de ese año da término al capítulo I de la segunda parte de Santa, comenzado desde el día 4, y el 22 de diciembre recuerda que "con el año cumplió 37 años, y con el año también ha terminado el capítulo III de la segunda parte de Santa" (73).

A principios de enero de 1902 corrige el texto y prepara su impresión:

Ayer la copia a máquina de toda Santa. Y sin duda por culpa de cuanto me acaece, nótome con menor entusiasmo del que siempre me acarreó la conclusión de libros anteriores [...]

Tampoco decido principiar el drama, lleno de incertidumbre, como estoy, con mi biblioteca empacada y en el puerto hace más de un mes, asediado de mundos y maletas, no me siento dispuesto a enfrascarme en labor intelectual de ningún aliento. Necesito de urgencia...un puñado de cosas que no asoman todavía, y me sobra tanto, pero tanto... (III, 1995: 80).

Gamboa es cesado de su puesto como diplomático en Guatemala, se le acusa falsamente de un acto disparatado: haber irrumpido en casa del dictador Estrada para pedirle una copa de alcohol, la absurda calumnia parece sostenerse sin embargo debido a su fama de licencioso y al aura morbosa que aún antes de terminarla envuelve a su novela, cuyo tema parece indigno de un representante del gobierno del Caudillo, pero Gamboa no ceja y se empeña en terminar ese libro del cual espera maravillas. Una curiosa y significativa entrada es la del 14 de febrero de 1902:

Al fin del mediodía, alcanzó término y remate la novela de mi pobre pecadora Santa. Si a augurios vamos, el libro vivirá. ...Notificada mi mujer de la terminación de mi obra, va hasta mi mesa, sirve dos copas, y solos ella y yo, brindamos porque Santa llegue a vieja, y con la narración de su endiantrado vivir nos agencie montañas de pesos, la cordillera de que habemos menester para que subsistamos sin servir ni a reyes ni a roques (III, 1995: 89).

Maridaje extraño, en el que un hombre y una mujer piadosos, católicos fervientes, encomienden su vida a un libro cuya protagonista recibe dinero por vender su cuerpo, y que, lógica deducción, se convertirá en otro cuerpo que la pareja explotará —y por extensión el hijo adorado tantas veces mencionado en los Diarios—; gracias a ella, a la prostituta nefanda, la familia podrá subsistir libre, lujosa y —sutil paradoja— muy honestamente.

"¿Quién editará Santa, Ballescá o Bouret?", termina preguntándose Gamboa (93). Ninguna de las dos famosas editoriales extranjeras de entonces la publica; el 5 de junio de ese mismo año ya sabe quien será su editor, por ello aclara:

Hoy entregué los originales de mi Santa en las propias manos de su futuro editor, Ramón de San Nicolás Araluce.

Fue en el despacho de su espaciosa casa editorial, con imprenta, taller de rayado, de grabado, de encuadernación... Conseguí que la novela lleve dos ilustraciones originales, que debo a la galantería del pintor peninsular Pablo Mas (III, 1995: 114).

Santa se ha convertido en su posesión más preciada, es ya su santa, y también, lo hemos visto, la de su esposa, ¿especie de hija pródiga, vergonzosa y sin embargo venerada y redimida como su mismo nombre lo exige? ¿Son los esposos los gerentes de una casa de placer puramente virtual?

La novela prospera. En mayo de 1905 ha concluido de corregir las pruebas para la segunda edición, "tres mil ejemplares, precisa, los que, sumados a los cinco mil de la primera hacen un total de ocho mil". Rafael Olea Franco explica que para 1918 el libro ya había vendido 18,000 ejemplares y para la muerte del autor cerca de 60,000 sin contar las ediciones piratas que seguramente circularon y circulan. Un éxito sin precedentes en la historia de la recepción de un libro mexicano, equivaldría sin duda a la que muchos años más tarde tendrían los autores del boom en América Latina —léase Vargas Llosa, García Márquez, por ejemplo— y antes, muy relativamente, algunos poetas como Rubén Darío y Amado Nervo, grandes amigos de nuestro novelista.

