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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.79 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2017

 

Artículos

Institución policial, violencia y cultura del terror en Tijuana

Police institution, violence and culture of terror in Tijuana

Óscar Contreras-Velasco* 

* Maestro en Antropología Social por la Universidad Iberoamericana. Universidad Autónoma de Baja California. Temas de especialización: violencia, institución policial. Calzada Universidad 14418, Parque Internacional Industrial Tijuana, 22390, Tijuana, Baja California.


Resumen

El presente trabajo plantea que, en un contexto de violencia extrema, las y los policías municipales de Tijuana responden a la incertidumbre laboral y vital mediante nociones de sentido común sedimentadas en la experiencia colectiva que ordenan sus prácticas cotidianas. A través de trabajo etnográfico, se encontraron tres nociones de sentido común que articulan tal incertidumbre, y que los policías llaman las tres garantías (3G): “En cualquier momento te pueden matar, en cualquier momento te pueden correr y en cualquier momento te pueden meter a la cárcel”.

Palabras clave: policía; violencia; narcotráfico; Tijuana

Abstract

This article posits that in a context of extreme violence, Tijuana’s police officers respond to job related tension and uncertainty through common sense notions embedded in the collective experience that structure their everyday practices. Through in-depth ethnographic research, three common sense notions were found that express this uncertainty, which police officers call the three guarantees (3G): “You can get killed at any time, you can get fired at any time, and you can go to jail at any time”.

Key words: police; violence; drug trafficking; Tijuana

El objetivo de este artículo es describir y analizar la forma en que los policías municipales de Tijuana, México, vivieron el ambiente de terror y de incertidumbre a partir de la extrema violencia vinculada con el crimen organizado y la subsecuente estrategia de los gobiernos federal y local para contenerla en el periodo entre 2008 y 2010. La finalidad es comprender la interpretación que los policías hacían de los riesgos laborales y vitales de dicha estrategia en un municipio fronterizo que ha experimentado por casi dos décadas el flagelo del crimen organizado. Dos preguntas guían la presente reflexión: ¿cómo experimentaron las y los policías municipales la militarización de la seguridad pública y, como consecuencia, el violento enfrentamiento con el crimen organizado entre 2008 y 2010?; ¿cuál fue su percepción sobre la institución policial en estos años de violencia extrema y cómo se percibían a ellos mismos en lo individual y lo colectivo?

Uno de los problemas que aparecen al analizar a la policía mexicana, como institución, es la construcción popular a priori de un ente fundamentalmente corrupto, mal preparado, violento y poco educado. Este trabajo trata de presentar una fotografía más compleja del policía municipal, como sujeto social, desde su labor cotidiana y particularmente en contextos de alta violencia asociada con el crimen organizado y con estados de excepción institucional. Intenta comprender a los policías como sujetos sociales que actúan en una red compleja de instituciones e interacciones, formales e informales.

La hipótesis central del trabajo es que, en un contexto de violencia extrema y de estado de excepción, las y los policías municipales de Tijuana responden a la incertidumbre laboral y vital adoptando las nociones de sentido común derivadas de su experiencia del quehacer cotidiano, y que han sido conceptualizadas como la cultura policial (Tarrés y Blancarte, 2010). Tal hipótesis guió la investigación etnográfica con policías hombres y mujeres que habían vivido este periodo en la institución policial del municipio de Tijuana.1

Dada la dificultad de acercarse a una institución tan hermética como la policía, la etnografía me permitió observar a las y los policías más allá de sus narrativas institucionales y los discursos oficiales. Entre 2012 y 2013 pude acercarme a sus vidas y experiencias cotidianas en el quehacer policial. Particularmente, utilicé las entrevistas biográficas y la observación como técnicas para recopilar datos. La selección de los sujetos se dio a partir de la técnica de bola de nieve. El primer contacto que tuve fue con un foto-documentalista de Tijuana que llevaba años trabajando con los policías municipales de Tijuana. Él me presentó a Emiliano, policía inactivo, quien había sido encarcelado por supuestos vínculos con el crimen organizado y liberado por falta de pruebas. Emiliano me presentó a otros policías tanto activos como no activos, y ellos a otros más.2 Durante este periodo entrevisté a 14 oficiales, hombres y mujeres de entre 30 y 69 años. Entre 2015 y 2016 di seguimiento a algunos casos y entrevisté a cuatro policías más, hombres y mujeres de entre 25 y 38 años. Realicé trabajo de campo entre julio de 2013 y mayo de 2014, acompañando a las y los policías en sus labores diarias o en su vida familiar.3

A lo largo del trabajo etnográfico, en las entrevistas y conversaciones informales, surgieron nociones de sentido común que eran mencionadas constantemente por los policías y que organizaban la experiencia laboral de lo que ellos mismos consideraban un clima de alta incertidumbre y terror, y que llamaban las tres garantías (3G): “En cualquier momento te pueden matar, en cualquier momento te pueden correr y en cualquier momento te pueden meter a la cárcel”. Decidí enfocarme en este conjunto de garantías y analizarlas como mandatos que sirven de esquemas de interpretación a una labor de alto riesgo, como la policial, y al mismo tiempo observar cómo dichos esquemas se ajustaron en los contextos de incertidumbre y terror que dominaron el ambiente institucional en la policía municipal de Tijuana entre 2008 y 2010. Para el análisis, privilegio la garantía de muerte, al considerar que simbólicamente articula las otras dos garantías. Como se observará a lo largo del artículo, tal ambiente de incertidumbre y terror se enmarca en la guerra del gobierno contra el narcotráfico en la ciudad.

Este artículo se organiza en tres apartados: en el primero se presentan brevemente el contexto de violencia a nivel nacional y la estrategia del gobierno federal para combatirla, haciendo énfasis en la militarización de la seguridad pública en México; en el segundo apartado caracterizo la militarización en Tijuana y su efecto en la institución policial municipal, enfocando el papel de las purgas policiales para crear un ambiente de terror entre los policías en el periodo 2008-2010; en el tercer apartado hablo de la cultura del terror experimentada por los policías municipales y traducida en lo que ellos mismos llaman “las tres garantías de un policía”, ya menciondas: “En cualquier momento te pueden matar, en cualquier momento te pueden correr y en cualquier momento te pueden meter a la cárcel”. Organizo el análisis en torno de la primera garantía, por ser la que logra articular la jerarquía simbólica de las 3G. Finalmente, delineo algunas conclusiones del estudio.

