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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.85 no.spe2 Ciudad de México ago. 2023  Epub 30-Sep-2023

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2023.2ne.60988 

Artículos

Teoría política del populismo*

Political theory of populism

Nadia Urbinati1 

1Departamento de Ciencia Política, Universidad de Columbia, Nueva York.


Resumen:

Cuando nos referimos al populismo, nos referimos a un fenómeno global proverbialmente difícil de definir. Se resiste a generalizaciones y hace que los expertos en política resulten comparativistas por necesidad, ya que su lenguaje y su contenido están empapados de la cultura política de la sociedad de la que surge. Un conjunto muy rico de análisis sociohistóricos nos permite situar al populismo dentro del fenómeno global llamado democracia, ya que su centro ideológico se nutre de las dos entidades principales, la nación y el pueblo, los cuales han alimentado la soberanía popular en la era de la democratización. El populismo consiste en una transmutación de los principios democráticos de la mayoría y el pueblo, cuyo objetivo es celebrar un subconjunto del pueblo como oposición de otro, a través de un líder que lo representa y un público que lo legitima. Esto puede hacer que el populismo choque con la democracia constitucional, aun si sus principales preceptos están inmersos en el universo democrático de significados y lenguaje. En este artículo ilustraré el carácter contextual del populismo y cómo sus apariciones cíclicas reflejan las formas de gobierno representativo. Analizaré la interpretación contemporánea principal del concepto y argumentaré que ahora ya existe algún tipo de acuerdo básico respecto del carácter retórico del populismo y su estrategia para alcanzar el poder en sociedades democráticas. Finalmente, esbozaré las principales características del populismo en el poder y explicaré cómo tiende a transformar los principios básicos de la democracia: el pueblo y la mayoría, elecciones y representación.

Palabras clave: público; representación directa; fascismo; principio de mayoría; democracia populista; democracia representativa

Abstract:

Populism is the name of a global phenomenon whose definitional precariousness is proverbial. It resists generalizations and makes scholars of politics comparativist by necessity, as its language and content are imbued with the political culture of the society in which it arises. A rich body of socio-historical analyses allows us to situate populism within the global phenomenon called democracy, as its ideological core is nourished by the two main entities -the nation and the people- that have fleshed out popular sovereignty in the age of democratization. Populism consists in a transmutation of the democratic principles of the majority and the people in a way that is meant to celebrate one subset of the people as opposed to another, through a leader embodying it and an audience legitimizing it. This may make populism collide with constitutional democracy, even if its main tenets are embedded in the democratic universe of meanings and language. In this article, I illustrate the context-based character of populism and how its cyclical appearances reflect the forms of representative government. I review the main contemporary interpretations of the concept and argue that some basic agreement now exists on populism’s rhetorical character and its strategy for achieving power in democratic societies. Finally, I sketch the main characteristics of populism in power and explain how it tends to transform the fundamentals of democracy: the people and the majority, elections, and representation.

Keywords: audience; direct representation; fascism; majority principle; populist democracy; representative democracy

La temática del populismo se ha vuelto cada vez más visible e importante en la experiencia política contemporánea, aunque para la teoría política resulta difícil abordarla. El populismo no es algo nuevo. Surge junto con el proceso de democratización en el siglo XIX, y desde entonces sus personajes y formas han reflejado los tipos de democracia que desafiaba. Lo que resulta novedoso ahora es la intensidad y la simultaneidad de su manifestación en casi todos los países gobernados por una democracia constitucional. Desde Caracas a Budapest, de Washington a Roma, cualquier intención de comprender la política necesita tomar en consideración un fenómeno que hasta hace poco se estudiaba como una subespecie de fascismo (Shils, 1956; Germani, 1978; Griffin, 1996) y se relegaba a los márgenes de Occidente, esencialmente a América Latina (Finchestein, 2017; Traverso y Meyran, 2017; Finchestein y Urbinati, 2018). También es novedosa su recepción entre académicos y ciudadanos. Ciertamente, mientras que hasta finales del siglo XX el interés en el populismo era más fuerte entre aquellos que lo veían como un problema (Taguieff, 1977; Taggart, 2000; Mény y Surel, 2002), en este nuevo siglo, dichos académicos y ciudadanos han comenzado a concebirlo no sólo como síntoma del declive de las instituciones representativas, sino también como una oportunidad de rejuvenecer la democracia (Laclau, 2005a, 2005b; Mouffe, 2016; Frank, 2010). Sin embargo, el término todavía se utiliza mucho más de manera polémica que analítica, a menudo para marcar y estigmatizar a los movimientos y líderes políticos (D’Eramo, 2013) o como indicador de aquellos que lo usan para reclamar el modelo liberal-democrático como la única forma válida que la democracia puede adoptar (Müller, 2016). Finalmente, en particular después del referéndum sobre el Brexit (23 de junio de 2016), los políticos y los expertos en medios han calificado como populistas a todos los movimientos de oposición, desde los nacionalistas xenofóbicos hasta los críticos de políticas neoliberales, como si el término “populista” se aplicara a todos aquellos que no gobiernan y critican a los gobernantes, sin importar los principios subyacentes de su crítica (Mounk, 2018). El efecto secundario de este enfoque polémico es que hace que toda la política sea gobernabilidad o populismo, que este último represente a todos los movimientos de oposición, y que la política democrática se reduzca esencialmente a la administración de instituciones (Riker, 1982).

El populismo es un término ambiguo que no permite definiciones agudas e indiscutibles, porque “no es una ideología o régimen político y no puede atribuirse a un contenido programático específico” (Mouffe, 2016); más bien se trata de una forma de acción colectiva cuyo objetivo es hacerse con el poder. Sin embargo, aunque el populismo es “una manera de hacer política, que puede adoptar diversas formas, dependiendo de los periodos y lugares”, no puede ser compatible con formas no democráticas de política, porque se presenta como un intento de construir un sujeto colectivo a través del consenso y de cuestionar un orden social en nombre de los intereses de la gran mayoría (Mouffe, 2016). Según el Oxford English Dictionary, el populismo “se esfuerza en resultar atractivo para la gente común, para quienes sienten que sus intereses son desatendidos por los grupos y élite existentes”. No obstante, mientras que la interpretación populista del pueblo subraya la inclusión de los muchos “comunes”, dicha inclusión ocurre a través de un proceso paralelo de exclusión: la sociedad política es la externalidad contra la cual se posiciona el “pueblo” del populismo, y sin la cual éste no puede existir. Así, no importa la connotación ideológica que pueda tomar el atractivo para el pueblo, de derecha o de izquierda, yo sostengo que el populismo está estructuralmente marcado por una parcialidad radical en la interpretación del pueblo y la mayoría; esto implica que, si un movimiento populista llega al poder, puede deformar a las instituciones, el estado de derecho y la división de poderes que conforman la democracia constitucional. En efecto, puede extender la democracia constitucional hasta sus límites extremos y abrir la puerta a soluciones autoritarias e incluso a la dictadura; la paradoja es que, si ocurre este cambio en el régimen, el populismo sería depuesto. El destino del populismo está atado al de la democracia y “el casi nunca ocurre [es] parte de su desempeño” (Derrida, 1988: 90); de ahí que algunos expertos han utilizado la metáfora de un parásito para explicar su peculiar relación con la democracia (Arditi, 2007). Sin importar la analogía, aunque es profundamente contextual y sus manifestaciones e impactos dependen de la cultura política social y religiosa del país, el populismo es más que un fenómeno históricamente contingente y un movimiento contestatario; se relaciona con las transformaciones de una democracia moderna. Este es el punto de referencia para cualquier enfoque teórico. Por consiguiente, aunque “simplemente no tenemos algo parecido a una teoría del populismo” (Müller, 2012), los teóricos políticos pueden aprovechar su relación endógena con la democracia, cuyos principios y procedimientos normativos son muy cercanos a nosotros.

