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Revista mexicana de sociología

On-line version ISSN 2594-0651Print version ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.83 n.3 Ciudad de México Jul./Sep. 2021  Epub Sep 13, 2021

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2021.3.60131 

Artículos

Emancipación e individualidad en Simmel y Ortega y Gasset

Simmel and Ortega y Gasset on emancipation and individuality

Alberto Javier Ribes1 

1Doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Trabajo Social, Universidad Complutense de Madrid. Temas de especialización: teoría sociológica, historia de la sociología, globalización, violencia. Campus de Somosaguas, 28223, Pozuelo de Alarcón, Madrid, España


Resumen:

Este artículo muestra una reflexión en torno a las obras de George Simmel y José Ortega y Gasset, sobre las posibilidades de la vida emancipada frente a las dificultades que la modernidad impone. En ambas, la emancipación se busca en la creatividad y en el desempeño del individuo en interacción, frente a los problemas derivados de habitar sociedades petrificadas que fuerzan a la alienación al alejar a los individuos de sus potencialidades de realización y de pleno desarrollo de su individualidad, así como al colonizar las interacciones sociales convirtiéndolas en algo carente de vida y de fuerza transformadora.

Palabras clave: teoría social; George Simmel; José Ortega y Gasset; intersubjetividad; emancipación

Abstract:

Both George Simmel and José Ortega y Gasset reflected on the possibilities of emancipated life in the face of the difficulties imposed by modernity. In both of them, emancipation is sought in the creativity and in the performance of the individual in interaction, in the face of the problems derived from inhabiting petrified societies. These societies force alienation by keeping individuals from realizing their potential and fully developing their individuality, as well as by colonizing social interactions and emptying them of live and transformative force.

Keywords: social theory; George Simmel; José Ortega y Gasset; intersubjectivity; emancipation

A principios del siglo XX, Georg Simmel (2001d: 119) planteaba que “el pesimismo con el que la mayoría de los espíritus más profundos parecen considerar el estadio presente de la cultura tiene su razón de ser, hasta donde alcanzo a verlo, en el abismo que se abre cada vez más entre la cultura de las cosas y la del hombre”. La extrema densidad de la cosificación ahogaba a los individuos de la modernidad. José Ortega y Gasset ([1957] 1996b: 215-216), a mediados del siglo XX, recogía el guante arrojado por Simmel, cuando planteaba su célebre definición de los usos:

[…] el uso consiste en una forma de vida que el hombre muy personal siente siempre como arcaica, superada, añeja y ya sin sentido. El uso es el putrefacto humano, la conducta o idea fosilizada. Y aquí vemos el mecanismo de por qué siempre, más o menos, lo social es pretérito, pasado disecado, momia o, como ha he dicho, muy seria y formalmente, que lo social es esencial anacronismo.

Ambos estaban apuntando claramente a una de las principales dinámicas de las sociedades modernas, una, quizá, de sus características definitorias, que había sido advertida, como es natural, por otros autores en diversos espacios y tiempos, pero que, como es sabido, en las manos de Simmel y Ortega y Gasset iba a convertirse en el asunto central de su diagnóstico de la modernidad.

La sociología de Simmel ha sido estudiada como una sociología formal (Wolf, 1950), atendiendo a sus análisis de la vida cotidiana, su crítica de la modernidad y la experiencia del individuo moderno (Frisby, 1992), junto, en ocasiones, con la presentación de los preceptos teóricos de su sociología formal (Rodríguez Ibáñez, 1998), así como las potencialidades que tiene su enfoque intersubjetivo de las formas sociales básicas (Pyythinen, 2009), considerando la dimensión “abierta a lo trágico” de su diagnóstico del mundo moderno (Ramos Torre, 2000: 43), basada en la autonomización de los órdenes sociales modernos y atendiendo a la ambivalencia radical de su sociología (Gil Villegas, 1997: 35-42; Ramos Torre, 2000; Robles, 2000). Se ha insistido, también, en las potencialidades que encierra su sociología vitalista (Lash, 2005; Levine y Silver, 2010), sus análisis de la ciudad y lo urbano (Hernández Barbosa, 2019), e incluso la importancia de revisitar a Simmel desde el análisis de las movilidades (Urry, 2007: 20-26) o desde el campo del network analysis (Erickson, 2013: 224-226), así como se ha situado el trabajo de Simmel como uno de los pilares fundamentales para una sociología visual (Sabido Ramos, 2017). La sociología de Ortega y Gasset ha sido entendida como filosofía social y como crítica de la cultura (De Miguel, 1974; Rodríguez Ibáñez, 1998), pero también como una teoría social basada en la acción social (Pellicani, 1986), y se ha ido abriendo paso en las historias de la sociología y de la teoría sociológica en España (Durán-Heras, 1996; Rodríguez Ibáñez, 1998, 2004; Castillo Castillo, 2001; Ribes, 2007).

Las líneas centrales del pensamiento social de Simmel y Ortega y Gasset son bien conocidas. Entre ellas podríamos destacar, sin ánimo de ser exhaustivos y tratando de subrayar las líneas en las que ambos convergen, las siguientes: la crítica de la autonomización de los órdenes sociales; las dimensiones complejas de la alienación del individuo que habita el mundo moderno; los problemas y las amenazas a los que se enfrentan los individuos que se ven en la obligación de habitar su propio tiempo y, por tanto, las sociedades que les tocan en suerte; el vaciamiento de la experiencia individual y de la conciencia individual en los órdenes socioculturales modernos; las posibilidades del cambio social y la regeneración de las sociedades modernas; por último, las complicaciones y las sutilezas tanto de la construcción del Yo como de las interacciones sociales. Lo que nos interesa plantear aquí es si hay espacio para la idea de emancipación en estos diagnósticos del mundo moderno. Por decirlo con otras palabras, este texto surge con la intención de dar una respuesta a la siguiente pregunta: ¿qué hay en el otro lado de los análisis de Simmel y Ortega y Gasset sobre los problemas de la modernidad? O, lo que es lo mismo, ¿existe una teoría de la emancipación en las obras de Simmel y Ortega y Gasset? Y, de ser así, ¿cuál es el contenido de esas reflexiones sobre la emancipación?