 

II

Gamboa, dato perfectamente aceptado por su autor y a menudo reiterado en sus notas a lo largo de los años en que fue escribiendo sus interesantes y necesarios Diarios. El 30 de julio de 1923 anota con júbilo: "Cobra cuerpo la idea que tanto me halaga, de que la poética y agreste plazoleta de Chimalistac, sea rebautizada con mi nombre" (126). Y el 14 de agosto de 1935 se lee en el tomo VII correspondiente a los años de 1920 a 1939, año de su muerte:

Atardecía cuando me asomé a presenciar el crepúsculo en la sierra, desde la ventana de mi dormitorio. Dos alienadas jóvenes, internas de la clínica frontera de mi casa, me saludaron desde el jardincito privado en que las pobres locas se pasan varias horas del día, vigiladas por robustas enfermeras. Les devolví el saludo y una de ellas, con su mala voz, púsose a cantar la popular canción que Agustín Lara compuso para mi Santa y todavía al concluir, me la ofrecieron ambas y ambas tornaron a saludarme. Es decir, que a pesar de su razón perdida, en rapto de lucidez me identificaron a la distancia, quisieron halagarme... Más que halagarme, me impresionaron hondamente con ese calderón de lucidez en sus cerebros desequilibrados (VII, 1996: 322).

En múltiples ocasiones, después de la caída de Díaz, en que su vida transcurre penosamente, Gamboa hace alusión a su novela, a las ofertas que recibe para reimprimirla, traducirla, adaptarla al cine y otras modalidades que le proponen continuamente y, a menudo, nostálgico, suele pasearse por Chimalistac, recorriendo los lugares por los que él mismo hizo pasear a su protagonista; el 21 de mayo de 1927 anota, por ejemplo:

Hasta Pansacola, y después hasta 'mi' Plaza de Chimalistac. Largo paseo vespertino que me hace mucho bien. En Chimalistac me llego hasta la casa de Emeteria, mujer en quien me inspiré para realizar el personaje de Santa provinciana. Me retratan con ella un grupo de personas desconocidas que encontramos de paseo. Me insisten en que les narre en breves palabras la historia de mi novela más popular. Me excuso de ello por la brevedad del tiempo de que dispongo (VII, 190).

 

III

José Emilio Pacheco relata en su prólogo al tomo I de los diarios de don Federico una anécdota que se atribuye a Rodolfo Usigli: "En una reunión de la Academia Mexicana presidida por el novelista, éste dijo lo siguiente:

'Pues así como me ven de decente y respetable, vivo de una mujer... de mi Santa'. A lo que contestó José Rubén Romero, el autor de La vida inútil de Pito Pérez, 'Pues yo le gano, don Federico, porque yo vivo de mi Pito" (I, 1995: XVII). Y este preámbulo tan poco delicado, sobre todo en boca de una académica de la lengua, viene sin embargo al cuento. Como apéndice a esta anécdota jocosa, José Emilio Pacheco agrega: "Los albures de ambos académicos eran impensables en una sala familiar. Sólo pudieron darse en la Academia que no admitía mujeres" (I, 1995: XIX). Y efectivamente, lo he experimentado en carne propia, cuando preparaba mi discurso de ingreso a la admirada institución —sin apenas creer que de verdad se me había concedido ese honor— leí en los reglamentos que debía vestirme rigurosamente de traje oscuro y usar corbata. Solucioné el problema vistiéndome de smoking. Pero no es mi intención faltarle al respeto a un personaje tan importante a quien ensalzo este año en que se cumple el septuagésimo aniversario de su muerte y que fue director de la Academia hasta agosto de 1939, no, Gamboa fue un hombre de su tiempo, de gran honestidad y lealtad, aunque haya servido como Ministro de Relaciones Exteriores durante la égida de Victoriano Huerta, un prestigiado político y diplomático porfiriano, púdico y religioso, vestido severamente con un traje muy bien cortado —a pesar de las penurias por las que tuvo que pasar desde la caída de don Porfirio— uncido su cuello a la necesaria corbata, y sobre la boca los infaltables bigotes bien retorcidos, mientras hacía gala de su extraordinaria habilidad verbal y de su irónica gracia para contar anécdotas, mismas que, para citar de nuevo a Pacheco, no dejaron huella en sus escritos; no, admiro a don Federico con sus defectos y sus cualidades, pero lo que me interesa subrayar en este momento preciso es, que en nuestra academia actual, podemos preciarnos ahora, con mis otras compañeras académicas que quizá no incurrirían en la falta en la que ahora incurro, de que nuestra institución acepta por igual y democráticamente a varones y a mujeres, las mujeres, objeto incesante, apasionado, obsesivo de la mirada real o de la mirada natural de don Federico, si utilizamos el título que lo conminó a bautizar su primer libro de relatos Del natural.

