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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.82 no.1 Ciudad de México ene./mar. 2020  Epub 31-Mar-2020

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2020.1.58059 

Artículos

Entre escaparates: ciudadanía y consumo en Bogotá

Among shop windows: Citizenship and consumption in Bogotá

Adrián Serna-Dimas1 

1Máster en Sociología por la Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias y Educación, Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Temas de especialización: antropología política, estudios sociales de la memoria, estudios sociales del patrimonio, estudios sociales de la democracia y la ciudadanía. Carrera 3 # 26ª-40, Bogotá, Colombia.


Resumen:

Este artículo presenta una indagación histórico-social de las formas de sociabilidad propias de diferentes tipos de lugares comerciales y su incidencia en la construcción del mundo público urbano, así como en la formación de diferentes identidades sociales, entre ellas la identidad ciudadana. El texto se divide en cuatro partes: 1) planteamiento del problema; 2) estado de la cuestión sobre las relaciones entre ciudadanía y consumo; 3) la historia social como metodología; 4) lugares comerciales, formas de sociabilidad e identidades sociales en Bogotá: la plaza de mercado, la tienda, el almacén, el pasaje comercial, el supermercado y el centro (plaza) comercial.

Palabras clave: ciudadanía; consumo; derechos; mercancías; sociabilidad; comercio

Abstract:

This article presents a historical- social inquiry into the forms of sociability characteristic of different types of commercial places, and their incidence in the construction of the urban public world as well as in the formation of various social identities, including citizen identity. The text is divided into four parts: 1) problem statement; 2) state of the issue regarding relations between citizenship and consumption; 3) social history as methodology; 4) commercial places, forms of sociability and social identities in Bogotá: the market place, store, warehouse, commercial passage, supermarket and mall.

Keywords: citizenship; consumption; rights; commodities; sociability; commerce

La relación entre ciudadanía y consumo ocupa un lugar relevante en los estudios sobre la democracia contemporánea. No obstante, el tratamiento de esta relación está expuesto a diferentes obstáculos. En primer lugar están las inercias de unas tradiciones que, con base en unos casos ejemplares o unos modelos formales, confirieron a la ciudadanía y al consumo unas propiedades esenciales, inmutables y antagónicas entre sí. En segundo lugar está la persistencia de unas antinomias revestidas como absolutas -como las de mundo público/mundo privado, interés general/interés particular, ciudadano/consumidor-, que, derivadas de esas miradas ejemplarizantes o formalistas, desconocieron las condiciones histórico-sociales concretas que en el transcurso del tiempo han movido permanentemente las líneas de separación entre el ámbito en el cual discurren las cosas consagradas como derechos y el ámbito en el cual discurren las cosas rotuladas como mercancías. En tercer lugar están las tendencias que, pretendiendo restituir al consumo como dominio pertinente para interrogar la ciudadanía, no obstante lo han reducido exclusivamente a los bienes culturales, en particular a los de carácter mediático, como si la solemnidad de la democracia estuviera al margen del consumo de los bienes materiales más elementales con los cuales la gente resuelve sus necesidades inmediatas, como los alimentos, el vestuario o la vivienda.1

Para superar estos obstáculos, urgen aproximaciones que puedan reconstruir las condiciones históricas y sociales concretas que han hecho posible la aparición del ciudadano en medio de las contradicciones y los consensos asociados tanto con la universalización de los derechos como con la masificación de las mercancías: dos procesos a la vez complementarios y antagónicos que no se dieron de la misma manera en el espacio ni en el tiempo, que no tuvieron los mismos efectos en la formación del mundo público en las diferentes sociedades democráticas y que han deparado consecuencias divergentes para las ciudadanías de los distintos países en medio de la globalización. Así, estas aproximaciones están llamadas a esclarecer las circunstancias que en las sociedades democráticas establecen los límites entre las identidades sociales particulares vinculadas con el acceso a las cosas (las mercancías) y la ciudadanía en tanto identidad social superior de la vida pública vinculada con el ejercicio de unos derechos (civiles, políticos, económicos, sociales y culturales) (Serna-Dimas, 2006).

Estas aproximaciones deben proceder menos de los lugares habituales de la historia y la sociología y más de ámbitos interdisciplinarios como la historia social, en el sentido en que la entiende Pierre Bourdieu, es decir, un socioanálisis que permite interrogar el pasado que sobrevive solapado o mimetizado en las estructuras y prácticas del presente naturalizando diferentes identidades o relaciones identitarias.2 La historia social permite reconstruir los decantados que duermen inconscientes en las cotidianidades de los ciudadanos y consumidores del presente, derivados de las relaciones de fuerza que en el transcurso del tiempo les han impuesto unos sentidos y orientaciones tanto a los modos de adquirir y usar las cosas como a los modos de acceder y disfrutar los derechos. Esta historia social de la ciudadanía y el consumo resulta especialmente pertinente para América Latina, donde los privilegios exclusivos prendados a la posesión de las cosas terminaron como aspiraciones superiores a la universalización de garantías inclusivas prendadas al ejercicio de los derechos. Esta ambición por el privilegio, que hunde sus raíces en los mismos tiempos coloniales, ha sido determinante para mantener en el tiempo la ascendencia de unas identidades estamentalicias o encastadas sobre la propia identidad ciudadana, lo que permitiría entender la naturalidad con la cual las mafias de todo tipo se apoderaron del mundo social en distintos países en detrimento de la democracia y la ciudadanía.

Esta historia social resulta especialmente pertinente en contextos como el colombiano y, más específicamente, el bogotano, con una sociedad caracterizada tanto por la ascendencia de unas identidades sociales particulares prendadas al estamento o la clase con su capacidad de consumo, como por la precariedad de una identidad ciudadana limitada en derechos efectivos, lo que coloquialmente se expresa en el famoso “¿Usted no sabe quién soy yo?”, una sentencia antipática con la cual ciertos individuos, en virtud de las apariencias auspiciadas por el consumo, pretenden arrogarse prerrogativas sobre el resto de los ciudadanos. Un objeto preciso para esta indagación son los lugares comerciales: 1) han determinado el universo de mercancías disponibles en el mundo social, confiriéndoles unos valores económicos, sociales y simbólicos; 2) han impuesto o favorecido unas formas de sociabilidad urbana que afirman unas identidades particulares; 3) ponen en evidencia unas formas específicas de intervención del Estado en términos de regulaciones fiscales, policivas y sanitarias.