El objetivo de estas páginas es, por tanto, analizar el diálogo entre Simmel y los textos más sociológicos de Ortega y Gasset, atendiendo especialmente a la posibilidad de la emancipación y la búsqueda de una vida significativa en el contexto de las sociedades modernas. Entiendo, coincidiendo aquí con la interpretación de Luis Recaséns Siches (1956: 353-354), que la obra de Ortega y Gasset responde al “estímulo” del pensamiento filosófico y sociológico alemán, pero también al estímulo de las propias circunstancias de la sociedad española de la primera mitad del siglo XX, así como a las diversas posiciones personales, sociales y políticas que el propio autor va adoptando. No es este un artículo sobre la incidencia directa de la obra de Simmel en Ortega y Gasset sino, más bien, sobre algunos puntos de acuerdo relacionados con ciertas dinámicas problemáticas presentes en el mundo moderno que ambos analizan, así como sobre los puntos comunes respecto a las posibilidades de emancipación de los individuos modernos. Estos puntos de coincidencia tienen, además, implicaciones y resonancias diversas que se relacionan con las urgencias propias de dos sociedades, entornos intelectuales y posiciones personales diferentes. Como escribiría el propio Ortega y Gasset, esto es de alguna manera inevitable, puesto que la vida es “absoluta actualidad” (citado en Recaséns Siches, 1956: 362). El camino que seguiremos será centrarnos en lo que en los diagnósticos de Simmel y Ortega y Gasset se retrata como lo que no existe, o existe con dificultad en la realidad del primer tercio del siglo XX, pero debería o podría, a juicio de estos dos autores, existir: la emancipación. Esto nos obligará a centrarnos también en lo que, para estos autores, efectivamente existe y genera extraordinarias dificultades para los individuos, es decir, todos los obstáculos para la emancipación, como la autonomización de los órdenes sociales, la alienación y la devaluación de la vida humana, aunque tendremos siempre en mente sus concepciones de las posibilidades emancipadoras dentro de órdenes sociales complejos y modernos.

La tensión vida/forma

En un pasaje muy esclarecedor de Intuición de la vida, escribe Simmel (2014: 124):

Constantemente produce esta vida algo, en que viene a estrellarse, que la violenta, algo que aun siendo por necesidad forma propia, por el mero hecho de serlo, repugna en lo más hondo a la dinámica de la vida, a su imposibilidad de detenerse realmente de algún modo. Así la dogmática cristiana frente a la experiencia creadora o abnegada del trato directo con Dios; así la “ley y el derecho” que se heredan constantemente como una enfermedad eterna, porque al desarrollarse se convierten en absurdo y calamidad para la vida, para el cual eran al principio razón y bendición; así las formas de producción adecuadas a las fuerzas de una fase económica, pero que en sí dan a esas fuerzas tamaño desarrollo que acaban siendo verdaderas camisas de fuerza y son destrozadas en revoluciones agudas o crónicas -hasta que la nueva fuerza de producción, acertada para la fase actual, corra la misma suerte; así el estilo artístico en que se formula la voluntad de arte y vida de una época, pero que con su inevitable elaboración por la joven generación acaba produciendo la impresión de academicismo insoportable, dando lugar entonces a que la producción artística se divida en antagonismo polar interno o a que en ella reine la anarquía; e innumerables otros fenómenos que se desarrollan en dimensiones máximas o mínimas.

Como vemos, la tensión vida/forma incluye para Simmel todas las dimensiones de lo humano, la relación constante entre el productor y lo producido, entre las formas de organización social y lo ya organizado, entre la vanguardia artística y la tradición. Ese juego de desbordamientos creativos y su inevitable fosilización y estancamiento es la clave de lo social moderno en Simmel. 1 Como escribe Manuel Rodríguez Caamaño (2009: 60), la vida en Simmel “continúa ilimitadamente su movimiento enriquecedor que es, a la postre, el fundamento de lo social”.

Hay una tremenda tensión fundamental e irresoluble en la obra de Ortega y Gasset (1959: 53), muy similar a la que propone Simmel, puesto que para él “el pasado es presente”; el pasado, las interacciones sociales del pasado que estaban vivas y eran significativas acaban convirtiéndose para las siguientes generaciones en dinámicas fosilizadas y carentes de sentido. Esto es más o menos inevitable, y, sin embargo, la vida emancipada y creativa surge de la oposición constante a esas formas que se heredan, conforman nuestro entorno y a nosotros mismos: “Es, pues, en principio indiferente que una generación aplauda o silbe a la anterior -haga lo uno o lo otro, la lleva dentro de sí” (Ortega y Gasset, 1959: 53). De igual modo que en Karl Marx (2000) y en Simmel, esta dialéctica entre la vida social pasada y la vida social presente se traduce en una suerte de movimiento imperfecto que encierra las posibilidades tanto de la realización y la emancipación como de la vida alienada.

