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Revista mexicana de sociología

On-line version ISSN 2594-0651Print version ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.83 n.3 Ciudad de México Jul./Sep. 2021  Epub Sep 13, 2021

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2021.3.60133 

Artículos

Incorporación hegemónica de demandas indígenas: Formosa, Argentina (1983-1987)

Hegemonic incorporation of indigenous demands: Formosa, Argentina (1983-1987)

Miguel Leone1 

1Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina. Becario Posdoctoral de la Universidad de Buenos Aires (2019-2021). Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe. Temas de especialización: política indígena, indigenismos, movimiento indígena y etnicidades en América Latina. Marcelo T. de Alvear 2230, of. 315, Ciudad de Buenos Aires.


Resumen:

Este artículo estudia los procesos de incorporación hegemónica de las demandas indígenas a partir de un análisis histórico del caso formoseño. El periodo de estudio son los años 1983-1987. El texto trabaja a partir de entrevistas, fuentes documentales y registros de hemeroteca, y cuestiona acerca de las formas de interpelación estatal hacia los pueblos originarios y los contratos de subjetivación política por entonces vigentes.

Palabras clave: hegemonía; peronismo; democracia; territorialidad; pueblos originarios

Abstract:

This article analyzes the processes of hegemonic incorporation of indigenous demands, focusing on the case of the Argentine province of Formosa from 1983 to 1987. The text analyzes interviews, documentary sources and newspaper archives to answer questions about how the state interpellates native peoples and the contracts of political subjectivation established at that time.

Keywords: hegemony; peronism; democracy; territoriality; indigenous peoples

Históricamente, la construcción de aboriginalidad y nación en Argentina estuvo marcada por una lógica de invisibilización de los pueblos originarios (Briones, 2002; Quijada, 2004). Sin ser abandonada por completo, esa lógica comenzó a resquebrajarse durante los años ochenta del siglo XX. La relación entre Estado y pueblos originarios en Argentina atravesó una importante reconfiguración hacia 1983, cuando la recuperación del régimen democrático se correspondió con la sanción de nuevas formas jurídicas sobre el sujeto indígena. Fue un tiempo de gran “entusiasmo democrático” 1 y un particular momento histórico en el que -atendiendo a los términos de Jacques Rancière (1996)- lo indígena ingresó como un nuevo espacio de subjetivación política. Numerosos comunicados fueron hechos públicos por organizaciones indígenas de distinta naturaleza; la temática fue presentada en los diarios de la época como nunca antes había sucedido; las organizaciones de derechos humanos recuperaron muchas demandas de estos pueblos, y varios políticos incorporaron esas demandas entre sus agendas de trabajo.

La primera legislación que reconoció a los pueblos originarios como sujetos de derecho fue la Ley Integral del Aborigen de la provincia de Formosa (N° 426/84). Le siguieron otras leyes semejantes en Salta (6 373/86), Chaco (3 258/87), Río Negro (2 287/88), Misiones (2 727/89), Chubut (3 657/91) y Santa Fe (11 078/93). En el lapso de 12 años (1986-1998), nueve reformas constitucionales provinciales reconocieron nuevos derechos a los pueblos originarios.2 Así también lo hizo la Constitución Nacional, en 1994. Además de garantizar derechos a la salud y a la “educación bilingüe”, estas legislaciones trabajaron sobre tres elementos centrales: 1) la creación de “instituciones mediadoras” (Vergara, Foerster y Gundermann, 2005) dedicadas a tramitar “las cuestiones indígenas”, 2) la construcción de la “comunidad indígena” como figura jurídica y 3) (apoyándose sobre tal figura) la entrega de títulos de “propiedad comunitaria” de tierras. Estas últimas son cuestiones ampliamente criticadas por la bibliografía existente (Altabe, Braunstein y González, 1996; Bidaseca et.al. 2008; Lenton, 2010) y, tal como lo entendió el Grupo de Estudios en Legislación y Derecho Indígena (Gelind), la construcción discursiva que estas legislaciones hicieron del indígena dio lugar a jerarquizaciones y relaciones entre distintas “ciudadanías” en el interior de la categoría de ciudadano argentino (Gelind, 2000).

Formosa se presentó en este escenario como un caso particular. No sólo porque fue la primera provincia en avanzar sobre estas nuevas formas de construcción de aboriginalidad, también porque, como señala Gastón Gordillo (2009: 249) , el Partido Justicialista (PJ)3 tuvo un “relativo éxito”4 en canalizar la mayor parte de los planteamientos políticos indígenas en la provincia.

Desde 1983, el PJ provincial gobierna la provincia de forma ininterrumpida, haciendo que la separación práctica de los conceptos de partido, gobierno y Estado se encuentre seriamente dificultada. Desde 2003, la Constitución provincial permite la reelección indefinida del máximo cargo ejecutivo, gracias a lo cual Gildo Insfrán -que entre 1987 y 1995 fue vicegobernador- cursa hoy su séptimo mandato consecutivo como gobernador (1995-2023). En este contexto, tiene lugar un fenómeno que Gordillo (2009) denominó “clientelización de la etnicidad”; esto es, relaciones hegemónicas que obstaculizan la conformación de organizaciones indígenas abiertamente enfrentadas al statu quo provincial y un entrelazamiento de las demandas y subjetividades políticas de grupos indígenas con el aparato político-partidario (2009: 250).

Este trabajo aporta elementos para comprender la construcción histórica de este curioso escenario político formoseño. Para ello, analiza el tiempo correspondiente al primer gobierno de la era democrática (1983-1987), en virtud de las formas de interpelación estatal generada hacia los pueblos originarios y los contratos de subjetivación política operantes (Briones, 2015; Escolar, 2018).

El texto asume que tempranamente existió un proceso de subsunción de la demanda indígena en la lógica hegemónica del partido gobernante, y sostiene que ese temprano “éxito” para canalizar demandas indígenas se inscribió en las particularidades que tuvo el proceso de creación, sanción y puesta en funcionamiento de la “ley aborigen” formoseña. En consecuencia, convergiendo con trabajos recientes de otros autores (Matarresse, 2019), no pretendemos avanzar en el análisis del formalismo jurídico sino, antes bien, en el estudio de los procesos históricos en los que dicha legislación fue articulada.

Ernesto Laclau (2005) denomina “demanda populista” a aquella que construye una cadena de equivalencias y, a partir de ello y gracias a ello, consigue instalarse como demanda en el espacio público -se establece como demanda legítima- instituyendo, al mismo tiempo, al sujeto político (pueblo) que la enarbola. Como tal, la demanda populista desestabiliza el orden estatuido porque requiere, para su realización, un cierto reordenamiento del orden vigente. La capacidad del sistema (social, económico, político y cultural) para atender dicha disrupción es convertir dicha demanda populista en una “demanda democrática”; es decir, insertar la demanda que el pueblo instala dentro de la racionalidad global del orden vigente, así como generar ciertas modificaciones indispensables para que la demanda consiga ser atendida, y con ello la disrupción inicial sea renegociada (Laclau, 2005).

