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Revista mexicana de sociología

versão On-line ISSN 2594-0651versão impressa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.72 no.4 Ciudad de México Out./Dez. 2010

 

Artículos

 

Cuba: justicia social, gobernanza e imaginario ciudadano. Presente y futuro de una compleja relación

 

Cuba: social justice, governance and civic imaginary. Present and future of a complex relationship

 

Velia Cecilia Bobes*

 

* Socióloga. Profesora–investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México. Temas: sociedad civil, ciudadanía, Cuba. Camino al Ajusco No. 377, Col. Héroes de Padierna, Del. Tlalpan, México, D.F. Tel–fax: 3000–0200. Correo electrónico: cbobes@flacso.edu.mx.

 

Recibido: 03 de noviembre de 2009
Aceptado: 19 de mayo de 2010

 

Resumen:

El trabajo discute la relación entre gobernanza, ciudadanía y justicia social en Cuba a partir de un análisis exhaustivo de la definición del ideal de justicia social presente en el discurso y las prácticas del gobierno cubano desde 1959 hasta hoy, enfatizando en las peculiaridades de cada una de las etapas. Concluye con una mirada a la situación actual a partir de la sucesión del poder en los últimos dos años.

Palabras clave: Cuba, justicia social, ciudadanía, gobernanza.

 

Abstract:

The article discusses the link between governance, citizenship and social justice in Cuba on the basis of an exhaustive analysis of the definition of the ideal of social justice present in the Cuban government's discourse and practices since 1959, emphasizing the peculiarities of each of the stages. It ends with a look at the current situation on the basis of the succession of power over the past two years.

Key words: Cuba, social justice, citizenry, governance.

 

El concepto de gobernanza se ha venido imponiendo en los últimos tiempos para distinguir entre las acciones directivas del gobierno, que involucran normas, procedimientos, instituciones y políticas públicas, y la gobernación efectiva de la sociedad, basada en la inclusión de la deliberación colectiva por parte de los actores sociales sobre las metas y la orientación deseadas de tal sociedad (Aguilar, 2005). Ambas dimensiones, es sabido, no siempre coinciden, pero una buena gobernanza (en el sentido actual del término) debe fusionarlas. Dado que la decisión en torno a los objetivos que deben ser buscados y el tipo de relaciones sociales deseables para ello forman parte —tanto como los mecanismos de distribución y acceso equitativo a los recursos y el bienestar— de la definición de justicia social, el debate sobre la gobernanza incluye la justicia social, y viceversa.

En el caso cubano —donde un Estado autoritario ha centrado su legitimación en la noción de justicia social—, la reflexión al respecto de manda una consideración efectiva del modelo de ciudadanía, a partir del cual tiene lugar la participación en los procesos de toma de decisiones. La ciudadanía, como se sabe, concreta —a través de los derechos— los modos en que los actores sociales pueden participar en la dirección efectiva de los procesos políticos y los proyectos socioeconómicos de los gobiernos. Los derechos, cada uno a su modo, empoderan progresivamente al ciudadano; mientras los derechos "pasivos", o de existencia, confieren el estatus legal del ciudadano, los "activos" configuran actores competentes, en tanto otorgan capacidades para influir en el proceso político (Janoski, 1998: 9). Así, los derechos civiles (igualdad ante la ley, libertad de pensamiento y palabra, asociación, reunión, privacidad y propiedad) constituyen básicamente libertades y garantías individuales, con lo cual "habilitan" la igualdad y la autonomía y permiten la constitución moderna de la sociedad civil y el espacio público. A su vez, los derechos políticos (definidos como poderes para la acción) permiten al individuo participar, en mayor o menor grado, en los procesos políticos y en la toma de decisiones. Finalmente, los derechos sociales (educación, seguridad social, trabajo, salud, etc.) representan intervenciones públicas en la esfera privada, por medio de las cuales se intenta extender el principio de igualdad ciudadana al ámbito del bienestar y se proporcionan canales para lograr la equidad; en este sentido, puede decirse que a través de ellos se concreta el ideal de justicia social que cada sociedad define.

A partir del modo específico en que estos derechos se instituyen, se modelan formas de participación ciudadana, determinando en lo fundamental la forma en que se ejerce el poder y los espacios y canales de intervención de los actores en los procesos políticos, y en consecuencia las posibilidades de la gobernanza.

La idea que pretendo discutir en este trabajo es que el modelo de ciudadanía vigente en Cuba desde 1959 se erige a partir de un ideal de justicia social definido en términos de igualdad económica (excluyendo las dimensiones política y civil),1 que induce un modelo de gobierno autoritario, verticalista, estatista y jerárquico que empieza a ser rebasado por una sociedad civil en vías de pluralizarse y por la brecha entre la definición simbólica de la justicia social y el desempeño de las políticas públicas concretas a partir del llamado periodo especial.

 

LA JUSTICIA SOCIAL EN EL MODELO DE GOBERNANZA Y EL MODELO DE CIUDADANÍA EN CUBA A PARTIR DE 1959

El tema de la justicia social ha ocupado un lugar principal en la sociedad y el sistema político cubanos desde 1959. Como ya he argumentado en otros espacios (Bobes, 2000), más allá de los mecanismos de represión y control, la permanencia e inmutabilidad del régimen cubano han descansado y descansan en la efectividad de sus mecanismos de legitimación, que en su dimensión simbólica han contribuido a legitimar un orden político autoritario, centralizado y verticalista que ha conducido a la opacidad, cuando no a la oclusión, de la autonomía social.

En este imaginario, el tema de la justicia social aparece como centro de una compleja trama de sentidos y significaciones cuya articulación nodal se da en torno al nacionalismo, a la necesidad de unanimidad y a la identificación del proyecto estatal con la patria y la nación (Bobes, 2007). Así estructurado, este dispositivo simbólico (construido siempre desde una situación de guerra, amenaza o agresión) fundamenta la convicción de que el socialismo es la única opción política beneficiosa para el pueblo cubano, y, consecuentemente, impacta en la imposición de un repertorio de valores políticos que abarca, entre otros, la intolerancia, la intransigencia, la unanimidad, la fidelidad y la confianza absoluta en las decisiones de las autoridades. En este contexto, la opción socialista se presenta no sólo como la única posibilidad de defensa de la independencia y la soberanía nacionales, sino también para el logro de la justicia social y la equidad; por ello cualquier forma de oposición a este proyecto se considera automáticamente antinacional y antipatriótica y se asume, implícitamente, que en ninguna de ellas podría tener cabida la reivindicación de la justicia social. El impacto de estos núcleos del imaginario sobre las dimensiones procedimental y simbólica de la ciudadanía es alto y constituye hoy un desafío para la instauración del modelo de gobernanza que se debate en el mundo contemporáneo.

