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Comunicación y sociedad

versión impresa ISSN 0188-252X

Comun. soc vol.17  Guadalajara  2020  Epub 27-Ene-2021

https://doi.org/10.32870/cys.v2020.7460 

Televisión, melodrama y globalización

La telenovela histórica mexicana: un modo de memoria, dos modelos narrativos

Adrien José Charlois Allende1 
http://orcid.org/0000-0002-0566-0126

1 Universidad de Guadalajara, México. adriencharlois@gmail.com


Resumen

Este artículo propone la revisión de la evolución de la telenovela histórica mexicana, pensada como un modo de memoria cultural, a través de la descripción del género melodramático como matriz narrativa. Esta descripción lleva a pensar en la constitución de un modo de recuerdo que se ha articulado en dos modelos básicos y que remedia hechos y personajes de la historiografía nacionalista, lo que lo convirtió en un apoyo cultural al discurso oficial sobre el pasado nacional.

Palabras clave: Telenovela histórica; melodrama; memoria cultural; televisión; México

Abstract

This article proposes the revision of the evolution of the Mexican historical telenovela, thought as a mode of cultural memory, through the description of the melodramatic genre as a narrative matrix. This description leads us to think about the constitution of a mode of remembrance that has been articulated in two basic models and that remediates facts and characters of nationalist historiography, which made it a cultural support to the official discourse on the national past.

Keywords: Historical telenovela; melodrama; cultural memory; television; Mexico

Los debates en torno al concepto de memoria cultural que se han expresado en múltiples publicaciones a lo largo de las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI han resultado bastante productivos para amplificar las posibilidades de observación de discursos sobre el pasado en diferentes partes del mundo. Con ello se han abierto las vías de análisis de ciertos fenómenos desde distintas disciplinas de las ciencias sociales y humanidades. La literatura al respecto, por momentos sumamente concentrada en ciertos espacios geográficos, poco a poco ha ampliado su alcance a regiones académicas en algún sentido marginales, como el caso de América Latina.

Esta situación se ve reflejada en la lectura y discusión de la tradición alemana de estudios de memoria cultural, reconceptualizada en el trabajo de Erll (2011). Poco a poco, su influencia se ha hecho sentir, en este caso en México, por su debate en seminarios especializados en las más importantes universidades del país. Con ello, nuevos enfoques para estudiar casos nacionales, especialmente en el cine, la literatura o la televisión, se han hecho evidentes en obras, como la coordinada por Borsó y Seydel (2014), o los trabajos de Amaya (2016).

Es desde este ambiente en que ha parecido sugerente explorar, desde el concepto de memoria cultural, uno de los productos ficcionales más importantes de la televisión mexicana: la telenovela histórica. Esta simboliza la tradición más añeja de representación del pasado en la televisión comercial nacional. Puede ser pensada como un tipo de formato derivado de la telenovela tradicional, ya que comparte con ella ejes narrativos fundamentales, anclados en el clásico género melodramático, así como estrategias de producción y transmisión que se han desarrollado en los más de sesenta años de la televisión mexicana. Debido a su popularidad, es posible suponer que la telenovela histórica es una de las formas más evidentes en las que el mexicano ha leído su pasado.

En parte despreciada hasta hace poco por la academia, la telenovela histórica siempre ha estado bajo sospecha de ser una forma oficialista de recontar el pasado, debido a los nexos evidentes de la televisora principal, Televisa, con el gobierno mexicano. Sin embargo, para Reyes de la Maza (1999), el proyecto de hacer telenovela histórica, más que una relación entre industria y gobierno, reflejó la preocupación por lo banal de las producciones telenoveleras y por la necesidad de la televisora de insertarse en un discurso culturalmente avalado. Parece que fueron los primeros intentos de hacer una programación de ficción seria que tratara sobre asuntos importantes, como lo es la historia nacional (Dorcé Ramos, 2005).

Es un hecho entonces que la ficción histórica televisada en México tiene un género y un formato básicos. Sin embargo, lo importante para los motivos de este texto es regresar a repensar su trayectoria desde un eje conceptual central, el que observa a este tipo de productos como medios de memoria, formas específicas de recontar el pasado, y que involucran modos de recuerdo2 específicos para públicos masivos en México. En este sentido, el texto parte de una reflexión en torno a la medialidad de la memoria, planteada principalmente por Erll (2011), para trazar la relación que la forma de recordar en la televisión nacional guarda con el género melodramático y la constitución del formato de telenovela al interior de la industria televisiva mexicana.

Para abordar el tema se trabajó básicamente en tres aspectos. En primer lugar, se buscó evidenciar en la teoría de Erll (2011) la importancia de los fenómenos y productos que construyen memoria desde su condición mediada. Según la teoría, estos se constituyen en modos de memoria, en formas específicas de articular recuerdos en función de tres diferentes dimensiones estructurales (materialidad, institucionalidad y esquemas, en este caso, narrativos), y de operaciones, como la premediación y la remediación, que evidencian la forma en que se traman esos recuerdos.

La propuesta de este texto es que el propio melodrama (en este caso el televisado), es un esquema narrativo en el que ha operado la construcción del recuerdo en la televisión mexicana. Por ello, se dedica una sección a teorizar las estructuras básicas del melodrama y sus funciones al interior de productos televisivos mexicanos, específicamente la telenovela. A partir de estos dos marcos, se hace un recuento de la trayectoria de la telenovela histórica nacional, con el fin de evidenciar la estructuración de dos modelos narrativos que se mantuvieron vivos a lo largo de la historia de este tipo de productos, en función de la experimentación dentro de los límites del formato, respecto a formas de tramar el pasado nacional.