Breve estado de la cuestión: ciudadanía y consumo

Hasta mediados del siglo XX, los estudios sobre la ciudadanía estuvieron dominados por una tradición encabezada por la filosofía política interesada ante todo en discernir los hitos originarios, las instituciones fundacionales y el espíritu de la democracia en términos de unos valores universales; las singularidades de las sociedades democráticas en el tiempo se consideraban contingencias o asuntos menores frente al logro que representaban la democracia y la ciudadanía como modelos políticos. Tras la aparición de la obra de Thomas Marshall (1950), irrumpieron unos nuevos estudios históricos y sociales sobre la ciudadanía orientados a interrogar las condiciones concretas en las cuales las contradicciones de la economía propiciarían la movilización de la sociedad y la intervención del Estado, determinando el carácter de la ciudadanía y los derechos ciudadanos desde unos valores más locales o circunscritos (Somers, 1993; Pérez Ledesma, 2000; Delanty, 2000; Peyrou, 2000).

Por otra parte, hasta la década de los años veinte los estudios sobre el consumo eran escasos o estaban dominados por unas concepciones económicas que consideraban que éste era un dominio marginal determinado por la producción. Cuando el consumo no correspondía con la producción, se le consideraba ajeno a una racionalidad económica y social que se auspiciaba absoluta y universal. Entonces irrumpieron unos nuevos estudios históricos y sociales del consumo que, recuperando una tradición que se remontaba a los trabajos clásicos de Thorstein Veblen, Georg Simmel y Werner Sombart, advirtieron que la adquisición de las cosas trascendía cualquier pretensión puramente instrumental, que las mercancías o los bienes transados eran construcciones que no se finiquitaban en la producción, sino que se reinventaban en la circulación y en el consumo, y que las cosas adquiridas tenían unas funcionalidades diversas tanto en el orden material como en el simbólico (Miller, 1987; Douglas e Isherwood, 1990; Appadurai, 1991; Ewen, 1991; Trentmann, 2012).

El encuentro de los estudios históricos y sociales de la ciudadanía con los del consumo ha permitido el tratamiento de distintas temáticas: 1) las restricciones en el consumo, la agitación social y el cambio político; 2) el ascenso de la producción fabril, la masificación de las mercancías, la erosión de los privilegios derivados de la posesión exclusiva y el desmantelamiento del mundo público tradicional en beneficio de una comunidad de asalariados con aspiraciones democráticas; 3) el consumo como una actividad económica determinante en la afirmación de unas comunidades morales singulares que están en la base de distintos sistemas democráticos; 4) el consumo como práctica que permitió la aparición de nuevas formas de asociación ciudadana (como las ligas de consumidores) y que propició unas nuevas instituciones públicas (como las concernidas con los pesos, las medidas y los precios) con una incidencia sustancial en los debates democráticos; 5) el consumo como recurso para movilizar a la ciudadanía en medio de catástrofes colectivas como las crisis económicas o las guerras; 6) los usos políticos del consumo por parte de regímenes populistas, caudillistas y dictatoriales como un medio para crear imágenes idílicas de prosperidad y progreso que ocultan profundos desajustes sociales o la comisión de graves delitos; 7) las formas de tránsito de unas identidades cívicas apoyadas en la producción (con una fuerte politización de la existencia) a unas ancladas al consumo (con una marcada despolitización de la existencia); 8) el desarrollo de la publicidad como una industria que invistió al consumo como una práctica democrática y a la democracia como un objeto de consumo masivo (Bourdieu, 1991; Cohen, 2003; Jacobs, 2005; McGovern, 2006; Alonso, 2006; Trentmann, 2008; Elena, 2011; Serna-Dimas, 2012).

Los estudios han puesto de manifiesto que el repertorio de cosas disponibles en el mundo social, las condiciones de acceso a este repertorio y sus usos sociales resultan definitivos para poner en circulación unas visiones de la existencia que, en diferentes circunstancias, pueden coincidir, confrontar o incluso antagonizar con las visiones de la existencia que hacen posible la ciudadanía y la democracia. Aunque por mucho tiempo se consideró que las tensiones entre las múltiples identidades privativas ancladas al consumo y la identidad ciudadana sólo tenían consecuencias importantes en los países con democracias precarias o escasamente consolidadas (donde incluso las identidades privativas del consumo podían sustituir a la ciudadanía misma), fenómenos recientes han advertido que estas tensiones tienden a incrementarse incluso en las democracias más consolidadas. Precisamente de la exacerbación de estas tensiones por cuenta de la globalización deriva la relevancia de las relaciones entre la ciudadanía y el consumo en el mundo contemporáneo.

Uno de los temas en el cual concurren los estudios históricos y sociales de la ciudadanía y el consumo relaciona la configuración del mundo público urbano, la formación del comercio y la construcción de identidades sociales, un tema fundamental en trabajos como los de Richard Sennett (1978), Pierre Bourdieu (1991), Stuart Ewen (1991), Hannah Arendt (1993)), Jürgen Habermas (2006) y Brian Cowan (2012), entre otros. Se entiende el mundo público como el espacio social que toma forma con la presencia del extraño, esto es, el espacio material y simbólico propio de la coexistencia entre diferentes. En las sociedades tradicionales más elementales, en cuanto no existe el extraño o sólo existe bajo la forma provisional del forastero, no hay modo de hablar de un mundo público. En las sociedades tradicionales más complejas, la figura del extraño sí es recurrente, aunque sometida a unos esquemas de estratos o jerarquías derivados de unas identidades primordiales (étnicas, religiosas, culturales, económicas o incluso políticas) con pesos variables. En las sociedades modernas, el extraño está convocado a una identidad vinculante, común y superior, la identidad ciudadana, la que a su vez circunscribe, limita o restringe las identidades primordiales a unos ámbitos particulares o privados. Uno de los ámbitos que permite rastrear el tránsito, la transformación o la transfiguración del mundo público de lo tradicional a lo moderno, con lo que ello supone en el ocaso o el solapamiento de las identidades primordiales y en el ascenso de la ciudadanía como una identidad pública común, es el comercio urbano: tanto por las cosas materiales que pone a disposición como fuentes de afirmación identitaria, como por los lugares establecidos para la adquisición de estas cosas en tanto teatros para la sociabilidad de la gente (Serna-Dimas, 2006 y 2012). Este marco de referencia resulta pertinente para interrogar las relaciones entre ciudadano y consumo en una ciudad como Bogotá.