A partir de 1959, y a través de un proceso complejo, se producen en Cuba una reconstitución simbólica de la nación y un cambio en las narrativas de pertenencia de la sociedad civil. Desde la perspectiva de la ciudadanía, puede hablarse del tránsito de un modelo liberal a una ciudadanía militante y participativa pero dependiente de la adhesión al proyecto socialista, lo que implica, a la vez, ampliación y restricción de los derechos ciudadanos (Bobes, 2007).

Es necesario subrayar que el corazón del modelo posrevolucionario de ciudadanía se encuentra relacionado con su articulación en torno a dos valores centrales de la cultura política de la república: la soberanía y la justicia social.2 La idea de justicia social que aparece en el nuevo discurso, y subyace a las políticas sociales del gobierno revolucionario, parte de una definición tanto de la libertad como de la igualdad y el bienestar definidos desde el Estado a partir de las necesidades del pueblo. Los contenidos asociados a esta noción indican la pretensión de crear una sociedad igualitaria, más que equitativa, en la cual la dignidad y el bienestar están asociados y definidos en términos económicos.

Tal concepción de la justicia y la dignidad humanas, fundamentadas por la práctica real del Estado cubano, tiene como mérito hacer énfasis en los derechos del hombre en cuanto a su participación en la distribución de la riqueza y en la definición de la igualdad como el disfrute de un mínimo de bienestar económico, lo que constituye una base indispensable para la consecución de la justicia social pero induce a soslayar la discusión de la justicia en términos de igualdad en la participación política y en los procesos de toma de decisiones; asimismo, sirve de justificación moral por la ausencia de otros derechos. En la medida que el discurso define la democracia como justicia social y equidad, la discusión sobre los mecanismos, las reglas y los procedimientos democráticos no encuentra lugar, como si una vez resuelto el problema de la equidad económica y la seguridad social el resto de los derechos careciera de importancia o éstos no fueran necesarios.

Esta comprensión reduce y modifica, además, los límites de las relaciones entre gobernantes y gobernados, ya que se centra en los derechos sociales. Desde esta posición, el ciudadano tenderá a centrar sus demandas al poder en asuntos de distribución de bienes y servicios, más que en los temas políticos de mayor alcance, con lo cual las relaciones políticas se tornan paternalistas, el gobierno vertical y las agendas se concentran en la solución de problemas cotidianos. La participación ciudadana, así concebida, enfatiza al Estado, excluye la deliberación sobre la esencia del proyecto social y omite la discusión sobre otras alternativas posibles.

No obstante, como he apuntado antes, el lado positivo de esta situación estriba en que ha contribuido a conformar un ciudadano sumamente consciente de su derecho a la igualdad y la equidad, lo que se expresa en los comportamientos cotidianos de la sociedad cubana. Como resultado, es posible afirmar que la igualdad en la sociedad cubana es hoy un valor compartido que ocupa un lugar principal en el imaginario ciudadano, lo que facilita la participación de todos por igual en los procesos sociales y, por lo tanto, constituye un recurso invaluable tanto para el empoderamiento de la sociedad civil como para el logro de la justicia social.

Sin embargo, desde el punto de vista de la gobernanza como intervención de los actores sociales en las decisiones políticas, el alcance de esta participación se ve limitado y la autopercepción de su papel frente a los órganos de poder se ve circunscrita a asuntos más cotidianos, cancelando con esto de su horizonte subjetivo la posibilidad de incidir en las transformaciones profundas del sistema político. Si a esto añadimos una construcción simbólica fincada en una visión apocalíptica de la nación en guerra y en una idea de independencia y soberanía identificada con el sistema socialista que se defiende de sus enemigos, entonces la sola idea de intentar modificar este orden aparece ante el ciudadano permeada de la carga simbólica y afectiva de la traición a la patria.

Si bien la ampliación de los derechos sociales, y su efectiva aplicación a través del conjunto de leyes y prácticas revolucionarias, representa un avance indiscutible en el logro de una verdadera igualdad social y una distribución más equitativa del ingreso nacional, el énfasis en estos mismos derechos lleva a colocar los derechos civiles y políticos en un plano secundario, lo que implica un debilitamiento del poder ciudadano. No hay que olvidar que mientras los derechos civiles habilitan la libertad de acción y sirven para crear grupos y asociaciones autónomas (y, consecuentemente, fortalecen la sociedad civil), los derechos sociales asumen al individuo como un consumidor y no como un actor, ya que es el Estado quien debe proveer tales bienes (Turner, 1992).

El déficit de lo político creado por este marco normativo, más la definición de la democracia asociada a los derechos sociales y económicos, genera un ciudadano dependiente del Estado y sin margen de autonomía; esto es, un ciudadano con una enorme cantidad de derechos sociales que el Estado otorga por principios (y no a partir de la presión de demandas generadas "desde abajo") pero con derechos políticos restringidos a la participación dentro del orden estatal socialista. El impacto de esta circunstancia en el imaginario ciudadano puede constatarse en la calidad de la participación, que expresa hoy en día muy poca conciencia del poder ciudadano, indiferencia y ritualización de la actividad pública, y el sentimiento generalizado de desconfianza y rechazo hacia cualquier acción colectiva con intenciones políticas.

