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Revista mexicana de sociología

versão On-line ISSN 2594-0651versão impressa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.71 no.3 Ciudad de México Jul./Set. 2009

 

Artículos

 

Excedente económico y persistencia de las desigualdades en América Latina*

 

Economic Surplus and Persistence of Inequalities in Latin America

 

Juan Pablo Pérez Sáinz** y Minor Mora Salas***

 

**  Profesor–investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede Académica de Costa Rica. Líneas de investigación: mercados laborales, exclusión social y desigualdades. Dirección: Apartado de correo 1582–2050, Costa Rica. Fax.: (506) 2253428. Tel.: (506) 22248059. Correo electrónico: jpps@flacso.or.cr.

*** Profesor–investigador de El Colegio de México, Centro de Estudios Sociológicos. Líneas de investigación: mercados laborales, desigualdad social, exclusión social. Dirección: El Colegio de México, Centro de Estudios Sociológicos, Camino al Ajusco núm. 20, Col. Pedregal de Santa Teresa, México, D.F., 10740. Fax.: (5255) 56450464. Tel.: 54493000, ext. 3063. Correo electrónico: mimora@colmex.mx.

 

Recibido: 28 de abril de 2008
Aceptado: 20 de febrero de 2009

 

Resumen

Este artículo constituye un esfuerzo de orden conceptual por entender la dinámica de la reproducción de las desigualdades sociales en América Latina en la fase de acumulación global del sistema capitalista. El enfoque adoptado es de carácter sociológico. En ese sentido, plantea una ruptura con el paradigma liberal y busca recuperar la centralidad de los grupos y las clases sociales en el análisis de este fenómeno, sin perder de vista la agencia individual. Finalmente, el texto plantea un modelo analítico de alcance regional, orientado a entender el proceso de reconstitución de las desigualdades de excedente, en el contexto de la globalización.

Palabras clave: América Latina, desigualdad, excedente, clases sociales, pares categóricos, explotación, acumulación de oportunidades.

 

Abstract

This article constitutes a conceptual effort to understand the dynamics of the repro duction of social inequalities in Latin America during the global phase of accumulation in the capitalist system. A sociological approach is adopted. In this respect, it proposes a break with the liberal paradigm and attempts to recover the centrality of groups and social classes in the analysis of this phenomenon, without losing sight of individual agency. Lastly, the text proposes an analytical model with a regional scope, oriented toward an understanding of the process of reconstituting unequal profits within the context of globalization.

Key words: Latin America, inequality, profit, social classes, categorical peers, exploitation, accumulation of opportunities.

 

A inicios de la década de 1990, Vuskovic (1993) había señalado que el rasgo más sobresaliente de la dinámica de desarrollo latinoamericano era la persistencia, reconstitución y profundización de la desigualdad social. América Latina no era la región del mundo más pobre, sino la más desigual en cuanto a la distribución de sus recursos económicos. De esta manera honraba una larga tradición de pensamiento cepalino de inspiración estructuralista.

Pese a su indiscutible relevancia, este señalamiento pasó inadvertido y hubo que esperar a que los organismos financieros internacionales lo asumieran y se incluyera en la agenda de discusión. Así, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) señalaba a finales de la década de 1990 que América Latina aparecía como la región más desigual del mundo ya que la distribución del ingreso mostraba que el decil superior acaparaba 40% del ingreso total, una proporción sólo comparable a África, pero con la diferencia que en este continente el ingreso per capita era sensiblemente inferior al de los países latinoamericanos (BID, 1999: 13). Y más recientemente, el Banco Mundial ha señalado que el país latinoamericano menos desigual, en términos de ingresos, tiene un Gini superior a cualquier país de la OECD o de Europa del Este, ya que el decil superior concentra la mayor parte del ingreso (de 40 a 47%) mientras los dos inferiores apenas logran entre 2 y 4% (De Ferranti et al., 2004: 2).

Es decir, la desigualdad es la cuestión social medular de América Latina y no puede ser soslayada. Pero más destacable aún que su magnitud es su persistencia histórica (Gootenberg, 2004). A pesar de que en la región ha habido una larga tradición de reflexión sobre el tema, movilizaciones sociales en contra de las manifestaciones más intolerables de desigualdad y políticas públicas para intentar superarlas (Adelman y Herhsberg, 2004), América Latina detenta el triste privilegio de ser la región más desigual del planeta en términos de ingreso (Reygadas, 2008). Esto supone que se trata de desigualdades relacionadas sólo con uno de los grandes tipos propuestos por Therborn (2006) en su tipología: las referidas a los recursos de orden material y simbólico.1

Las interpretaciones predominantes, de inspiración liberal, sobre este fenómeno no brindan explicaciones satisfactorias ya que a dos preguntas básicas —¿desigualdad de qué?, y ¿desigualdad entre quiénes?— responde oportunidades e individuos, respectivamente. La primera respuesta es imprecisa y, por tanto, evade identificar el principio constituyente de lapersistencia de las desigualdades, mientras que la segunda es demasiado limitada. Al contrario de los enfoques de inspiración liberal, el presente texto quiere ofrecer otros tipos de respuestas a estas dos preguntas básicas: poder en los mercados y, además de entre los individuos, entre grupos sociales, especialmente entre clases sociales. De esta manera se precisa el campo social, los mercados, y se identifica el principio constituyente de la persistencia: el poder que controla los recursos mercantiles para la generación y apropiación de excedente. A la vez, la mirada se amplía más allá de los individuos incorporando a los grupos sociales, incluyendo las clases sociales. Este tipo de respuestas se enmarca en la tradición radical, distinta de la liberal, sobre la desigualdad social que, en nuestra región, ha sido relegada en las últimas décadas.

Desde esta óptica se puede comenzar a comprender el fenómeno de la persistencia de las desigualdades en sociedades como las latinoamericanas a partir de tres ideas básicas. Primero, acotar el campo social a los mercados supone que la persistencia tiene que ver con desigualdades que buscan el control de recursos mercantiles. Segundo, tal control es necesario para la generación y apropiación de excedente y, como se sabe, estos procesos son fundamentales en tanto que son los que estructuran la vida material de las sociedades. Y tercero, el control se logra a través de pugnas de poder que no sólo confrontan a individuos, sino también a grupos sociales y primordialmente a clases sociales. Por consiguiente, el fenómeno de la persistencia tiene que ver con poder para generar y apropiarse del excedente resultante de distintos tipos de pugnas.

A partir de estas premisas, el presente texto comprende cuatro apartados. En el primero, queremos recuperar la tradición radical a partir de las contribuciones novedosas de Charles Tilly (1998), para plantear un conjunto de proposiciones analíticas. Las intentaremos reformular en términos de las especificidades de América Latina diferenciando entre dos periodos de modernización de la región: el nacional que llega hasta la crisis de la década de 1980, y el globalizador, que es el actual. Se concluye comparando dos matrices básicas de desigualdades de excedente para intentar identificar cuáles son los cambios que la globalización ha inducido en las dinámicas de las desigualdades en la región. Intento que obviamente tiene sólo la pretensión de hipotetizar sobre tales transformaciones.

 

LA TRADICIÓN RADICAL SOBRE DESIGUALDADES: UN INTENTO DE RECUPERACIÓN

Al inicio de la reflexión sobre desigualdades surgen, de manera ineludible, dos preguntas: ¿desigualdad de qué?, y ¿desigualdad entre quiénes? (Bobbio, 1993). Como ya hemos señalado en la introducción, el enfoque liberal, predominante en la región, responde: oportunidades e individuos.2 Si bien no negamos que existan desigualdades de oportunidades de distinto tipo que oponen a los individuos, los rasgos clave de las desigualdades en América Latina son su magnitud y persistencia. Los principales organismos financieros internacionales, defensores incondicionales del enfoque liberal, reconocen estos hechos, como hemos reseñado en la introducción. Pero el enfoque liberal no logra ofrecer, desde sus respuestas de oportunidades e individuos, una explicación convincente de la magnitud y persistencia de las desigualdades para el control de recursos mercantiles en la región. Tenemos que desplazarnos hacia otra perspectiva analítica, la radical, donde las respuestas a estas dos preguntas básicas (desigualdad de qué y entre quiénes) son muy diferentes: poder en los mercados para la generación y apropiación de excedente y, además de entre individuos, también entre grupos sociales, incluyendo, como sujetos de primer orden, las clases sociales.

