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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.83 no.spe Ciudad de México mar. 2021  Epub 18-Jun-2021

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2021.0.60073 

Entrevista

¿Cambio epocal? Reflexiones en dos momentos de la pandemia*

Manuel Antonio Garretón1 

Claudia Mora2 

1Doctor en Sociología y profesor titular de la Universidad de Chile. Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades, Chile, 2007. Sus temas de especialidad incluyen: sociología política, democratizaciones y transiciones, Estado y sociedad, regímenes autoritarios, actores y movimientos sociales, partidos políticos, universidad y educación superior, opinión pública y demandas sociales, cultura y educación, desarrollo de las ciencias sociales, teoría sociológica y política, reforma del Estado y políticas públicas, modernidad y sociedad en América Latina.

2Doctora en Sociología y profesora titular de la Universidad Mayor, Chile. Sus temas de especialidad incluyen: desigualdad social; género; migraciones; mercado del trabajo.


Entrevista con el doctor Manuel Antonio Garretón Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades, Chile, 2007

Entrevistadora: Claudia Mora Universidad Mayor, Chile

Parte I. Abril de 2020

Claudia Mora (CM): ¿Cuáles cree usted que son los principales desafíos que la pandemia de Covid-19 presenta para Chile y en relación con el mundo?

Manuel Antonio Garretón (MAG): Tengo la impresión que uno tiene que partir del hecho básico de que estamos frente a la posibilidad de un cambio de época que, teniendo su origen en una cuestión sanitaria, afecta al modo en que las sociedades están organizadas. Hay una crisis sanitaria, hay una crisis de salud, pero que tiene su origen, en parte, en los cambios en los ecosistemas y en las relaciones de la humanidad con la naturaleza que han significado el traslado de virus animales a virus humanos. Detrás de la crisis sanitaria que vivimos, hay un problema relacionado con la naturaleza y la crisis medioambiental. Eso ha originado una pandemia porque hay un sistema de organización de la sociedad, que llamamos globalización, que ha significado que el fenómeno se expanda por todo el mundo. Entonces, tenemos el desafío de revisar y cambiar el modo de relación con la naturaleza, un problema de largo plazo, pero que es un desafío fundamental, y ello no se puede resolver a nivel nacional solamente, sino a nivel mundial, aun cuando hay, por supuesto, responsabilidades nacionales.

La manera como se ha propagado el virus no sólo está relacionada con el tema de la globalización, sino también con la manera como se responde por parte de las distintas sociedades a esto. Hay dos cosas aquí que vale la pena destacar. Por un lado está el problema de las dificultades que tienen los Estados, porque no todos ellos poseen un sistema de salud pública que abarque a todo el territorio y que atienda con igualdad de recursos, porque en muchos países hay una separación entre el Estado y la sociedad y hay una desconfianza respecto del Estado y de las instituciones estatales: ahí hay un problema para poder resolver la crisis sanitaria. Por otro lado, esto no se puede tampoco resolver -y evitar que algo similar pueda volver a ocurrir- si no hay un cambio en el sistema de organización mundial. Por ejemplo, si la Corte Internacional Penal de la Haya les quita soberanía a los Estados para tomar decisiones sobre el tema de crímenes de lesa humanidad, ¿por qué no puede existir una organización mundial de la salud que pueda tener soberanía respecto a problemas como estos y obligar a los Estados a realizar determinadas acciones y políticas?

Hay también una dimensión económico-social, y en esto hay al menos tres puntos importantes que destacar. Uno se refiere a las consecuencias res- pecto al empleo y, por lo tanto, obliga a un modelo económico que pueda asegurar la estabilidad del empleo y que resuelva el problema de los trabajos precarios. Hay un problema de modelo de crecimiento que va a tener que ser revisado. El crecimiento infinito que se basa fundamentalmente en la producción de no importa qué, con tal que se tenga dinero para comprarlo y que el mercado funcione, tiene que ser reemplazado por alguna forma de una economía de necesidades y no sólo de una economía basada en el poder del dinero y del consumo desenfrenado.

El segundo punto en el plano económico-social es el gran tema de las desigualdades, que esta pandemia ha vuelto a mostrar en sus diversas facetas. No es lo mismo estar hacinado en una población en cuarentena que estarlo en un barrio acomodado. Esta desigualdad al interior de las sociedades, que es multidimensional, de gran envergadura y que va a implicar un esfuerzo redistributivo fundamental hacia el futuro, se encuentra en la mayoría de los países del mundo y está acentuada en la región latinoamericana. Incluso, si pensamos en el caso concreto de Estados Unidos, ¿por qué son la población afroamericana y la población latina las más afectadas? Además, hay que pensar en la desigualdad entre continentes y entre países, muchos de los cuales no van a tener los recursos para resolver los problemas presentes, y se va a tener que establecer un sistema de organización que traslade recursos hospitalarios y sanitarios a esos países. Y en muchos de ellos existen grandes problemas en la relación de sus Estados con la sociedad.

Por último, para el caso chileno y la región latinoamericana, hay un desafío que es clave: ¿cómo aseguramos que las medidas necesarias, que tienen por finalidad evitar que la gente se enferme o muera, lleven inscrita la posibilidad de un cambio estructural? Es decir, que puedan ser paliativas y de emergencia, pero que al mismo tiempo apunten hacia un nuevo modelo de organización socioeconómica.

