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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.79 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2017

 

Artículos

Memoria histórica y Revolución Ciudadana en el bicentenario ecuatoriano *

Historical memory and Citizens’ Revolution in the Ecuadorian Bicentennial

María Laura Amorebieta y Vera** 

** Doctorante en Historia por la Universidad Nacional de La Plata. Temas de especialización: discursos y prácticas conmemorativas oficiales durante los bicentenarios de independencia. Calle 51 entre 124 y 125, Ensenada, Buenos Aires, Argentina.


Resumen

Este trabajo analiza el proceso de reconstrucción de la memoria histórica durante el bicentenario de la independencia de Ecuador. Se examinan los discursos pronunciados por el presidente Rafael Correa Delgado entre 2009 -bicentenario de la Primera Junta de Gobierno de Quito- y 2012 -bicentenario del congreso revolucionario-, partiendo de la hipótesis de que los usos oficiales del pasado denotan un maridaje entre una matriz política liberal y una socialista, surcada asimismo por la doctrina social de la Iglesia católica. Esta representación del pasado y el presente de la nación -definida por una búsqueda del justo medio- parece constituirse en un mecanismo fundamental en el momento de afirmar al Estado como garante y organizador de la sociedad ecuatoriana.

Palabras clave: Ecuador; bicentenario; Rafael Correa Delgado; Revolución Ciudadana; memoria histórica

Abstract

This paper analyzes the reconstruction of historical memory during Ecuador’s independence bicentennial. It examines the speeches delivered by president Rafael Correa Delgado between 2009 -the bicentennial of the First Government Assembly in Quito- and 2012 -the bicentennial of the Revolutionary Congress-, based on the hypothesis that the official uses of the past indicate a marriage between a liberal and a socialist political matrix which is simultaneously cut through by the Catholic Church’s social doctrine. This representation of the nation’s past and present -defined by the search for the golden mean- appears to constitute a key mechanism in portraying the State as guarantor and organizer of Ecuadorian society.

Keywords: Ecuador; bicentennial; Rafael Correa Delgado; Citizen’s Revolution; historical memory

El presente trabajo tiene como objetivo abordar las maneras en que la denominada Revolución Ciudadana en Ecuador reconstruyó la memoria histórica durante su bicentenario de “independencia”. Específicamente, procura identificar, a partir del análisis de los usos políticos del pasado, las filiaciones ideológicas del presidente Rafael Correa Delgado y su movimiento político, Alianza PAIS (Patria Altiva i Soberana), concebidas como construcciones simbólicas orientadas a modificar la identidad colectiva ecuatoriana y a cimentar un determinado ordenamiento político. Para ello, se seleccionan y examinan 23 discursos presidenciales y vicepresidenciales pronunciados durante el periodo transcurrido entre los años 2009 -bicentenario de la Primera Junta de Gobierno de Quito- y 2012 -bicentenario del congreso revolucionario que promulgó la primera Constitución-,1 con la intención última de llenar un vacío en torno a los modos en que la memoria histórica ha sido representada y la identidad nacional reelaborada durante el bicentenario ecuatoriano.

Si bien la lente se sitúa en las producciones discursivas del poder ejecutivo ecuatoriano y se las piensa según su capacidad de modelar la realidad social, este escrito pretende asimismo inscribirlas en las fuerzas y determinaciones objetivas, en los comportamientos y gestos que, a la vez, limitaron e hicieron posible su enunciación. Porque creemos, siguiendo a Roger Chartier, a contramano de los posicionamientos sostenidos por el llamado “giro lingüístico”, que los discursos y las prácticas, la construcción discursiva del mundo social y la construcción social de los discursos, constituyen dos esferas que, aunque relacionadas, pueden diferenciarse.2

Desde esta perspectiva de investigación, el mencionado historiador francés se preguntaba, en un intento por distanciarse de quienes postulan que no existe otra cosa que el lenguaje: “¿cómo pensar las relaciones que mantienen las producciones discursivas y las prácticas sociales?” (Chartier, 1996: 7). Recuperando a autores como Émile Durkheim, Marcel Mauss, Michel Foucault, Michel de Certau, Norbert Elias y Louis Marin, respaldó, en cambio, la necesidad de una historia -y una sociología- culturales que se preocuparan por las modalidades de apropiación, los procesos de construcción de sentidos y la articulación entre prácticas, discursos y representaciones.

De allí su propuesta teórica y metodológica en torno al concepto de representación, a partir del cual, señalaba, se ha vuelto posible dar cuenta de:

En primer lugar, las operaciones de clasificación y designación mediante las cuales un poder, un grupo o un individuo percibe, se representa y representa el mundo social; a continuación, las prácticas y los signos que apuntan a hacer reconocer una identidad social, a exhibir una manera propia de ser en el mundo, a significar simbólicamente un estatus, un rango, una condición; y, por último, las formas institucionalizadas por las cuales unos “representantes” (individuos singulares o instancias colectivas) encarnan de manera visible y durable, “presentifican”, la coherencia de una comunidad (Chartier, 2002: 2).

En este sentido, encontramos que la tentativa de Chartier resulta particularmente adecuada para pensar las lógicas de (re)construcción de la memoria histórica, entendida esta última como aquella “forma de historia dotada de finalidad, guiada por un ‘interés’ que no es el del conocimiento sino el del ejemplo, el de la legitimidad, el de la polémica, el de la conmemoración, el de la identidad” (Lavabre, 2006: 44).3 Así, todo proceso de reactualización de la memoria histórica descansa en los intereses del grupo que lo conduce. Y de allí que sea necesaria no sólo la “puesta en relación de los discursos con la posición de quien los emite”, sino también “la comprensión de las luchas entre las clases (pero también entre los sexos, las razas, las confesiones, etcétera) como luchas de representación” (Chartier, 1990: 44).

De modo que la apropiación, restauración y reactualización de la memoria histórica habilita y acompaña, en su carácter de lucha de representaciones, la redefinición de las relaciones de poder. En épocas de quiebres políticos significativos, la disputa por las figuras del pasado, los imaginarios sociales y las identidades colectivas devienen un asunto central en el momento de instituir un ordenamiento político y una idea de nación. Por lo tanto, examinar los intentos “desde arriba” por penetrar en el plano de lo simbólico-identitario posibilitaría ahondar en la concepción de Estado y sociedad subyacente a un determinado proyecto político.

A fin de cuentas, de lo que se trata aquí es de volver a reflexionar sobre el intrincado y discurrido vínculo entre la historia -o, más concretamente, la memoria histórica- y la nación, entendiendo que revisitando, restaurando y representando a la primera, se recrea a la segunda y que el bicentenario de “independencia” ecuatoriano se ofreció al correísmo como un momento excepcional para llevar a cabo esa labor, demarcar sus filiaciones ideológicas y, a partir de ello, desplegar e intentar “imponer su concepción del mundo social, sus valores y su hegemonía” (Chartier, 1990: 45).

