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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.21 no.1 Ciudad de México  2010

 

Estudios y notas

 

Algunas palabras sobre nuestros héroes impuros

 

A few words on our impure heroes

 

Beatriz Espejo 

 

Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM

 

Fecha de recepción: 7 de diciembre de 2009.
Fecha de aceptación: 21 de enero de 2010.

 

Resumen

La autora aborda en forma de ensayo la personalidad, formación, lecturas, batallas, liderazgo, excomunión y ejecución de Hidalgo al lado de otros luchadores que participaron en la independencia como Morelos, Allende, López Rayón y Quintana Roo. Destaca su heroísmo y sacrificio, aspectos militares, éxitos y derrotas cruciales para el movimiento, como la batalla del Puente de Calderón, sin descuidar la participación de mujeres notables como Josefa Ortiz de Domínguez y Leona Vicario.

Palabras clave: Hidalgo, Morelos, Allende, Ignacio López Rayón, Josefa Ortiz de Domínguez, Leona Vicario, heroísmo.

 

Abstract

In the form of an essay the author tackles the personality, formation, readings, battles, leadership, excommunication and execution of Hidalgo alongside other fighters who participated in the independence like Morelos, Allende, López Rayón and Quintana Roo. She presents their heroism and sacrifice, military aspects, crucial successes and failures for the movement, like the battle of Puente de Calderón, without ignoring the participation of notable women like Josefa Ortiz de Domínguez and Leona Vicario.

Key words: Hidalgo, Morelos, Allende, Ignacio López Rayón, Josefa Ortiz de Domínguez, Leona Vicario, heroism.

 

Pudo haber sido un hacendado progresista, un abogado reconocido; pero a los nueve años quedó huérfano de madre y a los doce, al terminar sus primeros estudios, lo mandaron a Valladolid para inscribirse con los jesuitas. El seminario fue parte de su formación. Pocos meses después estaba inscrito en el Colegio de San Nicolás Obispo. Desde entonces lo llamaban el zorro por su movilidad, su inteligencia rápida, su escaso aprecio hacia las normas establecidas y su mirada azul y penetrante. Antes de los tres años de rigor se graduó de bachiller en letras; en seguida de bachiller en artes con títulos de la Real y Pontificia Universidad de México.

Otra vez en San Nicolás destacó de manera notable en materias consideradas fundamentales: teología, escolástica y moral. Ello lo obligaba a sustentar un acto público que intempestivamente suspendió saltando por la ventana de la capilla, presa de pánico o de reticencia a las disciplinas establecidas. Le impusieron un castigo, retomó sus clases y luego fue a la ciudad de México para recibir con honores el grado de bachiller en teología apenas cumplidos los veinte. Sus éxitos escolares se vieron coronados con una beca para emprender estudios canónicos mientras simultáneamente atendía el puesto de amanuense, presidía academias, examinaba discípulos, ayudaba al subdirector y aprendía idiomas por su cuenta. A los veintiuno (nació en 1753) ya ordenado sacerdote ganó un concurso promovido por el deán de catedral, José Pérez Coloma, sobre el mejor sistema de enseñar teología y escolástica en los seminarios. A los veinticinco recibió las cuatro órdenes menores y las tres mayores. Es decir, había cumplido con los requisitos y era dueño de una cultura sólida que siguió acrecentando.