En relación con lo anterior, la hipótesis central es que, por un lado, el melodrama opera como schemata básico en las telenovelas históricas, no solo como forma de estructura narrativa básica, sino como manera de diálogo con la historiografía nacionalista mexicana. Relacionado con ello, un segundo aspecto de importancia es que en ese diálogo la telenovela histórica remedia constantemente personajes, procesos históricos y formas de representación que le preexisten. Se reconoce que para ello sería importante un estudio historiográfico que evidencie esas remediaciones previas; sin embargo, el texto propone un marco que sirva para análisis posteriores en donde la telenovela histórica sea un caso central.

Memoria cultural y sus medialidades

Considero que no es necesario volver a rastrear todas las discusiones sobre memoria (colectiva, social, cultural, comunicativa) que se han dado a lo largo de por lo menos un siglo de reflexión en torno al concepto. Para un análisis concreto, me parece más evidente la necesidad de dejar delineadas las relaciones específicas desde donde se observa el caso a tratar. Como planteaba en párrafos anteriores, a pesar de que las discusiones sobre memoria social y colectiva ya tienen cierta tradición en América Latina, en específico en torno a cuestiones de historia oral, historia reciente, dictaduras y represión, el concepto de memoria cultural, tal como lo ha trabajado la tradición alemana, es relativamente reciente. Me ha parecido especialmente productivo para reflexionar en torno a formatos televisivos que explícita y conscientemente narran pasados nacionales específicos, como la telenovela histórica mexicana.

En este caso me parece especialmente pertinente la definición de memoria cultural de Erll (2008a), pensada como interacción del presente y el pasado en contextos socioculturales determinados. Esta concepción deja abierta, como la propia autora lo reconoce, la posibilidad de pensar en diversas materialidades como evidencias de procesos de recuerdo, siempre en la consideración de que dichos casos se encuentren insertos en un horizonte histórico específico y sucedan a través de una medialidad evidente. Ello elimina de tajo el viejo debate que divide la historia de la memoria, tomando a la primera como un medio más para que se cumpla la interacción entre tiempos y entre estructuras de recuerdo, que la autora revela centrales en su definición. Con ello reconoce los aportes de una tradición que va de Maurice Halbwachs a Aby Warburg y de Pierre Nora a los Assmann, pero los discute a través de un elemento esencial: el carácter eminentemente mediado de la memoria.

Al asumir el carácter cultural de la memoria, Erll (2011) reconoce utilizar una metáfora, un concepto paraguas, que ayuda a ver las relaciones entre fenómenos distintos y establecer conexiones entre “tradición y canon, monumentos y conciencia histórica, comunicación familiar y circuitos neuronales” (p. 99). Con ello pretende hacer notar el carácter interdisciplinario de su conceptualización, reconociendo la condición mediada que estos fenómenos de recuerdo (tanto a nivel individual como colectivo) tienen. Erll busca subsanar las distancias existentes entre las diferentes conceptualizaciones del término memoria, al establecer conexiones entre niveles posibles de análisis que constituyen la medialidad inherente al proceso de recuerdo.

Zierold (2008) reconoce en la propuesta de Erll la ventaja de incluir el concepto integrativo de “media”, como una de las bases para amplificar la capacidad de análisis de los fenómenos de memoria actuales, superando los estudios aislados de fenómenos del recuerdo que se anclan en la exclusiva concepción social de los procesos. Con ello se supera la falsa distinción de tipos de memoria que establece Assmann entre memoria comunicativa y memoria cultural, además de las aparentemente falsas distinciones entre formas de ver el pasado en las que se centraron las discusiones previas.

Al hacer obvio el carácter mediado de la memoria cultural, se vuelve necesario responder cómo es que se constituye este. Para Erll (2011) hay tres dimensiones de la memoria a tomar en cuenta: material, social y mental. Las primeras dos evidencian las estructuras tecnológicas e institucionales en las cuales se articula el recuerdo, hacen alusión a los artefactos y a los portadores que hacen posible el acceso a una forma específica de recuerdo. Pero el tercero apela a los conceptos, los códigos, la schemata compartida que permiten que el pasado narrado de una sociedad tenga sentido. Esta lógica tripartita, muy bien establecida en los estudios de medios, le da un gran potencial a la propuesta de Erll para analizar formas actuales de memoria que son evidentes en los medios masivos de comunicación actuales. De ahí su importancia de regresar a la telenovela como un modo de recuerdo específico en México, porque se hace palpable “la calidad y el significado que asume el pasado” (Erll, 2011, p. 104).

Para reconocer el poder de ciertas mediaciones sobre el recuerdo, Erll (2008b) propone tres niveles en que operan los medios de memoria: intramedial, intermedial y contextos plurimediales. La primera hace referencia a las retóricas del recuerdo y la forma que asumen en relación al medio elegido para narrar el pasado. En ese sentido, el medio determina el modo de recuerdo. Este nivel tiene una relación estrecha con las redes plurimediales de sentidos sobre el pasado, que se materializan en el acto de recepción. Con ello se refiere a contextos de recepción en donde existe una red de otras representaciones mediales que preparan el terreno para dotar al medio con cierto poder para moldear memorias.

Es en el segundo nivel, el intermedial, en el que se establece esa relación entre retóricas y contextos, a través de dos conceptos clave: remediación y premediación (2008b). Con el primero, ya más importante en este trabajo, se hace referencia a la reiteración de momentos, personajes y procesos memorables, a través del tiempo y de distintos medios que generan un canon de construcciones sobre el pasado que permiten reconocer al relato como parte de un continuo de representaciones específicas. Por su parte, la premediación es la manera en que medios existentes proveen de esquemas para futuras experiencias y representaciones del pasado. El doble movimiento entre ambos elementos vuelve al pasado inteligible y estabiliza memorias de eventos particulares, convirtiéndolas en modos específicos de recuerdo.