Por consiguiente, detenernos en los contextos concretos desde los cuales se desplegaron esas operaciones de memoria deviene una tarea esencial en tanto los procesos de recuerdo y olvido no pueden aislarse de las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales que rodean a los sujetos. La coyuntura adquiere entonces un papel fundamental a la hora de penetrar en las formas y los contenidos de toda memoria histórica. De esta manera, resulta ineludible apuntar algunos rasgos distintivos de la escena reciente ecuatoriana.

La convulsionada década de los años noventa culminó en Ecuador con una profunda crisis económica, financiera, social y política, la cual -al tiempo que afectó la hegemonía de los poderes fácticos y el prestigio de los movimientos sociales- habilitó un terreno propicio para la emergencia de un nuevo movimiento político, Alianza PAIS, organizado alrededor de la figura de Rafael Correa Delgado. Nacido en un hogar guayaquileño de clase media baja y con profundas convicciones católicas, con un pasado de misionero salesiano en las sierras ecuatorianas y luego de un recorrido académico por la Universidad Católica de Lovaina -vanguardia del humanismo- y la Universidad de Illinois, Correa dispuso su retorno definitivo a la ciudad de Quito en medio de otra crisis institucional que profundizaba aún más la inestabilidad del país.

Así, 2005 fue el año que marcó una ruptura decisiva en la vida del académico, al ser designado ministro de Economía y Finanzas por el entonces vicepresidente Alfredo Palacio, quien asumió el gobierno después de que el Parlamento destituyera al presidente Lucio Gutiérrez, como consecuencia de una gran movilización popular protagonizada por el movimiento indígena. El breve periodo que Correa estuvo al frente de esa cartera de Estado bastó para exhibir una actitud beligerante en contra de los organismos de crédito internacionales y para delinear una retórica contraria a la ortodoxia neoliberal, además de hacer ostensible sus cualidades de liderazgo y carisma personal. Tras su ruptura con el gobierno y su consecuente alejamiento, emprendió la actividad como consultor independiente y fundó Alianza PAIS, con la cual se lanzó a la carrera presidencial.

La principal estrategia discursiva puesta en marcha durante la campaña electoral de 2006 consistió en confrontarse con “los partidos políticos tradicionales, la banca, los medios de comunicación y el imperialismo”, al tiempo que procuró diluir las diferencias entre los distintos sujetos sociales y así unificar un electorado históricamente atravesado por demandas juzgadas, por este nuevo actor político, como “particularistas y corporativistas”. De ahí la prescindencia del sustento en los partidos políticos y la apelación a un discurso “ciudadano” que parecería haber contribuido al apoyo masivo a Correa en las reiteradas elecciones y consultas populares, así como al pretendido proceso de “descorporativización” del Estado y la sociedad ecuatoriana una vez en el poder (Ramírez Gallegos, 2010; Lalander y Ospina Peralta, 2012).

En línea con esa traza discursiva, este escrito supone que los usos oficiales del pasado activados entre 2009 y 2012 denotan un maridaje entre un lenguaje de raigambre liberal y uno socialista, surcado asimismo por la doctrina social de la Iglesia católica; expresión de un proyecto político que parecería estar definido por una intención mediadora reflejada en el lema que da nombre al gobierno, Revolución Ciudadana, y en su vínculo con los sujetos y movimientos sociales. Esta particular representación del pasado y el presente de la nación se habría constituido, en última instancia, en un dispositivo esencial en el momento de exhibir y afirmar al Estado como garante y organizador de la sociedad ecuatoriana.

Sobre los héroes de la independencia

En su estudio sobre los imaginarios de la república brasilera de fines de siglo XIX, José Murilo de Carvalho recuerda que “por ser en parte real, en parte construido, por ser fruto de un proceso de elaboración colectiva, el héroe nos dice menos acerca de sí mismo que sobre la sociedad que lo produce” (1997: 23). Partiendo de esta premisa, en este apartado se busca analizar la reconstrucción que hizo el correísmo del mito de origen ecuatoriano y la articulación de éste con el proyecto político oficial.4

Al indagar en el discurso de Correa sobre el proceso independentista, lo primero que salta a la vista es un aparente distanciamiento respecto de la historiografía tradicional decimonónica y la reposición del rol de los sectores subalternos en las luchas emancipadoras. La memoria de “hombres y mujeres insurrectos que jamás aceptaron la esclavitud, gente común, de a pie, los indios, los mestizos, los blancos, los mulatos, los cobrizos, los cholos, los negros, los variopintos, con un solo color libérrimo en el alma: la libertad” (Correa, 24/5/2009) es un rasgo recurrente en la retórica presidencial y es su recuerdo lo que posibilita “herir de muerte al olvido” ya que “desde el 10 de agosto de 1809 hasta el 24 de mayo de 1822 ocurrió, ante todo, una gesta popular” (Correa, 10/08/2009).

Sin embargo, esa reconfiguración narrativa que postula al pueblo como pilar de la hazaña independentista no supone una condena al caudillismo liberal. Al contrario, los “héroes de bronce” se mantienen en el podio de la memoria histórica ecuatoriana, sirviendo de fundamento, origen e inspiración a la Revolución Ciudadana. En palabras de Correa:

De nuestros primeros patriotas, de los Espejo y los Mejía, de los Olmedo y Rocafuerte, de los Montúfar y Morales, de los Salinas y Quiroga, de los Riofrío, Villalobos, Manuela Cañizares, recogemos la bandera de la soberanía y la autodeterminación que ellos valientemente levantaron con sus escritos, con su oratoria, con el primer gobierno de agosto de 1809 (Correa, 10/08/2009).

Sucre, quien amó a esta Patria nuestra hasta el punto de pedir ser enterrado en nuestro suelo, tuvo la clarividencia de defender la industria nacional, el derecho de nuestro país al desarrollo de su manufactura […]. ¿Qué tal si desde entonces hubiéramos perseverado en la integración y en la colaboración, en vez de la “competencia” entre latinoamericanos? Hoy, a casi 200 años, el sueño de Bolívar está camino de cumplirse. ¡No vamos a fallarte, Libertador! (Correa, 24/05/2009).

De modo que nos encontramos con una doble reivindicación, criolla y popular, que pretende escapar a la dicotomía “patria de criollos”/“patria de mestizos”; al tiempo que diluye la divergencia de intereses económicos, políticos y regionales que atravesaron el proceso independentista y, en particular, a las élites políticas de la época (Rodríguez, 2006). Se advierte, así, una oscilación entre una historia liberal de las grandes figuras que, a través de los mitos fundacionales, sitúa al Estado-nación como sujeto de la historia y posiciona a las élites criollas -anticoloniales y sin fisuras- en el centro de esa escena, y ciertas perspectivas de izquierda que desechan las historias patrias y condenan la independencia y la revolución en tanto momentos devastadores a la vez que exaltan a la multitud anónima. Creemos que esta particular manera de restaurar el pasado habilita una suerte de reconciliación, equilibrio y pluralidad -evocador del principio del justo medio- afín al discurso oficial centrado en el concepto de ciudadanía.