La ola de violencia y la estrategia de militarización de la seguridad pública en México

En las últimas décadas, la violencia y el poder corruptor de los cárteles del crimen organizado evidenciaron la insuficiencia del modelo de seguridad pública en México. Como resultado de las pugnas entre cárteles del narcotráfico por el control territorial del país, entre 2000 y 2009 hubo más de 20 000 asesinatos atribuidos al crimen organizado y más de la mitad se registró tan sólo entre 2008 y 2009. En tanto, 1 100 policías y soldados perdieron la vida entre 2006 y 2009 en el combate contra estos cárteles de la droga (Astorga y Shirk, 2010: 2).

Para enfrentar la amenaza del crimen organizado, el gobierno del ex presidente Felipe Calderón (2006-2012) enfocó sus esfuerzos en una estrategia que incluyó componentes como: involucramiento directo de personal militar y de la policía federal en el combate y desmantelamiento de cárteles del crimen organizado; reformas estructurales para mejorar la integridad y la actuación de las instituciones de seguridad pública y de procuración de justicia; y mayor cooperación con Estados Unidos en materia de inteligencia y fortalecimiento de procesos legales vinculados con el combate del crimen organizado (Shirk, 2011: 2).

Respecto al primer componente, el gobierno mexicano ha utilizado históricamente al ejército para combatir al narcotráfico en operaciones de erradicación de plantíos, colocando a militares en puestos civiles y usando a los soldados para mantener el orden público. Tal patrón se profundizó a partir de la gestión de los ex presidentes Vicente Fox y Felipe Calderón, quienes desplegaron miles de tropas en todo el país para recuperar el control territorial frente a los cárteles de narcotraficantes, iniciando la militarización de la seguridad pública (Astorga y Shirk, 2010: 2).

Según David A. Shirk (2011: 11), la militarización de la seguridad pública en México fue la respuesta a una policía mal entrenada y equipada, así como infiltrada por el crimen organizado. Dicha militarización ha presentado diversos retos: por un lado, si bien la población confía más en el ejército que en las instituciones policiales, por otro lado los militares no tienen la jurisdicción ni el entrenamiento para realizar investigaciones criminales ni para realizar labores de prevención.

En situaciones especiales, los llamados “estados de excepción” (Agamben, 2004), los gobernantes tienen la facultad de pedir al ejército que intervenga. Incluso en la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública (2009) se reconoce al ejército como el máximo órgano de coordinación del sistema: el Consejo Nacional de Seguridad.

La estrategia de militarización de la seguridad pública trajo retos conceptuales y prácticos para la institución policial. La obligación de la institución policial es velar por la seguridad pública, garantizando los derechos y garantías individuales, así como preservar el orden y la paz pública enfocándose en la prevención general de los delitos, la investigación para hacerla efectiva, la sanción de las infracciones administrativas, así como la investigación y la persecución de los delitos y la reinserción social del individuo (Diario Oficial de la Federación, 2009: artículo 2). La policía es sobre todo “preventiva”, ya que es, en principio, la institución más próxima a la población civil, y debe tener los medios para prevenir distintos tipos de violencia y velar por el orden público.

En cambio, el ejército descansa su labor en valores militares que se encuentran plasmados en reglamentos disciplinarios y códigos de justicia que deben ser acatados. Estos reglamentos y códigos generan un conjunto de exigencias éticas y morales muy estrictos que descansan en la noción de organización, honor y disciplina al servicio del Estado (Moloeznik, 2013). En resumen, la institución policial responde a los intereses de la sociedad, mientras que la institución militar responde a los del Estado.

Respecto al segundo componente, dicha militarización estuvo acompañada por apoyos importantes para algunos municipios de alta incidencia delictiva. Por ejemplo, a partir de 2008, el gobierno federal creó el Subsidio para la Seguridad en los Municipios (Subsemun),4 lo cual permitió a los gobiernos municipales actualizar y mejorar el equipo y profesionalizar a las y los policías. También se destinaron recursos considerables dirigidos a mejorar el desempeño de la seguridad pública a través del Fondo de Aportaciones para la Seguridad Pública de los Estados y del Distrito Federal (fasp) y del Fondo de Aportaciones para el Fortalecimiento de los Municipios y de las Demarcaciones del Territorio del Distrito Federal (Fortamun) (Secretaría de Gobernación, 2010).

Además de una policía mejor equipada y profesional, al gobierno federal le interesaba tener mayor control sobre las instituciones policiales en el interior del país. En 2010, el gobierno de Felipe Calderón envió al Legislativo una iniciativa de reforma constitucional para unificar los mandos policiales de manera que cada entidad federativa contase con una sola institución policial y todas las policías estatales estuviesen bajo el mando de la federación (Secretaría de Gobernación, 2010). La iniciativa pretendía: a) crear policías estatales profesionales, que lograran la confianza y el apoyo social; b) concentrar el mando de todos los cuerpos policiales municipales en los gobiernos estatales; c) conservar y desarrollar a la policía municipal, en la medida en que cumpla con el desarrollo institucional adecuado; d) reconocer en el factor humano el componente más importante de la fuerza policial y consolidar la carrera policial (Sandoval Pérez, 2012). Al mismo tiempo, la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública estableció criterios básicos para la organización de las corporaciones policiales del país, así como los requisitos de formación y profesionalización de acuerdo con los grados y funciones de sus empleados (Cámara de Diputados del Honorable Congreso de la Unión, 2009).

El esfuerzo de homologar las policías en todo el país intentaba responder a los nuevos retos que el crimen organizado presentaba; sin embargo, varios problemas surgieron con este tipo de modelo policial. Por un lado, se daría demasiado poder y autonomía a las policías estatales bajo el esquema del mando único. Por otro lado, es un modelo policial de corte más militar y menos civil, con un proceso de decisión claramente centralizado, de corte represivo y reactivo antes que preventivo y conciliatorio. Al tener jurisdicción sobre todo el territorio nacional, una policía de mando único estaría menos enfocada en los contextos y problemáticas locales y, por ende, menos próxima a la sociedad.5

La estrategia federal encontró su especificidad en los contextos locales de acuerdo con los cárteles activos y las dinámicas de las policías estatales y municipales. A continuación se presenta la caracterización de la militarización de la seguridad pública y su expresión en la policía municipal de Tijuana (2009-2011), para tener un mejor marco interpretativo de las tres garantías antes mencionadas.