De acuerdo con Simmel (2001c: 190), las realizaciones exteriores y objetivas, como las formas de la conducta, el gusto, la moral “que convierte al individuo aislado en un miembro satisfactorio de la sociedad”, forman la cultura. No todas las realizaciones de los seres humanos son culturales, dado que existen, al margen de la cultura, algunas que se desarrollan desde el interior del individuo hacia el exterior (lo erótico, lo ético, lo religioso). Para que hablemos de lo cultural debe haber un algo exterior y que esté ya ahí, que entre en relación con las realizaciones particulares del individuo. De modo que el ámbito de la cultura es el espacio que surge del choque entre la cultura objetiva (las realizaciones de las culturas subjetivas fosilizadas) y la cultura subjetiva (individual): “la cultura surge […] en tanto que se reúnen los dos elementos, ninguno de los cuales la contiene por sí: el alma subjetiva y el producto espiritual objetivo” (Simmel, 1988b: 208). Y la cultura puede definirse, pues, como la síntesis o el entretejimiento de la cultura objetiva y la cultura subjetiva. Esta lógica es la dinámica esencial de la vida, que es entendida por Simmel como la paradójica dialéctica constante entre la vida y la forma: la vida, que es fluidez irrefrenable, se objetiva en formas que constantemente se desbordan. La cultura, pues, son los “armazones” donde el fluir de la vida se solidifica, deviene forma (Simmel, 2000b: 315). Inmediatamente, no obstante, la vida desborda esa forma, esa vida solidificada, y la transforma. La vida es, por tanto, el transcurrir ininterrumpido que se extiende “mediante la transición de lo producente a lo producido” (Simmel, 2003a: 77).

La existencia de la cultura objetiva facilita el aprendizaje del mundo y permite beneficiarse de lo que las generaciones previas han hecho. Si el ser humano es heredero, en la propuesta simmeliana, lo es básicamente porque cuando llega al mundo recibe una cultura objetiva: encuentra palabras, organizaciones, tradiciones, obras que se han acumulado y conservado. De acuerdo con Simmel (2003b: 588), “el estilo de vida de una sociedad depende de la relación que existe entre la cultura objetivada y la cultura de los sujetos”. El pasado, pues, habita el presente gracias a la persistencia de la cultura subjetiva que ha devenido cultura objetiva y que se presenta ante nosotros de esta forma externa. Esta persistencia del pasado puede darse, según Simmel (2000a), entre otras maneras, en la forma de conceptos y figuras objetivadas, así como en la memoria.

Dado que la cultura objetiva puede autonomizarse, esto puede generar una tensión en la vida cotidiana de los individuos que ven cómo tienen que habitar un mundo en el que lo objetivo amenaza con aplastar sus realizaciones, los productos de cultura subjetiva. “A menudo es como si la movilidad productora del alma muriera en su propio producto”, dice Simmel (1988b: 209). De este modo, la cultura objetiva se va de las manos de sus creadores que, además, no alcanzan a cubrir los conocimientos necesarios para comprender y dotar de significado a la cultura objetiva, que se les aparece así como algo ajeno y desconocido: “Ya no podemos recoger en nuestro ser todo aquello que se acrecienta como guiado por un destino imposible de detener e indiferente frente a nosotros; esto vive una vida para sí desarrollada de una forma puramente objetiva que ya no podemos comprender en la mayor parte” (Simmel, 2001d: 199).

El caso paradigmático es la técnica moderna, pero también sucede lo mismo en el arte, la religión o el derecho:

Las disonancias de la vida moderna (especialmente aquella que se presenta como crecimiento de la técnica de cualquier ámbito y, simultáneamente, como profunda insatisfacción con ella) surgen en gran medida del hecho de que ciertamente las cosas se tornan más cultivadas, pero los hombres sólo en una medida mínima están en condiciones de alcanzar a partir de la perfección del objeto una perfección de la vida subjetiva (Simmel, 2001c: 197).

Lo que se quiebra en la modernidad es la sincronización armónica que debiera tener lugar entre la cultura objetiva y la cultura subjetiva. El proceso de autonomización de la cultura objetiva, impulsado por la división del trabajo, hace que los individuos no puedan progresar junto a la cultura objetiva, lo que, idealmente, les serviría para mejorarse a sí mismos. Para Simmel, pues, lo problemático es esa desconexión entre la cultura objetiva y la subjetiva que hace, por un lado, imposible que el individuo moderno conozca su sociedad y su propia cultura, y además dicha desconexión genera la imposibilidad de que el individuo y el grupo, la cultura objetiva y la subjetiva, se enlacen armónicamente para elevar a los individuos por encima de ellos mismos. Como dice Simmel (2001d: 201), la “altura de la cultura” es la “consumación armónica” de la cultura subjetiva “por medio de la asimilación interna y fructífera” de la cultura objetiva.

En Ortega y Gasset el individuo aparece como lo humano, que habita y se constituye en lo interindividual, y la sociedad, en cambio, adquiere a sus ojos la forma de una prisión fosilizada. Como escribe él mismo: “lo social aparece, no como se ha creído hasta aquí y era demasiado obvio, oponiéndolo a lo individual, sino por contraste a lo inter-individual” (Ortega y Gasset, 1996b: 184). Decía Raymond Aron (1988b: 56) que la Razón Histórica de Ortega y Gasset muestra “dónde están la vitalidad, la creación, la convivencia”; lo vivo, lo creativo, lo emancipatorio, en Ortega y Gasset, se halla en lo individual y en lo interindividual, mientras que la alienación puede encontrarse en las estructuras sociales naturalizadas.