Con esto en mente, es posible pensar a la telenovela histórica mexicana como un modo de recuerdo nacional específico. Para plantearlo se recurrirá a la descripción de un elemento y una historia. Se tratará de vincular el género narrativo en el que se inserta, el melodrama, pensado como schemata prevalente en la televisión, con su materialización como formato televisivo de tipo historiográfico. A partir de ello daré cuenta de la evolución de la telenovela histórica a través de sus ejemplos relevantes, y sus formas características de narrar el pasado.

Evidentemente, las telenovelas no son neutrales a la hora de recordar el pasado nacional, lo hacen a través de la selección de hechos y personajes que la historia nacionalista mexicana ya ha representado desde principios del siglo XIX y, por lo mismo, son importantes en el acto de remediación y premediación de la memoria nacional. Al igual que el cine, las telenovelas históricas han sido en México elemento cultural clave en el proceso de consolidación simbólica del Estado posterior a la Revolución Mexicana de principios del siglo XX. De ahí la dimensión política de los recuerdos en televisión.

Siendo así, me parece necesario relatar los dos niveles para poder dar paso a la reflexión en torno al potencial de la telenovela como modo específico de recuerdo en México.

El melodrama

El melodrama como tema de discusión ha sido bastante trabajado a partir de la segunda mitad del siglo XX, en un debate que traspasa las fronteras disciplinares y que se materializa en lecturas clave, así como en casos de estudio particulares. Este interés con el género tiene que ver más con pensar lo melodramático en sus relaciones con los contextos de su evolución, con su ampliado uso en diversas esferas de lo social, lo político y lo cultural, y con las matrices de sentido con las que ha empatado. En ello, el género ha sido considerado como un modo de imaginar (Brooks, 1991), una serie de subgéneros (Singer, 2001), una matriz cultural (Martín-Barbero & Muñoz, 1992) e, incluso, como una epistemología (Dorcé Ramos, 2014). Lo anterior demuestra la dificultad de su catalogación.

Si consideramos la existencia de la realidad como una articulación narrativa, es fácil pensar al melodrama como una forma de dar cuenta del espacio/tiempo que nos conforma como individuos y colectividades, que otorga un límite de sentido con el cual nos situamos en la realidad. En este contexto, opera como schemata que permite a sus audiencias hacer sentido y proveer un antecedente para la comprensión de lo narrado, para rellenar las ausencias de información con su lógica particular. Es por ello que es de crucial importancia a la hora de pensar la telenovela, ya que pone al centro de su análisis las fronteras en las que opera la narración.

El melodrama es una forma de generar identidad que se mantiene próxima a la emoción, que subraya lo sentimental por medio de una extrema polarización maniquea, que se articula desde la individualización de los procesos narrados. Así, se convierte en la representación obvia de absolutos morales que se materializan en individuos, instituciones y situaciones, narrativizadas a través de arquetipos. En él se ponen en escena injusticias morales extremas, cuyas reacciones parten de respuestas igualmente viscerales y definitivas. La estrategia funciona para que las audiencias tomen posiciones ante dilemas con soluciones estructuradas en una lógica binaria (entre el bien y el mal), lo cual permite la toma de una postura moral en constante suspenso. De ahí que su éxito comercial esté ligado a la fidelidad de las audiencias.

Singer (2001) plantea cinco características básicas del melodrama: 1.- Un pathos fuerte que detona sensaciones a través de la presentación de una injusticia moral; 2.- La presencia constante de emociones sobreexcitadas, ligadas a sentimientos amplificados; 3.- La constante polarización moral a través de representaciones evidentes y fácilmente legibles; 4.- La existencia de resoluciones que escapan de la acción individual, que aluden al trabajo de fuerzas superiores para romper con los obstáculos de la dicotomía moral; y 5.- Un carácter sensacionalista que enfatiza violencia, acción, emoción y que se evidencia en la extravagancia. En ese sentido, la experiencia del melodrama es la de las crisis constantes (Landy, 1991), que se evidencian en la muerte, la mutilación familiar, la separación, la pérdida y el abuso arbitrario de los valores de pureza y virtud por parte de los villanos.

La acción individual es provocadora de estas características por medio del recurso de figuras hiperbólicas, que todo exageran, haciendo evidente la moral oculta, que es “el repositorio de los fragmentarios y desacralizados remanentes del mito sagrado” (Brooks, 1991, p. 53). Con ello, se asume la complejidad social en un número delimitado de opciones simples y permite a la audiencia tomar posición frente a la realidad narrada (Lopez, 1991), a partir de absolutos morales.

El melodrama actual nace con la modernidad, a fines del XVIII y principios del XIX. El contexto ideológico del momento europeo y los lentos procesos de urbanización e industrialización evidenciaron la caída de las tradiciones espirituales e institucionales, con la consecuente fractura de los principios éticos y morales anclados en los mitos de la cristiandad. En medio de esa crisis simbólica, el melodrama evolucionó como una poderosa forma de dar sentido en torno a principios éticos básicos. Según Singer (2001) el melodrama se articula en distintos productos culturales como una necesidad de expresar esas continuidades ante la discontinuidad personal y cultural vivida en el auge de la modernidad. De ahí que sea un género de carácter transmedial.

En Latinoamérica el melodrama dotó de “una distintiva coherencia emocional a las complejas configuraciones culturales emergentes en la segunda mitad del siglo XX” (Dorcé Ramos, 2014, pp. 287-288). Diferentes productos de la cultura popular, algunos anclados en los medios masivos de comunicación, aprovecharon la fuerza del melodrama para empatar con la cultura oral preponderante. Con ello, ligaron las historias propias con las de los héroes y leyendas de la cultura tradicional que se fue desplazando a la ciudad, un siglo posterior a lo sucedido en Europa. En este contexto, Martín-Barbero propone que distintas vertientes de la música, la literatura o la visualidad de la región asumieron las estructuras narrativas del melodrama. Dicha hibridación entre lo tradicional y lo moderno permitió articular el drama del reconocimiento de la identidad en las culturas populares, lo que actuó de inmediato sobre el imaginario y la memoria colectiva (Martín-Barbero, 2002; Martín-Barbero & Muñoz, 1992).