 

IV

Santa consumió a su autor y al resto de su obra narrativa, declara lapidario José Emilio Pacheco, al tiempo que resalta la importancia sin igual de sus Diarios, la crónica indispensable que nos ilustra acerca del Porfiriato, sus avatares y los del México revolucionario hasta la época de Cárdenas, diarios publicados primero por la editorial Botas y luego, íntegramente, a finales de la década final del siglo XX, por Conaculta, prologados por el propio José Emilio Pacheco y recopilados por Luis Rojo y Álvaro Uribe, quien ha escrito una importante novela inspirada en ellos intitulada El Atentado.

Si bien las mujeres y Santa en particular fueron su obsesión y hasta su salvación, la figura venerada y definitiva de su vida pública fue sin lugar a dudas don Porfirio, el Caudillo, su Señor Presidente, protagonista indudable de los Diarios. Con admiración rayana en la idolatría lo describe, en enero de 1901, primero físicamente, en pleno ejercicio de su dominio:

Su físico promete longevidad incalculable, es un físico casi de vegetal, de encina o roble tallado a hacha, triunfador de vendavales y huracanes, enhiesto, macizo, ancho de espaldas, levantado de tórax; el mirar, felino, con irisaciones de ágata, medio escondido bajo las cejas emblanquecidas, tras los párpados despestañados, pero inquieto y acerado; allá muy en el fondo de las pupilas húmedas, como que palpitan implacabilidades agazapadas y prisioneras dulzuras (III, 1995: 21).

Sí, Díaz es para Gamboa un emblema, ser admirable, predestinado, una especie de fuerza bruta de la naturaleza que además posee un carisma sobrehumano para gobernar con perfección a su país, figura mitológica que como Anteo recobra fuerzas al tocar el suelo que lo ha engendrado y que él a su vez regenera, pues ese es su destino:

Porfirio Díaz es sólo una resultante final —no confundir este vocablo con funesto, según suele hacerse— y ¡ya quisiéramos que los muchos dictadores que desdichadamente todavía han de gobernarnos, so pena si no de que la anarquía más incalculable y espantosa nos gangrene y ultime, sean por el estilo suyo! A pesar de sus defectos, y defectazos, que a porrillo atesora, hállase muy distante de ser un pernicioso o un negativo. Por encima de todo es un constructor, y eso es de lo que habemos menester, de constructores, ya que con motivo de nuestra juventud o nuestra desgracia, por construir lo tenemos casi todo; sin duda a causa de esta síntesis genial, contenida en una carta que Alejandro de Humboldt escribió en francés desde Sans Souci a 26 de octubre de 1824, a William Hickling Prescott en Boston, autor de una Historia de la conquista de México: "México tuvo la independencia antes que los elementos de la libertad civil" (III, 1995: 19).

