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Literatura mexicana

On-line version ISSN 2448-8216Print version ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.21 n.1 Ciudad de México  2010

 

Estudios y notas

 

La Referencia: los padres y madres de la Patria. Metáforas familiarizantes en Fernández de Lizardi

 

The Reference: fathers and mothers of the homeland. Family metaphors in Fernández de Lizardi

 

María Rosa Palazón Mayoral 

 

Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM

 

Fecha de recepción: 8 de septiembre de 2009.
Fecha de aceptación: 10 de enero de 2010.
 

 

Resumen

De 1821 a 1827, Fernández de Lizardi asumió, consciente o inconscientemente, la necesidad de que los Estados Unidos Mexicanos tuvieran una "Referencia" o unos ascendientes que los diferenciaran de España, y les sirvieran como ordenadores colectivos orientados a defender la persistencia del Estado-nación que se estaba forjando. Nos organizamos imaginariamente en familias porque "nación" (de natio, nationis, camada) significa hermandad e identificación de sus miembros con unas formas de convivencia favorables a la mayoría. Sin la justicia que puso en marcha la "Referencia", mítica o secularizada, las sociedades podrían derrumbarse en la insociabilidad. En una etapa fuertemente patriarcal, Lizardi dio el estatus de madres de la patria a las mujeres participantes en la gesta independentista.

Palabras clave: Fernández de Lizardi, Referencia, nación, patria, mujer.

 

Abstract

From 1821 to 1827, Fernández de Lizardi assumed, consciously or unconsciously, that the Mexican United States needed to have a "Reference" or ascendants which would be different than Spain, and which would serve them as collective orderers oriented toward defending the persistence of the nation-state which was being forged. We imaginarily organize ourselves in families because "nation" (from natio, nationis, brood) signifies brotherhood and identification of its members with forms of living-together favorable to the majority. Without justice putting into progress the "Reference," whether mythical or secular, societies can fall into unsociability. In a strongly patriarchal stage, Lizardi gave the status of mothers of the homeland to the women who participated in the epic of independence.

Key words: Fernández de Lizardi, Reference, nation, homeland, woman.

 

Introducción

La Nueva España, un cantarito de agua con palacios y un altero de conventos y seminarios trabajados en piedra como si fuera al pastillaje. Una delicia para la mirada, un tormento para el olfato, porque no había drenaje, sino fosas sépticas, y la locomoción se hacía en caballos, mulas y burros que llenaban las calles con detritus. Además, un tormento para los oídos horadados por el nunca interrumpido repicar de campanas. Allí nació José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827). Durante su vida la historia semejó un sueño de la anarquía. La Metrópoli de los Borbones se desmoronaba; cada día perdían un pedazo de sus posesiones; cambiaban el oro y la plata (la que no era incautada por los piratas ingleses, por ejemplo, quienes sí tuvieron la Revolución Industrial que la Corona española ni se imaginó) por artículos de primera necesidad, y se enfrentaban con su incapacidad de sostener la conquista de la extensa América (suya casi en su totalidad), que ya mostraba sus anhelos de sacudirse los genocidios, la esclavitud, la negación de su identidad, y demás facetas anticomunitarias que abarca el descriptivo término de Conquista.

Lizardi denunció las tendencias avasalladoras económicas, políticas y culturales de la metrópoli; pero muchos de sus compatriotas se habían introyectado como el siervo que concede al amo la humanidad que se niega a sí mismo. La América Septentrional era, en decir lizardiano, el Planeta Ovejo, donde las humillaciones se llevan con la paciencia de borregos o bien de animales semovientes. Entremetido en todo, porque en sus días la gente era sabia en todo y difícilmente especializada en algo, porque se propuso instruir a las clases bajas y porque las fronteras entre historia y literatura estaban diluidas; en el pequeño lapso de la libertad de expresión decretada gracias a la Constitución Española de 1812, se oyó la voz disidente de El Pensador: "He asentado que a pesar de los soberanos [los cuales nos declararon provincia autónoma, esto es, tuvieron nacionalidad española sus habitantes, excepto los negros y sus mezclas] no hay nación de las civilizadas que haya tenido más mal gobierno que la nuestra [...] ni vasallos hayan sufrido más rigurosamente las cadenas de la arbitrariedad" (1968: 58).

