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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.84 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2022  Epub 23-Nov-2022

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2022.4.60384 

Artículos

Consumo y comunicación de la posición socioeconómica de la clase alta mexicana

Consumption and communication of the socioeconomic position of the Mexican upper class

Beatriz Acuña1 

Juris Tipa2 

1Doctora en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Investigadora independiente. Temas de especialización: comunicación, cultura, consumo conspicuo, clase alta, movilidad geográfica y transfronteriza.

2Doctor en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Investigadora independiente. Temas de especialización: consumo cultural, identidades, jóvenes, medios de comunicación y racismo.


Resumen:

Al utilizar los conceptos “consumo conspicuo” y “formas de capital”, en el presente artículo se analizan las prácticas de consumo entre personas de la clase alta mexicana como una manera de comunicar su posición en el espacio social. El universo de este estudio está conformado por 36 personas de la élite económica de México, a quienes se hicieron entrevistas a profundidad con la meta de conocer sus gustos, prácticas y sentidos con respecto al consumo de bienes materiales y simbólicos.

Palabras clave: consumo; clases sociales; clase alta; formas de capital; México

Abstract:

By using the concepts “conspicuous consumption” and “forms of capital”, this article analyzes practices of consumption among members of the Mexican upper class as a way to communicate their position in the social space. The universe for this study consists of 36 people from Mexico’s economic elite, who participated in in-depth interviews about their tastes, practices and meanings regarding the consumption of material and symbolic goods.

Keywords: consumption; social classes; upper class; forms of capital; Mexico

El estudio de las clases altas ha recibido relativamente poca atención en México. Quizá la urgencia que plantean los agudos problemas sociales en general explique esta omisión, especialmente los temas de pobreza y desigualdad, la marginación, la violencia y la migración, entre otros. Adicionalmente, dentro de los estudios sociales existe la tradición de privilegiar el análisis de las culturas populares, los grupos étnicos y las culturas juveniles. Los esfuerzos académicos existentes para conocer algún aspecto de la clase alta se han orientado a estudiar otras dimensiones de su realidad, no vinculadas al consumo y los sentidos asociados a éste. Las élites nacionales usualmente han sido estudiadas en el contexto de la política, la economía, como influyentes líderes y grupos de poder (Alba, 2006; Ai Camp, 2006; Cerruti, 1982), de modo que ha habido escaso interés en las prácticas cotidianas de la clase alta. Por otro lado, quienes han abordado el tema del consumo usualmente han puesto la atención en otros segmentos de población, como las clases medias, los universitarios y los jóvenes en general, y se proponen objetivos de otra naturaleza (Camacho, 2019; Cornejo, 2007; Safa Barraza, 1993; Tipa, 2015). Sin embargo, la cuasi invisibilidad de la clase alta en la investigación social no es algo exclusivo de México y se reconoce que hay un déficit de estudios cualitativos sobre las élites económicas (Lundberg, 1969; Schulz y Hay, 2017).

La escasez de conocimiento sobre ese sector socioeconómico también se debe a la dificultad de acceder a este grupo poblacional (Caldeira, 2007; Higley, 1995; Pinçon y Pinçon-Charlot, 2007). La clase alta usualmente habita en circuitos cerrados de las zonas exclusivas que cuentan con varios niveles de vigilancia. En ese sentido, personas de otros estratos socioeconómicos son físicamente más accesibles, lo que también explica parcialmente la facilidad con la cual es posible acercarse a los sectores marginados de la población con fines de investigación. Otro asunto es la accesibilidad en términos sociales. En el caso de la clase alta, no sólo los circuitos físicos restringen su accesibilidad, sino también los circuitos sociales o las redes de amistades y conocidos que, usualmente, pertenecen al mismo estrato socioeconómico y resultan ser “exclusivos” y poco accesibles para el amplio resto de la población. Aquí destaca la raíz de la palabra “exclusivo” (exclusus o “que tiene la fuerza y virtud para excluir”), que revela su sentido de exclusión, como algo no disponible o “prohibido” para los demás que no cumplen con determinados criterios.

Debido a su condición socioeconómica, que les proporciona innumerables ventajas y beneficios, probablemente el estudio de las prácticas de una clase social económicamente privilegiada podría parecer de poco valor, o incluso sin importancia. Este posible posicionamiento, sin embargo, pasaría por alto que, con independencia de sus condiciones altamente favorables, son parte de una realidad cuyo conocimiento es necesario para comprender la forma en que se constituye y funciona la sociedad. Sus prácticas representan determinadas estrategias de reproducción y son resultado de las estructuras existentes que producen y reproducen patrones de pensamiento y forman parte de una lógica más amplia de procesos comunicativos que se materializan a través del consumo y permiten distinguirse, identificarse y relacionarse en ámbitos exclusivos y excluyentes.

A pesar de tal vacío de conocimiento, sería erróneo negar la existencia de un imaginario social sobre la gente “rica”, nutrido por estereotipos y prejuicios de distinta índole. Las películas como Nosotros los nobles (2013), Hilda (2015) o Las niñas bien (2018), los reality shows como Made in Mexico (2018) o la obra fotográfica Ricas y famosas (Rossell, 2002), en sus diferentes representaciones reflejan la competencia simbólica como un “espectáculo competitivo de símbolos costosos de estatus y prestigio” (Elias, 2012: 101), derivada de la presión que las élites tienen para destacarse socialmente. A través de las publicaciones en las redes sociales y notas en Internet, más que nunca presenciamos de manera generalizada flujos de información sobre los “ricos” y creemos saber cómo viven los millonarios, cómo piensan y se comportan. En estos productos mediáticos, donde colindan las noticias, el escándalo y los rumores, nos enteramos de un auto chapado en oro del hijo del líder sindical o de los varios Rolex y extravagancias lujosas del gobernador tal; del “viajecito” a las Canarias de las hijas de un candidato político; de la regañina de cierta “lady” en un restaurante chic o de los insultos de una “niña fresa” a un policía de tránsito, etcétera. Tomando en cuenta que la clase alta en México está compuesta por una explícita minoría de la población, dichos contenidos mediáticos posibilitan la espectacularización de mundos simbólicamente lejanos e inaccesibles, y constituyen un imaginario social a través de una representación del estilo de vida de la clase alta mexicana. Este fenómeno cultural muestra el proceso por el cual se difunden imágenes que (re)producen esquemas de pensamiento y estereotipos sobre las élites.

El presente artículo contiene resultados parciales de una investigación más amplia (Acuña González, 2020) y no tiene por objetivo documentar los estilos de vida de personas de la clase alta, determinar cómo hicieron su riqueza o contestar a la pregunta de cómo vive la población mexicana millonaria. No obstante, es inevitable que estos aspectos aparezcan indirectamente. Aquí nos interesa describir y analizar la relación entre las diferentes formas de capital de personas que pertenecen a un fragmento de la clase alta mexicana y sus prácticas de consumo como medio para comunicar su posición en el espacio social. En este análisis, el rasgo común del grupo estudiado es la posesión de un cierto capital económico, y el énfasis está puesto en la estructura y el volumen de los capitales, considerando la conexión entre lo homológico y lo subjetivo o, en otras palabras, entre lo colectivo-homogeneizante debido al habitus de clase y lo individual-diverso dadas las biografías, trayectorias, posiciones personales, que como “sistemas individuales de disposiciones pueden ser vistos como una variante estructural de todo el habitus de clase” (Bourdieu, 1977, 85-86). Simultáneamente, el consumo y, particularmente, el consumo conspicuo entendido desde la teoría de Thorstein Veblen (1963) como medio de mostrar solidez económica y asegurar la buena reputación,1 está empleado como una “brújula” teórica y práctica que nos lleva a vislumbrar si tal principio afecta las maneras en que esas personas comunican su posición en el espacio social y, en función de determinados fines y relaciones, crean una presentación de sí mismas (Goffman, 2009). El consumo, en esta medida, no sólo involucra una actividad económica, sino también una práctica sociocultural personal e interpersonal, y constituye uno de los espacios clave para la comprensión de los procesos sociales (Sunkel, 2002). De este modo, el consumo, como acción comunicativa, implica un sistema de relaciones codificadas que revelan procesos culturales que reproducen las diferencias sociales.