La tradición radical se contrapone a la liberal de una triple manera: no acepta el individualismo metodológico, ni la visión acrítica del desarrollo del capitalismo y sus consecuencias sociales, ni la inevitabilidad de la persistencia de las desigualdades3 (Mora Salas, 2004). Si bien esta tradición fue relegada, hace algunas décadas, a un segundo plano por la crisis del marxismo, se puede decir que se está ante una coyuntura, al menos en América Latina, que permite su recuperación. Y en este ejercicio, los aportes de Charles Tilly (1998) pueden ser de gran utilidad por sus contribuciones novedosas. Sin hacer ningún tipo de justicia a la rica complejidad analítica de este autor, podemos destacar de su propuesta tres ideas clave.

Primero, Tilly inicia su reflexión con una crítica, sin concesiones, al individualismo metodológico que suele caracterizar los enfoques de inspiración liberal y que parte de la premisa de considerar al individuo como esencia autónoma. Para este autor, esto supone que las desigualdades (sean de género, raza, etnia o ciudadanía) son abordadas como casos de la desigualdad general que se caracteriza por dos elementos: los integrantes de una cierta categoría social comparten algún atributo, lo que hace que se relacionen de manera similar con los mercados; y los grupos presentes en el mercado definen preferencias sobre cómo relacionarse con ciertas categorías en términos de maximizar sus utilidades. Esto implica, para Tilly, que los mecanismos causales se reducen a decisiones, como sucesos mentales, lo cual impide al individualismo metodológico explicar cómo tales decisiones producen desigualdades en un contexto de estructuras sociales complejas y de comportamientos humanos erráticos.4 Por el contrario, este autor apuesta por una comprensión relacional del fenómeno de las desigualdades.

Segundo, para Tilly, de las distintas formas que asumen las relaciones sociales, el fenómeno de las desigualdades surge, fundamentalmente, con las organizaciones,5 ya que éstas afrontan un viejo y crucial problema: la generación y apropiación de excedente. Éstas tienen lugar mediante dos mecanismos: la explotación y el acaparamiento de oportunidades. Para este autor, hay explotación cuando personas poderosas y relacionadas disponen de recursos de los que extraen utilidades significativamente incrementadas mediante la coordinación del esfuerzo de personas ajenas que quedan relegadas de este valor agregado. Por su parte, el acaparamiento de oportunidades acaece cuando miembros de una red, circunscrita en términos categóricos, ganan acceso a un recurso valioso y renovable y que está sujeto a monopolio por las actividades de esta red que, a su vez, se ve fortalecida por el modus operandi. La explotación, para este autor, es la principal forma de apropiación de las elites, mientras que el acaparamiento lo sería para las no elites; pero esto no supone que las elites no puedan acaparar y las no elites, explotar.6

Y tercero, si bien explotar y acaparar suponen control de recursos, como todo proceso social, plantean el problema de su reproducción ampliada, o sea de sostenimiento y profundización. Es como respuesta a este problema que Tilly propone la desigualdad basada en pares cate góricos. Estas distinciones se generan y se establecen en el interior de organizaciones,7 pero encuentran su reforzamiento cuando logran acoplarse a otros pares categóricos generados en otras organizaciones.8 Este acoplamiento entre categorías internas y externas refuerza la desigualdad.

De esta sucinta presentación de ideas de Tilly hay una doble consecuencia analítica de gran importancia. Por un lado, este autor está ofreciendo una respuesta inédita a la pregunta ¿desigualdad de qué? Las respuestas tradicionales, desde la perspectiva liberal, han sido: el bienestar para los utilitaristas; los bienes primarios para Rawls o los recursos para Dworkin; las capacidades para Sen (Callinicos, 2003). Tilly, por el contrario, está delimitando el campo de las desigualdades en el espacio de los recursos que permiten la generación y apropiación de excedente. Se trata del campo de la reflexión de la economía política clásica, tal como lo reformuló David Ricardo cuando cuestionó la propuesta de Adam Smith, para quien el objeto de la economía política era la mera generación de riqueza y no su distribución. De esta manera se estaba cuestionando la independencia entre estos dos procesos que seguiría postulando la economía neoclásica (Giraud, 2000). Este cambio de objeto lo asumiría, aún con mayor radicalidad, Marx.9 Y, por otro lado, la explotación y el acaparamiento de oportunidades son ejercicios de poder10 que se materializan a través de prácticas institucionalizadas, y este ejercicio no es una actividad individual, sino colectiva, de grupo. Esto tiene una consecuencia fundamental para la comprensión de las desigualdades: son resultado de procesos de ejercicio de poder de un grupo sobre otro.

Por consiguiente, en el planteamiento de Tilly hay pistas fundamentales para empezar a entender la persistencia de las desigualdades en nuestra región. Primero, se trata de desigualdades para el control de recursos, con lo que se acota el campo social de reflexión. En sociedades capitalistas, como las que nos competen, este campo social es el de los mercados;11 la reflexión que vamos a desarrollar a lo largo del presente texto se circunscribe a desigualdades para el control de recursos mercantiles y sólo a eso.12 Segundo, lo crucial es que tal control posibilita la generación y apropiación de excedente tanto en su modalidad de explotación como de acaparamiento de oportunidades; es decir, se trata de un proceso estructurador central de las sociedades que define su vida material. Y tercero, el control se logra mediante relaciones de poder entre grupos sociales a lo que añadiremos, por tratarse de sociedades capitalistas, a los individuos, pero como sujetos sociales y con su importancia debida y no sobredimensionada. Por consiguiente, el fenómeno de la persistencia tiene que ver con poder para generar y apropiarse de excedente resultante de distintos tipos de pugnas.

Las observaciones del párrafo previo nos llevan a abordar dos temas fundamentales para nuestra argumentación: la concepción de mercado en tanto que ámbito de materialización de desigualdades que buscan la generación y apropiación de excedente, y los sujetos sociales que definen tales relaciones de desigualdad. Estos temas se relacionan con las dos preguntas básicas: desigualdades de qué y entre quiénes.

La concepción de mercado que asumimos supone entender este espacio como ámbito donde se expresan relaciones asimétricas signadas por el poder. Esto nos acerca al concepto de Bourdieu sobre campo. Lo que este autor denomina "campo económico" parece muy adecuado para el análisis de las desigualdades para el acaparamiento de oportunidades de acumulación (Bourdieu, 2000). Por el contrario, no es claro que el mercado de trabajo, con su "capital específico" (la capacidad laboral), pueda ser considerado como campo en el sentido postulado por este autor.13 No obstante, hay dos coincidencias muy importantes con el planteamiento de Bourdieu. Por un lado, su concepto de campo, junto al de habitus, constituyen las piedras angulares de su teoría de la reproducción social. El campo remite, como las desigualdades, a la problemática reproductiva y no a la productiva, que tiene que ver con la generación de excedente. Y, por otro lado, y esto es lo más importante, la concepción de mercados (laboral y otros) que conlleva la comprensión de las desigualdades en el capitalismo que postulamos, comparte con este autor una idea básica: son ámbitos de relaciones asimétricas basadas en el poder. En el mismo sentido se expresa Giddens (1989: 115) cuando, enfatizando coincidencias entre Marx y Weber, señala que "en el capitalismo, el mercado es intrínsecamente una estructura de poder en la que la posesión de ciertos atributos da ventajas a algunos grupos de individuos en relación con otros" (cursivas del autor).