La demanda que los pueblos originarios plantearon en la sociedad formoseña hacia 1984 fue una demanda populista que reivindicaba espacios de participación, derechos y, en última instancia, el reconocimiento pleno de la capacidad indígena para definir las fronteras del orden social y político provincial. Ante esto, el proceso de sanción de la referida ley formó parte de un esquema gubernamental que permitió convertir dicha demanda populista en una demanda democrática.

Debemos reconocer que, así planteado, el asunto presenta cierto sesgo filosófico y discursivo, propio de la propuesta conceptual de Laclau. Para no aislar el análisis político de su dimensión material y su historicidad, propongo atender a tres elementos sobre los que aquella incorporación hegemónica se apoyó: 1) la mediación operada por el indigenismo eclesiástico, facilitando así la construcción de relaciones entre el gobierno y los pueblos originarios; 2) la incorporación segmentada de estos pueblos a través del dispositivo jurídico-político comprendido como “entregas de tierras”; 3) la domesticación de la demanda por “participación”, gracias -entre otras cosas- a la producción de relaciones clientelares. Los tres fueron elementos centrales de la dinámica que tomó la juridización5 de lo indígena en la provincia.

En cuanto a su metodología, este artículo se apoya en fuentes documentales, registros de hemeroteca y entrevistas. La búsqueda hemerográfica se nutrió de visitas al Archivo Histórico de Formosa y las entrevistas fueron realizadas en esa misma ciudad y en Buenos Aires. El material documental, en cambio, fue en su mayor parte recopilado en el Centro de Capacitación Zonal (Cecazo) (Pozo del Tigre, Formosa, Argentina), un repositorio documental sobre el que se llevó a cabo, durante 2019, un proyecto de digitalización y preservación de colecciones financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet) y la Fundación Bunge & Born.

Un contacto capilar

La provincia de Formosa se ubica en el noreste argentino, en el límite fronterizo con Paraguay; forma parte de la región del Gran Chaco Central. Hasta principios del siglo XX, este territorio fue ocupado exclusivamente por los pueblos wichi, pilagá y qom, quienes resistieron los intentos de colonización del Estado argentino.

Las tierras más productivas del territorio formoseño se ubican en el este (departamentos de Pirané, Pilagás, Laishí, Formosa y Pilcomayo). Desde el centro de la provincia hacia el oeste, los suelos se vuelven cada vez más arcillosos y las lluvias menos frecuentes (departamentos de Patiño, Bermejo, Matacos y Ramón Lista). Esto marcó fuertemente las lógicas de colonización y las condiciones de uso y distribución de la tierra en el territorio provincial. Fundamentalmente a través de las campañas militares que el Estado argentino emprendió desde 1884 en adelante, los pueblos originarios fueron expulsados de las tierras del este (destinadas a la inserción de colonos no-indígenas e inversiones estatales y privadas), arrinconados en los suelos menos fértiles del oeste y obligados a emplearse como mano de obra en los ingenios azucareros de Jujuy y Salta. Desde entonces y hasta la actualidad, el centro y el oeste formoseño son las regiones con mayor concentración de población originaria.

En este contexto, los pueblos originarios fueron excluidos de la vida política provincial y nacional. Sin embargo, desde 1983 en adelante, ello se ha modificado parcialmente, aunque mediante una incorporación subordinada y con importantes cercenamientos en el ejercicio de los derechos ciudadanos.

Aunque no siempre ha sido cabalmente reconocido en la literatura sobre el tema, en ese proceso de incorporación subordinada ha jugado un rol importante un curioso actor social. Se trata de una red social indigenista, integrada por activistas cristianos,6 pertenecientes a distintas iglesias (católica, menonita, anglicana, metodista), y asentados, durante la década de los años setenta, en diversos puntos de la región chaqueña argentina (Leone, 2016, 2019). Estos activistas eran sacerdotes, pastores, monjas y laicos, poseían cierto capital educativo (médicos, abogados, asistentes sociales), cultural y, a veces, también económico (además de contactos políticos), y tenían acceso a recursos provenientes de las iglesias y de la cooperación internacional católica y protestante.7 La acción de estos individuos se inscribió, por cierto, en una larga trama histórica en la cual, desde finales del siglo XIX, el Chaco había sido escenario de misiones cristianas y las relaciones entre iglesias, pueblos originarios, capital y dispositivos estatales habían estado marcadas por lógicas de evangelización civilizadora (Ceriani Cernadas, 2011; Ceriani Cernadas y Lavazza, 2013; Giordano, 2003; Gordillo, 2004; Miller, 1979; Wright y Ceriani Cernadas, 2007). Sin embargo, las iniciativas indigenistas cristianas de los años setenta presentaron algunas particularidades distintivas.

Una de esas particularidades es la inscripción que sus miembros hicieron en los espacios de sociabilidad (Donatello, 2005; Touris, 2010) de la iglesia tercermundista de finales de los años sesenta. Otra es el intenso grado de conectividad que sus miembros establecieron entre sí. Superando distancias y comunicaciones dificultosas, los “agentes de pastoral” (tal como solían denominarse a sí mismos) ensamblaron puntos dispersos de la provincia de Formosa (El Potrillo, Ingeniero Juárez, Laguna Yema, Las Lomitas, San Martín II, Ibarreta, entre otras localidades) y en cada lugar crearon espacios educativos, centros de salud, cooperativas de trabajo, entre otras cosas. En Formosa, la red trabajó con comunidades wichi y, en menor medida, pilagás y qom. Con el correr del tiempo, dicha red pasó a estar integrada también por indígenas (cristianos o no), conformándose entonces una red indígena-indigenista que guardó muchas de las características que Charles Tilly (2010) asignó a las redes de confianza.

Históricamente, la red mantuvo algún tipo de relación con ámbitos estatales. Amplia documentación histórica así lo demuestra y permite ver que, hacia 1982 y 1983, se convirtió en el principal actor con capacidad de articular demandas políticas de los pueblos originarios en la provincia. Nuestras indagaciones enseñan que existió una alianza entre los grupos indigenistas cristianos y sectores del peronismo que triunfó en las elecciones de octubre de 1983, la cual facilitó la construcción de vínculos entre los políticos peronistas y algunos referentes indígenas. Adentrémonos con mayor detalle en ello.