Clases sociales y formas de capital

La clase es una categoría de estratificación social y está directamente ligada a lo que llamamos desigualdad socioeconómica. Las desigualdades existen y han existido en todos los tipos de sociedades humanas, incluso en las culturas donde las variaciones de riqueza o de propiedad son prácticamente inexistentes, porque en esas se acentúan más las desigualdades basadas en condiciones etarias o de sexo-género (Giddens, 2000: 315-345). A diferencia de otros sistemas de estratificación, por ejemplo, de castas, el sistema de clases usualmente es más fluido debido a la movilidad social, por lo cual a veces es difícil establecer límites o fronteras rígidas entre las clases.

De acuerdo con la clásica teoría de las clases sociales desarrollada por Karl Marx, la pertenencia a una u otra clase se define según la posición respeto a la propiedad y los medios de producción, lo que genera relaciones antagónicas entre los propietarios y los “explotados”. Para Max Weber (1981), la estratificación tiene lugar en tres dimensiones distintas: la económica, la sociocultural y la política. La pertenencia a una clase se define según las posiciones comunes en el mercado (“situación de clase”), donde existen diferencias según los intereses económicos de sus miembros y las condiciones del mercado, mientras que las relaciones sociales son multidimensionales y se entrecruzan con otras bases no clasistas como el estatus.

De acuerdo con Pierre Bourdieu (1997: 20), las clases son “probables” o “teóricas”; se puede “recortar” uno u otro estrato, basándose en las homologías entre diversos grupos de individuos. Si la meta del investigador consiste en medir la distancia estructural relativa entre individuos, para posteriormente reagruparlos en clases, entonces se parte de una imagen de la sociedad como un “agregado de individuos” que luego puede ser clasificado, agrupado y ordenado de formas distintas (Tipa, 2020a). Cuando hablamos de las posiciones homólogas entre personas en el espacio social y de la posibilidad de agruparlas según estas homologías, nos referimos a distintos estratos y no propiamente “clases sociales”. Las clases, por su lado, son vistas como reales a través de una construcción analítica, y mientras más precisa es esta construcción, es mayor la posibilidad de verlas como grupos reales (Bourdieu, 1997: 24-25).

Aunque las clases sociales sean una construcción teórica o un “invento” de investigadores, esta es una abstracción bien fundamentada en la realidad porque es capaz de proporcionar explicaciones globales del mayor número de diferencias observadas entre los agentes (Bourdieu, 1994). Lo que existe es desigualdad y de ahí las diversas formas de ordenarla o estratificar. Desde esta perspectiva, las diferencias entre los individuos en el espacio social corresponden a la distribución de capitales, donde el capital económico y el cultural son los más decisivos, así que la agrupación de personas en distintas clases sociales corresponde al fenómeno de la distribución del poder en la sociedad, es decir, a la posesión de capitales específicos más influyentes.

Según la propuesta teórica de Bourdieu (2001: 131-164), se distinguen cuatro tipos básicos de capital: económico, cultural, social y simbólico, de los cuales los tres primeros son convertibles entre sí. El capital económico representa los recursos económicos (dinero, inversiones, bienes raíces, etcétera), los cuales en su forma institucionalizada son los derechos de propiedad. El capital cultural abarca conocimientos, habilidades, intereses e inclinaciones de la persona y puede existir en tres formas o estados distintos: el incorporado (conocimientos, capacidad lingüística, manejo corporal y maneras de tomar decisiones y pensar, obtenidos a través de diferentes socializaciones), el objetivado (bienes culturales tangibles) y el institucionalizado (educación y cualificaciones acreditadas formalmente). El capital social se acumula a través de las relaciones con otras personas (relaciones “mundanas”), las redes de amigos y conocidos, es decir, recursos basados en conexiones y pertenencias a grupos, colegios, asociaciones, etcétera. Este tipo de capital está directamente relacionado con el capital simbólico, basado en el reconocimiento, la reputación y el estatus que la persona ha obtenido. El capital simbólico no es un capital propiamente, sino el aspecto de poder que toman las otras formas de capital2 una vez que son percibidas y reconocidas como legítimas (Bourdieu, 1994). En otras palabras, es el valor simbólico o la influencia que cada forma de capital obtiene en determinados círculos y/o contextos, a lo que Bourdieu llama “campos de poder”.

Visto de esta forma, el mundo es un espacio social pluridimensional que se compone de distintos campos en los cuales las personas establecen relaciones de poder y competencia en función de la acumulación de los distintos capitales, mientras que el capital específico acumulado determina el lugar que el individuo ocupa en el campo particular y define las ventajas o desventajas con las cuales cuenta (Bourdieu, 1990: 281-284). Consecuentemente, según las ubicaciones en el espacio social y los capitales específicos acumulados, las personas pueden ser agrupadas en diferentes estratos o en lo que popularmente conocemos como “clases sociales”.

Las diferencias en la posesión de distintos capitales y las posiciones en el espacio social constituido por distintos campos de poder se “traducen” en diferencias en las disposiciones y prácticas de los agentes (habitus); por ejemplo, en el consumo de bienes culturales, definiciones de lo bello y lo feo, lo fino y lo vulgar, o la toma de decisiones en determinadas situaciones. Lo social existe de dos maneras, objetiva y subjetivamente, en el mundo exterior o en el campo social, que consiste en distintos subcampos, y en el interior de la persona en forma del habitus, como un conjunto de disposiciones que el individuo incorpora mentalmente y corporalmente. Esta incorporación sucede mediante procesos de socialización, empezando desde la familia y siguiendo por la escuela, el grupo de amigos, el trabajo, etcétera. Diferentes condiciones de socialización producen diferentes habitus, mientras que similares condiciones de existencia generan habitus similares. De ahí se considera que integrantes de la misma clase social presentarán más semejanzas en sus condiciones de existencia, lo que consecuentemente produce más semejanzas en sus subjetividades o en su habitus de clase, que se refleja en los estilos de vida, los gustos y las prácticas de consumo, entre otros elementos.

Clases sociales y consumo

Se puede decir que el gusto y el consumo son las dos caras de la misma moneda. Según Bourdieu (1998), el gusto es la aptitud y la propensión para la apropiación de cierto tipo de bienes materiales y simbólicos, mientras que el consumo es la materialización del gusto. De esta manera, el gusto está ligado al campo cultural -apropiación simbólica de los bienes-, mientras que el consumo está vinculado con el campo económico -la apropiación material de los bienes o del acceso a ellos- en forma de posesión de los medios necesarios para manifestar los gustos.

Si se recurre a una definición amplia y pluridimensional de la cultura, como los productos tangibles e intangibles de toda la actividad humana, todas las industrias y los consumos son culturales3 (Douglas e Isherwood, 1996; Mato, 2017). Frecuentemente lo cultural se sustituye por el arte, aunque el arte es sólo una expresión más de la cultura. No obstante, las artes conforman un campo cultural extremadamente polarizado en el que los gustos y las preferencias suelen reproducir las jerarquías de las posiciones sociales de las personas. Así, por ejemplo, la música clásica en su forma “ligera” (o las obras comunes) suele ser consumida por las clases medias, mientras que las obras más complejas, por los intelectuales y la clase alta (Bourdieu, 1998). De esta forma, existe una homología entre el consumo de arte “legítimo”4 y la clase social donde nuestros gustos, como un instrumento de distinción social, son determinados por nuestro habitus y comunican nuestra posición en el espacio social, a partir de lo cual es posible explicar procesos socioculturales que se enmarcan y responden a un sistema cultural, vinculado a una estructura económica de dominación (Appadurai, 1986; Bourdieu, 1998; Douglas e Isherwood, 1996: VII-XV).