La policía municipal de Tijuana: militarización y purga policial (2009-2011)

En Tijuana, la militarización incluyó el despliegue del ejército en tareas de vigilancia y enfrentamiento, así como la reorganización de la institución policial a nivel municipal por el mando de un agente militar.

Como en otros estados de México, la participación del ejército en tareas de seguridad pública implicó una coordinación entre las fuerzas de seguridad de los distintos niveles. En 2007 se lanzó el Operativo Conjunto Baja California (conocido también como Operativo Tijuana), en el que participaron más de 3 000 elementos de la Defensa Nacional, la Marina, la Policía Federal y la Procuraduría General de la República (Merlos y González, 2007).

El nuevo secretario de seguridad pública, Julián Leyzaola, ya había sido director de la policía municipal (2007) y como militar tenía amplia experiencia en la lucha contra el narcotráfico en el sur del país. Su estrategia se basó en las siguientes acciones: a) incorporó a un grupo de militares de su confianza, quienes fungieron como mandos en distintos niveles dentro de la institución; b) realizó una centralización total del mando, tal como en el ejército; c) eliminó cualquier estrategia de negociación con el crimen organizado, priorizando la confrontación; d) estableció un régimen de cero tolerancia con policías, incluso altos mandos, corruptos o que aparentemente tuviesen vínculos con el crimen organizado, para lo cual desató el mecanismo de la purga entre el cuerpo policial (Marosi, 2009).

Las purgas policiales en Tijuana no fueron una novedad del mando militar de Leyzaola. En 2008, el ejército nacional detuvo a 19 policías municipales, por presuntos vínculos con el crimen organizado (Andrade, 2008). Otra purga ocurrió en 2009, cuando elementos del ejército detuvieron y arraigaron a 23 policías municipales por supuesta violación a la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada (El Economista, 2009). Estas acciones provocaron conflictos interinstitucionales y fricciones entre los niveles de gobierno, a la vez que funcionaron como alertas hacia el gobierno municipal por parte del gobierno federal. No obstante, del lado de la planta policial, reforzaron la idea de corporación, al ser “atacados” en colectivo. Algo muy diferente sucedió entre 2008 y 2010, cuando el nuevo secretario de seguridad pública municipal desató las purgas a través de mecanismos como la sospecha y la delación entre compañeros, la tortura y el encarcelamiento final.

No se cuenta con estadísticas claras de todas las detenciones, dados la confidencialidad con la que se manejaba cada evento y lo ilegal de los medios y procedimientos utilizados para obtener información, como la tortura, pero están documentados los actos de arbitrariedad extrema que destruyeron las trayectorias laborales y de la vida de decenas de policías y de sus familias, muchos de ellos inocentes. Los medios y las formas ilegales de las purgas pueden ser interpretados como una consecuencia del estado de excepción en los términos de Giorgio Agamben (2004), que implica la suspensión del Estado de derecho. Como el autor lo señala, el estado de excepción no es un estado de ilegalidad, sino una suspensión del Estado y de la ley, producida por y a través del propio Estado.

En 2013, la sindicatura de Tijuana resolvió inhabilitar a Leyzaola durante ocho años para ocupar un puesto público en Baja California luego de que fue acusado por 25 policías de tortura y encarcelamiento por supuestos nexos con el crimen organizado (Sánchez y Fuentes, 2013). Según la recomendación de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (2011), Leyzaola utilizaba técnicas de tortura con los detenidos, incluso sin que se les comprobara ningún cargo.

Resulta paradójico que en Tijuana la estrategia de militarización de la institución policial contra la violencia del crimen organizado y centralización del mando se afianzara en lo que Michael Taussig (1984) llama la “cultura del terror” hacia los mismos policías, poniendo a cada uno bajo sospecha de tener vínculos con el crimen organizado, construyendo y reiterando una narrativa de la posibilidad constante de ser detenidos, encarcelados y hasta torturados bajo sospecha de vínculos con el crimen organizado. Además, los policías vivían como parte de su labor policial la posibilidad de morir en campo o bien de responder obligadamente a las órdenes del crimen organizado, y dicha posibilidad fue acentuada en el periodo estudiado y como resultado de la estrategia de confrontación con el crimen organizado.

En este contexto de militarización y de purga internas, los policías vivieron con particular fuerza las tres garantías mencionadas por ellos mismos en las entrevistas y usadas como ejes analíticos en este artículo. A continuación se describen y analizan estas tres garantías, intentando desentrañar la red de significaciones que envuelven la labor policial en este periodo de inflexión de la violencia dentro y fuera de la institución.

Violencia institucional y cultura del terror: las tres garantías de la labor policial

El componente humano de la institución policial: sentido común e incertidumbre

En el estudio de la institución policial nos enfrentamos al reto de construir las categorías que permitan “dar cuenta de la policía como institución social producida y reproducida por un conjunto complejo de prácticas, trazos simbólicos y representaciones desenvueltos por sus miembros y por la sociedad en su conjunto” (Sain, 2010: 45). Este apartado se centra en el componente humano de la institución, es decir, en el cuerpo de policías y la forma como éstos actualizan su sentido común y enfrentan la incertidumbre propia de su labor policial en un periodo en el que la violencia detonó en el interior de la propia institución.

La institución policial se ha definido tradicionalmente como una organización pública profesional y especializada, autorizada para usar la fuerza para restablecer el orden y el Estado de derecho. Los policías tienen como rasgo distintivo ser los depositarios especializados del monopolio de la fuerza (Fruhling, 1998). Pero ese uso de la fuerza también es discrecional, por lo que las y los policías desarrollan el arte de la negociación y otras estrategias verbales de disuasión. Tal discrecionalidad es inherente a cualquier trabajo, pero se agudiza en las labores policiales porque se tienen que tomar decisiones de manera rápida ante situaciones inesperadas (Tarrés y Blancarte, 2010: 48).

De acuerdo con María Luisa Tarrés y Roberto Blancarte (2010: 43), las funciones primordiales de la policía son la prevención, la detección y la represión de delitos siguiendo las leyes y los reglamentos; sin embargo, tales funciones implican un “mandato moral” sobre aquello que debe ser sujeto al orden social. Es decir, el quehacer policial implica un carácter político y moral de la definición de los delitos y los “criminales” (2010). En tal sentido, la manera en que los policías cumplen con sus tareas formales e informales se alimenta del sentido común sobre el orden. Así, la actuación policial seguiría los mandatos institucionales y la visión propia del policía sobre la sociedad y el mundo en general. De esta manera se conjuga lo que Tarrés y Blancarte definen como la cultura policial, es decir, el conjunto de significados, valores y normas que enmarcan las prácticas cotidianas del trabajo policial.