La historia social como metodología

Para esta indagación histórica-sociológica resultó propicia la historia social en tanto socioanálisis, esto es, no una historia que entiende el pasado como un conjunto de hechos sucedidos y distantes, sino una que asume que el pasado sobrevive encriptado o solapado en las estructuras y las prácticas sociales en el transcurso del tiempo hasta el presente, mimetizado en las relaciones sociales y sus lenguajes, inscrito en los procedimientos de las distintas instituciones o encarnado en los cuerpos de los agentes, una suerte de capital incorporado o de capital hecho cuerpo (Bourdieu, 1999: 126-172). La historia social implica en términos metodológicos tres momentos: 1) una restitución de la pertinencia sociológica de unos acontecimientos o fenómenos que resultan imperceptibles en su relevancia por cuenta no sólo de la familiaridad o de la banalidad que se presume tienen en la vida cotidiana, sino de los prejuicios que mantienen sobre ellos las disciplinas académicas; 2) una interrogación del espectro de naturalizaciones, esto es, de las ontologizaciones que se les han impuesto a estos acontecimientos o fenómenos, que los recubren de familiaridad o banalidad, para inquirir por las fuerzas sociales detrás de ellos; 3) una reconstrucción de los modos como estas fuerzas sociales puestas al descubierto se sostienen, se transforman o se transfiguran en el curso del tiempo hasta el presente, imponiendo la creencia social. Siguiendo esta ruta metodológica, se pudo restituir la pertinencia de los lugares comerciales y su incidencia en la construcción del mundo público.

El estudio de la construcción del mundo público, la formación del comercio y la configuración de unas identidades sociales en la ciudad de Bogotá tuvo como uno de sus desafíos indagar la cotidianidad de los lugares comerciales en tanto espacios sociales para la transacción de cosas (mercancías o bienes). Esta indagación apeló a: 1) las referencias consignadas en semblanzas pintorescas, en cuadros de costumbres y en relatos de época; 2) las disposiciones reguladoras de los lugares comerciales emanadas de las autoridades civiles, policiales, sanitarias e incluso religiosas; 3) la crónica de eventos involucrados con la vida comercial consignados en la prensa. Con estas fuentes, la investigación pudo pasar de la descripción de las costumbres a la reconstrucción de las prácticas sociales, en el sentido que las entiende Bourdieu (1980: 135-166), es decir, en tanto modos de estar en el mundo que se deben a unas creencias socialmente impuestas que son fuentes de unas visiones del mundo social. La reconstrucción histórica de las prácticas sociales de los lugares comerciales permitió esclarecer el régimen identitario propio de una sociedad de estamentos y las tensiones suscitadas por la irrupción de un régimen identitario propio de una sociedad de clases obligada a la modernización, la democratización y la ciudadanización del mundo público.

Lugares comerciales, sociabilidades e identidades en Bogotá

En la ciudad de Bogotá la configuración histórica del mundo público tuvo correspondencia con el desarrollo de seis tipos de lugares comerciales específicos: 1) la plaza de mercado y la tienda, propios de unas estructuras coloniales; 2) el almacén y el pasaje comercial, expresiones de unas estructuras decimonónicas en transición entre lo colonial y lo moderno; 3) el supermercado y el centro comercial, expresiones de la irrupción de unas estructuras modernas asociadas con el desarrollo del capitalismo industrial -una tipología basada en Richard Sennett (1978: 179-185), Stuart Ewen (1991: 99-107) , Brian Cowan (2012: 251-266) y Haupt Heinz-Gerhard (2012: 267-286)-. Cada uno de estos lugares supuso unas transacciones económicas, unos modos de relación social, unas expresiones culturales y unos mecanismos de intervención del Estado, todo lo cual modeló unas prácticas y unas identidades sociales. Aun cuando cada uno de estos tipos de comercio urbano tuvo su apogeo en un momento histórico determinado, ellos coexisten hasta la actualidad.

La plaza de mercado y la tienda

Tras la independencia de España, la situación de Bogotá cambió poco: una ciudad enclavada en las altiplanicies andinas, con abastecimientos suficientes en productos de consumo básico como los alimentos, con un inventario restringido de productos manufacturados producidos por una industria local artesanal y prácticamente ajena a productos manufacturados del extranjero. Esto condujo a que el repertorio de cosas tendiera a mantenerse en el tiempo con escasas variaciones, concediendo un altísimo valor a las cosas heredadas, permitiendo una circulación recurrente de bienes de segunda mano y haciendo común el préstamo solidario de bienes entre pares de estamento o de clase; tanto las mercancías como los nacientes derechos eran privilegios sujetos a la ascendencia del estamento, rasgo típico de unas ciudadanías prendadas a la sangre, es decir, de unas “ciudadanías sanguíneas” (Serna-Dimas, 2006: 82-95). En este contexto se entiende la ascendencia de la plaza de mercado y la tienda.

La plaza de mercado era una forma de comercio urbano con orígenes en tiempos prehispánicos pero con improntas coloniales: un espacio periódico para la comercialización de los productos obtenidos por una mano de obra rural mayoritariamente indígena, con manejos flexibles en la tasación y el precio de las mercaderías, donde la apariencia, el estatus y el prestigio de los clientes resultaban determinantes en el ejercicio del toma y daca que entrañaba el acto de compra y venta (el regateo o recateo), y donde el Estado tenía una injerencia que se limitaba a la obtención de tributos y a la vigilancia del orden público (cfr. Ortiz, 2009). En los primeros años de la república, el mercado se realizaba en la Plaza Mayor o de la Constitución, que era al mismo tiempo el escenario principal de la vida social, la devoción religiosa, la disciplina cívica y la deliberación política. Charles Stuart Cochrane, un inglés que recorrió el país en los primeros años de la república, dejó la siguiente descripción del mercado semanal:

El viernes es el día del gran mercado semanal; comienza desde antes del amanecer y continúa hasta el medio día en la plaza principal. El mejor sitio para observar toda la actividad del mercado es desde el tejado plano de la catedral. Desde allá se observa por un lado al colombiano pobre adquiriendo con ansiedad sus provisiones y por el otro lado al vendedor, generalmente un campesino vigoroso, de contextura fuerte, que afanosamente trata de obtener un alto precio por su mercancía, y con la agilidad de un judío discute con astucia por el último centavo, a veces dando al cliente el consejo de comprar en otra parte, con la esperanza de que luego éste regrese pagando el precio antes dicho. Algunas veces, en medio del trajín, una campana anuncia la llegada de la santa hostia; inmediatamente todo el mercado se pone de rodillas y le reza a un santo devoto. La guardia presenta armas y toca el tambor. A los extranjeros no se les exige que se pongan de rodillas, pero sí que se quiten el sombrero (Cochrane, [1825] 1994: 167-168).

Desde mediados del siglo XIX, al mercado semanal se le acusó de perpetuar los peores vicios del pasado y afrentar las costumbres vigentes; las viejas costumbres coloniales eran cada vez peor vistas en medio de la transición de una antigua sociedad estamental a una naciente sociedad de clases. Ante esto, se dispuso su renovación, lo que implicó su traslado permanente a las galerías de los hermanos Arrubla en 1864, la creación de una oficina de almotacén responsable de imponer el sistema oficial de pesos y medidas en 1866, y la autorización a la policía para la vigilancia de las condiciones de higiene y precios. Con la renovación de la plaza principal surgieron igualmente nuevas plazas de mercado en los extremos de la ciudad. La nueva plaza de mercado de La Concepción o Plaza Central de Mercado fue un intento por crear un espacio comercial republicano, promotor de una reforma en las costumbres sociales y en las disposiciones cívicas y con una intervención decidida del Estado. Sin embargo, desprendida de la Plaza Mayor, alejada del atrio de la iglesia o del altozano, que fuera el lugar de la tertulia de la sociedad patricia bogotana, el mercado fue perdiendo su relevancia como lugar de socialización de las apariencias y de ostentación del estamento (Barrera, [1866] 1973: 7-8).