En la actualidad, se considera que el eje de oposición en el consumo del arte está basado en su diversidad; en un extremo están ubicados los omnívoros (amplio espectro de consumo) y en el otro los unívoros (estrecho espectro de consumo). No es que los omnívoros gusten de todo sin excepción, sino que están más abiertos a apreciar “de todo”. El giro hacia uni/omni-consumo fue provocado por los cambios estructurales (migración, educación obligatoria, expansión de medios masivos), cambio de valores (mayor tolerancia hacia la diferencia), cambios en el mundo del arte (la calidad del objeto de arte no depende tanto de sí, sino de las evaluaciones hechas por los del “mundo del arte”), políticas generacionales (disminución en el consumo de las “artes de élite” por los jóvenes de las clases altas) y políticas de los grupos de estatus (incorporación de la “cultura popular” en su consumo) (Peterson y Kern, 1996). Esta teoría, en su esencia, puede ser interpretada como una “actualización” de la teoría bourdieuana porque el factor determinante sigue siendo el volumen y la estructura de los capitales: los individuos con todos tipos de capital más altos, sobre todo el cultural, tendrían un espectro más amplio de consumo. No obstante, también han sido criticados los aspectos metodológicos de la propuesta de uni-omnivorismo, su aplicabilidad tanto en Estados Unidos como en otras regiones del mundo y la continuidad de dicha tendencia, es decir, los hallazgos que habían sido identificados a inicios de los años noventa cambiaron en las décadas posteriores y ya no se sostenían (Gayo, 2016).

En el contexto latinoamericano, por su parte, bajo el predominio de la antropología ha sido desarrollado el concepto de “hibridación”, que no necesariamente está basado en las nociones de clase, sino en la construcción de las culturas nacionales latinoamericanas a través de fuentes culturales de diferentes orígenes geográficos (Gayo, 2016: 109-112). Asimismo, el consumo como tal puede ser interpretado y significar diferentes procesos. Según la propuesta teórica de Néstor García Canclini (1993), el consumo puede ser entendido como: 1) el lugar de reproducción de la fuerza de trabajo y de expansión del capital; 2) donde las clases y los grupos compiten por la apropiación del producto social; 3) lugar de diferenciación social y distinción simbólica entre los grupos, funcionando como 4) un sistema de integración y comunicación; también es 5) un escenario de objetivación de los deseos y, en fin, 6) un proceso ritual. Lo importante de esta propuesta no sólo es el hecho de mostrar los diferentes significados y funciones del consumo, sino también vislumbrar que éstos no son excluyentes entre sí y pueden estar presentes simultáneamente en nuestras prácticas.

El consumo, como práctica cultural, no sólo es un medio de satisfacer determinadas necesidades y deseos, sino también de comunicar las diferencias y semejanzas dentro y entre grupos a través de las formas y los sentidos que se le atribuyen al consumo; éste se convierte en un acto comunicativo y performativo. En el caso de la comunicación de riqueza y una posición socioeconómica, el concepto consumo conspicuo, originalmente propuesto por Veblen en su clásica obra Teoría de la clase ociosa (1963), aún ofrece una lente valiosa para analizar el fenómeno. Es oportuno recordar que el término clase ociosa debe su nombre a la condición opuesta a la clase laboriosa o productiva. El estilo de vida de ocio era algo exclusivo de personas que podían abstenerse de trabajo físico y, junto con el consumo conspicuo, asociado con dicho estilo de vida, podían exhibir su fortaleza económica y el estatus de propietarios o “ricos”. En las sociedades actuales, el ocio ha dejado de considerarse signo de prestigio, pero no ha pasado lo mismo con determinadas formas de consumo para reforzar y comunicar la posición social elevada. Adicionalmente, las posibilidades de reconocimiento, ascenso y aceptación social no se limitan al consumo conspicuo en sí, sino que abarcan las siguientes formas: 1) el ocio y el gasto asociado con él, lo que involucra la abstención del trabajo productivo (demostración de capacidad económica); 2) el consumo conspicuo per se o consumo costoso/de lujos; 3) el consumo extravagante, que involucra consumo ostensible de cosas superfluas, mostrando que no hay limitación de consumir sólo lo estrictamente necesario. La teoría de Veblen sostiene que no basta con poseer riqueza, sino que es necesario exhibirla porque el reconocimiento proviene de la evidencia. Por lo tanto, el consumo conspicuo posee una dimensión simbólica, pues además de reflejar riqueza, simboliza prestigio, estatus y poder. Así, el dinero, como medio para realizar el consumo, sólo tiene un valor instrumental para lograr estos objetivos.

Una visión complementaria a esta interpretación se encuentra en el trabajo de Erving Goffman (2009) sobre la presentación de la persona en la vida cotidiana. Así, es posible utilizar la exhibición de riqueza y cualquier otro recurso como una fachada que forma parte del performance que la persona lleva a cabo para proyectar en las demás una imagen deseada de sí misma. Goffman enfatiza la importancia de la interacción interpersonal, aunque de manera indirecta es igual de esencial en las obras de Bourdieu o Veblen, ya que una proyección deseada a través del consumo conspicuo sólo tiene sentido en la interacción social, es decir, frente a público, lo que significa emplear diferentes capitales como recursos y herramientas materiales, corporales e intelectuales. Dentro de este marco, el consumo conspicuo involucra determinadas prácticas que implican el manejo y la apropiación de ciertos elementos comunes, códigos compartidos, complicidades y competencias reconocidas por los pares, que reflejan un estilo de vida y una estructura y volumen de formas de capital.

La clase alta en México

Los estudios sobre la desigualdad y la estratificación socioeconómica tienen una extensa historia en las ciencias sociales en México; forman uno de los enfoques clásicos de investigación económica, sociológica y, en menor parte, antropológica. Desde hace más de un siglo en México existe la obtención de datos económicos y sociodemográficos sobre su población y, a partir de la segunda parte del siglo pasado, se han escrito innumerables trabajos dedicados a temáticas como la polarización de las clases sociales, la lucha de clases, la estructura y la crisis agraria, y el contraste clasista urbano-rural, entre otros. En su mayoría, bajo el enfoque ideológico marxista y, a menudo, utilizando metodología cuantitativa (las estadísticas de los censos), se han analizado exhaustivamente el sistema socioeconómico capitalista y las fluctuaciones de la población entre las tres clases básicas: la burguesía (clase alta), la pequeña burguesía (luego llamada clase media) y la clase trabajadora o el proletariado (clase baja).

De acuerdo con Olga Sánchez Cordero (1981: 533-534), por el nivel de ingresos y el “rango social” (sic), la clase alta en México durante la mayor parte del siglo XX estaba formada por grandes agricultores y ganaderos, empresarios, propietarios de bienes raíces y altos funcionarios, industriales, comerciantes, banqueros y funcionarios públicos, así como altos rangos de militares y eclesiásticos, que concentraban y explotaban la mayor parte de la riqueza económica e influían decisivamente en la estructura del poder, controlando los mecanismos no gubernamentales a través de los cuales se toman las decisiones de mayor importancia. Lo que caracteriza a esta clase fuera del campo económico es una fluida red de canales que brinda la posibilidad de multiplicar y entrelazar sus intereses a través de la amistad, la asociación en los negocios, el matrimonio, el compadrazgo, el otorgamiento de favores mutuos, la pertenencia a ciertos clubes o agrupaciones, las frecuentes reuniones sociales y, desde luego, la afinidad de sus posiciones políticas, tendientes siempre a conservar su interés estratégico a largo plazo: su posición en la estructura social y el poder en la sociedad. Sánchez Cordero coincide con José Calixto Rangel Contla (1972) en que esta clase participa activamente en la política mexicana en el ámbito de la toma de decisiones, aunque se distancia de afirmar una “consolidación política” de la clase alta.