El determinismo que los escritores naturalistas que tanto admiraba Gamboa, Zola, los Goncourt, Maupassant asumieron como doctrina para legitimar su obra, está en la base de esta declaración: Díaz existe para cumplir con un destino manifiesto, el de redimir a México. Figura ciclópea, enigmática, parecida a una esfinge, sublime e impasible,

El general Díaz ¿qué podría ambicionar; si no, cuando ya lo posee todo: prestigio e imán cerca de las multitudes, que vitoreándolo desde años ha —lo mismo a las victorias que a las derrotas y la muerte; lo mismo a luchar contra invasores extraños que contra regímenes constituidos y más o menos legales— lo han seguido deslumbradas, hipnotizadas por la resonancia de su nombre atrayente y armónico a causa de sus muchas vocales suaves?. Su estrella, innegable, no presenta probabilidades de apagarse; negras nubes hanla eclipsado a las veces para, a poco, dejarle que brille en toda su plenitud. La muerte, que es la insobornable por excelencia, creeríase que lo respeta y ayuda: en sus muchas campañas lo ha herido apenas; en su larga presidenciada le ha segado las vidas que pudieran hacerle sombra, o desviar sus planes, o entorpecer su política, y a él lo deja vivir no obstante nuestro clima, lo saca indemne de accidentes y epidemias, le ahuyenta achaques, le aligera la pesadumbre letal de los años, y antes préstale salud e inauditas resistencias, cual si con él confabulada por ignorado pacto mágico, espere para llevárselo a que haya rematado su gigantesca empresa. (III, 1995: 22).

¿Será entones Díaz divino y por ello mismo inmortal? Esta duda lo asalta cuando con candidez maravillosa se pregunta: "Porfirio Díaz es un epónimo: ha dado nombre a un pueblo y a una época. ¿Creerá en Dios?" (III, 1995: 23).

 

VI

Díaz nunca confía totalmente en él, a su regreso de Guatemala le ofrece un cargo de diputado que Gamboa rehúsa: "Guárdome de exteriorizar ningún entusiasmo que la noticia me provoca; pero no me seduce ni un poquito calcularme de maniquí votante y plegadizo, arrellanado en una poltrona del extinguido Teatro de Iturbide" (14 de mayo, III, 1995: 103), el presidente lo mantiene como subsecretario de Relaciones Exteriores y, a la muerte de Ignacio Mariscal, titular del ramo, lo nombraministro sustituto con el objeto de que organice los festejos del Centenario de la Independencia; una vez concluidos éstos lo destierra con el cargo de ministro plenipotenciario a España, Bélgica y los Países Bajos, puesto que siempre había anhelado pero obtenido en momentos aciagos para él y el país: ha empezado la revolución, y el caudillo invencible será derrocado. Se mantiene en su puesto gracias a Francisco Madero de quien Gamboa desconfía: no le reconoce los atributos de un gran dirigente. Cuando Madero es asesinado, acepta ser secretario de Relaciones con Victoriano Huerta, puesto que le acarreará múltiples desgracias en el futuro, a pesar de que desprecia profundamente al usurpador a quien ha criticado con severidad por los asesinatos de Madero y Aquiles Serdán, en cuyo escritorio se encuentra un ejemplar de una novela suya, Reconquista, anécdota muchas veces mencionada, dato que al ser dado a conocer le preocupa: teme pasar por subversivo ante los ojos de la Esfinge.

Y con toda la desconfianza que al Caudillo le inspira su duplicidad, pues, ¿cómo llamarle de otro modo a esa tendencia suya a dedicarse al mismo tiempo a la política y a las letras, en una época en que esas dos actividades ya no concuerdan?, Gamboa convive con el dictador y nos ofrece en varias secciones de su Diario varias anécdotas que lo retratan de cuerpo entero, ya sin idealizarlo, pues ya está muy cerca su caída.