Los años veinte trajeron un aumento de las relaciones asalariadas y una incorporación importante de nuevos consumidores a la ciudad, lo que supuso un desafío para las plazas de mercado existentes, las cuales fueron incorporadas a un amplio programa de mejoras públicas. No obstante, estas mejoras fueron insuficientes ante el incremento en la demanda de productos y la masificación de la clientela. Una década más tarde, el deterioro físico de las plazas y la profusión de malas prácticas, como el tratamiento antihigiénico de los productos, la alteración dolosa en los sistemas de pesos y medidas y los aumentos arbitrarios de precios, en un contexto de encarecimiento del costo de vida, llevaron a medidas extremas por parte del gobierno nacional y municipal, como la designación de curas párrocos y amas de casa como inspectores de policía para el control de precios; el alcalde Jorge Eliécer Gaitán dispuso detectives encubiertos para capturar a acaparadores y especuladores.

Desde finales de los años treinta, con la aparición de las primeras facultades de arquitectura inspiradas en el modernismo, las críticas contra las plazas de mercado se hicieron más recurrentes, pues eran consideradas como la muestra más palpable de una ciudad atrasada. En 1942 el municipio decidió prescindir de nuevas inversiones en plazas de mercado, robustecer sus aportes a una nueva entidad denominada la Cooperativa de Consumo de Bogotá, y proyectar la construcción de una gran central de abastecimiento moderna.3 La revista Proa, crítica acérrima de la ciudad existente y convencida del carácter revolucionario de la arquitectura y el urbanismo modernos, plasmó lo que sería este cambio a través de los sueños y pesadillas de una mujer ficticia, La Plaideuse:

PESADILLA. Me dormí profundamente, pero el sobresalto me despertó… Acababa de transitar por un antro de repulsiva suciedad… Semejaba ser la guarida de espantables brujas… Era un ambiente pleno de estrépito, de suciedad, de pestilencia y de inmundo desorden, donde seres haraposos portando en la cabeza desgraciados atados se confundían aquí y allá con fardos hediondos, con trozos de carnes sanguinolientas [sic] y putrefactas… Yo era empujada hacia un lugar colmado de detritus en descomposición, resbaladizos y repugnantes… Mi situación era difícil… Me había colocado en posición tal que no podía escapar. Sin embargo debía lograr un propósito: obtener mi mercado; pero, ¿cómo? No podía moverme y una lluvia triste, por otra parte, inundaba todo. Traté de escoger y negociar, pero todo esfuerzo era inútil… Una “revendedora” hurlaba [sic] con su pregón indeterminado… Le encontré semejanza con aquellas del séquito que acompañó a Luis XVI a la guillotina. // El hacinamiento continuaba y nada había podido comprar… De repente, un empujón me incrustó entre dos bultos de legumbres y allí permanecí recelosa y quieta; tenía miedo de moverme… Más tarde, con un gran esfuerzo logré vencer tantos inconvenientes y a la ligera escogí algo, quise pagar pero mi dinero había sido hurtado… // La angustia me despertó. // Acababa de soñar con la plaza de mercado de Bogotá. // Las brujas viven mejor… (Amorocho et al., 1946: 26).

Y proseguía:

SUEÑO. Otra noche también soñé, pero el escenario fue distinto: una vasta y clara galería semejante a los hangares de los aviones me esperaba con amplias puertas abiertas. Todo era luz, todo era brillo: la bóveda en cristales difundía generosa claridad sobre pasadizos, cuyos pisos eran en cerámicas de alegres colores. // Avancé emocionada hacia los tentadores mostradores. Me entusiasmé con tan hermosas y ordenadas pilas de coliflores y tomates bermejos… Con las canastillas de zanahorias enmarcadas con verdes y frescas lechugas. Aquí y allá toda clase de tentadoras frutas procedentes de variadas regiones. // La escena parecía una tela de Gauguin, hecha viva por los colores y perfumes tropicales de las piñas, los mangos y curubas. El escenario era de apetitosa belleza. // Me conduje luego entre una sinfonía blanca: la blanca leche, los blancos huevos, quesos y mantequillas blancas… // Pero todo esto fue apenas el comienzo del menú porque después grandes escaparates con instalaciones frigoríficas exhibían, libres de malos olores, apetitosas porciones de carnes, alineadas como muñecas en un almacén de juguetes, y provocativas como para colocar al sartén. // Hice un agradable paseo, compré con calma y planeé cuidadosamente la selección de manjares exquisitos, creo que hasta entoné una alegre tonada… Así me desperté… Pasé el día bajo la influencia de mi sueño y mi canción… ¡Damas de Bogotá! ¡Amas de casa! Les propongo iniciar una revolución. // Unidas y organizadas podremos abolir la pesadilla cotidiana, la jaqueca permanente motivada por el mercado, y que repercuten lamentablemente sobre nuestras alegrías de vivir, sobre nuestro buen humor y sobre nuestros denarios… // ¡Emprendamos una cruzada de protesta! Pidamos la transformación de los mercados… Obtengamos la realización de ese anhelo de aseo y orden que todas tenemos… (Amorocho et al., 1946: 26).

Las críticas a las condiciones de la Plaza Central de Mercado, su señalamiento como una de las causas más importantes de las epidemias que aquejaban a la ciudad, su estigmatización como lugar de las peores costumbres, pero sobre todo su vinculación con los eventos catastróficos del 9 de abril de 1948, el llamado Bogotazo, llevaron a que desde finales de los años cuarenta se decidiera su cierre definitivo y su sustitución por plazas de mercado modernas en distintas zonas de la ciudad. El acuerdo 6 del 2 de febrero de 1949 dispuso la creación de una Central de Abastecimiento Municipal para sustituir las plazas de mercados. La medida tuvo resistencia tanto de los vivanderos que se rehusaban a abandonar su lugar de trabajo como de la Federación Nacional de Comerciantes (Fenalco), que no veía con buenos ojos intervenciones de fuerza contra el comercio. No obstante, el gobierno militar que tomara el poder en junio de 1953, por medio del decreto 463 del 16 de julio de 1953, dispuso el cierre de la Plaza Central y la reubicación de los vivanderos en un pabellón adjunto a la Plaza España. El alcalde Cervantes decía:

Vamos a pedir de una manera especialísima a los vivanderos, pero también al público, que extremen la educación, que sean correctos y cultos. Al público que no se demore demasiado vacilando entre un fruto u otro, entre una u otra lechuga; a los vendedores que no se impacienten y que sean atentos, lo que, por otra parte, es la mejor manera de vender. La plaza Cabrera se ha hecho a una clientela precisamente por eso. Por la cultura de los vendedores. Y vamos a pedir aseo a todos. Un mercado aseado da a una ciudad un aspecto digno, alegre y bueno… (Pardo, 1953: 3).