Así Miguel Hidalgo y Costilla se convirtió en profesor de gramática latina, artes y teología escolástica con disertaciones que originaron reformas en los planes de estudio de San Nicolás, donde más tarde se desempeñó como rector. Hablaba francés, italiano, otomí, tarasco, náhuatl y, claro, dominaba el latín. Tales prendas le ganaron reconocimientos, un sueldo alto y algunas prebendas con las que adquirió tres haciendas, una de las cuales se destinó al beneficio de metales. Sus conocimientos, su gran atractivo, su apostura y su conversación fascinante que abordaba temas poco convencionales, si por un lado le abrían las puertas de la amistad mundana, por otro le acarrearon mala fama entre sus pares. Se le reprochaba que leyera a los enciclopedistas franceses, que le gustaran mucho las mujeres y el juego. Se le tildaba de frívolo. Las habladurías fueron tantas que lo obligaron a tomar medidas drásticas. Renunció a la rectoría, aceptó cargos de escasa importancia y empezó a seguir rutas que en un principio no hubiera imaginado; pero que concordaban con sus íntimas inclinaciones. Donó una casa para escuela gratuita, impulsó en Guanajuato industrias alfareras, siguió leyendo a escritores franceses admirados, recorrió lugares cercanos, asistió a tertulias y disfrutó los placeres que le brindaba una sociedad en la que por su atrayente presencia se movía como pez en el agua.

Decía sin cuidarse demasiado que la Epístola de San Pablo era apócrifa, que la Biblia debía estudiarse con libertad de entendimiento y que el gobierno de la Iglesia estaba a cargo de ignorantes. Pronto se le presentaron problemas con la temida señora, la Santa Inquisición; sin embargo, esta primera vez la denuncia no prosperó y el padre Miguel Hidalgo continuó celebrando misas, bendiciendo santuarios y asistiendo a fiestas profanas en las que alguna vez, cosa irónica, compartió palco con el coronel Félix María Calleja.

Cuando llegó a Dolores desarrolló una actividad pasmosa: edificó recintos para albergar telares y talleres de herrería, curtiduría, carpintería y cerámica. Hombre de acción y de pasión, desoyendo prohibiciones, a orillas del río excavó una noria. En sus terrenos plantó moreras, trajo de La Habana colmenas para recoger miel y moldear velas, sembró millares de vides que propagó a las huertas del pueblo. Al anochecer daba clases frente a un grupo de agricultores y artesanos que obtuvieron productos excelentes, muchos de manufactura prohibida en la Nueva España como la seda y el vino. Tanto atendió estos quehaceres que declinó los del curato en su ayudante. Sus intereses se encaminaban hacia rumbos que lo llevarían a su destino.

En diciembre de 1808 conoció a José Ignacio María de Allende y Unzaga quien tuvo una infancia holgada por ser hijo de una próspera familia de hacendados y comerciantes de San Miguel. Aficionado a la charrería, famoso en toda la región por sus conquistas amorosas ganadas gracias a una singular apostura, formaba parte del regimiento de Dragones de la Reina al que se unieron Juan Aldama y José Mariano Jiménez. Fue concentrado en Jalapa y Sonora donde tuvo relaciones con elementos liberales y masones que le infundieron doctrinas independentistas. De inmediato se dedicó a buscar adeptos y a formar juntas insurgentes en el propio San Miguel, en Celaya, San Felipe y San Luis Potosí. Pronto consiguió numerosos simpatizantes que representaban la inteligencia criolla. Los novohispanos ilustrados además de ser teólogos eran también abogados, historiadores, redactores de teoremas; pero los primeros insurgentes necesitaban la ayuda de un eclesiástico para tener apoyo popular. De allí la conveniencia de convencer a Hidalgo quien frecuentaba a Mariano Abasolo, al licenciado Miguel Domínguez y a su esposa, Josefa Ortiz, y con tales alianzas se interesaba en la fabricación de cañones. Mandó hacer varias bocas de fuego y probó su tremendo estruendo con el pretexto de dar inusitada solemnidad a celebraciones religiosas.