Lo que me propongo demostrar aquí es que este modelo de participación ciudadana descansa, desde el punto de vista simbólico, en una definición de la justicia social que funciona como mecanismo de control social y como justificación moral para la exclusión (de los que discrepan). La idea de que sólo el proyecto socialista puede conducir al logro de la justicia y la dignidad humanas constituye el principal elemento de justificación para proclamar, incluso, la irrevocabilidad de ese orden.3

 

LA JUSTICIA SOCIAL COMO CENTRO DEL IMAGINARIO POLÍTICO

Como he afirmado antes, el tema de la justicia social y el de la soberanía nacional constituyen el centro del discurso de legitimación simbólica de la Revolución cubana desde su formulación como proyecto de lucha y esto ha permanecido inalterable hasta hoy desde 1959. Sin embargo, es preciso considerar que a lo largo de más de cinco décadas estas nociones han contribuido a legitimar y justificar prácticas muy diversas.

Desde una perspectiva muy general y esquematizadora podemos distinguir al menos tres grandes momentos de definición de la justicia social, en los que aparecen matices y diferencias, que se corresponden con ciertas modificaciones en la política social del gobierno cubano; éstos son: a) el momento fundacional, que iría desde la instauración del gobierno revolucionario, en 1959, hasta el proceso de institucionalización del socialismo cubano, hacia 1975; b) el periodo de sovietización, marcado por la celebración del primer congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), la aprobación de la constitución socialista de 1976 y la elaboración de los planes quinquenales al estilo de los países del bloque comunista, cuyo fin coincide con la desaparición del llamado socialismo real, y c) la proclamación oficial del periodo especial, hacia 1992, y el conjunto de medidas de ajuste que lo han acompañado.

Un análisis específico de cada uno de estos momentos permite demostrar no sólo la relación de las definiciones en el ámbito simbólico con prácticas concretas de política social y de distribución, sino relacionar estos mecanismos de inclusión con exclusiones diversas.

Periodo inicial de la Revolución: la justicia social como reparación. La definición de la justicia como participación en la distribución de la riqueza, políticas sociales de redistribución y de equiparación de los niveles y calidades de vida.

Desde los primeros momentos, los temas de la equidad, la igualdad y la justicia fueron los pivotes sobre los cuales se justificaron tanto la radicalización del nacionalismo económico como la opción política por el socialismo. La nacionalización de las grandes empresas estadounidenses, primero, la estatalización de las nacionales (y de las medianas y pequeñas empresas),4 después, e incluso las posiciones en materia de alineamientos y/o confrontaciones en la política internacional, despertaron un gran apoyo popular porque fueron propuestas desde la perspectiva de la justicia social, porque fueron hechas para "la mayoría", para satisfacer "las necesidades del pueblo". La propia idea de la defensa de la soberanía también se presentaba como un asunto de justicia social; se trataba de "rescatar" un país secuestrado, cuya economía y recursos habían sido arrebatados a sus legítimos dueños.

El tema de la justicia social también sirvió al nuevo gobierno para distanciarse de las prácticas de los gobiernos republicanos, como una forma de "reparación". El nuevo discurso mostraba el pasado como el reino de la injusticia y la explotación que sería corregido con la instauración del socialismo, con lo cual el tema de la justicia social resultaba contrapuesto a la república. Tal descalificación implicó soslayar u olvidar toda una tradición dentro del pensamiento republicano que rescataba el debate de la justicia social desde la democracia (que quedó plasmada, entre otros lugares, en la Constitución de 1940).5

A la vez, con tales premisas, el imaginario revolucionario también identificaba a aquellos que decidían abandonar el país —llamándolos explotadores, parásitos, burgueses, traidores y gusanos— como los causantes de la injusticia y la explotación que habían imperado en el país por más de medio siglo.6

Es importante destacar que el desempeño inicial del gobierno, que concentró sus esfuerzos en eliminar disparidades y acercar los niveles de vida y acceso al bienestar de los diferentes grupos sociales, le confirió gran credibilidad a este discurso. En este empeño se pusieron en marcha leyes, medidas y mecanismos de redistribución (reforma agraria, rebaja de alquileres y tarifas telefónicas, aumentos salariales, política de pleno empleo, alfabetización, universalización y gratuidad de la enseñanza, instauración de un sistema de salud pública de gran calidad y amplia cobertura, etc.) que obviamente dieron como resultado la elevación del nivel de vida de la gran mayoría de la población, así como el establecimiento de una sociedad más equitativa e igualitaria.

También fueron redefinidos en el ámbito simbólico los valores de igualdad y libertad, y la propia noción de justicia social. La idea de justicia social que aparece en el discurso y subyace desde entonces a las políticas sociales parte de una visión de la igualdad y la equidad identificadas con el bienestar económico, la eliminación de las diferencias entre las clases y entre el campo y la ciudad, más el acceso irrestricto tanto a servicios básicos (educación, vivienda digna, salud) como a instalaciones recreativas (playas, hoteles, centros deportivos y culturales). La existencia de una historia de discriminación racial y exclusión social puso en el centro de esta reparación a los afrodescendientes y a los pobres.

Si bien éste fue el momento de mayor coincidencia entre el discurso y las políticas sociales, hay que señalar que también se produjeron exclusiones de diversos tipos. La declaración del carácter socialista de la Revolución —en medio de una confrontación interna que involucró el apoyo de las fuerzas contrarrevolucionarias por parte del gobierno de Estados Unidos— y los esfuerzos por la construcción de una nueva sociedad, que generalizaron el ideal del hombre nuevo como el gran protagonista de la sociedad cubana, estuvieron acompañados tanto por una redefinición de la pertenencia7 —que segregaba de la comunidad a aquellos que no simpatizaban con el proyecto socialista— como por prácticas de "reeducación", que significaron, de hecho, exclusión y persecución a religiosos, homosexuales, "parásitos" (definidos como aquellos que no realizaban actividades productivas) y gusanos. Estas exclusiones iban desde la discriminación o marginación social8 hasta la puesta en vigor de las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), campos de trabajo donde fueron recluidos aquellos grupos considerados "lacras sociales".

Periodo de sovietización: rutinización del tema y pequeñas correcciones.