En esta tentativa por ampliar el panteón de los próceres de la independencia, la distinción del accionar revolucionario femenino aparece como otro de sus rasgos singulares. Así, las “Manuelas” (Espejo, Cañizares y Sáenz Aizpuru) y las guarichas -aquellas mujeres anónimas que acompañaron a los soldados y fueron parte del ejército libertador- devienen actores nodales en la historia ecuatoriana. En este punto, es particularmente interesante ahondar en el modo en que Correa restituye la memoria -“confiscada por tanto tiempo”- de Manuela Sáenz Aizpuru (1797-1856), quien fue ascendida en 2007 a generala del ejército ecuatoriano:

Muchas veces han tratado de ocultarnos, de falsificarnos la memoria de Manuela Sáenz como luchadora, como pasionaria de la libertad; mujer consecuente con sus ideales, excepcional en la valentía y en la devoción a los ideales bolivarianos. Mucho de Manuela ha venido hasta aquí, sobre todo su memoria llena de insurrección, su manera de asumir el futuro […]. Ella siempre tuvo una mirada continental, integracionista, libertaria, que buscaba la unidad de los pueblos […], cobijados bajo el ideal de una América unida, libre y soberana (Correa, 5/07/2010; resaltado de la autora).

En principio, la reconstrucción de la memoria de quien fue compañera de Bolívar -y aquí queda el interrogante de cuánto de este énfasis conmemorativo en la figura de Sáenz Aizpuru no responde al hecho de haber sido “Libertadora del Libertador”- tendría como fin matizar los tradicionales discursos androcéntricos sobre las historias patrias, al reivindicar una idea de mujer combativa, pública, política y estratega. Sin embargo, este despliegue discursivo no supone un conflicto con su simultánea asimilación a la reproducción y la maternidad, a una imagen de “madres gestantes”. De esta manera, se postula una armonía entre la mujer-trabajadora y la mujer-reproductora:

Honramos la memoria de Manuela a través de las políticas de inclusión económica y de las políticas de salud preventiva y nutrición que tienen hoy las madres gestantes. El espíritu de Manuela nos permite afirmar que los pueblos de América Latina son los legítimos herederos de las luchas sociales de liberación contra todas las formas de dominio o colonialismo […]. (Correa, 5/07/2010; resaltado de la autora).

Esta memoria -versátil, polivalente y mediadora- de Sáenz Aizpuru revela también una analogía entre las batallas por el reconocimiento y la ampliación de los derechos de la mujer y las luchas de liberación en un sentido general, retórica que parecería hallar sus límites concretos en algunas discusiones suscitadas en la actualidad. La mujer debe ser plenamente incorporada a la ciudadanía pero la definición, ampliación y legitimación de sus derechos parece estar, en ocasiones, condicionada desde arriba; reflejo de ello ha sido el controvertido asunto de la despenalización del aborto y la firme “defensa de la vida desde la concepción” por parte de Correa, posición que terminó imperando en el acalorado debate en torno al aborto y la salud sexual y reproductiva surgido en 2008 en el interior del bloque oficialista y con las organizaciones y colectivos de mujeres (Starkoff, 2008; Flores, 2014; Enríquez Arévalo, 2015).

Cabe destacar también en el discurso oficial sobre la gesta independentista, la alusión al rol desempeñado por la Iglesia católica. Es interesante cómo, al hacer referencia a los sucesos de 1809, es reivindicada la figura de una iglesia comprometida con la causa libertaria, cuyos exponentes principales habrían sido el cura José Luis Riofrío, de origen humilde, identificado con las causas populares, misionero en la zona amazónica -al igual que el presidente- y capellán de las tropas criollas, así como el sacerdote José de Cuero y Caicedo, obispo, vicepresidente de la Primera Junta y presidente de la Segunda Junta de Gobierno.

La reposición del papel del clero durante la crisis monárquica hay que enmarcarlo en el afán de Correa por distanciarse de la cúpula eclesiástica -considerada por éste como un poder fáctico alineado históricamente a los grupos económicos dominantes de Ecuador-,5 aunque sin que ello suponga una ruptura con la totalidad de la institución. En este sentido, esa memoria sirve de apoyo para rastrear la génesis de una iglesia virtuosa y presentarse él mismo -apelando a la doctrina social de la Iglesia católica, la teología de la liberación y el socialismo del siglo XXI- en tanto líder “cristiano de izquierda” comprometido con la transformación, real y concreta, de las condiciones de vida populares. Así, afirma:

Para un cristiano en América Latina, la cuestión moral fundamental es la cuestión social. Insisto en esto porque, a diferencia de la iglesia latinoamericana de los años sesenta y setenta, cuando […] puso en el centro de la acción pastoral la cuestión social, la jerarquía eclesial latinoamericana actual pone mayor énfasis en cuestiones de rito. De hecho, ya tenemos en Ecuador, coincidentemente en sectores adinerados, nuevamente la misa en latín […] (Correa, 26/10/2009; resaltado de la autora).

En este sentido, se advierte cómo la restitución de ciertos referentes de la Iglesia católica involucrados en los hechos ocurridos en la primera mitad del siglo XIX -con su eslabonamiento a los “curas tercermundistas”- sirve de soporte histórico, político y simbólico al presente ecuatoriano; particularmente, asiste a la construcción identitaria y la legitimación de un poder político, en el cual las representaciones sacras y religiosas -de izquierda y populares- devienen uno de sus elementos constitutivos fundamentales (Pérez Ordóñez, 2010).

Antes de finalizar este apartado, dos observaciones parecen pertinentes. Por un lado, es posible afirmar que no hubo una pretensión de ruptura total con los esquemas interpretativos que sitúan en el centro de la memoria histórica al héroe nacional, sino más bien su apropiación, ampliación y conjugación con otras figuras, identidades y sujetos marginales históricamente relegados por el Estado, dando lugar a una representación plural de los orígenes de la nación. Lectura que, necesariamente, debió mantenerse al margen de los aportes de la nueva historia política, la cual se ha propuesto desmitificar las evocaciones en clave nacionalista.6 Por otro lado, la revolución independentista, en tanto acto inaugural, queda presentada como génesis y fundamento -todavía omnipresente- de todo un devenir revolucionario que encuentra su punto de convergencia en el Ecuador de la Revolución Ciudadana. Esta última, por medio de la repetición de una serie de gestos paradigmáticos y de la redención de episodios frustrados del pasado ecuatoriano y latinoamericano, parece hallar en el bicentenario de “independencia” un momento propicio para recuperar distintas tradiciones revolucionarias y condensarlas en el presente.

Un continuum de “revoluciones auténticas”

En la restauración de la memoria histórica llevada a cabo por Correa, la gesta de 1809 tiene como heredera a la “revolución alfarista”. La exaltación de la figura del “Viejo Luchador”,7 líder del embate contra el conservadurismo de principios de siglo XX y continuador de la “primera independencia”, es una operación que se repite en la retórica oficial, sirviendo de fundamento a su identidad política e ideológica:

Aunque invocó las mismas ideas liberales que animaron a los caudillos de la Independencia, la revolución que promovió y llevó a la victoria fue sobrepasándolas en su realización histórica. Por eso, la obra visionaria de Alfaro no pudo menos que chocar con los intereses del capital bajo su forma conservadora y santurrona, pero también bajo su forma liberal-mercantilista, cuyos defensores se encontraban fuertemente vinculados a los intereses de la propiedad terrateniente, el comercio y sobre todo la banca (Correa, 10/09/2009).