Para entonces compartía ya con Allende ideas libertarias en las colonias, ideas extendidas por diferentes partes del continente americano y cuyos primeros brotes fueron aplastados tiempo atrás, pero que en ese momento preciso se robustecieron con la invasión napoleónica en España y el encarcelamiento de Fernando VII. En febrero de 1810 viajaron juntos a Querétaro para conocer el plan insurgente del doctor Manuel Iturriaga y continuar formando juntas en distintas ciudades. Pretendían propagar la inconformidad respirada en el aire, declararse por la Independencia en la primera ocasión propicia y expulsar a los peninsulares para concentrar sus caudales en las cajas públicas. Los conjurados intentaron el levantamiento el 1o. de diciembre en San Juan de los Lagos aprovechando la reunión de cien mil fieles durante los homenajes a la Virgen, y que Miguel Hidalgo, dado su poder de convocatoria, encabezara el movimiento. Después de algunos titubeos asumió el reto y todas sus complicaciones y en Dolores mandó a sus herreros forjar machetes y lanzas; y a sus tenedores, hondas de largo alcance. Enterado de que Domínguez había juntado la considerable suma de setenta y dos mil pesos decidió anticipar las acciones para octubre; sin embargo, como bien sabemos, en septiembre la conspiración fue denunciada. Ocurrió la doble actitud, dubitativa y postiza, del corregidor y el legendario encierro de doña Josefa que contra las precauciones de su marido logró avisar a los conjurados. Hidalgo lo supo por conducto de Juan Aldama y, en presencia de Allende, llamó a sus operarios y allegados, a los vecinos comprometidos, y frente a ellos pronunció unas frases que se le adjudican: "¡Caballeros, somos perdidos! ¡Aquí no hay más remedio que ir a coger gachupines!", frases que por cierto, si hemos de atender las crónicas de escritores y testimonios familiares, durante lustros y hasta principios del siglo XX fueron azote de muchos españoles instalados en nuestro territorio.

Cuando se precipitaron los acontecimientos liberaron reos en la cárcel y en el cuartel se apoderaron de las espadas y apresaron a quienes se les oponían. A las cinco, quizás a las siete, de la mañana del día 16, Hidalgo tocó el esquilón de San José llamando a misa y desde el pórtico pronunció una arenga que inició la lucha. Las pocas arengas políticas del maestro de retórica y bachiller en letras olvidaron virtudes artísticas y optaron por la claridad. Tuvieron el mérito de conmover al auditorio hasta convencerlo de que debía conseguir el triunfo de sus ideales. En aquella ocasión dijo unas frases de prístina sencillez pronunciadas con voz enardecida: "Mis amigos y compatriotas, no existen ya para nosotros ni el rey ni los tributos. Esta gabela vergonzosa, que sólo conviene a los esclavos, la hemos sobrellevado desde hace tres siglos como símbolo de la tiranía y servidumbre, terrible mancha que sabremos lavar con nuestros esfuerzos. Llegó el momento de nuestra emancipación; ha sonado la hora de nuestra libertad y si conocéis su gran valor me ayudaréis a defenderla de la garra ambiciosa de los tiranos. Pocas horas me faltan para que me veáis marchar a la cabeza de los hombres que se precien de ser libres. Os invito a cumplir con este deber. De suerte que sin patria ni libertad estaremos siempre a mucha distancia de la verdadera felicidad. Preciso ha sido dar el paso que ya sabéis, comenzar por algo ha sido necesario. La causa es santa y Dios la protegerá. Los negocios se atropellan y no tendré, por lo mismo, la satisfacción de hablar más tiempo ante vosotros. ¡Viva pues la Virgen de Guadalupe! ¡Viva la América por la cual vamos a combatir! ¡Muera el mal gobierno!". Habló como representante de los acosados por la miseria y falta de organización.