Con el paso del tiempo culmina el proceso de institucionalización de la Revolución, lo que marca el fin de la "provisionalidad jurídica" del gobierno de 1959. Se aprueba por referendo la constitución socialista de 1976 y las políticas sociales se integran a la planificación económica quinquenal. Una vez barrido todo vestigio de iniciativa privada y otras formas de autonomía social se moderan las referencias al futuro como realización de la plena justicia social —centrales en los primeros años— y se comienza a hacer énfasis en el presente y en el proyecto socialista como el locus "natural" de la justicia y la dignidad humanas. La difusión del marxismo soviético y la presencia constante en los medios de comunicación de los logros del campo socialista en esta materia concretan el ideal de justicia, que se contrasta ya no tanto con el pasado republicano, sino con la pobreza y la desigualdad en otros países (América Latina, África).

A la vez, se empieza a insistir en que el igualitarismo debía matizarse con la aplicación de la fórmula socialista de distribución "a cada cual según su trabajo" y a hacer corresponder la justicia con una forma de diferenciación basada en el desempeño. Aparece entonces un sistema meritocrático complementario (basado tanto en la competencia individual como en la lealtad política y el compromiso ideológico) que alcanzó casi todas las esferas de la vida social; por ejemplo, el acceso (restringido) a la educación universitaria a partir del desempeño en la enseñanza media; la implantación, junto al sistema de racionamiento (de precios subsidiados), de mecanismos de distribución de artículos duraderos (autos, electrodomésticos), en función de los méritos laborales, y mercados paralelos (productos liberados con mayores precios), y tanto el discurso como la sociedad comenzaron a legitimar la idea de que un mínimo de diferencia —basado en los méritos— era parte de la justicia social.

Aun así, la pervivencia en el imaginario de una definición de la justicia anclada al aspecto económico e indisolublemente ligada al ideal igualitario fungió todos estos años no sólo como centro del repertorio simbólico legitimante, sino, además, como un mecanismo de control social y una justificación moral a la exclusión de algunos grupos que continuaron siendo sutilmente marginados y discriminados (los religiosos, los homosexuales y los que discrepaban del proyecto).

En estas circunstancias, el mayor desafío al consenso y la gobernabilidad que ha enfrentado el régimen lo constituyen las medidas de ajuste de los años noventa.

Periodo especial: versión restrictiva de la justicia social, desconexión entre el modelo y las prácticas.

Es conocido que para hacer frente a la crisis económica que siguió a la desaparición del campo socialista el Estado cubano se vio obligado a tomar medidas de ajuste que han significado profundos cambios para la sociedad, a la vez que se ha visto forzado a reajustar, también, su discurso legitimante. Respecto a esto último, lo más sobresaliente es una modificación de la referencia al futuro y la definición del bienestar.

Aun cuando las prácticas redistributivas del Estado lograron atenuar de manera significativa las disparidades sociales, y como resultado de ello a principios de los noventa la sociedad cubana era notoriamente homogénea, las medidas de ajuste del periodo especial generaron un crecimiento y a la vez hicieron más visibles numerosas formas de desigualdad, que cuestionaron el discurso de la justicia social como legitimador ante la ausencia de pluralidad. Ya en otras ocasiones me he referido al profundo efecto de medidas como la aparición de empresas mixtas y el trabajo por cuenta propia, la fragmentación del mercado y la creciente importancia de las remesas en el acceso a al menos uno de ellos, el auge del mercado negro, etcétera.

Si en un principio el discurso justificaba los sacrificios y las carencias de la sociedad como resultado de viejos vicios y herencias de una sociedad marcada por la desigualdad, la injusticia y la explotación, y afirmaba que sólo con una sociedad planificada, con el esfuerzo de un Estado socialista que representaba el gobierno "de los humildes y para los humildes", podría lograrse una sociedad rica y equitativa,9 con el paso de tiempo y la llegada de la crisis económica y el periodo especial ha sido necesario reformular esta idea, abandonar la visión optimista del futuro y restringir el discurso de la justicia social a las "conquistas básicas de la Revolución": el acceso a la educación y la salud, la obtención de éxitos deportivos y, sobre todo, la conquista de la soberanía y la independencia.

A pesar de esta restricción, el dispositivo simbólico ha conservado el énfasis en el logro de la justicia social. Es esta definición de la justicia social en términos de igualdad económica (no sólo de oportunidades, sino de recursos y resultados) lo que ha introducido una tensión para la tematización social de ciertos fenómenos que han aparecido en el escenario cubano en los últimos tiempos. De ellos, el más sobresaliente tiene que ver con la dualidad monetaria y la importancia, cada vez mayor, de las remesas enviadas por la diáspora cubana en la economía nacional.

Aunque es imposible encontrar en las estadísticas oficiales cubanas el monto total al que ascienden las remesas y establecer su participación en la economía, todos los estudiosos que se ocupan del tema coinciden a través de diversas estimaciones en que, en la actualidad, las remesas enviadas a Cuba por los emigrados constituyen una de las principales fuentes de ingresos brutos en divisas dentro de su economía,10 sólo superada por el turismo, y muy por encima de los ingresos obtenidos por la exportación de níquel y azúcar.

Más allá de su indiscutible impacto económico, este fenómeno está produciendo efectos más extensos sobre la sociedad, la vida cotidiana y la política cubana. La existencia simultánea de un mercado en divisas y otro en moneda nacional (este último ciertamente deprimido al mínimo de la subsistencia) ha originado una diferencia sustancial en el consumo de aquellos que, por alguna vía, reciben divisas (ya sea por remesas de sus familiares en el extranjero o bien porque están ocupados en empresas mixtas, o como fruto de actividades ilícitas o marginales, como el mercado negro y la prostitución) y aquellos que viven de sus salarios en moneda nacional.11 En un contexto como el cubano, donde la idea de la igualdad ha sustentado la legitimación de la exclusión política, esta circunstancia contribuye a generar en la población expectativas que los mecanismos de distribución socialista no pueden satisfacer12 y cuya sola existencia constituye un desafío a la integración y cohesión sociales.

Comienzo por el consumo, ya que este tema es básico para comprender no sólo el problema del aumento de la desigualdad, sino también la constitución y diferenciación de las identidades individuales. Hasta 1993, el Estado cubano había logrado regular casi la totalidad del consumo a través del sistema de racionamiento y asignación de bienes duraderos a partir de un mecanismo de estimulación a los méritos laborales. Con estas políticas se logró una relativa homologación de los consumos, que se correspondía con el ideal de una sociedad más igualitaria y homogénea en lo posible; más aún, se consiguió acercar como en ningún otro sistema social la calidad del consumo, el estatus y el prestigio sociales a la lealtad y el compromiso político.