Se establece así una correspondencia entre dos momentos de la historia ecuatoriana considerados fundacionales: la Revolución de 1809, que conquistó la soberanía política y la autodeterminación, y la Revolución de 1909, que luchó por la integración nacional, un Estado secular y la imposición de límites al capital. Pero es sólo en la actualidad que esas revoluciones encuentran su restauración salvadora, su último eslabón: “Parafraseando a José Martí, […] el trabajo libertario de Simón Bolívar, de Eloy Alfaro, está todavía por hacerse” (Correa, 25/03/2011); “[…] casi con periodicidad relojera, viene esta Revolución Ciudadana tratando de completar la obra de Alfaro, tratando de lograr nuestra segunda y definitiva independencia; y realmente lograr […] esa igualdad de oportunidades para todas y para todos” (Correa, 17/03/2011).

El concepto de ciudadanía, feudo de la tradición liberal, ha sido reapropiado por el correísmo y convertido en un elemento distintivo de su proyecto político. En su formulación clásica, aunque resignificado y ampliado, este concepto ha devenido un modo propio de reflejar la pretensión desde arriba de garantizar una “igualdad humana básica” a la totalidad de miembros de la comunidad nacional -por medio de la restitución y la universalización de una serie de derechos civiles, políticos y sociales-, exhortando asimismo a una ciudadanía activa a la hora de promover el bien común y contribuir a la reducción de las brechas y contradicciones de clase:

La nueva política social es emancipadora, rompe cadenas de explotación, de dominación, permite que las ciudadanas y los ciudadanos se reconozcan como actores clave del desarrollo social y económico, dentro y fuera del país. Se fundamenta en una gestión articulada, moderna, eficiente, transparente, con lineamientos y metas claras, donde el Estado ejerce la rectoría, pero actúa en forma desconcentrada y descentralizada en los territorios, defendiendo el interés público y construyendo ciudadanía (Correa, 15/01/2011; resaltado de la autora).

Esa fórmula, que asocia ciudadanía con igualdad real, sólo puede garantizarse concluyendo la tarea iniciada por las revoluciones antecesoras: “Vamos hacia la construcción de un Estado democrático, de derechos, de equidad y justicia, como quería nuestro Eloy; vamos a la realización de los cambios profundos, rápidos y en paz; vamos a levantar la patria altiva y soberana, alfarista, bolivariana, con todas, con todos” (25/03/2011). Y con la profundización de un vínculo de unión y pertenencia comunitaria basado en la lealtad, la confianza y el respeto hacia una patria percibida como patrimonio común y custodiada por la Revolución Ciudadana, bajo el liderazgo de Correa: “Recuperamos un sentido, una identidad nacional que respeta la dignidad y los derechos, que ha desarrollado inéditos niveles de confianza ciudadana en la acción del gobierno, que está orientada a la consecución del bien común” (Correa, 15/01/2011).

Si bien es posible detectar en el apelativo y en la retórica del gobierno rastros de una concepción liberal del Estado y la sociedad al apelar a un sujeto individual/abstracto/genérico y rechazar cualquier forma de corporativismo, ese aire liberal se ve inmediatamente equilibrado -y aquí, de nuevo, la virtud mediadora- al postular como prioridad la supresión de las lógicas excluyentes, la superación del neoliberalismo y la construcción e institucionalización de un auténtico “Estado popular” con guiños socialistas:

[…] con la voluntad de todo un pueblo, construimos una verdadera transformación en las relaciones de poder; aquí, se verificó ese cambio en las relaciones de poder […]. La nueva Constitución, para pasar del Estado Burgués al Estado Popular; […] para pasar de ese modelo neoliberal a un modelo socialista, de justicia, de dignidad (Correa, 25/03/2011).

No obstante, para Correa, “la historia se repite: la masacre del 2 de agosto de 1810, la Hoguera Bárbara, el 30-S” (Correa, 24/05/2011) y los enemigos de siempre -la prensa, la cúpula eclesiástica, el gran capital- continúan obstaculizando la realización de un proyecto históricamente truncado, esto es, la revolución y, por consiguiente, el futuro de la “patria renacida”:8

Bolívar fue acorralado y muerto a fuerza de soledad y de traiciones […]; el Mariscal de Ayacucho también fue asesinado para que no se realizaran los cambios necesarios. Jamás debemos olvidar que esa independencia fue secuestrada por las oligarquías criollas, a cuyos beneficios no fue convidado el pueblo llano […]. Cien años después la antorcha se hizo machete, se transformó en montonera […]. Pero tuvieron que pasar otros cien años para que la Revolución Ciudadana surgiera como un sueño colectivo […]. Podemos decir que el trabajo de Bolívar y de Alfaro estaba inconcluso, que la Patria había sido muchas veces traicionada […] (Correa, 10/08/2011; resaltado de la autora).

Es sabido que el concepto schmittiano de lo político se caracteriza por la distinción de una antinomia central, la de amigo/enemigo. De esto se desprende la necesidad de fijar un opuesto complementario, un “ellos” que habilite la constitución de un “nosotros”. En este caso, es ese “otro” proyecto de nación -el de los “enemigos internos y externos” de la revolución, que acabó imperando en la historia ecuatoriana al frustrar, de manera sistemática, la posibilidad de una patria “de todas y todos”- el que posibilita modelar al correísmo e hilar una identificación con el bolivarianismo y el alfarismo. Todo “dentro” exige un “fuera”: aquí, son aquellos enemigos históricos de la patria los que concurren en la formación de un “nosotros político” que abraza y conecta distintas tradiciones y episodios revolucionarios.

De modo que, en la memoria histórica representada por el correísmo, queda establecida una suerte de continuum de “revoluciones auténticas”, superadoras unas de las otras y dirigidas todas ellas a conseguir una sociedad y un Estado cada vez más igualitarios e inclusivos, cuyo punto álgido sería el proyecto de la Revolución Ciudadana y del socialismo del siglo XXI. Tres puntos distantes en el tiempo -bolivarianismo, alfarismo y correísmo- devienen momentos de rupturas simétricas que habilitan un sistema calculado de semejanzas, encadenamientos y continuidades.

Entre esos fragmentos del pasado y del presente ecuatoriano se teje entonces una serie progresiva de realizaciones singulares y revolucionarias que encuentran su síntesis en el Ecuador de la Revolución Ciudadana. Una articulación cronológica y genealógica de acontecimientos históricos que la “memoria combativa” del correísmo rescata del olvido y moldea como una totalidad unitaria, otorgándole un sentido y una dirección. Diacronías que, sin embargo, van más allá de la mera sucesión empírica al contenerse y condensarse en un presente que se exhibe como único y auténtico; episodios que no son sólo realizaciones del pasado sino que son también -por todo aquello que no fueron- potencia para el presente.