El populismo no es un régimen en sí mismo. Su estilo y su tenor se derivan de la democracia: un tipo de democracia basada en la representación y la constitución, que utiliza las elecciones junto con, en ocasiones, formas directas de voto popular, como el referéndum y el plebiscito, y cuya arena política está conformada por asociaciones temáticas y afiliaciones partidistas, y no únicamente por actores y elecciones individuales. El populismo surge en el ámbito de la opinión y cuestiona todas estas características de la democracia. De manera más específica, explota la percepción de que las políticas parlamentarias y partidarias no son capaces de proporcionar una representación adecuada para ciertos sectores claves de la población (Norris, 1997); cuestiona la representación o el mandato electoral debido a la brecha que produce entre el pueblo como principio de legitimidad y el pueblo como realidad social existente, y por consiguiente entre los electores y los elegidos. El populismo quiere llenar la brecha y hacer de su pueblo la medida de justicia política y legitimidad, porque afirma que esta es la única estrategia para respetar el poder soberano de la nación contra sus enemigos externos e internos, como las minorías poderosas, el sistema, el capitalismo global, la inmigración o el fundamentalismo islámico (los factores determinantes de la retórica populista exitosa de hoy) (Skocpol y Williamson, 2012). El problema es que, en el populismo, el pueblo no se representa a sí mismo, y los populistas no buscan un autogobierno directo; la identidad contenciosa del populismo es reclamada por un líder representativo, quien moviliza a los medios para convencer al público que él encarna las muchas formas del descontento del pueblo contra la tradicionalmente débil corriente principal partidista. Ernesto Laclau (2005a: 40) ha argumentado que todos los regímenes populistas toman “el nombre del líder”. Sin una narrativa unificadora y un líder que afirma encarnarla, el populismo no puede alcanzar el poder y en gran medida permanece como un movimiento contestatario contra una tendencia de la sociedad que traiciona algunos principios democráticos básicos, la igualdad en particular.

Sin embargo, el populismo es más que un estilo retórico y una protesta política; por consiguiente, una teoría política del populismo se centra en el populismo en el poder, o en la forma en que el populismo interpreta, usa y cambia la democracia representativa, que es su objetivo principal en la experiencia contemporánea. El análisis del populismo en el poder me lleva a concluir que, aunque es una transformación interna de la democracia representativa, el populismo puede alterarla al hacer que los principios de la legitimidad democrática (el pueblo y la mayoría) pertenezcan a un sector del pueblo, que el líder encarna y moviliza contra otros sectores (minorías y oposición política). El populismo en el poder es un mayoritarismo extremo.

En la sección que sigue, ilustro el carácter contextual del populismo y muestro cómo sus apariciones cíclicas reflejan las formas de gobierno representativo. En la segunda sección analizo las interpretaciones contemporáneas principales, y planteo que ahora ya existe cierto argumento básico en torno al carácter retórico del populismo y su estrategia para acceder al poder en sociedades democráticas. Con base en este amplio conjunto de conocimientos, en la última sección esbozo las principales características del populismo en el poder y explico cómo tiende a transformar los fundamentos de la democracia, el pueblo, la mayoría, las elecciones y la representación. Esta es la novedad del populismo contemporáneo, el cual promueve una relación directa entre el líder y el pueblo, se apoya en la autoridad superlativa de la audiencia y destruye a los actores intermediarios, como los partidos y los medios acreditados, así como las reglas institucionales, la burocracia y las agencias de monitoreo. En la terminología de Pierre Rosanvallon (2006), el populismo se aprovecha de los mecanismos de “política negativa” o “contrademocracia” que la democracia constitucional garantiza. Una democracia populista desafía a la democracia partidaria, y cuando logra superarla, se estabiliza al utilizar de manera excesiva los medios que ofrece la democracia: alienta la movilización permanente de la opinión popular en apoyo al líder que gobierna y, de ser posible, modifica o reescribe la constitución. Como escribe Andrew Arato (2017), actualmente “el populismo pretende ocupar el espacio del poder constituyente”.

Contextos y comparaciones

El populismo es un fenómeno global proverbialmente difícil de definir. Se resiste a generalizaciones y hace que los expertos en política resulten comparativistas por necesidad, ya que su lenguaje y su contenido están empapados de la cultura política de la sociedad en la cual surge. En ciertos países, la representación populista adquiere rasgos religiosos, mientras que en otros tiene características más seculares y nacionalistas; en algunos utiliza el lenguaje del patriotismo republicano, mientras que en otros usa el del indigenismo nativista y el mito de los primeros ocupantes. En algunos países, subraya la división centro-periferia, y en otros más, la de ciudad-campo. En el pasado, algunas experiencias populistas se basaban en el intento de resistencia de las tradiciones colectivas agrarias a la modernización, la occidentalización y el industrialismo, mientras que otras encarnaban el ideal de “hombre independiente y capaz” de la cultura popular que valora la pequeña empresa, y aun otras reclamaban la intervención estatal para gobernar la modernización, o para proteger y socorrer el bienestar de la clase media. La variedad de populismos del pasado y el presente es extraordinaria, y lo que puede funcionar en América Latina no necesariamente lo hace en Europa o Estados Unidos; lo que es cierto en Europa Occidental o del Norte podría no aplicarse al este o el sur del viejo continente. Lo que Isaiah Berlin (1999: 1-2) escribió sobre el romanticismo bien puede aplicarse al populismo: “Cuando alguien se embarca en una generalización” del fenómeno (incluso si es “inocuo”), “siempre habrá alguien que producirá pruebas en contra”. Esto deberá ser suficiente para protegernos de hubris definitoria.

No obstante, la importancia del populismo no depende de su capacidad de presentarse como una idea distintiva y clara. Es un movimiento que escapa a la generalización y que es tangible y capaz de transformar las vidas y los pensamientos de la gente y la sociedad que lo adopta. Como lo mostraron los académicos en una conferencia de 1967 en la Escuela de Economía de Londres, con sus novedosos análisis interdisciplinarios sobre el “populismo global”, el populismo es un componente del mundo político en el que vivimos y señala una transformación del sistema político democrático (Berlin, 1968: 138). Tal vez no podemos afirmar sobre el populismo lo que Berlin (1999: 2) dijo convencido, en torno al romanticismo: que es “una transformación gigante y radical, después de la cual, nada vuelve a ser igual”. Sin embargo, podemos decir que el populismo es parte de un fenómeno gigantesco y global llamado democracia y que su centro ideológico se alimenta de las dos principales entidades, ethnos y demos (la nación y el pueblo), que han reforzado la soberanía popular en la era de la democratización, iniciando en el siglo XVIII. Lo que el populismo hace a una sociedad democrática (y a las huellas que deja) probablemente cambiará tanto el estilo como el contenido del discurso público, incluso si no asciende al poder o cambia la constitución. Este potencial transformador es el horizonte dentro del cual sugiero que situemos una teoría política del populismo.

