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Comunicación y sociedad

versión impresa ISSN 0188-252X

Comun. soc  no.32 Guadalajara may./ago. 2018

https://doi.org/10.32870/cys.v0i32.6794 

Temática general

Comunicación, ideología y poder: Anotaciones para el debate entre la Teoría de la Propaganda Intencional y la Teoría de la Reproducción Espontánea de la Propaganda

1 Universidad Central del Ecuador, Ecuador. Correo electrónico: artarin@uce.edu.ec


Resumen:

Desde que comenzaron los debates sobre la propaganda moderna, una cuestión continúa inconclusa: si existe, o no, propaganda en los discursos ideológicos involuntarios. Aquí se confrontan ambas corrientes, definidas como Teoría de la Propaganda Intencional (TPI) y Teoría de la Reproducción Espontánea de Propaganda (TREP), concluyendo que la primera se basa en una visión restringida del poder, la comunicación y la propaganda.

Palabras Claves: Propaganda; voluntariedad; poder; comunicación; ideología

Abstract:

Since the debate on modern propaganda began, there is a question that stills remains unanswered: the existence, or not, of propaganda in involuntary ideological discourses. In this paper, both currents, defined here as intentional propaganda theory (IPT) and spontaneous reproduction of propaganda theory (SRPT), are contrasted, concluding that the former is based on a restricted view of power, communication and propaganda.

Keywords: propaganda; intentional; power; communication; ideology

Introducción

Tras cierto desinterés por la cuestión a finales del siglo XX, en lo que llevamos del siglo actual la teoría de la propaganda ha ido recobrando, paulatinamente, un lugar destacado en las discusiones académicas sobre la comunicación. Así, en los últimos años se han publicado trabajos que discuten su naturaleza y características desde los nuevos cambios paradigmáticos y tecnológicos de la comunicación (Baines & O’Shaughnessy, 2014; Brown, 2004; Curnalia, 2005; Herman, 2000; Pineda Cachero, 2004); que abordan el fenómeno desde una perspectiva ética (Arthos, 2013; Black, 2001; Cunningham, 2001); o, incluso, reediciones de manuales que hoy han recuperado su vigencia (Bernays, 2008; Jowett & O’Donell, 2015; Taylor, 2003).

Este renovado atractivo puede deberse, en parte, a las dificultades que siempre ha entrañado definir dicho fenómeno. Al quedar esta labor inconclusa -y probablemente esto sea conveniente- todavía restan aspectos cruciales que discutir respecto a sus límites. Aunque recientemente se han realizado esfuerzos notables en lograr una definición enciclopédica (Vázquez Liñán, 2017), lo cierto es que han sido más quienes en los últimos 25 años han reconocido la complejidad de construir una conceptualización universal de la propaganda (Brown, 2004; Cunningham, 2002; Ellul, 1990; Pineda Cachero, 2004; Pizarroso Quintero, 1993). Lejos de suponer un problema en términos absolutos, dicha indefinición puede llegar a ser conveniente, ya que “delimitar y definir en extremo propicia más el error y la ceguera que un acercamiento ambiguo e indirecto a los objetos” (García Gutiérrez, 2011, p. 36).

En vista de ello, no es razón de este trabajo establecer una nueva, ni mucho menos “definitiva”, definición de propaganda, aunque por razones operativas -en las conclusiones- se apuntará una conceptualización tentativa derivada de la argumentación realizada en el texto. Del mismo modo que el estado de la cuestión sobre el fenómeno muestra fecundos debates en torno a si la propaganda cumple una función negativa (Vázquez Medel, 2004) o positiva (Pena Rodríguez, 2000); si sus argumentos son, fundamentalmente, falsedades (Durandin, 1990), factuales (Thomson, 1999) o si, por el contrario, este es un debate estéril (Cunningham, 2002) pues lo que importa es la credibilidad (Doob, 1950; White, 1971); o si la meta de la propaganda es difundir ideología y captar adeptos a ella (Arceo Vacas, 1988) o provocar una reacción (Ellul, 1973); el presente artículo se marca como objetivo principal discutir la idea comúnmente aceptada de que el acto propagandístico es ontológicamente deliberado. En las páginas siguientes se expondrán los principales argumentos de quienes entienden que el factor que diferencia a la propaganda de otros fenómenos comunicativos es que esta es intencional, es decir, que sus fines -sean los que fueren- están siempre planificados. De aquí en adelante, en este artículo se denominará a esta corriente como “Teoría de la Propaganda Intencional” (TPI). Contra ella, en este texto se presenta una visión antagónica, que pretende mostrar cómo a través de discursos o acciones no planificadas o involuntarias también puede producirse propaganda, sin que ello conlleve grandes limitaciones teóricas. En una segunda parte del artículo se expondrán las razones críticas con la TPI, de las que se podría deducir una “Teoría de la Reproducción Espontánea de la Propaganda” (TRP).