Dejó a un lado dos características de la oratoria todavía barroca, la retórica y la literatura "(es decir los defectos y las cualidades artísticas)... y las pretensiones de los principales oradores de ese momento que consistían en convencer a sus oyentes no sólo de las tesis que exponían en sus discursos, sino de su propio talento como artífices de la palabra hablada. Formuló simplemente los puntos de vista del pueblo, les dio forma, y de esa manera se convirtió en su profeta, en su caudillo" (Carballo: 107). Hubo, según comentamos, conspiraciones anteriores, una en Valladolid y otra en Querétaro, de grupos nacionalistas que aspiraban a la Independencia porque letrados, eclesiásticos, pequeños comerciantes, militares y propietarios estaban molestos con las reformas borbónicas y con el fisco cada día más ávido de ingresos; pero Hidalgo fue entendido gracias a su elocuencia sencilla. Sus oyentes lo aclamaron y se convirtió en un detonante. Expresaba descontentos cada vez más generalizados, exponía carencias e injusticias. El pueblo no había encontrado un caudillo y encontró uno. Un caudillo capaz de abolir la esclavitud, derogar tributos, proponer el libre tránsito; extinguir los estancos, acuñar monedas, constituir un gobierno, fundir cañones, impulsar manifiestos llamando a la unión de los americanos —cosa en la cual coincidía con Simón Bolivar—, proponer un Congreso, construir transportes y mandar embajador a Estados Unidos porque no contaban con ayuda financiera y material. Los insurgentes escucharon ese grito, interpretado como un acto de enorme valor, de un valor sofocado por generaciones. Se levantaron en armas campesinos, mineros, indios, simpatizantes, y sobre las ocho de la mañana una columna de ochocientos individuos, la mitad a caballo, organizada por Allende, partía rumbo a Atotonilco. Allí tomó su jefe la imagen de la guadalupana que desde ese instante fue la bandera del ejército.

El grito de Dolores, contenido durante los tres siglos mencionados, fue el inicio de una revolución que no sólo despertó a los patriotas, sino a toda la sociedad dormida. Comenzó muy de prisa y creció hasta el punto de que cada realista observaba las acciones revolucionarias con alarma y miedo. El ejército real sufrió una parálisis basada en la falta de preparación para la violencia interna y en el recelo de los oficiales españoles cuyas fuerzas mexicanas se componían de hombres que estaban involucrados espiritualmente con el movimiento insurgente.

Ignacio López Rayón, junto con el licenciado Chico, fue quizás el consejero más allegado de Hidalgo. Convivieron durante los meses de mayor agitación de la tarea que se habían fijado y formó el primer gobierno independiente durante la euforia inicial. Se le encomendó mantener vivas las rebeliones en el centro de México, lo cual cumplió satisfactoriamente. "Seguidor de las ideas de Hidalgo, a más de luchar por obtener la victoria militar, trató de darle a la nación por cuya libertad peleaba, una organización política acorde con los postulados más modernos" (De la Torre: 107). Promovió la Suprema Junta Nacional Americana donde colaboraron varios de los hombres más valiosos de la insurgencia. Mostraba su deseo de homogeneizar a los diferentes grupos, difundir los nuevos ideales; la necesidad de tener recursos para continuar y apoyarse con el poder económico y social de los círculos importantes establecidos en Nueva España.

Miguel Hidalgo fue el hombre en llamas pintado por José Clemente Orozco con una tea en la mano incendiando un inmenso y rico territorio pletórico de montañas, valles, minas, graneros y haciendas, desafiando las consecuencias de la excomunión a pesar de haber sido ordenado sacerdote. Sus convicciones políticas y sociales eran más fuertes y luego de convertirse en caudillo pudo persignarse con agua bendita y escuchar un Te Deum sentado bajo dosel en la catedral de Guadalajara, donde el 29 de noviembre decretó la abolición de la esclavitud. El documento fue suscrito con su firma; sin embargo, una semana después, el 6 de diciembre, dio a conocer otro más conciso rubricado también por Ignacio López Rayón, como su secretario. Condenaba el comercio de esclavos y encomiaba el derecho de que estos adquirieran bienes. Es decir, a partir de entonces quedaban en libertad. Sus amos, europeos o americanos, debían liberarlos en un plazo de diez días so pena de muerte. Cabe consignar que Abraham Lincoln vino al mundo el año 1809 y que murió asesinado por un fanático esclavista en 1865, con lo cual el manifiesto de Hidalgo y Rayón resulta sorprendentemente moderno, aunque no pasó de una propuesta puesto que sólo hasta 1885, ya con la Independencia consolidada, se puso en marcha la ley, y casi por la misma fecha se iniciaron las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos.