Por otro lado, Egan Bittner (2006) habla del papel de la institución en el ejercicio policial de la distribución de fuerza no negociable y coercitiva. Entonces, la intuición policial se convierte en un elemento central de la actuación policial, pues son la intuición y la percepción lo que definirá la cantidad de fuerza utilizada en cada situación. Lo que Bittner denomina intuición puede ser visto como sentido común. El sentido común de los policías, al igual que en cualquier otro agente social, se construye a partir de los valores y las expectativas compartidas que generan una cosmovisión particular. En este artículo, el sentido común de incertidumbre y miedo es el eje articulador de las tres garantías de la labor policial mencionadas por los propios policías.

Cultura del terror y las tres garantías del policía

El concepto de cultura policial de Tarrés y Blancarte (2010), con su sentido común e intuición policial, en diálogo con el concepto de cultura del terror de Taussig (1984), puede ayudar a comprender las fuerzas que delinearon el ajuste de los esquemas de interpretación que exigió la militarización de la policía en Tijuana con su doble violencia, externa e interna. La lógica del terror (Taussig, 1984) fue introyectada y traducida en discursos y prácticas cotidianas, con el incremento de la incertidumbre respecto de la habitual.

Con el objetivo de comprender cómo vivieron los policías municipales los cambios institucionales del periodo en estudio, lentamente fui construyendo una relación de confianza que permitió tener una convivencia cotidiana en el mundo laboral de calle de los policías activos, así como acceder a las experiencias e historias personales y familiares tanto de policías activos como no activos. Pronto descubrí las heridas físicas y emocionales abiertas por las purgas en la policía. Había una memoria fresca de los sufrimientos vividos por los policías y sus familias. Todos y todas tenían una historia que contar, ya fuera en carne propia o la de algún compañero o conocido. Así, la investigación me llevó no sólo a trabajar con los policías activos, sino con aquellos que habían sido víctimas directas de las purgas y se encontraban fuera de la institución después de muchos años de trabajo. Algunos de ellos habían sido torturados, encarcelados y expulsados de la institución.6

En todos los casos, con diferentes matices, los relatos estuvieron cargados de mucha emotividad, por lo que demandaban un constante ir y venir entre la empatía y la vigilancia epistemológica para lidiar con la ansiedad que generaba documentar el dolor y el sufrimiento.

Los relatos de vida me permitieron comprender la forma como estos policías habían vivido los cambios de estrategia institucional. Me interesó entender qué recursos personales habían usado para lidiar con el incremento de incertidumbre y violencia asociado con la guerra contra el crimen organizado y la purga institucional. En la búsqueda de vías metodológicas para recuperar esas experiencias, decidí centrarme en las garantías o los mandatos de sentido común surgidos de manera recurrente en pláticas y entrevistas sobre la incertidumbre y el miedo vividos en el periodo. Éstas fueron mencionadas por los policías como las tres garantías (3G) del policía: “En cualquier momento te pueden matar, en cualquier momento te pueden correr, y cualquier momento te pueden meter a la cárcel”. Interpreté esas garantías como un esquema cognitivo y emocional que les brindaba una seguridad ontológica para lidiar con la incertidumbre y a la vez normalizar la violencia que estaban viviendo.

De acuerdo con la naturaleza ya de por sí “riesgosa” del trabajo policial, estas tres garantías articulan un sentido común laboral; no obstante su integración, analíticamente es posible distinguir cada una por su valor simbólico diferenciado. La primera garantía, la de la muerte, es la más temida no sólo por los policías sino por sus familiares. En este ambiente de violencia y terror, la muerte no sólo podía suceder por hacer el trabajo, muriendo en un enfrentamiento, también podía venir de una venganza por no responder a las extorsiones del crimen organizado.

Las purgas internas de la policía incrementaron la garantía de la muerte, ya que al ser interrogados y luego encarcelados se convertían en blanco del crimen organizado, aun cuando no tuvieran nexos criminales. Los policías tienen mucha información de terreno ante la cual tienen que hacerse indiferentes porque “esos negocios” pueden estar protegidos por alguien “de arriba”, así que hacen caso omiso de la evidente criminalidad que los rodea. Los policías poseen información aun sin querer tenerla, y el crimen organizado lo sabe.

La segunda garantía, perder el trabajo, parecía la menos temida en la escala de las 3G, dado el ambiente de terror e incertidumbre, aunque evidentemente mantener el empleo resultó ser de suma importancia y parecía difícil en las circunstancias en que todos eran sospechosos. Esto coincide con el dato de Justiciabarómetro (Shirk, Suárez de Garay y Rodríguez, 2015) respecto a que para los policías la expectativa más importante era mantener el empleo.

La tercera garantía, caer en la cárcel, no sólo implica perder la libertad. Un policía que cae en la cárcel pierde los referentes de respeto de su entorno; la familia será señalada y él no podrá trabajar de nuevo en la administración pública. Es decir, no hay rehabilitación social para un policía encarcelado, aun cuando haya sido por una acusación falsa.

En las reflexiones y prácticas de los policías con quienes trabajé, las 3G guardaban una relación en una especie de constelación subjetiva que puede caracterizar este periodo de terror por el grado de violencia ejercido hacia los mismos policías, pero que se ordenaba jerárquicamente en torno a la “garantía de la muerte”. A continuación presento el análisis de lo que a mi parecer ordena la constelación de las 3G y que tiene mayor carga simbólica en un contexto histórico en el que la palabra “guerra” era de uso común en los medios y en las instituciones de seguridad pública.

Después de 30 años de servicio policial, el estrés cotidiano le había producido a Emiliano dos ataques cardiacos y otros problemas de salud. En 2010, Emiliano había sido acusado de vínculos con el crimen organizado y había sido detenido, sin pruebas, y enviado a un penal de máxima seguridad en Veracruz. En 2012 fue puesto en libertad por falta de pruebas, pero al pedir que lo reinstalaran le dijeron que no podían porque había estado sujeto a un proceso judicial y por lo tanto ya no era candidato para retomar su puesto. Para él las garantías de la cárcel y el despido se habían cumplido, y había evitado la de la muerte.

La interpretación de Emiliano sobre la violencia que vivió la ciudad de Tijuana entre 2009 y 2012 ofrece una ventana para el análisis de la producción del discurso de miedo entre los policías y la sociedad. Como lo describe Emiliano, “el idioma de la violencia y la muerte” abundó en la vida de los policías, con la muerte, propia y ajena, como posibilidad cercana.