Las tres restricciones de la Teoría de la Propaganda Intencional (TPI)

Si algo comparten todas las definiciones sobre propaganda es su caracterización como un fenómeno comunicativo que emplea numerosas técnicas (persuasión, información, desinformación, etcétera) y medios (panfletos, periódicos, libros, música, televisión, entre otros) con el objetivo táctico de influir en la ideología o en el comportamiento de los receptores. En la afirmación de que la propaganda es una herramienta útil para alcanzar una determinada meta residen, al menos, dos de las cuestiones centrales de la TPI: por un lado, que quien la pone en práctica debe de haber recurrido a una fase mínima de organización del mensaje: “Ello implica un sentido de cuidadosa consideración de todas las posibilidades … la propaganda está cuidadosamente pensada antes de tiempo para seleccionar cuál será la estrategia más efectiva para promover una ideología y mantener una posición ventajosa” (Jowett & O’Donell, 2015, pp. 7-8). Por el otro, que toda propaganda se pone en marcha por un motivo -con un objetivo-, y por ello es intencional. A pesar de que es conveniente evitar la confusión entre organización de la propaganda y propaganda intencional, hay que reconocer conexiones asumibles entre ambas: por lo general, aunque no necesariamente, la difusión de propaganda organizada se realiza de manera deliberada y planificada.

Entrando en detalle, por organización de la propaganda se entiende la estratégica y sistemática emisión de mensajes propagandísticos estructurados a través de una red de organismos colectivos o unipersonales, algo que para Pizarroso Quintero (1991) es condición sine qua non de la propaganda. Antes que él, uno de los pioneros de la teoría de la propaganda, Bernays (2008), ya añadió que la propaganda funciona para “organizar el caos” en el que opera la compleja sociedad moderna. Estos procesos organizados de persuasión (Taylor, 2003) son los únicos con la importancia suficiente para merecer la atención de los científicos sociales (Lasswell, 1935), en la medida en que solo ellos son de una envergadura tal que pueden constituirse como un fenómeno diferente, delimitado y estudiable. Del mismo modo, la cuestión de la intencionalidad, que se deduce de la organización de la propaganda, está presente tanto en las obras de autores clásicos como contemporáneos. Así, para Qualter (1962):

La propaganda es el intento deliberado, por parte de algunos individuos o grupos, de formar, controlar o alterar la actitud de otros grupos a través de instrumentos de comunicación, con la intención de que, en una situación dada, la reacción de estos se vea influida por los deseos del propagandista. En la frase “el intento deliberado” encontramos la idea clave de la propaganda. Es lo que distingue la propaganda de la no propaganda (p. 27).

Al tiempo que Vázquez Liñán (2017) la entiende como “un proceso comunicativo dirigido a influir deliberadamente en las percepciones, actitudes, ideas y comportamientos de la gente, con el objetivo de promover los intereses del propagandista” (p. 1403). En la primera definición, Qualter reconoce que uno de los elementos en disputa es la cuestión de la intencionalidad, y por ello enfatiza su necesidad para distinguir la propaganda de lo que no lo es. Por el contrario, en la segunda, dicha idea ha dejado de ser “defendida” y ha pasado a formar parte natural del concepto, del mismo modo que otras características incuestionables.

En este sentido, Pizarroso Quintero (1999) da nombre a dicha voluntad abstracta de persuadir a través de un latinismo inspirado en un símil jurídico, ya que compara el animus iniuriandi de los delitos de libelo, o lo que es lo mismo, el necesario ánimo de injuriar para que pueda ser punible, con el animus propagandi, el necesario ánimo de hacer propaganda para que pueda ser considerada como tal. Relacionado con la “actitud propagandista” propuesta por Lasswell (1927), el animus propagandi se convierte en la categoría binaria incluyente-excluyente fundamental para sostener la TPI. Pero seguramente, quien en los últimos años con mayor dedicación se ha adscrito a tal teoría en el ámbito hispano es Pineda Cachero, para quien no solo la idea del animus propagandi atraviesa su obra (2004; 2007a) sino que, además, le dedica textos específicos (2007b; 2008). De ahí que, en las próximas páginas, será tomado como referencia y, sus palabras, discutidas.