Entre la astucia y la utopía: el latinoamericanismo en la narrativa bicentenaria

El bicentenario de “independencia” ecuatoriano devino asimismo una coyuntura favorable para la reactivación del relato bolivariano de la “patria grande”, símbolo de identidad y unión continental. Así, un punto más aparente de la retórica oficial -aunque no por ello menos significativo- es su perspectiva plurinacional, latinoamericanista y antiimperialista basada en la reivindicación de un conjunto de figuras -tan emblemáticas como heterogéneas- de la historia regional. Portavoces del antiimperialismo, el socialismo, la “cuestión nacional” y/o la unidad latinoamericana como Martí, Morazán, Zapata, Sandino, Mariátegui, Perón, Guevara y Allende se suman al altar de los héroes y, junto con Bolívar, Sucre y Alfaro, son rememorados en su faceta de “integracionistas, humanistas profundos, seres de luz, de alma grande, de amor de Patria inmensa americana” (Correa, 01/06/2009).

La recuperación de las grandes narrativas del siglo XIX y XX y la exaltación de figuras consideradas heroicas y míticas -en un sentido mariateguiano- están enmarcadas en una inquietud clásica del devenir de la región: la necesidad de precisar el “ser latinoamericano”. Inquietud que, reconfigurada bajo un formato elástico y permeable de identidades múltiples y superpuestas, reviste propósitos materiales aunque también simbólico-identitarios.

En este sentido, la perspectiva latinoamericanista aparece, en el discurso de Correa, como una estrategia contrahegemónica -de resistencia y negociación en un escenario global multipolar- orientada a presentar un Ecuador ya no ladeado hacia los poderes imperiales, sino como pueblo soberano que busca, a través de una unidad económica, comercial, cultural y política subcontinental, concretar el ideal bolivariano de autodeterminación nacional y regional. En palabras de Correa: “Para nosotros, la Patria es América, decía Bolívar, y aquella sentencia, que parecía utópica, o siempre traicionada […] se está haciendo realidad” (Correa, 16/02/2011); “una verdadera integración, que va mucho más allá de lo comercial, pero que también, obviamente, incluye lo comercial” (Correa, 07/12/2012); “aquí se requiere acción conjunta. Hagamos que la integración, por favor, tenga efectos concretos, pragmáticos, en beneficio de nuestros pueblos […]” (Correa, 07/12/2012).

La urgencia por conseguir aquella unión frustrada durante la “primera independencia” y de erigir a la región como un sujeto fuerte contra los centros imperiales y a favor de un ordenamiento global democrático y multipolar se ve acompañada de una representación mitificadora del pasado latinoamericano, una suerte de memoria histórica “monumental” -fetichizada y estetizada- que revive los sueños de aquellos “gigantes”:

Ahora, estamos de pie frente a la historia para decirles a nuestros próceres que sus esfuerzos no fueron vanos ni sus sacrificios perdidos, porque nosotros, sin olvidar su memoria, estamos también dispuestos a combatir por un sueño, el de una Latinoamérica unida por el ideal de la igualdad, la libertad y la justicia (Moreno, 24/05/2010; resaltado de la autora).

Es sabido que los orígenes de este pensamiento se remontan al periodo transcurrido entre el ocaso del antiguo régimen colonial y la construcción del orden republicano con la redacción y divulgación de la famosa carta de Jamaica, dirigida a legitimar la ruptura con España y a conseguir el patrocinio de otro poder imperial en ciernes, Gran Bretaña. Reeditada en la actualidad, esta retórica se ofrece nuevamente como marco para una afirmación regional “sin tutelajes, sin vasallajes, sin imposiciones, con plena dignidad” (Correa, 24/05/2009), al tiempo que sirve para tejer vínculos con potencias y países alternativos y explotar las oportunidades económicas y financieras de un mundo multipolar:

Estamos convencidos de que un prerrequisito vital para que América Latina pueda reposicionarse a nivel global pasa por conquistar nuestra soberanía, la misma que quedó trunca tras nuestros procesos de independencia. Más que nacionalismo, entonces, lo nuestro es “soberanismo” (Correa, 01/03/2010; resaltado de la autora).

No obstante, además de aspirar a un reposicionamiento de la región en la escena global, el ideal de la “patria grande” adquiere también un lugar clave en el proceso de reelaboración de la identidad regional perseguido por un conjunto de naciones latinoamericanas que, a principios del 2000, habrían experimentado lo que diversos autores caracterizaron como un “giro a la izquierda”, aludiendo con ello no sólo a la puesta en marcha de políticas tendientes a reducir las diferencias sociales, sino también orientadas a la producción de nuevos imaginarios políticos e ideológicos (Ellner, 2004; Ramírez Gallegos, 2006; Arditi, 2008; Sader, 2008; French, 2009; Thwaites Rey, 2010; Ceceña, 2011).

Para Correa, la perspectiva latinoamericanista es, entonces, “un árbol frondoso de raíces profundas, una clave de identidad que desborda fronteras” (Correa, 15/04/2010). De esta manera, se repone y reactualiza una construcción discursiva del pasado que, como antaño, reviste fines materiales pero también simbólicos e identitarios: se trata de forjar un nuevo imaginario común a toda la sociedad capaz de incorporar la diferencia y desarmar la idea de un sujeto universal latinoamericano, visibilizando, articulando y negociando con identidades y memorias hegemónicas, así como marginales y ocultas:

Afortunadamente América Latina no pertenece, hoy, a ningún imperio. Los herederos de José Artigas, José de San Martín, Rosa Campusano, Miguel Hidalgo y también de Rigoberta Menchú, Camilo Torres, Leónidas Proaño, Hebe de Bonafini, no creemos en el pensamiento único, porque nuestra identidad tiene el rostro de todos y de todas (Correa, 08/01/2009: resaltado de la autora).

Ahora bien, el trazado de una unión y una identidad latinoamericana, plurinacional y antiimperialista -que aglutina múltiples causas y figuras del pasado y el presente de la región- convive no sólo con desavenencias y asimetrías interestatales que obstaculizan su concreción real, sino también con un conjunto de prácticas hijas de la “larga y triste noche neoliberal”, las cuales suponen, para el gobierno de la Revolución Ciudadana, algunas ambigüedades, así como una serie de desafíos y contratiempos con los distintos sujetos y movimientos sociales (Altmann Borbón, 2009; De Sousa Santos, 2010; Gudynas, 2010; Ramírez Gallegos, 2010).