En las mediciones más recientes -por ejemplo, en el Programa Nacional de Protección a los Derechos del Consumidor (Secretaría de Economía, 2014)-, la población mexicana se estratifica en seis perfiles que engloban un “determinado tipo de personas de acuerdo con la ocupación o actividad que desempeñan dentro de la sociedad mexicana, sus ingresos económicos, su nivel cultural y, finalmente, sus pautas de comportamiento”. Según estos parámetros, la clase alta-baja (5% de la población) está integrada por familias que son ricas de pocas generaciones atrás y sus ingresos económicos son cuantiosos y muy estables, mientras que la clase alta-alta (1% de la población) está compuesta por antiguas familias ricas que durante varias generaciones han sido prominentes y cuya fortuna es tan añeja que se ha olvidado cuándo y cómo la obtuvieron. Asimismo, en otras mediciones se emplea la denominación “ricos”, grupo socioeconómico que durante los primeros 15 años del presente siglo ha fluctuado entre 3% y 10% de la población mexicana (Teruel et al., 2018: 471). Las dificultades y los retos que presentan la identificación y la cuantificación del percentil más rico de la población mexicana también han sido señalados por Fernando Cortés Cáceres (2000) y José Manuel Escobedo de Luna (2022), al indicar una subestimación muy importante en la parte alta de la distribución de ingresos que se debe a un subreporte o la ya mencionada razón que los hogares de la clase alta no son encuestados debido a su poca accesibilidad. Aun así, la disparidad de ingresos en ese percentil es extremadamente amplia respecto de los demás estratos socioeconómicos. Además de los factores señalados por Escobedo de Luna, las variaciones en los porcentajes y las denominaciones utilizadas también se deben a las diferentes formas de cómo se conceptualiza, se mide y se estratifica la desigualdad, es decir, dependiendo de cómo se construye una clase social (Tipa, 2020a: 153-155). No obstante, todos estos acercamientos macro consisten en variaciones alrededor de un núcleo existente, poco móvil y extremadamente minoritario dentro de la población mexicana.

En la literatura sobre la clase alta mexicana se pueden distinguir dos aspectos interrelacionados que se han estudiado de forma desequilibrada. Por un lado, la clase alta está presente como materia de análisis (“estudio de las élites”); por otro, están las prácticas de consumo de este segmento. En cuanto al primer enfoque, hay un considerable número de trabajos en los que se ha estudiado a las élites desde diversos ángulos, mientras que el tema del consumo no ha tomado el protagonismo, aunque esté implícito en la conformación y en las prácticas de la clase alta. El trabajo de Verónica Oropeza (2017) presenta una revisión bibliográfica sobre el estudio de las élites en México que abarca dos décadas, desde 1970 hasta 1990. La autora destaca que el objetivo principal en la mayoría de estos estudios ha sido de carácter político, ya sea sobre el sistema político, los grupos en el poder, los empresarios influyentes o las relaciones entre la élite económica y la élite gobernante.

La obra de Roderic Ai Camp (2006), por su lado, describe de una manera muy completa la formación y el apoderamiento de las élites mexicanas, representadas en seis esferas, que incluyen a políticos, militares, funcionarios, clérigos, intelectuales y empresarios. A través de biografías, correspondencia y entrevistas, el autor estudió a casi 400 figuras de las élites, relacionando dicha formación y el apoderamiento oligárquico con los problemas socioeconómicos por los cuales México ha pasado durante la segunda mitad del siglo XX y que prácticamente continúan hasta la fecha. En esta obra no sólo destaca el enfoque crítico de Ai Camp con fines de orientación de las políticas del país, sino también otros aspectos como el estudio de la “mentoría” o la importancia de los “tutores” o “maestros” en el desarrollo de las trayectorias de estas élites. Asimismo, subraya la importancia que los antecedentes sociales tienen en la socialización de la élite, la relación de la educación de los padres en la de los hijos y la transmisión de valores entre grupos sociales, es decir, la reproducción social de la élite (Bourdieu y Passeron, 1998). Este estudio abarca casos en distintos estados del país, confirma la influencia del capital social, cultural y financiero, las alianzas, influencias, el acceso y el manejo de información, así como el peso de la “buena educación” universitaria5 y la herencia familiar como medios para alcanzar y, sobre todo, sostener una posición social y económica privilegiada.

En el mismo tenor, Larissa Adler Lomnitz y Marisol Pérez Lizaur (1993) estudiaron el surgimiento de la burguesía industrial mexicana a través del caso de una familia de la Ciudad de México. Las circunstancias que favorecieron el posicionamiento y la carrera política de varios de sus miembros sucedieron a través de pactar relaciones y generar alianzas matrimoniales. Destaca lo fundamental que resulta conocer y aliarse con las personas “indicadas”, cultivar los códigos del “trato”, gozar de amistad y confianza, lo que posibilita intercambios de favores, información y protección para conseguir los fines deseados. Resumiendo, las redes de amistades e influencias han sido el eje vertebral en los estudios de las élites y el hecho de haber recibido ayuda, apoyo, orientación de alguien influyente en el medio es una constante estrategia para la convertibilidad del capital económico en capital social y viceversa.

En cuanto al enfoque en el consumo, desde una perspectiva histórica, Pilar Gonzalbo Aizpuru (2007) describe el consumo lujoso de la clase alta mexicana del siglo XVIII y la exhibición de riqueza a través de la moda. Cabe resaltar que la alta moda y el glamour de la época son una consecuencia o forma de colonización estética y epistémica, impuesta por los cánones europeos occidentales, que se expresa como una interiorización de lo que debería ser considerado como “buen gusto” y las implicaciones económicas de su exhibición como una barrera de diferenciación socioeconómica, marcada por la exclusividad.6

En los estudios sobre las prácticas de consumo de las élites mexicanas, se puede observar su tradicional inclinación hacia el consumo conspicuo y la comunicación del estatus socioeconómico a través de consumo de objetos de lujo, la moda y un estilo de vida vinculado con lo exclusivo. De este modo, Ricardo Raphael (2014) ilustra los patrones de conducta que reproducen los hijos (juniors) de personas influyentes, sobre todo políticos, como un reflejo de los vicios del sistema político mexicano. Dichos juniors, actualmente llamados mirreyes de forma autoadscrita, presentan características de una cultura juvenil definida por determinadas semejanzas en su consumo cultural, las prácticas de ocio y el estilo de vida (Nájera Espinosa y Ortiz Henderson, 2012). Así, por ejemplo, sus gustos musicales son limitados a lo que esté de moda o en el mainstream, no suelen interesarse por la literatura o el cine de arte, pero expresan su interés por revistas de tendencias y rumores, como “brújulas” para la elección de sus atavíos. Aunque a menudo crecen rodeados de arte, éste no suele llamarles la atención. Por otro lado, presentan un alto conocimiento en licores y bebidas de diferentes años, marcas y regiones del mundo para “diferenciarse del resto de los bebedores sociales”. Junto a ello sobresale su conocimiento sobre marcas de ropa, automóviles y productos de belleza, incluyendo los perfumes más costosos. En la elección de las marcas, las cuales procuran exponer públicamente, tratan de diferenciarse de oficinistas, lo que consideran como mal visto o, mejor dicho, de estatus inferior. Al mismo tiempo, entre los propios mirreyes existen diferentes categorías o clases (mirreyes del clóset, mirreyes del outlet, mirreyes shabbys, etcétera), principalmente estratificadas según el poder adquisitivo y el estatus social de la persona. En el caso de los mirreyes, es muy aparente que el gasto, los conocimientos sobre bienes de lujo y un estilo de vista asociado con él son formas explícitas de exponer su condición de “ricos” como elemento de prestigio, lo que para ellos constituye un valor humano en sí y genera una sensación de superioridad frente a otros.