Puesto que el populismo no puede presentarse como un concepto preciso, los académicos se sienten escépticos, y con razón, de que pueda incluso tratarse de un fenómeno distintivo, más que una creación ideológica. Dicha objeción es válida. No obstante, el simple hecho de que este término actualmente se utiliza con tal persistencia en la política cotidiana y las publicaciones académicas justifica nuestra atención crítica y académica. El estudio del populismo exige que pongamos atención al contexto sin encerrarnos en él.

En las primeras etapas del estudio del populismo, los académicos lo identificaron con una reacción contra los procesos de modernización (en sociedades predemocráticas y poscoloniales) y con la difícil transformación del gobierno representativo en sociedades democráticas (Germani, 1978). El término populismo surgió en la segunda mitad del siglo XIX, primero en Rusia (narodničestvo), y luego en Estados Unidos (el Partido del Pueblo), los cuales describían, respectivamente, una visión intelectual y un movimiento ético-político que idealizaba una sociedad agraria de pueblos comunitarios y productores individuales contra la industrialización y el capitalismo corporativo. En Rusia, la primera voz populista fue la de los intelectuales que imaginaban una comunidad ideal de campesinos no contaminados, mientras que en Estados Unidos fue la voz de los propios ciudadanos que impugnaban a las élites gobernantes en nombre de su constitución (Hofstadter, 1956; Walicki, 1969; Taguieff, 1997). Esta última es, pues, la primera instancia de populismo como movimiento político que se propone como el verdadero representante del pueblo dentro de un sistema y gobierno partidarios (Canovan, 1981; Mudde, 2004).

Empero, en Estados Unidos y Canadá el populismo no trajo consigo cambios en el régimen, sino que se desarrolló junto con una oleada de democratización política que hablaba el lenguaje de la inclusión de grandes estratos de la población, en un momento en el que la polis era, de hecho, una oligarquía electa (Macpherson, 1953; Canovan, 1981; Kazin, 1995). En contextos democratizadores, el populismo puede volverse una estrategia para reequilibrar la distribución del poder político entre grupos sociales establecidos y emergentes (Urbinati, 1998).

En países de América Latina surgieron casos históricos importantes de regímenes populistas. En estos casos, el populismo fue capaz de ascender al poder después de la Segunda Guerra Mundial y enfrentó sentimientos encontrados, dependiendo si su evaluación había sido al principio de su ascenso o en la cima: como partido de oposición que se moviliza contra un gobierno, o como gobierno mismo, y luego como régimen en consolidación o frente a una sucesión en el poder (De la Torre, 2010). Al igual que en Rusia y Estados Unidos, en América Latina el populismo surgió en la era de la modernización socioeconómica pero, en gran medida como el fascismo en los países de la Europa católica, mostró el camino hacia la modernidad al utilizar el poder estatal para proteger y empoderar a las clases populares y medias, empequeñeciendo el disenso político, domando la ideología liberal y, al mismo tiempo, poniendo en práctica políticas de bienestar y protegiendo los valores éticos tradicionales.

En Europa occidental, a principios del siglo XX, el populismo apareció en regímenes predemocráticos, junto con el expansionismo colonial, la militarización de la sociedad en coincidencia con la Primera Guerra Mundial y el crecimiento del nacionalismo étnico, el cual, en respuesta a una depresión económica, desentrañó las divisiones ideológicas existentes bajo el mito de una nación integral (Ionescu y Gellner, 1969). En la Europa predemocrática, la respuesta del populismo a la crisis del gobierno representativo se tradujo en la promoción de regímenes fascistas.

El populismo se volvió una forma de gobierno posterior al colapso del fascismo en América Latina. Desde entonces, como forma política localizada entre el gobierno constitucional y la dictadura, muestra parecidos familiares a sistemas políticos opuestos, como democracia y fascismo. Actualmente, el populismo crece tanto en sociedades democratizadoras como en democracias completas, aunque adopta un perfil más maduro y molesto en una democracia representativa constitucional, lo cual es el objetivo real. Como tendencia general que podemos extraer de estos contextos diferentes, es posible afirmar que el populismo desafía al gobierno representativo desde dentro, con el tiempo va más allá de la denuncia y desea reformar sustancialmente la democracia como un régimen político nuevo. A diferencia del fascismo, sin embargo, el populismo no suspende las elecciones libres y competitivas, ni les niega un papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral es una dimensión clave de la definición de los regímenes populistas (Peruzzotti, 2013, Finchelstein, 2017).

Interpretaciones

Los conocimientos contemporáneos acerca del populismo pueden dividirse en dos grupos amplios: uno, más atento a las circunstancias o condiciones sociales del populismo, y otro principalmente interesado en el propio populismo, su naturaleza política y características. El primero es dominio de la historia política y los estudios sociales comparativos; el segundo, de la teoría política y la historia conceptual.

La academia que se interesa por las condiciones y los avances específicos del populismo duda de la confiabilidad de teorizar a partir de casos empíricos (Murillo, 2018). Para los estudiosos del populismo, como para los de la democracia, la experiencia sociohistórica es esencial para comprender los subtipos de una categoría amplia. Sin embargo, con el populismo, a diferencia de la democracia, es difícil llegar a un acuerdo acerca de lo que contiene esta amplia categoría: se trata de un concepto ambiguo que no corresponde a un régimen político específico. En consecuencia, los subtipos de populismo que produce el análisis histórico podrían encerrar a los académicos dentro del contexto que estudian, con la paradoja de que cada así llamado subtipo se vuelve un caso único. El resultado final serían muchos populismos, pero ningún populismo como tal. Lo que el análisis histórico-social obtiene en la profundidad del estudio de varias experiencias lo pierde en la generalización y los criterios normativos para juzgar dichas experiencias. Lo que se requiere es una integración teórica del análisis contextual.

Encontramos uno de los primeros intentos por combinar un análisis contextual con una generalización conceptual en la taxonomía de las variaciones de tipos y subtipos de populismo en relación con las condiciones culturales religiosas, sociales, económicas y políticas. Esta taxonomía es el objeto de un conjunto importante de trabajos, representado por el volumen editado por Ghita Ionescu y Ernest Geller (1969), así como los ensayos fundamentales de Margaret Canovan (1981, 1999, 2002, 2005), una verdadera pionera en el estudio del populismo. El trabajo de Canovan abreva de un gran rango de análisis sociológicos inspirados por Gino Germani (1978) y Torcuato di Tela (1970). Estos dos investigadores argentinos (Germani, exiliado de la Italia fascista) fueron los primeros que elaboraron una categoría descriptiva de populismo para explicar cómo, en sociedades que no son Estados-nación, la construcción del pueblo es la tarea que hace que el populismo resulte un proyecto funcional (Laclau, 2011). Para Canovan, la relación con regímenes políticos y la concepción del pueblo son los dos puntos básicos de referencia que los estudiosos necesitan para interpretar la condición y las circunstancias mismas del populismo. Esta autora lleva el estudio del populismo a un dominio exquisitamente teórico y normativo relacionado con temas de legitimidad política.

