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Revista mexicana de sociología

versão On-line ISSN 2594-0651versão impressa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.71 no.4 Ciudad de México Out./Dez. 2009

 

Artículos

 

Aportaciones sociológicas al estudio de la salud mental de las mujeres

 

Sociological Contributions to the Study of Women's Mental Health

 

Teresa Ordorika Sacristán*

 

* Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM. Líneas de investigación: concepciones de la locura en España y América, siglos XVI y XVII; sociología y salud mental de las mujeres; investigadoras de la UNAM. Dirección: CEIICH–UNAM, Torre II de Humanidades, 6° piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, D.F., 04510; fax.: 56 16 29 88; tel.: 56 23 04 50. Correos electrónicos: tordorika@yahoo.com ; teresaos@servidor.unam.mx.

 

Recibido: 20 de mayo de 2008
Aceptado: 3 de junio de 2009

 

Resumen

El presente artículo analiza las contribuciones de la teoría feminista al problema de la salud mental de las mujeres. Con base en las perspectivas sociológicas de la producción, la construcción social y el estudio de las experiencias subjetivas del padecimiento se esbozan cuatro líneas de investigación sociológica, con enfoque de género, para abordar el estudio de los problemas mentales femeninos. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), aproximadamente 450 millones de personas en todo el mundo sufren padecimientos mentales. Éstos constituyen un problema social de primer orden cuya solución no puede prescindir de los aportes de las ciencias sociales.

Palabras clave: salud mental, padecimientos mentales, sociología, género, mujeres.

 

Abstract

This article analyzes the contributions of feminist theory to the problem of women's mental health. On the basis of the sociological perspectives of production and social construction, and the study of the subjective experiences of suffering, the author provides a brief description of four lines of sociological research with a gender approach for dealing with the study of female mental problems. According to data from the World Health Organization (WHO), approximately 450 million persons all over the world suffer from mental disorders. These constitute a social problem of the first order, requiring attention from the social sciences.

Key words: mental health, mental disorders, sociology, gender, women.

 

Este artículo da cuenta de cómo la sociología feminista puede hacer aportaciones a los debates sobre la relación entre la salud mental y las condiciones sociales derivadas de la situación de género. La exposición se organiza alrededor de cuatro líneas de investigación que muestran cómo se ha abordado el problema de la salud y el padecimiento mentales desde esta disciplina, las cuales, reinterpretadas desde un enfoque de género, pueden aportar conocimiento sobre la especificidad de los problemas psíquicos y emocionales que aquejan a las mujeres.

Cada año, los padecimientos mentales cobran miles de víctimas a lo largo y ancho del planeta. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que en este momento alrededor de 450 millones de personas sufren algún tipo de problema psíquico (OMS, 2007). Consternada por la situación, en 2001 esta institución dedicó su reporte anual a la salud mental. Asimismo, convocó a las naciones que la integran a realizar encuestas epidemiológicas a nivel nacional cuya finalidad fue conocer con mayor detalle las condiciones mundiales en torno a la salud y el padecimiento mentales y diseñar estrategias exitosas para enfrentar su incremento en las próximas décadas (Alarcón y Aguilar, 2000).

El reporte de la OMS resulta de particular interés, pues representa una transformación importante en la forma institucional de concebir la salud mental. En primer lugar, intenta dejar atrás un modelo eminentemente médico que sólo tomaba en cuenta los aspectos individuales —biológicos y psicológicos— en la etiología y el tratamiento de estos padecimientos, para abordarlos desde un enfoque interdisciplinario que los concibe como el resultado de la interacción entre lo biológico, lo psicológico y lo social, entre la esfera física y el entorno o ambiente (Ordorika, 2006).1

Un enfoque que intente abordar la salud mental en toda su complejidad tiene que tomar en cuenta tanto la dimensión social como la física. De ahí el exhorto que hace esta institución a todas las ciencias y disciplinas, incluyendo las sociales y las humanidades, a realizar investigaciones en torno a la salud mental de las personas: "Para comprender mejor los trastornos mentales y desarrollar intervenciones más eficaces es necesario investigar más a fondo los aspectos biológicos y psicosociales de la salud mental" (OMS, 2001: 12).

En segundo lugar, la OMS insiste en la necesidad de entender las particularidades de culturas y grupos en relación con la salud mental para poder generar políticas de salud efectivas. Es decir, reconoce que existen diferencias en torno a género, edad, clase, etcétera, en cuanto al tipo y prevalencia en los padecimientos que éstos presentan. Con respecto a los padecimientos mentales en las mujeres y los hombres, los resultados de las encuestas epidemiológicas promovidas por esta institución muestra que no existen diferencias relevantes en las cifras globales por sexo que registren este tipo de problemas; sin embargo, sí revelan que hombres y mujeres sufren diferentes tipos de problemas. La depresión, la ansiedad y las quejas somáticas se dan con mayor frecuencia en ellas, mientras que los trastornos de personalidad antisocial y los relacionados con el abuso de sustancias se presentan más en varones (OMS, 2001).2

Con la finalidad de explicar estas diferencias, la OMS ha incorporado el concepto de género, mismo que define como "los roles, comportamientos, actividades y atributos que cada sociedad en particular considera apropiados para hombres y mujeres" (OMS, 2007a). Las investigaciones auspiciadas por esta institución han mostrado que el género tiene un peso fundamental en la salud mental de los sujetos:

El género determina el poder diferencial y el control que los hombres y las mujeres tienen sobre los determinantes socioeconómicos de sus vidas y su salud mental, su posición y condición social, el modo en que son tratados dentro de la sociedad y su susceptibilidad y exposición a riesgos específicos para la salud mental (OMS, 2005).3

La importancia de este enfoque es que a diferencia de las teorías biológicas o psicológicas tradicionales, que vinculaban la prevalencia femenina en ciertos padecimientos con una debilidad física o psíquica de las mujeres, la OMS las relaciona con las situaciones sociales en las que éstas viven:

los numerosos papeles que las mujeres desempeñan en la sociedad las exponen a un mayor riesgo de padecer trastornos mentales y del comportamiento que otros miembros de la comunidad. Las mujeres siguen soportando la carga de responsabilidad ligada a su condición de esposas, madres, educadoras y cuidadoras de otras personas, al tiempo que se están convirtiendo en una parte fundamental de la fuerza de trabajo; constituyen ya la principal fuente de ingresos para una proporción de hogares comprendida entre la cuarta y la tercera parte (OMS, 2001: 14–15).

Así pues, una explicación comprensiva e integral de la salud y el padecimiento mental necesita tanto de la aportación de las ciencias biomédicas, las neurociencias, la psiquiatría y las psicoterapias, como de la colaboración de las ciencias sociales, las cuales están capacitadas para realizar un análisis sobre cómo lo histórico y lo social se imbrican con la salud mental. En el caso particular de la salud mental de las mujeres, la sociología feminista tiene mucho que ofrecer en la elaboración de investigaciones, concepciones y políticas que repercutan en su beneficio.

 

SALUD MENTAL Y MUJERES: INVESTIGACIONES DESDE LAS CIENCIAS SOCIALES

Las investigaciones sobre la relación entre género y salud mental nacieron en el seno de la academia en los años setenta del siglo pasado con el ascenso de la segunda ola del feminismo (Annandale y Clarke, 1996). Fueron las académicas feministas británicas y estadounidenses las primeras en estudiar cómo repercutían las diferencias de género en la salud mental de las mujeres, en la construcción de los discursos médicos y en la organización de los sistemas de salud. Las contribuciones que se retoman en este trabajo pertenecen a las autoras más reconocidas de la academia anglosajona; éstas son referente obligatorio para todos los que tratan el tema. Sus aportaciones y críticas están dirigidas fundamentalmente al carácter patriarcal y los sesgos sexistas de la psiquiatría, desde su surgimiento en el siglo XIX hasta nuestros días, tal y como han operado en sus propios países. En ese sentido, sus investigaciones abordan la relación entre género y salud mental desde una perspectiva occidental, en el contexto de los países anglosajones del primer mundo. La selección de estas autoras permite recuperar y organizar propuestas que han marcado un hito en el pensamiento acerca de la salud mental de las mujeres, pero también supone límites, ya que se han excluido textos generados desde otros enfoques y culturas, por lo que es necesario analizar hasta qué punto los planteamientos deben ser adaptados o incluso desechados para estudiar otros contextos.

La preocupación fundamental que guió los primeros trabajos fue el análisis de la sobrerrepresentación de mujeres en las estadísticas epidemiológicas psiquiátricas realizadas hasta entonces. Es decir, trataban de explicar por qué, según cifras oficiales de la época, había más mujeres que hombres con padecimientos mentales. Esta sobrerrepresentación parecía darse en todos los niveles ya que eran hospitalizadas con mayor frecuencia, usaban más los servicios ambulatorios y se les recetaban mayores cantidades de psicotrópicos que a sus contrapartes masculinos (Chesler, 2005; Showalter, 1987; Ussher, 1997). Asimismo, intentaban dar cuenta de por qué mujeres y hombres sufrían diferentes tipos de padecimientos.

Para dar respuesta a estas cuestiones, las académicas abordaron sus investigaciones desde dos perspectivas teóricas diferentes. La primera fue desde la construcción social de la salud y el padecimiento mental, enfoque que se caracteriza por analizar críticamente cómo se construyen las categorías utilizadas por la psiquiatría, así como las metodologías utilizadas para medir los padecimientos. Este enfoque problematiza el concepto de padecimiento mental, rescatando su carácter de construcción social. Aceptar que las nociones de salud y padecimiento mental son fenómenos sociales y culturales nos obliga a dejar de pensarlas como condiciones objetivas con características invariables, para reconceptualizarlas como manifestaciones que se construyen y se nombran a través de un marco de referencia históricamente determinado (Rosenberg, 1992).

Las académicas de esta vertiente argumentaron que la elevada cifra de mujeres con problemas mentales que aparece en las estadísticas es resultado de sesgos en los instrumentos empleados para recavar la información. Algunas de las autoras más importantes en este campo son: Phyllis Chesler, Elain Showalter y Jane Ussher, entre otras (Chesler, 2005; Showalter, 1987; Ussher, 1997). En México, un texto que pertenece a esta corriente es Locura y mujer durante el Porfiriato, de Martha Lilia Mancilla Villa (Mancilla, 2001).

El segundo enfoque es el de la producción social de la salud y el padecimiento mental, el cual estudia cómo los factores sociales y condiciones de vida afectan la salud de los individuos. Este abordaje asume la existencia del padecimiento mental insistiendo en que las diferencias entre mujeres y varones tanto en cifras como en tipo de problemas que presentan se deben a que las condiciones de vida de las primeras están caracterizadas por la dominación y la opresión por parte de los hombres y de lo masculino. Existen muchas autoras importantes en esta corriente de pensamiento, entre ellas están W.R. Gove y J.F. Tudor, Susan Bordo, Kim Chernin, Susie Orbach (Gove y Tudor, 1972; Bordo, 1992; Chernin, 1986; Orbach, 1986). Argumentos similares aparecen en los trabajos de la feminista italiana Franca Basaglia, las españolas Carmen Sáez Buenaventura, Josefina Mas Hesse y Amalia Tesoro, y las argentinas Mabel Burín y Emilce Dio Bleichmar, entre las más conocidas (Basaglia y Kanoussi, 1983; Dio Bleichmar, 1991; Burín, 1987, 1995, 2000; Mas Hesse y Tesoro, 1993; Sáez Buenaventura, 1988). Finalmente en México también hay autoras que retoman este enfoque. Encontramos el capítulo "Las locas" del texto Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas de Marcela Lagarde y de los Ríos; "Género y salud femenina: una revisión de las investigaciones en México" de Patrica Ravelo; "La perspectiva de género en los estudios de salud mental" de Patricia Patiño, y los artículos de la revista La Ventana dedicada al tema de salud mental y género, particularmente a mujeres (Lagarde y de los Ríos, 2003; La Ventana, núm. 16; Ravelo, 1995, Patiño, 2005).4

Las aportaciones de las feministas de la segunda ola fueron fundamentales para colocar el problema de la salud mental de las mujeres en la palestra y aún constituyen el aparato crítico con el cual otras investigadoras (feministas o no) discuten (Ordorika, 2006). Igualmente, estos estudios repercutieron en la manera en que instituciones como la OMS conceptualizan hoy en día la salud mental, así como en la organización de sus programas y políticas.

Sin embargo, hay todavía mucho por hacer. Es necesario seguir realizando investigaciones críticas desde las ciencias sociales que muestren las limitaciones y sesgos de género que existen en los discursos, prácticas y sistemas de salud, así como la relación entre los procesos sociales y los problemas mentales de los individuos, para promover cambios estructurales que repercutan positivamente en su bienestar. En este sentido, el presente trabajo esboza algunas aportaciones importantes que una sociología feminista puede brindar al estudio de la salud mental de las mujeres.

La sociología de la salud y el padecimiento mental

Según Wheaton, una de las contribuciones más importantes de la sociología radica en su capacidad de iluminar problemáticas surgidas en otras áreas de estudio y prácticas profesionales. La importancia específica de la sociología de la salud mental estriba en la facultad que posee de explicar la naturaleza colectiva de estos fenómenos, creando un conocimiento complementario al producido por la psiquiatría y las psicoterapias (Wheaton, 2001; Busfield, 1996). La sociología, a diferencia de las ciencias de la psique —cuyo enfoque eminentemente clínico da cuenta del individuo—, analiza cómo las situaciones sociales y los contextos culturales influyen en la construcción de los conceptos de salud y padecimiento mental, cómo se relacionan los procesos sociales y los estados mentales de las personas, y cómo se vinculan poblaciones específicas (definidas por el género, la raza, la clase social, etcétera) con sus padecimientos particulares (Cockerham, 2000).

Este campo de la sociología tuvo su auge en las décadas de 1960 y 1970 y perdió fuerza en la de 1980. Sin embargo, en la última década del siglo XX se registró un nuevo interés en el tema. Desde entonces comenzaron a aparecer textos que, a diferencia de sus antecesores, pusieron énfasis en el género como uno de los factores que más influían en la salud mental de las personas (Cockerham, 2000; Rogers y Pilgrim 2005; Busfield, 1996).

La introducción de la perspectiva de género supuso un avance cualitativo frente a los planteamientos tradicionales, que se caracterizaban por la sobregeneralización y la tendencia a conceptualizar a todas las personas con padecimientos mentales como un grupo indiferenciado y uniforme cuya problemática se podía universalizar. Tal como Mulvany sostiene, esta visión limitada ha impedido entender la complejidad y diversidad con la que se presentan y experimentan los padecimientos mentales y su relación con diferentes grupos, incluyendo la existente entre género y salud mental (Mulvany, 2001). La utilización de un enfoque de género ubicó la relación desigual entre mujeres y hombres en el centro de la investigación, visibilizando así cómo los procesos sociales influyen de manera diferencial en la salud mental de unos y otras, y por lo mismo mostrando la necesidad de realizar investigaciones desde perspectivas teóricas que den cuenta de esas particularidades.

 

CUATRO LÍNEAS DE ANÁLISIS SOCIOLÓGICO FEMINISTA DE LA SALUD MENTAL

Según expertos en la materia, la autora más importante en el campo de la sociología feminista de la salud mental es Joan Busfield. Su texto Men, Women and Madness. Understanding Gender and Mental Disorder, analiza desde un enfoque social constructivista cómo las estructuras y procesos sociales, cuya organización es genérica, afectan la salud mental de las personas.

El trabajo de esta autora es esencial en el presente ensayo, pues se parte de él para complementarlo con otros abordajes sociológicos, los cuales permiten plantear cuatro líneas de análisis que considero fundamentales. El punto de partida son las mujeres como centro de la investigación, reconociendo que su situación se caracteriza por una asimetría de poder frente a los varones, la cual se traduce en subordinación y desempoderamiento. La primera línea trata sobre la relación que existe entre los procesos sociales y las definiciones de salud y padecimiento mental en general, y las categorías diagnósticas en particular, con el objeto de visibilizar y desmontar los sesgos de género que éstas contienen. La segunda aborda la relación establecida entre los procesos sociales y la constitución de prácticas médicas específicas, estudiando cómo la psiquiatría ha coadyuvado a la adaptación y control de las mujeres (Busfield, 2001). La tercera trata la relación existente entre los procesos sociales y la etiología de los padecimientos mentales, partiendo de la situación de inequidad que caracteriza la vida de las mujeres. La cuarta se aboca al análisis de las experiencias de los individuos desde su propio sufrimiento, estudiando cómo las identidades de género influyen en la vivencia de los padecimientos. A lo largo del trabajo se irán desarrollando las aportaciones de autoras feministas de diferentes disciplinas en cada una de las líneas mencionadas.

Los procesos sociales y las concepciones de salud y padecimiento mental

Uno de los campos más fértiles de la sociología de la salud mental es el que se ha abocado al estudio de la relación que existe entre los procesos sociales y los conceptos de salud y padecimiento. En esta línea la sociología ha dedicado una parte importante de sus esfuerzos a dos tipos de análisis: el estudio de cómo los procesos sociales y políticos han influido en la emergencia y desaparición de padecimientos, así como el del contenido de categorías diagnósticas específicas, construidas por la psiquiatría.

¿Por qué es la sociología —y no los profesionales de la salud mental— la que realiza estas reflexiones? Porque la psiquiatría y las psicoterapias, por lo menos en su vertiente clínica, actúan sobre los individuos, diagnosticándolos y definiendo formas de intervención. Esto las ha obligado a tratar las categorías diagnósticas como si fueran algo "dado", que representa fiel y objetivamente a los padecimientos (Wheaton, 2001).

En cambio, la sociología, al no tener que intervenir sobre las personas, puede tomar distancia y realizar una crítica de los contenidos de dichas categorías analizando, por un lado, cómo los procesos sociales impactan en las construcciones del conocimiento psiquiátrico y, por otro, cómo las "negociaciones" al interior de los grupos de profesionales de la salud, y de éstos con otros grupos sociales, han influido en la emergencia o desaparición de las mismas. El ejemplo paradigmático que muestra ambos aspectos es el de la homosexualidad que, a partir de la década de 1970, dejó de aparecer como padecimiento mental en el DSM.5

En este campo, una de las tareas primordiales de la sociología feminista es realizar un análisis crítico de los contenidos de los conceptos de salud y padecimiento mental, así como de las categorías diagnósticas, para develar y desarticular sus sesgos sexistas y misóginos. Los estudios que examinan estas relaciones abrevan de los trabajos teóricos del enfoque de la construcción social del padecimiento mental. Esta línea de investigación argumentó que la sobrerrepresentación femenina en el panorama psiquiátrico era una consecuencia de los sesgos androcéntricos del discurso psiquiátrico y no una representación real de las condiciones deterioradas de salud mental de mujeres. Las autoras de esta vertiente cuestionaron las elevadas cifras estadísticas de dos maneras: criticando, en primer lugar, la metodología utilizada en los instrumentos de medición, y en segundo lugar, los contenidos de las concepciones de salud y padecimiento (Chesler, 2005; Busfield, 1988, 1996; Showalter, 1987; Ussher,1997).

En el primer caso, el argumento esgrimido fue que los instrumentos tendían a centrarse en la medición de los padecimientos típicamente femeninos, dejando de lado las problemáticas que afectaban más a los hombres, como el consumo de alcohol. La selectividad en cuanto a las categorías incluidas y excluidas se traducía en cifras mucho más altas de mujeres que de hombres (Dohrenwend y Dohrenwend, 1976).

En 1980 estos planteamientos encontraron soporte empírico en los resultados de un estudio epidemiológico de la American Epidemiologial Catchmenta Area (ECA) que mostró que en términos numéricos la cantidad de mujeres y hombres que sufrían padecimientos mentales era muy similar (Robins y Regier, 1991). Tal como habían sostenido las feministas, la diferencia fundamental entre esta y otras investigaciones fue la inclusión, en la lista de categorías diagnósticas que se midieron, del abuso de sustancias y trastornos de la personalidad, problemas predominantemente masculinos. Así pues, se comprobó que la relación numérica de mujeres y hombres con padecimientos mentales depende totalmente de lo que cada sociedad considera un padecimiento, y no de la vulnerabilidad física o mental inherente a cada sexo.

Los datos obtenidos dieron sostén a lo que autoras feministas y científicos sociales venían argumentando: primero, que toda definición de salud y padecimiento (mental o físico) es una construcción social y varía en tiempo y espacio; segundo, que existe un sexismo institucionalizado en las definiciones sociales de los padecimientos mentales (Prior, 1999) que patologiza con mucha mayor facilidad el comportamiento de las mujeres que el de los varones. De ahí que fueran precisamente los problemas que aquejan a éstas, y no los de los hombres, los que se incluyeran y midieran en las encuestas (Chesler, 2005; Basaglia y Kanoussi, 1983).

Estas investigaciones mostraron que el concepto de padecimiento mental en general y los diagnósticos particulares están imbuidos de representaciones misóginas y estereotipadas de lo que es una mujer y un hombre normal (Prior, 1999; Basaglia y Kanoussi, 1983). Dicha visión afecta la teoría y la práctica médica, y ha resultado en un discurso que sostiene la predisposición de las mujeres a la inestabilidad mental para luego "descubrirla" en consultorios y encuestas (Prior, 1999; Chesler, 2005, Showalter, 1987).

Esto no tiene por qué sorprendernos: el conocimiento psiquiátrico, como construcción social que es, contiene forzosamente sesgos andro–céntricos que se desprenden de las expectativas de género de la sociedad en la que se construyen (Busfield, 1996). Varias investigaciones empíricas comprueban que las concepciones de los profesionales de la salud y los manuales médicos, tales como el DSM–IV–TR, reproducen una visión de las mujeres como pasivas y emocionales, mientras que presentan a los hombres como autónomos y racionales (Boverman et al., 1970; Cermele et al., 2001).

Con la finalidad de visibilizar los estereotipos y sesgos sexistas, es necesario que una sociología feminista se haga, entre otras, las siguientes preguntas: ¿quiénes determinan qué es salud y padecimiento mental en mujeres y hombres?, ¿a quiénes se adjudican estas clasificaciones y con qué finalidad?, ¿qué caracteriza los conceptos y nociones de salud y padecimiento adjudicados a mujeres y hombres?.

Además, debe analizar la emergencia y desaparición de categorías diagnósticas que afectan a las mujeres. Desde la década de 1970, los movimientos de mujeres han pugnado por una concepción de la salud mental femenina que trascienda su aparato reproductivo y deje de patologizar sus ciclos vitales. La inclusión o exclusión de ciertas categorías ha sido parte fundamental de la lucha por romper con nociones tradicionales que toman como modelo al hombre para definir lo que es salud, capacidad, racionalidad, firmeza, etcétera, frente al cual la mujer siempre aparece como defectuosa, enfermiza e irracional (Annandale y Clarke, 1996). La labor de las académicas mencionadas ha sido y debe seguir siendo despatologizar la salud femenina, concebirla en términos más amplios y estudiar las particularidades de los cuerpos y mentes de las mujeres.

Ejemplo de las disputas en torno a la patologización de la salud femenina es la controversia generada por la decisión de redefinir el Síndrome Premenstrual (SPM) como "Trastorno Disfórico Premenstrual" (TDPM), tomada por la Sociedad Psiquiátrica Americana (APA) con la finalidad de incluirlo en la revisión del DSM–III–R. En 1985, el Comité sobre Mujeres (Committee on Women) de la propia APA, compuesto por psiquiatras y científicos, se pronunció en contra de esta clasificación. A través de acciones concertadas logró el apoyo de múltiples grupos de diversa naturaleza. Según Figert, el debate se dio fundamentalmente en tres frentes (Figert, 1995). El primero se caracterizó por ser una discusión entre diferentes profesionales de la salud y la salud mental de las áreas de psicología, ginecología, trabajo social, entre otras, quienes consideraban que el padecimiento era de su competencia y no del de la psiquiatría. El segundo frente lo conformaron los grupos de mujeres; por un lado, las feministas argumentaban que el SPM y el TDMP construían una visión enferma del cuerpo y la mente de las mujeres la cual retoma una vieja asociación entre las hormonas femeninas y la irracionalidad. Por otro lado, otro grupo de mujeres, que también disputó el derecho de opinar sobre el tema, estuvo conformado por aquellas que sufren este padecimiento, quienes se hicieron escuchar a través de cartas enviadas a la APA. Un tercer debate giró en torno a discusiones sobre los estatutos de la ciencia y los criterios que deben cumplirse para otorgar carácter de verdad, en este caso de trastorno mental, a un fenómeno. Lo que quedó claro fue que se carecía de la suficiente información e investigación para clasificar al TDPM como un trastorno psiquiátrico.

El conflicto rebasó el ámbito de la APA, convirtiéndose en una discusión que involucró a la sociedad, situación que generó gran molestia ya que puso en entredicho la autoridad de la ciencia y mostró las cargas valorativas que acompañan la construcción de categorías diagnósticas. Se cuestionó la neutralidad y objetividad de la ciencia y de la psiquiatría, a fin de cuentas prácticas eminentemente masculinas, mostrando con qué facilidad patologizan las experiencias de las mujeres. La controversia se resolvió cuando decidieron clasificar este padecimiento como Trastorno Disfórico de la Fase Luteal Tardía, y colocarlo en los apéndices, sección en la que se encuentran aquellas categorías que requieren de mayor investigación para poder determinar si es pertinente o no tratarlas como trastornos psiquiátricos. Muchas de las mujeres consideraron esto un triunfo relativo, ya que hubieran preferido que la categoría fuera desechada (Figert, 1995; Ussher, 2003).

Aplicar la clasificación de un padecimiento mental a una manifestación no es un problema trivial; tiene implicaciones positivas y negativas que afectan de manera muy concreta la vida de las personas (Prior, 1999). Por un lado, dar el estatus de padecimiento mental a algunos problemas emocionales otorga reconocimiento público a la experiencia y el dolor que éstos implican para quienes los sufren. Por otro lado, existen consecuencias negativas asociadas a la aplicación de diagnósticos, como son los estereotipos y la patologización de ciertas experiencias, la medicación involuntaria y, en casos extremos, la hospitalización forzada (Ussher, 1997).6

Frente a este panorama, se vuelve fundamental realizar una crítica permanente de los contenidos de las concepciones de salud y padecimiento mental, y de las categorías diagnósticas, con el fin de reconocer cómo el orden social, a su vez también sexista, impacta sobre estas concepciones, reforzando la idea de que las mujeres poseen cuerpos y mentes deficientes en comparación con los varones.

Si bien se han realizado trabajos sumamente importantes desde esta perspectiva, es también necesario mencionar que tienen limitaciones. Una de las más significativas es que la mayoría de los trabajos han privilegiado el análisis de los discursos realizados en torno a la patologización de lo femenino, así como las prácticas coercitivas ejercidas por los médicos hacia las mujeres (Esteban, 2001). Esta visión unilateral es comprensible por el desconocimiento y la invisibilización que existía en torno a las problemáticas particulares de las mujeres en estos ámbitos. Sin embargo, ha producido una lectura parcial del problema de la salud mental, así como equivocaciones en la interpretación histórica. Por ejemplo, la aseveración de Showalter (1987) de que en el siglo XIX los padecimientos mentales fueron concebidos como un mal femenino ha sido ampliamente cuestionada. Busfield argumenta, frente a este planteamiento, que también existieron formas de locura asociadas con los hombres (Busfield, 1996).

Una visión más integral de la salud mental, tanto en el nivel de la construcción como de la producción social del padecimiento, debe enfatizar el carácter relacional de la categoría de género, tomar en cuenta las discrepancias de poder que existen entre mujeres y hombres, y estudiar cómo se articula socialmente la relación entre ambos grupos, y cómo esta relación se traduce en condiciones específicas que afectan la salud de cada uno. Sólo a partir de esta comparación se podrá dar cuenta de las especificidades en torno a las categorías diagnósticas que se les adjudican y al tipo de padecimientos que sufren.

Los procesos sociales y las prácticas médicas

El análisis de la relación existente entre los procesos sociales y la organización de los servicios de salud es otra veta de exploración importante. El objetivo de esta perspectiva es realizar un estudio minucioso del carácter y funcionamiento de la práctica psiquiátrica, en el que se incluyan los valores involucrados en los juicios médicos y los tratamientos que de ellos se derivan, con la finalidad de reconocer y desmontar los sesgos de género presentes en ambos (Busfield, 1996).

En esta temática, los antecedentes teóricos feministas pertenecen también al enfoque de la construcción social del padecimiento, que se han dedicado a denunciar el trato que la práctica psiquiátrica ha dado a las mujeres. Estas investigaciones hacen una adaptación de las teorías de la antipsiquiatría, las cuales sostienen que la categoría de padecimiento mental es una mera etiqueta utilizada para calificar de enfermo el comportamiento desviado, con la finalidad de controlar a las personas. La antipsiquiatría sostuvo que las instituciones psiquiátricas eran un engranaje en un sistema de control social más amplio. Varias autoras retomaron esta premisa para analizar la situación particular de las mujeres frente a esta práctica profesional, dominada por varones, argumentando que la sobrerrepresentación femenina en las encuestas es consecuencia (y evidencia) del poder patriarcal ejercido sobre ellas por parte de los psiquiatras (Busfield, 1996; Chesler, 2005). Han mostrado también cómo, a través de las nociones de padecimiento mental femenino, se ha ejercido control sobre los cuerpos y mentes de las mujeres, utilizando métodos curativos, de orientación adaptativa y normópata, basados principalmente en la hospitalización y la prescripción de fármacos (Chesler, 2005; Cowan, 1996).

En Women and Madness, texto que inaugura las investigaciones feministas sobre salud mental y género, Phyllis Chesler sostiene que la institución psiquiátrica ha sido particularmente coercitiva con las mujeres, etiquetándolas como enfermas más fácilmente que a los hombres, cuando éstas no cumplen con los roles que les son asignados. Según la autora, las mujeres tienen una situación de doble desventaja, pues son calificadas como locas tanto si actúan en conformidad con su rol de género, aunque exagerando sus características, como si lo rompen. Las elevadas cifras de enfermas no reflejan la realidad, sino que son producto de un control patriarcal férreo, cuyos parámetros de comportamiento normal femenino resultan muy estrechos y que califica cualquier tipo de desviación de su comportamiento como síntoma de padecimiento mental.

Otras investigaciones retoman las ideas de Chesler para realizar un análisis histórico de las concepciones y prácticas psiquiátricas sobre los padecimientos de las mujeres.7 Estos trabajos estudian cómo el género ha influido en las concepciones de salud y enfermedad mental en diferentes etapas históricas, y muestran que, aunque los contenidos específicos cambian, se mantienen las nociones estereotipadas de la débil salud mental de las mujeres (Showalter, 1987; Ussher, 1997). Realizan una crítica fuerte a la visión esencialista que la psiquiatría tiene del cuerpo de las mujeres y de su sexualidad como fuente de irracionalidad (Kromm, 1994), argumentando que las nociones de locura femenina no fueron inventadas por la psiquiatría, sino retomadas de las concepciones sociales y culturales que existían antes del surgimiento de esta práctica. Finalmente, las mujeres son fácilmente etiquetadas como enfermas porque las construcciones de la feminidad está estrechamente relacionadas con las representaciones culturales de la locura (Showalter, 1987; Cowan, 1996).

Otra temática importante que aparece en estos textos es la que relaciona el poder con la capacidad de atribuir etiquetas de enfermo mental. Son los poderosos, los hombres blancos, quienes históricamente han tenido la posibilidad de adjudicar padecimientos mentales a los miembros de grupos subordinados, por razones de género, etnia, clase, etcétera (Chesler, 2005).8 El etiquetamiento de las mujeres es en gran parte resultado de su desempoderamiento frente a sus contrapartes masculinos. Además, considerarlas enfermas sirve no sólo a los médicos sino también a personas que las rodean quienes, a través de esa calificación, ejercen un control social formal e informal sobre ellas.

Si bien es innegable que las investigaciones realizadas por las feministas han sido fundamentales para documentar y explicar el control que la psiquiatría ha ejercido sobre las mujeres, existe poca investigación en torno a la ayuda que esta práctica ha brindado, o puede brindar, a las que sufren padecimientos mentales diversos. En este sentido, podemos criticar a las autoras por manejar una visión parcial de la psiquiatría. Una sociología feminista que se aboque a estudiar la relación existente entre los procesos sociales y la práctica médica debe abordar el problema desde una perspectiva más compleja que no rescate sólo los aspectos negativos de esta profesión. Para ello es útil asumir el concepto de "paradoja psiquiátrica", planteado por Penfold y Walker, que reconoce el carácter contradictorio del sistema psiquiátrico el cual, por un lado, está genuinamente preocupado por ayudar a las mujeres con sus problemas de salud y, por el otro, ejerce control sobre ellas, imponiéndoles actividades restrictivas y reforzando estereotipos sociales (Penfold y Walker, 1984).

Algunas feministas han roto completamente con la psiquiatría por considerar que el sexismo es una parte estructural e ineludible de ésta (Chesler, 2005; Showalter, 1987; Ussher, 1997). Esto ha supuesto el rechazo a un cúmulo de conocimientos, tratamientos y medicamentos que pueden coadyuvar al mejoramiento de la salud de las mujeres. Una segunda postura sostiene que su discurso y práctica no es ni más ni menos sexista que otras, y que es posible someterla a una crítica profunda, liberándola de sus sesgos sexistas, racistas y clasistas, para ponerla así al servicio de grupos marginados (Busfield, 1996, 2001; Allen, 1986). Para la sociología feminista es fundamental incorporarse a este debate y analizar con detenimiento si en efecto es posible realizar una psiquiatría que no sea androcéntrica y sexista, desmontando aquellos elementos que coadyuvan a construir el sexismo y a controlar a las mujeres, así como rescatar aquellos aspectos positivos que las auxilian y empoderan (Busfield, 1996; Allen, 1986). Para conseguirlo, se debe partir de los intereses que ellas enuncian, tomando en cuenta los factores sociales propios del patriarcado que las enferman, desarticulando los sesgos misóginos incorporados en las concepciones de salud y padecimiento, entendiendo su cura no cómo un regreso a los papeles y tareas tradicionales ni tratando todas sus manifestaciones de sufrimiento como síntomas de padecimiento mental.

Los procesos sociales y la etiología de los padecimientos mentales

El trabajo sociológico que estudia la relación entre los procesos sociales y la etiología de los padecimientos investiga la repercusión que tienen los factores sociales en la salud mental de las personas (Cockerham, 2000; Schwartz, 2002). Esta temática tiene como bagaje teórico el enfoque de la producción social del padecimiento, que investiga sus causas en las condiciones particulares de vida de las mujeres y analiza cómo influyen de manera negativa en su salud mental. A diferencia del enfoque de la construcción social, anteriormente mencionado, las autoras de esta corriente asumen el estatus ontológico del padecimiento y enfatizan su carácter de realidad. El argumento central de este abordaje teórico es que la salud mental está estrechamente relacionada con las condiciones de vida de las personas. Condiciones de vida más adversas, como son las de las mujeres, se traducen en mayores índices y tipos particulares de padecimientos (Bordo, 1992; Chernin, 1986). Desde esta perspectiva, las diferencias numéricas entre mujeres y hombres en las estadísticas epidemiológicas son producto y reflejo de las inequidades y la explotación que aquejan a las primeras en las sociedades patriarcales, las cuales también dan lugar a padecimientos típicamente femeninos como son la depresión, la ansiedad, la anorexia y la bulimia (Oakley, 1982; Bordo, 1992).

Las teóricas que trabajan este enfoque enfatizan el estatus inferior y las desventajas que caracterizan la situación de las mujeres frente a los hombres, argumentando que éstas afectan negativamente los niveles de estrés, los estilos cognitivos, la construcción de su subjetividad y su autoestima (Burín, 2000). La condición de subordinación de las mujeres se traduce en una vulnerabilidad al sufrimiento mental, a la depresión y a otros problemas de salud (Lagarde y de los Ríos, 2003). Sin embargo, esta vulnerabilidad no se refiere a una condición física o psíquica, sino que resulta de su desempoderamiento y falta de recursos materiales y simbólicos.

Otra característica fundamental de este enfoque es la importancia que otorga a la relación que existe entre la posición de género y el desarrollo psicológico de las personas. Desde el surgimiento del movimiento de liberación femenina se han realizado trabajos que relacionan, en varios sentidos, las labores tradicionales de las mujeres —esposa, madre y ama de casa— con su salud mental. Se argumenta que estas tareas no sólo tienden a atar a las mujeres al hogar, sino que se caracterizan por la repetición, el aburrimiento, la invisibilización y la ausencia de estatus. Se relacionan también con los escasos recursos con los que cuentan, situación que limita sus posibilidades y su poder. Todo ello les genera frustración e incrementa su estrés, lo cual acaba por generarles padecimientos mentales (Friedan, 1997; Simon, 1995; Burín, 2000).

Esta perspectiva es central para una sociología feminista que quiera explicar cómo y por qué el orden social se traduce en tipos específicos de padecimientos mentales femeninos. El énfasis se sitúa en cómo las condiciones específicas de existencia de las mujeres —el problema del poder, las jerarquías, la explotación, dominación y marginación que sufren en el sistema patriarcal— afectan su salud mental (Busfield, 1996). Es necesario tomar en consideración que la falta de poder se traduce en una doble desventaja para las mujeres pues, por un lado, como argumenta Chesler, hace más factible que sus comportamientos sean vistos como indicativos de padecimiento mental y, por el otro, este desempoderamiento hace ciertas experiencias más traumáticas y angustiosas produciendo mayores índices de padecimiento mental (Busfield, 1996).

Sin embargo, no basta con investigar las diferencias generales entre mujeres y hombres. Se requieren explicaciones más pormenorizadas que den cuenta de las grandes divergencias que existen entre las mismas mujeres (Hill, 1990). Es necesario realizar estudios estratificados por edad, etnia, clase, etcétera. Sobra decir que el eje fundamental de análisis debe ser el género, que se combina con las otras condiciones. Los trabajos que miden el peso de factores sociales particulares en la salud mental de los diferentes grupos de mujeres evitan generalizaciones y permiten visibilizar aquellos grupos de mujeres que suman dobles y triples condiciones de desigualdad (De Barbieri, 1996), como por ejemplo las mujeres ancianas de color, que por sus condiciones pueden ver aún más vulnerada su salud mental.

La experiencia subjetiva de la salud y el padecimiento mentales

Un tipo de análisis sociológico que tiene gran auge hoy en día es aquel que se preocupa por investigar cómo las personas experimentan su salud y sus padecimientos, qué tipo de conocimiento crean a partir de estas experiencias y qué estrategias desarrollan frente a los mismos.

Este tipo de investigaciones apareció en la década de 1980 como resultado de una naciente preocupación por construir una visión más amplia de cómo la sociedad lidia con los problemas de salud a los que se enfrenta (Conrad, 2001). Dentro de este contexto, surgió el interés por conocer aspectos de la salud relacionados no sólo con el discurso y la práctica médicas, sino con un elemento hasta entonces no estudiado: los pacientes.

Tradicionalmente, el modelo sociológico de paciente que había predominado provenía de la teoría de Parsons y se caracterizaba por conceptualizarlo como un sujeto pasivo frente a los profesionales de la salud.9 Este enfoque no tomaba en consideración su capacidad para reflexionar sobre el discurso y para elaborar conceptos y acciones diferentes a las que el médico prescribía. Con el advenimiento de una sociología que cuestionaba el poder de las estructuras sobre los sujetos se revaloró el carácter reflexivo y la capacidad de elección de las personas.

Comenzaron a aparecer artículos que teorizaban sobre cómo los pacientes (definidos como legos) daban sentido a su condición e incorporaban los padecimientos a su propia narración biográfica (Bury, 1982). Las investigaciones, que utilizaban técnicas de narración y entrevistas a profundidad, revelaron que las personas no se limitaban a utilizar los discursos médicos para construir sus concepciones de salud y padecimiento, sino que echaban mano de otros recursos para dar sentido a su experiencia (Kangas, 2001; Charmaz, 1983). Finalmente, desarrollaban estrategias propias, muchas de ellas positivas, para hacer frente a su condición (Williams, 1984).

Estos trabajos mostraron que las experiencias subjetivas no se construyen en el aire, sino que están profundamente relacionadas con las condiciones de vida de las personas. Pronto aparecieron estudios feministas que pretendieron conocer y explicar las diferencias genéricas en torno a las experiencias de la salud (Bendelow, 1993; Oinas, 1998, Klawiter, 2004). Sin embargo este abordaje ha sido poco explotado en el campo de la salud mental.

La sociología de la experiencia lega de los padecimientos ha sido poco trabajada para dar cuenta de cómo las personas experimentan su salud y padecimientos mentales en general, y menos aún desde una perspectiva que revele las experiencias de las mujeres en torno a este tipo de problemas. Sin embargo, nos aporta una rica veta de investigación que debemos explorar. Su objetivo debe ser aportar conocimiento sobre las diferencias que existen en la manera en que mujeres y hombres experimentan la salud y el padecimiento mentales desde su propia vivencia. Una de las virtudes de esta línea de investigación es que puede combinar el enfoque de la construcción social y el de la producción social, ya que aporta tanto información sobre la forma particular en que las mujeres experimentan y hacen significativos sus padecimientos, como sobre los padecimientos que las aquejan (Walters, 1997).

Sin embargo, así como se reemplazó la visión parsoniana de paciente por una que enfatiza el carácter reflexivo de las personas, es necesario que los planteamientos feministas en este campo superen la tendencia de ambos enfoques de ver a las mujeres como víctimas (Esteban, 2001), pues esta postura invisibiliza sus luchas y sus formas de resistencia. No se trata de negar que en las sociedades patriarcales las mujeres son objeto de la dominación y la exclusión, pero tampoco se puede omitir que las mujeres son sujetos reflexivos, y que si bien sus márgenes de decisión son más limitados que los de sus contrapartes masculinos, existen y les plantean posibilidades de elección y acción. Desafortunadamente, el ámbito de la volición y su relación con la salud mental ha sido poco estudiado (Sedwick, 1982); es necesario tomarlo en cuenta si el análisis no quiere caer en una posición victimista que sea teóricamente débil y políticamente inútil (Ordorika, 2004).

Si la sociología feminista logra desprenderse de la concepción victimista, la perspectiva de la experiencia lega le será de gran utilidad para evaluar el papel que juegan los conceptos de salud y padecimiento mentales para la construcción de identidades y estrategias de las mujeres. Proporcionará información sobre opiniones, preocupaciones y necesidades en torno a la salud mental, elementos fundamentales si queremos construir sistemas de salud que sean realmente útiles para ellas. Finalmente, coadyuvará a hacer visibles y analizar las diferencias en la forma en que conciben sus propias problemáticas mentales.