[…] Y se declaró la guerra. Era una guerra total, traicionera, porque nosotros los atacábamos de frente y ellos nos emboscaban. El terror era no morir en un enfrentamiento sino en un descuido. Entonces pues explotó; las medidas de seguridad cambiaron drásticamente. Teníamos órdenes de disparar sin pensar en cualquier momento de peligro. Y algunos mandos lo dijeron […]: si por salvar su vida tienen que caer inocentes, pues ni modo, estamos en guerra y no nos vamos a dejar. Las guerras son muy crueles y cuestan muy caro, a la Secretaría Pública le costó muy caro. Pagó un precio que nunca esperábamos. Tanta muerte, de policías y de civiles […]. Ya cuando me tocó ir al mando de 27 patrullas para un reporte me di cuenta que no era un reporte,7 era guerra. Y sabíamos que a donde íbamos iba a haber enfrentamiento y que iban a caer [morir], ¿de qué lado? no sabíamos, pero iba a haber caídos, no había otro idioma (Emiliano, entrevistado el 3 de octubre de 2013).

La instrucción de “disparar sin pensar” y la idea de que podían “caer civiles” apoyan la noción de la guerra, donde la muerte se cierne sobre la sociedad y donde los policías dejan de ser los protectores. El miedo, la baja preparación técnica y no siempre contar con las armas adecuadas fue una combinación letal que cobró vidas de civiles no sólo en Tijuana, sino también en otras ciudades de la frontera.

La guerra contra el narcotráfico llevaba su otra guerra al interior de la institución policial. Las purgas produjeron un ambiente que podría acercarse a lo que se ha calificado como una cultura del terror (Taussig, 1984), caracterizada por la construcción de narrativas del miedo a partir de hechos violentos pero también de rumores sobre la violencia y la crueldad tanto del crimen organizado como de la misma institución policial. Los policías escuchaban los rumores de que la misma institución estaba deteniendo y torturando a varios de sus compañeros.

El Estado mexicano también usó este terror para justificar la guerra contra el crimen organizado. Los cárteles de la droga habían logrado infiltrarse en las instituciones de seguridad pública y procuración de justicia, de tal forma que ahora usaban las calles de la ciudad para llevar a cabo ajustes de cuentas entre ellos e intimidar a cualquiera que les hiciera frente.

A veces los policías sólo eran testigos de tales enfrentamientos, con miedo de intervenir, ya que en algunas ocasiones que lo habían hecho no habían tenido el respaldo institucional y habían tenido que usar otros medios para salir adelante y salvar la vida.

La cultura del terror se experimenta con más vehemencia al no haber respaldo institucional de la labor policial. Es una cultura del terror basada y nutrida por el silencio y la mitificación de los que asesinan (Taussig, 1984). Es la ley del que muere y del que mata. Las víctimas y los victimarios se confunden en la densa maleza de la violencia. La cultura del terror se cruza con la cultura policial, formando un entramado de significados, valores y símbolos que mezclan el miedo con el deber y la sobrevivencia, lo legal y lo ilegal (Tarrés y Blancarte, 2010). Hay una revelación de un juego estratégico en un campo de posiciones que incluye a los agentes no legales con quienes se pueden hacer alianzas según la necesidad. Parece conformarse un habitus policial en el que lo legal no es la noción dominante, sino la sobrevivencia y el remanso del miedo constante a morir o a ser detenido por los propios colegas (Bourdieu, 2000).

Emiliano me dijo que muchas veces la única forma de que un narcotraficante no te mate o te lastime es confrontándolo, demostrando que no tienes miedo a morir ni a matar. Es una manera de estar al nivel del narcotraficante, cuya ley es la del más fuerte. Una lógica de sentido común que funciona en la vida cotidiana y que es adoptada al mundo laboral en vista de la falta de otros recursos y mecanismos de protección.

La garantía “en cualquier momento te pueden matar” está constituida a su vez por una serie de mandatos que proceden de la vida en el barrio, de una concepción del deber ser policial teñida por el miedo y la sobrevivencia. A continuación se analizan dos mandatos que surgieron de la experiencia de los policías a partir de ciertas nociones aprendidas en la labor policial cotidiana (como enfrentar a los criminales). A partir de una serie de disposiciones introyectadas, como las leyes, los reglamentos, las estructuras morales de lo justo y lo correcto, el policía toma decisiones y actúa en consecuencia.

De jugarse la vida a la garantía de la muerte

Uno de los mandatos asociados con la primera garantía es el de “jugarse la vida”, el cual parece ahondarse en el contexto de violencia y de fractura de la institución policial en un periodo de guerra y estado de excepción, expresado en las purgas internas. La fuerza de este mandato indica la transformación de la misión preventiva hacia la reactiva por parte de los policías.

Los informantes coinciden en que el periodo analizado fue el más peligroso de su carrera laboral, ya que cotidianamente se jugaban la vida en diferentes frentes. Perder la vida no sólo era una garantía por las misiones de protección de la ciudadanía, sino por la corriente de asesinar policías desatada en este periodo (2008-2010). Los policías se volvieron objetivo del crimen organizado en una especie de estrategia de presión de éste y los intereses creados para mantener el orden basado en la corrupción. Las purgas significaron la amenaza de cambio de ese orden a través de la expulsión de los agentes corrompidos por el crimen organizado. Los policías estaban entre dos fuegos: entre la institución que los perseguía por corrupción y entre el crimen organizado que los amenazaba con la muerte para mantenerlos en control.

“Jugarse la vida” es una frase un tanto burlesca, pero que entraña el miedo y la incertidumbre de perder en el juego, perder la vida. Tal vez una forma de disimular el drama. A Ana, policía activa de 40 años, también le tocaron los peores años de la guerra contra el narcotráfico en Tijuana y el asesinato de policías como encomienda del narco.

Óscar: 2008 y 2009. ¿Cómo los viviste tú?

Ana: Mira, murió un compañero de mi generación, que no se lo merecía; dedicado a su niña, muy linda persona […]. Cuando entraron los militares, para no decir que no están haciendo nada, nos mandaron a la academia a hacer un curso, y ahí mataron a varios compañeros […], los degollaron. Este muchacho era un mecánico. Era un hombre tranquilo, serio […], no se metía con nadie […]. Dicen que lo siguieron desde la academia […], se dice que nos traían coraje […]. También se dice que entre ellos iba uno que sí tenía que ver y los agarraron en un retén y los degollaron. Yo ya no veo noticias […], prefiero no saber […], qué te puedo decir […] (Ana, entrevistada el 27 de junio de 2012).