Las teorías del populismo de las que disponemos hoy siguen dos direcciones principales: lograr una teoría minimalista y elaborar una teoría maximalista. La primera tiene como objetivo afilar las herramientas de interpretación que nos permitan reconocer el fenómeno cuando lo veamos -la extracción de ciertas condiciones mínimas de los diversos casos de populismo con propósitos analíticos. La segunda tiene más que una función analítica y, de hecho, reclama una validez eficaz, ya que ofrece a los ciudadanos un modelo a seguir para construir un sujeto colectivo capaz de atraer a la mayoría y gobernar. Particularmente en tiempos de crisis institucional y ante el declive de la legitimidad tradicional de los partidos, este proyecto puede desempeñar un papel político y reorganizar el orden democrático existente.

Una teoría minimalista del populismo

Dentro de la teoría minimalista incluimos todas aquellas interpretaciones de populismo que analizan sus tropos ideológicos, su estilo de política en relación con el aparato retórico y la cultura nacional, así como las estrategias diseñadas por los líderes para alcanzar el poder. El objetivo de esto es evitar los juicios normativos para lograr un entendimiento sin prejuicios y ser tan inclusivo como sea posible de todas las experiencias de populismo. Cas Mudde (p.ej., 2004; Mudde y Rovira Kaltwasser, 2013a) es quien más ha contribuido a definir el marco ideológico en el interior de este minimalismo no normativo. Afirma que el populismo se asemeja a “una ideología de centro delgado que considera que la sociedad está separada en última instancia en dos grupos homogéneos y antagonistas […] y que argumenta que la política debe ser una expresión de la voluntad general del pueblo” (Mudde, 2004: 543). Capaces de estar en la división derecha/izquierda, los movimientos son populistas debido a su evaluación moral maniquea de la política, gracias a lo cual elevan la volonté générale de Rousseau y relegan el respeto liberal por los derechos civiles, y en particular los derechos de las minorías. Ninguna de estas representaciones, ni el papel del líder ni la radicalización de la mayoría, figuran en este recuento minimalista (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2013a: 206-208). Empero, la contraposición ideológica entre los muchos honestos y los pocos corruptos no es exclusiva de la retórica populista. Proviene de la tradición republicana que se remonta a la antigua Roma, cuya política estaba basada estructuralmente en una dualidad entre el pueblo y la élite y en la desconfianza popular en esa élite (McCormick, 2011). Además, aunque con diferentes intensidades, la dualidad “nosotros buenos/ellos malos” es el motor de todas las demás formas de agregación partidaria; es claro que cierto estilo populista puede detectarse en casi todos los partidos, en especial cuando radicalizan sus reclamos al acercarse las elecciones.

Cuando subrayamos el “estilo político” (Kazin, 1995: 5) podemos cruzar “una gran variedad de contextos políticos y culturales” (Moffitt, 2016: 3), pero podríamos no percatarnos de lo que es peculiar al populismo frente a la democracia. Los enfoques ideológicos y estilísticos no prestan suficiente atención a los aspectos institucionales y procedimentales que califican a la democracia, dentro de la cual surge y opera el populismo. Estos enfoques diagnostican el surgimiento de la polarización entre los muchos y los pocos, pero no explica cuál es la diferencia entre la posición anti establishment del populismo y la que encontramos en el paradigma republicano, la política tradicional de oposición y el partidismo democrático.

Esto es lo que puede hacer la tercera trayectoria interna al tratamiento descriptivo, cuando considera al populismo principalmente como un movimiento estratégico que destaca la estructura partidaria, la manipulación de instituciones y procedimientos y el papel del líder, todo con la idea de lograr el poder gobernante al conquistar la aprobación de la mayoría (Knight, 1999). Según Kurt Weyland (2001: 14), “la mejor definición del populismo es como una estrategia política, a través de la cual un líder personalista pretende o ejerce el poder gubernamental con base en el apoyo directo, sin mediación, no institucionalizado, de grandes números de seguidores, en su mayoría no organizados”. A pesar de su discurso de base, el populismo se resume en la manipulación de las masas por las élites; lo que es más, aunque se presume como un golpe contra la corrupción de la mayoría existente, predeciblemente podría terminar por acelerarla más que curarla, debido a que, una vez en el poder, el régimen populista necesita distribuir favores y utilizar los recursos del Estado para proteger a largo plazo a su coalición/mayoría. El populismo en el poder es una forma de “democracia delegativa” (O’Donnell, 1994), una maquinaria gigantesca de favores nepotistas con una propaganda orquestada que imputa la dificultad de cumplir las promesas a una conspiración todopoderosa internacional y nacional. Este acercamiento es persuasivo y amplio, aunque no relaciona directamente al populismo con una transformación de la democracia, juzga el éxito de la estrategia por el resultado que produce, pero no dispone de criterios normativos que evalúen su impacto sobre las instituciones y los procedimientos democráticos (Peruzzotti, 2013). Por otra parte, dado que el éxito electoral forma parte integral de la democracia y todos los partidos aspiran a una mayoría grande y duradera, todavía no resulta claro qué hace al populismo tan diferente de la democracia representativa o por qué representa un riesgo para ella.

Una teoría maximalista del populismo

Una conexión explícita del populismo con la democracia es el motor de una teoría maximalista del populismo, la cual no sólo ofrece una concepción, sino también un modelo práctico para la creación de movimientos y gobiernos populistas. Esta teoría propone una concepción discursiva, constructivista, del pueblo. Se superpone con la concepción ideológica en cuanto al momento retórico que subraya, pero no considera al populismo como un plan de dualismo moral maniqueo entre el pueblo y la élite, e interpreta a la propia política usando la dualidad amigo/enemigo de Carl Schmitt, capaz de un consenso hegemónico. Laclau (2005a, 2005b; Laclau y Mouffe, 2001), fundador de esta teoría, hace del populismo el nombre mismo de la política y de la democracia, debido a que es un proceso a través del cual una comunidad de ciudadanos se construye a sí misma libre y públicamente como sujeto colectivo (el pueblo) que se resiste a otro colectivo (no popular o la élite) y se opone a una hegemonía existente con el objeto de tomar el poder. El populismo es la mejor democracia posible, porque la voluntad del pueblo se construye a través de la movilización y la aceptación directas del pueblo. También es la mejor política posible, porque sólo emplea material discursivo y el arte de la persuasión.

Esta concepción del populismo muestra cómo el pueblo es una identidad totalmente artificial, un significante vacío que no se funda en la estructura de la sociedad y que se basa exclusivamente en la capacidad de un líder (y sus intelectuales) para explotar la insatisfacción de diversos grupos y para movilizar la voluntad de las masas, cuyas exigencias no han sido escuchadas por los partidos políticos existentes, y por ello carecen de representación adecuada. Así, el populismo no es simplemente un acto contestatario de la forma en que gobiernan los pocos. Es una búsqueda voluntarista del poder soberano por parte de aquellos a quienes las élites tratan como perdedores, y aspira a tomar decisiones respecto al orden social y político, a excluir a las élites y, finalmente, ganar la mayoría y utilizar al Estado para reprimir, explotar o contener a sus adversarios. El populismo expresa al mismo tiempo la denuncia de exclusión y la construcción de una estrategia de inclusión por medio de la exclusión (de la sociedad). Por ello, se trata de una grave impugnación a la democracia constitucional, la cual, cuando se declara gobierno, hace promesas de redistribución con base en el poder igualitario de los ciudadanos (Saffon y González-Bertomeu, 2017).