La teoría de los usos incorpora esta tensión. Los usos son acciones irracionales que se ejercen por presión social y son extraindividuales e impersonales (Ortega y Gasset, 1996a: 16). La vida social, para este autor, “no es humana, es algo intermedio entre la naturaleza y el hombre, es una casi-naturaleza, y, como la naturaleza, irracional, mecánica y brutal” (1996a: 17). La sociedad es “lo humano naturalizado, mecanizado y como mineralizado” (1996a: 17). La fuerza de lo social y la profundidad de su imposición no está motivada simplemente por la mera artificialidad y la carencia de vida que genera esa sensación alienada de alteración, sino que para Ortega y Gasset hay una línea clara de continuidad entre lo que hoy llamaríamos violencia simbólica y estructural y la violencia física sobre la que descansan, en último término, los fundamentos de cualquier sociedad. Así, escribe Ortega y Gasset (1996b: 200-201): “los demás nos obligan a saludar, nos lo imponen violentamente con una fuerza o violencia por lo pronto de orden moral, tras de la cual -y esto es importante advertirlo-, tras de la cual hay, más o menos próxima, pero con el último fondo siempre, la eventualidad de una violencia física”. Frente a la sociedad y sus imposiciones está lo intersubjetivo y también la capacidad humana para el ensimismamiento (véase Ortega y Gasset, 1959: 15, 97). Los seres humanos tienen, según el autor, la obligación de pensar para poder sobrevivir. La inteligencia, entendida como cualidad esencial y diferencial, permite crear mundos y permite también la mejora de las condiciones vida. Además, es en el ensimismamiento donde residen las bases para que puedan desarrollarse las potencialidades transformadoras de lo humano, así como las capacidades creativas. Por todo esto es fácil entender que para Ortega y Gasset la posibilidad de la vida emancipada se encuentra en el ensimismamiento, en ese proceso de apartarse momentáneamente de las imposiciones de la vida social y de la vida natural, a través de la inteligencia, y su regreso transformador con un despliegue de nuevas ideas y acciones que permitan una vida mejor. Frente a la alteración o la vida alienada, que es mera reacción al entorno social y natural, y, por tanto, mero dejarse llevar, lo que supone, en la práctica, en sintonía con la definición de Marx (2005) de la alienación, una animalización del ser humano (Lasaga Medina, 2013: 19), existe, pues, la vida emancipada que se alcanza mediante el ensimismamiento. Así, escribe Ortega y Gasset (1959: 98): “lo contrario de ser sí mismo o ensimismarse es alterarse, atropellarse. Y lo otro que yo es cuanto me rodea: el mundo físico -pero también el mundo de los hombres, el mundo social”. Y añade más adelante: “La gente es un yo irresponsable, el yo de la sociedad -o social. Y al vivir yo de lo que se dice y llenar con ello mi vida, he sustituido el yo mismo que soy en mi soledad por el yo-gente -me he hecho ‛gente’. En vez de ser mi auténtica vida me la desvivo alterándola” (1959: 99). Como escribe Miguel Rumayor Fernández (2015: 168), el ensimismamiento, la razón y la autenticidad son las bases en Ortega y Gasset para la búsqueda de la felicidad y de la libertad.

La sociedad petrificada

La tensión entre cultura objetiva y subjetiva es fundamental en la modernidad, dado que la cultura objetiva, que nace de la reunión de culturas subjetivas, está aniquilando a las culturas subjetivas, ahogando a los individuos que se ven atrapados por un mundo social fosilizado, petrificado, en el que la cultura objetiva los asfixia. Como escribe Simmel (1988b: 204): “es la forma de la fijeza, del estar-coagulado, de la existencia petrificada, con la que el espíritu, convertido de este modo en objeto, se opone a la vivacidad que fluye, a la autorresponsabilidad interna, a las tensiones cambiantes del alma subjetiva”. La autonomización de los órdenes sociales se convierte así en una de sus características, como habían advertido también otros muchos autores, como Marx (2000: 36-47), quien en El capital se había ocupado de analizar la dinámica del “fetichismo de las mercancías”, o el inclasificable Henry David Thoreau, que estaba escribiendo más o menos al mismo tiempo que Marx. Quizá sea Thoreau quien sintetice de una manera más contundente, dramática y poderosa todos estos procesos de autonomización en el siguiente pasaje de su clásico libro Walden, publicado originalmente en 1854: “Pero ¡mirad!, los hombres se han convertido en las herramientas de sus herramientas” (2016: 90).2

La cultura objetiva, pues, se autonomiza, y al hacerlo se aleja de los individuos y de la cultura subjetiva. De acuerdo con Simmel, la autonomización de los productos culturales genera que éstos se alejen de la vida cotidiana, que se escapen de donde surgieron y adquieran una propia legalidad. Así sucede con la ciencia, la religión y el arte. La ciencia, al contrario de como la concebía la Ilustración, es el conocimiento cotidiano que ha devenido autónomo y que ha colocado el conocer por conocer como su máxima primordial: “Sus métodos y normas, a pesar de toda su intocable altura y autoseñorío, son, en efecto, las formas del conocimiento cotidiano autonomizadas, que ha alcanzado la autocracia” (Simmel, 2001g: 272). De hecho, según este autor (2001f: 305), las ideas y opiniones de la gente común tienen un núcleo acertado, recubierto, eso sí, de superficialidad. Las religiones concretas, por su parte, no son más que objetivaciones culturales de unos modos religiosos de sentir y obrar. De modo que la religión es “un comportamiento interno del alma” (Simmel, 1988a: 189) que se materializa en religiones concretas y diversas en diferentes coyunturas socio-históricas. Y el arte, de igual modo, es el sentimiento artístico hecho autónomo, recortado de la vida y arrojado a un espacio cultural con su propia legalidad. Como lo que reside en el fondo son las disposiciones humanas, es equivocado, a juicio de Simmel (2001e), considerar que la ciencia acaba con la religión concreta en virtud de sus hallazgos y descubrimientos; más bien lo que sucede es que el tono cultural de la modernidad y el triunfo del pensamiento científico relegan a un segundo plano a determinadas religiones concretas.

Las grandes ciudades son el lugar privilegiado en el que la cultura objetiva, ese “espíritu cristalizado, que se ha tornado impersonal” (Simmel, 2001b: 395), se expande y avasalla a los individuos. La importancia característica del consumo en las sociedades modernas tiene relación con la expansión y el crecimiento de la cultura objetiva, dado que en cuanto más impersonal sea un producto, más fácilmente será consumido por un mayor número de individuos (Simmel, 2003b: 591). De igual modo que la división del trabajo y el capitalismo generaban la alienación en el proceso productivo, una alienación similar se da también en el consumo, dado que “la mercancía surge ahora independientemente de él mismo, como un dato objetivo dado, al que él se acerca desde fuera y cuya existencia y cualidades resultan autónomas frente a él” (2003b: 594).