En el caso de Chile, no hay que olvidarse de que el estallido social de octubre de 2019 fue una expresión del rechazo de la sociedad a un modelo de organización social y política. Ello dejó planteada la necesidad de cambios estructurales, y no sólo de medidas de resolución de la crisis económica que le siguió. La manera como se acordó resolver los grandes problemas planteados por el estallido, no sólo las medidas necesarias para resolver la crisis inmediata, fue el proceso constituyente [acuerdo en noviembre de 2019 sobre la reforma a la Constitución de la República, que establece un plebiscito en torno a una nueva Constitución, y la conformación de un órgano constituyente, plebiscito que debió ocurrir el pasado 26 de abril, reprogramado a octubre de 2020 por la crisis sanitaria].

Así, uno de los grandes riesgos que tiene la situación actual es que nos olvidemos de que en este momento Chile vive con dos grandes crisis superpuestas: un modelo de organización social, económico y político cuyo rechazo por parte de la sociedad se expresa en el estallido de octubre de 2019 -y cuya resolución quedó pendiente por el Covid-19-, y lo que ha mostrado la pandemia más allá de la crisis sanitaria, que tiene que ver, entre otras cosas, por ejemplo, con un nuevo papel del Estado y con la organización de las ciudades, con la igualdad de recursos entre los territorios, las localidades, las municipalidades. Entonces, problemas que se están expresando, más allá de la crisis sanitaria, en esta crisis actual, y los temas planteados por el estallido van a tener que ser enfrentados en conjunto, y en ese sentido no hay que olvidarse de restablecer un proceso por el cual muchos de los temas de fondo que estamos discutiendo a propósito de la pandemia van a tener que ser discutidos como nueva forma de organización social en la Constitución. El papel del Estado, por ejemplo, es un tema fundamental que atraviesa a todos los países, y en Chile este va a tener que ser un tema del proceso constituyente. Dicho de otra manera, lo que se había planteado en algún momento que, dada la precariedad del acuerdo, el pro- ceso constituyente iba a tener que hacer una Constitución mínima; yo creo que el debate para una Constitución va a tener que ser mucho más profundo y abarcar muchos temas en suspenso después del estallido y otros planteados en la pandemia. Y por último quiero señalar que, si el mundo del estallido significó básicamente el reclamo de los derechos, el escenario de la pandemia nos ha alertado no sólo sobre los derechos, el derecho a la vida y a la dignidad, también nos ha alertado sobre el papel fundamental de los deberes como comunidad política. El estallido significó básicamente un enfrentamiento, necesario porque había que expresar el malestar frente al abuso, frente a la desigualdad, y eso significaba un enfrentamiento de distintas posiciones para resolverlo. Pero la pandemia puede tener el efecto de alertarnos también sobre la necesidad de la cohesión social. Es una oportunidad para que podamos volver a creer en las instituciones y para que se pueda restablecer algún nivel de confianza en la gente, en las personas, porque estamos todos obligados a cuidarnos los unos a los otros.

CM: De acuerdo con lo que usted plantea, me parece que habría que mirar este problema desde tres grandes perspectivas: una desde el nivel de la interacción entre personas que forman la comunidad política; otra desde las instituciones y su legitimidad; y una macro-social, en la que usted sostiene hay un cambio de época. Este último sería un nivel global donde se implica una reorganización de la manera en que los distintos Estados se relacionan entre sí, pero fundamentalmente un replanteamiento de la relación con la naturaleza. ¿Significa esto que la forma de producción que gran parte del mundo desarrolla actualmente y que implica la destrucción de la naturaleza está puesta en entredicho, está en jaque o en riesgo?

MAG: Creo que sí está puesta en jaque la manera como concebimos el desarrollo y el crecimiento. Con respecto al tema global, a mi parecer, en los últimos 100 años se han producido tres grandes crisis a nivel mundial: por un lado, la crisis de la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, y la tercera sería la que vivimos actualmente. Una claramente es de origen económico, la otra tiene un origen geopolítico y esta tercera es de origen sanitario.

Frente a estas grandes crisis lo que hay es un cambio de época, en que no siempre cambia todo lo que uno quisiera, pero sí hay un paso desde un momento con un capitalismo muy liberal a uno que se conoció como Estados de bienestar, incluso en Estados Unidos con el New Deal.

La Segunda Guerra Mundial dio origen a la Organización de Naciones Unidas (ONU) y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es un cambio de época en que no todo cambia. Se podría decir que hay una normalidad que se restituye, pero evidentemente es distinta una humanidad en que no hay un control, por débil que sea, de los Estados nacionales, en que no hay una forma institucionalizada de interacción entre ellos, como la que existe post ONU. La ONU no es sólo la Asamblea General o el Consejo de Seguridad, sino que además incluye el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, de la cual la encargada es nuestra ex presidenta. Hay una institucionalidad que de alguna manera busca asegurar una cierta igualdad en el orden mundial y una cierta estabilidad.

La pregunta es cuál va a ser el cambio en nuestra crisis actual. Y aquí hay un interrogante. Uno puede pensar que la crisis pasará, se descubren la vacunas y, por supuesto en una situación de mucho mayor pobreza, se reconstituye una cierta normalidad y frente a eso está la frase que todo el mundo menciona: el mundo ya no será el mismo, ya no podremos vivir como antes. Pero eso no está asegurado, y por eso mi insistencia en un punto: en que cada medida, por urgente e inmediata que se tome, en los distintos planos tiene que tener una visión de transformación de futuro. Yo ilustraba eso con el caso chileno. Entonces, lo que se haga hoy para resolver la crisis tiene que tener un componente ecológico; tiene que tener un componente, clave a mi juicio, de género, porque son las mujeres las que tienden a estar más afectadas en este tipo de situaciones, sobre todo en los impactos económicos que genera; tiene que tener una dimensión de generación de mayor igualdad y, por lo tanto, de una redistribución de recursos; tiene que tener un componente de mayor peso de capacidad de acción del Estado y de control de éste por parte de la ciudadanía; y tiene que tener un componente de transformación económica que signifique el cambio de un modelo de desarrollo que ya no va a poder ser solamente la producción desatada guiada por el poder del dinero.