En una democracia populista, el dominio de la generalidad como criterio de juicio y legitimidad desaparece en la lectura constructivista del pueblo, mientras que la política consiste en la búsqueda y la formación del poder, donde ganar en el conflicto político es en sí una medida de legitimidad. En este sentido, Laclau (2005a, 2005b) ha afirmado que el populismo es la demostración del poder formativo de la ideología y la naturaleza contingente de la política.1 El populismo se vuelve aquí el equivalente de una versión radical de democracia, en oposición al modelo liberal-democrático, el cual fortalece a los partidos dominantes y debilita la participación electoral (Mouffe, 2005; Errejón y Mouffe, 2016).

Una teoría del populismo en el poder

Estas lecturas varias y propuestas teóricas han aclarado algunos momentos esenciales del fenómeno populista, aunque analizadas solas siguen siendo parciales, porque destacan un factor y reducen la complejidad del populismo. Los análisis del tema deben presumir una concepción democrática del espacio y el proceso políticos que nos permita no sólo comprender la formación del sujeto populista, sino también evaluar su nivel de compatibilidad con las bases normativas que hacen que los procedimientos y las instituciones democráticas funcionen de manera legítima a través del tiempo e igualmente para todos los ciudadanos. Mi propuesta es que utilicemos todas las líneas de interpretación antes mencionadas en un ámbito de investigación no sólo sociohistóricamente contextual sino también teórico-político, y que además suponga una distinción entre a) el populismo como movimiento de opinión (de oposición, pero no siempre interesado en construir un electorado representativo y no tan extraño en una democracia electoral)2 y b) el populismo como movimiento que se esfuerza por volverse un poder gobernante dentro del Estado (Urbinati, 2014: capítulo 3). El estudio del populismo en el poder es el objeto que debe atender con mucho cuidado una teoría de la democracia. La ideología y la construcción del discurso arman una estrategia para alcanzar el poder que un líder (dentro de un partido ya establecido o uno nuevo) y los expertos en audiencia del líder actualizan a través de medios democráticos. La relación entre populismo y democracia es el principal punto de contención entre los teóricos democráticos; mi afirmación en esta sección final es que el populismo en el poder es una transmutación de los principios democráticos, aunque (aún) no es un abandono de la democracia.

Algo central para la narrativa del populismo es la retórica anti establishment, pero esto no se refiere a las élites socioeconómicas, ni se basa en la clase o el dinero. Como candidatos, Silvio Berlusconi de Italia y Ross Perot y Donald Trump de Estados Unidos eran parte de la élite económica, de hecho, eran personas muy adineradas; sin embargo, esto les parecía aceptable a sus electores, quienes, en efecto, buscaban a alguien que fuera exitoso, pero que tuviera los mismos valores que los suyos. Quienes votaron por Perot se sintieron enaltecidos por alguien que “lo había logrado”, y que mostraba competencia y habilidad. “Cuando los seguidores de Perot nos hablaban del ‘nosotros’ contra ‘ellos’, lo que querían decir era el pueblo (todo el pueblo) contra los políticos” (Kazin, 1995: 280-281). Así, millonarios como Berlusconi, Perot y Trump se ajustan a la retórica anti establishment populista, ya que “pueden ser considerados como representantes más auténticos del pueblo que los líderes con un estatus socioeconómico más común” (Mudde, 2017: 28).

Ser del pueblo no significa que se es puro en el sentido de la moralidad subjetiva. Berlusconi, al igual que muchos hombres comunes de su país, practicaba lo que en la campaña de Trump se llamó “lenguaje de vestidor”. Ser un hombre del pueblo también fue el objetivo de Alberto Fujimori, cuya campaña en 1990 fue diseñada con el lema no elitista “Un presidente como ustedes” (Levitski y Loxton, 2013: 167). La lista es interminable e incluye a todos los líderes populistas (Levitski y Loxton, 2013: 162). Como ocurre con todos los ciudadanos comunes, Trump intentó navegar la ley y aprovechar todos los atajos fiscales; confesó con orgullo durante su campaña que utilizó todos los medios legales a su disposición para no pagar impuestos o pagar lo menos posible. De esa manera, en general los votantes populistas no querían que Berlusconi, Fujimori o Trump fueran puros como santos, porque ellos mismos no lo eran. La inmoralidad subjetiva no es el tema; lo es el ejercicio del poder.

La hostilidad del populismo es contra el establishment político, el cual tiene la capacidad de relacionar a varias élites sociales y amenazar la igualdad política (Mills, 1956). Las élites se combinan (en Italia, los populistas las llamaban la casta). Esto también es lo que capacita al populismo para aprovechar el descontento endógeno de la democracia con la actitud de dominio de los pocos sobre los muchos. En efecto, la crítica a las élites políticas fue el origen mismo de diversas transformaciones de gobiernos representativos a través de su historia; como lo muestra Bernard Manin (1997), la democracia partidaria también nació de un llamado anti establishment contra el parlamentarismo liberal y su gobierno de notables. De lo que la representación populista de la democracia cuidadosamente hace caso omiso es que el proceso promovido por la práctica democrática es no negar el liderazgo, sino pluralizarlo. Esta es la condición que hace que el recuento de votos y el gobierno de la mayoría sean coesenciales para la democracia; es también la condición que hace que la representación electoral sea una política del pluralismo y la asamblea de representantes una asamblea no unánime. En la percepción de Hans Kelsen ([1929] 2013: 91), una democracia “no es una sociedad sin liderazgo: no es la falta, sino la abundancia de líderes lo que en realidad diferencia a la democracia de la autocracia. Así, resulta esencial a la naturaleza misma de una democracia real un método especial para la selección de líderes de la comunidad de sujetos. Este método es la elección”.

Los populistas tienen una relación muy singular con las elecciones. Las utilizan como estrategia para revelar una mayoría, que ellos imaginan que ya existe en el país y que el líder destaca y lleva a la victoria. Para los populistas, las elecciones son como un ritual que celebra al pueblo auténtico y tratan a la oposición como algo que no es completamente legítimo; la oposición es, en efecto, tolerada como un cuerpo extraño y una fuerza conspiratoria. En los discursos del líder, su mayoría no es una mayoría entre otras: es la mayoría verdadera, cuya validez no es sólo numérica, sino principalmente ética (moral y cultural), autónoma de los procesos de votación y superior a éstos. A lo que aspira el populismo es a alcanzar el poder a través de la competencia electoral, pero utiliza las elecciones como plebiscitos que sirven más para probar al público la fuerza del ganador que para evaluar los diversos reclamos representativos (Tarchi, 2015). Así, argumento que, de tener éxito, en casos extremos el populismo intenta constitucionalizar su mayoría particular, y lo hace disociando su visión del pueblo de cualquier pretensión de imparcialidad, escenificando, en lugar de ello, la identificación de una parte (la parte buena) de la población con el líder que la representa (pars pro parte). Esto diferencia al populismo del fascismo, el cual no necesita elecciones para probar su legitimidad, y lo hace, de hecho, una forma de mayoritarismo radical que utiliza el ritual de las elecciones para demostrar su poder a través del recuento de votos (Urbinati, 2017).