Además, el proceso de objetivación de los contenidos culturales modernos llega a impregnar la vida cotidiana, puesto que la forma en que se producen/consumen los objetos culturales hace imposible una relación íntima con ellos. Además, la aceleración de las modas y la multiplicación de los “estilos posibles” desvinculan a los individuos de las primeras y de los segundos, dejando, en cambio, una suerte de vinculaciones y desvinculaciones superficiales con ambos que son rápidamente sustituidas por nuevas vinculaciones y desvinculaciones. Y esto significa que la destrucción del individuo moderno no surge como consecuencia “de la rebelión de las masas, sino de las cosas” (Simmel, 2003b: 632). La economía monetaria, la despiadada forma dinero, que todo lo iguala y todo lo reduce a una mera cantidad, junto con el incremento de la racionalidad confluyen en las grandes ciudades para generar un tipo concreto de individuo y unas determinadas formas de interacción entre los individuos. Racionalidad y economía monetaria tienen en común el predominio de la “pura objetividad en el trato con los hombres y cosas, en el que se empareja a menudo una justicia formal con una dureza despiadada” (Simmel, 2001b: 378). Esto lleva a que el individuo moderno que habita las grandes urbes se comporte de igual modo frente a las cosas que frente a los otros individuos, dando lugar a interacciones egoístas e instrumentales, en las que el cálculo (prestación/contraprestación) anula la emoción. La forma dinero y su triunfo en la economía monetaria viene a sumarse a otros procesos -como la facilidad para el desplazamiento a grandes distancias- que en el mundo moderno están produciendo un “distanciamiento” de los individuos con respecto a los objetos. Es el “miedo al contacto”, que sobrepasa la relación individuo-objeto, para instalarse en la vida cotidiana. Como escribe Simmel (2001a: 345-346):

[…] con la ampliación de su papel [de la forma dinero], nos sitúa en una distancia cada vez más esencial respecto de los objetos; la inmediatez de las impresiones, del sentimiento de valor, de lo susceptible de provocar interés, se debilita, nuestro contacto con los objetos se rompe y los sentimos, por así decirlo, sólo a través de una mediación que ya no permite expresar totalmente su ser pleno, propio, inmediato.

La posibilidad de la vida emancipada

En Ortega y Gasset, como en Simmel, hay un espacio social que no solamente alberga la posibilidad de la vida emancipada, sino que es consustancial a la construcción del yo individual. Ese espacio es lo intersubjetivo, las interacciones sociales, el encuentro entre individuos. La sombra que se cierne sobre los individuos se encuentra en las posibilidades de que esos espacios intersubjetivos sean tan coactivos que anulen la interacción social sana, o estén tan petrificados y muertos que las interacciones sociales que allí tienen lugar sean completamente artificiales y generen un profundo extrañamiento, un abismo demasiado profundo entre las potencialidades de los individuos y su efectivo desempeño en el ámbito de la interacción social. La sociedad, pues, se presenta como la forma enajenada de lo social, de lo intersubjetivo, de las interacciones sociales vivas y significativas. De modo que la tensión individuo-sociedad en Ortega y Gasset, al igual que en Simmel, puede interpretarse como una tensión entre vida emancipada y vida automatizada, entre lo intersubjetivo y lo puramente externo y coactivo, entre emancipación y alienación, entre lo social y la sociedad.

Escribía Ortega y Gasset (1996b: 184) que los sociólogos “han confundido lo social con lo inter-individual”. En los escritos de este autor el concepto de “lo social” aparece como sinónimo de sociedad. Hoy en día podríamos más fácilmente asociar lo social con lo interindividual, de modo que lo social-interindividual se opondría a la sociedad. No hay, desde este punto de vista, en Ortega y Gasset una tensión individuo-sociedad, como tampoco existe en Simmel, sino más bien una tensión intersubjetividad-sociedad o, en nuestros términos, entre lo social (necesariamente intersubjetivo e interindividual) y las sociedades excesivamente petrificadas. Pedro Cerezo Galán (2000: 339) interpreta esta cuestión, en relación con Ortega y Gasset, en términos similares: “En la medida en que parte de la inautenticidad de lo social, como lo anónimo colectivo, disecado en usos impersonales, tal como se muestra en El hombre y la gente, se ve obligado a extremar la relación intersubjetiva y la vida individual como el único reducto salvador frente a la heteronomía e impersonalidad de la vida colectiva”.

La vida auténtica, la vida emancipada, está basada, pues, en la posibilidad de la construcción intersubjetiva, que es puramente social, y en la posibilidad del ensimismamiento; la vida auténtica es lo opuesto a la vida en la que el individuo se deja llevar y atrapar por la sociedad y se convierte en gente. Así lo expresa Ortega y Gasset, en claro diálogo con el Émile Durkheim de Las reglas del método sociológico: “La vida tiene realidad -no bondad ni meritoriedad, sino pura y simple realidad en la medida en que es auténtica, en que cada hombre siente, piensa y hace lo que él y sólo él individualmente tiene que sentir, pensar y hacer” (Ortega y Gasset, 1959: 100). 3

Esa vida auténtica, que emana del interior del sujeto y del pensamiento, y que solamente puede tomar una forma definitiva mediante las interacciones sociales y la actividad intersubjetiva, atraviesa una crisis radical en el primer tercio del siglo XX, a juicio de Ortega y Gasset. Es desde esta óptica como hay que interpretar, a mi modo de ver, su célebre ensayo La rebelión de las masas. Las masas, en Ortega y Gasset, son los sujetos modernos alienados, que se dejan arrastrar por la sociedad, renunciando a sus potencialidades. El triunfo de la homogeneidad supone la eliminación de la vida auténtica. De modo que el individuo moderno:

más que un hombre, es solo un caparazón de hombre constituido por meros idola forti; carece de un “dentro”, de una interioridad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que sólo tiene derechos y no cree que tenga obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga -sine nobilitate-, snob (Ortega y Gasset, 1997: 21).