En 1979 la red creó un Cecazo en Pozo del Tigre, destinado a “implementar cursos y material de capacitación que permitan salir de la marginación educativa, laboral y cultural a los hombres y mujeres de menos recursos de nuestra zona”. Sus lineamientos fueron “los establecidos en la Doctrina Social de la Iglesia”, aunque, en la práctica, esa doctrina era leída por dicha red bajo los parámetros de la Teología de la Liberación. El obispo de la diócesis de Formosa fue nombrado director honorario del Centro.8

Parte significativa de los documentos consultados en nuestras investigaciones actualmente están albergados en el edificio del Cecazo, aunque en muy malas condiciones de conservación. En ese espacio se realizaron reuniones, encuentros y cursos en los que participaban referentes indígenas de distintos lugares y que dieron lugar a distintos procesos de organización indígena.9 Así se registra, por ejemplo, que entre el 11 y el 14 de octubre de 1982 los agentes de pastoral de Pozo del Tigre hicieron un curso con gente wichi y pilagá sobre la legislación provincial de tierras, su uso y propiedad. En el seno de este tipo de encuentros fue conformándose una articulación de cadenas equivalenciales en la cual la categoría “pueblo aborigen”, en tanto significante vacío, conseguía englobar un conjunto heterogéneo de demandas, excedentes del orden político vigente (Laclau, 2005). En los documentos que registran aquellos encuentros se entrecruzan problematizaciones sobre las condiciones de salud, la falta de accesibilidad a la educación y fuentes laborales, al mismo tiempo que reflexiones sobre la necesidad de “preservar la cultura”, “recuperar” la tierra y “sacar” a los pueblos originarios “del olvido” histórico y social.

Una organización que aportó significativos recursos para el sostenimiento y el crecimiento de esta red indigenista fue el Instituto de Cultura Popular (Incupo).10 En 1983, este instituto editó un cuadernillo “de orientación política” destinado a la población rural pobre. No era una herramienta especialmente preparada para la comunicación con pueblos originarios, pero los agentes de pastoral de Formosa hicieron amplio uso del mismo en sus intercambios con los indígenas. El cuadernillo tenía contenido didáctico sobre los mecanismos electorales, los padrones y las mesas de votación. Estaba destinado, en última instancia, a reponer el valor del voto y la participación política como mecanismo para mejorar las propias condiciones de vida y de la comunidad. Así planteaba, por ejemplo: “Los que dicen que no se meten en política ‛para no ensuciarse’, ¿será que ayudan así a cambiar las cosas? ¿No es una actitud peligrosa para el país?”.11 Al mismo tiempo, la herramienta didáctica no dejaba de apelar a cierto discurso religioso para justificar su mensaje y operaba en un espacio de curiosa imbricación entre la política y las creencias cristianas. Así, por caso, el texto preguntaba:

¿Acaso no nos encarga el mismo Dios que terminemos la obra empezada por Él cuando creó el mundo? Sí, Él nos encarga la tarea de trabajar, junto con todos los hombres, la tarea de luchar para que ya, en esta tierra, la gente pueda vivir libre, feliz, como hermanos, con justicia sin que nadie explote al otro, sin odios.12

Este tipo de interpelaciones a los indígenas se combinó con relaciones específicas que los “agentes de pastoral aborigen” supieron mantener con referentes políticos del PJ. Precursora en este sentido fue la doctora Adriana Bertolozzi, quien en 1983 fuera candidata a diputada por ese partido. Según ella misma lo recuerda, durante 1982 varias veces viajó a El Potrillo, en el extremo oeste de la provincia, muy cerca del límite con Salta, para conocer de cerca la experiencia que desde 1971 habían emprendido allí los párrocos Francisco Nazar y Roberto Vizcaíno, junto a la activista laica Cristina Mirassou.13 Por un lado, esa era una más de las tantas misiones de “pastoral aborigen” que existían en la provincia, dedicadas a la atención sanitaria, educativa y laboral de las comunidades indígenas. Por otro lado, esta experiencia se destacaba particularmente por la dimensión y el volumen de producción que alcanzó a tener la cooperativa de explotación de quebracho allí conformada (Mirassou, 2013).

Durante 1983, cuando el final de la dictadura era inminente, varios candidatos políticos buscaron construir sus bases electorales promoviendo acercamientos con grupos indígenas de la provincia. El padrón electoral formoseño de ese año estaba integrado por 166 000 electores. La población indígena provincial, por su parte, rondaba entonces los 66 000 habitantes. Si bien es cierto que entre los pueblos indígenas había un significativo porcentaje de población no votante (ya fuese por edad o por falta de documentación necesaria), es claro que los indígenas representaban una franja significativa del padrón electoral.

El escribano Rodolfo Rhiner, candidato a gobernador por el Movimiento Integración y Desarrollo (MID) e interventor de la provincia durante la dictadura (1981-1983), puso el acento en los Centros de Producción, pertenecientes al Instituto Provincial del Aborigen (IPA). Durante la campaña, Rhiner destinó un monto elevado de dinero a fortalecer las actividades productivas de esos Centros, dedicados a la extracción de recursos del monte y a la producción de postes de quebracho blanco, solicitados, por ejemplo, por la mina El Aguilar, en la provincia de Salta.

En el ámbito del PJ, por su parte, Gildo Insfrán y Vicente Joga14 fueron dos de los candidatos que más esfuerzos hicieron por construir acuerdos con comunidades indígenas. Como candidato a diputado provincial, Insfrán intentó extender sus vínculos con las comunidades qom del departamento Pilcomayo, en el noreste provincial. Particularmente, se esforzó por estrechar lazos con la comunidad La Primavera15 y con grupos del Barrio Toba16 ubicado en los alrededores de la ciudad de Clorinda (La Mañana, 1984a). Joga, por su parte, era entonces presidente del PJ y, como tal, recurrentemente se reunió con referentes indígenas para coordinar las formas viables de la “participación aborigen” y recabar las demandas emergentes en las “comunidades” (La Mañana, 1984b).

De entre todos los partidos que intentaron acercarse a la red social indígena-indigenista que operaba en la provincia, el PJ fue sin duda el que mayor éxito tuvo. Siendo parte de una sociabilidad cristiana tercermundista, los agentes de pastoral aborigen mantenían importantes distancias ideológicas con el partido oficialista de la dictadura saliente. En contraste, tenían afinidades de distinto tipo con varios miembros del PJ. El candidato a gobernador por ese partido, Floro Bogado, era católico practicante y había sido seminarista en el colegio franciscano ubicado en la localidad santafecina de San Lorenzo, al norte de la ciudad de Rosario.17 Más allá de esto, la explicitación más clara sobre el tipo de afinidades operantes probablemente esté contenida en las palabras de Adriana Bertolozzi, esposa de Bogado:

Nosotros, los peronistas de esa época, veníamos muy influenciados por la iglesia católica. Porque inclusive los movimientos, el movimiento radicalizado, violento... Imagínate... Montoneros, que nació ahí en [la provincia de] Santa Fe, en la [parroquia de la] Inmaculada [Concepción]… Es decir, vino muy de la iglesia. Y la Doctrina Social de la Iglesia y los curas y monjas del Tercer Mundo, nosotros los teníamos en la cabeza, los jóvenes del setenta. Te imaginas…Entonces, a nosotros nos parecía re natural y re bueno [sic] lo que hacían los curas acá, como Francisco [Nazar]… ¡No eran muchos, eh! Eran pocos y eran enemigos del clero como autoridad.18