Hay que tener en cuenta que estamos en presencia de un cambio civilizatorio previo, que tiene que ver con el paso de la sociedad industrial a una sociedad post industrial, llámese informática, llámese de comunicación, llámese digital. Ahora, usted se da cuenta que en la situación de crisis actual han surgido soluciones inmediatas muy interesantes, por ejemplo, respecto al trabajo y a la educación. ¿Pero eso es sólo una situación de emergencia?

¿Va a poder ser igual la educación, el sistema escolar, las universidades, después de que pueden haber funcionado tres meses o más, con muchos problemas, pero sin clases presenciales? Mi impresión es que la situación de la pandemia y las propuestas de solución inmediata que se han hecho en este tiempo van a tener un efecto de aceleración de este cambio civilizatorio y vamos a tener que cuestionarnos sobre el modo como funcionan ciertas instituciones, pero también preservar ciertos valores que siempre tuvieron. De hecho, pensemos en el mundo que en este momento estamos viviendo, y no sólo en el futuro. Todos los seres humanos son importantes, pero ¿cuáles son los sectores sociales importantes? Yo diría que todo el personal de cuidado sanitario, donde el componente de género es enorme. Los recolectores de basura son fundamentales. ¿Es normal entonces que un recolector de basura gane cien veces menos que un gran empresario? Mi impresión es que hay que pensar un tipo de civilización en que muchos de los empleos y profesiones subvaloradas van a tener que obtener una valoración mucho mayor.

Ahora, ese es el tipo de aspectos a los que me refería antes: tratemos de resolver la crisis sanitaria y evitar las muertes, seamos lo más responsables en eso, pero que cada medida que tomemos, de alguna manera, lleve inscrita la posibilidad de que eso se exprese en otro ordenamiento social, económico y, por supuesto, político.

Y con respecto a lo político, hay un tema que es clave y que tiene que ver con lo siguiente, que se ha presentado menos en nuestro país pero que sí lo ha hecho en los países más desarrollados y que genera una enorme preocupación. En muchos países que han tenido éxito en la resolución del problema sanitario, en parte se debe a un enorme aumento de la capacidad de control por parte del Estado y del mundo del conocimiento científico a través de lo que se llama la biométrica, en la cual todos los datos de la vida privada pueden ser conocidos y manejados. Esto ha adquirido una envergadura muy grande en países como Corea del Sur y otros, donde alguien puede denunciar lo que está haciendo el vecino si tiene todos los datos al respecto. Y quien maneja los datos de las vidas personales tiene un poder que se escapa a la capacidad del control ciudadano. Entonces uno dice: está bien que tengamos el máximo conocimiento sobre todo lo que nos pasa, pero que ese conocimiento no lo controle un poder externo, tecnocrático, político o económico.

En ese sentido, el problema político es que vamos a tener que hacer una revisión y una profundización de nuestras democracias. Las democracias van a tener que ser algo más que la elección de representantes que toman decisiones en nuestro nombre. Y la posibilidad del control ciudadano, digamos mecanismos de control ciudadano, es fundamental. También la ciudadanía tiene que sufrir una cierta transformación. Creo que la ciudadanía que hemos tenido durante mucho tiempo, que hace mucha crítica a los procesos democráticos, es una ciudadanía que mezcla comunicadores en la red y consumidores que no siempre son ciudadanos propiamente como tales, donde lo que les importa es más bien “mi problema, mi individualidad, mi comunicación”. El Facebook y las selfies son la mejor expresión de eso: “No me importa el otro, lo que me importa es verme a mí y yo comunicar, no importa la respuesta del otro”.

Esto se ha trasladado a la vida social, y mi impresión es que incluso hay una dimensión individual y muy individualista en las protestas socia- les del mundo. Por ejemplo: “Yo reclamo contra la AFP [sistema privado e individual de pensión por vejez chileno], pero quiero que la parte del pilar solidario vaya a mi cuenta individual”. Entonces mi impresión es que tiene que haber también una mutación, una transformación de la ciudadanía, y lo que ha significado el coronavirus es precisamente lo que señalo, de mayor cohesión social, del darnos cuenta que somos una comunidad política, comunidad. Ello no significa que todos pensemos igual. Todo lo contrario. Por lo menos, nos reconocemos ahora como parte de un conjunto en el cual yo no puedo tener o ejercer mis derechos si no reconozco los derechos de otros, y ese es, a mi juicio, el espacio de la política, lo que va más allá de la suma de individualidades.

