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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.71 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2009

 

Reseñas

 

Julio Labastida Martín del Campo, Miguel Armando López Leyva y Fernando Castaños (coordinadores). La democracia en perspectiva: consideraciones teóricas y análisis de casos.

 

José Woldenberg*

 

(México: IISUNAM, 2008), 347 pp.

 

* Facultad de Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional Autónoma de México

 

A fines del siglo XX México fue capaz de desmontar un régimen autoritario de gobierno y construir una germinal democracia. No fue una operación sencilla pero sí venturosa. Pasamos de un sistema monopartidista a otro de partidos equilibrados, de elecciones sin competencia a comicios competidos, y esos dos fenómenos anudados modificaron de manera radical el mundo de la representación política. Lo que a su vez puso a funcionar el entramado republicano que estaba diseñado en la Constitución: división de poderes, federalismo incipiente, alta centralidad del poder legislativo, judicialización de un buen número de controversias políticas.

Pero la democracia no es una estación terminal. Es más, las estaciones terminales no existen. Y nuestra embrionaria democracia, como muchas en América Latina, tiene frente a sí un sinnúmero de retos que es necesario afrontar si no deseamos que lo alcanzado se desgaste.

El libro que aquí presentamos nos ofrece diferentes acercamientos al tema: debates conceptuales, instituciones y actores políticos, sociedad civil y acción colectiva son los tres capítulos que encuadran nueve artículos y unas reflexiones finales. Son diversas entradas a un tema central del que dependerá la calidad de nuestra convivencia. Pero comentaré sólo dos.

Fernando Castaños, Álvaro Caso y Jesús Morales ("La deliberación: origen de la obligación moral de cumplir la ley"), desde una perspectiva normativa, se preguntan por qué y cómo se logra que autoridades y ciudadanos cumplan con la ley.

No se trata, creo, de un tema impostado ni secundario, sino todo lo contrario: informes como el del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sobre el estado de la democracia en América Latina, noticias de todos los días y algunos artículos académicos, han subrayado como uno de los déficits mayores de nuestras democracias los frágiles estados de derecho que las arropan.

Los autores parten de dos enunciados fundamentales, de dos prescripciones centrales de los regímenes democráticos: 1) en una democracia los ciudadanos tienen la obligación moral de observar la ley, y 2) en una democracia es legítima la coerción del Estado para hacer cumplir la obligación de observar la ley. Y en efecto, dado que la democracia supone, en el terreno teórico, que todas las voces y corrientes políticas pueden expresarse y contender por la conducción de las instituciones del Estado, ello las obliga a cumplir con el "pacto" o el implícito fundador del sistema: que la contienda entre las opciones diferentes está regulada por el derecho, que no vivimos en la ley de la selva o del más fuerte, sino que aspiramos a una disputa pacífica, legal, institucional. Que la vida social toda transcurra por los cauces diseñados por las normas, y que cuando éstas sean violadas, el Estado tenga la capacidad de punir a los infractores.

Pero como a nadie escapa, esos dictados no aparecen por arte de magia ni de la noche a la mañana. Son objetivos que deben ser alcanzados, construidos. Y entonces las preguntas que formulan Castaños, Caso y Morales son estratégicas: 1) ¿cómo se obligan en la democracia unos ciudadanos frente a otros a cumplir la ley?, y 2) ¿en qué se sustenta la autoridad moral del Estado democrático para hacer cumplir la ley?

Dos interrogantes centrales, si es que deseamos la edificación de un auténtico Estado de derecho y por tanto una democracia fortalecida. Y su tesis es la siguiente: la obligación de cumplir la ley se deriva de la posibilidad que tienen los ciudadanos de participar en las deliberaciones públicas o en la elección de representantes que deliberen.

De esa forma se genera un círculo virtuoso. La deliberación no sólo hace público lo que debe ser público, no sólo es el toque distintivo de la democracia, sino el vehículo a través del cual se forjan los compromisos básicos que cohesionan a una sociedad. Por supuesto que a los autores les asiste la razón. Por supuesto que el Estado "estará moralmente autorizado para hacer cumplir la ley" si se logra aceitar "el flujo deliberativo que vincula los procesos de formación de opinión pública, los de acceso al poder y los del ejercicio del poder", lo cual sólo sucede si existen "instituciones de la democracia".

Tienen razón. O sería más exacto decir: creo que tienen razón. Pero daría un giro para enfatizar la propuesta. Se trata de construcciones sociales que reclaman tiempo y políticas destinadas a esos fines. No aparecen por el simple despliegue de la inercia y demandan auténticas operaciones políticas.

Sólo para ilustrar lo que quiero decir con el término construcción, vale la pena detenerse en una edificación que costó casi dos décadas de trabajos: la confianza en las elecciones, que fue parcialmente destruida en 2006. No se trató de un acto circense ni menos aún de un trance de magia, sino de un largo y tortuoso proceso en el cual se transformaron las normas (la Constitución y tres sucesivas leyes reglamentarias); se crearon nuevas instituciones (el Instituto Federal Electoral y tres tribunales federales distintos); se modificaron innumerables instrumentos (desde el padrón hasta las mesas directivas de casilla, desde las boletas hasta la forma en que se transparentaron los resultados); aparecieron inéditas relaciones sociales y políticas (un mayor equilibrio entre los partidos); se desplegó una intensa movilización social a favor del voto libre y secreto; cambiaron radicalmente los resultados electorales, y el mundo de la representación pasó de ser monocolor a pluripartidista. Y en ese proceso, de manera paulatina, se fortaleció la confianza en los comicios. Y por supuesto, la deliberación sobre el tema fue abundante y expansiva.

O para decirlo de otra manera: hasta que los ciudadanos constataron que las elecciones eran de verdad, que no había ganadores ni perdedores predeterminados, que la alternancia en todos los niveles era posible y que sólo dependía del voto, fue que se ganó la confianza en la vía electoral y que la percepción pública transitó de la profunda suspicacia a un razonable crédito. Y para que ello fuera posible, fue necesario modificar las normas, las instituciones y las prácticas, construir un sistema electoral imparcial y un sistema de partidos equilibrado, de tal suerte que los comicios fueran realmente competitivos. Y para ello se requirió tiempo, ideas, horizonte, trabajo, deliberación y concurrencia de las más diversas corrientes políticas.

Y sin embargo, creo que podemos coincidir en que ese patrimonio común fue erosionado en un proceso postelectoral (2006) polarizado y tenso. No obstante, el ejemplo nos sirve para preguntarnos: en el terreno del Estado de derecho, de la preocupación porque ciudadanos y autoridades cumplan con la ley, ¿qué debemos hacer?

Lo primero que quizás hay que enunciar es que el multicitado Estado de derecho no se decreta, se construye. No surge de la noche a la mañana, sino que es resultado de un proceso. No se trata de una buena nueva, sino de una edificación con altos grados de dificultad y que ningún atajo puede sustituir una serie de esfuerzos que deben desplegarse en muy diferentes planos. El Estado democrático de derecho es aquel que puede garantizar los derechos (civiles, políticos y sociales) de los ciudadanos y los mecanismos a través de los cuales se pueden supervisar y demandar cuentas a los poderes públicos. Que "por un lado preserva la igualdad política de todos los ciudadanos y (por el otro) fija límites a los abusos del poder estatal y privado" (Guillermo O'Donnell. "Democracia y Estado de derecho", Nexos, enero de 2005). Que empapa con la deliberación pública los procesos fundamentales de la vida política. Fácil resulta decirlo, muy complicado edificarlo. Porque como cualquier otra construcción social es imprescindible asumir que tiene demasiados flancos.

Si lo que en verdad se busca es la construcción de un Estado de derecho, una democracia deliberativa, algo mucho más complejo y abarcante que la confianza electoral, entonces es necesario diseñar una estrategia que reforme las reglas, las instituciones, los procedimientos y las prácticas, y que por supuesto al mismo tiempo se combatan las conductas ilícitas. Pero creo que acabo de decir una perogrullada.

Por otro lado, los días que corren, previos a las elecciones federales y locales del 5 de julio, una ola (qué tan grande o qué tan chica no sé) parece refrescar de mala manera nuestro debate público. Se trata de la propuesta, estimulada por destacados periodistas y algunas organizaciones sociales, de que lo mejor es acudir a las urnas y anular el voto. La tesis que preside esa propuesta es que todos los partidos son lo mismo y que todos ellos merecen nuestro desprecio. Y que el voto nulo —si es masivo—, presuntamente los tendrá que llevar a una especie de toma de conciencia y por esa vía a su reforma.

Se trata en todo caso de una iniciativa que se monta en el enorme desencanto que parecen generar los partidos, los políticos, los parlamentos, y que no ocurre exclusivamente en nuestro país. Es una pulsión que se expande y que en no pocas latitudes ha sido explotada por políticos antipolíticos. Y no es esto una contradicción. Se trata de un discurso que rebasa fronteras, que explota el malestar con la política y que puede resultar disruptivo para la reproducción de la democracia.

No es éste el lugar para debatir esa propuesta, pero la misma me sirve para introducir un texto iluminador sobre la retórica política antipolítica (Andreas Schedler, "Los partidos antiestablishment político", pp. 123–152). Él detecta que a partir de los años noventa empezaron a invadir el escenario los que denomina "partidos antiestablishment político", cuyo discurso central es el de acusar a los partidos establecidos de formar un "cártel excluyente" y "describen gráficamente a los funcionarios públicos como una clase homogénea de villanos perezosos, incompetentes [...]"