En ese sentido, como apunta Lull (1998), el éxito del melodrama en Latinoamérica tiene que ver con la permanencia de las matrices de sentido que apelan a la nostalgia por un pasado imaginado. Así, el género ha sido una constante de sentido que, en contextos políticos específicos, ha servido para generar consenso. Cada etapa le ha impreso características particulares al melodrama de la región. Ejemplo de ello ha sido la industria audiovisual mexicana, la cual a través del cine y la televisión democratizó el melodrama, vinculándolo a un proyecto nacionalista que llamaba a sentimientos básicos en torno a una opción política surgida de la Revolución mexicana (Oroz, 1995).

En el siglo XX la fórmula resultó en un canon efectivo para plantear alegorías nacionales que ayudaran a consolidar el proyecto de nación y el pasado con el cual pretendía vincularse. A ello llamó Herlinghaus “procesos de nacionalización imaginaria” (2002, p. 32), lo que lleva a pensar en las telenovelas históricas como un producto clave, un modo de memoria cultural, para la representación de ese pasado imaginado.

Telenovela histórica mexicana: un modo de memoria, dos modelos para relatar el pasado nacional

Sin duda, la telenovela es el formato de ficción televisiva más exitoso de México, 62 años de presencia confirman su prevalencia en el gusto de las audiencias locales. No es extraño entonces que sea ahí en que se haya decidido narrar el pasado nacional en televisión. Educadas en el modo melodramático que materializa la telenovela, las audiencias siempre prefirieron ver reflejado el origen comunitario en el formato sentimental. Por ello, la telenovela fue el lugar propicio para remediar ciertos temas de importancia en el proyecto político del Estado postrevolucionario. Si bien el cine y la literatura ya narraban los mismos pasados desde antes de la existencia de la televisión, la popularidad de este medio hizo mucho más relevantes, en términos de audiencia potencial, a las telenovelas históricas.

En la historia del desarrollo de la telenovela histórica, sin embargo, es posible ver dos cánones de representación evidentes: la melodramatización de personajes clave de la historia y la generación de historias ficcionales paralelas a procesos históricos, ambos impulsados por uno de los productores televisivos de mayor tradición en México, Ernesto Alonso. El primer modelo operó a través de una característica básica del esquema melodramático: el uso de figuras hiperbólicas. Con ello, la telenovela histórica pudo establecer el estatus sentimental respecto a figuras que en la historia nacionalista liberal eran remediados, en la escuela, el arte, la literatura o la historiografía, como esencialmente malos o buenos. Al exagerar las características positivas o negativas de ciertos personajes históricos, la telenovela se montó sobre una narrativa preexistente que permitía conectar con la forma en que las audiencias ya entendían su pasado, su origen como comunidad. Esta operación se replicó en el modelo de historias paralelas, sin embargo, la incorporación de personajes ficticios permitió complejizar el pasado a través de la representación de posturas diversas (indígenas, mujeres, sindicatos, comunidades intelectuales, religiosos, etc.) que si bien nunca se permitieron polemizar respecto a los estatutos esenciales de bondad y maldad en la historia, sí establecieron la existencia de más de dos posturas. En este segundo modelo, el melodrama también operaba en las narrativas de ficción para dejar claras las posturas a través de absolutos morales diversos.

En este sentido, la telenovela histórica permitió anclar el pasado a la sensación y la emoción, como recurso para generar lealtad en torno a una forma de explicar el pasado nacional ya de por sí ligada a oposiciones maniqueas y remediada en distintos productos culturales. Parece ser que la preocupación educativa fue el principal argumento para sustraer a la telenovela de sus tradicionales narrativas, acusadas constantemente de banales, para alimentarla con un discurso histórico culturalmente avalado. Un primer intento por hacer una ficción “seria” que tratara asuntos importantes, como la historia nacional (Dorcé Ramos, 2005) o, por lo menos, una visión política de ella.

Fue hasta 1962-1963 que nace el primer intento de tramar la vida de un personaje histórico en la narrativa de una telenovela. Ernesto Alonso produjo Sor Juana Inés de la Cruz, con la española Amparo Rivelles como protagonista. Con esta primera telenovela histórica, que se encargaba de retratar la vida de una de las personalidades más apreciadas del ambiente culto nacional, la televisora inauguró el primer modelo de telenovela histórica, cuya base está en melodramatizar la vida de algún personaje histórico aprovechándose de las visiones contradictorias que suscita. Las dificultades del ensayo no tardaron en hacerse evidentes. La censura gubernamental imposibilitó que se trataran temas complejos que giran en torno a la personalidad de la poetisa, los cuales se dejaron de lado con el fin de no cuestionar las versiones oficiales existentes (Reyes de la Maza, 1999). Con ello, quedaron fuera conflictos y aristas de personalidad que hubieran enriquecido al personaje en búsqueda del éxito melodramático. Así se demostró la poca disposición de adaptar posturas no oficiales con el fin de construir historias y personajes más complejos. Con este primer intento, se comenzaron a evidenciar los límites posibles en el ejercicio de tramar el pasado en melodrama. La extrema polarización de los personajes no solo emborronaba las complejidades de sus personalidades, sino que obligaba a los productores a enmarcar las representaciones dentro de las fronteras impuestas por la historiografía oficial.