Memorias de los actores de aquel momento indican que el acuerdo entre los agentes de pastoral aborigen y el PJ consistía en que aquellos impulsarían el voto al partido a condición de que el futuro gobierno se comprometiera a sancionar una ley que reconociera derechos a los pueblos originarios “de la provincia”. Dicho acuerdo dio lugar a que algunos miembros de la red indígena-indigenista pasaran a formar parte de las listas del PJ, aunque en cargos de importancia secundaria. Al PJ, por su lado, le permitía mantener un contacto de tipo capilar con los pueblos y las comunidades originarias en la provincia. Para el gobierno naciente, dicho contacto fue un elemento de vital importancia para administrar la ampliación del campo de interlocución que entonces se estaba produciendo. Tras la victoria electoral, el PJ vio facilitados los caminos para construir formas de interpelación estatal adecuadas a sus propios intereses y comenzar a dar forma a sus propias redes de “resolución de problemas” (Auyero, 2000). Tal como lo sugiere Tilly (2010)), la articulación de la red de confianza en la política pública redundó en el paso de valiosa información sobre los pueblos originarios a los organismos estatales indigenistas.

En el seno de esta alianza, la ley indígena consiguió ser sancionada en apenas siete meses de gestión.19. Se realizaron tres encuentros de referentes indígenas wichi, pilagá y qom para discutir sobre el contenido de la ley.20 Es interesante notar que el primero de ellos surgió del pedido de “un grupo de aborígenes pilagás y tobas” [sic] que, preocupados por este tema, pidieron al IPA poder concretarlo, urgidos al haber tomado conocimiento de que un ingeniero y un agrimensor del mismo instituto ya estaban elaborando un proyecto de ley que no compartían.21

Aun así, ello no impidió que asistieran al encuentro el gobernador y su esposa, Adriana Bertolozzi; el ministro de Salud, Patricio Kelly (muy vinculado con la red indígena-indigenista), y dos diputados del PJ provincial: Marta di Nardo y Daniel Calderón.22 En el marco del encuentro se creó una Comisión Provincial de Asuntos de Tierras Aborígenes (conocida como Comisión de los 21),23 conformada por siete representantes de cada pueblo oficialmente reconocido24 y encargada de transmitir a políticos y gobernantes las demandas indígenas. Paradójicamente, esa “comisión asesora” del gobierno del PJ fue, a su vez, asesorada por un activo militante de ese mismo partido, el abogado Juan Carlos Díaz Roig. Según él mismo indicó en entrevista, fue el párroco Francisco Nazar quien “lo hizo nombrar” en esa labor.25

La ley fue sancionada el 1 de agosto de 1984 y estableció, entre otros, el derecho de las “comunidades aborígenes” a poseer títulos de “propiedad comunitaria” sobre las tierras. El artículo 12 estableció la “adjudicación de tierras fiscales a las comunidades aborígenes” en forma gratuita, lo cual redundó en el reconocimiento de 298 000 hectáreas, repartidas entre 192 comunidades indígenas previamente constituidas en asociaciones civiles.

Si bien la distribución poblacional de los tres pueblos originarios reconocidos estaba constituida en 48% por el pueblo wichi, 32% por el pueblo qom y 19% por el pueblo pilagá, esos porcentajes no se correspondieron estrictamente con la superficie reconocida a cada uno de los conjuntos.

En efecto, 68% de la tierra entregada correspondió a comunidades wichi, mientras que sólo 20% a comunidades qom y 12% a comunidades pilagá (Matarrese, 2017, 2019). La mayor participación de referentes wichi en la red indígena-indigenista posiblemente opere como un factor explicativo de esa disparidad. Es dable pensar que los vínculos generados entre esta red social y el campo estatal hayan aceitado mecanismos de reconocimiento de derechos en algunos casos en detrimento de otros.

Una territorialización segmentada

Otro elemento relevante para comprender las nuevas formas de interpelación estatal que entonces tuvieron lugar es la manera en que aquellas “entregas de tierras” se inscribieron en el esquema de gobierno que el PJ impulsó. A mi modo de ver, dichas “entregas de tierras” fueron territorializaciones segmentadas de los pueblos originarios (Pacheco de Olivera, 2010) y formaron parte de una estrategia orientada a construir un mercado de tierras aggiornado a las posibilidades de desarrollo capitalista en el futuro mediato.

Las entregas se justificaron en términos de una “legítima aspiración de honda gravitación social secularmente esperada” (Nuevo Diario, 1986b) y se presentaron como medidas necesarias para “limitar el proceso de despoblamiento y desertización del oeste” provincial (La Mañana, 1986a). Aun así, no es difícil notar que, gracias al título comunitario, pasó a ser ilegal el uso del territorio más allá de los límites de la comunidad. De forma que actividades inscritas en los modos originarios de producción de la vida social, como la marisca26 o el uso espiritual o medicinal de bosques y ríos, se vieron restringidas (Leone, 2015; Matarresse, 2019). Es por eso que la década de los años ochenta, “recordada como el periodo de recuperación de la tierra, es visualizada por muchos pilagás como un momento a partir del cual el acceso al monte se dificultó aún más que antes” (Spadafora, Gómez y Matarrese, 2010: 242).

Durante la ejecución de las entregas, se estableció que a cada comunidad debería corresponder un máximo de 5 000 hectáreas. El gobierno dijo atenerse entonces al artículo 45 de la Constitución formoseña (1957), que así definía la superficie máxima de una “unidad productiva”; aunque ese mismo artículo también habilitaba, a renglón seguido, “excepciones que precisarán de una ley especial que las justifique”. Considerando que el sentido sociocultural prioritario de las comunidades indígenas no es el de ser unidades productivas, ellas habrían podido ingresar en ese campo de la excepción, pero no fue lo que sucedió. Lejos de ello, muchas comunidades acabaron por titular superficies incluso marcadamente menores a las 5 000 hectáreas. Cada caso dependió de negociaciones puntuales, en virtud de las tierras fiscales disponibles y las posibilidades de acuerdo con los eventuales propietarios privados de las tierras lindantes a cada comunidad.

Así, la política de “entrega de tierras” fue llevada adelante bajo una constante negociación entre lo demandado por los pueblos y lo considerado “viable” por el gobierno (Leone, 2015). Por tanto, para entender los límites de esa “viabilidad”, es conveniente observar la política general de tierras que el gobierno entonces aplicó y reconocer su relación con el lugar que la tierra pasó a ocupar como recurso económico entre finales de los años setenta y mediados de los ochenta.