De este pasaje emerge la idea de que para los policías la muerte por orden del crimen organizado puede ser merecida; pero también compartían el riesgo de morir aunque fueran inocentes, como es el caso del compañero de Ana, quien aparentemente no tenía nexos con el crimen organizado. También surge la idea que este terror produce, en los policías como Ana, el deseo de no saber y de no estar enterados.

El temor de perder la vida en el desempeño de su labor se agrava por las condiciones laborales. La violencia estructural que experimentan los policías se expresa en sus condiciones laborales y en la falta de protección institucional. Más allá del miedo por la vida propia, deben cargar con una fuerte dosis de incertidumbre en relación con el futuro de los hijos y seres queridos ante la eventualidad de su muerte. Tal es el caso de Ana, quien a menudo hacía referencia al miedo que le daba que la mataran porque, como madre soltera, iba a dejar solas a sus hijas, sin nadie que las protegiera o se hiciera cargo de ellas. Así, además de los peligros directos derivados del trabajo policial, la incertidumbre también es alimentada por las condiciones laborales, que no incluyen un seguro de vida ni otras prestaciones que pudiesen dar mayor seguridad y protección al policía en el desempeño de su trabajo.

La ausencia de mecanismos de protección institucional a los policías contrasta de manera irónica con las medidas de vigilancia y castigo dictadas desde la federación para controlar a los oficiales y sus labores.8

Según los relatos, el arrojo frente al peligro es parte del ethos policial; sin embargo, en este periodo el peligro también provenía de la delación de otros policías y de la sospecha de los superiores. La heroicidad que implica el mandato “jugarse la vida” palidece frente a la complejidad de la violencia. El peligro dejó de ser externo e incluso se volvió parte del ser policía. La sociedad asociaba a los policías con problemas o enfrentamientos. Nadie quería estar junto a un policía, como lo describe Emiliano:

En 2008 […], llegábamos a un restaurante y nosotros entrando y la gente saliendo, porque la gente no quería saber nada de nosotros. Sabíamos que nosotros cargábamos el peligro en la espalda. No era que la gente nos conociera, sencillamente iba uniformado y sabían que mi vida pendía de un hilo; comiendo nos podían rociar de balas con o sin motivo. Entonces la gente veía una patrulla y se desviaba. Era una psicosis en la ciudad […]. Nosotros entonces estábamos pendientes de nosotros mismos, ya no de la ciudad. El estrés era extremo […]. Si ocho íbamos a un restaurante, primero comíamos cuatro y cuatro se quedaban afuera y luego nos invertíamos. Porque dependíamos de un descuido para perder la vida. No podíamos descuidarnos de ninguna manera (Emiliano, entrevistado el 3 de octubre de 2012).

Específicamente, el uniforme de policía objetivó el peligro de muerte o de violencia para la ciudadanía. Si además agregamos la persecución por parte de la propia institución, es claro que los policías fueron chivos expiatorios de la guerra contra el crimen organizado. Para el gobierno, la purga demostró que ellos eran los corruptos, por lo que ellos también eran los culpables.

Ver y callar: la tortura emocional y física

De acuerdo con un informe de Amnistía Internacional sobre la tortura en México, “la tortura y otros tratos o penas crueles inhumanos o degradantes desempeñan un papel central en las actuaciones policiales y las operaciones de seguridad pública de las fuerzas militares y policiales en México” (Amnistía Internacional, 2014: 12). Además, de acuerdo con el mismo documento, las torturas y los malos tratos aumentaron vertiginosamente a partir de 2006, a medida que crecía la violencia vinculada con la guerra contra el narcotráfico. Por ejemplo, entre 2003 y 2013 hubo 600% de incremento en las denuncias de tortura ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (2014: 6).

De acuerdo con los relatos de las y los policías entrevistados para este estudio, la tortura era una práctica común en el quehacer policial del municipio de Tijuana durante el periodo estudiado. La diferencia es que en este periodo las víctimas también fueron los mismos policías, y los victimarios, sus propios compañeros, con el objetivo de obtener información sobre la relación con los cárteles. La doble calidad de víctima y victimario de los policías hace necesario rescatar la idea de la “zona gris” de Primo Levi (1986), donde el victimario que produce y reproduce la violencia es, al mismo tiempo, víctima de un sistema de normas que lo obligan a ser victimario; además, el victimario, al deshumanizar y objetivar a la víctima, pierde él mismo su condición humana.

En un ambiente que puede caracterizarse como de terror, los policías vivieron la tortura a manos de sus propios compañeros. Los datos construidos durante esta investigación etnográfica contrastan con los datos de la encuesta Justiciabarómetro de un par de años más tarde. Dicha encuesta reporta que 96.1% de los policías considera grave o muy grave que un compañero consuma drogas; 89.7%, no seguir las órdenes generales; 95.6%, no reportar un delito; 96.5%, sembrar evidencia; 96.3%, falsear información; 95.7%, golpear a un detenido; 95.3%, recibir dinero para no poner una infracción. Estos datos señalan un sentido común extendido de lo esperado que se aleja de la práctica institucional, por lo menos durante el periodo estudiado.

Juan, policía de 39 años, relató que cuando lo detuvieron en la fiesta de su hijo, fue llevado al cuartel Morelos y fue sujeto de tortura por horas, con la intención de extraerle información sobre sus presuntos nexos con narcotraficantes. Su corazón se detuvo en dos ocasiones por la tortura y en dos ocasiones lo revivieron sus propios victimarios. La primera vez que revivió, quería morir nuevamente para no tener que sufrir más; sin embargo, la segunda vez fue el recuerdo de sus hijos y su esposa lo que lo mantuvo vivo. Su experiencia lo marcó de por vida, no sólo por la violencia física y psicológica a la que fue sujeto, sino por la sensación de vulnerabilidad que experimentó cuando, al salir del proceso de tortura y tratar de integrarse a su trabajo, sus propios jefes lo rechazaron, por estar bajo sospecha de cometer actos ilícitos.

De nuevo la sospecha surge como un mecanismo de control y, por lo tanto, de incertidumbre. La sospecha justifica la tortura en una relación simbólica que está más allá de los hechos. La práctica de la tortura formó parte de las purgas, porque a través de ella se obtuvo información para enviar a la cárcel a los policías y “limpiar” a la institución de la corrupción. La tortura amplió su misión inicial de obtener información para constituirse en una estrategia de renovación institucional. La posibilidad de ser sospechoso y llevado a la tortura se puede entender en la producción de la fábrica social del miedo o cultura del terror ya mencionada (Taussig, 1984).