En 1965, en un segundo intento, dos personajes, todavía más polémicos en la historiografía nacional mexicana, tendrían su lugar en la pantalla: Maximiliano y Carlota de Habsburgo. El ejercicio sonaba interesante, hacer una telenovela de las vidas de un par de románticos que vieron la posibilidad de comenzar su propio imperio, contenía todos los elementos para producir un éxito de televisión. Sin embargo, sus altos niveles de audiencia se debieron en parte a las polémicas en torno a su producción. La primera de ellas tenía que ver con que Ernesto Alonso había dado el papel protagonista a un argentino (Guillermo Murray) y una española (María Rivas), con ello la verosimilitud del pasado narrado, en relación a las particularidades lingüísticas de los personajes, comenzaba a ponerse en duda. El modelo fallaba si no se adaptaba a los esquemas de verosimilitud, con relación al pasado, impuestos por un nacionalismo revolucionario que veía en lo extranjero una transgresión al orden nacional.

El productor había decidido continuar con la idea de caracterizar personajes del pasado en función de polarizaciones esquemáticas. Dado que Maximiliano y Carlota eran los buenos de la historia, forzosamente el rol de villano cayó sobre Benito Juárez. Eso desató un problema político para la televisora. Historiadores, partidos políticos, funcionarios gubernamentales y sindicatos llevaron sus quejas por el maltrato al héroe nacional ante la Secretaría de Gobernación, la cual impuso a Ernesto Alonso cambios en el libreto original. Debido a que el productor se negó, se vio en la necesidad de recortar el número de capítulos planeados. El propio presidente mexicano, Gustavo Díaz Ordaz, citó al productor y a altos funcionarios de la televisora para hacerles notar los peligros que entrañaba la labor de interpretar la historia nacional, y los invitó a consultar con historiadores la construcción de guiones (Reyes de la Maza, 1999; Terán, 2000).

La producción de Maximiliano y Carlota reveló a su vez que el modelo de telenovela que privilegiaba la melodramatización de personajes específicos podía ser peligroso ante un gobierno que privilegiaba el culto casi religioso a ciertas figuras del pasado nacional. Si bien la idea de utilizar vidas de figuras públicas resultaba provocador en términos estéticos y narrativos, las necesidades de una televisora comercial de hacer historias atractivas para su público llevaba a luchas estériles con el poder político por la memoria e, incluso, a actos directos de censura. El fin de este primer modelo de telenovela histórica parecía anunciado. La idea de una historia monolítica, sobre todo en los gobiernos de la postrevolución, se basaba en la inexistencia de posturas encontradas en el desarrollo de la patria. La telenovela retó este relato al usar como “buenos” a dos personajes considerados como invasores extranjeros, opuestos al desarrollo del liberalismo nacional. Si bien podía funcionar como relato de telenovela clásica, en términos de representación del pasado no parecía justificable salirse del esquema de remediación en que la historia oficial había constantemente tramado a los emperadores.

Los problemas derivados de las historias presentadas por Alonso lo llevaron a buscar temas del pasado y esquemas para narrarlos, políticamente menos polémicos. Al mismo tiempo, el productor aprovechó que una camada de becarios del Centro Mexicano de Escritores, a los cuales se les acababa la beca de la institución, buscaran nuevos horizontes en la televisión (Castro, 1997). Así convocó a jóvenes literatos como Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, Vicente Leñero, Gabriel Parra, Jaime Augusto Shelley y, en especial, Miguel Sabido, a quienes se les sumaron personalidades provenientes del cine y consolidados en las letras, como Raúl Araiza y Eduardo Lizalde, para así experimentar con nuevos temas y tratamientos que le permitieron afianzar el subformato de la telenovela histórica.

Para transformar la telenovela histórica hicieron un cambio básico. En lugar de hacer un melodrama de la vida de algún personaje del pasado, crearon historias ficticias que corrían de manera paralela a una trama historiográfica que se apegaba al discurso oficial nacionalista (Charlois, 2010; Rodríguez Cadena, 2004). Con ello se permitieron dar mayor profundidad a la caracterización de época, permitir la representación de distintos grupos sociales y, en cierta manera, contrarrestar el discurso oficial con revisiones historiográficas que surgían de la historia académica y se traspasaban al formato por medio de asesores históricos. Este segundo modelo estuvo aparejado de una producción más cuidada, con experimentaciones técnicas ajenas a la telenovela tradicional y con posibilidades de explorar los gustos de la audiencia (Reyes de la Maza, 1999).

El modelo privilegiaba el melodrama clásico de las telenovelas en las historias ficticias. Las historias de amor y desamor, los esquemas básicos de bondad y maldad en ciertos personajes, los absolutos morales cristianos, la resolución de conflictos de manera providencial, etcétera, jugaron un papel central en el armado de historias ambientadas en el pasado. Por otro lado, la historia oficial mantenía los absolutos simbólicos creados por la historiografía oficialista, a través de un relato de corte político que evidenciaba los procesos históricos remediados, y que solo establecía contactos con la narrativa de ficción a través de personajes clave que actuaban dentro de la historia nacional.

En 1967, Miguel Sabido y Eduardo Lizalde escribieron para Ernesto Alonso La Tormenta. Esta fue considerada una superproducción de la telenovela nacional que permitió reivindicar la figura de Benito Juárez, tras el desastre de Maximiliano y Carlota. La dirección de Raúl Araiza, con fuerte influencia cinematográfica, permitió filmar en exteriores, reconstruir escenas complejas de batalla y la profundización en distintas facetas de los personajes históricos. Para Dorcé Ramos (2005), fue la primera telenovela coproducida entre la televisora y el gobierno mexicano, lo que permitió un aumento significativo de recursos económicos para su realización. A su vez, la colaboración se pensó con el fin de no contradecir las versiones oficiales de la historia narrada, contar con el aval de funcionarios de la Secretaría de Gobernación y contratar, como lo había sugerido el mismo presidente de esa época, a asesores históricos que buscaron criterios de veracidad más estrictos.