Por supuesto, en una democracia, una mayoría siempre maneja el gobierno y conforma la política del país según sus planes apoyados por los electores. Como nos lo recuerda Adam Przeworski (1999), los votos son poder y una mayoría tiende a gobernar con toda la fuerza y la decisión que permitan las instituciones y la constitución. Empero, la mayoría populista es diferente, puesto que no es sólo una afirmación de fuerza electoral: una mayoría populista se instala en el poder no como un ganador temporal, sino como si fuera el ganador correcto, con la misión de traer de regreso al país “olvidado” y “verdadero”, como lo afirmó el presidente Trump en su discurso inaugural. Aun si un gobierno populista no borrara las elecciones y su mayoría fuera en principio transitoria, el enfoque como si del principio de mayoría hace toda la diferencia. La ficción como si es representativa y opera en el ámbito de la creencia. Gobernar como si el gobierno fuera la expresión de la única mayoría correcta y verdadera es una modalidad que alienta una movilización permanente de la población. Sin suspender las elecciones ni el voto libre y secreto, un gobierno populista utiliza la propaganda y la comunicación para disminuir a la oposición y hacerla sentir incapaz de enfrentar a la mayoría existente. De este modo, un régimen popular puede reconocerse por la forma en que humilla a la oposición política y propaga la convicción de que ésta es moralmente ilegítima, porque no está conformada por la gente “correcta”, y por la forma en que hace que el público sea su voz amplificadora, una voz que afirma que es mucho más relevante que las elecciones. Un régimen como éste es capaz de crear un clima en el cual la mayoría podría sentirse tentada y lista para operar a expensas de los derechos y la legitimidad de las detestadas minorías.

Su relación disparatada con los procedimientos democráticos hace que el gobierno populista sea una representación autoritaria de cómo debe instrumentarse la democracia, donde el término autoritario se refiere a un líder electo que gobierna como líder de su mayoría, desdeñando el pluralismo y el principio de oposición legítima. El populismo en el poder es un constructo ideológico que muestra que sólo una parte del pueblo es legítima. De este modo, una vez elegido, el líder se siente autorizado para actuar de manera unilateral y tomar decisiones sin una consulta o mediación institucional significativa, mientras está en comunicación permanente con gente exterior al gobierno, para asegurarles que ellos son los maestros del juego, mientras que él es su caballero, como lo hizo Trump una y otra vez. La “delgada ideología” de la política de la moralidad oculta una estrategia clara para la toma del poder cuyo centro constitutivo es el gobierno intolerante. Esto resulta evidente en la forma en que se interpreta la victoria electoral populista: como “recuperar el país”, como si el pueblo no hubiera estado representado antes de la elección del líder populista. La implicación de esta afirmación no tan inocente es que todas las mayorías previas fueron ilegítimas y que maltratarlas e insultarlas está bien.

Entonces, resulta inadecuado considerar al populismo como una ideología del pueblo que dice movilizarlo contra el establishment, o que quiere movilizarlo para que sea parte de su propia emancipación. Sería más apropiado decir que los líderes populistas usan las metáforas del anti establishment para pedir al pueblo que se identifique con ellos, y además piense que su fe en el líder populista servirá para su emancipación al tomar venganza contra la otra parte o las partes del pueblo y, lo que es más importante, que serán sus líderes quienes lo harán por ellos (Roberts, 2015). En lugar de ser una especie de democracia directa, el populismo es una forma de “representación directa” (Urbinati, 2015). Utilizo este oxímoron para dar sentido al hecho empírico que sigue: la construcción del líder como representante del verdadero pueblo ocurre por medio de su comunicación directa y permanente con el público (lo cual se facilita con los nuevos medios electrónicos). El agente representativo es el que es “directo” en su relación con los ciudadanos; el líder populista elude las asociaciones intermediarias como partidos y medios tradicionales, y tiene una comunicación cotidiana con “su pueblo” para probarle que siempre se identifica con él y no con un nuevo poder establecido.

De manera paradigmática, la trayectoria del líder populista comienza con el ataque contra el poder político. Una vez que ha logrado la mayoría electoral, tiene que seguir humillando a las otras élites e instituciones estatales que obstaculizan su gobierno y atacando los controles y contrapesos y a las instituciones independientes que limitan su poder (por ejemplo, la burocracia), comprobando sin cesar que no es ni será jamás un nuevo establishment. Así, los líderes populistas enfrentan dos tentaciones, la primera más benigna que la segunda. Primero, intentarán seguir en una campaña electoral permanente, con el objeto de reafirmar su identificación con el pueblo y garantizar al público que están peleando una batalla titánica contra el poder arraigado para conservar su pureza. [El presidente Hugo Chávez de Venezuela “pasó más de 1 500 horas denunciando al capitalismo en Aló Presidente, su propio show de televisión” (Morozov, 2011: 113). En Italia, el primer ministro Berlusconi durante años fue la atracción diaria en estaciones televisivas nacionales tanto estatales como la suya propia. El presidente Trump pasaba día y noche en Twitter atacando a sus adversarios y peleando guerras simbólicas contra los muchos enemigos de Estados Unidos]. Segundo, el líder puede querer cambiar las reglas y la constitución existente para fortalecer su poder de toma de decisiones.

La construcción de un soberano más inclusivo y la inyección de mayores movilizaciones desde abajo que estas dos estrategias implican no son necesariamente muy democráticas y, de hecho, pueden darse a expensas de la democracia (Roberts, 2013: 153). En países en los cuales la revisión constitucional se basa esencialmente en una mayoría parlamentaria, aunque calificada y en ocasiones acompañada por referéndums, los líderes o partidos populistas que cuentan con el suficiente poder no se contentan simplemente con obtener una mayoría, sino que aspiran a un poder más ilimitado. Además, su intención es permanecer en el poder el mayor tiempo posible; “buscarán establecer una nueva constitución populista en ambos sentidos: un nuevo acuerdo sociopolítico y una nueva serie de reglas para el juego político” (Müller, 2016: 62). El caso de Hugo Chávez en Venezuela y de Viktor Orbán en Hungría son ejemplos casi perfectos de esta trayectoria. Chávez impuso su voluntad, armado con su mandato plebiscitario y 70% de niveles de aprobación en encuestas de opinión pública. Después de convocar a una nueva asamblea constituyente, reclamó “un poder superconstitucional”, reclamo que posteriormente sostuvo la Suprema Corte, y actuó con rapidez para disolver ambas cámaras del congreso nacional, así como las asambleas legislativas estatales, eliminando eficazmente los controles institucionales sobre el poder ejecutivo localizados en otros cuerpos electos. Para diciembre de 1999, ya existía un borrador de la nueva constitución y había sido aprobado, en otro referéndum más, por una mayoría apabullante de 71.4% del voto, y a partir de la asamblea constituyente se formó un comité para ejercer el poder legislativo en lugar del disuelto congreso nacional (Roberts, 2013: 149).