Las nuevas condiciones de diferenciación en el consumo señalan el fin de aquella sociedad (que se pretendía fuera cada vez más uniforme), ya que la homologación de las necesidades ha quedado reducida a la salud pública, la educación, la seguridad social (que siguen siendo gratuitas y subsidiadas por el presupuesto estatal y a las que siguen teniendo acceso todos los cubanos por igual) y el consumo mínimo del mercado racionado; en la actualidad, los diferentes grupos sociales comienzan a distanciarse cada vez más unos de otros por sus niveles y tipos de consumo, y, consecuentemente, comienzan a generarse "estilos de vida" muy distintos que constituyen un dato muy importante para la sociedad cubana actual.

La dualidad monetaria y el peso de las remesas en el acceso a las divisas ha originado importantes desigualdades de consumo no sólo en cuanto a la cantidad de bienes a los que tienen acceso unos y otros, sino también en cuanto a su calidad. Por una parte, junto a la drástica disminución del poder adquisitivo de los salarios del sector estatal (en pesos), las diferencias entre la cantidad y las fuentes de ingresos de los diferentes grupos sociales han aumentado exponencialmente en los últimos diez años;13 por la otra, el tipo de bienes a los que tienen acceso unos y otros también se ha diversificado de manera evidente.

A través de diversas estrategias para eludir el control que el Estado intenta imponer, muchos cubanos tienen acceso a bienes de consumo propios de la modernidad que no están definidos entre las "necesidades básicas" que el gobierno considera debe satisfacer; más aún, los que cuentan con ingresos en moneda dura pueden tener acceso a productos cuya distribución hasta hace muy poco tiempo estaba prohibida (sólo autorizados por canales oficiales para algunos), como internet, teléfonos celulares, televisión satelital, fax, DVD y computadoras.

Por otra parte, la importancia de las remesas en esta diversificación implica que en la desigualdad del consumo está impactando significativamente un grupo antes excluido de la sociedad cubana: los emigrados, quienes de esta manera desafían el control del Estado. Las consecuencias de esta situación van más allá de la desigualdad económica, ya que se extienden a los modos diferenciados de acceso a información, modas y productos culturales, y derivan en la disociación del estatus y el prestigio de la lealtad, el compromiso político y la ubicación en la estructura social socialista.

Tal diferenciación en los consumos influye en la aparición de una nueva forma de exclusión social, la de un considerable segmento de la población respecto a las formas de consumo de la modernidad. Por otra parte, no hay que descartar que esta diferenciación, en una sociedad permeada por un discurso que basa la justicia social en la igualdad, esté generando resentimientos que amenazan el patrón de cohesión social que hasta ahora ha funcionado. En todo caso, lo que sí parece ser un hecho es que la integración de la sociedad cubana se encuentra en su momento de mayor desafío (al menos desde la primera mitad de los años sesenta).

Por último, no se puede dejar de mencionar lo que esto significa en términos de autonomía social respecto al Estado, y a la vez de dependencia de las redes familiares, en particular de la diáspora. En la misma medida que los estilos de vida, el bienestar y el prestigio social se independizan del Estado, se hacen más dependientes de la buena voluntad y el "altruismo" de los parientes y/o los amigos que envían las remesas, con lo cual la idea de la justicia social se torna difusa y el bienestar se va distanciando en el imaginario social del ámbito de las políticas públicas para desplazarse sutilmente hacia redes sociales más privadas. A su vez, la dependencia cada vez mayor de las remesas como fuente de ingresos en divisas14 influye en la reproducción de los mismos grupos favorecidos y en la disminución de la movilidad social.

Sin embargo, a pesar de la participación de los migrantes en la economía, a través de las remesas y la captación oficial de estos recursos, y a contrapelo de la tendencia actual en el mundo, a la comunidad emigrada se le ha seguido excluyendo del ejercicio de sus derechos políticos y sociales en el país. Más aún, esta exclusión se ha instituido como algo "natural" e incontestado que la ciudadanía local acepta hoy por hoy sin la más mínima discusión.

Desde la perspectiva de los valores, la diversificación de las fuentes de ingresos, con un peso significativo en la obtención de recursos a partir de las remesas, genera un cambio en la percepción subjetiva y en la valoración social del trabajo,15 y el conocido leit motiv de la distribución socialista "a cada cual según su trabajo" como fórmula de justicia pierde su referente práctico.

No obstante, más importante aun que la acentuación de la desigualdad es la aparición de fenómenos que simbólicamente se habían identificado con el pasado republicano, como la pobreza, la prostitución y el consumo y tráfico de drogas. Frente a un discurso que había proclamado como meta y sentido de su proyecto político y económico la eliminación de la pobreza y "otras lacras del pasado", la reaparición de estos fenómenos constituye un reto difícil de asumir. De hecho, en los primeros momentos la estrategia fue la negación, o su tratamiento como sucesos aislados, asociados a segmentos marginales o delictivos. En la medida que el paso del tiempo ha demostrado su persistencia y expansión, tanto el Estado como la academia han comenzado a admitir estos problemas y a elaborar estudios y políticas para lidiar con ellos.