A principios del siglo XX, la extracción de quebracho se convirtió en la primera gran actividad económica de la provincia. Hacia la década de los años treinta, en toda la región chaqueña avanzó el algodón y, desde la década de los sesenta en adelante, la crisis de este monocultivo -por causa, sobre todo, de la expansión de las fibras sintéticas en el mercado mundial- llevó a una diversificación que implicó la inserción de otros cultivos, como granos y cítricos (Bageneta, 2015). Fue una reconversión agrícola que se conjugó con una expansión de la actividad ganadera. El estado formoseño debió responder a estas transformaciones, no sólo intentando impulsar -cuando fuera posible- la reconversión productiva; sino también procurando ordenar el espacio utilizable (Rofman et al., 1987). Por cierto, la conflictividad social y las tomas de terrenos que las Ligas Agrarias habían hecho unos años atrás también justificaban este tipo de intervenciones.27

Hacia la segunda mitad de la década de los años setenta y, sobre todo, durante la dictadura (1976-1983), distintas normas legales entregaron, vía privatización, las tierras fiscales de la provincia. En 1977, la Dirección General de Colonización y Tierras Fiscales fue convertida en Instituto, con lo que adquirió nuevos márgenes de autonomía en la delimitación de la política de tierras (Beck, 1992), y fue creada una comisión abocada a expulsar, en forma masiva, a campesinos y pequeños propietarios que no tuvieran perfectamente legalizada la tenencia de sus tierras (Rofman et al., 1987). Desde 1979 en adelante, una marcada concentración de explotaciones ganaderas en el departamento de Patiño se correspondió con un fuerte proceso de privatización de tierras (Spadafora, Gómez y Matarrese, 2010: 451; Matarresse, 2019).

También algunas comunidades indígenas fueron beneficiadas con avances en los procesos de reconocimiento de tierras. Apoyándose en las disposiciones de la ley de tierras entonces vigente (N° 113/60), el Instituto de Colonización y Tierras Fiscales (ICYTF) ordenó, en 1980, la mensura de 167 hectáreas en favor de la comunidad pilagá Qom Pi (Matarrese, 2017: 28). Pero este tipo de acciones no bastaron para paliar la fuerte desigualdad que la provincia tenía en cuanto a la distribución de la propiedad sobre sus tierras: en los albores de la década de los años ochenta, unas 11 000 explotaciones agropecuarias de tipo minifundio y latifundio acumulaban, en su conjunto, unos 6 millones de hectáreas, pero 7% de esas 11 000 unidades de producción acaparaban 55% de la tierra productiva de la provincia (3 311 647 hectáreas).28

A finales de 1983 se sumó una razón más para situar a las políticas de ordenamiento territorial en el centro de la agenda gubernamental. El 8 de diciembre de ese año (apenas dos días antes de que asumieran las autoridades electas) emergió petróleo en las exploraciones que Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) estaba haciendo en el extremo oeste provincial, en el departamento de Ramón Lista.

El impacto que dicho hallazgo tuvo en la planeación territorial gubernamental se constata en que, desde entonces, se llevó a cabo un significativo número de privatizaciones de tierras fiscales en Ramón Lista, a nombre de empresas contratistas de YPF.29 El hallazgo exigía repensar las posibilidades productivas de la provincia y ello instaló, en el ámbito gubernamental, la pregunta respecto de qué hacer con la ocupación del territorio por parte de numerosos grupos indígenas concentrados, precisamente, en el oeste provincial.

Es posible inferir que la “ley indígena” (Nº 426) de agosto de 1984 estuvo interrelacionada con otra ley provincial (N° 560), sancionada el 15 de octubre de 1985. Esta ley creó un Fondo para el Desarrollo del Oeste -dependiente del Ministerio de Economía provincial-, destinado a generar inversiones en los departamentos de Ramón Lista, Matacos y Bermejo. Según la propia ley, el Fondo se destinaría a estimular la industria, promover las actividades agropecuarias y forestales, mejorar las condiciones de vida de la población, estimular la radicación poblacional, y mensurar y amojonar la tierra pública.

La Ley 560 estableció que 40% de las regalías que la provincia percibiera serían destinadas al Fondo en cuestión. La producción mensual de petróleo rondaba los 6 millones de dólares estadounidenses,30 y ello permitió impulsar varios proyectos de infraestructura. Con la colaboración de YPF, el municipio de Ingeniero Juárez (cabecera departamental de Ramón Lista y principal localidad del oeste formoseño) construyó una pista de aterrizaje y mejoró varias calles de esa aislada localidad (La Mañana, 1986d). Otro de los proyectos fue la construcción de dos acueductos que corrieron desde el río Teuco hasta las localidades de Ingeniero Juárez y Laguna Yema (Nuevo Diario, 1986c). En este último caso, la inversión apuntó a proveer del recurso hídrico a un programa experimental de cultivos de algodón, hortalizas y especies forestales, para el cual fueron desmontadas 300 hectáreas (La Mañana, 1986a).

Atendiendo a estos elementos, el importante lugar que la entrega de títulos comunitarios ocupó en el esquema gubernamental peronista merece ser adecuadamente contextualizado. La mensura de las tierras del oeste provincial fue uno de los objetivos establecidos por el Plan Trienal que el gobierno provincial creó (1985-1987).31 Fue ejecutada por el Departamento de Vialidad Provincial, el ICYTF, el Instituto de Comunidades Aborígenes (ICA) (creado por la ley Nº 426) y Catastro Vial (Nuevo Diario, 1986f), pero en ocasiones también participaron representantes del Ministerio de Asuntos Agropecuarios y Recursos Naturales (La Mañana, 1986e), lo cual permite pensar en la vinculación práctica que el gobierno reconocía entre las potencialidades de la explotación petrolera y los títulos de propiedad entregados a las comunidades indígenas.

Al mismo tiempo, la entrega de tierras a los indígenas fue concomitante a iniciativas de colonización de no indígenas que, sin embargo, supieron tener mucha menos prensa y son mucho menos recordadas en la memoria de la sociedad formoseña. En efecto, en 1984, al poco tiempo de asumir como gobernador, Bogado se reunió con el presidente de la nación en la residencia presidencial de Olivos para conversar sobre la posibilidad de configurar un proyecto nacional migratorio en el que Formosa fungiera como territorio receptor de colonos y actores productivos (La Mañana, 1986f). Dos años más tarde, el reasentamiento de 12 familias indígenas en la localidad de Laguna Yema fue aplicado en forma simultánea con la definición de un programa de asentamiento acordado con el gobierno español para facilitar la radicación de 250 familias de agricultores ibéricos en esa misma localidad. El gobernador se refirió al asunto en los siguientes términos:

Es tarea que espero llevarla a cabo ordenadamente, porque se trata de una legión de productores experimentados que pertenece a una franja de trabajadores que seguramente habrá de sentir el impacto de la incorporación de España a la Comunidad Económica Europea y por ello se han prestado a buscar nuevas posibilidades en Iberoamérica (La Mañana, 1986f).