Como Juan, otros policías aseguran que fueron víctimas de tortura durante el periodo 2009-2011. Las torturas a policías se hicieron comunes como una estrategia para obtener información de manera rápida y sembrar el miedo en los oficiales, sin tener pruebas fehacientes en la mayoría de los casos. Actualmente son 25 los policías municipales que han interpuesto demandas por daño físico en contra de Julián Leyzaola (Alvarado Álvarez, 2013).

Un ejemplo es el de Ávila, un policía inactivo, que ahora se dedica a la carpintería, quien fue torturado por varios días e inhabilitado debido a los tendones rotos en las rodillas, las costillas mal soldadas y la sordera parcial que le dejaron los golpes y la asfixia. Aunque no murió, fue expulsado de la vida que había construido por más de dos décadas como policía municipal. Ávila no fue llevado a la prisión formalmente, pero en cambio fue detenido y torturado sin las mínimas garantías ni el debido proceso legal. Según Ignacio Alvarado Álvarez (2013), los arraigos y las torturas se realizaron en las instalaciones del 28 Batallón de Infantería y fueron ocultados por todas las autoridades. La Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos solicitó, a través del Sistema de Acceso a la Información Pública de Baja California, informes sobre arraigos de civiles y policías durante 2009. La respuesta fue que no se tenía registro alguno de ello y menos sobre la operación de centros de arraigo en la ciudad de Tijuana (Alvarado Álvarez, 2013).

Contrasta la negativa de las autoridades de seguridad de aceptar la existencia de la tortura como una práctica institucional con la certeza de los policías de que en cualquier momento pueden ser privados de su libertad y torturados. Las entrevistas dan testimonio constante de que existió la experiencia de tortura física y mental con el encarcelamiento. Los relatos de tortura que esta investigación documentó son consistentes con los de los policías que demandaron a Leyzaola. En agosto de 2013, éste fue inhabilitado por ocho años, luego que el ayuntamiento de Tijuana le acreditara faltas administrativas y violaciones a los derechos humanos por medio de la tortura (Alvarado Álvarez, 2013).

Estos hechos permiten constatar que, por lo menos durante el periodo estudiado, los policías se encontraban en situaciones de vulnerabilidad con respecto al crimen organizado, pero también con respecto a su propia institución. No sólo hay desprotección laboral, sino que su misma institución es la encargada de ejercer la violencia que en el discurso combaten. La condición de víctima del policía es un tema que perseguir en la investigación, porque al parecer es construida en el marco de la propia institucionalidad, con los recursos y mecanismos del ejercicio de violencia legítimos, como veremos a continuación.

Si bien los policías pueden ser víctimas de la tortura, también pueden y suelen ser victimarios. Fernando, policía activo de 43 años, narró uno de los métodos de tortura usados por los cuerpos de seguridad pública, en este caso por la policía municipal de Tijuana. Esta tortura, platica Fernando, tiene la finalidad de extraer información crucial que ayude a detener a algún delincuente o para entender el modo de operación de alguna célula o red delictiva. Una vez que él relató la tortura de un presunto narcotraficante, yo pregunté:

Óscar: ¿Y qué significó para ti esa experiencia?

Fernando: Mira […], yo estaba inexperto, [si] yo ahora veo eso en ese momento me salgo, ¿eh? Porque yo ahora sé que tengo una responsabilidad ya no necesariamente por acción, sino por omisión. O sea, antes uno de los códigos no escritos era que había compañeros que participaban activamente dentro de la delincuencia, activamente pues haciendo las cosas que ellos hacen, ¿no? No quiero saber cuáles, todo lo que hacen ellos, no sé, venta, producción, transporte, no sé […]. Otros que participaban pasivamente, ¿cómo? Pues tú sabes que fulano es, pero no te importa, no haces nada, y el que de plano pudiera hacerlo pasivamente pero sabe que estás haciendo las cosas, y dices: Yo no quiero tener problema, mejor me volteo […], y no tenía problemas […]. Por ejemplo, tú eres jefe de una sección y se sabe que tus elementos participaron de manera activa o pasiva. Antes no se castigaba al policía por el hecho de decir: No, pues yo no sé […], no había problema aunque legalmente existe (Fernando, entrevistado el 3 de enero de 2013).

El relato de Fernando señala que los policías son victimarios y al mismo tiempo víctimas de la tortura, al tener que reproducir una serie de prácticas al margen de la legalidad, pues quedan vulnerables ante la posibilidad de ser descubiertos por la institución, el gobierno o los medios, al tiempo que nunca quedan ellos mismos totalmente a salvo de sufrir dichas prácticas en carne propia. Puede ser que a Fernando no lo metan a la cárcel, pero el temor está latente. Nuevamente vemos el tema del silencio y el de mirar hacia “otro lado” como una práctica policial para lidiar con prácticas ilegales en la misma institución policial y una forma de “participación pasiva”, como el mismo Fernando la nombra.

El mandato de ver y callar no fue posible de sostener en un ambiente amenazante de tortura. Tener información traía problemas, por eso el recurrente lema de “prefiero no saber” de Ana y Fernando.

La tortura, pues, tiene dos dimensiones. Por un lado, la factual y material, que implica toda una serie de disposiciones y elementos que tienen un efecto físico y emocional sobre el cuerpo del torturado. Por otro lado, existe la experiencia de vivir o sobrevivir la tortura. La violencia simbólica aparece cuando los policías que sobreviven a la tortura tienen que ir a trabajar al día siguiente como si nada hubiera sucedido, o bien ser expulsados y experimentar la muerte social. El dolor y el sufrimiento son invisibilizados en un discurso del “deber ser” policial. Las tres garantías funcionan como principios que cobijan una serie de prácticas que no están explícitamente dispuestas y que, sin embargo, son parte inherente de la labor policial. Es una violencia simbólica que los obliga a aceptarse como sujetos de tortura por ser “naturalmente sospechosos” y potencialmente transgresores de la misma ley que deben proteger.

Conclusiones

De los resultados de este artículo se delinean dos conclusiones que se inscriben en la discusión actual sobre la militarización de la seguridad pública en México, y particularmente sobre las prácticas y las interpretaciones policiales de las medidas institucionales implantadas en un periodo de extrema violencia en Tijuana.