De ahí su célebre contraposición entre el “hombre masa”, aquel que “se siente ‛como todo el mundo’, y, sin embargo, no se angustia” (Ortega y Gasset, 1997: 49), y para quien “vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva”, y la minoría selecta compuesta por aquellos que se exigen “más que los demás” (Ibid.). No se trata, como es evidente, de una cuestión de clases sociales, sino que para Ortega y Gasset el hombre masa se puede encontrar en todas las clases sociales (Pellicani, 1983: 59-60) , en el ámbito de la política e incluso entre los intelectuales y los académicos hiperespecializados que relegan la ciencia pura y se convierten en técnicos (Aron, 1988: 56; Giordano, 2006: 363-366). “Hombre élite y hombre masa se oponen porque uno tiene vida interior y el otro no. También porque uno conserva en sí mismo las entrañas de la historia y el otro ha roto con su pasado”, escribe Aron (1988: 56). Cabe recordar aquí la crítica que realizó la Escuela de Frankfurt sobre estas mismas dinámicas que denunciaban Simmel y Ortega y Gasset; si bien fueron realizadas desde otra perspectiva teórica, no deja de ser similar el diagnóstico de fondo de la modernidad y la dramática pérdida de la posibilidad de la individualidad, si bien, como es evidente, discrepan en otros puntos de manera notable. En concreto, escriben Max Horkheimer y Theodor Adorno (2006: 89) en la Dialéctica de la Ilustración:

A través de la mediación de la sociedad total, que invade todas las relaciones y todos los impulsos, los hombres son reducidos de nuevo a aquello contra lo cual se había vuelto la ley de desarrollo de la sociedad, el principio del sí mismo: a simples seres genéricos, iguales entre sí por aislamiento en la colectividad coactivamente dirigida. Los remeros, que no pueden hablar entre sí, se hallan esclavizados todos al mismo ritmo, lo mismo que el obrero moderno en la fábrica, en el cine y en el transporte colectivo.

Ya en los años sesenta, el influyente libro de David Riesman, La muchedumbre solitaria, volvería a poner sobre la mesa del debate sociológico, esta vez en el contexto de la sociología estadounidense, la importancia en el cambio en las sociedades modernas que pasarían a fomentar o generar un carácter dirigido desde el sí-mismo a un carácter dirigido por los otros o, como expresa magistralmente su propia metáfora, de los individuos guiados por un giroscopio a los individuos guiados por un radar. Ninguno de los dos es completamente independiente, por supuesto, pero el individuo dirigido desde el sí-mismo es el que ha interiorizados unos fines, a través de la socialización, y los persigue; es el individuo característico de la modernidad clásica, del mundo de la producción, mientras que el individuo de las sociedades de consumo modernas se muestra constantemente alerta a las reacciones de los demás y busca agradarlos, de modo que pierde toda capacidad de iniciativa y se convierte, por decirlo así, en un conformista situacional mucho más voluble que el individuo de la modernidad clásica. Veamos las palabras de Riesman (2001: 21):

Lo que es común a las personas dirigidas por los otros es que sus contemporáneos son la fuente que dirige a los individuos […]. Esta fuente es, por supuesto, “interiorizada”, en el sentido de que la dependencia de ella es implantada tempranamente en la vida de los individuos. Los objetivos hacia los que las personas dirigidas por los otros se orientan cambian en el sentido dictado por aquella guía: lo único que permanece inalterado a lo largo de la vida es el acto de prestar atención a los otros y continuar ajustado a las indicaciones de dicha orientación.

Hay, desde luego, otras muchas consideraciones con respecto al fondo ideológico de La rebelión de las masas; se ha insistido, en reiteradas ocasiones, en el papel de Ortega y Gasset entre los clásicos del pensamiento conservador (Giner, 1979; Salazar Sotelo, 1993) y su defensa aristocrática de las jerarquías sociales (Gutiérrez Gutiérrez, 2017: 129-130), así como se ha señalado su liberalismo político (González Cuevas, 2019; Aron, 1988), o se ha caracterizado su pensamiento como una propuesta de socialismo liberal (Pellicani, 1983) o de social-liberalismo democrático (De Haro Honrubia, 2015; Cerezo Galán, 2000) que ambicionaba una combinación entre liberalismo y socialismo en el seno de una democracia moderna. Tomando prestado un término de la biología, Paolo Scotton (2016: 380) denomina la posición de Ortega y Gasset como “capacitacionismo”, que se basa en la centralidad de los individuos como base de su proyecto filosófico y en la persecución de la mejora de las capacidades de los individuos como horizonte. En cualquier caso, como vemos, el individuo masa moderno en Ortega y Gasset es básicamente el individuo alienado, y la extensión de la alienación alcanza a toda la sociedad moderna, por lo que ésta adquiere la cualidad de sociedad masa.

La misma dinámica entre ensimismamiento y alteración que se da en el ámbito de la sociedad en general la observa Ortega y Gasset también en el ámbito de la estructura cultural e ideológica de las sociedades. Aquí los conceptos clave son las ideas y las creencias. Las ideas son la pura creación, mientras que las creencias son los entramados discursivos hegemónicos que habitamos inevitablemente. La célebre fórmula de Ortega y Gasset (1999: 23) encierra ese juego: “las ideas se tienen; en las creencias se está”. La pugna por transformar las creencias tiene su origen en la capacidad para alejarse del mundo y alzarse sobre las creencias colectivas para contemplar con frialdad el mundo social y natural. A partir de ahí surgen nuevas ideas que, de ser exitosas, acabarán convirtiéndose en creencias. El ciclo no se detiene y lo que hoy son ideas vivas, que responden a inquietudes y problemas acuciantes y auténticos (Visone, 2013: 150-151), y que poseen también potencialidades emancipadoras, se convertirán, inevitablemente en el futuro, en creencias que serán sentidas y habitadas desde un cierto extrañamiento. Las creencias colectivas son fundamentales, a juicio de Ortega y Gasset, dado que los seres humanos no habitan el mundo real de manera inmediata, sino que nuestra forma de vivir en el mundo está mediada por las creencias, es decir, por un entramado cultural y simbólico de ideas colectivamente aceptadas. Vivimos, pues, de acuerdo con Ortega y Gasset, en los relatos que hacemos sobre el mundo, en las interpretaciones colectivas del mismo que están vigentes en un determinado momento histórico. De modo que, en último término, las creencias son el mundo, y las diversas generaciones, tras numerosas variaciones en la dialéctica ideas-creencias, habitan y dan forma a diversos mundos sucesivos. El cambio de las creencias, tras la incorporación de nuevas ideas, o tras el triunfo de una nueva exitosa idea, es, pues, el cambio del mundo que vivimos.