Frente a la ausencia de un trastocamiento radical de las condiciones estructurales y la dificultad de lidiar con múltiples subjetividades, el sesgo latinoamericanista -teñido de diversidad y abstracción- posibilita destacar lo que hay en común en el abigarrado tejido social ecuatoriano; posibilita rescatar y representar una totalidad, aunque dúctil y plural, hermanando imaginarios y representaciones particulares. Por lo tanto, la rehabilitación y el aggiornamento del discurso integracionista atenúan, en cierta medida, las aporías inherentes al proyecto político del correísmo y dan lugar a una suerte de paraguas identitario común:

[…] nuestros países, nuestros pueblos, son, en todo sentido, hermanos; fuimos libres, dueños y señores de Abya-Yala; vivimos un mismo yugo que nos asfixió durante tres siglos; experimentamos juntos la republicana ruptura de ese orden feudal […]. Ya en el siglo XX, nos sometió por igual el vasallaje de las transnacionales, pagamos un alto tributo de sangre, sudor y soberanía; y ahora vivimos auténticos procesos democráticos de liberación, de construcción de soberanía (Correa, 10/08/2009).

En síntesis, la elaboración de una memoria histórica protagonizada por los héroes y las heroínas de una “Latinoamérica insurrecta” asiste a la legitimación del presente político ecuatoriano y al sosiego de sus costados más polémicos y contradictorios, al tiempo que se constituye en un artificio esencial a la hora de interpelar y convocar a la sociedad ecuatoriana y latinoamericana, restaurar y democratizar su identidad colectiva y reponer utopías revolucionarias o, por lo menos, provocadoras.

Memoria y porvenir. El Estado como solución

La recuperación de aquella voluntad integracionista permite agregar algo más sobre el proceso de reconstrucción de la memoria histórica llevado a cabo por el gobierno de la Revolución Ciudadana. Luego de una época signada por la tiranía del presente y pérdida de fe en el futuro, se procura -apelando a ciertas tradiciones y figuras pretéritas- reconectar el pasado con el futuro a partir de un determinado presente y, de esta manera, romper con la idea de un mañana contingente e incierto para volver a pensarlo como horizonte asequible:

[…] con la fuerza libertaria de la espada bolivariana y al amparo del ejemplo tutelar alfarista, celebramos la memoria, pero nos preparamos al mismo tiempo para el porvenir, sabiendo que ésta ya no es la patria encerrada de otros tiempos, prisionera de sus propias fronteras, sino la inmensa Patria americana que levanta la voz para que el mundo escuche (Correa, 14/02/2011).

Así, parecería haber un intento de reponer una visión progresiva de la historia que recobre lo utópico -en su carácter de fuerza creadora- y confiera certidumbre a la sociedad ecuatoriana. Para lograr eso, se pone en marcha un proceso de identificación con un pasado considerado originario que permite quebrar las brechas temporales, hallar una esencia y una conciencia revolucionaria y extraer de aquél su potencia. Se trata de “reivindicar la memoria más remota de este suelo, a fin de usar la fuerza que nos otorga su memoria para emprender con ella […] la conquista de nuestro futuro” (Correa, 06/12/2010). De este modo, queda establecida una unidad entre lo que ha sido y lo que es hoy, una acción sintética capaz de volver a proyectar un porvenir.

Por lo tanto, ¿es posible reducir la restauración de la memoria histórica a un simple instrumento presentista? ¿O su reactualización puede servir asimismo para rehabilitar al futuro y escapar a un clima presentista? “Desde la esperanza es que miramos la historia, desde la perspectiva de adelantar camino, no revisamos la historia sino que la repensamos con el ideal de alcanzar un nuevo amanecer para la Patria”, sostiene Correa (21/04/2011). La reconstrucción del pasado es presentada como una acción capaz de restituir un futuro “desmoronado” y recuperar una patria “secuestrada durante mucho tiempo; entrampada en los bolsillos de los grupos de poder […]; enredada en los tentáculos de la partidocracia, sucia, en la miseria, […] sin caminos, sin destino” (Correa, 15/01/2011).

En este sentido, la actualización de la memoria histórica parece no sólo responder a una necesidad de legitimar y consolidar un presente político -que crece en significaciones al renunciar a su carácter singular y contingente y asumirse como continuación de un pasado revolucionario-, sino que también permite entreabrir el futuro, esto es, contribuye a habilitar y a apuntalar un “horizonte de expectativas”. En la retórica oficial resuena, de algún modo, la sugerente fórmula zapatista: “mirar hacia atrás para poder caminar hacia adelante”, en tanto que se le asigna al pasado un carácter positivo e instructivo y se lo liga al futuro, en un intento por romper con la tiranía del ahora:

No se trata […] de una apología del pasado, se trata de la celebración de la memoria, que nos marca la ruta hacia el futuro; es el reconocimiento de nuestra deuda con la historia para retomar los caminos de unidad, de sueños comunes, de utopías, cobijados […] con el ejemplo de nuestros combatientes revolucionarios, que siempre han querido lo que todos necesitamos en este momento tan claro de nuestro continente: el desarrollo compartido, la equidad, la búsqueda de la libertad a través de la justicia, la soberanía (Correa, 20/05/2011; resaltado de la autora).

Ahora bien, en este proceso de transformación radical y democrática de Ecuador, hay un actor que es exhibido como una pieza indudablemente clave. Si bien Correa suscribe que tanto “la acción individual [como] la acción colectiva son necesarias para el desarrollo de la sociedad”, es la segunda la que deviene condición sine qua non “[para que] las fuerzas de esa sociedad, básicamente sus individuos, empujen todos en una misma dirección, en función de los objetivos socialmente deseables” (Correa, 06/10/2011). Y la forma institucionalizada de realizar esa acción colectiva es el Estado:

El Bicentenario nos encuentra en un proceso de lucha por nuestra segunda y definitiva independencia. El desafío es lograr un Estado integral, como lo definió Gramsci, un Estado que represente a las grandes mayorías, que busque […] el bien común. Aquí, la lucha básicamente es política: cambiar la relación de fuerzas, para que en el nuevo Estado manden los ciudadanos (Correa, 22/04/2010; resaltado de la autora).

Si bien hay un pleno reconocimiento a la tradición socialista y una convicción en la necesidad de disputar y conquistar el poder político para transformar un Estado burgués en uno “verdaderamente popular”, eso debe perseguirse confrontando “críticamente sin miedo los dogmas [de] la izquierda autista” y “sin ingenuidades absurdas, jamás negando la existencia del sector capitalista moderno” (Correa, 31/05/2011). Asoma nuevamente la preocupación del correísmo por encontrar el justo balance y reconocer la pluralidad, por reconciliar y sintetizar extremos; fórmula en la cual “el imperio de la ley” y la constitución y afirmación de un orden político exterior a la sociedad y portador del interés general se tornan sus objetivos más fundamentales:

Y el gran debate, sobre todo en los últimos dos siglos a nivel de las grandes ideologías: ¿hasta dónde la acción colectiva y hasta dónde la acción individual? Demasiada acción colectiva mata al individuo (el estatismo), pero demasiado individualismo mata a la sociedad. Los suecos dicen: “Una cuerdita para halar al que se dispare demasiado, y para subir al que se cae demasiado” (Correa, 18/10/2011; resaltado de la autora).