Romper tales cadenas suponía, entre los habitantes del país que actualmente diríamos que fue ombligo de Mesoamérica, la solidaridad entre ellos y un sentido de fraternidad, capaz de luchar por el presente y el futuro de las generaciones venideras del potencial Nos comunitario liberado del dominio extranjero. En tales circunstancias, las alusiones simbólicas a los padres de la patria tienen una función discriminante que elige y separa a las generaciones. La lógica de la institución del Padre es ante todo el ejercicio de la paternidad o fuerza que instituye o enseña las normas de convivencia entre gente de diferentes edades en beneficio del grupo humano al que están adscritos voluntariamente y de la especie homo en su totalidad. Aunque la actual sociedad capitalista tecnocientífica presenta los mitos del padre y la madre como una invención caduca, propia de organizaciones sociales desaparecidas, la Referencia no desaparece jamás, porque nuestra libertad no puede contravenir la diferenciación entre las generaciones, o sea la historicidad que nos define.

La sociedad nacional es metaforizada como la familia que produce normas de conducta y prácticas que enseñan reglas para dar acceso a la diferenciación de Estados-nacionales y de generaciones: en el desarrollo familiar los cargos de padre y madre sirven para que los hijos adquieran el papel de personas con unas funciones sociales particulares en cada época.

Lizardi vivió los acontecimientos de un periodo como retos circunstanciales que le exigieron planear el porvenir de las siguientes generaciones; su tendencia fue actuar a corto y largo plazo; en aquella anarquía esto implicó que sus estrategias cambiaran (en el entendido de que aspiró a extender algún aspecto de su comunidad nacional), y deseó la perdurabilidad del sentido comunitario actual. Como ocurre si existe la salud comunitaria, la copertenencia de nuestra especie social por naturaleza y cultura, El Pensador Mexicano supo que es más estrecha (o debería serlo) en la familia, donde se inicia la endoculturación que facilita a las personas incluirse en una patria. Esto es, supo que en el seno familiar se efectúan ritos de socialización que refuerzan una identidad colectiva con la cual se puede establecer la comunicación con los otros, los foráneos o alógenos y el intercambio con éstos. Lo que después puede ser bandera demagógica del dominio (el padre de la patria), debe evaluarse históricamente, no desacreditar de entrada esta tendencia, porque las simbolizaciones emblemáticas han fortalecido la existencia del amor fraterno o Nos dentro de una cultura. Por ende, la comunidad nacional se desarrolló en el eje semántico de la familia debido a la proyección imaginaria a unos antepasados durante aquella etapa fundacional que se apoyaba en instituciones nacientes específicas. Los afanes nihilistas de desconstrucción total es salirse del surco ordenador (Legendre: 83). El individuo elabora su discurso partiendo del discurso social que ha heredado y de sus principios de orden. La clave del equilibrio en la colectividad es el modo de entrada del Padre mítico como metáfora o puesta en acto de una normatividad que se sigue en parte y en parte se niega.

La familia es el obligado mediador para acceder a la identidad colectiva y personal que implica "la movilización para cada recién venido a la humanidad de todo el andamiaje institucional" (Legendre: 168). Los nombres para el Padre son "principio de Razón", la "Referencia" y la "organización institucional". Cada colectividad atribuye su origen histórico al Padre y a los padres secularizados de cada localidad. Si se niega la Razón o el Padre, se niega lo instituido en el orden nacional, que puede aceptarse o rechazarse, y hasta la misma identidad subjetiva porque cualquiera está sujeto a instituciones o normas de comportamiento con los valores que éstas suponen.

El término jurídico hereditas se aplica a la transmisión del padre y la madre a sus hijos. Para éstos, sus padres, o terceros en la palabra, han de asumir el papel de intérpretes y orquestadores del orden instituido por la Referencia, y concretado, con sus transformaciones históricas, por los padres de la patria. Por la permutación de lugares, Lizardi dijo que el hijo o hija llegará a ser padre o madre, y tendrá que inculcar los principios ordenadores de la nación a sus hijos. Al asumirse la sucesión, se perfila la justicia genealógica o el arte de lo bueno e igual entre generaciones (Legendre: 147).