 

CONCLUSIONES

Los padecimientos mentales constituyen un importante problema de salud pública que, según la OMS, crecerá en las próximas décadas. Suponen considerables costos económicos y sociales pero, más importante aún, son fuente de gran sufrimiento para aquellos que los presentan y para su entorno familiar y social. Buscar una solución se convierte hoy en un principio ético impostergable, al cual la sociología tiene mucho que aportar. En las últimas décadas la investigación sociológica en torno a la salud mental ha cobrado nuevo ímpetu, produciendo teorías y conceptos que pueden ser de gran utilidad para la búsqueda de soluciones. A partir del uso de enfoques surgidos en distintas áreas de esta disciplina, como son la sociología de las emociones y la sociología de las discapacidades, estas investigaciones plantean preguntas novedosas y formas originales de teorizar viejos problemas.

Sin embargo, para que sus aportes sean provechosos tendrá que evitar su tendencia a concebir al sujeto de estudio, es decir a las personas que sufren estos padecimientos, como una población homogénea. En este punto, el trabajo de las feministas ha constituido un aporte fundamental que la sociología debe retomar. Resulta de vital importancia fomentar en la academia la realización de investigaciones feministas en esta disciplina que, partiendo del concepto de género, hagan visibles las problemáticas específicas de mujeres y hombres en relación con la salud mental. Estos estudios deben ser capaces de relacionar los padecimientos mentales tanto con los contextos inmediatos de las personas, como con las estructuras sociales en las que prevalecen desigualdades que afectan negativamente la salud, con la finalidad de ubicar qué tipo de acciones son necesarias para resolverlos.

Vale la pena recordar que si bien los avances médicos han sido importantes para el mejoramiento de la salud, lo que repercutió de manera fundamental en el descenso de los padecimientos y el incremento de las expectativas de vida fue la introducción de políticas de salud e higiene, y los cambios sociales y económicos registrados en materia de vivienda, alimentación, derechos laborales, etcétera. En ese sentido, la mejora de la salud de las mujeres pasa menos por descubrimientos médicos que por la eliminación de la discriminación e inequidad tanto en las políticas de salud como en el orden de género. Esto requiere necesariamente de investigaciones que, a partir de análisis críticos de los discursos, prácticas médicas y políticas de salud, evidencien y resuelvan los sesgos andro–céntricos de las categorías diagnósticas y las prácticas en la medicina actual.

Las autoras aquí mencionadas presentan propuestas en ese sentido, muchas de las cuales siguen siendo viables hoy en día. Sin embargo, es necesario volver a mencionar que la elección de textos se ha circunscrito a las feministas anglosajonas, las primeras pero no las únicas en tratar este problema. Existen investigaciones de otros países y tradiciones culturales, como las francesas e hindúes por decir algunas, que también han realizado obras interesantes cuya lectura da cuenta de las diferencias culturales y sociales en torno a las concepciones y soluciones propuestas a los padecimientos mentales de las mujeres que pueden ser de gran utilidad en nuestro país.

 

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NOTAS

1 Autores como Rogers y Pilgrim sostienen que, a pesar de los avances en los hechos, la OMS no ha logrado esta integración y mantiene una visión eminentemente medicalizada y occidental de los padecimientos mentales (Rogers y Pilgrim, 2005).

2 Según datos de la OMS, las mujeres sufren más que los hombres de ansiedad y depresión en una relación de 1.5:1 y 2:1 tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo. En cambio, los hombres presentan más cuadros relacionados con el abuso de sustancias y los trastornos antisociales de personalidad. En el primer caso, encontramos una relación de 2.8% hombres por 0.5% mujeres, en el segundo, que éstos afectan tres veces más a los hombres que a las mujeres (OMS, 2007). En la esquizofrenia y el desorden afectivo bipolar no se registran diferencias significativas entre mujeres y hombres. En México, la Encuesta Nacional de Epidemiología Psiquiátrica realizada por investigadores del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente, como parte de la iniciativa de la OMS, reveló las mismas tendencias. En las mujeres, los padecimientos más comunes fueron: las fobias, específicas y sociales, y el episodio depresivo mayor; el último registró una tasa de 2.5 mujeres por cada hombre. Los hombres registraron mayores problemas con trastornos de conducta, la dependencia y el abuso del alcohol. En cuanto al abuso/dependencia del alcohol se encontró una relación de 9.3% de hombres y 0.7% de mujeres en áreas urbanas, y de 10.5% y 0.4% en áreas rurales (Medina Mora, 2003).

3 Sin menospreciar el avance que supone que se tome en cuenta el género cuando se estudia la salud mental, es necesario mencionar que ni esta institución ni la mayoría de los textos sobre sociología de la salud mental hacen una crítica seria a la sociedad patriarcal, ni mencionan la necesidad de realizar cambios estructurales en el orden de género. Para reconocer las diferencias entre las propuestas feministas y otras posturas que reconocen la importancia de género en materia de salud se pueden comparar los textos de Busfield y Annandale (feministas) con los de Cockerham, Rogers y Pilgrim (Busfild 1996; Annandale y Clarke, 1996; Cockerham, 2000; Rogers y Pilgrim, 2005).

4 Aunque no tienen un enfoque feminista, es importante mencionar las investigaciones realizadas por Ma. Asunción Lara por sus aportaciones al conocimiento de las condiciones de la salud mental de las mujeres mexicanas, así como la compilación hecha por Ma. Asunción Lara y Nelly Salgado Snyder (Lara, 1991, 1996; Lara y Acevedo, 1993; Lara y Salgado, 2002).

5 El DSM es el manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales realizado por la American Psychiatric Association. Hasta la fecha han existido cuatro versiones cuyos contenidos cambian sustancialmente. La homosexualidad finalmente salió del espectro de los padecimientos mentales a principios de la década de 1970 como resultado de fuertes discusiones que se dieron no sólo entre los profesionales de la salud mental, sino entre ellos y los distintos movimientos que luchaban por los derechos de homosexuales y lesbianas. La patologización de la homosexualidad respondía a un sesgo homófobo de la psiquiatría.

6 Encontramos una discusión interesante sobre los aspectos positivos y negativos de la calificación psiquiátrica en Prior, 1999.

7 El trabajo fundamental en la línea histórica es Showalter (1987), donde se analizan tres periodos de la psiquiatría europea y estadounidense, comenzando con la psiquiatría victoriana del siglo XIX, periodo en el que la práctica médica se apropió del cuerpo y la mente de las mujeres, haciendo de ellas sus "clientas" principales.

8 El término locura (madness) es ampliamente utilizado por las feministas anglosajonas.

9 Turner (2001) contiene una interesante discusión y crítica del modelo parsoniano.

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