"Por causa de la enfermedad que aqueja al señor Mariscal y le tiene encamado, casi toda la mañana estuve a solas con el general Díaz, ultimando el mensaje que leerá en el congreso" (V, 1995: 100). Y a pesar de que como dice don Federico, el general Díaz mantenía "su perpetuo papel de esfinge", de repente se suaviza y aprovecha unos momentos de asueto para relatarle a sus ministros hazañas de su pasado, como aquella en que, frente a Tampico, recluido en un bote durante cinco días mortales en los que sólo bebió agua, estuvo a punto de perecer. Intimidad sospechosa e insospechada de parte del Caudillo que su subordinado anota con admiración acotada.

El 3 de abril de 1910 Gamboa avisa que se ha producido una manifestación de obreros; de inmediato se marca una fractura en la conducta del Epónimo:

Mientras aguardábamos a no sé quién en el salón de acuerdos, en torno a la vasta mesa en que cada secretario tiene su carpeta titulada, cedí mi silla a Justo Sierra y me quedé en pie. El único asiento vacío era el sillón presidencial coronado por el águila emblemática. Propúsome el Caudillo

—en broma tiene que haber sido, agrega sin dar crédito a sus oídos— que yo lo ocupara: broma que rechacé desde luego.

—Vale que no será oficialmente, agregó sonriendo, hasta donde él acostumbra sonreír, en tanto sus ministros reían del todo. Puse punto y aparte:

—Señor, en presencia de usted, ni extraoficialmente ocuparía yo ese asiento (V, 1995: 101).

Gamboa ha puesto a Díaz en su lugar. Fuera, la manifestación se enardece y entones, explica Gamboa: "se oyó la firme voz de uno de los ayudantes presidenciales, militarmente cuadrado, que anunciaba el acercamiento a Palacio de la muchedumbre de obreros" (V, 1995: 102).

Otro dato significativo: se da la noticia de la muerte de Mariscal y de inmediato Díaz le ordena a Gamboa:

—Usted correrá con todo, puesto que por la muerte de su protector y amigo, ha quedado al frente de ese ministerio.
—¿Trajo usted coche?— me preguntó el presidente al hallarnos a solas.
—Un taxímetro, señor, el primero que encontré desocupado.
—Pues vámonos en él a casa de Nacho.
¿En taxímetro?, me pregunté a mí mismo. (V, 1995: 104).

Obviamente, los signos se han vuelto ominosos y precarios; empieza el descenso; Díaz será en breve la Majestad Caída como lo llamará más tarde Juan A. Mateos. Cuando consulta a Gamboa sobre su posible sucesor, Enrique C. Creel o Joaquín Casasús, aunque ya se ha decidido por el primero, mitad estadunidense y mitad mexicano y por eso mismo útil para la dictadura, el dictador vuelve a violar el protocolo que él mismo ha regulado celosamente:

Por remate, concluye Gamboa, recomiéndame absoluta reserva... me agrega, ya de pie él y yo:

—Todavía voy a pensarlo de aquí a la semana entrante, y en nuestro próximo acuerdo le daré a usted mi resolución (V, 1995: 110).

Según los protocolos reales, los máximos dignatarios no pueden ponerse de pie ante sus subordinados ni cederles su silla y por su rango sólo tienen permitido desplazarse en carroza imperial: como buen observador y escritor de novelas, Gamboa ha detectado los signos preliminares de la derrota, Díaz dejará pronto de ser el general Díaz, para convertirse simplemente en Porfirio Díaz, un ciudadano cualquiera, caído no en el combate ultimado por una bala, como hubiese deseado, única muerte que, en confesión del Caudillo, hubiese merecido, sino condenado a morir de vejez, lejos de su patria —a la que siempre había considerado como su propiedad.