En el mismo tenor, por medio de método etnográfico y descripción densa, Estela Roselló Soberón (2020) se enfocó en tres “experiencias de lujo” entre mujeres (a menudo, alrededor de los 50 años de edad) de las clases medias altas en la Ciudad de México. La autora señala que esas experiencias se construyen a partir de una mezcla cultural de elementos del estilo de vida estadounidense y europeo-occidental, y otros elementos culturales que provienen del pasado hispánico colonial. Cabe resaltar que el concepto del lujo, en este caso, suele asociarse con el de “la experiencia de lujo” y en menor grado con objetos de lujo. Es decir, por medio de prácticas como el consumo de platillos sofisticados, experimentación con dietas costosas, viajes y participación en sucesos “curiosos y extraños” (sic) que brindan emociones y sensaciones únicas, irrepetibles y exclusivas en cuanto el acceso a ellas es limitado a un sector reducido y caracterizado por una condición socioeconómica alta. Además, esta exclusividad de las experiencias de lujo, según la autora, hace sentir bien a los que se distinguen de otros a partir de la posibilidad de tener acceso a ellas, estimulando así la sensación de felicidad.

Consideramos importante subrayar que estos estudios abordan grupos específicos dentro de la clase alta mexicana, los cuales, debido a sus extravagancias y distribuciones peculiares de los diferentes capitales, resultan ser llamativos y forman la base del imaginario que se suele tener acerca de los “ricos”. Dentro de los estudios sobre las élites, el tema del consumo y los significados que se le atribuyen es un nicho relativamente reducido que aún no abarca la heterogeneidad de este sector socioeconómico, aunque posiblemente indica una tendencia vertebral.

Metodología

Para cumplir con el objetivo de esta investigación y ampliar temáticamente el nicho de los estudios sobre la clase alta, se utilizó metodología cualitativa. La información se obtuvo mediante entrevistas a profundidad cuya flexibilidad y dinámica es la idónea para comprender las perspectivas, las experiencias y las opiniones tal como las expresan las personas entrevistadas (Taylor y Bogdan, 1987). Las entrevistas fueron concluidas entre 2017 y 2018 en siete ciudades de México.7 Para identificar a potenciales entrevistados y entrevistadas, en el presente estudio se utilizó la técnica de bola de nieve. La naturaleza de esta técnica explica, en gran medida, que las y los entrevistados se desenvuelvan dentro de un mismo círculo de relaciones, condicionamiento que provoca posibles sesgos, por ejemplo, el grupo etario captado. Sin embargo, también representa una ventaja al facilitar el acercamiento a un círculo de personas generalmente reservadas y poco accesibles por las razones señaladas antes. Asimismo, dicha técnica ha permitido constatar empíricamente la importancia del capital social y verlo en funcionamiento.

En total se realizaron entrevistas con 15 mujeres y 21 hombres con una edad global promedio de 57 años. Las ocupaciones que desempeñan las y los participantes en el estudio se clasificaron de la siguiente manera: 1) dueños de empresas en sectores de la industria manufacturera y de la construcción, comercio y servicios; 2) profesionistas independientes (médicos, abogados, arquitectos, entre otros); 3) ejecutivos (directores, oficiales ejecutivos en jefe, consultores); 4) políticos y funcionarios públicos; 5) artistas y 6) “amas de casa”, tanto en su carácter de esposas de “hombres prominentes”, como mujeres que crecieron en “buenas familias” que no se dedican propiamente a las labores domésticas, sino que se desempeñan en actividades filantrópicas y de acompañamiento espiritual.

En las entrevistas fue utilizada una guía semiestructurada de preguntas, divididas en ocho bloques temáticos que abarcaron los temas de consumo, gustos, prácticas de ocio y la percepción de relaciones con otras personas. Los principales ejes temáticos en las entrevistas fueron el consumo de las “bellas artes” (o las artes clásicas), el consumo suntuario o de lujo, los gustos y el sentido atribuido al consumo desde sus percepciones, motivaciones y las relaciones con las demás personas.

El capital escolar, la ocupación y la antigüedad de la riqueza

El capital económico usualmente es convertido en capital cultural institucionalizado o educación formal; es una estrategia que la clase alta utiliza -aunque no exclusivamente- para mantener la posición de algunos o de la totalidad de los herederos del linaje (Bourdieu y Passeron, 1998). Se pudo identificar esta estrategia entre las personas entrevistadas cuyos hijos están siguiendo estudios para incorporarse a los negocios, o se encuentran comprometidos a hacerlo en algún momento. El capital escolar aquí es entendido como una dimensión o forma del capital cultural institucionalizado, y representa un interés común entre varios empresarios que tienen hijos en etapa de estudios, lo que muestra un reconocimiento de la importancia de la formación de un capital cultural que redunda en mayor prestigio -adicional al capital económico- para estas familias. Respecto al proceso de involucramiento cuando hay hermanos o hijos menores, vale notar que en varios casos se expresó una preocupación por la relativa facilidad o falta de esfuerzo con que las nuevas generaciones están recibiendo las cosas y bienes, situación de la que ellos -sus padres, hermanos, abuelos- generalmente no gozaron.

El tipo de universidades donde estudian miembros de la clase alta está en estrecha relación con el desarrollo de una carrera o trayectoria profesional. Dos terceras partes de las personas entrevistadas cuentan con una carrera profesional, aunque de éstas sólo menos de la mitad cuentan con estudios de posgrado, lo que indica, en gran medida, el carácter pragmático en la elección de la trayectoria profesional. Quienes cursaron estudios de posgrado lo han hecho, sobre todo, en universidades privadas y extranjeras en Estados Unidos, Canadá y algunos países de Europa Occidental. En efecto, como lo muestra Ai Camp (2006) sobre las élites mexicanas, quienes tienen menores niveles de estudios son precisamente los empresarios, lo que indica que para lograr éxito empresarial son más importantes otras habilidades, diferentes de los conocimientos universitarios. Entre empresarios son más comunes las licenciaturas, las carreras cortas y los estudios medios.

La tercera parte de las y los entrevistados pertenecen a la primera generación con riqueza, de los cuales la mitad cuentan con estudios básicos o medios, lo mismo que sus padres, mientras que la otra mitad fueron a universidades para obtener especialidades. Las otras dos terceras partes pertenecen a la segunda y la tercera generación y sólo un entrevistado es descendiente de cuarta generación. El tipo de ocupaciones de los padres de la primera generación son, principalmente, comerciantes mayoristas, dueños de pequeños comercios y profesionistas independientes; la información sobre los abuelos de la primera y la segunda generación es muy general y relacionada con la agricultura, los ferrocarriles y empleos en servicios. En cuanto a la ocupación en la segunda generación, la mayoría se relaciona con el comercio y los servicios, mientras también se encuentran algunos casos de origen en la agricultura o la ganadería. Adicionalmente, hay cuatro mujeres cuya riqueza se debe a una combinación de herencia y alianza matrimonial.

Casi todos los integrantes de la tercera generación cuentan con carrera profesional, y varios de ellos tienen posgrados en universidades privadas en el extranjero. Es de notar que, entre éstos, solamente seis tuvieron abuelos que estudiaron carreras profesionales. Así, de una generación a otra, se experimenta un incremento en el nivel de estudios. Esto también puede ser relacionado con una credencial de estatus -no tanto como un requisito para el éxito económico-, cuyo valor es más simbólico, acentuando capacidades intelectuales (capital cultural) junto con la riqueza.