En cuanto a la pobreza, se ha comenzado a proponer un concepto específico para comprender la pobreza cubana, diferenciándola de la que se produce en otros contextos, incorporando al análisis la existencia de formas de protección que derivan de las transferencias a estos grupos de recursos provenientes de la política y la seguridad sociales. Así, numerosos estudios hablan de "grupos vulnerables", "población en riesgo de pobreza" o "grupos en situación de pobreza parcial" o "pobreza con protección y garantías" (Añé, 2005; Mesa Lago, 2005).16

Aunque ninguno de ellos profundiza en el asunto, algunos nos permiten acercarnos a otras dimensiones de la desigualdad que se asocian a esta situación y que involucran directamente el tema de la justicia social. Me estoy refiriendo a un retroceso en la igualdad de género y de razas. Como en cualquier circunstancia similar, en el caso cubano la crisis y la pobreza golpean a algunos grupos con más severidad que a otros. En el caso de las mujeres, ellas se han visto afectadas por las cargas adicionales que la crisis impone a los hogares, lo que repercute no sólo en su participación en la fuerza laboral y en la escolarización, sino también, por los excesos de la doble jornada, en el uso del tiempo libre y la recreación (en el caso de las mujeres, es evidente que ha habido un retroceso en la justicia social). Con respecto a la población no blanca, regresamos al asunto de las remesas familiares. Aunque no existen datos diferenciados racialmente, muchos analistas coinciden al afirmar que dado que la emigración cubana es mayoritariamente blanca, el acceso a las remesas de los negros y mestizos es muy inferior al promedio de la población blanca, lo que hace suponer que dentro de los hogares en situación de pobreza hay una sobrerrepresentación de no blancos. También que en la búsqueda de la participación en el mercado dolarizado esta sobrerrepresentación se extiende a la esfera del mercado negro y la ilegalidad. Todo esto implica no sólo la feminización y la racialización de la pobreza, sino la reactualización de prejuicios, y abre una vía para la acentuación de la discriminación.

Tampoco podemos olvidar que, asociadas a esta misma diferenciación económica —en la que parecen participar también las remesas—,17 han comenzado a crecer las desigualdades territoriales,18 que han generado, a pesar de los controles estatales, un aumento de la migración interna y con ello han hecho emerger, sobre todo en la Ciudad de La Habana, una forma muy peculiar de discriminación a los migrantes.19

A pesar de estos problemas, el periodo especial también ha traído ampliaciones en la justicia social y mayor inclusión social. La reforma constitucional de 1992 modificó el principio de ateísmo científico en la enseñanza y suprimió la "punibilidad de oponer la fe religiosa a la Revolución" (artículo 54, inciso 3 de la constitución de 1976), con lo cual los religiosos ganaron reconocimiento y se levantaron las restricciones para su ingreso al PCC y al ejercicio de cualquier profesión. Junto a esto, desde las instituciones estatales se han impulsado propuestas que han tenido como resultado la disminución del rechazo a los homosexuales20 y se ha abierto paso a una política de tolerancia a la diversidad en las preferencias sexuales.

 

REFLEXIONES FINALES. EL ESCENARIO DE LA SUCESIÓN

Cuando se difundió por todos los medios de comunicación del mundo la proclama que anunciaba la enfermedad de Fidel Castro y la delegación del poder en su hermano Raúl, el 31 de julio de 2006, se instaló en los cubanos una expectativa de cambio nunca antes vista. Casi un año después, en la celebración oficial del 54 aniversario del asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba, Raúl Castro expuso una autocrítica radiografía de Cuba en la que se refirió a los principales problemas que preocupaban a la población: la alimentación, los salarios, la baja productividad y la producción agrícola e industrial, pero también advirtió que para resolverlos habría que implementar "cambios estructurales y de concepto". Desde la perspectiva del análisis que he estado realizando aquí, conviene preguntarse: ¿constituye esta estrategia una respuesta a los desafíos antes señalados?

Es bueno comenzar por recordar que a estas declaraciones siguió un conjunto de medidas gubernamentales, entre las cuales destaco: la convocatoria al VI Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), pendiente desde 2002; la autorización de la venta libre, en divisas, de computadoras, dvds, hornos de microondas y otros aparatos eléctricos; la apertura a los cubanos de la libre contratación de teléfonos celulares en divisas; el acceso libre a los cubanos (también en divisas) a los hoteles y la renta de autos (antes exclusivos para turistas); el aumento general de pensiones a los jubilados y los pagos por asistencia social a familias con pocos recursos hasta 20%, y una extensa reforma a la agricultura que prevé la entrega masiva de tierras ociosas, mejores precios a los productores de leche, tubérculos, hortalizas, café y tabaco, la venta de instrumentos y ropa de labor, y concesión de créditos.

En el caso del congreso del PCC, aunque es un acontecimiento crucial para Cuba —ya que debe trazar los lineamientos políticos y económicos del país para los próximos años—, la convocatoria se ha seguido posponiendo de manera indefinida y aún no se ha definido cuándo tendrá lugar; habrá que esperar a su realización para analizar la magnitud de los cambios que propondría. De momento, y teniendo en cuenta la calidad y cantidad de las medidas adoptadas, la tendencia que se observa induce a pensar que el cambio será muy pequeño y que el modelo político no tendrá ninguna modificación.

En cuanto a las otras medidas, como la liberalización del consumo de dvds y teléfonos celulares, así como el acceso a los hoteles, no se trata, desde luego, de transformaciones estructurales, pero puede decirse que, más allá de la crítica implícita a las políticas anteriores con estas medidas, aparecen cambios conceptuales referidos, por una parte, a la definición de la justicia y, por otra, a la legitimación de la desigualdad. Estas medidas introducen un cambio conceptual en la medida que suponen el libre acceso —en términos de oportunidades— a formas de comunicación y consumo de la modernidad, a la que antes sólo podían acercarse los "autorizados" por el gobierno (artistas, funcionarios, etc.). Ya que el acceso a estos recursos ahora depende —como en cualquier otro país— ya no de un permiso sino de la cuantía de los ingresos de cada uno, la modificación del principio de regulación rectifica la noción de justicia. En cuanto a la legitimación de la desigualdad, el cambio conceptual es aún más profundo. La aceptación del dinero como "regulador racional de las estructuras de preferencias" amplía los márgenes de libertad de los cubanos de hoy, pero en cuanto sigue existiendo la doble moneda y las fuentes de ingreso en divisas (las que sirven efectivamente para tener acceso a esos bienes), están aún disociadas del trabajo en el sector formal (estatal) de la economía socialista. Este cambio conceptual conlleva la negación del principio básico de la justicia como se había definido tanto en el primero como en el segundo momentos, ya que ni se ha podido redistribuir a partir del ideal de la primera etapa, "según la necesidad", ni la asignación es hoy "según su trabajo".