El complemento del Padre, los padres locales, se creó de manera bastante espontánea en aquellos años de grandes redefiniciones sociales. Esto es, la filogénesis que estableció Lizardi es un imaginario árbol metafórico del cual salió un bosque que se tupió con historias vernáculas (nuestro autor supo que las políticas desafiliadoras se implementan para que se destruyan los cimientos fraternos de un país que dejaba de ser Nueva España para convertirse en un ente político libre, autónomo, que con sus propias autoridades se gobierna).

No es una afirmación gratuita decir que el imaginario social coloca a la nación dentro del campo semántico de la familia. Según su etimología "nación" y "nacionalismo" proceden de natus, nacido y de natus, nationis, camada. Si amar a la patria es una extensión del amor familiar, Fernández de Lizardi interpretó los atentados internos contra la comunidad como un fratricidio y, desde el punto de vista de su filiación, como un parricidio. Permutando lugares, el parricidio lo entiende como un atentado contra la filogénesis, o arreglo institucional que se hace contra un individuo hijo o hija de su Padre (Legendre: 31), es decir, cuando inscribió la hipotética justicia genealógica dentro del eje Padre (Legendre: 107), tipificó como parricidas de la Independencia a quienes atentaron contra la patria (Legendre: 73).

Esta orientación hacia la comunidad la siente quien se autoestima. Pero en la Nueva España el unitivo amor fraterno no estaba generalizado: Fernández de Lizardi se abocó a negar la negación colonial, a decir quiénes eran los mexicanos de entonces, a hermanarlos dentro de sus oposiciones. Lo único prohibido, dijo, era perder la sociabilidad en pro de la insociabilidad: el querer todo lo económico, el poder político y el reconocimiento cultural para sí con exclusión de los demás.

 

El padre y la madre míticos

Una vez metido en la organización metaforizada de la familia extensa, la relación horizontal entre hermanos de la imaginaria familia comunitaria presupuso, por lo tanto, la filiación al Padre y a los padres históricos. Esto es, dado que la tendencia a la comunidad no se concreta sin finalidades socializantes, remontó los lazos a un mítico origen familiar con ramas genealógicas emparentadas. Sus orientaciones fraternalizadoras las arraigó en su potencial comunidad, movimiento centrípeto o religador y defensivo contra las opresiones españolas.

San Felipe de Jesús fue el primer, aunque efímero, padre de la patria: El cielo "quiso seas americano / fue por gloria de este suelo. / Tus paisanos con anhelo / te rinden culto homenaje, / como a div[in]o personaje / suplicamos tu piedad; / úsala por caridad / y también por paisanaje" (Fernández de Lizardi 1997: 37). Esta cita muestra que su co-pertenencia a una imaginaria familia extensa (no nuclear) reconoció unos ascendientes o padres (muchos ficticios, todos emblemáticos). Es decir, su unión electiva con una comunidad nacionalizada la hizo, además, preocupado por unas futuras generaciones o hijos, y la expandió en línea colateral, ascendente y descendente. El padre de la patria debía operar como escudo defensivo contra la opresión. En otras palabras, sus párrafos míticos los destinó a hermanar a quienes se consideraran entre sí con-nacionales, protegiéndolos así de ataques externos e internos gracias al ejemplo de los padres o terceros de la palabra.

En sueños, mitos y demás discursos que manifiestan lo inconsciente se rescata y construye el padre o Referencia a un Sujeto monumental (remontándose a los montajes de la filiación, sus intérpretes superamos el error de aislar lo consciente de lo inconsciente, y a las instituciones de los individuos). Esto explica por qué pensó algunas conspiraciones, como la del padre Arenas, y asesinatos como la manifestación de un deseo en cuyo centro está la invocación genealógica (Legendre: 115). El contenido latente de sus textos al respecto es un arreglo de cuentas familiar: el que mata desea acabar con la estirpe del muerto.