Por supuesto, Hidalgo y López Rayón en este su manifiesto conjunto exponían, además, diversos asuntos que favorecían a unos grupos y afectaban a otros. De cualquier forma beneficiaban a seis mil negros residentes en Nueva Galicia y se protegía a los indígenas con la extinción del tributo y con la orden de que se les devolvieran sus tierras garantizándoles su inalienabilidad futura. Prefiguraban así las reformas agrarias ocurridas casi un siglo después. Los criollos eran tomados en cuenta reduciéndoles las cargas impositivas mercantiles.

En Guadalajara, Hidalgo dispuso la fundación de un periódico con nombre simbólico, El Despertador Americano, del que se publicaron primero sólo siete números porque el costo de dos reales era demasiado alto para la época y porque gran parte de la población no sabía leer. Resulta indudable que estas disposiciones disgustaran al criollismo que al principio los apoyaba, pues si por un lado les reducía los impuestos que debían pagar a la Corona, por otro temían ver afectadas sus posesiones; pero la revuelta tomaba senderos propios e imponía la necesidad de buscar adeptos. El Despertador Americano no surtió todo el efecto deseado, sin embargo constituyó "un documento de primera importancia para seguir paso a paso el proceso de radicalización de los objetivos insurgentes en esta etapa inicial de la Independencia" (Muriá: 355). Allí mismo, en Nueva Galicia, se pretendía establecer ese ansiado contacto con el país vecino del norte viéndolo como un posible aliado. Treinta y cuatro años antes se había emancipado de Inglaterra. Pensaron en Pascasio Ortiz de Letona, hacendado de Ameca, como embajador, para pactar auxilios militares y tratados comerciales.

Los insurgentes habían conquistado Chumacuero, Celaya, Irapuato, Silao, Guanajuato. En Valladolid el número de combatientes se elevó de manera notable. Allende fue nombrado Capitán General e Hidalgo Generalísimo. La marcha victoriosa continuó por Valle de Santiago, Salvatierra, Zinapécuaro, Indaparapeo, Acámbaro y Toluca. La estrategia del Monte de las Cruces concebida por Allende fue un triunfo. Pero Hidalgo, atrayente, culto, inteligente, zorro, profético, carismático a más no poder, nunca fue buen militar. Se negó a caer por sorpresa sobre la capital del virreinato que se le tendía enfrente. A lo mejor porque recordaba su feliz estancia en ella, a lo mejor porque debido al sentido de culpa religiosa no estaba preparado para un triunfo tan rápido, a lo mejor porque temía las reacciones de sus tropas improvisadas que se entregaban al pillaje con la consabida destrucción de haciendas, pueblos e intereses de los criollos y españoles pudientes. Cualquiera que hubiera sido la razón, su retirada en ese punto de la campaña será siempre uno de los grandes enigmas de nuestra historia. Desoyó los consejos de Allende y de sus otros jefes militares, Aldama y Abasolo, y volvió hacia sus lugares conocidos. Y otra vez, desoyendo a Ignacio Allende, en lugar de acogerse a la guerrilla, presentó batalla contra las fuerzas realistas.