CM: En relación con lo último que usted plantea, desde una mirada microsocial, esta necesidad que emerge respecto a la solidaridad, de ser más consciente de la importancia de la cohesión social, a mí me da la impresión de que si bien un aspecto que ha revelado esta pandemia es darnos cuenta de que nos necesitamos mutuamente, por otra parte, esos mismos otros son hoy día una fuente de riesgo, son una amenaza. Entonces, a la vez que nos necesitamos, también se genera una cierta desconfianza del otro porque tenemos que mantenernos distantes pues los otros son una fuente potencial de contagio. Hay una cierta contradicción respecto de esta necesidad mutua, por una parte, y por otra de esta amenaza que genera el otro como fuente o foco de infección. Eso a nivel micro, que me gustaría que usted desarrollara. Otro asunto que me generó más preguntas es el tema de cómo la pandemia realza las desigualdades sociales. Es cierto que, como usted dice, la pandemia afecta a todos, pero tiende a afectar más a ciertos sectores que son los más vulnerables y más desprotegidos, y por eso hay que mirar las respuestas que se dan a la pandemia con una visión de futuro. ¿Usted ve actualmente en las políticas implantadas por el Estado chileno algo de esta semilla de transformación futura? Esto, pensando que, en realidad, las medidas que se han adoptado en Chile hasta ahora tienden a reforzar una cierta noción de individualismo y de autoprotección. ¿Cómo cree usted que los Estados puedan incorporar esta noción de transformación futura?

MAG: Partamos de la primera pregunta, que tenía que ver con esta tensión que hay entre el hecho de aislarse, el distanciamiento, que está basado en el hecho de que el otro me puede contagiar. Pero está basado también en que yo puedo contagiar a otra persona, y que para no contagiar al otro yo tengo que aislarme. Es decir, el acto del aislamiento que se nos está pidiendo es no tener relación social, tener aislamiento y distanciamiento; sin embargo, eso es para que se pueda preservar no solamente su vida, sino la vida de los otros, y la sociedad. Mi impresión es que la tendencia egoísta no es el aislarse en sí mismo, sino que es el ir a buscar “las cosas que yo quiero, en el momento que yo quiero, salir cuando yo quiera ir a mi casa de vacaciones”, esa es la tendencia egoísta. En cambio, el aislamiento es, paradójicamente en este caso, la medida solidaria, la medida altruista. Tiene un componente egoísta, pero tiene también una medida solidaria; entonces hay una tensión en eso y mi impresión es que precisamente si yo reconozco que hay otro que me dice: “Tiene que aislarse” y lo acepto, fíjese todo lo que está pasando entre medio. Estoy confiando en que lo que otro (el gobierno) está diciendo es lo correcto para mí. En principio, está recuperándose un cierto nivel de cohesión, un nivel de solidaridad (“yo pertenezco a la misma comunidad”) y un nivel de confianza en el otro. Es obvio que para eso es necesario que quien lo pide, gobierno, autoridad sanitaria, etcétera, tenga legitimidad. Y los hechos muestran que en estas circunstancias no basta con la legitimidad legal.

Digamos que ahí existe una cuestión que me parece importante: aislamiento y distanciamiento pueden ser un ejemplo de individualismo, pero pueden ser también un ejemplo de solidaridad y de cohesión, y requieren la legitimidad de quien lo ordena y la legitimidad legal es condición necesaria pero no suficiente. Y sobre esto quiero hacer una reflexión un poco más de fondo y más complicada a mi juicio, que tiene que ver con lo siguiente. Lo he planteado en otras ocasiones y me ha vuelto a la mente a partir de una entrevista que leí del filósofo alemán Jürgen Habermas. Él está siempre obsesionado con el fantasma del nazismo y lo que significó la Alemania que se entregó al nazismo, esa herida marca para siempre la convivencia ale- mana, el rechazo a esa época. Y la constitución alemana precisamente lo que hace en sus primeros artículos es definir el derecho a la vida y a la dignidad como la cuestión central. Entonces ya no es el nacionalismo, sino que es lo que él mismo llama el patriotismo constitucional, es decir, la adhesión a un valor, a una regla constitucional, más que a una tradición, a una historia, a un pasado, a una raza.

Entonces, transponiendo eso, siempre he pensado que Chile no se ha recuperado ni ha superado la profunda herida que marca el ADN de la sociedad chilena, que es la dictadura militar y los crímenes que cometió. Y en ese sentido, nada de lo positivo que puede haberse hecho en todo este periodo desde el regreso a la democracia, que sin duda es mucho, ha podido resolver ese problema. Hay un sector de la sociedad que no puede considerarse parte de la misma sociedad de los que fueron los criminales. Y entonces eso va a hacer que siempre haya una profunda desconfianza mientras no se haya resuelto en materia de verdad, justicia y reparación todos y cada uno de los crímenes cometidos en esa época, partiendo por el primero y fundacional de todos que fue el bombardeo a La Moneda y el asesinato-suicidio del presidente Salvador Allende. ¿Y eso cómo se puede reparar? Ya no se puede, pero ahí es donde yo digo que el tema de la constitución es un tema básico. Las constituciones antifascistas y que vinieron después del fascismo hacen referencia a esa época, al menos en las declaraciones de sus creadores. Si usted en su declaración de principios dice que el Estado chileno o la sociedad chilena o las naciones chilenas, que el Estado plurinacional condena lo que ha sido en el pasado los crímenes de lesa humanidad de la dictadura, yo creo que usted ahí abre un camino para que nos reconozcamos como parte de una misma comunidad y para que las instituciones adquieran una legitimidad valórica y no sólo legal o instrumental.