Como se ha dicho, para el autor, lo que diferencia a la propaganda de otros fenómenos comunicativos es, precisamente, ese animus propagandi: “Según nuestro marco teórico, intenciones distintas generan fenómenos comunicativos distintos, y esa es la clave para distinguir entre propaganda, publicidad, información, arte, etcétera” (Pineda Cachero, 2007b, p. 431). En ese sentido, Pineda Cachero no deja cabo suelto y se atreve a identificar esa intencionalidad concreta que, según él, define a la propaganda: el poder. Si bien al inicio de este epígrafe se había expuesto que el objetivo táctico de la propaganda es influir en la ideología o en el comportamiento de los receptores, parece existir también acuerdo -no hay quien niegue esta relación- en que su objetivo estratégico es la búsqueda o mantenimiento del poder:

En una comunicación unidireccional como la propaganda, el contenido del Mensaje está diseñado para coadyuvar en -y solo en- la consecución de objetivos particulares -ganar unas elecciones, justificar un golpe de Estado, conseguir apoyos para una guerra, etc.-, los cuales, en definitiva, tienen como mínimo común denominador el objetivo universal de la propaganda: el poder (Pineda Cachero, 2007a, p. 77).

Yendo aún más allá de la corriente general que atribuye a la propaganda la capacidad de participar en la construcción del poder hegemónico (Weaver, Motion & Roper, 2006), o dicho de otra manera, siendo aceptada la premisa de que “la propaganda política busca adhesiones para alcanzar el poder” (Vázquez Medel, 2004, p. 19), para Pineda Cachero (2007a) este cobra una mayor relevancia al ser su explicans, es decir, su “factor explicativo básico”, que “ofrece la posibilidad de discernir y diferenciar al fenómeno propagandístico de otros fenómenos comunicativos” (p. 132). Lo que quiere decir el autor es que aquello que hace a la propaganda lo que es, es su intencional búsqueda o mantenimiento del poder. Toda forma de comunicación que no tenga este propósito, que atienda a otras razones, queda lejos de los dominios de la propaganda.

Hasta aquí, queda expuesto de forma sintética el grueso de la TPI. No obstante, cabe realizarse, al menos, un par de cuestionamientos, que más adelante podrán tomar el cuerpo de objeciones. El primero de ellos tiene que ver con lograr una conceptualización del poder que permita conocer si, efectivamente, los demás fenómenos comunicativos no aspiran a alcanzarlo. Por los propios ejemplos que él mismo propone, parece que la apuesta de Pineda Cachero responde a una visión del poder legítima pero excesivamente estrecha y restringida a sus manifestaciones políticas más evidentes (ganar unas elecciones, justificar un golpe de Estado, conseguir apoyos para una guerra, consolidar el patriarcado, etcétera), obviando la posibilidad de aplicarlo a otros fenómenos también políticos pero alejados de la gobernanza, como el comercio (la publicidad) o la cultura (el arte). Merece la pena preguntarse si, realmente, mientras que la propaganda tiene el objetivo estratégico de subordinar al receptor a la conducta y pensamientos del emisor (Pineda Cachero, 2007a), no lo tienen manifestaciones comunicativas como la publicidad2 y el arte.3 ¿No puede esconder también la publicidad una voluntad de alterar la conducta (comprar) y el pensamiento (creer que es la mejor mercancía) de los consumidores? ¿Es acaso imposible que un artista intente con sus creaciones alterar el comportamiento de su audiencia (conmoverse) y su pensamiento (rechazar otras corrientes artísticas)? Todo ello, sin perjuicio de que, al mismo tiempo, ambas puedan poseer diferentes objetivos tácticos, como el aumento de beneficios empresariales o la expresión estética de un sentimiento. En el caso de la publicidad, el asunto es todavía más complejo, puesto que a veces el objetivo de las empresas que ponen en marcha estas campañas es, también, ocupar una posición dominante -de poder- en el mercado. He aquí la primera de las restricciones: entender el poder desde una posición excesivamente limitada y obvia, relacionado exclusivamente con lo puramente político.