Ortega y Gasset escribe en España a lo largo de la primera mitad del siglo XX y lo que ve ante sus ojos es más inmediatamente preocupante que el escenario que habita Simmel; quizá eso explica que en ocasiones los escritos de Ortega y Gasset presenten ese tono distanciado y admonitorio, así como ese sentido de urgencia y la impresión de que es preciso intervenir en la actualidad política, cultural y académica de la sociedad española (véase Haro Honrubia, 2015). Otra diferencia fundamental es el contexto nacional; el modelo simmeliano-orteguiano suena en la España de los años veinte y treinta a la necesidad de modernización/europeización de ese “arrabal de Europa” (Ortega y Gasset, 2016: 5), a la actualización de las estructuras y las instituciones, a la lucha por la alfabetización y a la necesidad de elevar el tono intelectual, así como acompaña, como un fondo implícito, al estímulo de las vanguardias y de todas las actividades culturales, intelectuales y políticas en las que se involucran tanto Ortega y Gasset como buena parte de sus discípulos. La necesidad de la autenticidad, de la reflexión personal, de estimular la creatividad y de resistirse a dejarse arrastrar, suenan en Ortega y Gasset como un diagnóstico de la modernidad similar al de Simmel, Karl Mannheim (1936) o Riesman (2001), pero también como una crítica radical específica y deliberada a la sociedad española. Precisamente una de las iniciativas intelectuales que Ortega y Gasset estimula es el ejercicio de la disciplina sociológica, pues es uno de los principales referentes de la sociología del primer tercio de siglo y uno de sus principales impulsores, junto con el catolicismo social y la sociología krausista/regeneracionista (Ribes, 2007: 19-32).

La crisis es, pues, uno de los temas centrales de Ortega y Gasset, como lo será de algunos de sus discípulos, no tanto por elección como por la obligación que todos ellos tienen de hacerse cargo de las circunstancias del presente, las cuales desbordarán, primero, sus marcos de referencia intelectuales, para arrollar posteriormente también sus planes de vida. Las sociedades modernas, a juicio de Ortega y Gasset, se encontraban inmersas en un giro inesperado que suponía el fin de la modernidad y que abría paso a algo desconocido. Las sociedades de los años treinta son, desde el punto de vista de Ortega y Gasset, ya plenamente “postradicionales” y se sitúan, efectivamente, más allá de la modernidad. Así, señala este autor (1997: 67): “Sentimos que de pronto nos hemos quedado solos sobre la tierra los hombres actuales; que los muertos no se murieron de broma, sino completamente; que ya no pueden ayudarnos. El resto del espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas, las pautas, no nos sirven”.

Para concluir: la emancipación intersubjetiva

El poder que un hombre ejerce sobre otro hombre es siempre una usurpación.

Francisco Ayala.

Tanto en Simmel como en Ortega y Gasset, el individuo emerge mediante su desempeño interaccional, de un modo compatible y similar, hasta cierto punto, con el modelo desarrollado por los enfoques psicosociológicos y sociológicos clásicos de Adam Smith (2007), Charles Horton Cooley (1902), William Edward Burghardt Du Bois (2008) y George Herbert Mead (1967). El Yo es lo último que aparece, llega a decir Ortega y Gasset; el Yo emerge a través de la interacción, dice Simmel. Esta concepción procesual e interaccional del yo está construida, no obstante, contra las imposiciones de la sociedad. Si bien el individuo surge en lo social, a través de las interacciones, hay algo que no es social tanto en el individuo simmeliano como en el orteguiano; hay algo que es radicalmente individual. El enemigo de lo individual y de lo interaccional intersubjetivo es la sociedad; la sociedad entendida, en los dos casos, como lo social o lo interaccional petrificado, fosilizado, inerte, sin vida. La estructura vacía que carece de significado o es ininteligible y que provoca que los individuos se desenvuelvan como autómatas en un mar de acciones e interacciones sin sentido, como individuos aplastados por las imposiciones y las formas de dominación modernas, sin tener la capacidad de aportar su individualidad, sus potencialidades creadoras y creativas, su vida plena. En Simmel, más-vida es el concepto que sirve para reivindicar la posibilidad del desempeño significativo del individuo. Con el concepto más-que-vida se refiere a la capacidad creativa de los individuos. Más-vida y más-que-vida son los conceptos centrales para entender lo que significa la vida emancipada simmeliana. Como han señalado Donald Nathan Levine y Daniel Silver (2010: XXII) , lo que es visto como la tragedia de la cultura en 1911 es entendido como una crisis en 1916 para que, finalmente, en 1918 el porvenir de la modernidad se presente como un abismo de vida pujante, informe e imparable, el triunfo futuro de la vida que desbordará las formas. En Ortega y Gasset sucede algo parecido: la vida automatizada es una vida alienada, mientras que gracias a la capacidad cognitiva los individuos pueden ensimismarse y, a través del pensamiento y de la razón, imaginar mundos, cambiar lo social y prestar su aportación a lo social contemporáneo. Tanto en Ortega y Gasset como en Simmel esa retirada introspectiva de lo social nunca es absoluta ni es tampoco el lugar donde se hallan las potencialidades emancipadoras (argumento aquí contra lo que sugieren David Frisby o Francisco Gil Villegas, 1997: 44), pues lo individual se constituye interaccionalmente y es en el entramado intersubjetivo donde se hallan las potencialidades de una vida plena y significativa.