De este modo, junto a lo que señalábamos anteriormente respecto de las políticas que tienen que ver con la resolución de los problemas sanitarios de hoy día, y que implican aislamiento, etcétera, una de las maneras en que creo se puede reconstituir el sentido de que pertenecemos a una misma comunidad política es que haya un reconocimiento desde el conjunto de la sociedad y de sus instituciones de lo que fue ese crimen histórico, que es fundante de lo que es nuestra convivencia hoy. Es decir, somos a la vez una sociedad profunda y esencialmente dividida por ese crimen; sin embargo, también somos una comunidad política. Creo que no puede no hacerse esta reflexión, no para volver a abrir heridas, si las heridas están abiertas, sino para, precisamente, intentar mirar hacia adelante, siempre diciendo: “Esto, nunca más”. Por eso digo que es muy importante en el caso chileno vincular las crisis actuales con lo que venimos arrastrando de crisis no resueltas. Pero creo que también es válido en general para América Latina, con algunas excepciones, que hay una crisis del sentido de comunidad política y la legitimidad de las instituciones que la sostienen y que ello tiene algún momento histórico que marca el clivaje y que se reproduce de distintas maneras a través de una o más generaciones. En términos muy concretos, parte del incumplimiento de las cuarentenas, que no se debe a necesidades imperiosas de buscar el sustento o cumplir tareas indispensables, se debe a esta crisis del sentido de comunidad política y de la legitimidad de las instituciones.

CM: La otra parte de la pregunta se refiere a las políticas que está implantando el Estado chileno y cómo estas políticas pueden incluir o considerar la posibilidad de cambio futuro. Yo pongo el ejemplo de lo que ha ocurrido en los primeros meses con las medidas que, en realidad miradas fríamente, más que transformación futura son un reforzamiento de un cierto modelo que traslada a los individuos las responsabilidades que son estatales. Está el ejemplo de las ayudas monetarias que el gobierno ha anunciado para quienes están con suspensión de contrato: primero se va a su fondo de cesantía, es decir, las personas deben gastar el dinero acumulado en ese fondo. Entonces se están autopagando (individualmente) esta ayuda, ¿no?

MAG: Tengo la impresión de que hay que mirar esto en un cierto proceso. También en el estallido se partió muy mal, curiosamente se partió hablando igual que en la crisis del Covid-19, de guerra. Independientemente que uno puede hacer toda la crítica a lo que hizo el gobierno durante el estallido, hay que reconocer que hubo un acuerdo nacional, un acuerdo que permitió el proceso constituyente. Que hubo, producto de la movilización de la sociedad, de la opinión pública, de los partidos políticos también, una evolución de las políticas de gobierno. Mi impresión es que el primer programa económico en la pandemia que anunció el gobierno, si bien es un paliativo, es muy débil e insuficiente. El segundo lo es menos. También tiene un déficit importante, y ese déficit, como usted lo mencionaba, es que los trabajadores deben primero usar sus propios fondos para resolverlo. Pero hay también un aspecto de enorme importancia que tiene que ver con cómo el Estado les dice a los bancos que hagan determinadas cosas, los obliga a entrar en algo, no legalmente, pero los obliga de alguna manera moralmente, y muchos entran al menos respecto de ciertas medidas. Todo eso es un preanuncio de que ya no será tan demonizado el hecho de que el Estado intervenga. Fíjese bien lo que pasa en el tema de salud. Al ser decretado el Estado de Catástrofe, el Estado, teóricamente, puede tomar control prácticamente del sistema de salud privada. Todo el sistema de salud va a estar controlado por el Estado. Bueno, ¿y eso por qué sólo en los momentos de catástrofe? Ahí está planteado el problema, queda abierto el debate. Pese a las insuficiencias que han tenido los planes de gobierno, tardíos e insuficientes y marcados por la obstinación de mantener los principios de un modelo económico rechazado por la sociedad, de hecho hay un cierto espacio para que se legitime una nueva función del Estado. Fíjese que si las empresas empiezan a fabricar cosas distintas a la que estaban haciendo, por ejemplo, algunas textiles y otras de licores, empiezan a fabricar mascarillas, ¿eso es producto de qué? Es producto de que la sociedad, con algunas señales a veces más fuertes, a veces más débiles, del Estado, obliga a que por lo menos durante un tiempo haya un cambio en el modelo productivo.

¿Alguien cree que va a ser posible defender, cuando todo se normalice, la acción de las Isapres [seguro de salud] de reírse del poder judicial, que ha declarado que es ilegal subir las cotizaciones?

Mi impresión es que, pese a todas las insuficiencias que uno pueda seña- lar, están abiertos los espacios para deslegitimar cuestiones que hasta ahora consideramos perfectamente legítimas por parte del modelo económico. Era perfectamente legítimo, en un plano ya mucho más micro, ir a su casa de vacaciones cuando usted quisiera. Ahora no lo es. Ahora eso tiene que ser controlado. ¿Eso no abre el espacio para una discusión precisamente sobre el papel protector del Estado? Cuando hablamos de las grandes crisis que dieron origen a una transformación en el Estado, ya sea por la creación del Estado de bienestar, ya sea por la necesidad de pérdida de soberanía de los Estados o por lo menos de la obligación de los Estados a nivel mundial de interactuar y cooperar, aquí también va a producirse una necesaria discusión. No está asegurado, pero se genera el espacio para esa discusión, y un espacio que puede ser promovido, precisamente porque es el conjunto de la ciudadanía el que lo va a reclamar. Va a ser el conjunto de la ciudadanía y no sólo un sector el que va a reclamar un distinto papel del Estado y una distinta forma de organizar el crecimiento económico, las prioridades, y una distinta manera de organizar los territorios, las regiones, etcétera. No es seguro, pero está abierta esa posibilidad.