Probablemente, el impulso mayor del guionista Miguel Sabido estuvo en el recurso de contar el pasado a través del rejuego entre historia e historias familiares ficticias. Así, los personajes de ficción funcionaron para establecer las líneas generales de una historia melodramática, tan exitosas entre la audiencia, vinculando los procesos históricos en relatos paralelos en permanente contacto. Los procesos políticos y militares perdieron su aridez con contextos sociales en los que las tramas de ficción tenían lugar. En La Tormenta (1967), se introdujeron temas sensibles como el indigenismo, el mestizaje, las distancias de clase a través de personajes ficticios (Dorcé Ramos, 2005). Ejemplo del éxito de la fórmula es que Gabriel Paredes, personaje de ficción interpretado por Ignacio López Tarso, adquirió tanta fama que a la televisora llegaban miles de cartas demandando su inscripción en nombres de calles y monumentos (Reyes de la Maza, 1999). Ello reveló el poder enunciativo que permitía engranar fácilmente personajes ajenos a los procesos históricos en la memoria de las propias audiencias. A través de la mezcla de remediación de temas específicos con historias paralelas, el público mexicano se sentía identificado con los momentos de la historia nacional narrados en pantalla; el melodrama funcionó en ese sentido para engranar el reconocimiento del pasado con la avidez dramática de las audiencias.

Cinco años después, en 1972, Miguel Alemán Valdés, político y accionista de la televisora, produjo El Carruaje, con guion de Miguel Sabido. De nuevo, la imagen de Benito Juárez estuvo al centro de una telenovela histórica que regresó al modelo original de melodramatizar la vida del personaje. A diferencia de La Tormenta, cuyo tiempo diegético alcanzaba desde mediados del siglo XIX hasta 1921, en esta, el periodo de actividad de los personajes se concentran solo en la vida del héroe nacional. Para volver al modelo probado como peligroso, se cuidó que las tramas y formas de representación se apegaran a la forma en que la historiografía oficial mexicana representó hechos y personajes. Con ello, la narrativa adquirió tintes del género épico, se complejizaron los personajes y se contextualizaron sus acciones, subvirtiendo el código no escrito de la telenovela nacional de no representar tiempo y espacio. La vida del héroe se mostró como un camino destinado al sacrificio por la patria, con lo que el modelo originario de telenovela histórica se trastocó a favor de una memoria oficialista, pero que permitió temas no tradicionales en el formato.

La segunda mitad de los años setenta y la primera de los ochenta fue un momento extremadamente difícil para las economías latinoamericanas. La televisora, con fuertes deudas en el extranjero, debió limitar los gastos en producciones. Debido a que la producción de telenovelas históricas resultaba extremadamente cara, la audiencia tuvo que esperar 15 años, hasta 1987, para ver el pasado narrado en pantalla. Senda de Gloria volvió a ser producida por Ernesto Alonso, pero integró a Fausto Zerón-Medina, un historiador reconocido para mantener asesoría constante durante la producción. El modelo de relatos paralelos regresó para narrar la Revolución mexicana (de 1916 a 1940) a través de la vida ficticia de la familia Álvarez. La cantidad de personajes ficticios involucrados permitió abordar distintos niveles del contexto sociohistórico, así como los múltiples movimientos sociales que compusieron lo que se ha tramado normalmente como un relato lineal del movimiento armado.

La telenovela apareció en un momento político complejo para México. En 1987 el país había pasado por una de las peores crisis económicas del siglo XX. La sociedad estaba cansada de un régimen político monopartidista que, a lo largo del siglo, había construido bajo el mito de la Revolución mexicana una justificación historiográfica que permitía comprender la hegemonía política del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Tras las sucesivas crisis que se habían vuelto comunes desde fines de los años sesenta hasta los ochenta, coronada por la ineficiencia del actuar gubernamental durante el terrible terremoto de 1985 que había sacudido la capital del país, la sociedad estaba cansada de los excesos de los presidentes, de los cuales dependía prácticamente toda decisión política. Una fractura política al interior del partido gobernante había separado dos corrientes que buscaban afrontar el futuro de la nación de distinta manera. Por un lado había un grupo que intentaba lograr el poder democratizando las elecciones del candidato del PRI. Este Frente Democrático Nacional, identificado con ideas de izquierda, y comandado por Cuauhtémoc Cárdenas (hijo del primer presidente socialista surgido de la Revolución y uno de los fundadores del propio PRI [PNR, PRM]). Por el otro lado, surgía una nueva camada de políticos, formados en universidades norteamericanas, identificados con el nuevo modelo neoliberal de administración de la economía nacional. Para estos segundos, el discurso historiográfico bajo el que se sustentaba el partido había dejado de tener sentido. Las políticas sociales surgidas de la Revolución estorbaban a los planes de establecer en México los principios derivados del Consenso de Washington.3 En 1988 la elección fue ganada por la nueva camada neoliberal a través de evidentes trampas que profundizaban el descontento social con sus gobernantes.

En este contexto, Senda de Gloria se planteó como un macrorrelato sobre la Revolución mexicana que borró las primeras luchas (1910-1917), en las cuales el lema que guió la revuelta evocaba, precisamente, la vuelta a la democracia transparente. Sin embargo, la telenovela logró nuevamente complejizar la narrativa maestra, construida por el régimen político (y la propia televisora desde los años cincuenta), a través de la incorporación de historias ficticias que hacían “participar a los que, sin tener un nombre famoso, dieron vida a los hechos, opinaron, padecieron, pelearon, sirvieron, gozaron y ayudaron” (Castro, 1997, s/p). Al parecer, Senda de Gloria fue la realización máxima, en términos de éxito principalmente, del modelo de historias paralelas en la telenovela histórica mexicana. La televisora recibió apoyo gubernamental que le permitió el uso de recursos técnicos de alto nivel, con el pretexto de mantener el objetivo educativo del subformato.