La derrota final ocurrió a la vera del Puente de Calderón, a pesar de la inmensa labor coordinadora en Guadalajara durante un breve tiempo de tranquilidad. El virrey Venegas con el fin de sofocar la rebelión había mandado a dos de sus lugartenientes, Calleja y José de la Cruz. El primero quería acabar con Hidalgo a como diera lugar e imponer sobre los sublevados la fuerza de su autoridad sin tocarse el corazón con fusilamientos y medidas atroces. Se trataba de un escarmiento. Lo hizo en medio del combate indeciso, la explosión de un carro lleno de pólvora. Sobrevino una derrota desastrosa a pesar de que los insurgentes contaban ya con un ejército de ochenta mil hombres. Las bajas resultaron aterradoras y las de los realistas insignificantes, cuarenta y un muertos y setenta y un heridos. Probablemente se debió a la improvisación, al armamento deficiente (hondas y palos con que estaban armados enormes contingentes) y a la falta de instrucción militar. Ese día Dios no estuvo de su parte. Los resultados fueron tan tremendos que el virrey Venegas creyó oportuno conceder un indulto con la condición de rendirse. Hidalgo sabía lo que le esperaba, su inteligencia y su cultura no le permitían engañarse, pero su respuesta fue breve y categórica: "El indulto, dijo, es para los criminales; no para los defensores de la patria". Sin tal respuesta que implicaba una decisión de vida o muerte no sería el símbolo que es. Casi siempre los grandes hombres muestran su carácter en circunstancias decisivas. Nadie antes había usado aquí el concepto de la palabra patria con semejante significado. La moneda estaba en el aire y no tardó en caer. Cayó en cruz. Y fueron sacrificados.

La lucha de tan atrayente caudillo duró escasos seis meses más. Vino la marcha rumbo a Zacatecas y al norte. La captura en Acatita de Baján. Y aunque en el siglo XIX el honor empeñado era inviolable, sobrevino la traición del coronel Ignacio Elizondo. Hubo entonces una emboscada, un Allende que se defendió inútilmente y sobrevivió a duras penas la muerte de su hijo Indalecio, quien quiso salvarlo a costas de su propio cuerpo. Apareció un herrero para esposar a los jefes. La Inquisición, serpiente que se mordía la cola, retomó el viejo expediente abultado con cincuenta y tres cargos. Decretaron la degradación eclesiástica que Hidalgo escuchó arrodillado de la misma manera que escuchó su sentencia. ¿Cómo lo obligaron a estar mientras lo excomulgaban en ceremonia aterradora, mientras le excomulgaron los ojos, los oídos, las manos? Sin embargo, en un acto paradójico y debido a su trayectoria, recibió los auxilios espirituales antes de ser fusilado. Su cadáver estuvo expuesto en una silla frente al edificio que hoy es el Palacio de Gobierno de Chihuahua. Al cabo de unos días acostaron su cuerpo en un tablón y un tarahumara atinó el tajo que le cortó la cabeza.

Murió, como dijo, ejerciendo el derecho que tenemos de defender la patria y conseguir nuestros ideales. Murió sin saber que José María Morelos, ordenado sacerdote a los treinta años, con quien se había entrevistado y al que le había extendido poderes en Charo, seguiría su pensamiento y lo extendería por el sur suprimiendo siempre las castas (esas mezclas raciales de nombres curiosos, pintadas en las sacristías de las iglesias junto a las pilas de agua bendita destinadas a los bautismos que hoy figuran en colecciones privadas o en los museos). José María Morelos entendía la Independencia como una conquista de los mismos mexicanos, dura, pausada y dolorosa. A los veinticuatro años, mientras era rector Hidalgo, ingresó al Colegio de San Nicolás; luego cursó filosofía en el Tridentino. Estudió lógica, física y ética. Leyó a Feijoo, Codorniz, Piquer, Verney, a los Apatistas de Verona (lo demuestra un documento con la lista de sus lecturas que se completó durante su proceso inquisitorial). La influencia de la Ilustración fue clara en él. Aunque en esencia seguía la ideología expuesta por Hidalgo confirmando que procuraba proteger la libertad concedida por el Autor de la Naturaleza. Las reformas que impusieron los borbones habían hecho del enorme terreno de la Nueva España una colonia más productiva para los intereses metropolitanos, más sujeta políticamente, más vejada, más oprimida y explotada. Así, la situación social era deprimente. Humboldt confirmó que la pésima distribución de la riqueza mantenía a la masa popular en un régimen de infrasubsistencia (Humboldt: 75).