Si el poder, en un sentido amplio, puede ser también el objetivo estratégico de otras manifestaciones y, por tanto, no puede ser el elemento que distinga a la propaganda, es necesario plantearse un segundo cuestionamiento: o bien se acepta que hay “residuos propagandísticos” en otros fenómenos comunicacionales, o bien que no es la intención última (el poder) la que constituye la matriz del animus propagandi. Ninguna de estas dos opciones sesga la raíz de la TPI (“toda propaganda es intencional”) sino simplemente desplazan el foco de la intencionalidad del objetivo estratégico (el poder) a los objetivos tácticos (la distinción entre querer ganar unas elecciones, querer vender una mercancía o querer expresar un sentimiento).

Llegados a este punto, convendría retroceder hasta el comienzo de este epígrafe. En concreto, al axioma de que la propaganda constituye un fenómeno comunicativo. De ahí el valioso interés de Pineda Cachero en establecer un modelo “conceptual-analógico” que explique el funcionamiento de la propaganda:

La propaganda es un fenómeno comunicativo de contenido y fines ideológicos mediante el cual un Emisor (individual y colectivo) transmite interesada y deliberadamente un Mensaje para conseguir, mantener o reforzar una posición de poder sobre el pensamiento o la conducta de un Receptor (individual y colectivo) cuyos intereses no coinciden necesariamente con los del Emisor (Pineda Cachero, 2007a, p. 228).

Aceptando la simpleza del esquema o, mejor dicho, reconociendo que en la comunicación participan más elementos y que Pineda Cachero, sabiéndolo y coincidiendo, los omite porque en nada alteran su propuesta, parece lógico pensar que la TPI descansa en otorgar un enfoque prestigiado al Emisor sobre el Mensaje y el Receptor. En una visión paradigmática concreta de la comunicación que asume como más valorable para entender un fenómeno la intención del Emisor que las características del Mensaje o los efectos en el Receptor. Sostener esto lleva alguna complejidad que, incluso, Foster y Friedrich (1937) califican de “insuperable”, debido a “la dificultad práctica de determinar la presencia o ausencia de intención en un caso específico” (p. 71). Pineda Cachero (2004) también lo sabe, y admite dicho inconveniente, aunque se remite a la existencia de elementos lingüísticos y discursivos que pueden proporcionar pistas acerca de la intención concreta del Emisor:

Es cierto que la intención del Emisor es difícil de discernir, dada la pluralidad y la complejidad de las motivaciones que pueden empujar a un sujeto a emitir una comunicación. Pero existen en el mensaje propagandístico marcas empíricas que pueden ayudar al analista a discernir la intencionalidad de la emisión (p. 76).

Ello supone una aceptación implícita de que para determinar qué es o qué no es propaganda, el factor fundamental recae en aislar una motivación de otras posibles, sin que se exponga ningún criterio para ello, y a través de unas marcas en otro elemento (el Mensaje) que pueden o no ser visibles. De nuevo otra restricción, la segunda, basada en la idea de que uno de los elementos del proceso comunicativo (el Emisor) reviste una mayor trascendencia que los demás. Y, consecutivamente, la tercera: la que presupone que no hay más propaganda que la deliberada.

En vista del límite que supone para la TPI situar su nudo gordiano en solo uno de los elementos del proceso propagandístico (de tres) y en que, además, de ese elemento se escoja una característica sin contornos claros que permita su análisis diferenciado, puede ser conveniente explorar otras vías en búsqueda de conceptualizaciones más sólidas pero, paradójicamente, con perímetros más difusos.

La Teoría de la Reproducción Espontánea de la Propaganda (TREP)

Antes de analizar si es posible encontrar características definidoras de la propaganda en el Mensaje o en el Receptor, parece necesario rebatir el peso otorgado por la TPI al Emisor en tanto que sujeto del animus propagandi. Es decir, si realmente es tan importante la deliberación o si, por el contrario, es algo accesorio. Este debate fue fundado por Doob (1935), al admitir la existencia de formas de “propaganda no intencionales” provocadas por la reproducción espontánea de un mensaje ideológico intencionalmente creado por un tercer propagandista. Puede ponerse un ejemplo al uso: el momento en que un feligrés actúa -propaganda por el hecho (Fernández Gómez, 2011)- o discurre acorde a lo aprendido de un sacerdote aunque sin el ánimo de hacer proselitismo, sino como parte de su filosofía de vida. Otros casos más destacables por su peso histórico, también han sido apuntados por Thomson (1999) para ilustrar la existencia de propaganda no intencional:

Primero de todo, existe la cuestión de si la propaganda siempre tiene que ser deliberada o planeada, excluyendo, como dijo Lasswell, lo que él llamó “el contagio de ideas no premeditado”. Haciendo una revisión histórica de la difusión de las ideas políticas y religiosas encontraremos muchos ejemplos donde esta dispersión ocurrió sin mucha planificación o premeditación: la difusión del antisemitismo, la caza de brujas, de algunos aspectos del nacionalismo, ha sido a menudo una reacción comunal a presiones compartidas, en las que un grupo se ha propuesto persuadir e influenciar al resto de la población sin un claro entendimiento de lo que estaba haciendo (pp. 2-3).

Esta noción, por el momento, no interpela directamente a la TPI, sino que expone el hecho de que existen mensajes ideológicos voluntarios y otros que no lo son, sin necesariamente demostrar que los segundos puedan ser llamados propaganda. De hecho, Johnson-Cartee y Copeland (2004) proponen la denominación “persuasión accidental”, al entender la comunicación ideológica involuntaria como un acontecimiento fortuito. Sin embargo, Ellul (1973) sí encuentra suficientes similitudes entre ambos fenómenos como para considerarlos uno mismo, acuñando el término “propaganda sociológica” para integrar a todos aquellos discursos que contribuyen a crear un determinado sentido común. Alberga, así:

Al conjunto de manifestaciones por las que cualquier sociedad intenta integrar en su interior al máximo número de individuos, con el objetivo de unificar el comportamiento de sus miembros de acuerdo a un patrón, difundir su estilo de vida hacia el exterior, y de este modo imponerse a otros grupos (p. 62).

Además, la “propaganda sociológica” también contribuye a que:

El grupo entero, conscientemente o no, se exprese de esa manera (la que marca la sociedad); y, en segundo lugar, indica que su influencia apunta mucho más a construir un estilo de vida que a determinar opiniones o un comportamiento particular (pp. 62-63).

La “propaganda sociológica” -que aquí se denomina Reproducción Espontánea de la Propaganda- es clave para entender el funcionamiento de las sociedades democráticas, en su difícil y desigual equilibrio entre coerción y consenso (Anderson, 2006), al ser la propaganda una de las grandes herramientas para construir o reproducir nuestros imaginarios sociales (Vázquez Liñán & Leetoy, 2016) y estos, a su vez, nucleares en el desarrollo de la hegemonía (Rodríguez Prieto & Seco Martínez, 2007).

Desde fuera de los propios estudios de la propaganda, otros autores nos ofrecen una interesante visión que discute la cuestión del animus propagandi, definiendo como “involuntarias” una gran parte de nuestras actividades o decisiones cotidianas, no por ello exentas de ideología. De esta manera, Bourdieu (1991) propone su célebre concepto de habitus como un conjunto de discursos, prácticas y conductas que el individuo adquiere inconscientemente en interacción social. Son estructuras sociales interiorizadas, organizadas, y que se manifiestan en algunas acciones diarias como acto reflejo:

Las estructuras que son constitutivas de un tipo particular de ambiente (por ejemplo, las condiciones materiales de existencia características de una condición de clase) y que pueden ser conocidas empíricamente bajo la forma de regularidades asociadas a un ambiente socialmente estructurado, producen habitus, sistemas de dispositivos durables, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir, en tanto que principio de generación y de estructuración de prácticas y de representaciones que pueden ser objetivamente regladas y reguladas sin ser de ninguna manera el producto de la obediencia a reglas … y, por lo tanto, colectivamente orquestadas sin ser el producto de la acción organizada por un jefe de orquesta (Bourdieu, 1972, p. 175).