La construcción emancipada de lo social se opone a tener que habitar forzosamente la sociedad petrificada y sin vida. La construcción intersubjetiva de los individuos se corresponde aquí con la construcción intersubjetiva de espacios de sociabilidad llenos de vida, que son significativos, y en los que los individuos pueden desarrollarse. Esos espacios son sociales y colectivos y están llenos de vida significativa. Simmel y Ortega y Gasset proponen una forma de lo social como un espacio de la emancipación, mientras que identifican espacios que destruyen la creatividad, las potencialidades y el sueño de alcanzar la felicidad como espacios opresivos que aplastan tanto a los individuos como a las interacciones entre individuos.

Una de las enseñanzas fundamentales de la crítica de Ortega y Gasset y Simmel a esta tendencia hacia la fosilización de lo institucional reside en la necesidad de revalorizar lo procesual, lo interaccional inmediato y la vida cotidiana, en la que se juegan los individuos su vida personal siempre en interacción con otros. Lo original y auténtico está en las interacciones sociales entre individuos que se reconocen e interactúan de manera significativa, sin quedar presos de las dinámicas semiautomatizadas institucionalmente. Hacer vida, más-vida y más-que-vida, frente a dejarse ser forma o ser deformados. Construir lo social, frente a dejarse asfixiar por la sociedad. La construcción de órdenes sociales más justos y humanos pasa, sin duda, por este primer movimiento individuo-interacción-lo social que permita la recuperación de lo verdadera y profundamente humano, que no es otra cosa que el individuo con otros en interacciones significativas para todos, en las que todos los otros son reconocidos, mediante las cuales se construyen dinámicas emancipadoras. La construcción de la sociedad, entendida desde esta perspectiva como una sedimentación de las interacciones sociales significativas, no siempre y en todo momento tiene inevitablemente que generar la opresión, la alienación y la asfixia del individuo. Muy al contrario, cuando surgen inicialmente y siempre que haya un cierto margen para modificar los marcos que se habitan, siempre que lo solidificado sea permeable, pueden construirse marcos, instituciones y estructuras sociales que favorezcan la dignidad humana. El problema reside, desde esta perspectiva, en que serán siempre marcos hasta nuevo aviso, por lo que no debiéramos hipostasiarlos ni perder demasiado tiempo en reflexiones sobre sus esencias.

Lo que nos deja esta lectura de Simmel y Ortega y Gasset es una invitación a buscar, pensar e investigar en la posibilidad de la emancipación a través de la creatividad y en las interacciones sociales de la vida cotidiana. Para ello, el principal obstáculo, como sabemos, es el poder y las numerosas formas de dominación modernas y sus discursos legitimadores asociados que tienden a subrayar cualidades o características, reales o imaginarias y variables en función del contexto socio-histórico concreto, de los individuos dominados (clase social, género, orientación sexual, etnia, capacidades físicas o cognitivas diversas, religión, enfermedades, edad, etcétera). La desigual distribución tanto del poder como de los recursos, de acuerdo con Johan Galtung (1969), genera espacios sociales repletos de violencia simbólica y estructural. Simmel sostenía que la sociabilidad lúdica era difícil cuando los individuos no eran iguales, es decir, cuando existía entre los individuos un enorme diferencial de poder.

La posibilidad de la emancipación reside, si recogemos el guante de Ortega y Gasset y Simmel y lo ampliamos libremente, con la ayuda también del último Durkheim (2003), en las interacciones sociales justas que permitan la creatividad y la libertad individual, en las que se reconozca al individuo y sus especificidades sin que éste quede absorbido, asfixiado y anulado por la sociedad. Esto, en términos prácticos, implica necesariamente reducir o anular las diferencias sociales, la concentración de poder, los obstáculos simbólicos que generan dinámicas de exclusión y de dominación, e ir anulando o suprimiendo las formas sociales fosilizadas que carecen ya de tensión vital. Desde un punto de vista académico, todas aquellas líneas de investigación interesadas en la dignidad de los seres humanos, en la emancipación, en las posibilidades de realización de los individuos y su derecho a poder lograr una vida plena, en las desigualdades de todo tipo y en las discriminaciones, en las injusticias, en los estigmas, en la felicidad y la infelicidad, podrían beneficiarse de una relectura crítica de este diálogo entre Simmel y Ortega y Gasset.

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1Aunque no cabe detenerse en ello en estas páginas, esa misma tensión vida/forma es clave también en el enfoque integral de Simmel, en su conceptualización del ser humano, tanto en la génesis intersubjetiva de los individuos como en el transcurrir de su vida, en el hacer y el sufrir, en sucesivas interacciones sociales. Véase Ribes (2020).

2Sobre la autonomización de los órdenes sociales y su importancia en las obras de los clásicos de la disciplina sociológica, son muy recomendables los trabajos de Lamo de Espinosa (1982 y 1994), así como el análisis de esta cuestión en la obra de Simmel que elabora Ramos Torre (2000).

3No cabe aquí esta discusión, pero la interpretación de Ortega y Gasset de la obra de Durkheim parece limitarse al despliegue conceptual de Las reglas del método sociológico, cuando, en realidad, la propuesta integral de Durkheim, tal y como es expuesta en La división del trabajo social y en Las formas elementales de la vida religiosa, está mucho más próxima a sus planteamientos, si bien es cierto que existen diferencias fundamentales entre ambas propuestas (véase Ribes, 2012).

Recibido: 01 de Febrero de 2020; Aprobado: 25 de Febrero de 2021

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