Esta idea de poder y su asimetría plantean ineludiblemente la necesidad de su legitimación. Al respecto es importante señalar que hablar de desigualdad social implica referirse a su opuesto: la igualdad social (Reis, 2006). Ésta es una idea propia de la modernidad, hija de la Revolución Francesa que, junto a la libertad y a la fraternidad constituye la trilogía de ese proyecto republicano; subyacente está la idea rousseauniana de diferenciar desigualdades naturales de desigualdades sociales.14 Es decir, si bien el fenómeno de la desigualdad es tan viejo como la propia existencia de la humanidad, como tema político que cuestiona la desigualdad en tanto que orden natural, surge históricamente con el capitalismo y el planteamiento de la cuestión de la democracia. Y en este mismo sentido, se suponía que la disolución de lazos de servidumbre generaría sujetos "libres" que debían interactuar como "iguales" a través del mercado.15 El problema ha sido que esta promesa de igualdad, implícita en el orden capitalista, no se ha cumplido suficientemente.16 Esta contradicción es aún más evidente para sociedades como las latinoamericanas.

Un intento de superar esta tensión entre mercado y democracia se encuentra en la problemática de la ciudadanía social en su concepción originaria, formulada por Marshall,17 para quien la "propia ciudadanía se ha convertido, en ciertos casos, en el arquitecto de una desigualdad social legitimada" (Marshall, 1998: 21–22). Como se ha dicho, el Estado benefactor es la respuesta marshalliana a esta contradicción entre capitalismo y democracia (Turner, 1993). Al respecto, hay dos ideas clave a rescatar.

Por un lado, está la importancia del contrato social dentro el cual se pueden transmutar las desigualdades conflictivas en desigualdades tolerables. Como corolario, las relaciones de desigualdad tienden a individualizarse mixtificándose en torno a la existencia de oportunidades cuyo aprovechamiento permite la movilidad social basada en el mérito, que constituye el espacio privilegiado por la reflexión liberal.18 En este sentido, se puede postular que la incidencia de la ciudadanía social potencia las desigualdades entre individuos en los mercados en detrimento de las oposiciones entre grupos sociales, especialmente entre clases sociales, teniendo como consecuencia el debilitamiento de la persistencia. Dicho de otra manera, sociedades con ciudadanía social más desarrollada deben corresponderse con menor grado de persistencia de las desigualdades en los mercados.

Pero, por otro lado, la segunda idea a rescatar es que los fundamentos y la viabilidad del contrato social radican en los propios procesos de generación y apropiación de excedente. Las contradicciones que los caracterizan y los límites históricos a los que están expuestos conllevan también cortapisas en la dinámica y alcance de la ciudadanía social.19 Es decir, la legitimación de las desigualdades tiene ciertos límites. Sobre el particular Barbalet (1988) ha sido enfático al señalar que los límites históricos de la ciudadanía social están dados por la naturaleza de clase de las sociedades capitalistas. Así, este autor señala que si bien la ciudadanía social constituye un medio que amortigua las desigualdades sociales, de ninguna forma representa una solución a las desigualdades de clase que la propia dinámica del capitalismo tiende a re–generar.

En este sentido, todo contrato social refleja sus alcances en la existencia del fenómeno de la exclusión social. Como hemos argumentado en otro trabajo (Pérez Sainz y Mora Salas, 2006), el fenómeno de la exclusión social expresa la forma más extrema de las desigualdades.20 Por un lado, se trata de hogares cuya inserción en el mercado de trabajo tiene lugar a través del excedente laboral.21 Esto supone encontrarse en las situaciones de mayor carencia de poder tanto en el campo de las desigualdades de explotación como para el de acaparamiento de oportunidades de acumulación. Así, en el primero encontramos a los asalariados con el mayor nivel de desprotección, privados de ese estatuto de garantías no mercantiles que transforma el trabajo en empleo, así como los desempleados, fuerza de trabajo que el capital no reconoce. Y, en el segundo campo, tenemos a los pequeños propietarios, a los que suelen acompañar trabajadores no remunerados, condenados a lógicas de subsistencia sin posibilidades de acumulación. Pero además, estas expresiones extremas de desigualdad no se ven compensadas por el bálsamo de la ciudadanía social. Exclusión social implica también privación de la ciudadanía social existente. Es decir, es el peor de los mundos posibles ya que el mercado falla y el Estado se inhibe generando abandono (Pérez Sáinz y Mora Salas, 2007).

La diferenciación de mecanismos de generación y apropiación de excedente, propuesta por Tilly, hace que debamos diferenciar el mercado de trabajo del resto de los mercados. Aquél es el ámbito mercantil donde se gestan las condiciones para explotación en el proceso productivo. La argumentación al respecto es la clásica postulada por Marx (1975). En este ámbito mercantil encontramos, por un lado, propietarios de medios de producción y, por otro lado, propietarios de fuerza de trabajo, o sea, un par categórico en el sentido de Tilly. Como mera esfera de intercambio, desconectada de la de producción, aparece como espacio de libertad e igualdad.22 Pero esa diferencia del recurso que se posee implica que, a través del intercambio, se cede el uso de la fuerza de trabajo posibilitando así la producción de plusvalor, como excedente entre el valor producido y el que se remuneró como valor de cambio. Las diferencias de propiedad borran la igualdad y coaccionan a la venta de la capacidad laboral. Es la distinción respecto al tipo de propiedad lo que genera la desigualdad y la dicotomía se establece entre propietarios y no propietarios de medios productivos. Lo que aparecía inicialmente como par categórico no opuesto, propietarios en intercambio, se devela como la dicotomía y contradicción fundamental del orden capitalista: capital versus trabajo.

En este mercado también se pueden generar desigualdades de oportunidades acaparadas por clases subalternas. Éste sería el caso de la distinción entre trabajadores con condiciones reguladas de trabajo que erigen barreras de entrada a otros tipos de trabajadores que se ven forzados a laborar en condiciones no reguladas. Es la distinción entre trabajo y empleo (trabajo con estatuto de garantías no mercantiles) establecida por Castel (2004).23 Pero es en otros tipos de mercado (el de capitales, seguros o en el de bienes y servicios) donde se pueden generar desigualdades de acaparamiento de oportunidades que oponen distintos tipos de propietarios (de medios de producción) los cuales tienden a diferenciarse según su capacidad de acumulación.24 Éstos son ejemplos de desigualdad de acaparamiento de oportunidad por una clase dominante.

Es decir, las desigualdades que se materializan en los mercados son relaciones de poder, como cualquier otro tipo de desigualdad (Reygadas, 2008). En el mercado de trabajo, posibilitan que el capital controle fuerza de trabajo para su ulterior explotación y apropiación del plusvalor generado. En los otros mercados, permiten que ciertos tipos de capitales erijan barreras de entrada para configurar situaciones de monopolio y acaparar así rentas. Por consiguiente, nuestra respuesta a la pregunta ¿desigualdad de qué?, es que se trata de desigualdades de generación y apropiación de excedente y que vamos a denominar, en aras de simplificar, desigualdades de excedente.

Pero el poder opone a sujetos sociales, y esto nos lleva a responder la pregunta ¿desigualdad entre quiénes? En tanto que se trata de desigualdades para la generación y apropiación de excedente, la respuesta inmediata proviene de la economía política: clases sociales. La generación de excedente nos invita a que las definamos, según la tradición marxista, en términos de relaciones de propiedad y posesión de medios de producción; es en términos de esta doble relación que se definen, inicialmente, los antagonismos de clase. Pero nos interesa su acción en los mercados por lo que hay que recurrir también al enfoque weberiano y rescatar la idea de diferencias en las situaciones dentro de las clases de propietarios, pero también, dentro de los no propietarios, cuando se señala la existencia de una "cualificación negociable en el mercado" (Weber, 1984). Es lo que Giddens (1989) ha re formulado en términos de "capacidad de mercado" y que expresaría el poder diferenciado en el mercado de las clases sociales así como de otros sujetos sociales presentes en los ámbitos mercantiles.