Morelos había sentido en carne propia la injusticia de ese régimen. Él mejoró la situación en el campo político, pero la economía y la falta de créditos se quedaron sin soluciones. El gobierno del virreinato y los comandantes realistas tuvieron el monopolio casi completo del dinero y lucharon por la posesión más importante que los reyes tenían de este lado del Atlántico. Sin embargo, sin el apoyo de los mexicanos, todos los dineros del mundo no los hubieran ayudado a obtener la victoria. Morelos conservaba a su lado al inteligente yucateco Andrés Quintana Roo y a Ignacio López Rayón cuando redactó su pieza clave, Sentimientos de la Nación. Se las leyó paseándose de un lado a otro, con su chaqueta blanca y su pañuelo en la cabeza, en una estancia amueblada por una silla donde sobre una mesa de palo ardía un velón de sebo que daba una luz palpitante, y de modo algo incorrecto expuso sus creencias sobre derechos humanos, división de poderes, separación de la Iglesia y el Estado, libertad de comercio y otros conceptos reflejados en la Constitución de Chilpancingo que rompió con el pasado y alumbró el futuro de México. Cuando pronunció ese discurso (redactado finalmente por Carlos María de Bustamante) expuso sus juicios para transformarnos en un país independiente.

Si Morelos no era tan letrado como Hidalgo, pero de ninguna manera ignorante como se ha hecho creer, poseía en cambio gran talento militar. Tuvo tres exitosas campañas, atrajo a Nicolás y Leonardo Bravo, Mariano Matamoros, Hermenegildo Galeana y a muchos otros. Soportó un sitio, declinó el tratamiento de alteza para adoptar el de Siervo de la Nación, y convocó al Congreso Nacional Constituyente, reunido el 13 de septiembre de 1813 en Chilpancingo. Hizo una red de guerrillas (afirmación que podría sonar atrevida), anduvo cargando su archivo y una imprenta por lugares inhóspitos. Supo de victorias y derrotas hasta que fue apresado y llevado a la cárcel secreta de la Inquisición que le abrió proceso declarándolo hereje formal negativo, fautor de herejes, perseguidor y perturbador de la jerarquía eclesiástica, profanador de los sacramentos y traidor a Dios, al rey y al papa. Como a Hidalgo, se le consideró un materialista blasfemo, aborto de Satanás, enemigo de la santa fe y mal sacerdote. Se ejecutó también sobre él una fúnebre e inmisericorde ceremonia de degradación, por primera y única vez en Nueva España, en la capilla del mismo Tribunal del Santo Oficio. El 22 de diciembre de 1815, de rodillas y por la espalda lo fusilaron en Ecatepec.

Nuestros héroes reconocidos pagaron sus valientes convicciones no sólo con el sacrificio sino con una decisión a toda prueba y con tremendas, inimaginables penalidades; pero asumieron el papel que la historia les deparó. Consiguieron sus propósitos al recibir socorro de innumerables héroes anónimos que no dieron nombre a estados de la República, escuelas, calles, murales o estatuas ni pasaron a libros de texto. Además tomaron parte en esta revolución sangrienta mujeres excepcionales como la corregidora Ortiz de Domínguez cuya mediación —todos la conocemos— fue fundamental en momentos decisivos y cuyo perfil ornamentó por décadas nuestras monedas de cobre. O la otra figura femenina fuerte de esa gesta, figura que resulta imposible pasar por alto, Leona Vicario. Surgió cuando las situaciones políticas demandaron el compromiso general. No se trata de hacer una semblanza ni menos una biografía, sino de traerla a cuento para enfocar su justo mérito con pocos trazos. Novia de Andrés Quintana Roo, mandaba noticias desde la ciudad de México y trasmitía noticias a los periódicos del "Pensador" y a las hojitas volantes que publicaban los "Guadalupes", una sociedad secreta enfrentada contra el ocupante extranjero y su gobierno absolutista. Sus principios coincidían con muchos mexicanos que desarrollaban su actividad en medio de fuertes represiones. Se proveyó de una imprenta y fundó órganos publicitarios para quienes peleaban en los campos de batalla. Envió una tipografía destinada a los periódicos editados por la junta de Zitácuaro, organizada por López Rayón, destinada a unificar las acciones del mando. Se convirtió en nuestra primera corresponsal de guerra que firmaba con seudónimo y ponía en clave sus escritos hasta que uno de sus correos cometió imprudencias. Lo aprendieron y a ella la llevaron con las arrecogidas de Belén. Durante su largo interrogatorio supo mantenerse serena sin comprometer a nadie. Dijo, eso sí, que había enviado una marcha musical y un poema para ser convertidos en himno independentista.