La Referencia nunca muere. Lizardi produjo, del brazo con algunos de sus contemporáneos, representaciones simbólicas de origen religioso identificables en un Nos nación y un Nos cultura. La cultura son las herencias con las cuales, en tanto miembro del grupo colonizado, dio forma a sus experiencias. Fueron sus ventanas a la realidad, su horizonte. El judeocristianismo ha remontado la cadena de las generaciones fraternales a una metáfora fundadora (Legendre: 129) cuya Referencia es el divino Padre, el más antiguo, y los profetas y los héroes muertos, indestructibles referencias estructurales del orden. La filogénesis se inicia, pues, en Dios y en otros seres locales a quienes se atribuye cualidades más o menos sobrenaturales, manteniendo una relación simbiótica entre protector y protegidos. Por lo mismo, se ha llamado "ligadura" a la articulación de los lugares genealógicos e identitarios respecto a la Referencia (Legendre: 32).

La madre mítica de los habitantes de la Nueva España y después de México fue la Virgen de Guadalupe, la india que en el "Calvario / por hijos nos adoptó / a todos", "madre siempre liberal / perenne manantial / de abundancia en la escasez" (Fernández de Lizardi 1963: 154). La leyenda del amor guadalupano por nosotros lo lleva a reproducir la leyenda de sus apariciones (a Juan Diego y a Juan Bernardino, la odisea de su reconocimiento por las autoridades eclesiásticas y la construcción de su iglesia). Pero como las poblaciones no son homogéneas, en 1820 El Pensador Mexicano se lamenta de la tibieza en el culto y obsequios "debidos a nuestra madre MARÍA SANTÍSIMA bajo su advocación de GUADALUPE" (Fernández de Lizardi 1981: 389). Por entonces eran los indios quienes le agradecían sus favores con altares en su jacal. Los ricos la olvidaban porque no estaban instruidos en su religión como debían, lo cual significaba que deseaban ser españoles peninsulares. Para estimular la solidaridad nacional o familiar, las clases mostraban sus oposiciones (los hispanofílicos adoraban a la virgen de los Remedios). Pero las exclusiones eran una mácula, un pecado, un camino torcido para forjar la nación mexicana en el siglo antepasado. Luego, "los mexicanos son buenos / devotos / agradecidos, / moy liberales, piadosos / y de María muy queridos. / Si en estos años atrás / se los han mostrado tibios / algunos, no fue maldá, / sino un poco de descuido; / pero en éste, osté verá / qué prisa se dan toditos / a manifestar que son / de María queridos hijos" (Fernández de Lizardi 1981: 399). "Por todo lo cual, señor Pensaremos, lo suplicamos tu mercé y por los huesos de tu magre, por el alma de tu pagre y por nuestra señora de Guadalupe" (Fernández de Lizardi 1981: 404) fomentes un punto de unión en la imagen milagrosa de Guadalupe que tanto ama a México. Esta virgen era distinción de México, gloria que opacaba los estigmas recibidos por los ideólogos y las prácticas de los conquistadores durante tres siglos y unos cuantos años. "Hagan en buena hora ufana / ostentación las naciones / de efigies y apariciones / mas no otra Guadalupana" (1963: 155).

Amparándose en esta Madre, Lizardi se ocupó en negar la negación colonial, a criticar a estos improvisados juicios denigratorios ante las barbas corajudas de la censura civil y eclesiástica. Las apariciones y milagros de la Madre Guadalupe tendrían que favorecer a la comunidad nacional y funcionar como representaciones que evitaran el caos (debían ser negaentrópicas), solidarizando a las poblaciones opuestas e incrementando la autoestima de todos como una unidad.

 

Evolución en las filiaciones seculares. De la verdad palpable a los mitos inconscientes