La posibilidad de aplicar este tipo de políticas gubernamentales sobre la tierra se vio facilitada por el hecho de que, hacia 1983, 68.7 % de la superficie provincial era fiscal. Más aún: mientras en el este de la provincia 90% de la tierra era propiedad privada, en el oeste (departamentos de Patiño, Bermejo, Matacos y Ramón Lista), donde -como dijimos- se concentraba el mayor porcentaje de población indígena, esa proporción era prácticamente inversa. Esto dio al gobierno provincial un amplio margen de maniobra para entregar títulos de propiedad comunitaria indígena, sin por ello reducir la superficie en propiedad de otros actores del espacio rural.

Ello no implicó, por cierto, una total ausencia de tensiones. En julio de 1984, en las reuniones dedicadas a la elaboración de la ley, el referente qom (originario de Laishi) Aniceto Ocampo señalaba: “Nosotros, los de la Comisión de Tierras, sabemos que hay oposiciones porque existen intereses personales”.32 Algunos documentos muestran que la presentación de solicitudes de tierras por parte de las comunidades indígenas ante el Instituto de Tierras era respondida con algunas “quejas menores”33 por parte de grupos “criollos”.34 Sin embargo, nada de esto se tradujo en fuertes trabas para el desempeño de la política de tierras que el gobierno impulsó. Las “entregas de títulos” que el gobierno entonces hizo a las comunidades aún hoy representan una bandera que el PJ enarbola como prueba de su supuesta sensibilidad hacia los pueblos originarios. Por su parte, en muchas comunidades esas titulaciones son recordadas como un momento en que “al menos fueron escuchados” por el gobierno.

En definitiva, los acuerdos con el indigenismo eclesiástico facilitaron al PJ el despliegue de un contacto capilar con referentes y comunidades indígenas, al tiempo que las “entregas de tierras” fueron un modo de atender la demanda indígena sin que ello alterara las prioridades de desarrollo establecidas por el gobierno. Aun así, los nuevos modos de interpelación estatal que el PJ propuso también tuvieron que responder a la demanda indígena por “participación”. Ese fue un tercer elemento sobre el que se configuró la incorporación hegemónica de la irrupción indígena en la provincia.

Una participación restringida

De acuerdo con Tilly (2010) , la incorporación de las redes de confianza a la política pública puede facilitar procesos de democratización, y gracias a sus vínculos con los gobiernos, estas redes pueden ganar poder, colectivo e individual. No obstante, también sucede que, “en la medida en que la gente integra sus redes de confianza en la política pública, llegan a confiar el mantenimiento de tales redes a la actuación gubernamental” (2010: 131), limitando la autonomía y la libertad de movimiento. Personalmente, creo que ello fue lo que sucedió en el caso bajo estudio.

Tras la victoria del PJ,35 algunos indígenas se incorporaron al organigrama estatal. Destacan en ese sentido los casos de Ramón Tapiceno, referente pilagá, oriundo de Las Lomitas, tempranamente nombrado asesor del interventor del IPA (el abogado Orestes Monzón),36 y el referente qom Enrique Roca, que ocupó en el Instituto un cargo homónimo, en carácter de “Asesor por la Raza Toba”. De igual forma, cuando la ley 426 fue sancionada y el IPA se reconvirtió en el ICA, Tapiceno, Roca y Próspero Agüero pasaron a ocupar los cargos de directores por los pueblos pilagá, qom y wichi, respectivamente (Nuevo Diario, 1986d).

Más frecuente fue que indigenistas eclesiásticos se integraran en el nuevo gobierno, lo cual fue, por definición, un modo de restringir, vía mediación, la participación indígena. En muchos casos, les fueron asignados cargos de control y supervisión de los Centros de Producción del IPA que Rhiner, el gobernador saliente y candidato del MID, había estado fortaleciendo. El laico y ex seminarista Ernesto Stechina, desde 1980, había vivido en Ingeniero Juárez y participado de las actividades en el principal barrio wichi de la localidad (denominado Barrio Obrero). En enero de 1984, pasó a dirigir el Centro de Producción de esa localidad. Paralelamente, la monja Nimia Luján fue asignada al Centro de Producción de Las Lomitas, al tiempo que Roberto Vizcaíno fue nombrado como coordinador de un nuevo Centro de Producción, creado para tal fin en El Potrillo.37 El sacerdote Francisco Nazar también fue incorporado como funcionario-asesor en el IPA, primero, y en el ICA, después.

Así, muchos miembros de la red social indígena-indigenista iniciaron carreras en la función pública y las administraciones gubernamentales. Sin embargo, atendiendo selectivamente la demanda por participación, el gobierno aminoró la fuerza política del activismo indígena de la provincia. Desarticulando las capacidades resolutivas y organizativas de la red indígena-indigenista, el PJ consiguió instituirse como “resolvedor de problemas” (Auyero, 2000) y avanzar en la monopolización de información y recursos con los que dominar “por constelación de intereses” (Auyero 2000; Weber, 1977).

En efecto, pasando a formar parte del Estado, los activistas cristianos perdieron buena parte de su contacto con las comunidades y su capacidad de acción en el terreno. Los referentes originarios, por su parte, se encontraron con que muchas veces, para conseguir cualquier avance parcial en la satisfacción de sus demandas, debieron articularse con la propuesta hegemónica del peronismo. Parafraseando a Javier Auyero (2000: 129) , buscando resolver sus problemas inmediatos, fueron quedando atrapados en la red peronista.

Como cuenta el referente peronista y asesor de la Comisión de los 21, Díaz Roig, a instancias de la discusión sobre el contenido de la ley, había “un par de dirigentes aborígenes” (entre los que estaría el referente qom Aniceto Ocampo) partidarios de incorporar la figura de la expropiación de tierras para fortalecer la política de entrega de tierras a las comunidades. Aun así, si bien en ese entonces Díaz Roig no ocupaba cargo alguno en la gestión gubernamental, se esforzó por limitar este tipo de demandas emergentes entre los indígenas, argumentando que la lógica de las expropiaciones territoriales a instancias del movimiento liguista había traído una conflictividad política problemática, provocando, a su juicio, la intervención de la provincia.38 Así, tempranamente las subjetivaciones políticas indígenas fueron paulatinamente subordinadas a las lógicas impuestas por los políticos peronistas y los referentes indígenas fueron accediendo a negociaciones coyunturales como medio para alcanzar objetivos puntuales. Siguiendo estudios de reciente aparición (Lapegna, 2019), es posible notar que en nuestro caso no se trató necesariamente de cooptaciones de líderes (que también las hubo) sino, sobre todo, de la construcción de campos de reciprocidades en los que ciertos referentes accedieron a la negociación, aun a costa de la desmovilización.