CM: Para cerrar, quisiera solamente resaltar esta mirada más bien optimista, y quiero pensar que en este punto de inflexión en que estamos en este minuto en Chile, resaltar lo que usted decía, que en realidad estamos enfrentando dos crisis en conjunto, una que fue el estallido social, que demandó ciertos derechos por parte de la ciudadanía, y la segunda, la crisis sanitaria, que de alguna manera ejemplificó precisamente lo que se estaba demandando en la crisis social de octubre. Ejemplifica precisamente cuáles son esas carencias y precariedades. Lo que usted plantea al final es que estas dos crisis -la crisis inicial y lo que ocurre en un sistema como el nuestro, que es lo que revela la crisis sanitaria- necesariamente abren posibilidades hacia el futuro. Entonces, en realidad depende de la organización de la sociedad chilena hacer que este punto de inflexión en la historia del país se traduzca en una transformación social profunda, ¿no?

MAG: No diría que soy optimista. No digo que de aquí saldremos para mejor, sino que tenemos la posibilidad de salir para mejor. Y ello depende en parte de cuestiones que no controlamos y en parte también de la capacidad de vincular la política con los actores sociales.

Parte II. Junio de 2020

CM: Después de casi cuatro meses de crisis sanitaria, ¿cuál cree usted es la posición de América Latina frente a esta pandemia y cuáles son los desafíos más urgentes para la región?

MAG: Como todos sabemos, en estos momentos, después de varios meses de pandemia a nivel mundial, el continente americano ha pasado a ser el epicentro. Si vemos los datos de la Organización Mundial de Salud (OMs), las Américas tienen actualmente más de 4 millones de contagios, comparado con 2.5 millones en Europa. A nivel mundial, los países americanos lideran los contagios totales: Estados Unidos y Brasil son los países con mayor número de contagios en el mundo, y Perú y Chile entraron en el ranking de los 10 primeros (y los sigue de cerca México). En la última semana, la Universidad Johns Hopkins mostró a Santiago como la cuarta ciudad con más contagiados a nivel global, a continuación de São Paulo. América Latina es hoy en día la región más afectada por la pandemia del Covid-19. Creo que para responder su pregunta sobre los desafíos para la región, debiéramos enfocarnos en cómo estaban los países de América Latina antes de la pandemia. Siguiendo diversos análisis al respecto, recordemos primero la situación económica. El crecimiento de la región era débil y después de los gobiernos progresistas, del llamado “giro a la izquierda” de América Latina, del boom de las commodities, no ha habido una respuesta robusta, coherente, ni un proyecto económico social que signifique a la vez superar esta situación de estancamiento y de desigualdades. Por otro lado, los niveles de desintegración en el continente eran muy importantes antes de la pandemia. Prácticamente todas las iniciativas de integración regional estaban muriendo o en suspenso. Un tercer punto es que habría elementos de militarización que son importantes y que varían según los países, pero que significan un creciente protagonismo de los militares, de una u otra forma. No es un proyecto militar como en los años sesenta, es decir, el de la doctrina de seguridad nacional con un papel mesiánico de las Fuerzas Armadas junto con el apoyo estadounidense, para terminar con lo que llamaban la insurrección, pero sí hay una importante influencia de los militares en las aguas políticas, uno diría extra institucional, en varios países de la región. Desde el punto de vista de las sociedades, el índice de inseguridad en la región es de los más altos en el mundo, y va aparejado con la desigualdad, que es un tema permanente, estructural, donde los proyectos o procesos que de algún modo habían significado la superación de esa desigualdad se han estancado. Por otro lado, como sugería antes, existe una crisis de legitimidad de las instituciones democráticas, es decir, de la capacidad atribuida por la gente a la democracia para resolver los problemas. Esto último era muy débil previo a la pandemia, y tuvo expresiones desde revueltas o estallidos parciales a más generales, como en el caso chileno, en que la afirmación central era la idea de que las instituciones no nos sirven y la democracia real es la democracia en las calles. Muchas veces esto también era una expresión del rechazo a formas de corrupción, por ejemplo, en el poder político.

En esta situación, variando por supuesto según los países, es que viene la pandemia y lo que hace es que de alguna manera estas tendencias que- den congeladas y, por lo tanto, no resueltas, o que tiendan a profundizarse sin que tengamos muy claro dónde se profundizan o en qué situación van a estar a la salida de la pandemia. Lo único que tenemos claro es que la región va a tener por lo menos entre 7% u 8% de crecimiento menor. En el caso de algunos países, como Argentina, se estima que será en torno al 15% menor. Entonces, todos estos elementos están presentes en el modo como responden las distintas sociedades a la pandemia. Si tomamos, por ejemplo, los casos de Chile y Argentina, en Argentina no existe una crisis de las instituciones, una crisis de legitimidad del liderazgo político de la envergadura que sí existe en Chile, que sí existe también en Perú. En Argentina existe un problema secular, que tiene que ver con la relación entre el liderazgo presidencial y las provincias, y esto pasa también en el caso brasileño, donde el liderazgo presidencial es cuestionado por los estados o provincias. Pero existe, al menos en el caso argentino, una cierta legitimidad de la instituciones políticas, que sin embargo va acompañada de una dificultad por una crisis económica enorme y una dificultad del Estado de llegar a la población, a pesar de un sistema de salud bastante fuerte. El caso peruano es un extremo. Es el caso de un país con recursos -que no tiene Argentina y que sí tiene Chile-, pero esos recursos son difíciles de utilizar, debido a la relación que hay entre el Estado y la sociedad, por la extrema fragmentación en la sociedad y la extrema distancia del Estado que le dificulta llegar a la población.