En efecto, en los mercados también inciden otros tipos de distinciones sociales, como por ejemplo las de género, etnia, nacionalidad, edad, territorialidad, etc. Se trata de antagonismos básicos, en muchos casos previos a la emergencia y desarrollo del capitalismo y que, de hecho, han jugado un papel fundamental en la constitución originaria de los mercados, dejando su impronta. A pesar del desarrollo de las relaciones mercantiles y sus efectos homogeneizadores, suelen persistir y, por tanto, los mercados no sólo se estructuran en términos de relaciones de poder de clase, sino también de otro tipo de relaciones sociales que oponen grupos cuyos antagonismos no se fundamentan en la propiedad y posesión de medios de producción, sino en el control de otros recursos materiales y simbólicos.25

Pero a estas dos configuraciones de poder en los mercados debemos añadir las referidas a los individuos que constituirían un tercer sujeto en los ámbitos mercantiles. Considerar a los individuos como sujetos sociales implica adoptar una concepción histórica del individuo como uno de los resultados centrales del proceso de la modernidad (Beck y Beck, 2002). Estamos muy lejos de la comprensión del individuo, desde la perspectiva liberal, como esencia y, por tanto, naturalizado y a–histórico. Al respecto, resulta pertinente la propuesta de Dahrendorf (1983) y su concepto de "oportunidades vitales" con sus dos dimensiones básicas, ligaduras y opciones, que sitúan socialmente al individuo. En este caso las diferencias se establecen en términos de trayectorias biográficas de los individuos. Un fenómeno que, en los últimos tiempos, ha adquirido notoriedad debido a la centralidad del riesgo en las dinámicas sociales (Beck, 1998; Giddens, 1999). En este sentido, Fitoussi y Ronsavallon (1997) han argumentado que se han desarrollado desigualdades intraca–tegoriales haciendo que individuos pertenecientes a una misma categoría social confronten oportunidades distintas con resultados en términos de obtención de recursos, materiales o simbólicos, muy disímiles. La génesis de estas diferencias hay que rastrearlas en las trayectorias biográficas que, por definición, son particulares a cada individuo.26

Por consiguiente, nuestra respuesta a la pregunta ¿desigualdades entre quiénes?, es triple: individuos, grupos de pares categóricos y clase sociales que estructuran el poder en los mercados posibilitando la generación y apropiación de excedente, y que suponen un proceso complejo de construcción y desarrollo de capacidades de mercado.

A partir de este conjunto de reflexiones, postulamos las siguientes proposiciones analíticas que nos servirán para reflexionar sobre las realidades latinoamericanas en los siguientes apartados.

En primer lugar, queremos circunscribir nuestro análisis de las desigualdades a aquellas que remiten a la generación y apropiación de excedente en el capitalismo. En este orden social histórico que nos concierne, el excedente se logra de una doble manera: a través de la explotación de la fuerza de trabajo asalariada y mediante el acaparamiento de oportunidades de acumulación. Es decir, nuestro objeto de reflexión, en términos de desigualdades de qué, se confina a desigualdades de excedente con sus dos campos sociales diferenciados.

Segundo, estas desigualdades se materializan en mercados por ser éstos el ámbito privilegiado en la estructuración y dinámica del capitalismo. Las desigualdades para la explotación tienen lugar en el mercado, de trabajo, mientras que las desigualdades para el acaparamiento de oportunidades de acumulación acaecen en otros mercados tales como el de capitales, seguros o el de bienes y servicios.

Tercero, este tipo de desigualdades se expresa como capacidades diferenciadas de mercado, pero no genera excedente, ni plusvalor ni rentas, aunque facilita estos procesos, por lo que es necesario para su generación y apropiación.

Cuarto, tres tipos de sujetos sociales actúan en los mercados configurando relaciones de poder: los individuos que se confrontan en términos de trayectorias biográficas distintas; grupos sociales (de género, etnia, edad, nacionalidad, territorialidad, etc.) que se contraponen como pares categóricos en su disputa por diferentes tipos de recursos materiales y simbólicos; y clases sociales definidas a base de antagonismos sobre la propiedad y posesión de medios de producción. En este sentido, las desigualdades de excedente con sus dos campos de explotación de fuerza de trabajo asalariada y acaparamiento de oportunidades de acumulación, se ven cruzadas en términos de los sujetos sociales que interactúan en los mercados (individuos, pares categóricos y clases sociales). Estas dos dimensiones —campos y sujetos sociales— configurarían la matriz básica de desigualdades de excedente en el capitalismo.

Quinto, estas dinámicas distintas (entre individuos, pares categóricos y clases sociales) se pueden acoplar entre sí generando procesos de reforzamiento de la persistencia de las desigualdades de excedente.

Sexto, las desigualdades de excedente pueden devenir "tolerables" dependiendo si hay desarrollo amplio de ciudadanía social. No obstante, debe recordarse que la ciudadanía social se sustenta en las propias dinámicas de generación y apropiación de excedente, lo cual supone que sus efectos legitimadores son limitados por estar condicionados por las contradicciones de estas dinámicas.

Y séptimo, todo tipo de desigualdades adquiere formas históricas cambiantes según los momentos que marque el desarrollo del capitalismo en la realidad que se analiza como producto de las luchas sociales. Las desigualdades de excedente, por muy persistentes que sean, se transforman con el tiempo. De hecho, una de las principales explicaciones de la persistencia es, justamente, esa capacidad de transformación. Las desigual dades de excedente no son procesos esencializados y a–históricos.

Como hemos mencionado, queremos matizar este conjunto de proposiciones para las realidades latinoamericanas diferenciando dos momentos históricos en el desarrollo de la región: la modernización nacional y la modernización globalizada.27

 

2. LAS DESIGUALDADES DE EXCEDENTE EN AMÉRICA LATINA DURANTE LA MODERNIZACIÓN NACIONAL

La reflexión sobre desigualdades de excedente en América Latina tiene que partir de la génesis de los distintos tipos de mercado que se configuraron en la segunda mitad del siglo XIX. Al respecto resulta muy sugerente la propuesta de Thorp (1998) según la cual la inserción de las economías latinoamericanas en el mercado mundial a través de exportaciones primarias se llevó a cabo en un contexto de escasez de mano de obra que la inmigración palió parcialmente. Esta escasez implicó procesos de acumulación originaria, con proletarización forzada de campesinos y despojo de tierras comunales (especialmente indígenas), dando lugar a relaciones laborales enmarcadas en instituciones autoritarias. Esta matriz de poder marcó el desarrollo posterior de desigualdades dentro del mundo del trabajo.28 Un poder que ha supuesto niveles de violencia decimonónicos, como dicen Hoffman y Centeno (2004: 111): "es una desigualdad que sólo puede ser entendida por el correr recurrente de la sangre". Por otro lado, la heterogeneidad productiva que caracterizó al modelo de acumulación generó, desde el inicio, una cascada de desigualdades que conllevó exclusión progresiva respecto del ámbito propiamente capitalista afectando el acceso de los productores pequeños a los mercados de crédito y seguros (Figueroa, 2000).