Adriana Bertolozzi, que tras las elecciones fue nombrada ministra de Acción Social, ha hecho una autocrítica sobre cómo la dinámica partidaria obturó la construcción política autónoma de los pueblos originarios:

Porque el tema de nosotros era, de inmiscuirse los políticos, para mí, no fue bueno. Porque muchos cayeron en esas trampas. El mismo Miguel Ortiz39 ya no era, al final, un dirigente político, ¿viste? Cambiaba. Nosotros no cambiábamos, como deberíamos haber cambiado, y ellos sí. Nosotros los contaminábamos a ellos. Nosotros, los no aborígenes, contaminábamos a los aborígenes con nuestras competencias de líneas partidarias. [Y] aunque mi marido [Floro Bogado] y yo eso no lo hacíamos, porque no estaba en nuestra cabeza y tratábamos de defender, pero no podíamos [defenderlos]. Porque es terrible el aparato [del partido].40

En este marco, desde su origen el ICA funcionó más como una instancia de mediación e intervención gubernamental sobre las iniciativas de organización política indígena y menos como un espacio estatal de realización de una autonomía de estos pueblos. El nombramiento de los “directores por etnia” en este Instituto fueron cargos jurídicamente restringidos a roles burocráticos con escasa capacidad decisoria. La propia ley 426, que creó estas figuras, estableció que ellas conformarían el directorio del organismo, pero el rol máximo de dirección quedó en manos del presidente. Y mientras la ley detalló que los directores serían “propuestos por cada etnia” (artículo 23), dejó la designación del presidente en la decisión discrecional del poder ejecutivo (artículo 22).

Con base en este tipo de estrategias, en muy poco tiempo el PJ consiguió hegemonizar los nuevos mecanismos electivos indígenas. Un ejemplo interesante de ello son las elecciones de “delegados aborígenes”. Permitir las elecciones “según sus costumbres”, como indicó la ley 426 (artículo 23), hubiera significado en muchos casos recurrir, por ejemplo, a asambleas y conversaciones abiertas en el seno comunitario. Sin embargo, desde el comienzo la elección de “directores por etnia” fue hecha bajo la mecánica propia del Estado, con voto secreto y por listas electorales. A ello se agregaron los tradicionales métodos clientelares basados en la extorsión y la entrega selectiva de bienes de primera necesidad. Hubo entonces un creciente proceso de descentralización de las políticas estatales hacia los municipios locales que se tradujo en una mayor participación de los indígenas en tanto ciudadanos, pero también en la formación de liderazgos político-partidarios y faccionalismos al interior de las comunidades (Spadafora, Gómez y Matarrese, 2010: 247).

En esas condiciones, en julio de 1986, 87 comunidades debieron elegir a sus “delegados”. El 70% de un padrón de 8 000 indígenas participó en los comicios, en los que se presentaron candidatos agrupados en cuatro listas partidarias. De los 87 delegados electos, 86 pertenecían a listas del PJ (Lista Azul) y sólo un candidato (comunidad Riacho de Oro) fue electo por la lista de la Unión Cívica Radical (Lista Verde). Este tipo de concentración partidaria se combinó, a su vez, con nuevas formas de división y conflicto entre distintas articulaciones políticas de los pueblos originarios. El nombramiento de Roca como director del ICA fue cuestionado por referentes de distintas comunidades de la provincia,41 pues fue acusado de practicar favoritismo con conocidos, familiares y amigos. El referente qom fue denunciado como “poco democrático” y “elegido a dedo” en una asamblea a la que muchos “caciques” de distintas comunidades no habían sido convocados (La Mañana, 1986b; Nuevo Diario, 1986a). Y el conflicto escaló incluso a movilizaciones frente a la Casa de Gobierno para exigir la renuncia del referido director (Nuevo Diario, 1986g). En definitiva, tempranamente la dinámica política indígena en Formosa se mostró atravesada por las líneas partidarias (Gordillo, 2009), y así Roca intentaba deslegitimar el reclamo denunciando que aquellos manifestantes habían sido “pagados por los radicales” (La Mañana, 1986c).

La evidencia histórica permite pensar que el modo en que el PJ hizo lugar a la demanda por participación obturó otros procesos de organización y movilización indígena. El estudio también permite ver que la denominada “clientelización de la etnicidad” y la mediación de las inscripciones partidarias en las identidades étnicas y políticas de referentes y comunidades indígenas fueron puestas en funcionamiento sobre la base de complejos mecanismos de captura hegemónica. Ellos tienen en las “entregas de tierras” y el diálogo con el indigenismo eclesiástico dos basamentos concretos difíciles de ignorar.

Colofón

El escenario histórico que aquí estudiamos representó la apertura de un nuevo espacio de subjetivación política. Desde 1983 en adelante irrumpió en Formosa una demanda por la cual se planteó que “esos que existían” no sólo no desaparecerían, sino que merecían ser parte. La desvergonzada intrusión de la demanda indígena transformó las identificaciones vigentes, arrancándolas del lugar asignado y reclamando para sí otro lugar en la constitución de la comunidad (Barros, 2009).

En ese contexto, atender dicha demanda fue una práctica eficaz por parte de la estructura política peronista para domesticar sus aspectos más disruptivos. El PJ provincial consiguió satisfacer selectivamente las demandas conservando el control hegemónico del proceso de cambio. Y en la misma medida en que esas demandas fueron parcialmente satisfechas, perdieron parte de su potencial para producir fracturas en el espacio social; esto es, su capacidad para constituir un antagonismo más agudo que eventualmente obligara a reorganizar el espacio político en su conjunto. Toda cadena equivalencial termina desarmada cuando las demandas que plantea son satisfechas individualmente (Barros, 2009: 17; Laclau, 2005); y así fue, en efecto, que el significante vacío “pueblo aborigen” fue reconvertido en un significante flotante de una formación discursiva más amplia, como la cadena equivalencial articulada en torno del significante “pueblo formoseño” o “pueblo peronista”. En términos gramscianos, se trató de un caso de “transformismo”.

Como señalamos al comienzo, el mayor desafío que estas teorizaciones nos traen es entender los procesos de incorporación hegemónica sin perdernos la historicidad sobre la cual se apoyan. En el caso que nos ocupa, este artículo ha propuesto hacerlo a partir de observar la articulación que el PJ mantuvo con el indigenismo eclesiástico y los modos específicos en los que ese partido tramitó las demandas indígenas por territorio y participación en la política estatal. En los tres aspectos puede notarse que las aperturas que el peronismo mostró para responder las demandas por ser parte fueron acomodamientos destinados a insertar esos cambios en el orden político, social y económico vigente. Por un lado, la iniciativa que los grupos cristianos tuvieron para que se crease una “ley indígena” fue aprovechada por el gobierno del PJ para no sólo responder a la demanda, sino también avanzar en la construcción de una política estatal indigenista ajustada a sus propias conveniencias políticas. Por otro lado, las “entregas de tierras” se inscribieron en esquemas de compartimentación, división y ordenamiento del suelo orientados a potenciar el aprovechamiento productivo del territorio formoseño. Finalmente, la incorporación de los indígenas al organigrama estatal estuvo limitada por una previa incorporación de indigenistas eclesiásticos y, cuando se produjo, no implicó una mayor autonomía de organizaciones políticas indígenas, sino todo lo contrario. La buena fama que la política indigenista que aplicó el primer gobierno democráticamente electo en la provincia merecería entonces ser críticamente revisada, no para “echar por la borda” los valiosos logros alcanzados, pero sí para optimizar los objetivos políticos de la lucha indígena del presente. Después de todo, las nuevas formas de interpelación estatal hacia los pueblos originarios que algunas autoras (Briones, 2015; Soria, 2019) observaron en el tiempo reciente tienen en el caso formoseño de los años ochenta un importante antecedente que no convendría perder de vista.