En cuanto al alza de las pensiones, ésta puede verse como una medida de reconocimiento de la pobreza y una estrategia inicial de elaboración de políticas específicas de protección a los más desfavorecidos. Su principal implicación, en este sentido, es la aceptación de la heterogeneidad de situaciones y condiciones de vida dentro de la sociedad, a la par que el reconocimiento implícito del fracaso en el logro de una sociedad igualitaria.

Por su parte, las reformas a la agricultura evidencian una inclinación mayor hacia un cambio estructural, aunque también de concepto. En cuanto a lo primero, tanto la entrega de tierras ociosas como la concesión de mejores precios y créditos a los productores muestran una tendencia a descentralizar y, sin duda, a incentivar la producción individual. Esto implica, en sí mismo, una crítica y una rectificación a la política recentralizadora que se había observado a partir del 2005.

Otra dimensión de estos cambios puede analizarse en términos sociales y de política cultural. Desde la perspectiva social, el auge que ha tenido recientemente un debate público en torno a la aceptación de la diversidad sexual es una importante ampliación de las prácticas de justicia social. Como he apuntado anteriormente, la justicia social incluye, además de la distribución equitativa de los beneficios económicos y sociales, la extensión de la libertad y la equidad al ámbito de la política y a las demandas particulares de los diferentes grupos y sus identidades específicas —raza, género, generación, orientación sexual, etc.—. Esta aceptación, que implica, ya sea de manera tácita o explícita, la crítica a los criterios de exclusión imperantes por tantos años, constituye un avance en términos de justicia para un grupo de actores, aunque continúa dejando pendiente el reconocimiento de la diversidad en cuanto a opiniones y proyectos políticos.

Por otra parte, el recientemente celebrado congreso de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) se constituyó en un escenario para la crítica al sistema educativo, los medios electrónicos y las regulaciones migratorias. El hecho de que se haya tratado de críticas oficiales, toleradas e incluso estimuladas, lejos de restarle importancia, ratifica el cambio conceptual y permite pensar en una forma de "renovación simbólica" de la nueva dirigencia. A la vez, el cuestionamiento al funcionamiento de la educación —que constituye uno de los items básicos en la definición oficial de los logros de la Revolución en términos de justicia social— implica una crítica al desempeño del Estado en una de sus principales responsabilidades.

En resumen, si bien los cambios efectuados por la nueva cúpula del poder no alcanzan (aún) la dimensión estructural, sí podemos dar cuenta de algunas modificaciones conceptuales, aunque discretas, y en la mayoría de los casos implícitas o latentes, que apuntan sobre todo a una crítica de lo que se ha hecho no sólo durante el periodo especial, sino que abarcan importantes zonas de las políticas sociales, económicas y culturales de la Revolución.

No obstante, es preciso decir que el alcance de estas transformaciones no constituye una respuesta al conjunto de los retos actuales en torno a la gobernanza y la justicia social. En este tenor, el imperativo sería lograr una transformación que conservara los logros que en la materia aún exhibe el régimen actual, incorporando además los temas que dejan pendientes las medidas tomadas en los últimos tiempos: la solución de los graves problemas económicos (equiparación de salarios y precios, crisis de vivienda, transporte e infraestructura, disparidades regionales), la ampliación de las libertades civiles, la aceptación de la diferencia, la inclusión de la comunidad emigrada (lo que conllevaría a la eliminación de las restricciones y permisos para salir y entrar al país), el mayor acceso a internet y otros medios de información, la implementación de políticas específicas para grupos especiales y la aceptación de la pluralización de la sociedad cubana (que abarca no tanto la esfera institucional como los espacios informales y sus contradiscursos sociales).

La política social cubana, basada en los criterios de universalidad, solidaridad e igualdad, ha tenido considerables avances en cuanto a equidad y justicia social. En los momentos presentes conviene reflexionar, por una parte, en los temas pendientes que estas políticas han dejado y, por la otra, en la tensión que introducen los fenómenos de la desigualdad asociados a las medidas de ajuste ante un discurso de legitimación del orden político que, aunque se ha modificado, sigue estando fincado en la justicia social como un logro de la Revolución y el socialismo.

El gran desafío de Cuba para lograr en el futuro inmediato un buen gobierno descansa en el reconocimiento de que la política implica elegir entre una diversidad de bienes públicos y tomar decisiones basadas en la pluralidad de juicios, valores e intereses, que deben ser debatidos y definidos en una esfera pública también plural. Sólo a través de instituciones más interactivas y participativas se podrían definir las responsabilidades colectivas e individuales que garanticen una gobernanza legítima y eficaz que no descanse sólo en las decisiones del Estado, sino en procesos de negociación con los diversos actores. Dentro del reequilibrio de poderes que supone la "nueva gobernanza" el reto más importante está en la negación del monopolio estatal sobre la definición del "interés general". Debido a que con el aumento de la complejidad social tanto las preferencias y los intereses como el conocimiento y la información se encuentran dispersos entre los diferentes actores, la clave del buen gobierno pasa por la capacidad de organizar un espacio público deliberativo basado en la tolerancia, el pluralismo y el diálogo.

El principal desafío pasa hoy por la necesidad de impulsar un debate nacional informado e inteligente sobre la justicia social desde la perspectiva de la elaboración de políticas públicas tendentes a la creación de una sociedad que pueda aprovechar —con racionalidad económica— el mínimo de equidad existente ya en Cuba y ampliarla a la consecución de una justicia más diferenciada y, a la vez, de mayor alcance, que extienda la noción de bienestar a las dimensiones política y cultural. Una visión compleja de la igualdad (Walzer, 1983) que incluya la diversidad tanto desde la perspectiva de los actores sociales como de los bienes y sus significados para los diversos grupos, que combinara de manera efectiva equidad y heterogeneidad a partir de un concepto descentralizado de la dirección social, basado en la coordinación de esfuerzos y capacidades de los distintos actores.

El discurso oficial sigue presentando su proyecto político como la única opción que puede garantizar la justicia y la equidad; más aún, durante cinco décadas todas las restricciones no sólo al consumo sino también a las posibilidades de pluralización del espacio público y del sistema político se han fundamentado en la ventaja que representa un régimen donde todos gozan por igual de los beneficios mínimos para satisfacer sus necesidades básicas.