Estas dos tesis ofrecen explicaciones sugerentes de cómo se originaron en la región tanto las desigualdades de explotación como de acaparamiento de oportunidades de acumulación y también pistas analíticas para entender su persistencia. En este sentido, autoritarismo y exclusión son los dos rasgos fundacionales del mercado en América Latina. Ambos se potenciaron por la contribución que tuvieron en tal proceso de génesis desigualdades de pares categóricos gestadas en el periodo colonial. Esto supuso en algunos casos una profunda imbricación de dinámicas de clase y socioculturales, especialmente étnicas y raciales, que se prolongaron durante los periodos modernizadores, sobre todo cuando éstos tuvieron un carácter tardío, como en la región andina o en la centroamericana.

Por consiguiente, podemos hablar de desigualdades originarias de excedente resultado de la forma como se gestaron los mercados en la región donde el pasado colonial proyecta su sombra. Pero nos interesa reflexionar sobre el proceso de modernización en América Latina, diferenciando entre un momento de modernización nacional y otro globalizado que corresponden a dos etapas de acumulación en la región con la advertencia de que siempre hay que matizar en términos de especificidades nacionales.

El cuadro 1 intenta especificar esa matriz básica de desigualdades de excedente para el momento de modernización nacional.

La explotación salarial se expresó en el mercado de trabajo, durante el primer momento modernizador, como formalización limitada. En esta forma confluyeron varios tipos de procesos que es necesario diferenciar analíticamente. De hecho, este fenómeno constituyó el nudo clave de las desigualdades de excedente generadas por el modelo previo de acumulación.

En este sentido debemos recordar la heterogeneidad productiva, basada en distintos niveles tecnológicos, generada por el proceso de acumulación de la industrialización sustitutiva de importaciones (Pinto, 1970). Esta heterogeneidad se manifestaba en la existencia de diferentes estratos en el mercado laboral, en concreto el formal y el informal (Souza y Tokman, 1976). Esta configuración supuso que la determinación del salario en el sector formal expresaba una pugna por apropiarse de los frutos del progreso técnico cuyo resultado era incierto, dada la situación de monopolio bilateral (tanto del lado de los empresarios29 como de los asalariados formales), generando así no un salario único sino más bien una estructura salarial resultado de procesos institucionales y no económicos (Mezzera, 1985).30 La bilateralidad remitía a la incidencia de otros dos tipos de desigualdades.

Pero antes de referirnos a ellas, es importante dejar claro que, a pesar de la pugna por rentas tecnológicas, en el interior del sector formal operaba la desigualdad entre capital y trabajo en términos de explotación. El sector formal era una expresión histórica de cierta forma de acumulación basada en la generación de plusvalor, de lo contrario se estaría postulando que no había diferencias entre empresarios y asalariados de este sector. Esto es clave ya que se ha logrado imponer una visión sesgada y mixtificadora de las desigualdades en el ámbito laboral, que persiste hasta hoy en día, que las reduce a la oposición entre asalariados formales y trabajadores informales.31

La segunda desigualdad era justamente esta oposición. Se erigieron barreras de entrada en el sector formal por lo que su acceso se dificultaba32 y la heterogeneidad de la estructura productiva se tradujo en segmentación del mercado de trabajo. Distintos factores fueron identificados como los causantes de tales barreras: existencia de salarios mínimos, presencia sindical, reclutamiento no competitivo de mano de obra en el sector público, etc. Numerosos trabajos se plantearon detectar la existencia o no de diferencias significativas en términos de ingresos laborales y concluyeron que en el sector formal se remuneraba más al "capital humano" y que las diferencias de ingresos, en términos de género y etnicidad o raza, eran inferiores que en el sector informal.33

Esta desigualdad puede ser entendida, en términos de las categorías de Tilly, como una desigualdad de acaparamiento de oportunidades, en este caso, del empleo entendido como trabajo con estatuto de garantías no mercantiles, por un grupo privilegiado de la fuerza laboral: los asalariados formales. Por consiguiente, la expresión "formalización limitada" remite a dos desigualdades articuladas en el mercado de trabajo. El sustantivo (formalización) expresaba la desigualdad de explotación de los asalariados formales por el capital, mientras que el adjetivo (limitada) mostraba una desigualdad de acaparamiento de empleo entre los asalariados formales y los trabajadores informales.

Y la tercera desigualdad tiene que ver con el monopolio en la determinación del salario en el sector formal, pero del lado de los empresarios y, como hemos dicho, hay que entenderla más bien como oligopolio.

Al respecto, la argumentación más sugerente sobre el comportamiento oligopólico de las grandes empresas en América Latina, un hecho señalado frecuentemente como rasgo propio del modelo de acumulación basado en la industrialización sustitutiva de importaciones, la ofreció Mezzera (1987). El origen de este fenómeno había que rastrearlo, según este autor, en la ausencia de auténticos mercados de capitales en la región en esos tiempos. Tal carencia implicaba reinvertir excedentes y financiarse a partir de los propios flujos de caja. La necesidad de asegurar tal autofinanciamiento conllevaba políticas de precios, por parte de las empresas, que establecían barreras oligopólicas concentradas. Los medios para obtener tal fin habrían sido —fundamentalmente— dos. Primero, este tipo de firmas intentaba obtener —dentro de sus capacidades financieras— la tecnología más moderna disponible para disminuir costos de producción así como para ajustarse a los patrones de consumo imperantes. Segundo, estas empresas mantenían una alta capacidad ociosa que les permitía defenderse de posibles competidores inundando el mercado con productos si era necesario. Por consiguiente, según este autor, las distorsiones en los precios no eran la causa sino el efecto de comportamientos oligopólicos.34

Por lo tanto, este tipo de desigualdad oponía a firmas oligopólicas, normalmente empresas grandes dentro de las cuales el capital extranjero tuvo una presencia significativa, al resto de los propietarios. Los segmentos más dinámicos del mercado interno, dependiendo de la etapa alcanzada en la sustitución de importaciones, constituían la oportunidad de acumulación donde se podían generar rentas oligopólicas.

Por consiguiente, en este primer periodo modernizador había dos clases que imponían sus intereses en los mercados. Por un lado, estaban los asalariados formales que, organizados colectivamente en sindicatos, lograban erigir barreras para acaparar rentas respecto a trabajadores informales. Y, por otro lado, estaban los verdaderos detentadores del poder en el mercado, los grandes empresarios que combinaban la explotación de su fuerza de trabajo, atemperada por la regulación de las relaciones laborales en el ámbito formal, y el acaparamiento de rentas oligopólicas en el mercado interno en detrimento de los pequeños productores. En no pocos casos, esta relación implicó procesos extremos de sobreexplotación de la mano de obra.

Pero la configuración de capacidades de mercado no se limitó a las pugnas entre clases sociales. La existencia de barreras de entrada al mundo formal conllevó la configuración de un sujeto laboral cuyos rasgos principales pueden delinearse en torno al siguiente perfil: hombre, en edad madura, jefe de hogar, del grupo étnico dominante, con suficiente escolaridad y urbano.35 Es decir, había acoplamiento con dinámicas previas de estratificación social como las de género y las etáreas. En este sentido, la formalidad reproducía la desigualdad del pacto patriarcal de la familia nuclear y mantenía desigualdades étnicas y de raza en los casos que estas dimensiones incidían en el mercado de trabajo. Pero también reproducía desigualdades propias de la modernidad: escolaridad y territorialidad (Pérez Sáinz y Mora Salas, 2004). Al respecto se puede decir que, entre pares de grupos categóricos, hubo segregación en múltiples sentidos que mostraba cómo otros tipos de antagonismos, además de los de clase, configuraban las capacidades de mercado.