Los países que han enfrentado de mejor manera esta pandemia, según los datos, son Uruguay y Costa Rica. Y aquí entra entonces la pregunta de cuáles son los factores que estarían presentes en este “éxito”. Algunos dirán que es porque, en primer lugar, Uruguay es un país chico, como Costa Rica. Sabemos que también Nueva Zelanda tuvo mucho éxito, y es un país chico. Pero, evidentemente, ello no es una condición ni necesaria ni suficiente, y tampoco el factor más determinante. Hay que considerar otros factores, y en esto nos sirve el caso ilustrativo de Finlandia. Hace muchos años, se hizo una investigación sobre por qué la creación de una tecnología propia e innovadora, como era Nokia, independientemente de su destino posterior, se desarrolló en Finlandia y no en otros países. La conclusión fue que el único factor que lo explica es la cohesión social. La capacidad de innovación de un país, en este caso, la creación de un instrumento fundamental para incorporarse a la sociedad digital, de incorporarse autónomamente a la globalización, estaba dada por su cohesión, es decir, por los lazos que hay en la población. Eso es la cohesión social, que no tiene que ver sólo con el fenómeno de la confianza. El problema no es de la confianza, sino de la estructura de los vínculos, de las relaciones y la legitimidad que hay entre las instituciones y la población, y por supuesto, de los distintos niveles de igualdad que existen en esa sociedad. Y es aquí donde adquiere una enorme importancia, a mi juicio, la llamada multidimensionalidad de la desigualdad. Una de las cosas que se han comprobado en el desarrollo de la pandemia y en las respuestas a ella es que la desigualdad afecta enormemente la solución a la crisis. Esto no sólo a nivel de los países o regiones, sino en una misma ciudad, como lo ilustra el caso chileno o argentino, en que la pandemia se concentra en la comunas más pobres de la urbe o villas miseria, donde poder llegar y resolver los problemas de la pandemia, desde las pruebas hasta la “distancia social” es extremadamente difícil, o en el uso de los recursos: en tiempos de cuarentena no todos pueden acceder, por ejemplo, a Internet o computadoras o tener capacidad para su uso, para seguir con una vida cuasi normal. Existe aquí un tema de desigualdad que me parece fundamental.

La cuestión clave que tiene que ver con esto es que, a partir de la cohesión y de la legitimidad de las instituciones, se produce una menor distancia entre la población, los niveles de información y el Estado. A su vez, la presencia del Estado, como lo muestra el caso uruguayo, es relevante. El sistema de salud en este caso es mucho más sólido, de modo que se puede responder rápidamente a la población. Esto no resultaría si tuviera un sistema de salud que reflejara una gran desigualdad. La presencia de un Estado capaz de tener recursos, que no es el caso argentino, por ejemplo, y que tenga legitimidad, que sea creíble para la población y que tenga los recursos para ello, parece fundamental, y eso no se da en sociedades fragmentadas o desiguales. Eso explica por qué en algunos países donde el Estado no funciona de esta manera la crisis sanitaria no ha sido resuelta y más bien se ha agravado.

Sin embargo, en países donde el Estado puede funcionar relativamente bien, pero donde existe enorme desigualdad, la crisis sanitaria tampoco se ha resuelto. En el caso chileno, en el último tiempo ha tomado un cariz dramático, porque estamos en una situación, a finales de junio, de descontrol de la crisis sanitaria, de descontrol de la pandemia, con índices de contagio de los más altos del mundo, y esto en gran parte se debe a una muy mala estrategia seguida por el gobierno, pero también a la situación anterior, pre-pandemia, porque cada sociedad hereda un cierto momento, es decir, cada sociedad tiene que reelaborar respuestas a la crisis a partir de un momento anterior. En el caso chileno, estamos en presencia de una crisis no resuelta, pero que tenía un camino, que era el proceso constituyente y que fue suspendido por la pandemia. Lo que provocó el estallido social en Chile fue una enorme distancia y deslegitimación de las instituciones. La no credibilidad del gobierno se mantuvo durante la pandemia y eso ha hecho, por ejemplo, que las medidas que son fundamentales y que son las únicas que pueden contener por el momento la pandemia, relacionadas con el aislamiento social, no se cumplan. Pero además, a raíz de la desigualdad existente, mucha gente no puede dejar de ir a trabajar, porque un porcentaje importante de ella vive de lo que gana día a día y esto es así en todos los países de la región.

En Chile, la gente no cumplió lo que se le pedía, por un lado, por la necesidad provocada por esta situación de desigualdad estructural, y por otro lado por el hecho que mucha gente no le cree al gobierno. No cree o no le importa lo que el gobierno le dice. Si lo dicen dos rectores de Universidad, como ha ocurrido, la gente cree. Y ese no es el problema de Uruguay. Uruguay tiene instituciones legítimas, un nivel de desigualdad que no es comparable a otros países, y un alto nivel de cohesión, cuestión que, insisto, creo que es fundamental: el sentirse parte de una misma nación. Y eso no ocurre en muchos países de América Latina: “Me siento parte a veces de un territorio o de un región dentro del país pero no de un país como comunidad política porque en ese país yo no cuento, o no me siento parte de nada porque no tengo ni instituciones que llegan a mí ni un proyecto de sociedad que se me ofrezca en el cual yo participe con otros”. Y eso es un punto fundamental que quisiera plantear: a la salida de esto, ¿qué? A la salida de la crisis de la pandemia, ¿qué? En ese sentido, Chile tiene una cierta ventaja: a la salida hay un horizonte, que es el proceso constituyente, que hay que preservar a toda costa. Y paradójicamente existe este horizonte de salida en el que pueda construirse el futuro como país, precisamente por lo atrasado que está Chile, porque tiene una deuda pendiente de realizar una constitución no heredada de la dictadura. Por lo menos, el estallido puso eso como meta y hubo un acuerdo para resolverlo. Si se llega a fallar, si no se cumple con este proceso, la crisis político-social va a ser totalmente incontrolable.