El 11 de marzo de 2013, el parlamento húngaro, cuyo partido mayoritario era Fidesz, aprobó los cambios a la constitución que restringían el poder de la Corte Constitucional y los derechos civiles y promovían la democracia mayoritaria. Entre los 22 artículos modificados, algunos hacen que resulte fácil para el gobierno limitar la libertad de expresión, la asociación política, otros criminalizan a las personas en situación de calle que duermen en áreas públicas, y otros más subvierten los principios constitutivos y el estado de derecho, como la separación de poderes y el control constitucional para legislar. Aunque de contenido diferente, estos son relatos de la ocupación del Estado por las mayorías con la ayuda de la propaganda orquestada que convierte a las minorías y los opositores políticos en chivos expiatorios del sufrimiento social y económico de la nación.

La idea del cambio constitucional es congelar a la mayoría existente y hacerla permanente. A diferencia del fascismo, el cual revoca la limitación de definitividad de su líder ejecutivo, y con ello el proceso de pesos y contrapesos, el populismo no pretende alcanzar una seguridad de acero y se apoya en la democracia pública. El estímulo a la propaganda contra los enemigos que jamás logra condenar del todo es el tónico que el líder populista usa para garantizar su atractivo a través de una construcción cotidiana de la fe del pueblo. Este líder populista, quien desea evitar el riesgo de volverse un nuevo establishment, debe ser capaz de utilizar dos registros: el involucramiento y la movilización del pueblo a través del acto plebiscitario de aclamación y la búsqueda de pruebas plebiscitarias recurrentes de su popularidad mediante su presencia masiva en los medios y el frecuente recurso a llamados formales al pueblo. En ambos casos, el papel que juega la retórica anti establishment es decisiva, ya que el líder siempre tiene que actuar, y no sólo dentro de las instituciones y a través de procedimientos y reglas: para tranquilizar al pueblo de que siempre será su voz y que está en guerra contra el establishment. El populismo en el poder puede reconocerse por estar en campaña permanente (Mazzoleni, 2008: 58).

La trayectoria del populismo en el poder para la elaboración de una constitución nueva (sea de facto o formal) me trae a la última característica que necesitamos subrayar, con el objeto de observar cómo deforma a la democracia: el hecho de que sea una ideología basada en la confianza a través de la fe, más que la confianza a través de la deliberación libre y abierta (y, por consiguiente, también la disidencia) entre los seguidores y entre ellos y el representante. Esta confianza está esencialmente ligada a su opuesto, la desconfianza. El populismo no cultiva y en realidad tampoco aprecia la idea de rendición de cuentas, porque asegura que tener un líder querido y populista es condición suficiente para confiar. Esto es, por supuesto, un recuento imaginario que pide a su audiencia que renuncie a la exigencia de una demostración empírica. Y, de hecho, la idea de pueblo que sostiene el populismo se estructura de manera favorable a esta rendición a manos del líder porque, como lo destaqué antes, la victoria del populismo no es simplemente la victoria de una mayoría, sino del pueblo “auténtico”. Así, el pueblo real es transformado en una entidad imaginaria, encarnada por el líder, quien diferencia al verdadero pueblo del pueblo empírico que vive en un país o está sujeto al orden legal del mismo (Arato, 2013). Como afirmó Trump en su discurso inaugural: “Lo que realmente importa no es qué partido controle nuestro gobierno, sino más bien si nuestro gobierno está controlado por el pueblo. El 20 de enero de 2017 será recordado como el día que el pueblo se convirtió nuevamente en el gobernante de esta nación. Los hombres y mujeres olvidados de nuestro país ya no serán olvidados”.

La identificación de la confianza con la fe neutraliza el significado de las elecciones, como lo aclaró Schmitt ([1928] 2008) al criticar al entonces moribundo parlamentarismo. Al ofrecer un amplio argumento para los autoritarios de sus tiempos, Schmitt rechazó la rendición de cuentas electoral como un concepto liberal que supone un tipo transaccional de relación peculiar con el mercado y no con la política. El pueblo, el real y existente de la nación, es el verdadero soberano y nadie de fuera puede cuestionarlo o limitarlo: por consiguiente, la manifestación pública de la aceptación del pueblo en forma de identificación con su líder y su aclamación es la única rendición de cuentas válida, porque es la única verdaderamente política, no procedimental y formal, no mediata, sino inmediata (Schmitt, [1928] 2008: 370). El poder de aclamación del pueblo es la prueba de su fuerza y la legitimidad de su líder.

Esto me lleva a argumentar que el discurso ideológico que opone al pueblo auténtico frente al establishment es como la punta del iceberg sostenido por la idea de que el pueblo (representado por su líder), siendo soberano, no puede estar equivocado. El pueblo populista transforma al pueblo democrático al darle una determinación que no tiene. El pueblo democrático es una entidad cambiante y pasa por innumerables determinaciones a través del proceso de formación de opinión y voluntad de una mayoría a la siguiente. En contraste, los populistas sienten que “puesto que ellos son el pueblo, no pueden estar equivocados; puesto que el pueblo es soberano, no pueden perder. Así, cuando los populistas se encuentran en la oposición electoral, lo consideran en sí mismo una injusticia flagrante que requiere una ‘recuperación’ del país de quienes lo han robado al pueblo auténtico” (Ochoa Espejo, 2017: 94). La observación de Berlin (1968: 175) fue profética: “El populismo no puede ser un movimiento conscientemente minoritario; falsa o verdaderamente, representa a la mayoría de los hombres, la mayoría de los hombres que han sido de alguna manera dañados”.

Al afirmar que quiere reinstalar al verdadero pueblo en el poder, el populismo revela una interpretación ontológica y antiprocedimental del pueblo y la mayoría (Laclau, 2011: 189). Habla de una forma de democracia en la cual el tema de quién gobierna o utiliza los procedimientos adquiere mucha mayor relevancia que el de cómo se operan o utilizan dichos procedimientos. Los científicos políticos llaman a esto “legalismo discriminatorio”, es decir, la actitud de “todo para mis amigos; para mis enemigos, la ley” (Weyland, 2013: 21). Una interpretación teórica de esta factualidad sugeriría que lo relacionaran con el paradigma ad personam de la legalidad, versus erga omnes, el cual es la traducción de la lógica de par pro parte versus pars pro toto. Exploremos brevemente este punto crucial y descuidado.