Cercana a la propuesta teórica de Norberto Bobbio, la solución a este dilema vendría de la mano de un punto medio entre organicismo e individualismo, entre la tradición socialista y la democrática-liberal. Aunque, en el caso de Correa, se lo enlaza también con valores como la armonía de clases, la utopía y el humanismo de inspiración cristiana. Un maridaje que solamente se vuelve asequible por el accionar del Estado concebido como la única entidad -por fuera y por encima de la sociedad- capaz de articular, disciplinar y subordinar los intereses particulares en función del interés general. Por lo tanto, de lo que se trata, en última instancia, es de institucionalizarlo y desectorizarlo para garantizar su estabilidad, regular los desequilibrios sociales y asegurar “el convivir ciudadano”.

Sin embargo, es preciso preguntarse si lo que se persigue, por medio de esta ilación de episodios, figuras y representaciones tanto distantes como recientes que hacen de fondo del correísmo, es una síntesis superadora del pasado y el presente ecuatoriano capaz de conceder a la sociedad la posibilidad de un futuro abierto, sólido y universal, o si la perspectiva del porvenir se ve amarrada a una reproducción del estado de cosas vigente revelado anticipadamente como condición de posibilidad para la materialización, preservación y profundización de todos aquellos ideales y designios revolucionarios.

Consideraciones finales

En “La construcción estética de la realidad”, Chartier concluye: “Si es verdadero que las obras estéticas no son jamás meros documentos del pasado, es también verdadero que a su modo, entre veras y burlas, ellas organizan las experiencias compartidas o singulares que construyen lo que podemos considerar como lo real” (2002: 45). ¿Qué sucede entonces si proponemos entender la narrativa bicentenaria trazada por el correísmo como una construcción política pero también estética del pasado y el presente ecuatoriano? Quizás así sea posible concebir la reactualización de la memoria histórica como un proceso tan intricado como necesario que -provisto del poder de la ficción y la realidad- contribuye a la producción, organización y definición del mundo social. En este sentido, y sin intenciones de exhortar una “omnipotencia” ciega de las representaciones, su estudio parece habilitar un original punto de entrada a la historia reciente ecuatoriana y por qué no, de la región; una bocanada de aire fresco en el nutrido acervo de investigaciones confinadas al análisis de la dimensión estructural del posneoliberalismo en América Latina.

Este trabajo procuró transitar en esa dirección. Se propuso señalar cómo, por medio de un proceso de reapropiación, restauración y representación del pasado nacional y regional, el correísmo delineó sus filiaciones ideológicas, asumió su simbología e intentó afianzar, durante el bicentenario de “independencia”, un determinado proyecto político y una idea de nación, dejando establecidos una génesis y unos fundamentos con guiños tanto a la tradición liberal como a la socialista, salpicados asimismo por la influencia de la doctrina cristiana. Entrecruzamiento de ideologías, imágenes y discursos cuyos matices y contradicciones recuerdan, como dice Eric Hobsbawm (1996), que las identidades no son construcciones fijas ni coherentes y que mientras nada dicte lo contrario, pueden convivir, combinarse y mantenerse en paralelo.

Pero entonces, ¿qué nos dicen esos usos selectivos y conectivos del pasado, ese montaje o collage de tradiciones, representaciones y episodios históricos cuidadosamente articulados en la memoria histórica del correísmo? Por un lado, las reconfiguraciones narrativas sobre el pasado ecuatoriano puestas en marcha en ocasión del bicentenario estuvieron dirigidas a restaurar una memoria histórica libertaria, reconstruir un “espacio de experiencias” compartido y reactualizar una identidad nacional y regional. Por el otro, pretendieron reforzar y legitimar un ordenamiento político hegemónico -procurando velar las contingencias, fisuras y aporías inherentes a él- y, en términos generales, reponer un Estado fuerte y autónomo, organizador y garante de la sociedad ecuatoriana luego de décadas de inestabilidad política e institucional.

La (re)presentación de la memoria histórica oficial -que enlazó diversos fragmentos del pasado para ser explotados como potencia para el presente- se constituyó como una forma más de expresar el proyecto político del correísmo, es decir, la institucionalización y desectorización del Estado ecuatoriano, presentado este último como el único actor capaz de organizar y disciplinar los intereses particulares de la sociedad. Así, la disposición de un orden político exterior a la sociedad y portador del interés general -con la ciudadanía, aquella totalidad de sujetos individuales, indiferenciados e iguales, como referente- se muestra, en el discurso oficial, como una meta fundamental si lo que se quiere es ampliar el concepto de ciudadanía y nación y proyectar esta última hacia un horizonte temporal y fáctico.

En este sentido, un imperativo categórico de la Revolución Ciudadana consiste en suprimir o, por lo menos, atenuar la presencia de particularismos en el espacio público-político, y uno de los mecanismos para alcanzarlo parece haber sido la construcción de una narrativa sobre el pasado meticulosa, flotante y abstracta susceptible de desdoblamientos, capaz de agrupar las diferencias y volverlas una totalidad “ciudadana”. Ahora bien, ¿esta reactualización de la memoria histórica contribuye a zanjar las controversias en la esfera de la sociedad y el Estado y a lograr así su desectorización? ¿Posibilita velar las aporías, tensiones y equívocos inherentes a este -y a todo- ordenamiento político?

Por un lado, este intento desde arriba por restablecer y articular una comunidad política abstracta y general -regulada por el Estado- choca, de manera evidente, con la existencia de intereses particulares perseguidos por quienes la integran, lo cual conduce a conflictos y desencuentros con las clases propietarias, sectores de la izquierda, el movimiento feminista, algunas organizaciones indígenas y ecologistas, y los docentes. Aunque también está el hecho de que el correísmo se haya constituido en un movimiento político sistemáticamente ratificado por la voluntad popular y que sectores subalternos históricamente excluidos hayan obtenido respuesta a sus crecientes reclamos y demandas de inclusión material y simbólica, forzando su reconocimiento en la memoria histórica ecuatoriana y su incorporación efectiva a un concepto ampliado y resignificado de ciudadanía -en su dimensión civil, política y social pero también simbólica y cultural.

Es inútil pretender finalizar este escrito con afirmaciones concluyentes sobre un fenómeno complejo y ambiguo que todavía ha de tomar forma. No obstante, sí es posible arriesgar que quizás sea en esa búsqueda de una ciudadanía plena, ampliada e inclusiva de la diferencia que aspira a suprimir la preeminencia de todo tipo de interés particular y conquistar una armonía de clases, donde yacen expuestos tanto el límite como la eficacia del proyecto político de la Revolución Ciudadana: esa pretensión de abstracción y desectorización de la sociedad y el Estado ecuatoriano -de la cual la interpretación oficial del pasado nacional y regional, evocadora del principio del justo medio, pareció ser su expresión- asegura niveles de apoyo “ciudadano” inéditos para la historia del país al tiempo que tropieza irremediablemente con la esencia de todo ordenamiento capitalista.

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Todorov, Tzvetan (2000). Los abusos de la memoria. Buenos Aires: Paidós. [ Links ]

*Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en las I Jornadas de la Red Intercátedras de Historia de América Latina Contemporánea (RIHALC), Córdoba, 2015.