Con los años llegó la independencia política. Fernández de Lizardi consideraba que deberían separarse el poder civil y el religioso. Esto lo obligaba a pensar en un padre secularizado de la patria. Nada mejor que Hidalgo, cuya bandera fue, precisamente, la imagen de Tonantzin-Guadalupe, porque amó a los pobres. Era el cura que inició la empresa liberadora enseñando a cultivar las viñas y los gusanos de seda, y a fabricar loza. También fue pionero de las conspiraciones. Cuando los españoles lo descubrieron, lanzó precipitadamente, según Lizardi, su grito a las armas. Aquella cabeza llena de ideales, enjuicia nuestro periodista y folletinista, desconocía lo más elemental de las artes marciales. Lo acompañaban señoritos de Academia militar que no eran obedecidos por las tropas de arrieros, caporales, abogados sin blanca y demás masas sin pericia, llenas de odio y espíritu de venganza. El cura no los sabía controlar: ¿me alegro que la muralla de los Remedios impidiera que entrara a la capital aquella marabunta!, exclama Lizardi, quedando bien con los detentadores del poder, y esto porque siendo juez interino de Taxco (interino porque su cargo contradecía las leyes borbónicas), había entregado las armas a las tropas de Hernández, lugarteniente de Hidalgo.

En un santiamén los insurgentes, personas heroicas, fueron derrocadas: "¿dónde están ya sus tropas aguerridas? / ¿sus bravos generales qué se hicieron?" (1973: 170). Sin embargo, dejaron ejemplos de inolvidable memoria. Una vez muertos, en cambio, quedaron gavillas de tontos macutenos (1973: 140) que pervierten el buen orden, matan, roban. "El nombre de insurgentes no les queda / [...] / el de ladrones, sí, pues sólo aspiran / a robar los villor[r]ios indefensos" (1963: 141). No habla, aclara, por Allende, Aldama, Abasolo ni mil infelices que al morir por la independencia "únicamente exigen nuestros sufragios" (1963: 139), cuanto más que los habían descabezado y humillado sus cadáveres.

La esperanza no debía morir, creía Lizardi, sino que la estima debía elevarse hasta las cimas. Esta ruta debía brincar obstáculos de la censura y, al respecto, hacer las reverencias a los tiranos que exigían los impresores para publicar. Lo demás era no verse publicado o hacerse huésped del mesón de la pita o la cárcel (tres veces la ocupó Lizardi). Veamos cómo revolvió su guisado para decir lo que quería en medio de la vigilante Inquisición:

Las Indias, sí, las Indias, esta preciosa parte de la monarquía, esta margarita inestimable de la Corona de España, esta bolsa donde la Divina Providencia derramó a manos llenas el oro, la plata, los ingenios, la fidelidad y la religión. Yace sepultada en el más horrible confusión, en la guerra más sangrienta y camina a la posta a su certísimo exterminio [...]. No disculpo a los insurgentes; no apoyo su sistema; sé bien las obligaciones de vasallo; confieso que Hidalgo anduvo impolítico en el grito, lo fue mucho más en el modo. Muera el mal gobierno (esto es, destrúyanse los abusos que hacen malo al gobierno, sepárense los déspotas tiranos que nos oprimen, haciéndonos malo el gobierno) han gritado en iguales casos los griegos, los romanos, dos o tres veces los españoles, México una o dos [...] con que este grito no ha sido nada nuevo; a los españoles no se castigó por él ni a los americanos, luego no se juzgó por crimen; antes, los reyes han decidido por sus vasallos, privándose de sus déspotas en obsequio del bien de su nación [...] transfieren los hechos de su tiempo a la posteridad, tales como son, no como los pretende hacer la adulación o el miedo; y con esta firmeza digo: que la insurrección se verificó en el aciago septiembre de [1]810, pero se estuvo tramando tres siglos ha, la pólvora estaba fabricada, Hidalgo prendió la yesca y voló la mina (Fernández de Lizardi 1968: 62, 63).

El inicio de la nación El Pensador la atribuye a una praxis que paradójicamente desató y atajó el caos, garantizando la supervivencia de muchos y las identificaciones grupales.

Muertos los caudillos todavía podía enmendarse algo tomando disposiciones militares y "otro sistema político totalmente opuesto al que se ha seguido hasta el día" (1968: 63). ¿Cuál? El panorama era negro, la hora del horror. Poco después las tinieblas se disiparon gracias a la Constitución de Cádiz, que tanto debió a diputados de la América Septentrional, como Servando Teresa de Mier y Miguel Ramos Arizpe. Según dejaba entrever esta lucecita venida de allende el mar, cuando los liberales llegaran al poder en la Metrópoli, nos darían la independencia por convenir a sus propios intereses. Aquella aurora esplendente fue atajada por el levantamiento de la Profesa. Iturbide se disfrazó en el inconsciente lizardiano como un liberal padre de la patria. No tardó en decepcionarlo.