En otro trabajo (Pérez Sáinz y Mora Salas, 2004) hemos argumentado que estas desigualdades, en aquellos casos donde el empleo formal tuvo centralidad no sólo simbólica sino también material, pudieron devenir tolerables. Las estrategias de superación estaban inscritas en un cierto tipo de arreglo social institucionalizado por el Estado que se materializó en este momento modernizador nacional. La centralidad y el carácter integrador de este tipo de ocupación, con el empleo público como la expresión más depurada de estos dos rasgos, posibilitó la materialización de un arreglo social. Momentos y ritmos modernizadores (temprano, rápido y tardío) así como las coaliciones modernizadoras (desde las populistas hasta las oligárquicas) explican las peculiaridades nacionales de este arreglo social en términos de su cobertura y duración. En este sentido, el espectro contempló desde casos de modernización temprana y con coaliciones donde Estado, empresariado moderno y sindicatos lograron plasmar un arreglo social restringido (típicos del Cono Sur) hasta situaciones donde la modernización fue tardía y estuvo liderada por oligarquías autoritarias que impidieron todo atisbo de arreglo (casos centroamericanos con la consabida excepción costarricense).36

Estos arreglos se plasmaron en un cierto desarrollo de ciudadanía social y en la posibilidad de legitimar las desigualdades de excedente. Se ha argumentado que éste es el periodo de mayor desarrollo de este tipo de ciudadanía social en la región, que siguió más bien la vía prusiana que la inglesa postulada por Marshall.37 Pero esta ciudadanía se construyó en la región a través del empleo formal, lo cual supuso que su alcance fuera restringido (Mesa–Lago, 1994; Roberts, 1995, 1996). Así, la seguridad social se expandió en términos tanto de riesgos a cubrir como del porcentaje de fuerza de trabajo beneficiada. La protección del empleo era fuerte, acorde con la naturaleza conservadora y corporativa del empleo formal, especialmente para hombres (Barrientos, 2004). Pero, las diferencias de momentos y ritmos de la modernización y de la naturaleza de las coaliciones que la materializaron invitan a diferenciar distintos tipos de situaciones de ciudadanía social. La primera sería la universal estratificada (Argentina, Chile y Uruguay), donde se habrían alcanzado importantes niveles de desmercantilización tanto en la oferta de servicios como en transferencias monetarias para población económicamente no activa, pero el acceso se estratificó de modo que los trabajadores informales se beneficiaron de manera más tardía y limitada. La segunda tenía carácter dualista (Brasil y México) y acentuó la estratificación, incorporando dimensiones territoriales, sin alcanzar el universalismo del primer tipo. Y una tercera habría tenido efectos excluyentes (Bolivia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y República Dominicana) ya que los beneficiados habrían sido muy pocos (empleados públicos y ciertos grupos ocupacionales), con la mayoría de la población excluida de todo tipo de beneficio (Filgueira, 1998).38

En los casos que hubo desarrollo de ciudadanía social, se mostró cierta ruta de movilidad hacia el empleo formal con efectos legitimadores del nudo de desigualdades tejido en torno a este tipo de empleo. Las migraciones de origen rural mostraron el acceso a los espacios urbanos, especialmente los metropolitanos, territorialidad por excelencia de la modernidad. Y si se adquiría suficiente escolaridad se podía abandonar la informalidad e ingresar en la formalidad. Había movilidad que tendía a cerrar brechas. La utopía del "buen migrante" lo expresaba elocuentemente: se escapaba de la pobreza del campo migrando a la ciudad, donde se trabajaba en el sector informal invirtiendo en la educación de los hijos con la esperanza de que ellos accedieran al sector formal. Es decir, la posibilidad de acceso al empleo formal era lo que sustentaba la aspiración a esta modalidad de ocupación y, por tanto, reforzaba la función legitimadora de este tipo de arreglo social. Pero este arreglo también codificó la movilidad laboral en el interior del ámbito formal. En las empresas privadas y, sobre todo, en las instituciones públicas, funcionaban mercados internos de trabajo que permitían la promoción laboral. Así se podían cerrar brechas mediante trayectorias laborales individuales, manteniendo la jerarquización de grupos ocupacionales y, por tanto, el mecanismo de extracción de plusvalor como generador de desigualdades (Pérez Sáinz y Mora Salas, 2004). Es decir, en este primer momento de modernización capitalista en la región, las desigualdades entre individuos tuvieron cierto encuadre institucional en el que las políticas estatales jugaron un papel fundamental en la delimitación de los campos de las desigualdades de excedente. De esta manera se gestaron distintos tipos de imaginarios sobre las posibilidades de movilidad social y en torno al carácter meritocrático de la desigualdad social.

Pero también hay que resaltar situaciones donde el resultado fue la exclusión social como forma extrema de desigualdades de excedente. El caso más patente lo representó el campesinado de subsistencia obligado a proletarizarse temporalmente en momentos de cosecha de cultivos de exportación. En esos periodos era sometido a explotación extrema con condiciones laborales radicalmente opuestas a las que regulaban el mundo formal. Y, cuando era revertido a su economía campesina, su única opción era la mera subsistencia. De esta manera, operaba un doble mecanismo funcional para las fincas grandes: reproducir sin costo la mano de obra fuera del periodo de cosecha e imposibilitar el crecimiento de las economías campesinas para disponer de fuerza de trabajo abundante en los periodos de alta demanda laboral. Es decir, se articulaban, de manera extremadamente perversa, las desigualdades de explotación con las de acaparamiento de oportunidades de acumulación, dando lugar a un profundo proceso de exclusión social.39

 

3. LAS DESIGUALDADES DE EXCEDENTE EN AMÉRICA LATINA DURANTE LA MODERNIZACIÓN GLOBALIZADA

Esta matriz de desigualdades de excedente comenzó a transformarse con la crisis de la década de 1980 que, en términos laborales, significó la crisis del empleo formal (PREALC, 1991). América Latina ha sido la región del mundo donde se han aplicado con mayor intensidad y duración las políticas neoliberales. Esto es causa y efecto de las desigualdades, ya que sólo en sociedades donde las clases dominantes tienen tanto poder se han podido llevar a cabo tales políticas de esa forma, las cuales a su vez han acrecentado las desigualdades (Reygadas, 2004).

El cambio de modelo de acumulación, inducido por los programas de ajuste estructural, ha supuesto cambios en la matriz básica de desigualdades de excedente en la región que intenta captar el cuadro 2.

El nuevo modelo de acumulación ha conllevado la crisis del empleo formal que se ha manifestado de una doble forma: declive y estancamiento del empleo público, núcleo duro de este tipo de relación salarial, y precarización de esta relación (Pérez Sáinz, 2003a). Nos interesa, fundamentalmente, la segunda de estas manifestaciones.

La precarización de las relaciones salariales, como ha argumentado Mora Salas (2000), conlleva una triple dimensión: la desregulación laboral (Bulmer–Thomas, 1997; Lozano, 1998), la flexibilización de las condiciones de empleo a nivel de las empresas (Carrillo, 1995; De la Garza, 2000) y la crisis de la acción colectiva de orden laboral, en concreto del movimiento sindical (Zapata, 1993; Murillo, 2001).

Estos fenómenos suponen que la determinación salarial previa, basada en la pugna por el progreso tecnológico y que implicaba además una renta respecto a los trabajadores informales, ya no opera más. Con la inserción en el mercado global, los costos salariales devienen centrales y ya no pueden ser trasladados a los consumidores, como acaecía en el marco proteccionista de la industrialización sustitutiva de importaciones (Murillo, 2001). Lo cual significa que el nudo de desigualdades tejido en torno a la formalización limitada se deshace. Así, por un lado, la desigualdad de explotación salarial trasmuta su forma histórica con la globalización, expresándose mediante el fenómeno de la precarización salarial que tiende a generalizarse. Y, por otro lado, la desigualdad por acaparamiento de oportunidad de empleo formal tiende a desaparecer. De esta manera, la desigualdad por explotación salarial adquiere una visibilidad que no tenía antaño.