En cuanto al entrevistado que pertenece a una cuarta generación de riqueza, permite constatar el efecto de la inculcación y la conversión de capitales de una generación a otra. Es ingeniero de profesión que cursó posgrado en Estados Unidos; su padre también es ingeniero con posgrado obtenido en el mismo país y se dedicó a la construcción, mientras que su abuelo paterno provenía de una familia de intelectuales influyentes y estudió posgrado en dicha nación, y su bisabuelo fue un intelectual activo en la política, uno de los constituyentes que firmaron la Constitución de 1824.8

Se puede concluir que existen diferencias entre las generaciones de riqueza, relacionadas con las inversiones en el capital escolar, permitido por un capital económico previamente acumulado. Junto a ello también se destacan las precisas similitudes de las posiciones ocupacionales del universo del presente estudio y las descripciones de la clase alta en la literatura revisada sobre las élites que abarca casi cuatro décadas, señalando los campos específicos donde está operando y se desarrolla la élite económica mexicana, lo que inevitablemente provoca una consolidación del capital social que también se “hereda” de una generación a otra.

Las prendas de la riqueza

Durante varios siglos, las prendas y el arreglo personal sirvieron para marcar las barreras de rango en la sociedad española entre los siglos XVI y XVII; incluso se introdujeron leyes suntuarias para regular el consumo de objetos de lujo y restringirlos al uso exclusivo de la aristocracia para asegurar su posición hegemónica y restablecer el orden jerárquico de la apariencia, restringiendo el acceso al lujo por parte de los plebeyos (Álvarez-Ossorio, 1998). En gran medida, de aquella herencia colonial española deriva la preocupación por la apariencia entre las familias mexicanas de mayor abolengo, cuyo efecto sirve, conscientemente o no, para marcar distancias y diferencias sociales.

Utilizando el vocabulario de Goffman (2009), los escenarios donde tuvieron lugar las entrevistas eran oficinas y residencias; sólo en contadas ocasiones las citas se dieron en lugares casi públicos: restaurantes o cafés en exclusivas zonas de altos ingresos. El arreglo de las y los entrevistados, en la mayoría de los casos, se mostró acorde con su ocupación. Entre los empresarios, ejecutivos y consultores predominó una presencia más formal que entre profesionistas independientes, comerciantes y empleados freelance con giros que no exigen mucha formalidad. Es decir, aquí ya se vislumbran las variaciones del habitus, constituidas por los diferentes campos laborales dentro de la misma clase social, que se refleja en la manera en que cada persona se define a sí misma en su arreglo cotidiano.

Arreglada. Cada tercer día voy al salón. Amo el arreglo personal, tiene que ser muy elegante. A donde llego, ciudades a las que voy de trabajo o visita, tengo que identificar el salón, soy muy especial (mujer de 52 años, empresaria).

Mi estilo es business casual. Todos los días camisa y pantalón de vestir. Aunque mi oficina es más tranquila, y la gente que trabaja conmigo va en jeans, yo no puedo. Siempre es mejor ir overdressed que under (hombre de 40 años, alto ejecutivo).

El [estilo] que me gusta es elegante… Si no es clásico, no me interesa (hombre de 59 años, profesionista/dueño de empresa).

Me considero diferente a la moda. El azul es mi color. Al trabajo voy formal. Me gusta que me perciban como un portador de negocios, que puedo darles un servicio y hacerles ganar dinero (hombre de 61 años, ingeniero desarrollador).

En términos de Goffman, aquí se confirma de nuevo el axioma social de que un determinado escenario corresponde y exige determinado vestuario, algo que no sólo aplica a la clase alta de manera exclusiva, sino que personas de altos ingresos y gastos cuentan con más opciones para ajustarse al contexto y, simultáneamente, manifestar sus gustos. Al mismo tiempo prevalece el énfasis en lo elegante y en “verse bien”, lo que en sí podría ser compartido por personas de otros estratos socioeconómicos, aludiendo tanto a criterios subjetivos como a condiciones objetivas. Sólo que la diferencia, de nuevo, es en qué consiste dicho “verse bien”.

Toda mi vida tuve que andar uniformado [se ríe]. Cuando cumplí 60 dije que no iba a usar traje, pero a veces tengo que hacerlo porque amerita la ocasión.

Esta [camisa] la compré en Costco, son buenísimas las camisas de Costco y pagas 20 dólares en lugar de 200 (hombre de 67 años, abogado).

Aunque, como lo muestra la cita anterior, hay momentos de pragmatismo económico en la elección de las prendas, persisten ciertas preferencias marcadas por el lugar donde se adquiere la ropa, por ejemplo, en el extranjero. En general, cada persona tiene sus países y ciudades favoritas para ir de compras y muchas de ellas son ciudades globales.

El mejor lugar para comprar ¿pues cuál va a ser? Pues Estados Unidos, no hay de otra, ahí tienes todo para todos los gustos, calidad, precio. Casi cualquier cosa la puedes customize, como dicen, empezando por los carros (hombre de 48 años, empresario).

En la elección de ropa no suele sobresalir una explícita inclinación hacia el consumo suntuario como forma de exhibir la riqueza y es común que las personas de altos ingresos elijan la ropa según su comodidad (pantalones de mezclilla, playeras) y su calidad. Aunque esto no excluya el consumo de marcas que exigen alto poder adquisitivo, su exhibición no es prioritaria entre la mayoría de las personas entrevistadas. Es más, como se mostrará más adelante en el texto, la exhibición deliberada de las marcas es considerada un rasgo común entre los “nuevos ricos” y personas inseguras, dadas a la ostentación y el bluff (farol), es decir, de “mal gusto” ocasionado por un desequilibrio entre el capital cultural (modales) y el poder adquisitivo.

Me puedo poner elegantísima o loca, loca, excéntrica, pero del diario ando relax, jeans y blusa (mujer de 57 años, coach de vida).

[La moda] no es importante. Si compras algo de calidad, eso es garantía (mujer, 56 años, escritora).

[La moda] me interesa un poco, tengo algunas marcas, telas y estilos. Telas que respiren, algodón, lana, seda, colores sólidos (mujer de 55 años, artista plástica).

Sí, me interesa que sea moderno, pero el último grito de la última moda no tanto. Me gusta cierto fabricante, cierta marca, cierta empresa, la compro en línea. Pero no soy de la marca para andar enseñando (mujer de 52 años, profesionista independiente).

No me fijo [en la moda], mis jeans y camisa (hombre de 58 años, ingeniero e inversionista).

Más de la mitad de las personas entrevistadas afirmaron que las tendencias de la moda no les interesan, sino que otorgan preferencia a los aspectos cualitativos de sus prendas, en las que la calidad es prioritaria a la marca. Aunque en varios testimonios se expresa afecto por ropa sencilla y cómoda como jeans y playeras, son productos de “calidad especial” y pueden ser considerados como una forma de “inversión” en la distinción.

Dichas elecciones obedecen a consideraciones subjetivas sobre la forma en que uno quiere presentarse y ser percibido. Tampoco hay que minimizar la inclinación por ciertas marcas sólo porque no siempre se mencionan, tal vez tratando de restarles importancia, o bien, no confesarlas. En ese sentido, únicamente la quinta parte de las y los entrevistados expresaron abiertamente su absoluto interés en estar a la moda y se declararon clientes de un selecto número de diseñadores.

El consumo de arte y los marcadores del estatus

De acuerdo con Bourdieu (1998), no hay nada más “enclasante” que el gusto por el llamado “arte clásico”, debido a que se considera como un gusto “legítimo” y su consumo se asocia con cualidades aristócratas, elitismo y “públicos selectos”, lo que puede ser parcialmente cierto si nos referimos al uso del gusto por el arte clásico como un símbolo sociohistórico de una supuesta superioridad intelectual de las élites, condicionada por la exclusividad de acceso a estas expresiones de arte, sobre todo, de manera considerada como “auténtica”.