 

La Referencia e Hidalgo

De nuevo había que rastrear en la historia un padre, un tercero en la palabra cuando se instauró la república. En aquel ahora más que nunca había que encontrar el antepasado que uniera, y esto porque las amenazas de reconquista estaban al día en aquel caos. México ingresó a un mercado mundial ya repartido; políticamente muy numerosos bandos guerreaban entre sí, y en lo cultural había que tener una identidad colectiva (no por hablar español se era una Nueva España) con que negociar en lo exterior e identificarse en lo interno. La pluma lizardiana mojada en tinta, acompañada de un papel secante y un poco de salvadera, se encargó de reforzar los ideales patrióticos. Nuestro excomulgado liberal intentó salirse de la férula de un clero a la sazón el mayor propietario de los bienes muebles e inmuebles de México. Sus anteriores descripciones "veraces" fueron borrando las fallas de Hidalgo que había asentado: lo enalteció como el primer insurgente al lado de "los heroicos y virtuosos patriotas [...], Morelos, Matamoros, José Guadalupe Salto".

Las comparaciones fueron su arma: "y así como [el gobierno español] halló teólogos, sacerdotes y obispos que le dieron dictamen para que ahorcara a clérigos insurgentes, apoyados en la Escritura, Concilios y Santos Padres, así nosotros hallaremos teólogos y textos para ahorcar obispos y canónigos ambiciosos y revoltosos. Conque no se descuiden y se les vuelva el Cristo de espaldas" (1975: 151). Se predicó en los púlpitos que no alcanzaba la misericordia de Dios a los insurgentes. "Esto es contra la esperanza, pero la Inquisición lo oía con gusto" (1975: 70). No obstante, no todos reaccionaban con amor fraternal y de filiación: actualmente, se queja, "Acabamos de ver lo desairadas que estuvieron las funciones de los días 16 y 17 de éste [septiembre], consagradas a la buena memoria de los muy ilustres, excelentísimos y beneméritos señores: Hidalgo, Allende, Abasolo, Aldama, Jiménez, Morelos, Matamoros, Mina, etcétera, etcétera" (1991: 134).

Lentamente, los discursos y las acciones de Hidalgo, el excomulgado Pensador las fue iluminando para que las personas obtuvieran una autonomía que les facilitara reclamar sus derechos e imponerse obligaciones o límites al tenor del sentido comunitario. Ahora bien, como en toda cultura judeocristiana, la ética y la organización de Hidalgo encontraron su fundamento último en las revelaciones de Yahvé (Eliade: 109), y más concretamente en la cristología. Si un arameo luchó contra la invasión romana, Hidalgo lo hizo contra la metrópoli. Hernán Cortés, el conquistador, "mató a millones de indios, les quitó sus riquezas, violó [a] sus hijas y mujeres y los hizo esclavos para siempre" (Fernández de Lizardi 1991: 109). Desde la Conquista se paseaba el pendón del villano o satánico Cortés; pendón sito arriba de la Sacristía de San Francisco "una cruz de oro en campo negro, con una letras alrededor que dicen in hoc signo vinces [...] mismas [que] le mandó el Cielo poner al emperador Constantino" (Fernández de Lizardi 1991: 109). En ese emblema estaban dibujadas las cabezas de los máximos gobernantes de Tenochtitlan. A lo largo de dos siglos "fue llevado en triunfo los días 12 y 13 de agosto [fecha de la caída del Anáhuac] desde el Hospital de Jesús a San Hipólito [un manicomio] hasta que el inmortal Hidalgo "le dio la primera estocada, que luego lo hizo vacilar" (Fernández de Lizardi 1991: 112), igual que Cristo atacó a los comerciantes del Templo de Jerusalén, que convertían la religión en asunto mercantil.