Los académicos de la democracia han asociado al populismo con la estrategia de “relacionar a un electorado cada vez más indiferenciado y despolitizado con un sistema en gran medida neutral y no partidario de gobernanza […] La democracia populista tiende primordialmente hacia una democracia sin partidos” (Mair, 2002: 84, 89). Sin embargo, la posición anti establishment del populismo revela un proyecto que es más radical y se ajusta a una esfera pública de opinión, para la cual la “democracia sin partidos” resulta expresiva pero imprecisa. ¿Cómo vamos a dar sentido al proyecto de “democracia sin partidos”, dado que el populismo utiliza, si bien de manera instrumental, los medios del partido en su lucha contra los partidos establecidos, y dado además que no identifica a su partido como algo idéntico a la totalidad del pueblo? Esta pregunta contiene un acertijo que muestra la relación disparatada del populismo con la democracia representativa y constitucional, acertijo que tiene que ver con la relación entre “la parte” y “el todo” (Polin, 1977: 229-255; Bobbio, 1987: 123). Al apartarse del significado general indeterminado de pueblo que pertenece a la democracia, el cual es inclusivo de todos los ciudadanos porque no se identifica con parte alguna de la sociedad o configuración social, observamos arriba que el populismo identifica al pueblo con lo que presume como su mejor parte, y hace de la mayoría la fuerza gobernante de esa parte contra las otras. Este es un cambio radical en relación con una democracia representativa, debido a que su lógica viola la sinécdoque pars pro toto y promueve a una parte (supuestamente la mejor) contra o en lugar de otra(s). La lógica del populismo es la glorificación de una parte. La intención de la ficción legal de pars pro toto era caracterizar a las instituciones representativas en general y no aplica al populismo, el cual rechaza la noción de generalidad.3 El gobierno populista es pars pro parte, es esencialmente un gobierno faccioso: gobierno de una parte (definida como la mejor), que gobierna abiertamente para su propio bien, satisfaciendo sus propios intereses y necesidades. Esto resulta ser un problema radical para el sistema de partidos, la representación electoral y la democracia constitucional. En este proceso de solidificación de la idea político-legal del pueblo, podemos detectar el intento del populismo para lograr identificar al pueblo con una parte, encarnada por un líder y sus seguidores. El populismo en el poder proyecta resolver la tensión entre las partes y el todo (que es la esencia de la democracia representativa) mediante la identificación del todo con una parte. Esto me lleva a concluir que es una sustitución de pars pro parte por pars pro toto: una declaración explícita de democracia como un régimen de, más que por la mayoría.

Si la raíz del populismo en el poder no es la totalidad del pueblo, es realmente incorrecto relacionarla con la volonté générale de Rousseau. Sólo una parte del pueblo reclama soberanía, excluyendo a otra parte que, ex ante, se define como una violación al pueblo (Canovan, 1981: 227). En términos de Montesquieu, el esquema dualista (el pueblo versus el establishment) es el “espíritu” del populismo, lo que lo distingue de todos los otros partidos que compiten por el poder. A través de éste, la democracia podría volverse el poder gobernante de una mayoría específica que presume ser un “partido holístico” y gobernar como tal (Rosenblum, 2008: capítulo 1), o una parte que actúa como si fuera la única mayoría buena, cosa que las elecciones revelan, pero no construyen, y como si la oposición no perteneciera al mismo pueblo. La diferencia entre populismo y transformación autoritaria es principalmente su esquema ficticio de acción política.

El populismo consiste en una deformación de los principios democráticos de la mayoría y el pueblo, para celebrar a un subgrupo del pueblo a través de su líder, quien utiliza el apoyo del público para depurar las elecciones de su carácter formal y procedimental. En este sentido, la ambición del populismo es construir nuevas formas de soberanía popular que aumenten la inclusividad parcial, la cual existe a expensas de la democracia como una mayoría/oposición o un juego abierto de impugnación y competencia por el gobierno. Ciertamente, estos resultados no pueden evitarse, ya que el populismo no es un movimiento antidemocrático, pero la posibilidad de esto se encuentra contenida en el proyecto populista de afirmación antinormativa del pueblo. Ello puede llevar a que el populismo choque con la democracia constitucional, incluso si sus principios fundamentales están encarnados en el universo democrático de significados y lenguaje.

Conclusiones

El populismo contemporáneo no es producto de una fuerza malévola, sino el propio modelo de democracia representativa y constitucional que, después de la Segunda Guerra Mundial, estabilizó a nuestras sociedades. El éxito de ese modelo para enterrar el totalitarismo y favorecer el crecimiento económico durante varias décadas ha corrido el riesgo de congelarlo en un esquema eternizado que funciona como una jaula, que sirva a los intereses de los demócratas genuinos, quienes piensan que este es el único modelo que puede hacer de la participación algo seguro y capaz de entregar las decisiones efectivas, o que sirva a los intereses de los escépticos de la democracia, quienes piensan que ésta simplemente hace que los ciudadanos tengan la ilusión de gobernar, mientras legitiman el poder de una élite. Lo que hace falta en la literatura sobre populismo es la conciencia de historicidad y contexto específicos de lo que llamamos democracia liberal, término que se ha vuelto sinónimo de democracia. Sin embargo, convertir a la democracia en una ideología inhibe la comprensión crítica de sus formas y logros; de hecho, su historicidad. También oscurece la relación entre las condiciones sociales de los ciudadanos y las formas de participación política. Estrecha la democracia a un paradigma abstracto de normatividad que no logra explicar las construcciones ideológicas, las divisiones partidarias y el trabajo retórico de la justificación, que no es ni imparcial ni inmaterial. Al final, considerar a la democracia como una ideología nos deja sin argumento contra sus adversarios políticos internos. La tesis que propongo en este texto es que el populismo en el poder es una nueva forma de gobierno mixto, en el cual una parte de la población logra un poder preeminente sobre el(los) otro(s), y que compite con la de la democracia constitucional para unir la representación específica del pueblo y su soberanía. Dicho populismo logra esta mezcla al instalar lo que llamo representación directa, un tipo de democracia basado en la relación directa entre el líder y el pueblo. Para comprender y evaluar de manera crítica el populismo, tenemos que pensar en la democracia como representativa y partidaria, condición que no es muy apreciada en la teoría actual de la democracia, sea procedimental o deliberativa.

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1 La maleabilidad del populismo lo vuelve un vehículo tan adecuado para los partidos de derecha como para los de izquierda. Su separación de los referentes socioeconómicos implica que “cualquier agencia puede, en principio, apropiárselo para cualquier constructo” (Anderson, 2017: 96).

2Este es el caso de movimientos populares extrapartidarios contestatarios como Girotondi (Italia, 2002), Occupy Wall Street (Estados Unidos, 2011) e Indignados (España, 2001). Existe un estilo populista de retórica, pero todavía no un poder populista; el discurso antirrepresentativo se expresa por un movimiento social que aspira a ser independiente de los funcionarios electos, no le interesa volverse una entidad electa, no tiene, ni quiere, líderes representativos que unifiquen sus dichos y su idea es mantener a dichos funcionarios electos bajo escrutinio público.

3La voz latina pro puede significar tanto “en lugar de” como “en nombre de”; debido a esta ambigüedad en significado, el paradigma pars pro toto ha sido la forma más efectiva de presentar la condición de representación, la cual, debido a este doble sentido, está estructuralmente abierta a la impugnación y el pluralismo. Adosarla al populismo sería inapropiado porque éste pretende resolver esa ambigüedad cuando declara que su pueblo es el “correcto” (Kelsen, [1945] 1999: 291-292, nota al pie).

*El presente artículo fue publicado el 28 de noviembre de 2018 en The Annual Review of Political Science. Disponible en <https://doi.org/10.1146/annurev-polisci-050317-070753>. Traducción: Lili Micaela Buj Niles, Instituto de Investigaciones Sociales.

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