El nuevo pabellón fue insuficiente para garantizar el abastecimiento en productos básicos en una ciudad en expansión. Esto incidió en el deterioro físico de la Plaza y en la proliferación de problemas de higiene y seguridad. Ante esto, los gobiernos nacional y distrital, junto con la iniciativa privada, emprendieron en 1970 la construcción de un centro de acopio en el occidente de la ciudad, el cual, por escritura 4212 del 6 de marzo de 1972 de la Notaría 4 de Bogotá, quedó bajo la administración de la Corporación de Abastos de Bogotá (Corabastos). La Central de Corabastos fue inaugurada el 20 de julio de 1972. Los minoristas de la Plaza de España que no tuvieron espacio en Corabastos fueron ubicados en un lote que perteneciera a los Ferrocarriles Nacionales, dando origen a la Plaza de Mercado de Paloquemao (Guarín, 1972: 1-B). En síntesis, la plaza de mercado había dejado de ser el escenario de exposición de la sociedad estamental para convertirse en un lugar estrictamente comercial.

Otra forma de comercio urbano heredada de la colonia fue la tienda, un establecimiento destinado a la compra, venta, permuta, empeño y remate de todo tipo de mercancías manufacturadas. La tienda tradicional fue un lugar destinado a la circulación permanente de cosas nuevas y usadas, propicio en un contexto escaso en industrias manufactureras y sometido a fuertes restricciones proteccionistas. Cochrane dejó la siguiente descripción de estas tiendas, a las que calificó como almacenes:

Los almacenes [tiendas] están situados a derecha e izquierda de la entrada principal de las casas; para este propósito, el primer piso de todas ellas es sacrificado. Por regla general, la familia habita las habitaciones del segundo piso, sobre el lado que hay hacia la calle. Alrededor del jardín o patio, están ubicadas las habitaciones recepción [sala] y frente a la entrada de la casa las habitaciones de la servidumbre. En las casas muy grandes puede haber un segundo patio donde se encuentran las piezas de la servidumbre, los establos, la lavandería, etcétera… Todos los almacenes, con pocas excepciones, son solamente tiendas de abarrotes… (Cochrane, [1825] 1994: 169-170).

Más adelante añadía:

Los nativos, quienes no tienen acceso ni al gobierno ni al clero ni a la milicia, generalmente montan una especie de almacén o tienda que ellos mismos atienden, detrás de un mostrador, hasta la una de la tarde. Sus negocios no son, de ninguna manera, improductivos, la mayoría de las veces le ganan a cada artículo que venden hasta un cien por ciento. A la una en punto cierran sus almacenes y se retiran a comer y luego hacen la siesta... (Cochrane, [1825] 1994: 188).

La tienda era un lugar donde la apariencia, el estatus y el prestigio de los clientes permitían establecer unas jerarquías que determinaban el tipo de atención por parte del tendero. Estas relaciones jerarquizadas jugaban un papel fundamental en el regateo, en la definición de la auténtica clientela y en el establecimiento de unos círculos de proximidad que eran indispensables para una de las funciones de la tienda neogranadina: la tertulia. Valga señalar que el Estado tenía escasa injerencia en las tiendas, lo que las hacía proclives a la animosidad política.4 José Manuel Groot dejó una célebre descripción de una de estas tiendas, la de don Antuco:

Don Antuco vende poco; su negocio consiste en revender babuchas de cordobán, botines de becerro y botas de cañón de vaqueta, amén de otros artículos que allí yacen relegados de tiempo atrás, como algún almirez arrumbado, alguna campana, libros en folio como las Pandectas; un sombrero a la Bolívar, algunos cubanos de la pelea pasada, un escritorio con embutidos de hueso y varios santos que han ido de fiadores por algunos reales y se han quedado allí en el Limbo sin tener quien los saque. Cierto es que hay otros efectos de expendio, aunque elevados a la segunda potencia. Allí se ve el maguey claveteado de armellas y tijeras mohosas; la gradera con algunas ruedas de cinta empolvadas; tinteros de cacho, petaquitas de Pandi, cargadores y lazos… // La tienda de don Antuco es de gran fondo y trastienda; el techo es alto y ahumado. No se ve allí como en todas las demás tiendas un cartel diciendo en letras gordas: “La tertulia perjudica”, porque don Antuco gusta mucho de ella y antes bien, lejos de desterrar de ese modo brusco a los inocentes desocupados que ningún crimen cometen con el hecho de no hacer nada, les tiene puestos asientos en los oscuros recovecos que hay a un lado y otro de la puerta. Estos asientos son cuatro: un barril bocabajo; una caja de nogal; una petaca de cuero y un taburete de fornida armazón forrado en lustrosa y recurrida vaqueta cuyo asiento, con el continuo uso, está hecho artesa y es comodísimo mueble (Groot, [1866] 1973: 14).

Pero la vieja tienda colonial entró igualmente en crisis cuando tuvo que enfrentar la competencia de los almacenes que aparecieron en la ciudad en la segunda mitad del siglo XIX. La tienda persistió en el tiempo entre los callejones del centro de la ciudad, custodiando manufacturas antiguas o incorporando unas nuevas; algunas tiendas se convertirán en los famosos almacenes de chuchos o de chucherías. Sobre todo, ella reaparecerá en una forma renovada desde comienzos del siglo XX, vinculada ahora con los barrios populares de las nuevas periferias urbanas, conservando unos rasgos antiguos, como cierta flexibilidad en las transacciones económicas y su carácter de entorno de sociabilidad vecinal, propicio para la discusión política, lo que terminará asociándola a no pocas víctimas durante la Violencia. Para los años cuarenta, Francisco de Abrisqueta dejó una descripción de “las tiendas de barrio”:

Las principales tiendas y expendios comercian en [los principales accesos a los barrios populares]. A medida que penetramos en las vías transversales alejándonos del centro del barrio hacia sus extremos semiedificados y generalmente no urbanizados, la categoría económica de sus habitantes va disminuyendo. El mismo fenómeno que en el conjunto de una ciudad. Las tiendas en estos límites son menos numerosas y pobremente dotadas. Es común no encontrar en ellas todos los artículos que se investigan para el costo de vida. Los expendios de carne y leche se vuelven raros. Los precios mismos ofrecen alguna diferencia bien dentro de una misma unidad comercial o al por menor… (Abrisqueta, 1944: 21-22; cursivas mías).

Para Leonor Sánchez, en las tiendas de barrio se sintetizan diferentes lugares sociales, económicos y políticos:

Las tiendas actuales se conformaron a través de los años, adquiriendo elementos del comercio indígena, con respecto a la forma de negociar e intercambiar bienes y servicios. De la tienda de rayas adquirieron el sistema de crédito, de la plaza la función social, como lugares de comunicación y aprovisionamiento, y de las chicherías la función cultural, en el sentido de reunir gentes de la misma región con costumbres similares… (Sánchez, 1994: 263).

El almacén y el pasaje comercial

Desde mediados del siglo XIX, Bogotá tuvo cambios importantes. Por un lado, la regularización de la navegación por el río Magdalena y la creación de empresas comerciales alrededor de diferentes materias primas de tierra caliente con alta demanda internacional redundaron en un aumento importante de la riqueza privada urbana; por otro lado, la misma navegación por el río Magdalena, la mejora en algunos caminos, la eliminación de aranceles y la expansión comercial de los países en proceso de industrialización permitieron la aparición en la ciudad de un repertorio de productos importados por modernas casas comerciales, lo que significó una amenaza tanto para los artesanos como para los comerciantes tradicionales.5 Esto condujo a que el repertorio de cosas tendiera a transformarse de manera importante entre las élites urbanas, replegando la ascendencia de los bienes heredados, así como los de segunda mano, concediendo un altísimo valor a los bienes importados y haciendo común la competencia de objetos suntuarios entre pares de estamento o de clase, tanto más entre unas burguesías en ascenso decididas a que sus rentas les garantizaran los privilegios que les estaban negados por la sangre: la aparición de “la ciudadanía rentista” (Serna- Dimas, 2006: 158-164). Para la clase media urbana, denominada “la clase empleada”, aparecieron los primeros bienes aspiracionales, como trajes y muebles. En este contexto adquirieron ascendencia el almacén y el pasaje comercial; como una variante de este último, el bazar.

El almacén, el pasaje comercial y el bazar fueron unas formas de comercio urbano importadas de las grandes metrópolis del siglo XIX, que representaban un espacio de comercialización tanto de los bienes exóticos procedentes de los confines de los imperios como de los bienes producidos por la industrialización puestos a disposición para un público masivo. Como refiriera Richard Sennett (1978: 179-180) , la fábrica en el orden de la producción tuvo como complemento al bazar en el orden del consumo. En Bogotá, el almacén, el pasaje comercial y el bazar fueron en su origen el espacio de comercialización de los productos manufacturados artesanalmente, así como de los productos manufacturados en el extranjero, con manejos fijos de pesos, medidas y precios, con clientelas relativamente definidas o segmentadas, con restricción del toma y daca en el acto de compra y venta, y con una presencia indirecta por parte del Estado.6

El almacén moderno apareció en la ciudad a mediados del siglo XIX, en unos casos como una evolución de la vieja tienda familiar, en otros casos como un negocio de carácter empresarial. A diferencia de la vieja tienda colonial, un depósito de cosas susceptibles de distintas transacciones, el almacén moderno supuso una adecuación de un lugar de exposición de mercancías destinadas exclusivamente a la venta. Para la adecuación de los almacenes resultó determinante la introducción del vidrio para vitrinas y estantes, una de las innovaciones más resistidas en la ciudad hasta mediados del siglo XIX. El pasaje comercial apareció por la misma época: una forma de emular los famosos pasajes parisinos, un recurso para abrir espacios en el comercio de la ciudad a gente de otras regiones y países, y estrategia idónea para resolver el creciente problema de espacio en las calles céntricas de la ciudad; de hecho, el pasaje comercial, al aglomerar diferentes almacenes, supuso romper definitivamente el vínculo entre la casa y el negocio. A finales del siglo XIX, la ciudad contaba con cinco pasajes comerciales: Gómez, Hernández, Navas, Rivas y Cuervo (Mejía Pavony, 1998: 219; Suárez, 2010).

Una de las variantes del pasaje comercial fue el bazar, un almacén con diversidad de secciones, una suerte de tienda por departamentos, aunque esta sólo aparecerá en la ciudad en 1953 con la apertura de una sucursal de la Multinacional Sears en las nuevas urbanizaciones alrededor del antiguo hipódromo (Paredes, 1978). El más famoso de estos bazares fue el Veracruz, propiedad de la organización industrial de Leo Kopp. En uno de sus boletines de lanzamiento, en julio de 1899, se leía:

EL BAZAR VERACRUZ. Tenemos el gusto de ofrecer á nuestra clientela y al público en general, un abundante y variado surtido de mercancías que se renovará constantemente. Las ventas se harán de contado, por mayor y por menor. Al por menor se vende por metros y yardas. NUESTRO SISTEMA ES VENDER BARATO PARA VENDER MUCHO. Los precios son módicos y los más bajos de la plaza. Garantizamos la buena calidad de nuestros artículos. Todas las mercancías son importadas directamente. No vendemos mercancía averiada. El Bazar Veracruz está dividido en tres pisos y cada serie de artículos congéneres se halla en su departamento especial. Los empleados tienen el gusto de atender igualmente á todas las personas que vayan al Bazar, sea que entren por pasear el Almacén ó por hacer compras (Anónimo, 1899: 26).7

No obstante, almacenes y pasajes tuvieron que enfrentar las crisis económicas de las primeras décadas del siglo XX, la aparición de nuevos entornos comerciales en el norte de la ciudad y el deterioro del centro tradicional, sobre todo tras los acontecimientos del 9 de abril de 1948. Además, la idea persistente entre diferentes comerciantes tradicionales de que a cada cliente debía tratársele según su estatus y prestigio resultó catastrófica ante unos nuevos comerciantes foráneos que prescindieron de creencias de extracciones coloniales, convirtiendo a cualquier paisano en un cliente respetado. Los pasajes venidos a menos adquirieron un nuevo vigor cuando fueron convertidos en el lugar propicio para las manufacturas artesanales o para “las chucherías”, en algunos casos participando de las formas sociales que eran propias de la plaza de mercado (Suárez, 2010: 21).

El supermercado y el centro comercial (plaza comercial)

Desde mediados del siglo XX, la ciudad entró en un proceso de urbanización que desafió como nunca antes el abastecimiento de productos como los alimentos. Por otra parte, la sustitución de importaciones trajo consigo una industrialización limitada que, junto con el contrabando, permitió la masificación de productos nacionales y la introducción de productos extranjeros, en particular de electrodomésticos en los denominados “Sanandresitos”, almacenes informales ubicados en las calles que otrora fueran parte del mercado en la Plaza España. La masificación suscitó en principio el llamado a una ciudadanía más informada que debía cuidar conquistas sociales como el salario -conquista propia de las denominadas “ciudadanías sociales” (Serna-Dimas, 2006: 204-208)-, pero progresivamente dio paso a una ciudadanía más decidida a hacerse con productos masivos con altos costos de adquisición como medio de afirmar cierto estatus y prestigio. De hecho, cuanto más se cerraba la vida pública por cuenta de fenómenos como la violencia, tanto más se reforzaban la vida privada y el consumo como fuente de estatus y prestigio, lo que será característico de las “ciudadanías gerenciales” hasta el presente (Serna-Dimas, 2006: 239-249).

La situación de las plazas de mercado, su entorno problemático en unos casos y su distancia de los nuevos barrios residenciales en otros, permitieron que antiguos almacenes de abarrotes fueran ampliados, lo que dio origen a los primeros supermercados, lugares para el abastecimiento de productos de consumo básico, con mínima interrelación o con una interrelación meramente protocolaria entre el vendedor y el comprador, con estanterías dispuestas para el acceso directo por parte de los clientes y con unos sistemas de pesos, medidas y precios estandarizados (el regateo fue sustituido por la oferta o la promoción). El supermercado supuso un cambio sustancial en el mercadeo de productos de consumo básico que, por los costos que suponían en espacio, infraestructura y contratación de empleados, tenían precios más altos que las plazas de mercado y los almacenes de abarrotes tradicionales, siendo por ello destinados para unas zonas urbanas y unas clases sociales específicas. En Bogotá el primero de estos nuevos establecimientos tuvo su origen en el almacén de abarrotes conocido como El Escudo Catalán, el cual fue abierto en 1907 para la venta de licores, encurtidos y otros productos importados. Este viejo almacén de abarrotes cambió su razón social a la de Carulla, el primer “mercado estilo americano” de la ciudad, el cual abrió sus puertas en 1953 (Acevedo, 2004).

No obstante, el impulso más importante a la masificación de los supermercados sucedió en los años sesenta, gracias a la aparición de las cajas de compensación familiar, creadas por el Decreto 118 del 21 de junio de 1957. En 1959 apareció el primer supermercado de la Caja de Compensación Familiar (Cafam) y un año después el primero de la Caja Colombiana de Subsidio Familiar (Colsubsidio). Aunque desde entonces hubo un incremento importante en los supermercados, todavía a mediados de los años ochenta eran especies comerciales, si no exclusivas, por lo menos muy localizadas. Aún entonces se daban instrucciones sobre las ventajas de los supermercados y sobre la manera de hacer mercado en ellos. En una separata especial de El Tiempo se leía sobre las ventajas del supermercado lo siguiente:

Libertad de elección. Brinda la comodidad para escoger lo que uno quiere a su antojo. // Libertad de decisión. Permite decidir qué necesita, qué le gusta, qué prefiere. // Libertad de compra. Permite decidir qué comprar, cuánto comprar, cuánto gastar. // Variedad y comodidad. Ofrece acceso fácil a todos los productos existentes en cada área de especialidad, bien expuestos, bien presentados, bajo un mismo techo… // Aseo e higiene. // Tiempo y eficiencia. Ofrece mayor facilidad para localizar la mercancía, mayor eficiencia y ahorro de tiempo al permitir hacer las compras en un solo lugar y hacer un solo pago.

// Permite una relación más directa con el comprador y los objetos que éste va a adquirir. // Precios fijos dan tranquilidad y confianza y eliminan el regateo… (Ettica, 1984: 2-C).8

Aunque el supermercado parecía un lugar común, donde parecían neutralizadas definitivamente las diferencias entre los clientes, donde estaban dispuestas las condiciones para el ejercicio de compra ideal -información objetiva en ausencia de vendedor o vivandero-, es cierto que éste tenía en su base varios factores enclasantes: la ubicación en la ciudad, el carácter de los productos y el manejo de precios. Esto condujo a que no fuera lo mismo ser comprador del Idema, de Cafam o de Carulla. En la crisis de la Cooperativa de Consumo, uno de los argumentos esgrimidos fue la decisión de las personas de optar por otros supermercados menos vinculados con lo masivo o lo popular.

La principal innovación del comercio en las últimas décadas del siglo XX fue el centro comercial. En países como Estados Unidos, el centro comercial fue la estrategia para rehabilitar los almacenes sin deshabilitar las ventas masivas, para singularizar los productos sin desvirtuar su carácter seriado, para fidelizar a los clientes sin prescindir de la masa; por último, el centro comercial permitió pasar de un comercio que ofrecía productos individuales a uno que ofrecía auténticos estilos de vida a las masas de manera indiscriminada (Alonso, 2006: 134). En Bogotá el primer centro comercial fue Unicentro, que abrió sus puertas en 1976. Las impresiones de los primeros visitantes ciertamente respondieron a las pretensiones del nuevo centro comercial:

“Me da pena decirlo, pero aquí no se siente uno en nuestro lindo país colombiano”, fue la sonriente apreciación de un alto personaje de la industria mientras observaba con detenimiento los mármoles y plaquetas de acero inoxidable que fueron dispuestos geométricamente en los techos. // Otras personas dijeron sentirse “libres”, con amplitud de espacio para caminar y respirar y no faltaron quienes calificaron la obra de “ostentosa”… (Levy, 1976: 11-A).

Tras Unicentro, la ciudad se vio inmersa en las décadas siguientes en un desarrollo desaforado del centro comercial, que respondió al deterioro de la calle como entorno natural del comercio, al incremento de la inseguridad urbana, a la profundización de la segmentación y la segregación social en la ciudad y a las propias políticas de liberación económica y apertura comercial que permitieron el ingreso de grandes cadenas comerciales al país. En una ciudad marcada por el temor recurrente al extraño, el centro comercial como lugar de consumo privilegiado será definitivo en la afirmación del sistema de estratos; esta clasificación inventada por el Estado para implantar una política diferencial de cobros y subsidios entre la población se convirtió en toda una identidad social para los ciudadanos (Uribe y Pardo, 2006: 169-203). Así, el estrato, identidad atada al consumo, inseparable del lugar en el que se vive y se compra, se convirtió en toda una mediación de la condición ciudadana.

Conclusión

La historia social señala que los lugares comerciales son espacios donde unas prácticas sociales específicas pueden poner de manifiesto las líneas social y culturalmente demarcadas entre el ámbito de los derechos y el ámbito de las mercancías. Por un lado, los lugares comerciales entrañan los espacios donde los distintos grupos, estamentos o clases sociales objetivan material y simbólicamente no sólo sus necesidades, sino sus medios para resolverlas. En la sociedad estamental nada delata más la supremacía de un grupo que su capacidad de prescindir de las mercancías para resolver sus necesidades, en tanto que en la sociedad de clases nada la delata más que la posibilidad de acceder a mercancías incluso en independencia de cualquier necesidad. Por otro lado, los lugares comerciales entrañan los espacios donde los distintos grupos, estamentos o clases objetivan material y simbólicamente a los otros y a ellos mismos; en la sociedad estamental sólo excepcionalmente hay relaciones mediadas por la mercancía, en tanto que en la sociedad de clases sólo excepcionalmente hay relaciones que no sean mercancías ellas mismas.