Si el paso de Cristo santificó los lugares en que estuvo, en dónde estaban los restos de los beneméritos, ¿por qué no se les erigía un mausoleo en la Catedral?, "como está mandado" (1973: 170). Lizardi recordó la eterna memoria de los defensores de la patria el día en que sus cenizas llegaron a la capital el 17 de septiembre de 1823: Jesucristo dio la vida a nosotros, "cuan grata nos es la memoria de los Hidalgo y los Morelos, de los Martamoros y los Saltos, de los Crespos y de los Torres y de tantos otros que sacrificaron sus preciosas vidas en las aras de la patria" (1973: 264-265).

Si Cristo nunca fue xenófobo, como ilustra el pasaje bíblico del samaritano, nosotros tampoco debíamos serlo: "Ya usted vio lo que hizo Mina con un puñado de buenos soldados. Él solo le mató más gente al gobierno español que Hidalgo, Matamoros y Morelos" (1973: 92).

La obra de Fernández de Lizardi no perdió su carácter religioso que no pragmático: nada ganaba en lo personal con exaltar a los muertos. La primera gesta de Hidalgo, como la de Cristo, dijo, debería trasmitirse de generación en generación porque la vida en sociedad es fuente de derecho que se basa en normas éticas que permean las instituciones (Grocio, De iure bellis acpacis, proleg. § 8). Nadie debía ignorar que el "Cabildo Eclesiástico de Valladolid fue la cuna de la Independencia y la libertad. Michoacán era la cuna de Hidalgo, Morelos, Saltos y otros eclesiásticos víctimas del dominio por su más puro y acendrado patriotismo, "el cual no pudo extinguirse con su muerte" (1975: 196).

Las orientaciones finalistas de la ética se basan en el deber ser comunitario: su esfera de sentido también lo es de valores colectivos que solidarizan. Precisamente las pulsiones socializantes lizardianas desembocaron en la construcción del padre nacional que obliga a los sujetos a renunciar a la omnipotencia en favor de una comunidad fraterna.

 

¿Y las madres de la patria?

En una sociedad patriarcal se ensalza la figura masculina, ¿y las madres encargadas de la educación que forja patriotas? Iniciador en este aspecto, Fernández de Lizardi les dedica su Calendario para el año de 1825 a las señoritas patriotas: "Gloria a Dios porque [...] me concedió vida para elogiar sin temor a ésta [Leona Vicario] y demás heroínas de la patria" (1995: 279), ornamento de la nación a quien, como a las otras mujeres, se culpa de los males sociales, legando al olvido sus encomiables virtudes, su ingenio y su valentía de patriotas. Acepta que al sexo femenino se le aplica el silencio, admitiendo, empero, su "valor secreto" (256). Así, "los buenos patriotas le tributaban [a Leona Vicario] en silencio los dignos elogios que se merecía" (278), aunque se la borraba del mapa. Sin embargo, mujeres hubo tan fieles a la "santa causa" liberadora que son heroínas del santo patriotismo "llevado hasta el extremo de la virtud heroica" (265).

Su emulación obliga a las madres posteriores a colgar en el pecho de sus hijos el siguiente discurso:

hijos nuestros, / ya nacisteis libres / conservad los derechos / que la naturaleza / y el mismo Ser Supremo / os concedió. Jamás / ni débiles ni necios / a potencia extranjera / sometáis vuestros cuellos; / antes si alguna vez / por decurso del tiempo / el mundo se conjura / orgulloso y soberbio /contra la libertad de vuestro patrio suelo / y os quiere hacer esclavos / morid, morid primero, / que morir por la patria es un vivir eterno", como reza la Oda II del libro III de Horacio (257).