No obstante, pienso que no es ésta la única opción para hacer frente al problema. Existe también la posibilidad de recuperar el tema de la justicia social desde una perspectiva que no oponga la libertad a la igualdad, ya que ambas son valores políticos que pueden ser alcanzados (o al menos perseguidos) complementariamente. Es posible elaborar una definición de justicia social que no descalifique a priori propuestas o proyectos diferentes. Estoy convencida de que nociones como justicia social, solidaridad e igualdad no tienen por qué estar reñidas con valores democráticos como tolerancia, diálogo y pluralidad. Más bien, las prácticas basadas en ellos amplían la idea de la justicia social y extienden la comprensión del bienestar más allá de lo estrictamente económico y material, hacia la esfera de la realización espiritual, el ámbito de los derechos de participación política y los espacios de toma de decisiones.

 

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NOTAS

1 El análisis que se desarrolla en este trabajo parte de una comprensión de la justicia social que no se reduce a los criterios de distribución de bienes y recursos, sino que debe incluir la equidad y la pluralidad de intereses y preferencias sociales. Por ello me parece conveniente apuntar su relación con el concepto de gobernanza y con los derechos ciudadanos (no sólo con los sociales, sino también con los civiles y políticos).

2 No es ocioso recordar que estos temas habían sido el centro de numerosos conflictos sociales y de la retórica de todos sus movimientos políticos, y como parte importante de los sueños, las utopías y los programas políticos del pasado reciente, habían generalizado la idea de una "historia inacabada" y una nación mediatizada. Sobre esto he abundado bastante en Bobes, 2007.

3 La irrevocabilidad del socialismo fue adicionada en la reforma constitucional de 2002. Allí, en uno de sus "por cuantos" aparece resumido el ideal de justicia social a partir de la exposición de los índices de analfabetismo (0.2%), la tasa de escolarización (100% para primaria y 99.7% para secundaria), la mortalidad infantil (6.2 por mil nacidos vivos), la proporción de personal de salud y camas de hospital y la esperanza de vida (76 años), a través de los cuales se logra "una vida sana, decorosa y justa de todos los ciudadanos" (Ley de Reforma Constitucional de 2002, disponible en: http://64.21.33.164/ref/dis/10290201.htm).

4 Este proceso de estatalización de la economía concluyó en 1968 con la llamada "ofensiva revolucionaria", proceso a través del cual se eliminó la pequeña propiedad incluso en las esferas del comercio y los servicios.

5 Sobre esto he abundado bastante en Bobes, 2007.

6 Como comentaré más adelante, no deja de ser una paradoja "incómoda" el hecho de que hoy en día sean las remesas enviadas por los emigrantes la principal fuente de ingresos que permite complementar el mínimo de consumo (subsidiado) que ofrece el Estado en moneda nacional.

7 Sobre la redefinición de la pertenencia en la narrativa de la sociedad civil he argumentado ampliamente en Bobes, 2001.

8 Como el impedimento para estudiar determinadas carreras universitarias o desempeñarse en profesiones como el magisterio a partir de preferencias ideológicas, sexuales o credo religioso.

9 En un discurso de 1962, Fidel Castro afirmaba: "estamos muy conscientes de que el triunfo de la Revolución significó el derecho al futuro. No significó fundamentalmente más que ese derecho y esa oportunidad que tanto anhelan los pueblos. No podíamos recibir mucho porque el pasado no nos dejó más que miseria, subdesarrollo e ignorancia. El pasado nos dejó toda clase de males, pero nosotros hemos conquistado el derecho a empezar a hacer, y el futuro nos pertenece por entero. Para ese futuro estamos trabajando. Para ese futuro nos estamos organizando, y por ese futuro estamos planificando" (Castro, 1967: 19).

10 Véase Mesa Lago, 2005; Monreal, 1999; Duany, 2001, y CEPAL, 2004.

11 Para un análisis minucioso de estas diferencias en los distintos tipos de consumo, véase Togores y García, 2004.

12 Me refiero a la necesidad de acudir a elementos como empresas informales, remesas familiares, conductas delictivas, etc.; procesos todos contrapuestos a "la moral socialista", definida en el discurso como el medio para garantizar la satisfacción de las "necesidades del pueblo".

13 Mesa Lago ha estimado esta diferencia de ingresos para 2002 en 12 500 a 1, comparada con una diferencia de 829 a 1 para 1995 (Mesa Lago, 2002: 4).

14 Ésta parece ser la tendencia, ya que en los últimos tres años se ha venido observando un proceso de recentralización y un retroceso en el tímido acercamiento a los mecanismos de mercado; estoy pensando, por ejemplo, en las restricciones cada vez mayores a la inversión extranjera, empresas mixtas, trabajo por cuenta propia y la campaña contra la corrupción, lo cual va dejando las remesas (a pesar del alza galopante del costo para los envíos) en un casi solitario primer lugar como forma de obtención de divisas.

15 Algo que ejemplifica estos efectos de los cambios es "una cierta reducción en el nivel de escolarización de las edades entre 15 y 16 años, que tiene entre otras causas el desinterés relativo por la superación individual, en la medida en que comienza a no ser identificada como la vía fundamental de ascenso social" (Valdés y Felipe, 1996: 105); asimismo, es notoria la gran cantidad de profesionales que han emigrado a puestos de trabajo en la esfera del turismo y en empresas mixtas, la mayor parte de las veces en puestos de menor calificación.

16 Es importante observar que en todos los estudios sobre el tema aparece el no acceso a remesas como una de las características de los grupos más pobres.

17 Véase al respecto Mesa Lago, 2002, y Dilla, 2005.

18 El efecto de la contracción de la economía se reflejó con mayor agudeza en la región oriental del país, donde vivía 30% de la población urbana, de la cual 22% se encontraba en riesgo de no satisfacer necesidades básicas" (Álvarez y Mattar, 2004: 80).

19 Sobre esto, véase Dilla, 2005.

20 Cambios impulsados y muy visibilizados en los últimos tiempos a partir del trabajo realizado por el Centro Nacional de Educación Sexual, encabezado por Mariela Castro, que ha ubicado el tema en los medios y la opinión pública tanto dentro como fuera de Cuba.

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