Atendiendo a Bourdieu, parte de los discursos ideológicos que circulan en forma de propaganda podrían ser fruto de una involuntariedad, de una reproducción inconsciente de unos hábitos de clase o sociales. Algo que también afectaría a los medios de comunicación, espacios cruciales de hegemonía (Carpentier, 2007), en cuyas rutinas productivas es necesario incluir la reproducción de los hábitos de clase de los periodistas, fundamentalmente pertenecientes a la clase media-alta (Jones, 2012, 2015), en detrimento de la cultura popular. En esta misma línea apunta Eco (1979) cuando asegura que numerosos actos de habla no son más que repeticiones de estructuras comunicativas preestablecidas y asimiladas por la sociedad -¿definidas por las relaciones de poder?-, de lo que se deduce que, en ocasiones, reproducimos por imitación involuntaria los lenguajes social, mediático e institucional, susceptibles de servir a intereses propagandísticos. Estos lenguajes aprendidos contribuyen a dar forma a los arquetipos con los que construimos nuestra imagen de los demás.

Así, diferentes investigadores de la teoría narrativa (Campbell, 2006; Frye, 1980) han elaborado un conjunto de arquetipos presentes en gran parte de la literatura universal, destacando por encima de todos Propp (2001), que reconoció una serie de “elementos constantes, limitados y permanentes” en el cuento, a los cuales denomina “funciones de los personajes”, independientemente de la identidad de los mismos. Estas funciones, cuya sucesión “siempre es idéntica”, son, además, “las partes constitutivas fundamentales del cuento” (pp. 32-33). La rutinaria caracterización de los personajes -tanto en lo cotidiano como en lo artístico- puede ser especialmente funcional a la propaganda sin que, en definitiva, haya una voluntad de persuadir ideológicamente a los receptores. Shaheen (1997) analizó centenares de películas de Hollywood concluyendo que, si bien pudiera haber producciones que deliberadamente estereotiparan a los musulmanes como los villanos del relato, en otras muchas simplemente lo fueron porque resultaba “creíble”, porque poseían características que hacían verosímil para la audiencia los roles atribuidos en el relato. En definitiva, una reproducción espontánea de propaganda.

Siendo tan abrumadora la existencia de fenómenos que -supuestamente- solo se distinguen de la propaganda en que no son voluntarios, quizá sería más pertinente preguntarse si esta es una frontera válida. Este ejercicio también lo realizó hábilmente Pineda Cachero (2007b), quien a pesar de considerar la TREP como una “opción epistemológica…tan válida como cualquier otra”, termina calificándola como “totalitaria” y “poco adecuada si lo que se pretende es un análisis racional”, ya que no tener en cuenta el factor voluntario supondría entender “todo” discurso y “toda” acción como propaganda. Es decir, afirmar que “todo” es propaganda -dice el autor- es lo mismo que concluir que “nada” lo es. Por estos motivos, “el análisis” llega “a una situación irresoluble, haciendo de la teoría científica de la propaganda un esfuerzo fútil” (p. 434). No obstante, según la TREP, reconocer la circulación de ideología en cada mensaje es ya, de por sí, una aportación valiosa a la discusión científica. Y en caso de que no lo fuera, si como dice Pineda Cachero, la TREP imposibilita comprender científicamente la propaganda, la solución nunca puede ser amasar y moldear la realidad hasta que encaje en un perímetro teórico determinado. O lo que es lo mismo: no pueden obviarse manifestaciones propagandísticas involuntarias solo para poder revestir de ciencia su estudio.

Del mismo modo que para abordar cualquier fenómeno se acude, en primer lugar, a sus propiedades y no a las intenciones creadoras, debe examinarse el Mensaje para determinar qué es o no propaganda. Debe estar ahí, y no en otro lado, el factor que la distinga de otras comunicaciones, si es que tales diferencias existen con nitidez. De otro modo estaríamos cayendo en el error de considerar acontecimientos separados lo que, en el fondo, obedecen a una misma naturaleza solo porque las voluntades del Emsior o las recepciones sean diversas. Puede ponerse aquí otro símil: en un homicidio, las intenciones y los efectos pueden atenuar o agravar el hecho, pero nunca convertirlo en algo absolutamente distinto; que la propaganda sea voluntaria o efectiva solo le aporta una característica extraordinaria, pero no la convierte en otra cosa diferente de las propagandas involuntarias o inoperantes.