Los encarcelamientos, vejaciones, fusilamientos, entrega de riquezas, sentencias de muerte, marchas desnudas, pérdida de sus capitales, colaboración en las fábricas de armas que algunas costearon de sus bolsillos, en general armar a las tropas, militar como hambrientas soldaderas, sin apoyo, en climas insalubres, ser correo de los patriotas con los insurgentes, conspirar contra el virrey, seducir oficiales para que mudaran de partido, participar, por ejemplo, en la Junta de Zitácuaro, padecer prisión y destierro, la intrepidez de no denunciar a ningún insurgente, su honradez adversa a la corrupción de las "sátrapas" milicias realistas, y otras proezas a favor de la Independencia, convierten en madres seculares de la patria (una suerte de terceras de la palabra de la virgen María) a: Josefa Huerta y Escalante, a Leona Vicario (quien durante la censura Lizardi la ponderó en el tomo III de El Pensador Mexicano comparándola con una ateniense homónima, mártir del tirano Hippias. La igualdad de circunstancias "no deja duda del sentido profundo de su equiparación" (279), a Mariana Rodríguez de Lazarín, quien dijo que "sería una vergüenza que porque ha fallado Hidalgo, no haya otros americanos que lo sigan y continúen su grande obra" (287), a María Fermina Rivera, quien sostenía "el fuego al lado de su marido [José María Rivera] con el mismo denuedo y bizarría que pudiera un soldado veterano. Esta heroicidad es digna de la memoria de la patria" (299), a Manuela Herrera (camarada de Francisco Javier Mina, a quien alojó en su hacienda del Venadito), la que quemó sus propiedades antes de que las tomaran las tropas españolas (se refugió en una cueva al socorro de los indios), a María Josefa Ortiz de Domínguez, a María Petra Teruel de Velasco, a Ana María García y a todas las mujeres hoy anónimas que marcharon con las tropas sublevadas. "Digan ahora los necios si las mujeres son incapaces de valor, secreto y constancia. Estas virtudes de hallan muchas veces en el bello y delicado sexo más afirmadas que en el fuerte" (290).

Después de este paseo por las ligaduras familiares en el momento de forjar patria, por el amor fraterno y filial, sólo nos queda decir que, teniendo la historia al frente, "Guardémonos de tratar desdeñosamente las invenciones de la humanidad en torno a la lógica de la filiación" (Legendre: 166).

 

Bibliografía

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Fernández de Lizardi, José Joaquín. Obras VI-Periódicos. Correo Semanario de México. Recopilación, edición, notas y presentación de María Rosa Palazón Mayoral. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Literarios, 1975 (Nueva Biblioteca Mexicana, 49).         [ Links ]

––––––––––. Obras X-Folletos (1811-1820). Recopilación, edición y notas de María Rosa Palazón Mayoral e Irma Isabel Fernández Arias. Presentación de María Rosa Palazón Mayoral. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Literarios, 1981 (Nueva Biblioteca Mexicana, 80).         [ Links ]

––––––––––. Obras XII-Folletos (1822-1824), Recopilación, edición y notas de Irma Isabel Fernández Arias y María Rosa Palazón Mayoral. Prólogo de María Rosa Palazón Mayoral. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Literarios, 1991 (Nueva Biblioteca Mexicana, 100).         [ Links ]

––––––––––. Obras XIII-Folletos (1824- 1827). Recopilación, edición, notas e índices de María Rosa Palazón Mayoral e Irma Isabel Fernández Arias. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Literarios, 1995 (Nueva Biblioteca Mexicana, 124).         [ Links ]

––––––––––. Obras XIV-Miscelánea. Bibliohemerografía, listados e índices, Recopilación de María Rosa Palazón Mayoral, Columba Camelia Galván Gaytán y María Esther Guzmán Gutiérrez. Edición y notas de Irma Isabel Fernández Arias, Columba Camelia Galván Gaytán y María Rosa Palazón. Índices por María Esther Guzmán Gutiérrez. Prólogo de María Rosa Palazón Mayoral. México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, Centro de Estudios Literarios, 1997 (Nueva Biblioteca Mexicana, 132).         [ Links ]

Legendre, Pierre. Lecciones VIII. El crimen del cabo Lortie. Tratado sobre el padre. Trad. Federico Álvarez. México: Siglo XXI, 1994 (Teoría).         [ Links ]

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA

María Rosa Palazón Mayoral: Licenciada en Letras Españolas. Maestra y Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora de Filosofía de la historia y del Seminario de Estética (División de Posgrado) de la misma institución. Investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Coordinadora del equipo editor de las Obras de Fernández de Lizardi. El 2005 obtuvo el Reconocimiento y Medalla Sor Juana Inés de la Cruz. Universidad Nacional Autónoma de México. Premio Universidad Nacional 2009 en el área de Investigación en Humanidades.

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