Una primera conclusión tiene que ver con los efectos de la militarización de la institución policial. En las últimas décadas, los intentos del gobierno mexicano por reformar las instituciones policiales ante la ola de violencia y la penetración de la policía por el crimen organizado en diversas regiones del país han derivado en la militarización de las instituciones de seguridad pública y en un alejamiento de la perspectiva preventiva y de proximidad con la ciudadanía. Como se discutió a lo largo del artículo, la policía municipal tradicionalmente se encarga de proteger la seguridad y el bienestar de la ciudadanía, mientras que en el modelo militar se enfoca en una mayor reactividad y la protección de los intereses del Estado. Una de las consecuencias de esta militarización en Tijuana se observó en las purgas de policías aparentemente corruptos o que tenían supuestos vínculos con el crimen organizado como parte de lo que Agamben (1994) denomina los estados de excepción.

Una segunda conclusión tiene que ver con la violencia y la cultura del terror (Taussig, 1984) que experimentaron los policías municipales de la ciudad de Tijuana entre 2009 y 2010, y los cambios institucionales en el marco de las políticas de seguridad regional. Tales cambios modificaron el horizonte de expectativas y prácticas que ordenan el campo laboral de los policías, y ahondaron las expectativas de peligro. Las purgas institucionales fueron experimentadas como un proceso arbitrario, ante el cual los policías reaccionaron con la lógica de sentido común para comprenderlo. La subjetividad policial de terror se organizó en las tres garantías de riesgo o peligro: perder el empleo, perder la libertad y perder la vida. En condiciones de extrema violencia, la certidumbre de la muerte organizó la jerarquía de esas tres garantías.

La noción de “garantía se refiere irónicamente a la certidumbre de que algo pasará sin duda, y que se ha interpretado como mandato aceptado con una lógica común en la labor policial. La certidumbre sobre la muerte, expresada en la garantía de que “en cualquier momento te pueden matar”, es el componente subjetivo de la cultura del terror (Taussig, 1984), condensada en prácticas particulares como la tortura física y emocional, las purgas y los enfrentamientos mortales de los policías con el crimen organizado. Los datos presentados muestran que la cultura del terror experimentada por los policías municipales de Tijuana se define a partir de “espacios de muerte” específicos donde las fronteras entre la víctima y el victimario se diluyen conformando una “zona gris”, que revierte la violencia hacia el brazo de la ley (Levi, 1986).

En estos espacios los policías construyen sus estrategias individuales para lidiar de manera cotidiana con la incertidumbre y el miedo; por otro lado, algunas prácticas policiales como la tortura física y emocional permiten observar al Estado, a través de la institución policial, como productor y reproductor de una “cultura del terror” (Taussig, 1984) y de un “estado de excepción” (Agamben, 2004). Más aún, la violencia descrita por los policías en el periodo estudiado tiene un papel protagónico en la producción de esquemas de incertidumbre y vulnerabilidad en los policías municipales de Tijuana en un periodo de extrema violencia (entre 2009 y 2011).

Como se discutió a lo largo del artículo, estos esquemas de incertidumbre son una parte inherente de la cultura policial, pero en el caso de Tijuana, en el periodo estudiado, cobran mayor fuerza por el contexto de violencia fuera y dentro de la institución policial. Dentro de la institución la violencia se observa particularmente en las purgas, mientras que afuera de ésta se aprecia en la lucha cotidiana con el crimen organizado. En este contexto, las tres garantías conforman la expresión empírica de la violencia política directa en la policía y en la población en el periodo de la guerra contra el crimen organizado.

La importancia de la protección institucional a la labor policial, en términos de mayores apoyos psicológicos para el manejo del estrés y capacitación para enfrentar situaciones de alto riesgo, por ejemplo, es fundamental si se quiere pensar en un nuevo modelo policial. Los esquemas de control de confianza sólo son útiles en la medida en que los pro- pios policías se sienten arropados por la misma institución que los está vigilando constantemente. En otras palabras, además de controlar la confiabilidad de las y los policías para ejercer su labor, también es necesario pensar en mecanismos para fortalecer la confianza de esos policías hacia su propia institución.

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Entrevistas en profundidad citadas (con seudónimos), realizadas por Óscar Contreras-Velasco

Ana, policía municipal activa de 40 años. Entrevistada el 27 de junio de 2012. Tijuana, Baja California. [ Links ]

Fernando, policía municipal activo de 38 años. Entrevistado el 3 de enero de 2013. Tijuana, Baja California. [ Links ]

Emiliano, policía municipal inactivo de 54 años. Entrevistado el 3 de octubre de 2012 y el 10 de enero de 2013. Tijuana, Baja California. [ Links ]

Juan, policía municipal activo de 36 años. Entrevistado el 16 de febrero de 2013. Tijuana, Baja California. [ Links ]

1En este trabajo todos los nombres utilizados son seudónimos.

2Algunos policías entrevistados estaban no activos porque habían sido detenidos, encarcelados o despedidos por la institución.

3Este artículo es un producto de la tesis de maestría “La policía municipal de Tijuana. Una aproximación antropológica” (Contreras-Velasco, 2014).

4En 2016, el Subsemun se reestructuró y se convirtió en el Programa de Fortalecimiento para la Seguridad (Fortaseg).

5En junio de 2016, el Senado mexicano echó para atrás la propuesta de mando único, aunque continuarán los apoyos federales para las policías municipales (Ángel, 2016).

6Del total de los 18 policías entrevistados, cinco estaban inactivos y 13 activos. De los inactivos, algunos estaban en proceso de demanda contra la institución por no acceder a reinstalarlos a pesar de que habían sido declarados inocentes; cuatro eran mujeres y 14 hombres; dos tenían entre 25 y 34 años, 11 entre 35 y 49, y cinco eran mayores de 50 años; 15 estaban casados o con pareja y tres separados o sin pareja; 16 tenían hijos y dos no tenían; 15 estaban empleados ya fuera como policías o en otra profesión, y tres estaban desempleados o retirados.

7Un policía recibe los reportes del Centro de Control, Comando, Comunicación y Cómputo (conocido como C4) de la Secretaría de Seguridad Pública Municipal de Tijuana. Dichos reportes pueden provenir de la ciudadanía o de los mandos policiales, para atender emergencias o problemas relacionados con la seguridad pública de la ciudad.

8Me refiero a los exámenes de confianza.

Recibido: 18 de Enero de 2016; Aprobado: 19 de Septiembre de 2016

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