Así, podría decirse que toda definición de propaganda debe de construirse con base en aquellos elementos no polémicos de la discusión, pero ampliándola hasta englobar todas las variables posibles: si el hecho diferencial es el Mensaje, la conceptualización debe incluir necesariamente su naturaleza comunicativa; su transmisión por cualquier medio y con cualquier recurso; su atravesamiento ideológico; y sus intenciones o efectos vinculados al mantenimiento o subversión de una relación de poder dada. En palabras de Willcox (2006): “propaganda es el intento consciente o inconsciente del propagandista de promover su causa a través de la manipulación de la opinión, percepción y comportamiento de un grupo objetivo” (p. 21).

Conclusiones

En el presente artículo se han contrapuesto dos corrientes que dividen a quienes se han aproximado teóricamente al concepto de propaganda: una, la TPI, que sitúa como su elemento vertebrador a la intención deliberada de obtener o sostener el poder; y otra, la TREP, que reconoce la existencia de propaganda no voluntaria. Aquí se defiende como posición más adecuada la segunda -a pesar de que la primera probablemente goza de mayor predicamento- debido a las siguientes razones:

  1. La TPI basa su teoría en un factor (intención) difícilmente medible: no siempre pueden conocerse las intenciones del Emisor ni, aun identificándolas, se puede aislar el animus propagandi de otros animus que le hayan impulsado a difundir un determinado Mensaje.

  2. La TPI es producto de tres legítimas conceptualizaciones teóricas que, sin embargo, restringen en exceso la manera de comprenderlas: una, que afecta al poder, ya que solo se consideran sus manifestaciones más evidentes y políticas, dejando al margen otras relaciones más sutiles; otra, que afecta a cómo se entiende la comunicación, otorgando excesivo protagonismo al Emisor sobre el Mensaje o el Receptor; y otra, producto de las anteriores, que sitúa a la propaganda como un algo más delimitado de lo que realmente es.

En este sentido, en su valorable afán definitorio, la TPI acaba demarcando en exceso los dominios de la propaganda, tratando de volverla menos voluble y más asible pero, al mismo tiempo, oscureciendo algunos matices que podrían ayudar a comprenderla mejor.

Por el contrario, la TREP consigue engarzar de manera más adecuada la teoría con la práctica, en tanto que basa una parte destacable de sus argumentos en la evidencia de que existen multitud de fenómenos idénticos a la propaganda (según la TPI), pero que se producen de manera no deliberada. A diferencia de su opuesta, la TREP no adapta la realidad a la teoría preconcebida, sino que supone una revisión de lo comúnmente establecido a la luz que arrojan los acontecimientos históricos y la praxis cotidiana contemporánea. Asimismo, esta corriente cuestiona la existencia de alguna razón de peso -más allá de filias o fobias- para sobrevalorar al Emisor por encima de los demás elementos, proponiendo una definición holística, que comprende al proceso comunicativo de manera integral. Sitúa, en su justa posición, al Mensaje como el principal objeto al que escudriñar, para luego añadir los detalles que puedan aportar tanto el Emisor como el Receptor. En este sentido, al optar por una conceptualización amplia, da cabida a una gran cantidad de manifestaciones similares antes inclasificables.

Puede decirse, entonces, que la propaganda es un fenómeno comunicativo, ideológico y persuasivo que influye (o no) en las formas de vida y de pensamiento de sus receptores, y cuyo marco genuino se inscribe en las relaciones de poder. Así, el objeto de todo análisis propagandístico sería develar el contenido ideológico de los fenómenos comunicativos, así como su ejercicio de poder: en el caso de un spot publicitario sobre productos de limpieza, por ejemplo, determinar cómo se distribuyen los roles de género, o en un manual escolar de historia, dilucidar la construcción de un proyecto de país concreto, independientemente de que sus intenciones y objetivos tácticos sean comerciales o educativos.

Por último, de este artículo no puede concluirse que la TPI sea una corriente obsoleta, porque no lo prueba y porque no era el objetivo. En cambio, sí puede visibilizar algunas de sus carencias y cómo, adoptando otra perspectiva, estas pueden solventarse total o parcialmente.

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2Para una reflexión más profunda sobre las débiles diferencias entre publicidad y propaganda, consúltese Screti (2011).

3En este sentido, cabe discutir la noción central de que todo aquello que tenga animus propagandi es propaganda y no puede ser nada más, a través de la discusión teórica existente en torno a la promiscua relación entre arte y propaganda. Para no desviar la lectura de este artículo, una síntesis de este debate puede consultarse en Tarín Sanz (2016).

Recibido: 02 de Mayo de 2017; Aprobado: 20 de Junio de 2017

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