Disputada y amenazada por sus custodios, defendida a punta de pistola por sus partidarios, se fugó y estuvo escondida hasta que escapó embadurnada de betún, disfrazada de negra, montada sobre un burro que traía los cueros de pulque repletos de tinta, tipos y papel. Rompió con su clase. Cinco años pasó en el campo rebelde, sufrió infinitas incomodidades, parió a su hija Genoveva en una cueva y demostró que sacrificaba talento, dinero, tranquilidad y hasta belleza al servicio de una causa que al fin vio triunfante. Llamaba a las cosas por su nombre. Se asombró ante lo dicho por Lucas Alamán que le atribuía haberse lanzado a la insurgencia guiada por el enamoramiento. Explicó cómo, más bien, se enamoró de Quintana Roo porque compartían ideales y dijo categórica: "Confiese, usted, señor Alamán que no sólo el amor es el móvil de las acciones de las mujeres, que ellas son capaces de todos los entusiasmos y que los deseos de la gloria y la libertad de la patria no le son sentimientos extraños". No, esos sentimientos no son ni deben ser ajenos a las mujeres. Muchos historiadores recuerdan a quienes tomaron parte en esta guerra como marchantas o prostitutas; pero su labor como enlaces, trasmitiendo informes, fue de vital importancia y verdaderamente valerosa; su participación en las sociedades secretas fue mayor de lo que suele reconocerse. Seguían a la tropa con todo y sus hijos, igual que lo hicieron las famosas "adelitas" en la Revolución de 1910. Calleja temía salir de San Luis, cuando se encontraba allí, porque muchos soldados desertaron para volver a sus casas. Hecho insólito que no se ha justipreciado cabalmente a favor de la causa libertaria.

Hidalgo, como Moisés, no tuvo que conducir por el desierto a su pueblo que creía elegido; pero optimista, también pensó en una tierra prometida. En Valladolid de Michoacán pronunció uno de sus mejores discursos, idealizando, ahora lo sabemos, tiempos futuros: Dijo: "Realizada la independencia se desterrará la pobreza, se embarazará la extracción de dinero, se fomentarán las artes y la industria. Haremos uso de la riquísima producción de nuestro país, y a la vuelta de pocos años disfrutarán sus habitantes de todas las delicias de su vasto territorio", largo camino el que todavía nos queda por recorrer.

 

Bibliografía

Carballo, Emmanuel. Diccionario crítico de las letras mexicanas en el siglo XIX. México: Océano / Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2001.         [ Links ]

De la Torre Villar, Ernesto . "Sociedades secretas y movimiento insurgente" en Proceso de la Independencia. Michoacán: Gobierno del Estado de Michoacán / El Colegio de Michoacán, 2004.         [ Links ]

Humboldt, Alejandro. Ensayo político sobre el reino de la Nueva España. París: Casa de Roma, 1822.         [ Links ]

Muria, José María (comp.). Historia de Jalisco. México: Colegio del Estado de Jalisco / Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1981.         [ Links ]

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA

Beatriz Espejo: Discípula de Juan José Arreola y, luego, de Juan Rulfo durante una beca en el Centro Mexicano de Escritores, tiene especial interés por una prosa directa y cuidada. Autora de cuentos, ensayos y novela. Doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México, ha sido docente en la Facultad de Filosofía y Letras y en otras instituciones. Conferencista, impartió (2009) la cátedra Rosario Castellanos en Jerusalem. Ese mismo año recibió la Medalla Bellas Artes. Anteriormente ha obtenido otros premios literarios.

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