En el presente estudio, el gusto por el arte clásico se estimó en función del consumo de, por lo menos, cuatro de las seis de sus expresiones tradicionales: música clásica, ballet, ópera, teatro, asistencia a exposiciones de obras clásicas en los museos y la lectura de literatura clásica. Casi tres cuartas partes de las personas entrevistadas entraron en este rango de consumo y la mayoría de ellas son de la segunda generación de riqueza en adelante. Cerca de la tercera parte de entrevistados afirmaron que les encanta la música clásica y que asisten con frecuencia a los conciertos, mientras que un poco menos de la mitad afirmaron que no son particularmente aficionados a este género y sólo lo escuchan ocasionalmente. Algunos indicaron que únicamente escuchan la música clásica, o bien, escuchan “de todo”: jazz, rock clásico y moderno, pop, bolero, balada en español e inglés, música ranchera y los éxitos del momento de la música contemporánea. No obstante, es en el rechazo donde se vislumbra con mayor claridad la distinción del gusto. La mayoría de las personas entrevistadas expresaron su antipatía por géneros como la música grupera, el rap, la música tropical, el reggaetón y el techno, estilos musicales que son populares entre jóvenes de diferentes estratos socioeconómicos.

No soporto ese género [reggaetón], porque yo lo asociaba con gente feísima. Entonces, ahora ¿qué onda? No entiendo eso. Y lo veo con chavos aquí, y eso que son más de música techno, rock. Los arquitectos son más selectivos, pero no, les encanta esa música espantosa (mujer de 52 años, arquitecta).

No reggaetón, por favor, ni grupera, ni tropical, son muy corrientes (hombre de 65 años, profesionista).

Aunque este rechazo podría explicarse por una “brecha generacional”, las observaciones expresadas, además, asocian dichos géneros con “cultura baja” y “gente feísima”, implicando una preocupación por la “contaminación” de los gustos de jóvenes y “gente bien”. Según el marco bourdieuano, estos géneros de música representan una “herejía” o una forma de subversión herética, frente a lo cual surge la defensa discursiva de la ortodoxia, asociada con el habitus de clase.

En relación con el gusto por la ópera -el género que menos aficionados registró-, sus escuchas no necesariamente son los de mayor nivel de escolaridad, ni comparten profesiones similares, no tienen antecedentes de inculcación en la familia y tampoco son miembros de generaciones antiguas con riqueza. El gusto por el teatro mostró lo opuesto a la ópera, ya que casi todas las personas entrevistadas admiten que les gusta y, junto con la asistencia a museos, es un pasatiempo propio de los viajes en el extranjero, sobre todo si tienen hijos menores de edad, con el fin de introducirlos a las bellas artes (“para que se familiaricen”, “que aprecien y aprendan”, “que se acerquen al arte” y “puedan comparar la cultura propia y de otros países”), como una forma de reproducción de los gustos y el capital cultural incorporado mediante el efecto de demostración.

La mayoría de las personas entrevistadas coinciden en señalar como símbolos de estatus los autos (y las carreras de autos), las carreras de caballos (Derby, Royal Ascot), relojes, joyas, ropa de marcas exclusivas, bolsos de mujer, etcétera. Las prácticas de adquirir “bienes de distinción” también se extienden a objetos de arte o el capital cultural objetivado que, a veces, se obtienen como regalos. Junto a la mayor antigüedad de riqueza también se eleva el consumo de objetos de arte. No obstante, también se encuentran personas de clase alta, usualmente menores de 55 años de edad, que no están interesadas en obras de artistas internacionales -prefieren comprar de artistas locales- ni en la obtención de antigüedades de lujo. Por otro lado, durante las convivencias con la familia o amigos, en los viajes y paseos, se pueden detectar momentos de consumo de distinción, usualmente en relación con una tradición establecida, sentimentalidad o con fines de cohesión.

Me gusta llegar a los mejores hoteles, los más antiguos y con el mejor servicio, así nos enseñó mi papá (mujer de 65 años, empresaria).

Una vez al mes nos reunimos toda la familia, que es muy grande, a almorzar o comer en mi hotel. La mesa es el lugar para convivir y enterarnos de cómo estamos (hombre de 58 años, empresario).

La mayoría de las y los entrevistados coincidieron en que vivimos en una época en la que “es fácil caer” en el “consumismo”, aunque esto afecta más a “la gente que no tiene nada más que apariencia”. Las generaciones jóvenes son consideradas como particularmente vulnerables ante los excesos, la constante demostración de la riqueza y el consumo conspicuo como demarcador simbólico y material del estatus y la clase social.

Hay de todo, hay personas que tienen necesidad de mostrar y otras que no. Gente que gasta de locura… (hombre de 58 años, empresario).

Gran parte de la espiral del consumismo es por la competencia de ver quién trae lo mejor. “Si tú traes esto, yo más”. Realmente es una forma muy bruta de consumir (hombre de 50 años, empresario).

Sobre todo, en el medio social donde se quiere competir. Y creen que cierta marca representa cierto estatus. Eso hace el común denominador, pero no es lo más inteligente (hombre de 62 años, cirujano).

Dentro de la clase alta hay círculos (bufetes de abogados, banqueros, clubes de industriales) donde consumir de cierta manera importa más que en otros, y ciudades donde es más frecuente el esnobismo. Fue común escuchar, por ejemplo, que en la Ciudad de México exhibir riqueza es más frecuente para aparentar lo que uno tiene y así lograr distinguirse.9 Eso no es tan común en ciudades medias y menos pobladas, donde la gente suele conocerse personalmente y sabe “quién es quién”.

Relojes, ropa, carros... Es clarísimo [marcador de prestigio]. Eso pasa mucho en la Ciudad de México. En esta ciudad, como es pequeña, tú preguntas por alguien y te dicen, no tiene un peso, ese reloj seguro es falso. Pero en México para demostrar, entonces, la gente se pone relojes y eso que ahora asaltan, la ropa, zapatos de marca, Vuitton, elegantísima, cinturones... y nada, ¡todo puede ser bluff! (mujer de 50 años, empresaria).

Según otras opiniones, la apariencia es fundamental debido a la idea detrás de la frase: “Como te ven, te tratan”. No hay duda sobre la existencia de la relación entre el estilo de vestir y el tipo de trabajo. En algunos casos, la necesidad de conservar un estándar elevado en el arreglo es más clara, como en los círculos mencionados.

Los momentos y los sentidos del consumo: una propuesta interpretativa

En esta investigación se abordó el consumo como un fenómeno que es parte de la cultura, una expresión cultural y comunicativa, cuyos contenidos son determinados por los contextos socioeconómicos (capital económico), subjetivos (capital cultural) e interpersonales (capital social). Para la clase alta, a diferencia de otros estratos, el consumo abarca un amplio rango de posibilidades que se utilizan en función de estilos y momentos, moldeados tanto por condiciones objetivas como por percepciones subjetivas, derivadas de la estructura particular de sus capitales, sus experiencias y sus socializaciones, que definen su conducta social y las prácticas de consumo.

A pesar de una sobrerrepresentación de personas mayores de 50 años en la muestra de este estudio debido a la técnica utilizada, se pudo detectar una heterogeneidad en cuanto a los sentidos atribuidos al consumo. En este análisis ha sido posible identificar las distintas maneras en que estas personas se integran al campo de consumo a través de diferentes prácticas y momentos que proponemos clasificar de la siguiente manera:

Consumo conspicuo (en el sentido vebleniano), que consiste en la exhibición de la riqueza con el propósito de crear, fortalecer o incrementar el prestigio y el reconocimiento, vinculado al capital simbólico. Participantes en este estudio coinciden en que este tipo de consumo es más frecuente entre los “nuevos ricos”, jóvenes y los “esnobs” de las grandes ciudades que desean anunciar su condición de “ricos” y “cultos”. Sin embargo, las prácticas de consumo conspicuo también pueden observarse entre personas de riqueza consolidada como parte de una costumbre social en determinados momentos de distinción.