La operación "analítica" (si así se le puede llamar) no suele ser demasiado sofisticada. Más bien resulta elemental y Schedler reconstruye sus principales elementos: "Trazan un espacio triangular simbólico mediante la construcción (simultánea) de tres actores y de las relaciones entre ellos: la clase política, el pueblo y ellos mismos. El primero representa el villano malvado, el segundo a la víctima inocente y el tercero al héroe redentor".

Desde todos los rincones escuchamos las alabanzas al pueblo, a la sociedad, como encarnaciones de todo lo virtuoso, mientras que los políticos, los partidos, los órganos representativos son la manifestación del Mal. "Los partidos antiestablishment político (y no sólo ellos) describen un conflicto en específico como la división fundamental de la sociedad: el conflicto entre los gobernados y los gobernantes o, alternativamente, el conflicto entre público y política, electores y partidos, ciudadanos y políticos, sociedad y Estado, electorado y elegidos, mayoría (silenciosa) y élite [..] sociedad civil y partidocracia". "El atuendo semántico puede variar, pero el mensaje básico sigue siendo el mismo: los funcionarios públicos forman una coalición antipopular; han degenerado en una clase política."

Para que esa operación política e ideológica pueda abrirse paso se requiere en primer lugar homogeneizar a los políticos, verlos como un bloque indiferenciable, como una "clase". Si en la política democrática invariablemente aparecen un o unos partidos en el gobierno y otro u otros en la oposición, el discurso antipolítico afirma que esa distinción no resulta significativa, que son lo mismo. Si en el espectro ideológico se reproducen izquierdas y derechas, desde la visión reduccionista tampoco resultan fundamentales, por el contrario son sólo imposturas que no dejan ver que todos son "la misma gata, pero revolcada". En una palabra, para que la pulsión antipolítica pueda avanzar se requiere primero convertir a las diversas opciones en un conglomerado indiferenciado, y luego atribuir a ese monolito todos los males que aquejan a la venturosa y límpida sociedad.

Se trata además de un marco interpretativo que puede ser alimentado con facilidad. "Cada escándalo de corrupción, cada estadística de desempleo [...], cada devaluación de la moneda, cada catástrofe natural, cada affaire sexual de un ministro [...] todos esos incidentes aislados se interpretan invariablemente como síntomas contundentes, como pruebas convincentes del fracaso generalizado de los partidos". Y es que en efecto, una vez que se construye el filtro antipolítico para acercarse a la "cosa pública", nunca faltarán episodios para alimentarlo.

El problema mayor reside no sólo en que ese código impide descifrar lo que realmente sucede en la esfera de la política, sino que sigue alimentando el desprecio hacia ella.

No se trata de un fenómeno local como lo documenta Schedler, sino que aparece tanto en sistemas democráticos consolidados como en democracias emergentes. Los antipolíticos suelen ser maniqueos (buenos contra malos), presentarse con el manto de la novedad e incluso de lo adánico (lo incontaminado, lo recién aparecido), su retórica suele ser guerrera y les gusta presentarse como víctimas (todos conspiran para destruirlos). La palabra mágica es el cambio (aunque éste sea indeterminado) porque explotan un malestar realmente existente; desprecian los mecanismos de intermediación por ser laberínticos y complejos, apelan por ello a las fórmulas simples, contundentes, y muy a menudo personalistas, y tratan de exhibir virtudes, nos recuerda Andreas Schedler, "prepolíticas como la fuerza y el valor". No es casual que su relato semeje el de atletas y aventureros de alto riesgo.

Pero para lidiar contra los fenómenos de desafección y contra la aparición de pulsiones antipolíticas no hay exorcistas competentes. Se requiere de políticas capaces de fortalecer el mundo de las instituciones, de los partidos y de la sociedad civil, que generan agendas que muestren la productividad del mundo de la representación y que tiendan puentes eficientes entre los ciudadanos y las instituciones que ordenan (o desordenan) la vida pública. Porque, permítanme la sólo aparente paradoja, únicamente desde la política se puede combatir a la antipolítica.

Al final la situación es aún más difícil que la que creen comprender los retóricos antipolíticos: creo que los nutrientes fundamentales del desencanto con las instituciones de la democracia (partidos, políticos, congresos) no son solamente los que se desprenden de nuestra dinámica política, sino los que emanan de las contrahechuras de nuestra economía y nuestra sociedad: el famélico crecimiento económico, la oceánica desigualdad social, la pobreza expansiva, el déficit en el Estado de derecho, la ciudadanía inacabada, el comportamiento de los medios masivos de comunicación, la débil cohesión social, y súmele usted. Ahí están, fuera de los estrechos marcos de la vida política, las que creo son las causas del profundo desencanto que cruza a la sociedad mexicana.

Recordemos: México fue capaz de desmontar un sistema de gobierno autoritario y de edificar una germinal democracia. Nos falta todo lo demás.

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