La historia ficticia de la familia Álvarez, compuesta por militares, sacerdotes, sindicalistas, traficantes de armas, mujeres piadosas y criadas indígenas, trajo todos estos temas a la palestra. Si bien la historia nacional seguía presente como historia de acontecimientos políticos durante la Revolución, las historias paralelas introdujeron, de manera esquemática, elementos que por sesenta años se habían dejado de lado, como el malestar religioso ante el nuevo régimen liberal, las luchas obreras, el movimiento muralista, etc. En ese sentido, el melodrama se mantenía como modo de complejización. En este caso, otro elemento resaltó: la incorporación del patriarca (el General Álvarez), un militar impoluto e “imparcial”, como voz omnisciente de la historia oficial. En cierto sentido, el General Álvarez, a través de una personalidad en extremo “buena”, juzgaba los hechos (a través de voz en off) para explicar a la audiencia la razón por la que un movimiento armado diverso se materializó en una sola opción política, la que en el momento de la producción seguía manteniendo el poder. El recurso melodramático funcionó esta ocasión como manera de justificar a una opción política por sobre de otras, a través de la remediación de una forma de recuerdo oficial.

En 1994 surgía El Vuelo del Águila, que mantenía el equipo de producción. Sin embargo, el guion fue escrito principalmente por historiadores reconocidos por ser afines al régimen neoliberal, Enrique Krauze y el propio Fausto Zerón-Medina, dejando a un lado a los escritores que se habían unido a Ernesto Alonso en los sesenta. Con ella se regresó al modelo de melodramatización de los personajes con el pretexto de narrar la vida de uno de los dictadores más controvertidos de la historia nacional, Porfirio Díaz Mori. Justamente su periodo de dominación de la política nacional tenía la marca de haber provocado la revuelta revolucionaria que había llevado al régimen del PRI en el poder. Pareciera que a los nuevos gobiernos neoliberales poco les importaban las implicaciones simbólicas de la Revolución mexicana, más allá de ciertos discursos políticos. Esto hizo posible que la vida Díaz pudiera ser narrada de manera épica sin mayor censura política. Las intrigas palaciegas, los amores del dictador, los múltiples crímenes cometidos durante su régimen fueron buenos motivos para darle impulso a la narrativa melodramática. Sin embargo, la representación del periodo histórico, sin mayor crítica al personaje, levantó sospechas tanto en la comunidad académica como en la política (especialmente en la izquierda que reconocía el aporte social de la Revolución) sobre la revalorización de un dictador en momentos en que el partido hegemónico veía desmoronarse su poder total sobre la política nacional.

En este caso, la remediación de las interpretaciones nacionalistas respecto al suceso quedaron fuera de la representación. El modelo político había cambiado y era la izquierda partidaria la que ahora mantenía la representación, mientras que en la televisora se esforzaban, a través del discurso académico de la objetividad histórica, repetida constantemente por los asesores, de rescatar la figura de un personaje regularmente detestado. El melodrama ya no se materializó en la oposición entre un dictador “malo” frente a grupos sociales “buenos”, sino que las propias contradicciones de la vida del personaje reflejaron los extremos éticos melodramáticos, con el fin de complejizar la representación remediada.

En 1996 se cerró en México el ciclo de producción de grandes telenovelas históricas.4 Un tema historiográficamente menos espinoso, la Independencia mexicana de principios del siglo XIX, sirvió para elaborar la última telenovela apegada al modelo de historias paralelas: La Antorcha Encendida. La vida de tres familias relacionadas por el amor y el odio fue la vía para acercar a las audiencias a un momento de guerras que llevaron a la independencia de la colonia española. Sin embargo, la historia comienza 25 años antes, en la última etapa del periodo colonial, lo que permite recrear el contexto en el cual las tres familias toman posiciones encontradas en torno al dominio español sobre lo que sería México. La telenovela salió justo en el momento en el que el patriarca del consorcio televisivo, Emilio Azcárraga Milmo, murió. A esto se sumó el hecho de que las políticas neoliberales habían llevado al surgimiento de una nueva cadena televisiva que rompió con el largo monopolio de Televisa, lo que provocó una guerra por los ratings que, junto con la crisis económica de 1994, llevó a cancelar todas aquellas producciones que excedieran los costos normales de una telenovela exitosa. Con La Antorcha Encendida la telenovela histórica mexicana quedó en pausa. En 2007 falleció Ernesto Alonso, dejando a la televisora sin su productor estrella y a la telenovela histórica sin relevo en la producción.

La telenovela mexicana siempre ha sido un modelo en desarrollo sobre sólidas bases asentadas en una tradición melodramática bastante apegada al canon. Dentro de ella, subformatos como el de la telenovela histórica tuvieron su propia historia, en la cual la experimentación técnica y narrativa permitieron salirse de la simpleza y banalidad del modelo original para apelar a audiencias que partían de un conocimiento básico del pasado nacional y que debían ser instruidas por una narrativa entretenida. Esto devino de un impulso que llevó a pensar en el potencial educativo del formato en un país en desarrollo en el que gran parte de la población se mantiene como analfabeta o analfabeta funcional. Este proceso permitió traspasar los códigos del melodrama televisado para anclar la trama en espacios, momentos y personajes más complejos, que le eran negados en el resto de las telenovelas. Con ello conformaron un modo de memoria cultural que se articuló con el espacio público de lo nacional, de lo patrio, de lo oficial.