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1 Así lo definió María Inés González Bombal en un artículo publicado en 1997 en la revista Ágora: “1983. El entusiasmo democrático”.

2Fueron las reformas constitucionales de Salta, Jujuy, Río Negro, Formosa, Buenos Aires, Chaco, La Pampa, Chubut y Neuquén.

3El PJ es uno de los principales partidos de alcance nacional en Argentina. Se asume como heredero del legado de Juan Domingo Perón, tres veces presidente (1946-1952/1952-1955/1973-1974).

4Tal como el autor aclara, por “éxito” no se refiere “a la neutralización de formas de protesta o disenso, sino a la capacidad del partido dominante para definir los campos dentro de los cuales se desarrollan” distintas formas de acomodamiento y resistencia (Gordillo, 2009: 249).

5Siguiendo a Azuela (2006), entiendo por juridización el proceso social y político por medio del cual ciertas reglas son jurídicamente construidas, así como también los conflictivos procesos de aplicación de esas leyes.

6En este artículo, esos personajes son llamados indistintamente “agentes de pastoral aborigen” (atendiendo a la denominación nativa que ellos adoptaron) o indigenistas eclesiásticos.

7Misereor, Adveniat y Pan para el Mundo eran tres de las principales organizaciones de cooperación internacional que aportaron fondos a las actividades de “desarrollo comunitario indígena” en la región del noreste argentino.

8“Estatuto del Cecazo”, Archivo Cecazo, Caja Varios, s/f, p. 1.

9Es interesante notar que la conformación de la Federación Pilagá tuvo en este Centro sus primeras reuniones y asambleas, desde los años 1995-1996 en adelante.

10Nacido en 1969, este instituto tenía su sede en Reconquista, provincia de Santa Fe. Cumplió importantes labores de educación popular, alfabetización mediante programas radiofónicos, y canalización de fondos de cooperación internacional, especialmente provenientes de las fundaciones alemanas Misereor y Adveniat.

13Entrevista con Adriana Bertolozzi, 12 de diciembre de 2019. Puede consultarse respecto a la experiencia pastoral: Mirassou, 2013.

14Entre 1987 y 1995, Joga fue gobernador de la provincia.

15Entrevista con Juan Carlos Díaz Roig, 6 de diciembre de 2019.

16“Toba” es la denominación vulgar, despectiva e incorrecta con la que históricamente ha sido referido el pueblo qom.

17Las lecturas de oraciones bíblicas formaron parte del folklore discursivo de distintos encuentros que Bogado tuvo con referentes indígenas y activistas eclesiásticos (“Tierra y pensamiento aborigen. Encuentros”, archivo personal de Ernesto Stechina, p. 6).

19Para profundizar respecto del contenido de la ley, pueden consultarse Matarrese (2019) y Leone (2016), entre otros.

20El primero fue en Formosa (del 21 al 24 de mayo), con poco menos de 100 asistentes; el segundo, en Ingeniero Juárez (14 y 15 de julio), con 186 asistentes; el tercero, nuevamente en Formosa (del 25 al 27 de julio).

21“Tierra y pensamiento aborigen. Encuentros”, archivo personal de Ernesto Stechina, p. 7.

22“Tierra y pensamiento aborigen. Encuentros”, archivo personal de Ernesto Stechina, p. 6. Es interesante el contraste entre esta situación y la que se había vivido una década atrás, cuando el movimiento liguista había resistido fuertemente la presencia de partidos políticos en las actividades de la organización (Ferrara, 1973: 235, 243,287).

23La selección de cinco representantes por pueblo había sido ideada por los agentes de pastoral en los preparativos del encuentro (“Preparativos del Encuentro. 3 y 4 de mayo 1984”, archivo personal de Ernesto Stechina). A partir de las asambleas, ese número se elevó a siete.

24El pueblo nivaclé no fue reconocido como pueblo originario “de la provincia”.

25 Entrevista con Juan Carlos Díaz Roig, 6 de diciembre de 2019. En 1971, Díaz Roig también había sido asesor de la Unión de Ligas Agrarias Formoseñas.

26Se denomina “marisca” a la práctica de recoger frutos del monte y aprovechar los recursos de la flora y la fauna del lugar para usos medicinales, comestibles o productivos por parte de las comunidades.

27Durante la dictadura de 1966-1972, la provincia entregó títulos de propiedad de tierras usufructuadas por campesinos y pequeños agricultores. El arrebato de sus tierras por parte del gobierno se convirtió en uno de los principales reclamos de la Unión de Ligas Campesinas Formoseñas, nacida en 1971 (Ferrara, 1973; Roze, 1992; Vázquez, 2020).

31Los recursos para realizar las mensuras provinieron, en parte, de las regalías petroleras. Aun así, tenían un costo realmente bajo, entre 0.65 y 0.95 centavos de austral por hectárea (entre 0.60 y 0.90 centavos de dólar estadounidense) (Nuevo Diario, 1986e).

34En Formosa, las marcaciones étnicas se articulan fuertemente en torno de la oposición indígenascriollos.

35Las elecciones fueron el 30 de octubre de 1983 y el pj se impuso con 42.85% de los votos. Lo secundó la Unión Cívica Radical, con 27.58% de los votos. El partido oficialista, MID, obtuvo 23.11% de los votos.

36Entrevista con Ramón Tapiceno, 14 de diciembre de 2019.

37Entrevista con Ernesto Stechina, 12 de diciembre de 2019.

38 Entrevista con Juan Carlos Díaz Roig, 6 de diciembre de 2019. La provincia de Formosa fue intervenida por el gobierno nacional en noviembre de 1973. Al respecto, ver Servetto, 2009.

39Dirigente wichi de la comunidad de El Potrillo.

41La Primavera (Tito Chingliani), Riacho de Oro, Ibarreta, Barrio Clorinda, Bartolomé de las Casas (Estaban Vega), Misión Laishí (Evaristo Ramírez), Misión Tacaaglé, Barrio Nam Qom lote 68, El Colorado, San Carlos, Colonia Villafañe y Barrio de la Paz.

Recibido: 13 de Febrero de 2020; Aprobado: 23 de Marzo de 2021

Este artículo es parte de los resultados parciales del proyecto PICT (2019- 2022) “Indígenas, iglesias y partidos políticos en Formosa y Chaco. Un análisis comparativo de los procesos de juridización de lo indígena durante los años ochenta a la luz de las disputas por la tierra”, de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (Argentina), ejecutado bajo la dirección del autor.

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