Consumo o momentos de distinción, que se realiza con fines de celebración y júbilo, e implica exhibir la riqueza en ocasiones especiales, cuando se impone el deseo de mostrarse espléndido y desprendido (fiestas, bodas, bautizos, aniversarios, graduaciones, etcétera), ofreciendo “lo mejor de lo mejor” a colegas, amigos, familiares y conocidos, lo que implica “compromiso” o reciprocidad. Aunque por sí mismo sea un consumo conspicuo, se realiza ocasionalmente y no como una práctica cotidiana.

Consumo cohesivo, que se realiza en momentos de convivencia familiar o con amigos cercanos. Generalmente está asociado a la comida, en su función secundaria de ceremonia social de “pasar el tiempo” juntos. A diferencia del anterior, esta práctica de consumo no necesariamente implica gastos suntuarios, aunque también esté basada en la ritualidad de gasto.

Consumo pragmático, cuando la persona consume de manera mesurada, evaluando los costos y los beneficios, y se inclina más hacia la racionalidad que al deseo o la expectativa externa. Aun así, en el caso de la clase alta, esto involucra selección y exigencia de calidad; consecuentemente, no siempre es una práctica de austeridad que busque “economizar”.

Consumo hedónico o sibarita, contrario al anterior, tiene lugar cuando se busca “consentirse” y se prioriza el disfrute y el estímulo de los sentidos. Esto se realiza a través de la “experiencia de lujo” (Roselló Soberón, 2020) y no necesariamente mediante la adquisición de “objetos de lujo”.

Consumo sentimental o íntimo, que tiene el fin de retroalimentar y revivir recuerdos significativos que, a menudo, evocan a familiares o tradiciones de familia, y pueden implicar rituales de consumo que recrean aquellos momentos.

Como cualquier clasificación, también la aquí propuesta no debería entenderse como absoluta o “cerrada”, sino como una invitación a considerar las distintas prácticas de consumo según su función y los sentidos atribuidos; consecuentemente, a dialogar y complementar dicha propuesta. Vale aclarar que varios de estos momentos y sentidos de consumo no son excluyentes entre sí y pueden presentarse de manera combinada (o simultánea), mientras que otros son menos compatibles dentro de la misma práctica; por ejemplo, el consumo pragmático y el hedónico a la vez. Asimismo, no es de menor importancia indicar que estas prácticas y los sentidos que involucran no son algo exclusivo de la clase alta. En su forma pueden considerarse prácticas transclasistas, mientras que la diferencia fundamental se encuentra en los contenidos del consumo, delimitados por las posibilidades económicas y determinados conforme a la estructura y el volumen de los capitales y el habitus.

Conclusiones y discusión

Las prácticas de consumo varían en función del medio, el momento y el escenario. En el caso del fragmento estudiado de la clase alta mexicana, no existe una unívoca forma de consumo o un estilo de vida homogéneo, sino que hay diferentes momentos y espacios de distinción que favorecen determinados estilos de consumo con diferentes fines y sentidos atribuidos. Dentro de la clase alta, al igual que en cualquier otro estrato socioeconómico, existen diferencias internas, y aunque sus miembros de forma colectiva comparten condiciones materiales y de socialización semejantes, esto no anula las diferencias en las prácticas individuales. En otras palabras, hay diferencias de contenido y no necesariamente de forma en cuanto a los sentidos atribuidos al consumo. Por ejemplo, en cualquier estrato socioeconómico se practica el consumo cohesivo, pero los contenidos de este serán marcados y definidos por el poder adquisitivo (capital económico) y los gustos particulares (capital cultural).

Algunas prácticas del consumo, efectivamente, cumplen la función de la exhibición de la riqueza a través del consumo conspicuo y los momentos de distinción. No obstante, al analizar los sentidos y los significados atribuidos al consumo, cabe hacer la clásica división epistémica entre emic (punto de vista del sujeto) y etic (punto de vista externo al sujeto). De este modo, un momento de consumo hedónico como viajar en primera clase podría interpretarse como una exhibición de la riqueza, aunque para alguien que lo hace y puede hacerlo regularmente, no es un afán exhibicionista, sino una costumbre. Como se pudo demostrar a través del fragmento estudiado, la clase alta no siempre necesita exhibir riqueza para lograr distinción y proyectar su posición socioeconómica, porque ya la tiene asegurada y sus prácticas a menudo son inconscientes, configuradas por el habitus. Algo similar ocurre con los autos. Las personas aficionadas a los coches están mucho más interesadas en la tecnología, la seguridad, la versatilidad, la comodidad y, desde luego, en el lujo inherente e implícito en el poder gastar enormes cantidades en su hobby y poder socializar con otros aficionados del mismo estrato socioeconómico. El hecho de que este tipo de bienes y prácticas representen una posición socioeconómica privilegiada es “consecuencia de” y no necesariamente el objetivo de este tipo de prácticas ni de quienes las llevan a cabo.

Este trabajo no pretende generalizar sobre la clase alta mexicana, sino lo contrario: demostrar que existe una heterogeneidad de gustos, prácticas y sentidos de consumo dentro de este estrato socioeconómico. Por otro lado, el carácter, en gran medida, pionero y exploratorio de este estudio dentro de las investigaciones sobre la clase alta y las élites, donde se acomete la tarea de identificar y aprehender de primera mano las maneras de pensar, concebir, actuar, expresarse y relacionarse por medio del consumo, abre nuevos interrogantes y una veta de posibilidades para futuras investigaciones.

Dado que el rango etario del universo comprendido fue en su mayoría superior a los 50 años, una obvia línea sería abordar a grupos más jóvenes para analizar las diferencias generacionales y de sexo-género dentro de la clase alta mexicana en relación con sus prácticas y sentidos de consumo. Asimismo, sería importante proponer otros enfoques metodológicos y teóricos para su abordaje que incluyeran, por ejemplo, el efecto de los medios de comunicación, la participación y la presión de influencers a través de las redes sociales. Por último, en el contexto de los acelerados cambios culturales, es casi inevitable que se tenga que plantear una reelaboración del concepto de capital cultural como diferenciador clave no sólo en las prácticas de consumo, sino como una determinante en la actuación, la responsabilidad, la conciencia y el compromiso que implica la posición que ocupamos en el espacio social.

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1 No basta con poseer riqueza y poder para ganar estima, hay que ponerlos de manifiesto. Asimismo, para que el consumo mejore de modo eficaz el “buen nombre”, debe ser de “cosas superfluas, pues no hay mérito en el consumo de lo estrictamente necesario” (Veblen, 1963: 103).

2Cabe mencionar que, dependiendo del contexto sociocultural y el momento sociohistórico, se puede distinguir y definir otras nuevas formas de capital como parte de un “sistema de capitales”, basado en diferentes posesiones y cualidades humanas (Tipa, 2020b: 162-166).

3Por ejemplo, de juguetes (formación de representaciones de género), de vestimenta (comunicación identitaria, pertenencia a grupos), automovilística (migración, ocupación territorial, urbanización), etcétera.

4“Legitimado” por las clases dominantes que tienen acceso a ello debido a su elevado capital económico.

5Educación obtenida en universidades extranjeras y, a menudo, alejada de la realidad mexicana.

6Algo que presenta semejanzas con otros países latinoamericanos en relación con la formación de un estilo de vida de la clase alta, basado en el consumo conspicuo de carácter colonial-europeizado (Hora y Losada, 2011).

7La elección de las ciudades pretendía detectar las posibles diferencias entre tres regiones del país: Norte, Centro y Sureste. Las ciudades donde se realizaron las entrevistas fueron: Ciudad de México, Toluca-Metepec, Guadalajara, Mérida, San Luis Potosí, Tijuana y Mexicali.

8Se refiere a la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824.

9Esto confirma que el consumo conspicuo se acentúa con el crecimiento de las ciudades, lo que impide que toda la gente se conozca entre sí personalmente (Veblen, 1963).

Recibido: 03 de Febrero de 2021; Aprobado: 01 de Agosto de 2022

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