En cambio, en la mayor parte de los otros países, dejando de lado a los que han resuelto bien la crisis, como Uruguay y Costa Rica, la pregunta es, bueno, al salir de esto, ¿qué? Esto es una cuestión interesante de plantear, porque cuando uno compara América Latina hoy con la de los años sesenta, en esta última había un proyecto de emancipación de Estados Unidos y ese proceso de emancipación tenía que ser del conjunto de América Latina, porque estaba afectada por el imperialismo. Había entonces una posibilidad de un nuevo tipo de sociedad, que fue alentado fundamentalmente por la revolución cubana, pero también por las respuestas reformistas y por la visión de la superación del capitalismo. Independientemente de los niveles extremos de pobreza, había sin embargo, al frente, esperanzas, proyectos de emancipación, sobre todo para las nuevas generaciones. Incluso, piense usted, para las nuevas generaciones, para los jóvenes, lo que era la teología de la liberación. ¿Hoy en día qué ofrece la Iglesia, por poner un ejemplo, en América Latina? ¿Qué se ofrece como alternativa a lo que ofrece la presencia dominante de China? Entonces, desde todo punto de vista uno ve que a las nuevas generaciones la política no les ofrece un proyecto. Claro, hay que resolver la crisis sanitaria, pero no hay una respuesta al “¿después qué?” Si uno vuelve a los sesenta, ese horizonte, de muchas caras posibles, además implicaba la referencia a una comunidad latinoamericana. Existía la idea de la necesidad de la unidad latinoamericana. Hoy en día no existe esa conciencia. De hecho, recién en estos días se empieza a hablar tímidamente sobre las posibilidades de alguna forma de relación entre naciones de la región para abordar la pandemia, pero hasta ahora los otros países eran la competencia, era cómo figuraban en el ranking del Covid. Y entonces uno se plantea: ¿qué posibilidades hay de un cierto horizonte común, el que debiera incluir, entre otras cosas, organizaciones sanitarias comunes? Pero con Jair Bolsonaro en el país más grande de América Latina, por ejemplo, ¿qué posibilidades hay? Existe una dificultad enorme de plantearse como región, y si no hay ese planteamiento no hay futuro en el mundo globalizado.

Si no hay un acuerdo sobre lo que se ha llamado patriotismo constitucional, de la pertenencia a una comunidad política sobre la base de ciertos valores fundamentales, no sólo a nivel nacional, sino a nivel regional, es decir, valores que tengo que compartir con el vecino de al lado, si no hay un regreso al horizonte común, desaparece la posibilidad de enfrentar riesgos actuales y futuros como región. América Latina hoy en día, a mi juicio, está muy distante de eso y no se ve en los liderazgos de hoy la capacidad de entenderlo. Los esfuerzos que se hacen en esta materia, hablando de la región, dando datos comunes, como la CEPAL, etcétera, quedan de alguna manera desvirtuados por los chovinismos de los liderazgos. Entonces el horizonte en ese sentido es bastante oscuro y presionado por tratar de responder cada día la pregunta por la crisis sanitaria. Pero, insisto, esa respuesta tiene que ir acompañada de la cuestión: y una vez que salimos, ¿qué viene? Esto implica retomar el tema de la desigualdad; reforzar las capacidades del Estado; asegurar un tipo de crecimiento económico que corresponda a un nuevo modelo de desarrollo; asegurar un proceso y reto- mar el camino de la integración regional. Y de inmediato la pregunta es: ¿quién propone, quiénes son los actores que proponen algo para esa salida?

CM: Para terminar, ¿cuáles son algunas de sus reflexiones en torno al riesgo de autoritarismo para las democracias latinoamericanas que ha planteado la pandemia?

MAG: Los riesgos de autoritarismo que hay tienen que ver con que, ante la ausencia del “después qué”, es decir, del horizonte, del proyecto, de la reconstrucción de las instituciones, ante la ausencia de eso y de la acumulación de problemas económicos y de desigualdad no resueltos, lo que surja sean propuestas y soluciones autoritarias, precisamente por la debilidad que se haya producido en las instituciones. De nuevo, la pandemia es un problema que afecta a estas instituciones democráticas porque de algún modo quedan en suspenso, pero también es una oportunidad de reconstrucción de la comunidad política. La idea de una post-pandemia en que es pensable un proyecto nacional y latinoamericano implica que actores sociales se ponen de acuerdo, pero no para preservar la situación actual, sino para transformarla, un poco lo que fue el New Deal o el acuerdo socialdemócrata post Segunda Guerra Mundial. El punto es si los actores más desvalidos tendrán la capacidad de organización y de presencia que evite un tipo de acuerdo que simplemente mantenga las desigualdades o que solamente sea un paliativo. Es decir, el gran tema post pandemia es el acuerdo transformador y el pacto social transformador de la sociedad, lo que va a implicar necesariamente involucrarse con la cuestión tributaria y la redistribución de la riqueza y del poder en la sociedad. Y todo ello no se ha formulado en nuevos proyectos históricos para nuestros países.

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