Transcribo, aunque es muy conocido un acontecimiento que Gamboa relata, debido a su importancia y porque remata con creces lo que he venido señalando:

La noche del 15 de septiembre, que en esta ocasión alcanzó proporciones de indescriptible entusiasmo nacionalista, fueron tantos los invitados a palacio que se hizo necesario multiplicar el servicio del ambigú acostumbrado... cuando en la bocacalle de Plateros se produjo insólito arremolinamiento de gente rijosa, se oyó destemplado vocerío y adivinamos un terco ondular y chocar de personas. A tamaña distancia no alcanzamos a dilucidar qué sería aquello, apenas si distinguíamos que un emblema, estandarte o cuadro, oscilaba y se erguía por sobre las cabezas anónimas, cual si unos y otros se lo disputaran a viva fuerza. De pronto, uno o dos fogonazos con sus sendos truenos inconfundibles rayaron la relativa penumbra en que las iluminaciones mortecinas iban sumiendo a la plaza, y a poco, en desorden y con mayores voces, el remolino humano se abrió paso y avanzó de prisa por frente al portal de Mercaderes, la Casa del Ayuntamiento, rumbo a Palacio.

—Tiros, ¿verdad? —exclamó el embajador alemán Bünz.
—Posiblemente —repuse— cohetes o tiros disparados al aire por el júbilo que la fecha provoca. (V, 1995: 127-128).

Y no queda allí la cosa, los amotinados gritan vivas en honor de Madero y ostentan su efigie barbada y cuando el embajador alemán pregunta de qué se trata, Gamboa, hipócritamente contesta:

—¿Qué gritan? —me preguntó Bünz.
—Vivas a los héroes muertos y al presidente Díaz —le dije.
—Y el retrato, ¿de quién es? —tornó a preguntarme.
—Del general Díaz —le repuse sin titubeos.
—¡Con barbas! —insistió algo asombrado.
—Sí, le mentí con aplomo —las gastó de joven, y el retrato es antiguo. (V, 1995: 128).

Gamboa fue un personaje contradictorio. En sus obras critica duramente a la dictadura, nunca al dictador, habla de sus cárceles, de la corrupción, del despotismo de sus gobernadores, de la riqueza de pocos frente a la pobreza de muchos, de los siervos de la gleba, de los prostíbulos, se conduele de las mujeres y de su situación endeble y su falta de recursos en una sociedad como la porfiriana y al mismo tiempo admira sin límites a quien en mucho había sido responsable del México en que le tocó vivir. Y con todo, nunca creyó en la revolución y mantuvo incólume su admiración por el —su— Caudillo y también, obviamente por Santa —su Santa...

Sí, Gamboa nunca pudo resolver su dilema vital, porque, como bien dice sor Juana —¿y cuándo no dice bien?— labra prisión la fantasía.

 

Bibliografía

Gamboa, Federico. Mi diario, t. III (1901-1904). Introducción de José Emilio Pacheco. México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Dirección General de Publicaciones, 1995.         [ Links ]

----------, Mi diario, t. V (1909-1911). México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Dirección General de Publicaciones, 1995.         [ Links ]

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA

Margo Glantz: Escritora, profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, periodista. Creación: Las genealogías, 1981, Premio Magda Donato, 1982; Síndrome de naufragios, 1984; Premio Xavier Villaurrutia, 1984; Apariciones, 1995; El rastro, 2001, Finalista, Premio Herralde, 2001, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2003; Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador, 2005; Saña, 2007. Obra crítica: La lengua en la mano, 1983; Sor Juana, saberes y placeres, 1996; Esguince de cintura, 1994; Obras reunidas, literatura colonial Tomos I y II, Fondo de Cultura Económica, 2007, 2008; La Polca de los Osos, 2008; becas Guggenheim (1996) y Rockefeller (1998); profesora visitante en Yale, Princeton, Harvard, Stanford, Paris, Viena, Londres, Cambridge, Siena, Buenos Aires, Santiago, etc.; Premio Universidad Nacional, 1991; miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, 1995; Premio Nacional en Ciencias y Artes, 2004, Premio Coadicue 2009. En prensa: Obras reunidas, Tomo III; una novela y un diario de viajes.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons