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Revista mexicana de sociología

On-line version ISSN 2594-0651Print version ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.80 n.2 Ciudad de México Apr./Jun. 2018

 

Artículos

Máscaras masculinas de violencia. Sociología visual de pandilleros en México1

Men´s masks of violence. The visual sociology if gangs in Mexico

Henry José Moncrieff Zabaleta* 

Omar García Ponce de León** 

* Doctorante en Sociología, Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México. Temas de especialización: violencia, juventudes, masculinidades, sociología visual. Avenida del Aspirante s/n, Coyoacán, Ciudad Universitaria, 04530, Ciudad de México.

** Doctor en Sociología por la Universidad de Barcelona. Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Facultad de Estudios Superiores de Cuautla. Temas de especialización: sociología visual, sociología del conocimiento, sociología de instituciones de educación superior. México-Oaxaca 218, Plan de Ayala, 62743, Cuautla, Morelos


Resumen:

Este artículo presenta una reconstrucción etnográfica y visual de la intersección entre violencia y masculinidad. Incorpora narrativas fotográficas como un elemento de sociología visual sobre la construcción cultural de la violencia masculina en la cotidianidad de jóvenes pandilleros en una ciudad pequeña de la provincia de México (Cuernavaca). Utilizamos la metáfora de Goffman sobre el drama y el teatro con la intención de entender sociológicamente las interacciones y el performance de los pandilleros. Los conceptos de fronstage, outside y backstage nos permitieron contextualizar los orígenes de diferentes formas de violencia que se incorporan en un performance de masculinidades.

Palabras clave : masculinidad; juventud; violencia; sociología visual; etnografía urbana

Abstract:

This article presents an ethnographic and visual reconstruction of the intersection between violence and masculinity. It incorporates photographic narratives as an element of visual sociology to understand the cultural construction of violence and masculinity in the everyday lives of young gang members in a small urban city in the province of Mexico (Cuernavaca). We use Goffman’s metaphor of drama and theater to understand the social interactions and performance of young gang members. The concepts of frontstage, outside and backstage enabled us to contextualize the origins of the various forms of violence incorporated as part of the performance of masculinities.

Key words : masculinity; youth; violence; visual sociology; urban etnography

Cuernavaca. Escenario de precarización y violencia para la juventud

En los últimos años, la sociedad mexicana ha constituido parámetros socioculturales y económicos que implican escenarios legítimos para el crimen. Azaola (2012) analiza este escenario a partir de la impunidad producida por la economía narcotraficante (exportadora de drogas al vecino Estados Unidos), cuestión que se enmarca en la intensificación de la delincuencia a raíz de la guerra frontal declarada en el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) contra el crimen organizado en México. La violencia se ha complejizado a través de una paralegalidad constituida por el crimen organizado (Reguillo, 2012). Esta cultura fuera de las leyes formales se vuelve también política. En el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018) el gobierno ha ocultado información pública. Según informes de Amnistía Internacional (2014) y Open Society (2016) hay más desaparecidos en lo que lleva el sexenio de Peña Nieto que en todo el periodo de Calderón; en estos últimos tiempos los homicidios (y feminicidios) han aumentado de forma considerable.

Este paisaje del narcotráfico circunscribe la historia reciente de la ciudad de Cuernavaca. La llamada “paz de los cárteles” se vio truncada debido al asesinato del capo Arturo Beltrán Leyva en el año 2009 por la marina mexicana. Este vacío de poder generó enfrentamientos entre líderes narcotraficantes de la región morelense y regiones conexas a Cuernavaca. Ubicada geográficamente en el centro sur de México y capital del estado de Morelos, esta ciudad es reconocida por el aumento de la violencia en el transcurso de la última década (Ramírez Pérez y Peña, 2014). Según los índices de violencia del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (2016), Cuernavaca es una de las ciudades más violentas de México, en el año 2014 ocupaba el primer lugar y en el 2015 el tercero2 (sus índices incluso duplican la media nacional). El crimen organizado se ha vuelto parte importante de la economía ilegal de Morelos, configurando delitos como el tráfico de drogas y extorsiones que normalizan la violencia en la entidad, y colocando al estado de Morelos en el quinto lugar en cuanto a la comisión de delitos de esta índole, según el Índice de Paz en México (Institute for Economics and Peace, 2015). Este panorama delictivo en Morelos se reproduce sobre todo en la capital, posicionando a Cuernavaca como la ciudad en la que ocurren más robos con uso de fuerza y violencia de todo el país (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, 2016).

En este contexto puede considerarse que las dinámicas del capitalismo contemporáneo han degradado a ciertos sujetos como “parias de la modernidad” (Bauman, 2005). Estos parias pueden ser los jóvenes varones de entre 15 y 29 años de edad en Cuernavaca, que constituyen el grupo poblacional que es arrestado con más frecuencia y con mayor índice de mortalidad en la ciudad (Ramírez Pérez, 2014). En estas circunstancias en las que impera la violencia ciertos jóvenes en situación de indefensión ven reducidos o clausurados sus proyectos sociales de vida digna (Valenzuela, 2015). Podemos hablar de precariedad en la vida juvenil que, parafraseando a Bourdieu (1999), es la dimensión estructural que garantiza la reproducción de condiciones de las jerarquías sociales, donde los grupos precarizados -los jóvenes considerados en esta investigación- son conformados por actores y agentes sociales a quienes se les degradó sus modos de ganarse la vida. Es así que los grupos juveniles pueden estar sujetos a vidas precarias, forzados a adscribirse a la desafiliación social y a sufrir la desacreditación constante de sus formas de vida (Taguenca, 2016), y a habitar en zonas y territorios de riesgo, donde son socialmente prescindibles por la necropolítica3 y la criminalización de sus actos (Valenzuela, 2015; Reguillo, 2015; Nateras, 2015).

Diseño teórico-metodológico

En este estudio mostramos entrevistas y procesos visuales aplicados en la investigación etnográfica de febrero a mayo de 2016 con una pandilla de jóvenes en la ciudad de Cuernavaca (Morelos-México). Se examinan las situaciones de exclusión y violencia de jóvenes varones o, más precisamente, la organización de un performance masculino4 de los jóvenes pandilleros en escenarios de violencia (Baird, 2012; Cruz Sierra, 2014; Zubillaga, 2007). La idea de un mundo de relaciones, personajes y significaciones sociales que entrecruza los temas de masculinidades, violencias y juventudes ameritó una metodología para objetivar el facework (trabajo de cara) y la presentación del yo (Goffman, 1993). Podemos descubrir en la visibilidad de los miembros de pandilla el peso de la violencia social-estructural (Galtung, 2003), y los estilos interpretativos y de representación cotidiana que construyen subjetivamente víctimas y victimarios (Wieviorka, 2001), de acuerdo con situaciones violentas que son continuas, acumuladas y yuxtapuestas en el espacio y el tiempo (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004).

Analizamos las significaciones de las máscaras sociales de los varones en un escenario intensamente ritualizado (Collins, 2009a) y reconstruido con microevidencias situacionales de violencia (Collins, 2009b), donde se aprecia la importancia de la membresía social, la copresencia situacional, la interacción sentimentalmente enfocada, la honra a lo valorado socialmente y la transitoria incomodidad con la moral; pudiendo vislumbrarse además ciertos patrones conflictivos, estratificados y marginales según la cercanía de las acciones rituales a determinados estereotipos. Esto es el marco constitutivo del performance social (Goffman, 1993), donde el etnógrafo con cámara pone atención a sus intervenciones en el comportamiento teatral, permitiendo formas de representación visual que son fuentes de datos dentro de la etnografía. Al respecto la cámara fotográfica funciona, articulada con el grabador y las observaciones, como otro medio para la construcción de datos sociológicos o una “fuente de sentidos”, según el diálogo entre fotografía y sociología que proponen De Miguel y G. Ponce de León (1998) y Suárez (2008). Señalamos como ejemplo el trabajo visual de Bourdieu (2003) sobre los cambios socioculturales en Argelia, el de Bourgois y Schonberg (2009) sobre la indigencia y la drogadicción en Estados Unidos, y el de Suárez (2012) sobre las creencias religiosas en una colonia popular en México. En tales estudios el acto fotográfico es una forma de “intensificar” la mirada etnográfica, así como de describir escenarios sociales. Esta sociología visual trata de desarrollar imágenes con sentido científico y sociológico (Becker, 2015). La imagen funciona como una representación, enfoca el escenario de actuación de las personas. Permite problematizar los contextos articuladores de la cámara y el trabajo de campo -y sus entrevistas- a partir del análisis cualitativo, y resalta los vínculos entre la constitución del escenario, la audiencia y la actuación (role playing) en los encuadres (frames) de las fotografías y entrevistas realizadas. Las imágenes permiten comprender la vida de las personas y sus formas de socialización al ubicarlas en el contexto en el que se realiza la investigación. Más aún, la organización narrativa de lo visual constituye en sí misma una interpretación sociocultural acompañada de textos explicativos (Banks, 2010). Al respecto, la sociología visual es una forma de teorizar sociológicamente el contexto espacial e histórico de las imágenes, la representación narrativa y autoral negociada con los fotografiados, la comparación entre los contextos de las imágenes y el involucramiento comprensivo con los fotografiados (Margolis y Pauwels, 2011; Becker, 2015).

Ponemos el énfasis en nuestra relación subjetiva con los pandilleros o, dicho de otra manera, en la objetivación participante de nuestras relaciones subjetivas con los sujetos estudiados (Bourdieu, 2003). De acuerdo con esta objetivación de nuestras participaciones en terreno, siguiendo la teoría subjetiva de la violencia de Wieviorka (2001), distinguimos el papel de víctima como una posición narrativa frecuente de las acciones violentas sufridas, sin perder de vista el papel de victimario como una posición narrativa (inusual) de reconocimiento de la violencia ejercida. Ciertamente, el trabajo de campo fue de alto riesgo.5 Fueron consideradas responsabilidades académicas, civiles y éticas (Jimeno, 2014). En el escenario de la pandilla hemos advertido el peligro en la trama de violencia pandillera. Consecuentemente, el acceso al trabajo de campo estuvo mediado por los familiares de los jóvenes entrevistados y contempló los riesgos de los informantes, intermediarios y ayudantes en la búsqueda de información, así como la eliminación de los lugares y nombres reales de quienes apoyaron en este estudio.

En un nivel analítico, diferenciamos entre masculinidades (en plural) para obtener una sensibilidad sobre las construcciones de género de los varones (Kaufman, 1997; Kimmel, 1997; Connell, 2003; Fuller, 2001). Dicha sensibilidad en el análisis desmonta la visión monolítica de masculinidad (en singular) como roles sociales asignados o impuestos al varón biológico, y la naturalización de la posición superior de lo masculino en un sistema de género (Connell, 2003; Bourdieu, 2007). Otro elemento de complejidad es que las masculinidades están intersecadas social e históricamente por categorías como clase, etnia, nacionalidad, sexualidad o edad (Téllez y Verdú, 2011).

Esta visión situacional, desde la sociología visual, la objetivación participante y la sensibilidad por las masculinidades, nos ha permitido sostener una etnografía que cuestiona cómo se vive la juventud masculina dentro de la pandilla La Unión. Utilizamos para ello la metáfora de la escenificación teatral: frente a una audiencia (frontstage), sin audiencia (outside) y tras bambalinas (backstage). El escrito-visual no versa exactamente sobre las usuales trifulcas callejeras y la “delincuencia juvenil”; se trata de un acercamiento empático sobre la conquista de la autoestima masculina, los problemas de poder entre varones, la dependencia emocional con respecto al grupo, el enfrentamiento incansable con la autoridad, la violencia contra las mujeres, la constitución de la familia y la autodestrucción de Nando y Gerardo, dos jóvenes pandilleros de un barrio marginal de Cuernavaca, Morelos (México).

Siguiendo a Ferreira do Nascimiento y otros (2009) , realizamos este trabajo como una reflexión sociológica que critica aquel sentido común que asocia la “vida violenta” con la forma natural de masculinización en jóvenes excluidos. Por ello, el cometido del discurso etnográfico y visual es una estrategia teórico-metodológica que desnaturaliza dicha construcción masculina dentro de la violencia, distinguiendo escenarios de presentación del yo y el uso de máscaras sociales. Las complejidades de la identidad de los varones entrevistados, presentadas visualmente como fases del teatro social, suponen escenarios donde las masculinidades pandilleras son social e históricamente producidas de acuerdo con demandas de un particular contexto de violencia en México.

Frontstage I: la máscara masculina para la pandilla

Los jóvenes se encuentran en las tardes a las afueras de sus casas en la colonia El Calvario. La calle es el escenario de vida cotidiana y de construcción de socializaciones de los varones jóvenes. Los grupos juveniles masculinos se encuentran entretejidos emocionalmente por historias comunes de amistad y lealtad. De esta forma, el concepto de banda6 forma parte de las normas que rigen la masculinidad juvenil. La conformación de la banda puede producirse desde el momento en que se pertenece a un espacio específico. “Si tu naces aquí, ya eres un carnal [hermano]. ¡A huevo [con seguridad] estás en la banda!”, explica Nando (entrevista III), quien con 26 años es el líder de La Unión, una de las pandillas juveniles criminalizadas por robo y hurto más visibles del sector. Las exclamaciones como “carnal” o “a huevo” afianzan la idea de construcción del grupo, en este caso de la banda.

Conocimos a Nando en febrero del año 2016 en una escalinata de El Calvario, en donde estaba vigilando un corredor con mirada retadora e intimidante. Le expusimos nuestros intereses como investigador y fotógrafo, y luego de media hora aceptó nuestra presencia. Comenzamos retratándolo en la postura con la que quería reflejar su personalidad intimidante, sobre un fondo con una cruz asociada a su inclinación católica. La imagen de Nando sugiere un habitus corporal masculino propio de la exclusión social (Wacquant, 2006; Moncrieff, 2014), es decir, remarca su rudeza física con una pose tensa de brazos cruzados, seguro de sí mismo y mirando de manera retadora a la cámara.

Su imagen coincide con estereotipos. El líder de La Unión es el pandillero más tatuado y reconocido por su valentía y coraje en sus acciones, capitales simbólicos (Bourdieu, 1990) valorados para jerarquizar internamente a los miembros. Su valentía no estaba en duda después de ser el autor de más robos de casas en Cuernavaca. Ésa es la base de su fama: es un ladrón consolidado y temerario. Su presencia moral provenía del parentesco político (cuñado) que tenía con el fundador fallecido de la banda, quien se suicidó hace cuatro años en medio de una persecución policiaca. Es un grupo en que la posición de liderazgo se hereda.

La amistad entre varones es articulada por el respeto de Nando y es moralmente constituida por mandatos de lealtad que garantizan la protección para los miembros de la pandilla. Como líder, Nando explica el método rudo para entrar a su banda: “Se juntan cinco, seis, siete, ocho; te patean, te rajan tu madre. Así, güey; y si aguantas la verga [el castigo]… ¡Ya eres de la banda!” (entrevista iii). Esta situación exige una presentación determinada por la rudeza en los varones aspirantes. En efecto, Gerardo (22 años) nos habla de su formación en La Unión. Él participa en el grupo de Nando con la máscara de “El malo”, una representación que divide su imagen entre sus amigos y sus amigos de la banda. En el siguiente fragmento de entrevista Gerardo lo explica:

Tengo muchos amigos, pero con los que a mí me gusta convivir son tranquilos, para conversar y compartir. Pero si me voy con otros, hay que ser “el malo”. Me gusta beber, porque si hay pleitos con otros, por unos te van a golpear a ti también, nos van a golpear […] Tuve un enfrentamiento duro con una típica bandita que se llamaba Los 13. Es una banda rival, son mensos y nos damos unos madrazos, a ver qué banda es la mejor. Y aunque si no estuvieras con tu banda, si ves a uno de Los 13 hay guerra, igual él te ve y te da…

(Gerardo, entrevista I).

Fotografía 1 Nando, líder de la pandilla La Unión 

La identidad está definida por pautas de violencia y bebidas alcohólicas. El discurso de Gerardo deja ver su lucha por representarse en torno a la virilidad física y su agresividad mientras lucha contra otros grupos de varones. Las amistades de Gerardo tienen diferente configuración según las situaciones, sean éstas de violencia o no. El mismo escenario de El Calvario establece una amistad masculina basada continuamente en la lealtad moral con otros varones jerarquizados en banda como hermanos. Es interesante observar cómo se organiza está “hermandad” en la voz de Gerardo: “Los considero como mis hermanos, son mi familia; ellos te apoyan más que un amigo” (entrevista I). La hermandad como tejido en lo interno de la banda funciona escenificando violencia física, retos y afrentas donde puede jugarse la vida de los brothers. Nando explica las situaciones de violencia:

Investigador: ¿Ustedes se pelean entre sí?

Nando: Hemos tenido problemas, pero en pleitos, de que nosotros mismos no nos aguantamos y nos peleamos con los brothers.

Investigador: ¿Hasta con armas…?

Nando: Sí, y con navajas, tubos, gas… Ha salido también como especie de manoplas, que tenían piquitos, que usan los punketos. Eso te lo ponías en los puños y dale donde caiga, si se los entierras…

Investigador: ¿Ha muerto un chico?

Nando: Han matado a gente así, a golpes, eso se le conoce como riña. Lo golpearon tanto que no se sabe quién lo mató. Una de dos, o culpan a todos, o no culpan a uno.

(Nando, entrevista III).

Esta agresividad dramatizada es un marco social que compromete la hermandad hasta el riesgo de muerte. Dicha violencia es aceptada porque no puede atribuírsele a nadie con precisión; tiene sentido como acción grupal para dispensar la culpa. Esta violencia funciona para recomponer los vínculos en la banda por medio de un ritual de intimidación. “Somos como uña y mugre, siempre andamos juntos. Y al final de cuentas cuando nos peleamos, cuando nos acabamos de verguiar [golpear] nos damos un abrazo y decimos: “¡Perdóname, carnal!” (Gerardo, entrevista I). De esta manera la máscara intimidante de Nando configura una escenificación conflictiva en la amistad juvenil. Justamente, el carácter impositivo de las normas del líder mantiene viva la violencia como imagen deseable y afirmativa de La Unión.

En las siguientes fotografías puede advertirse esta fraternidad extrema, el contacto homoerótico (erotismo entre varones) que teje las relaciones y la veneración por Ismael, un ex miembro que cometió suicidio, narraba Nando como familia del fallecido (cuñado). Ese tipo de muerte lo convirtió en ídolo místico. Para mantener su memoria se fomenta la conducta idealizada: “Ismael no hacía eso”, “Ismael peleaba bien”, “Cuando vació aquellas casas de Cuauhtémoc [zona residencial de clase media]…”

Fotografía 2 Homoerotismo y mística en la amistad masculina 

Fotografía 3 Homoerotismo y mística en la amistad masculina 

En las imágenes anteriores puede verse cómo dos miembros de la banda se frotan corporalmente y se aprecia la veneración en las manos -con señas de corazón- sobre la tumba de Ismael. En este tema la represión y el castigo de las cercanías personales masculinas se vuelven interesantes y contradictorias. Existe una humillación permanente que pone en duda la hombría de los miembros, escuchamos con frecuencia las palabras “puto”, “joto” y “puñal” para denunciar la supuesta homosexualidad del señalado. En esta exigencia social de la heterosexualidad es importante que las palabras ofensivas y malsonantes circulen entre los miembros. Los insultos se teatralizan, al estilo de una farsa, hasta la exageración caricaturesca.

Las identidades masculinas funcionan según el rechazo de lo femenino y “lo débil”. El antagonismo de género y el escenario de intimidación circulante en la banda fomentan la proliferación de actuaciones masculinizantes, pudiendo ser éstas la base de experiencias de tensión y violencia de carácter religioso, político y de otra índole social. Podemos contextualizar a Nando cuando dice: “En la banda todos somos hermanos, somos iguales; quien se crea más que los demás tiene que demostrarlo. A Félix le dimos una putiza [golpiza], una gran putiza por decir mamadas [tonterías] de que él había terminado la prepa” (entrevista II). Esta representación desafiante de lo masculino es el móvil de pugnas por diferencias en lo interno de la banda. Así también se justifica el antagonismo frente a otras bandas: “Me vale madre si creen en la virgen, si tienen lana o ropa de marca, Los 13 están muertos para mí” (Gerardo, entrevista I). La relación de solidaridad agresiva hacia lo interno y la postura belicosa hacia lo externo fragmentan los vínculos de confianza y convivencia pacífica entre los jóvenes de El Calvario.

Frontstage II: la máscara masculina para la sociedad

La banda se expone a la vulnerabilidad de los “contactos mixtos” que construyen su estigma social (Goffman, 1998) fuera de la comunidad de origen. El facework (mostrarse adecuadamente ante la situación) se empobrece fuera del escenario de violencia entre pandillas. La baja acumulación económica, social y cultural (Bourdieu, 1990) condiciona la desventaja que La Unión vive y siente frente al mundo exterior. La policía hace notar su poder erigiendo este sentido de humillación social en estos jóvenes. Esta violencia del Estado intenta “corregir” el uso de espacios, actividades y conductas en la vida pública de los entrevistados. Gerardo comenta el acoso y la violencia policial de la siguiente forma:

Había una casa abandonada por el Parque Farolito, allí nos quedábamos muchos, muchísimos […]. Entraban los policías, nos revisaban y de allí nos llevaban al sector. Allí ellos nos pegaban, nos acostaban en el suelo y pasaban por encima de nosotros, pero corriendo, así: ¡Tas! ¡Tas! Si nos veían con el activo [estupefaciente], putazos, ¡nos ponían unos putazos! [golpes]… pero putazos, lo que se quiere decir unos putazos…

(Gerardo, entrevista I).

Las casas abandonadas forman parte de los espacios a los que puede acceder la pandilla. De esta construcción social del espacio se pasa al despojo forzado por las autoridades policiales. Tal escenario de violencia es denunciado por los jóvenes como agresión frontal a su integridad. En consecuencia, se descompone el tejido social a partir de la desconfianza de los jóvenes respecto a la autoridad pública, lo cual impide los vínculos de reconocimiento social que afirmarían la integración de estos varones entrevistados. Por ejemplo, las lesiones físicas en la mano de Nando son parte de esta imposibilidad de reconocimiento que implica toda violencia (Wieviorka, 2001). Llama la atención que al momento de realizar las fotografías de sus manos se percibía un traumatismo, común si se es joven y pandillero. Mostramos la fotografía de sus manos y sus comentarios como narración visual-textual:

Fotografía 4 Dedo medio fracturado 

Investigador: ¿Dónde te rompiste esa mano?

Nando: Pues es de tantos putazos [golpes] que he dado, y una vez me agarró un poli y le di su putazo. Él me devolvió como castigo macanazos en la mano, por eso se me enchuecaron [estropearon].

(Nando, entrevista I).

Los rasgos de la violencia en la mano de Nando suponen un muro inquebrantable con respecto a la autoridad social, tal como Gerardo lo dice in situ: “De todas maneras nos van a tratar mal, güey; haga lo que haga. ¡Mírale la mano a mi carnal, güey!”. Dentro de la violencia constante y ritualista de los jóvenes en pandilla, mostrar estas fracturas de la mano corresponde con una actuación de resistencia y de pertenencia. Dicha estilización del performance masculino se puede reconocer también en los actos vandálicos que realizan en las calles.

Recordamos cuando cuatro miembros de La Unión se dirigían al centro de Cuernavaca. En el trayecto, además de comentar su odio e insatisfacción hacia el gobierno y las autoridades policiales, iban dañando con navajas las paredes de los edificios e instalaciones públicas. En la calle hicieron comentarios sobre las golpizas que les dan como método de iniciación a los varones que quieren ser miembros de la pandilla y de la emoción que sienten al cometer pequeños delitos, como quitarle la billetera o la cartera de mano a los desprevenidos (el botín casi siempre es colectivo).

En la vida pública La Unión ha sintetizado un lenguaje artístico como HCM, acrónimo de “Haciendo Mentes Criminales”. Estas iniciales son elaboradas durante la noche en varios lugares de la ciudad con la técnica del graffiti, y bajo el lema “el que se raje es joto [homosexual]”. Estas representaciones estéticas son indicadores de resistencia frente a valores de la sociedad. Pero la nombrada resistencia de La Unión incluye algo más; la guerra contra masculinidades contrarias, como los policías. Es así que se establece una contradicción entre lo que sería retar a la autoridad con el graffiti y pasar desapercibido en los escenarios públicos. En las siguientes fotografías y comentarios textuales podemos ver cómo Nando vive sus máscaras contradictorias.

Fotografía 5 Retar y pasar desapercibido frente a la autoridad policiaca 

Fotografías 6 

Investigador: ¿Se han enfrentado con la policía?

Nando: Pues pelearnos con los policías de por sí, los policías más que nada, aquí uno no se cuida de otras bandas sino de los mismos policías. Ellos, como te diré, por la misma placa, la insignia que les da el gobierno, ya se sienten que son superiores a uno. Pero cuando les dices “¡vamos a darnos en la madre!”, le decimos, “¡quítate el uniforme, quítate la placa!”. ¡Pero no!, ¿qué hacen?, ¡se van! Saben que sin eso no son nada; son como cualquier persona, como tú, o yo, o como cualquiera.

Investigador: ¿Has visto a un policía sin uniforme?

Nando: Sí, claro, a muchos. Cuando te ven se agachan, agachan la cabeza. Tú les dices algo cuando están de civil y no hacen nada. Pero cuando están otra vez de uniforme te empiezan a dar en la madre.

(Nando, entrevista I).

Siguiendo la teoría de Goffman (1993) , las personas interactúan portando una máscara. El escenario es la calle. Los policías asumen su rol de autoridad y el uso de la fuerza legítima, y Nando debe esconderse de ellos. Pero cuando no está frente a ellos estiliza de nuevo su conducta de rebeldía en los graffiti. Por eso cuando la banda se enfrenta (directa o indirectamente) a la fuerza policial se busca deslegitimar esa actuación tratando de arrebatar sus símbolos de poder. Cuando el policía está vestido de civil actúa de diferente manera para pasar desapercibido. Estos lenguajes asumidos por la banda les permiten generar una estructura de roles, formas de interacción simbólicas con una lógica de máscaras. La indignación respecto a las masculinidades policiacas revela las asimetrías en la condición juvenil masculina de los miembros de la banda. Por ello se estructura la confrontación contra el policía, buscando tener un contacto sin uniforme, es decir, desde una posición simbólica simétrica y honorable (Bourdieu, 2007; Peristiany, 1965). Esta búsqueda de simetrías con los otros intenta reparar la identidad estigmatizada del “chico banda” como papel a ser desempeñado fuera del confort del territorio de origen.

Frontstage III: la máscara masculina para el crimen

El facework de los jóvenes entrevistados es una forma de existir entretejida con el ambiente de violencia, donde cada vez se cierran más las opciones de futuro. El fracaso de la sociedad para insertar a los jóvenes constituye un riesgo socialmente construido, siendo asumido y trasladado como moral delictiva dentro de una representación masculinizante: “Soy hombre y debo estar en la calle. Aprendí a robar sin miedo. De todas maneras, yo sé que cualquier día me matan o me meten a la cárcel”, nos dijo Nando en el centro de la ciudad. Es una postura sin futuro, una definición basada en un callejón sin salida.

La delincuencia puede volverse una norma, es decir, una excepción moral que banaliza el mal (Valenzuela, 2015) y donde se exhiben estilos de vida que son punibles para el marco legal. La normalización de esta vida violenta legitima los performances (actuaciones) delincuentes en los jóvenes de La Unión. Esto especifica formas de interacción basadas en un escenario fatídico marcado por la inmediatez del “más vale una hora de rey que una vida de buey” (Valenzuela, 2015: 24). La máscara del temerario es utilizada para construir un rol masculino adaptado al fatalismo, según Nando:

Investigador: ¿Hacían un plan para robar un auto?

Nando: Nos aventamos pensando en la Guadalupe y llegábamos hasta allá. Siempre pedíamos un taxi que…, sí…, para ir a la terminal de autobuses, y en el transcurso […] que iba rodando el carro hacíamos el robo, güey. Pero nunca matábamos al chofer, lo dejábamos tirado en la barranca.

Investigador: ¿Preparaban algo?

Nando: ¡No somos putos, güey! Prácticamente eso no se ensaya, carnal [risas]; uno va con la idea, “voy a buscar esto, y vamos hacer esto y esto”. Y sales para la calle, esas son cosas que no se planean. Si algo pasaba mal, nos encontrábamos siempre en la guarida, el que llegaba, bueno; el que no, fue porque se cayó.

(Nando, entrevista I).

En La Unión la vida delincuente es la reconfirmación de la masculinidad en situaciones de extremo peligro, como son los robos importantes (un auto, por ejemplo). “Para robar hay que tener huevos, cabrón” (entrevista I), apunta Gerardo cuando habla de los riesgos de las actividades criminales. La máscara criminal termina de caracterizarse ritualmente en los arrestos, los cuales muchas veces son provocados con alevosía. Así lo confiesa Nando:

[…] En un mes te digo cuántas veces nos llevaron arrestados. [Cuenta las veces con sus dedos sin terminar, entre risas.] En un mes nos llevaron al sector, entrada por salida, salíamos ahorita y entrábamos otra vez en la noche ¡y así, así, así! Toda esa experiencia que yo he vivido con mis amigos nos hace fuertes y por eso un policía era nuestra oportunidad de hacerlo de nuevo [risas]

(Nando, entrevista II).

El rito de paso, “ceremonia de bautismo” delincuente, pasa por entrar en el registro de arrestos policíacos. Este marco ritual transmite los valores y las expectativas del “buen delincuente” en La Unión, por lo cual forma parte de la rutina entre los miembros de la pandilla. La personalidad temeraria es valorada por Gerardo como vía de subsistencia económica: “Cuando no tengo varo, voy yo solo al súper a robar. Todo en bolsas, las planchas para el cabello, máquinas para rasurar. Nunca me agarraron y si me agarran no pasa nada” (entrevista I). En esas acciones es corriente que existan “ausencias” en la banda, que pueden ser los miembros de la pandilla detenidos el día anterior.

La acción delincuente, cuya empresa es valorada hasta en sus consecuencias (el arresto), se convierte en una importante representación estatuaria. Dicha agresión a sí mismo se instituye a través de la adhesión del miembro de la pandilla en una carrera criminal, donde los más nuevos no tienen la capacidad de realizar un performance adecuado. La máscara del temerario es una alegoría de disciplina personal fundada en la misma habilidad criminal. Los miembros de La Unión tienen dificultades para imaginarse fuera de dicha relación, la cual estructura sus conductas, asimilando subjetivamente la relación criminal. Las mismas prácticas ritualizadas del delito establecen esquemas de percepción, modos de autopercibirse y de apreciar su género. Esta asimilación de las experiencias masculinas con la delincuencia se encuentra engranada con las aspiraciones sociales juveniles fracturadas por la exclusión: “¿Qué otra cosa puedo hacer, güey, que no sea vaciar casas?” (Nando, entrevista I).

Outside: sin máscaras ante lo femenino

Los jóvenes de La Unión relajan sus máscaras al momento de entrar a sus casas. Su vida íntima está fuera de la estilización pública de género y del escenario de violencia entre varones. Los miembros de la pandilla desean mantener ocultos ciertos elementos de su identidad ante miradas e intereses ajenos. La intimidad con la pareja -heterosexual- se supone contraria a la escenificación; es un mundo de secretos que no ingresa en la publicidad social. En la cosmovisión pandillera el lado outside está siempre en peligro de la invasión, al límite de la intromisión de lo exterior o de lo públicamente notorio (Goffman, 1993). Así, los miembros de la pandilla dramatizan su intimidad, la reconvierten y la ritualizan: “Yo no hablo de las mujeres”,7 comentaba Nando a los pocos días de conocerlo.

La masculinidad de los pandilleros recodifica la intimidad con ciertas reglas para hacerla visible. “No hablar de mujeres” es evitar hacer mención de la madre biológica o de cualquier vulnerabilidad ante lo femenino. “No hay que parecer un rajado”, dice Gerardo. Esta frase evidencia el sexismo que reproduce los privilegios sociales de los varones. La máscara que se construye de la intimidad es para comunicarse con los varones de la pandilla y mantener el respeto masculino (Morel, 2013), donde la figura de la mujer es minimizada y en algunos casos convertida en un asunto amenazante (Basham, 1976). La representación varonil estereotipada del poder y el performance excesivo de lo viril-sexual (Gutmann, 2000) teatralizan un escenario íntimo tejido por la fuerza, la imposición y la subordinación de la mujer (madre, familiares y pareja), donde el varón es capaz de construir un drama conveniente para la imagen de sí.

Los jóvenes de La Unión se introducen en un drama social de supremacía simbólica que es contradictorio -en apariencia- con su propia precariedad material y sus parejas femeninas. Dicha posición vulnerable está mediada por las violencias legítimas del frontside y la precariedad social, económica y cultural para representar una masculinidad dominante. Así, la incapacidad para “controlar” mujeres con mejor inserción social deriva en una violencia de género cíclica. Este escenario de exclusión y precariedad económica en las relaciones de pareja es señalado por Gerardo:

Mi primera novia fue cuando tenía 16, igual estaba en el desmadre y todo, hubo algo, no sé, esa noche nos quedamos los dos juntos en la casa abandonada, no había nadie más, nos quedamos en la misma colchoneta que era lo que había, antes empezamos a platicar y, todo entre cobijas, empezamos a tener sexo, relaciones, y ya desde ahí se quedó conmigo.

(Gerardo, entrevista I).

El proceso de cortejo de las posibles parejas se realiza de manera grupal y funciona para establecer jerarquías masculinas en La Unión. Las mujeres son percibidas como objeto y repartidas en el grupo según su belleza, atributos físicos e interés especial de algún miembro de la banda. Los miembros con más poder, normalmente los más antiguos, toman sin consentimiento a las mujeres valoradas por su físico.

Nando: Nos íbamos de pinta, güey, nos drogábamos, nos llevábamos unas morras [chicas], unas niñas ¿sí entiendes? A una morra más chiquita, a él le toca la más chiquita porque era el más morro, estaban iguales, estaban del mismo vuelo… Yo agarraba la más bonita por cabrón [dominante], al otro la del medio y así.

Investigador: Y entonces tenían sexo […].

Nando: Mira, carnal, ¿no que dicen muchos, no, que aviéntate perico [cocaína] en el chile [pene] y que aguantas más? A la verga, yo me aventaba unas morras y ¡fun fun fun! le daba a las reses, carnal […]

(Nando, entrevista III).

La cultura masculina valora la belleza del cuerpo femenino como instrumento para representar poder entre los varones (Pérez, 2016). Esto condiciona, muchas veces, que las relaciones emocionales sean frágiles y estén atravesadas por un continuo de violencias físicas, sexuales, psicológicas y económicas, las cuales son justificadas culturalmente en el rol patriarcal del varón como “protector” de la mujer. Un caso extremo es el narrado por Nando, una historia de múltiples embarazos, abandono familiar y menosprecio social y sexual de sus parejas:

Investigador: Tienes un hijo, me dijiste…

Nando: Mi niño tiene dos años y medio, y tengo otro chavo, otro hijo con otra, él tiene once años, y tengo otro de seis años, pero con diferente mujer. Tengo cuatro niños. Pero ahorita como tengo a mi niño, a mi señora, pues es un poquito más relajado, ¿ves?

Investigador: ¿Qué pasó con esas mujeres? ¿Por qué te separaste de ellas?

Nando: Pues ellas no querían tener relaciones conmigo, ¿si entiendes? Las obligaba, les pegaba, les aventaba sus muebles, su ropa y todo le sacaba. Ahí, güey, date cuenta de que todas son unas patas con falda […]. ¿Ves? Padrotear, carnal.

Investigador: ¿Qué es padrotear?

Nando: Padrotear es cuando, haz de cuenta que, yo tengo una vieja y yo la traigo a pan y verga. Si ella se mete con otro se tiene que mochar conmigo, porque yo la cuido y la protejo.

(Nando, entrevista III).

La protección masculina es una apropiación del cuerpo de las mujeres. Tiene un sentido de responsabilidad colectiva en el código interno de la pandilla y se castiga a los varones que intenten tomar sexualmente a las mujeres del grupo. Dichas mujeres son consideradas como miembros adjuntos a la pandilla (aunque no se incluyen directamente en la dinámica de violencia y delincuencia) y una forma de obtención de dividendos económicos por prostitución. La escenificación de los roles femeninos dentro del dominio masculino puede verse en este fragmento:

El hombre llega hasta donde ellas quieren, a donde la mujer quiera. Si un cabrón se quiere propasar y ella no quiere, nosotros mismos lo corremos. Pero… recuerdo una que se llama Sara, esa morra andaba con un chingo [muchos] de policías. La neta estaba parchando con un chingo, güey. A mí me cagaba cuando llegaba, güey, se le paraba un policía así, güey […] y se iban, güey, y a mí me dejaban como un pendejo.

(Nando, entrevista III).

La apropiación del cuerpo femenino tiene consecuencias en las máscaras de la masculinidad de los jóvenes pandilleros. Siguiendo a Nando, esta representación del rol masculino puede verse contradicha por la infidelidad de la pareja. El sentido de verse humillado sexualmente y despojado del cuerpo femenino inaugura un ciclo de castigo físico y violencia simbólica que recompone el dominio masculino. Gerardo disputa a su pareja con otros miembros de la banda.

El güey que estaba con mi morra me dijo: “Recuerda, carnal, tu vieja está en las 12 posiciones, carnal” […]. Todavía me acuerdo, me dolió hasta el alma, carnal, la neta. Entonces, gozando la puta. Teníamos una de cuatro por cuatro ¿ves?, así como un cuartito. Pero haz de cuenta que ya después este güey… ¿Otra vez con otro?, y yo agarraba y pues chíngale, parchando [sexo] con la morra [chica]. ¡Con un amigo mío, güey! La agarré de su trenza, carnal, de su colita, la arrastré, la patié, la hice como quise, güey. La agarré así en el piso toda puteada y le metía con el puño cerrado, ¡pum, pum! ¡y aliviánese, culera [mala persona], hija de su puta madre!

(Gerardo, entrevista I).

Si bien la estructuración de las parejas sexuales se encuentra normalizada por la precarización económica y de violencia de género, la conformación de las parejas más estables de los miembros de La Unión está atravesada por el desdibujamiento del poderío masculino defendido de cara a los varones. “Pues a decir verdad yo estaría en la calle. Dependo de mi novia, me vengo a aventar un taco ahí, voy a tragar a la casa” (Nando, entrevista III). La vida íntima de Nando está constreñida, en tiempos y espacios, por no tener independencia económica respecto a la familia de su pareja. Nando cohabita con sus suegros, su cuñado, su pareja y su hijo en una casa humilde. Dicha dinámica ha concretado en su vida una asimetría con respecto a la pareja, ella tiene capacidad de controlar sus vínculos políticos y sociales con el beneficio de que él acceda a su casa.

En las siguientes fotografías Nando está dentro de su escenario familiar, podemos ver imágenes en las que se está despidiendo de su hijo y su esposa y compartiendo con su cuñado, que es fanático de las peleas de gallos. Estas imágenes nos dejan ver una persona integrada, su familia es el vínculo ante la precarización, la desafiliación y la exclusión que sufre en la vida pública.

Fotografía 7 Vida íntima: despedida familiar y peleando gallos 

Fotografía 8 Vida íntima: despedida familiar y peleando gallos 

La fragilidad de Nando deja entrever el relajamiento de sus códigos sexuales machistas en el momento en que pierde control sobre lo femenino. Su pareja se construye junto a él y además comparte con su cuñado. Otro ejemplo de “falso poder” sobre las mujeres lo podemos ver en Gerardo, cuando intenta combinar la prostitución de su pareja Gaby con la moralidad de sus acciones.

¡Ay, la Gaby! Date cuenta de que llegaban unos güeyes. Yo la vendía, carnal, era prostituta, ¿ves? ¡Dios me perdone, güey! Yo la prostituía, date cuenta de que llegaban, la neta me latía la morra, güey, ¿y a cómo, güey? ¡No se lo digas a nadie porque es el precio de mis huevos! Dame 350 y yo subía y hablaba con ella, sabes que nos van a dar 500 varos por un palo, ¿vas o no? Por eso éramos la pareja perfecta…

(Gerardo, entrevista I).

Gaby terminó la relación con Gerardo a pocos días de haber comenzado su oficio de trabajadora sexual. Gerardo no tenía la capacidad de ejercer un control legítimo de su cuerpo por su propia situación de precariedad. En consecuencia, la violencia de género funciona por la desigualdad simbólica entre el varón y la mujer ante los ojos de los otros pandilleros. En general, las diferencias sociales en la pareja generan un clima de competencia -puede escalar hasta las agresiones físicas- donde el varón intenta imponer su masculinidad. Pero visto de otro modo, en el caso del rudo y popular Nando, la violencia es cotidiana en su intimidad, la mujer se convierte en un regulador de sus conductas sociosexuales.

¡La madre de mi hijo, mis respetos, güey! Ella me ha aguantado todo, ahorita no tenemos ni para tragar, neta, carnal [se saca los bolsillos del pantalón]. ¡Imagínate! Yo me fui con una mujer y llegando a la casa con palo macizo me recibió. Me recibió como si fuera un güey, llegando así al cantón, con mi cara de pendejo, ¡nunca se me va a olvidar! Me decía: “¡Bájele de huevos, hijo de tu puta madre, porque yo te mantengo y estás en mi casa! ¡Anda usted de culero [mala persona] con una vieja [mujer]!

(Nando, entrevista I).

En su vida íntima familiar Nando pierde su connotación de líder. No obstante, las máscaras de masculinidad reproducen relaciones donde pueden verse arreglos y convenios con las mujeres para mantener la autoridad en el escenario público (llevarla de la mano, pagar cuentas). Aquí lo interesante es que las masculinidades extremadamente violentas representadas en La Unión se muestran desdibujadas en el interior de sus mundos familiares, desde ahí se ven las complejidades estereotipadas del poder y los performances masculinos dentro de la exclusión y la precariedad. Estas dinámicas de género coinciden con un conjunto de actos expresivos violentos que, siguiendo a Valdés y Olavarría (1998), manifiestan un conflicto de roles en la vulnerable construcción social, económica y política del varón pobre.

Conclusiones: el backstage de la vulnerabilidad masculina

La estilización masculina de Nando y Gerardo es una simbolización excesiva del poder dentro del teatro de la vida pública juvenil. Esta necesidad de reconocimiento per se es parte de un escenario de violencia social donde se construyen biografías en la adversidad, la precariedad y el sufrimiento. Nando y Gerardo no aceptan pasivamente tales circunstancias, sino que producen performances de economía delictiva y violencia como respuesta a la exclusión vivida. A la postre, ello destruye los vínculos con la comunidad de residencia y provoca una identidad deteriorada por la estigmatización (Goffman, 1998).

Puede entenderse que la exclusión de los pandilleros implica una imagen negativa ante la comunidad. “Es como si me hubiesen encerrado, güey, en la idea de que soy una mierda, cargo con eso todos los días” (Nando, entrevista II). De allí la necesidad de esconderse, volverse una sombra. Por esa razón la base de reunión de la pandilla es un lugar deprimido y aislado en el medio de una barranca llamado La Cueva. Este lugar es el backstage de sus conductas estigmatizadas y de acciones socialmente antagónicas, como escuchar música rap, reñir entre ellos, experimentar con drogas y tener sexo con invitadas. La siguiente fotografía muestra el mencionado espacio; en ella se puede ver a Nando y Gerardo sentados sobre un sillón que obtuvieron al robar una casa cercana y además una improvisación artística con graffiti.

Fotografía 9 La Cueva, lugar de reunión de la pandilla 

Los pandilleros se ven seducidos por este lugar que funge como un mundo de violencia interior en continuum con el mundo de violencia exterior que genera sus identidades colectivas. “Venimos cuando nos sentimos mal o cuando nos sentimos bien, da lo mismo; lo importante es echar desmadre, somos desmadrosos [alegres, desordenados] juntos y nadie nos quiere afuera”, dice Gerardo cuando le preguntamos lo que significa dicho espacio para él.

En este lugar se torna visible la creatividad de los jóvenes como desafío a la opresión económica y a la exclusión que viven. El backstage, como momento anterior a la acción, prepara, reacomoda y diseña las máscaras masculinas con otros varones, con las mujeres, con la delincuencia y con la sociedad en general. Las fotografías que se muestran enseguida fueron realizadas en la celebración de un robo exitoso. Recordamos que Nando nos alcanzó a decir frente a la cámara: “Mira, andábamos por el Centro, güey, nos conseguimos un señor, güey, y le quitamos el Iphone. ¡Fácil, güey! Lo vendimos, ahora nos relajamos aquí en La Cueva”.

Fotografía 10 Celebración de un robo con alcohol y estupefacientes 

Fotografía 11 Celebración de un robo con alcohol y estupefacientes 

Fotografía 12 Celebración de un robo con alcohol y estupefacientes 

Fotograafía 13 Celebración de un robo con alcohol y estupefacientes 

Como si fuéramos otro miembro más de La Unión, fotografiamos esta celebración donde se beben cervezas y se inhala un solvente estupefaciente -popularmente llamados monas, con thiner-. Dicha violencia autoinflingida, entre el abuso de alcohol y drogas, nos muestra fotografías que contienen expresiones de enojo al hacer los siguientes comentarios: “Nadie puede impedir que me haga esto aquí”, en la voz de Gerardo; y la sensación de fracaso de Nando: “¿Para qué el pedo del trabajo si puedo estar pedo, güey?”. Este backstage organiza la destrucción de los vínculos del pandillerismo con la sociedad. En esta reunión los comentarios sexistas, los deseos de éxito en una carrera delincuente y la renuncia a las normas sociales, expresan la imposibilidad de integrarse al mercado y a la ciudadanía.

Tras bambalinas, estos jóvenes figuran, desarman y rearman máscaras de acomodo moral a las situaciones, siendo la violencia en general y contra sí mismos un camino moral para construir una subjetividad de desprecio social (Scheper Hughes y Bourgois, 2004). Esto explica los costos subjetivos de la máscara de “ser hombre” y la incapacidad para organizar una masculinidad sin violencia. Nando y Gerardo encuentran lo varonil en una zona oscura y fuera del alcance del juicio de los otros. La Cueva es el lugar frecuente donde se establecen, siguiendo a Tiger (1984), “vínculos masculinos” (male bonding) -las mujeres son excluídas-, donde las solidaridades y competencias de los varones recrean roles de violencia contra lo social y contra sí mismos. Tales conductas constriñen la experiencia juvenil de exclusión en canales de autodestrucción y de adicción. En esta situación se establecen jerarquías para hacer explícito “quién es más hombre” con base en afrentas que ponen a prueba la resistencia corporal a sustancias psicoactivas. De esta forma, La Cueva es una arena de batalla para escenificar lo varonil, donde se explora la vulnerabilidad masculina y se ensayan varios métodos de poder para el frontstage (de cara a la sociedad), es decir, una política masculinizante como sujetos de vigor, prestigio y honor ante la vulnerabilidad que objetivamente les aqueja como varones pobres sin reconocimiento social.

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1El presente texto es la versión reescrita de un capítulo de la tesis de Maestría en Ciencias Sociales “La masculinización de jóvenes en escenarios de violencia y exclusión. Estudio de caso en México y en Venezuela” (Moncrieff, 2016), realizada con el apoyo del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) de México y de la Organization of American States (OAS) con sede en Washington, D.C. El novedoso desarrollo teórico-metodológico en materia de sociología visual forma parte del Laboratorio Imagen y Sociedad dirigido por el doctor Omar García Ponce de León en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM).

2En 2015 los índices de violencia en la ciudad de Cuernavaca sólo fueron superados por los de Acapulco y Chilpancingo, ciudades del estado de Guerrero. Esto tiene sentido geográfico: los índices de violencia más altos se encuentran en los municipios atravesados por carreteras que forman parte de las rutas disputadas para el tráfico de drogas (desde el Pacífico hasta el norte de México) (Peña González, 2014).

3 Mbembé (2011) utiliza el término necropolítica para referirse a la soberanía de los Estados modernos, articulados con actores internacionales, para decidir quién debe morir o vivir en una sociedad, atendiendo a criterios estrictamente económicos.

4 Turner (1974) destaca que los estudios sociales del performance representan una expansión disciplinar donde se utilizan conceptos originales del teatro y del drama en favor de la comprensión de escenarios y actos de la vida pública. La metáfora de la teatralidad ha adquirido un sentido transcendental en los estudios de género y poder. En la teoría queer ha destacado Butler (1998) con sus estudios sobre las implicaciones políticas y culturales del performance de género. Para Butler el género no es una esencia dada, sino una categoría semántica que se materializa socialmente a través del performance, es decir, mediante su propia actuación frente una audiencia y en un contexto determinado por el poder.

5Durante el trabajo de investigación estuvimos inmersos en situaciones de violencia que nos mantuvieron en estrés constante; en nuestros primeros intentos incluso tuvimos problemas de acceso porque las pandillas se estaban disputando territorios prolijos para el narcomenudeo o microtráfico.

6En México el término banda hace alusión a la idea de un grupo de personas, casi siempre varones, que se sienten cercanos, íntimos e intensamente relacionados. De este modo las conexiones de amistad pueden volverse normativas más que electivas, y encontrarse estructuradas por un ideal o filosofía común.

7El tema de lo femenino está contemplado especialmente desde la postura de las relaciones de género con parejas definidas como heterosexuales. Si bien el panorama de figuras femeninas es más amplio (madres, primas, hermanas, empleadoras, etc.), el alcance etnográfico de esta investigación se limitó a las dimensiones masculinas sexo-genéricas de los jóvenes varones. No considera la apreciación que tienen las figuras femeninas de las masculinidades pandilleras de los entrevistados.

Recibido: 16 de Enero de 2017; Aprobado: 18 de Septiembre de 2017

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