Pero, a pesar de esta mayor visibilidad, todavía hoy se sigue analizando las desigualdades en el mercado de trabajo como desigualdades entre empleo formal y trabajo informal.40 De esta manera se sigue mixtificando las dinámicas de desigualdad que acaecen en este mercado que, como postulamos, es el campo social donde se materializa la desigualdad por explotación salarial. Obviamente, se puede señalar diferencias entre diferentes tipos de asalariados, normalmente entre la mano de obra calificada y no calificada; pero a nuestro entender tales desigualdades hay que abordarlas actualmente en términos más bien de empleabilidad y, por tanto, remiten a las desigualdades entre individuos que, como veremos más adelante, se ven potenciadas con la globalización. Sólo las situaciones de pactos neocorporativos, donde se han logrado acuerdos a nivel de empresa con sindicatos, hacen recordar las barreras laborales de entrada del modelo previo y justificarían seguir hablando de la vieja desigualdad por acaparamiento de empleo.41 Pero éste es un fenómeno de alcance limitado (De la Garza, 2000); no constituye un rasgo estructural del nuevo modelo de acumulación, como lo fue el corte formal/informal.

Detrás de esta mixtificación está el mantenimiento de las categorías formal/informal para abordar el análisis del mercado de trabajo. Como ya hemos argumentado en otros trabajos (Pérez Sáinz, 1998; Pérez Sáinz y Mora Salas, 2004) estas categorías ya han perdido su valor heurístico porque ese corte ya no es central en el nuevo modelo de acumulación. Esta función mixtificadora que juegan respecto a las desigualdades que se materializan en el mercado de trabajo es una razón adicional para el abandono de estas categorías analíticas ya obsoletas.42

También postulamos que la desigualdad por acaparamiento de oportunidad de acumulación ha sufrido transformaciones importantes. La apertura comercial, elemento clave de los programas de ajuste estructural, ha supuesto la desaparición de las rentas oligopólicas que algunas empresas grandes obtenían en el mercado interno protegido. Hoy las oportunidades de acumulación y las posibles rentas que pueden generar hay que buscarlas en el mercado global, un ámbito de acumulación mucho más complejo que el del pasado. Pero además hay que mencionar que la categorización del par de este tipo de desigualdad se ve cuestionado por la nueva revolución tecnológica. Recuérdese que ese par oponía grandes empresas a pequeñas empresas. Esta diferenciación de tamaño escondía una distinción más profunda que era la que generaba la renta: las empresas grandes eran las que poseían una tecnología más avanzada, normalmente intensiva en capital, mientras las pequeñas, basadas en tecnologías intensivas en mano de obra, mostraban menores niveles de productividad. Esta distinción era la expresión de la heterogeneidad productiva propia del modelo de acumulación, basado en la industrialización sustitutiva de importaciones, que se desarrolló en América Latina hasta la crisis de la década de 1980. El desarrollo de la microelectrónica, uno de los componentes de la nueva revolución tecnológica, ha cuestionado esta asociación de tipo fordista entre nivel tecnológico y tamaño del establecimiento y, en la actualidad, empresas pequeñas pueden ser altamente productivas.43

La inserción en el mercado global, donde es posible obtener rentas por penetrar y controlar nichos, puede adquirir varias vías. Sin menoscabo de otras, queremos señalar tres vías: la autónoma, la subordinada y la cooperativa (Pérez Sáinz, 2003c).44

La primera reflejaría trayectorias en nichos del mercado que aún no controlan las firmas globales líderes. Hay dos factores que favorecen esta vía: por un lado, el desarrollo de actividades no transables, como cierto tipo de comercio o servicios; y, por otro lado, que el espacio de acumulación se limite a ámbitos regionales supranacionales. Este tipo de oportunidad puede ser aprovechado por empresas grandes del pasado que logran una reconversión exitosa, pero no está vedado a las empresas pequeñas. Obviamente, la rentabilidad del nicho puede atraer a firmas globales que, dado su mayor poder, acabarían controlando tal espacio de acumulación.

La segunda vía la denominamos subordinada ya que la empresa local formaría parte de un encadenamiento global, dirigido por la firma global líder.45 En esta vía hay también dos factores que inciden en la porción de excedente que se puede apropiar. Por un lado, está la ubicación en tal encadenamiento; en este sentido, cuanto más cercano al segmento estratégico del encadenamiento, mayor el excedente que se puede captar.46 Y, por otro lado hay que tomar en cuenta el tipo de relación con la firma dominante. Esta relación se puede mover en un espectro que varía entre situaciones donde se reproducen relaciones de tipo tradicional, con nexos de tipo vertical y jerárquico, hasta situaciones donde prevalecen nexos de naturaleza institucionalizada que incentivan las innovaciones, tanto en lo tecnológico como en lo organizativo, de los establecimientos proveedores o subcontratados.47

Pero además existe una tercera vía, la cooperativa, que corresponde a situaciones de clusters de empresas, de distinto tamaño, enmarcadas dentro de territorios correspondientes a comunidades de vecindad. Aquí se está ante una situación distinta a las dos anteriores ya que hay posibilidades de socializar excedente entre las empresas si se logran movilizar dos recursos clave: las economías externas y el capital comunitario en sus distintas formas (Pérez Sáinz y Andrade Eekhoff, 2003). Es decir, es un contexto donde habría posibilidades de minimizar desigualdades haciéndolas legítimas a partir de un contrato social local.48

Añadamos dos aclaraciones sobre estas tres vías: primera, la evidencia empírica puede sugerir más rutas; y segunda, estas vías no son mutuamente excluyentes ya que una misma empresa puede seguir más de una ruta, diferenciando por producto o servicio, además de que puede transitar de una vía a otra.

Por consiguiente, las desigualdades de acaparamiento de oportunidades de acumulación se han visto transformadas en varios sentidos con la globalización. Primero, las rentas ya no se obtienen en el mercado interno, sino en el global, mediante la presencia y el control de nichos globales. Segundo, la oposición no se da entre empresas grandes y pequeñas, como en el pasado, sino entre empresas globalizadas y no globalizadas. En este sentido, es importante enfatizar que la no inserción en la globalización acaba siendo sinónimo de exclusión. Tercero, la vía de la subordinación, al implicar insertarse en un encadenamiento global, conlleva la existencia de otro tipo de desigualdad de acaparamiento que está relacionado con la firma global que lidera tal encadenamiento. En tanto que los encadenamientos suponen relaciones jerárquicas, está en juego otro tipo de desigualdad por acaparamiento con actores distintos, además de que tiene lugar en una territorialidad que no es la nacional, sino la global. Esta observación sobre la territorialidad adquiere mayor relevancia al tomar en cuenta la vía cooperativa y esto nos lleva a una cuarta observación: lo local emerge como un espacio de materialización de desigualdades, no sólo de acaparamiento sino también de explotación.

También las desigualdades entre pares categóricos se han redefini–do. Al respecto apuntaríamos dos tendencias básicas que no excluyen la presencia de otras.

La primera sería la relativización de la segmentación previa. La causa inmediata hay que buscarla en la crisis del empleo formal que implica también la crisis de sus barreras de entrada. Complementario a ello está el fenómeno de la precarización salarial que implica el uso de fuerza de trabajo vulnerable, lo cual significa que atributos socioculturales que previamente impedían el acceso, hoy en día operan de manera opuesta. Esto supone que tal relativización no es sinónimo de empoderamiento de estas categorías sino redefinición de sus modalidades de subordinación. Tal vez el mayor cambio al respecto ha sido la feminización del empleo que, si bien expresa mayor incorporación al mercado de trabajo,49 ésta no se traduce en mayor inclusión laboral, entendiendo este término en clave de calidad de empleo y no simplemente como acceso al trabajo remunerado.