En contextos caracterizados por unas estructuras de derechos fuertes o consistentes, que ofrecen las garantías fundamentales para la existencia inmediata, las visiones del mundo social propias de la identidad ciudadana, esas que hacen admisible la coexistencia con el extraño en independencia de cualquier singularidad social, económica, política y cultural, se mantienen por encima de los atributos provisionales o accidentales que pueda ofrecer el acceso a las mercancías. Por el contrario, en contextos caracterizados por unas estructuras de derechos débiles o insuficientes, que no ofrecen mayores garantías para la existencia inmediata, las visiones y divisiones del mundo social propias de la identidad ciudadana se tornan frágiles, las singularidades de la alteridad se erigen como improcedentes, espurias o amenazantes, y los atributos provisionales o accidentales del consumo se imponen como fundamentales, erigiendo unas identidades privativas decididas a hacer y hacerse a un mundo público a su medida. Bien se puede decir que un país como Colombia participa más del segundo escenario, con una identidad ciudadana depauperada que cotidianamente es sustituida de manera arbitraria por todo tipo de identidades privativas; tanto así, que no es aventurado señalar que se extrañan más las cosas que los derechos o que se transan con relativamente facilidad los derechos por simples cosas.

Ahora, este balance entre las identidades privativas y la identidad ciudadana sólo se puede entender reconstruyendo la manera como históricamente una sociedad de mayorías pobres y de élites aisladas se vinculó con el repertorio de las cosas materiales disponibles, convirtiéndolas en indicadores expeditos de la condición y la ascendencia social. Los lugares comerciales, por su propia composición física, por las materialidades que administran, por las relaciones sociales que les dieron forma, incluso por las edificaciones que los albergan hasta el día de hoy, son espacios que preservan esa historia entre escaparates, que no es otra que la historia de la pugna entre las pretensiones de unas identidades privativas y las dificultades de una identidad ciudadana por hacerse un mundo público para ellas.

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1Sobre las visiones ejemplares o formalistas de la ciudadanía y su incapacidad para reconocer las contingencias históricas, sociales y culturales, véase Procacci (1999). Los efectos de las antinomias que distancian de modo casi absoluto la ciudadanía y el consumo son evidentes en análisis como los de García-Canclini (1995: 13-37), cuando considera que en América Latina somos ciudadanos del siglo XVIII y consumidores del siglo XXI; bien se puede decir que mantenemos las pretensiones de consumo de las castas del siglo XVIII en la medida que no tenemos las garantías en derechos ciudadanos propias del siglo XXI.

2La relación entre la historia y la sociología estuvo señalada durante décadas por la concepción que asumía que la primera proveía el pasado necesario para la realización de pruebas y la construcción de tipos para las indagaciones que hiciera la segunda desde el presente. Esto cambió gracias a diferentes aportes tanto desde la historia como desde la sociología: desde los que reconocieron la historicidad de las estructuras y prácticas del presente sociológico hasta los que identificaron el papel del presente sociológico sobre la historicidad del mundo social, por pretérito que éste fuera. Al respecto puede verse Koselleck (2001) y Bourdieu y Chartier (2011). Precisamente, de las viejas relaciones entre la historia y la sociología salieron las definiciones universalistas clásicas de la ciudadanía, las cuales son desafiadas por enfoques como la historia social, que hacen evidentes las condiciones histórico-sociales que desde las profundidades del pasado modelan la ciudadanía en cada mundo social singular.

3La Cooperativa de Consumo de Bogotá fue una entidad de carácter semioficial que pretendió garantizar el abastecimiento a las clases populares a bajos precios, con almacenes de abarrotes ubicados en diferentes barrios de la ciudad. La entidad, creada en 1942, tuvo una existencia azarosa, con dificultades administrativas, restricciones en el abastecimiento, corrupción rampante y escasa capacidad de competencia ante las plazas de mercado y los restantes almacenes de abarrotes privados, lo que condujo a su liquidación final en 1962. A la Cooperativa de Consumo se sumó desde 1944 el Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema), responsable de adquirir productos básicos directamente del productor eliminando intermediaciones, de almacenar excedentes para regular precios y de abastecer a minoristas y particulares, también como parte de los esfuerzos de los gobiernos por contener los incrementos en el costo de vista. El Idema, expuesto a problemas semejantes a la Cooperativa, desapareció con las medidas de liberación económica de los años noventa (Ballesteros, 1998).

4Esto en un contexto donde viejas formas de sociabilidad urbana procedentes de la colonia se erigieron en el marco para la construcción de nuevas formas de asociación civil (cfr. Ortega, 2017).

5Desde mediados del siglo XIX, las reacciones de los comerciantes bogotanos contra la competencia extranjera fueron diversas. Entre ellas: el señalamiento de no respetar las fiestas religiosas, maltratar a los empleados, competir de manera ilegal con promociones, perjudicar a los clientes con créditos o incluso afectar con su sola actividad la nacionalidad. Detrás de estas reacciones estuvieron unos comerciantes nacionales caracterizados por sus viejas rutinas, como la siesta de medio día o el descanso dominical, los pésimos modales, la calidad de la atención en función del estatus o el prestigio de sus clientes y su reticencia a formas de comercio moderno como las ventas puerta a puerta, las promociones, las devoluciones y los créditos. Sobre la ausencia de mentalidad competitiva en el comerciante bogotano hasta bien entrado el siglo XX, véase Kalmanovitz (2005: 349-350).

6La organización del creciente comercio urbano en estos años corrió en principio por cuenta del Estado, que dispuso leyes y decretos para configurar asambleas de comerciantes, estipular iniciativas en pro de la actividad, regular funciones, etcétera. Esto fue así hasta la creación de la Cámara de Comercio de Bogotá en 1878, un esfuerzo de agremiación de los propios comerciantes para enfrentar los costos de impuestos y contribuciones sobre las mercancías, las precariedades de las vías de comunicación y de los medios de transporte, las arbitrariedades de las autoridades federales y las complicaciones suscitadas por las guerras civiles (Casas, 1978: 40-46).

7Este texto es parte de la publicidad que aparece en uno de los boletines del Bazar Veracruz.

8Ettica era el seudónimo con el cual firmaba el columnista de la sección de entretenimiento del diario en ese entonces.

Recibido: 13 de Marzo de 2018; Aprobado: 05 de Diciembre de 2018

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