Un modo de recuerdo, dos modelos industrializados

La evolución de la telenovela histórica mexicana a lo largo de los años de existencia del subformato da cuenta de dos elementos a tomar en consideración. En primer lugar, el hecho de que esta nació y se desarrolló solo al interior de una compañía privada de televisión, monopólica en muchos sentidos y con fuertes lazos con los gobiernos de la etapa posterior a la Revolución mexicana. Esto es importante en tanto permite hacer evidente el hecho de que la historia nacionalista, como narrativa esencial del subformato, fue de tal importancia como proyecto de ficción televisiva, que el propio gobierno mexicano se involucró en el tipo de contenidos deseables para la audiencia nacional, sancionando o patrocinando uno u otro relato. Con esto, trasladó a la telenovela toda una serie de interpretaciones del pasado que sustentaban el proyecto político. La telenovela histórica sirvió para reiterar ciertas narrativas ya establecidas en torno al pasado. La historiografía nacional guio en muchos sentidos la selección de temas, personajes, procesos y cánones narrativos que la telenovela relató a los mexicanos.

Es por eso que vemos en los diferentes casos la remediación constante de ciertos temas: la guerra de independencia nacional de principios del XIX, el periodo de reformas liberales comandadas por el presidente Benito Juárez a mediados del mismo siglo, su interrupción por medio de la invasión francesa y la posterior conformación del imperio comandado por el austriaco Maximiliano de Habsburgo, el periodo dictatorial de Porfirio Díaz (predecesor y detonante de la Revolución mexicana), y la propia guerra de Revolución. Esta secuencia de procesos históricos es la que todo mexicano ha estudiado en los niveles elementales de su formación académica, sin embargo, la telenovela logró ligar el canon narrativo nacionalista con la lógica sentimental y maniquea que predomina en la televisión mexicana. El melodrama sirvió como schemata básico para evidenciar a “los buenos” y “los malos” en la perspectiva política sobre el pasado del partido gobernante. Tan evidente es, que cuando Ernesto Alonso quiso aprovechar la lógica melodramática para narrar la vida del Emperador Maximiliano y su esposa Carlota (circunstanciales villanos de la historia nacionalista), el gobierno se vio en la necesidad de intervenir, censurar y provocar un cambio en las formas de narrar.

El otro elemento a tomar en consideración es el hecho de que la telenovela histórica, como modo de memoria, se construyó sobre dos modelos básicos. El primero pensado desde la premisa de establecer, en la personalidad de cierto personaje, los límites de lo bueno y lo malo en relación al pasado. Sin embargo, el modelo probó ser peligroso ya que, en el proceso de narrar la vida de los personajes, siempre hubo que buscarles contrapartes esquemáticamente malvadas y, por lo menos en el caso de Maximiliano y Porfirio Díaz, ese papel caería en los habitantes del panteón nacionalista, chocando irremediablemente con la historiografía oficial.

El segundo modelo, más exitoso, se alimentó no solo del melodrama sino de las formas de narrar que habían estudiado una serie de literatos profesionales. Con este modelo, armado en torno a narrativas paralelas (Historia nacional e historia ficcional), se perdía en profundidad de los personajes históricos, tratados desde la lógica de la historia política, pero se ganó amplitud en torno a los procesos sociales que ocurrían en el momento, usando el melodrama para evidenciar posicionamientos encontrados. Con ello, las audiencias podían apreciar las posturas diversas que existían en un proceso determinado, materializadas en la intimidad de las familias ficticias que poblaban la telenovela histórica. Ello también llevó a que las producciones se hicieran todavía más costosas (en relación al estándar de costos de una telenovela normal), por lo que estaban sujetas a los vaivenes de la economía nacional.

Estos dos modelos derivan en un modo de recuerdo que remedia en torno a procesos y personajes que están constantemente vinculados a la historiografía nacionalista, conocida en México como Historia de Bronce. Con ello, las telenovelas históricas profundizaron en un tipo de interpretación historiográfica que ya estaba presente en la educación básica oficial (no siempre al alcance de todas las capas sociales, como sí lo está la televisión). En este sentido, la televisión comercial abonó a consolidar el proyecto político liberal postrevolucionario, cerrando por momentos las puertas a las interpretaciones del pasado que surgían de la historia disciplinar académica y a la historiografía conservadora, ampliamente marginada por el liberalismo triunfante. En este sentido, la telenovela histórica sirvió como modo de memoria cultural construida desde una televisora comercial monopólica, y al servicio del poder político mexicano.

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Cómo citar este artículo:

Charlois Allende, J. A. (2020). La telenovela histórica mexicana: un modo de memoria, dos modelos narrativos. Comunicación y Sociedad, e7460, https://doi.org/10.32870/cys.v2020.7460

2Aunque en su versión en inglés Erll (2012) utiliza el concepto remembrance. En idioma español ha sido utilizado el concepto “recuerdo” y “culturas del recuerdo” como sinónimos que implican “una operación que se lleva a cabo en el presente y consiste en reagrupar los datos disponibles” (p. 10), tanto a nivel colectivo como individual.

3Conjunto de diez recomendaciones establecidas en 1989 por John Williamson y avaladas por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Tesoro de los Estados Unidos.

4En 2010 y 2011, con motivo del Bicentenario de la Independencia y la Revolución mexicanas, Televisa volvió a producir ficción histórica televisiva con Gritos de muerte y libertad (2010) y El encanto del águila (2011). Se prefirió dejar a estas fuera del recuento en este trabajo debido a que ambas son consideradas miniseries y no telenovelas históricas. Se produjeron fuera del área de ficción de la televisora y estuvieron a cargo del área de noticieros, por lo que sus características como modos de recuerdo varían.

Recibido: 06 de Mayo de 2019; Aprobado: 05 de Diciembre de 2019; Publicado: 04 de Marzo de 2020

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