1Este recorte temporal se corresponde con lo establecido en el Decreto Ejecutivo N° 561 del 17 de agosto de 2007, a partir del cual se declaró al periodo comprendido entre 2009 y 2012 como años de “Recordación Nacional del Bicentenario”, con el fin de “exaltar la celebración de la Independencia ecuatoriana y promover el civismo y el amor a la Patria con la recordación y reflexión del significado histórico de estos acontecimientos”. Consideramos que durante esos años los discursos pronunciados por Correa se vieron particularmente dirigidos a disputar y reactualizar las representaciones, imágenes y memorias sobre la nación, la sociedad y el Estado ecuatoriano. Son estas dimensiones las que se analizarán en los apartados que siguen.

2Específicamente, el autor critica que “[…] en estricta ortodoxia saussuriana, [el giro lingüístico] toma el lenguaje como un sistema cerrado de signos, cuyas relaciones producen ellas mismas la significación. La construcción del sentido es así separada de toda intención o de todo control subjetivo, puesto que ella se encuentra determinada por un funcionamiento lingüístico automático e impersonal. De esta manera la realidad ya no está para ser pensada como una referencia objetiva, exterior al discurso, sino como constituida por y en el lenguaje” (Chartier, 1994: 192). Algunos trabajos dedicados al análisis del discurso político en América Latina que recuperan vertientes enmarcadas en el “giro lingüístico” son: León y Romero, 2008; Morales López, 2012, y Flax, 2014.

3Sin entrar en los debates académicos que ha ocasionado la renovación de los estudios sobre memoria —analizada desde distintas perspectivas como deber, trabajo o abuso de la memoria, momento-memoria o memoria saturada, entre otros (Todorov, 2000; Ricoeur, 2003; Nora, 2008; Robin, 2012)—, interesa reparar en un aspecto clave de la memoria, su dimensión social. Tomando como punto de partida los análisis de Maurice Halbwachs, Marie-Claire Lavabre (2006) ha insistido en el carácter eminentemente social de la memoria, la cual excede la capacidad personal de recordar en tanto las representaciones del pasado que los individuos llevan consigo se ven penetradas por diversas memorias y se encuentran especialmente en tensión con las elaboraciones institucionales, es decir, con la memoria oficial o histórica. Es esta categoría analítica, estrechamente asociada con los usos políticos del pasado, la que servirá de soporte a este trabajo.

4En este punto, cabe esbozar un breve recorrido por la historia de la independencia ecuatoriana. Desde fines de la década de los años ochenta la historiografía sobre los movimientos de independencia en Hispanoamérica ha experimentado una renovación en el campo de la historia política. Enmarcado en este paradigma, Jaime Rodríguez (2006) plantea que la independencia de la América española no constituyó un movimiento anticolonialista, sino que se produjo en el contexto de crisis de la monarquía española luego de la invasión napoleónica en 1808. En efecto, en medio de un clima de recelo y desconfianza entre europeos y americanos, el 10 de agosto de 1809 los criollos se rebelaron contra el presidente de la Real Audiencia de Quito, Ruiz de Castilla, e instauraron la Primera Junta de Gobierno leal a Fernando VII, presidida por Juan Pío de Montúfar y el obispo José de Cuero y Caicedo como vicepresidente. Hacia octubre, la contrarrevolución comenzó a tomar forma y las fuerzas realistas —apoyadas por las otras provincias del reino— lograron, por medio de la represión y el encarcelamiento de los rebeldes, desarmar la Junta y restablecer el statu quo. Sin embargo, en medio de un clima de creciente agitación por la próxima llegada de España de Carlos Montúfar —en calidad de comisionado regio pero con el peso de ser hijo del disidente Juan Pío—, el 2 de agosto de 1810 un grupo de criollos intentó rescatar a los prisioneros y fue masacrado. A continuación, el 22 de septiembre se formó una nueva Junta —presidida esta vez por Ruiz de Castilla y Carlos Montúfar—, la cual desobedeció al Virreinato de Nueva Granada. Ahora bien, su estabilidad se vio amenazada por las divisiones y rivalidades familiares entre las élites criollas —los Montúfares ligados con la corona y aquellos a favor de una junta autónoma vinculados con Jacinto Sánchez de Orellana. Así, tras varios meses de intrigas, los partidarios de la autonomía impulsaron un motín en Quito, forzando la renuncia de Ruiz de Castilla y reemplazándolo con Cuero y Caicedo. El 11 de diciembre se votó por el establecimiento de un gobierno autónomo sujeto únicamente al rey cautivo y el 15 de febrero de 1812 un congreso revolucionario promulgó la constitución del Estado Libre de Quito, apoyada solamente por la mayoría montufarista. Esa falta de unidad entre las élites políticas y de apoyo popular fue lo que posibilitó el restablecimiento del poder español hasta octubre de 1820, cuando un segundo movimiento independentista originado en Guayaquil volvió a dar fuerza a la revolución que pondría fin al dominio realista en la ciudad de Quito.

5Durante la toma de posesión presidencial de octubre de 2009, Correa afirmaba: “El pasado 26 de abril, no obstante haber estado en medio de la mayor crisis del capitalismo planetario de los últimos 70 años; no obstante del ataque feroz del poder informativo, económico, social y hasta religioso; no obstante haber estado todos los demás candidatos contra nosotros […], viene este pueblo rebelde y nos da una victoria en una sola vuelta”.

6Recuperemos las palabras de Alfredo Ávila, para quien “François-Xavier Guerra fue, quizá, el más claro expositor de esta transformación historiográfica. Su obra propició que el tema de análisis se trasladara de los procesos de independencia al tránsito hacia la modernidad. Dejó en claro que las emancipaciones y la construcción de estados soberanos fueron la consecuencia —no la causa— de las revoluciones que afectaron a toda la monarquía española […]. Los espacios públicos, los ‘imaginarios’ políticos y la permanencia de la cultura política tradicional bajo un orden que se pretendía moderno fueron los temas que aparecieron en sustitución de los relatos patrióticos sobre las insurgencias y sus próceres” (2009: 277).

7Conocido como el “Viejo Luchador”, Eloy Alfaro Delgado fue presidente de la República de Ecuador (1897-1901 y 1906-1911), general de división del ejército desde 1895 y líder de la revolución liberal (1895-1924). Se le atribuyen la defensa de la democracia, la unidad nacional, la integración territorial, el laicismo, la legalización del divorcio, la modernización de la sociedad en materia educativa e infraestructural. En este sentido, es considerado pionero en la ampliación de las libertades y los derechos de la ciudadanía.

8La masacre del 10 de agosto de 1810 se refiere a la revuelta ocurrida en la ciudad de Quito dirigida a liberar a los próceres que un año antes habían erigido la Primera Junta de Gobierno Autónomo; la respuesta de las autoridades fue la ejecución de los presos. La “Hoguera Bárbara” alude al asesinato e incineración pública de Eloy Alfaro Delgado en 1912. Finalmente, el “30-S” (30 de septiembre de 2010) da cuenta del intento golpista contra el gobierno de la Revolución Ciudadana tras una revuelta policial.

Recibido: 30 de Junio de 2016; Aprobado: 29 de Mayo de 2017

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