La otra tendencia básica es la importancia que ha ganado alguno de los pares categóricos. Y al respecto nos parece que hay que destacar la dimensión territorial. El nuevo modelo de acumulación cuestiona la te rritorialidad sobre la que se asentaba el proceso de acumulación previo. Éste tenía pretensiones nacionales, aunque su ámbito era primordialmente urbano y, más en concreto, metropolitano. La globalización ha su puesto el cuestionamiento de la territorialidad nacional tanto en términos supranacionales como locales. Lo hemos señalado con relación a las desigualdades de acaparamiento de oportunidades, pero también acaece en términos de desigualdades de explotación. No sólo hay mercados laborales locales con dinámicas altamente autónomas, sino que hay globalización del mercado de trabajo a través de la migración internacional, una problemática que abordaremos a continuación. Por consiguiente, las diferencias territoriales, en términos de cuáles territorios logran globalizarse y cuáles no, parecería que juegan un papel crecientemente importante en términos de desigualdades de pares categóricos.

Pero tal vez en la dimensión donde se han operado mayores transformaciones con el nuevo modelo de acumulación es el que tiene que ver entre los individuos y afecta tanto el campo de la explotación salarial como el de acaparamiento de oportunidades de acumulación. Esto ha dado lugar a dos fenómenos, que comparten ciertos elementos comunes: la empleabilidad y la empresarialidad.50

La empleabilidad hay que entenderla, en primer lugar, como dinámica de inclusión laboral. Este tipo de dinámicas, en la pasada modernización nacional, se estructuró en torno al desarrollo del empleo formal inducido por las políticas estatales. Pero este empleo está en crisis y ha perdido su centralidad, como ya se ha mencionado, y, por tanto, su capacidad integradora. Esto no significa que las dinámicas incluyentes hayan desparecido del mercado de trabajo, sino que están asumiendo nuevas formas con la modernización globalizada. En este sentido, y de manera intuitiva e inicial, se puede entender la empleabilidad como la capacidad de los propios trabajadores para generar posibilidades de empleo o adecuar su entorno laboral a los cambios del mercado (Pérez Sáinz, 2003b). Al respecto, nuestra proposición es que el fenómeno de la empleabilidad es consecuencia del predominio de las tendencias excluyentes en el ámbito laboral que han supuesto que el mundo del trabajo, hoy en día, esté signado por el riesgo (Mora Salas, 2003). Es decir, al contrario del momento modernizador previo, donde la formalidad era sinónimo de protección con todos sus efectos reguladores (estabilidad laboral, remuneraciones suficientes, beneficios sociales, etc.), en la actual modernización globalizada ningún ámbito laboral escapa a la incertidumbre ya que todo tipo de ocupación se encuentra ante la amenaza de alguna tendencia excluyente.

De igual manera se puede decir que el riesgo empresarial ha cambiado drásticamente. Este tipo de riesgo siempre ha existido,51 pero las dinámicas de mercado impuestas por la globalización han generado una situación nueva. Así, se ha pasado del marco proteccionista del modelo anterior, con sus posibilidades de previsión y predicción, a un entorno, el globalizador, donde la volatilidad del mercado predomina. Por consiguiente, las empresas se ven compelidas a desarrollar una capacidad de adaptación rápida a los cambios continuos del mercado. Esta capacidad de reflejo es lo que denominamos empresarialidad.52

Por consiguiente, subyacente a estos fenómenos de empleabilidad y empresarialidad se encuentra el riesgo; un fenómeno probabilístico que conlleva la concomitancia y mutuo condicionamiento de amenaza externa y vulnerabilidad y que puede arrojar como resultado el deterioro de alguna(s) de las condiciones que definen la existencia de un sujeto o población (Cardona Arboleda, 2001). Esto supone que el riesgo puede tener múltiples manifestaciones. Las que nos interesan son las que tienen que ver con ámbitos donde se materializan las desigualdades de excedente del nuevo modelo: la precarización salarial generalizada y el acceso y mantenimiento en los nichos del mercado global.

En el primer caso, la vulnerabilidad reside en la condición básica de los asalariados y que, justamente, facilita su control en términos de desigualdades: son apenas propietarios de su capacidad laboral la cual deben vender. Pero, con la formalización del trabajo en el modelo anterior, aquellos que la obtuvieron observaron esa vulnerabilidad reducirse, aunque no desaparecer, gracias al estatuto no mercantil que lograron de la relación salarial. La precarización generalizada actual amenaza ese estatuto devolviendo a los asalariados a su condición básica de vulnerabilidad. En el caso de la desigualdad por oportunidad de acumulación, la vulnerabilidad es la de ser un propietario sin esa capacidad de adaptación para competir en el mercado global. El riesgo es la volatilidad que caracteriza a este mercado, por los cambios permanentes, que hace que ninguna inserción esté garantizada y haya que estar permanentemente redefiniéndola.

Ante tales situaciones, asalariados y propietarios pueden reaccionar intentando reducir ya sea la vulnerabilidad o la amenaza externa. Las posibilidades en este último sentido son muy limitadas. Recordemos que los asalariados, con la crisis del movimiento sindical, han visto su capacidad de respuesta colectiva seriamente mermada. Y los propietarios locales, en tanto que empresarios, se enfrentan a un mercado de dimensiones globales, donde no son actores principales para influir en su dinámica. Por consiguiente, es más bien en términos de reducción de vulnerabilidad que se posibilitan respuestas. Estas respuestas se expresan como estrategias de empleabilidad y de empresarialidad, acciones de reducción de vulnerabilidad que despliegan asalariados y propietarios confrontando las amenazas externas y, por tanto, gestionando el riesgo al que se ven sometidos. Esta gestión pasa, fundamentalmente, por el intento de disminuir la incertidumbre, que genera lo que supone producción de conocimiento sobre el futuro. En este sentido, postularíamos que es el acceso y uso de este tipo de conocimiento la base de las desigualdades entre los individuos en el actual momento globalizador.

Pero ya hemos anunciado que hay un fenómeno que se ubica a caballo entre los dos: la migración internacional. Se podría interpretar a partir de unos de ellos, en concreto desde la empleabilidad, pero pensamos que por sus orígenes, en términos de desigualdades, amerita ser abordada de manera diferenciada.

En efecto, desde la perspectiva analítica de las desigualdades, este fenómeno se puede entender como respuesta a las expresiones más extremas tanto de la desigualdad de explotación salarial como de acaparamiento de oportunidades de acumulación. Estas expresiones generan el denominado excedente estructural laboral que se alimenta de ambas desigualdades. Junto a la ausencia de ciudadanía social, que representa el principal mecanismo de intento de legitimación de desigualdades, este excedente laboral da lugar al fenómeno de la exclusión social como resultado, justamente, de formas extremas de desigualdad social que se expresan en un déficit profundo y crónico en la reproducción material y simbólica de un número significativo de hogares (Pérez Sáinz y Mora Salas, 2006; 2007). Y es inobjetable que este fenómeno de la migración internacional es una acción que conlleva de manera inherente el riesgo con consecuencias que pueden alcanzar expresiones muy dramáticas, como la pérdida de la vida.

Al respecto es importante hacer una doble matización. Por un lado, la emigración no está al alcance de todos ya que supone la posesión de recursos mínimos para acceder a los circuitos migratorios. Esto implica que, en el interior de las comunidades de origen, hay diferencias entre los que pueden y los que no pueden emigrar. Normalmente, los hogares sumidos en la exclusión extrema no pueden acceder a tales circuitos. Son más bien los que están en exclusión relativa, o están incluidos, pero en riesgo de caer en exclusión, los que pueden intentarlo. La posibilidad de emigrar refleja desigualdades a nivel local. Y, por otro lado, si la emigración resulta exitosa con envío de remesas, esas desigualdades se consolidan y se profundizan.

 

4. CONCLUSIONES

Como hemos mencionado en la introducción, queremos comparar las dos matrices básicas de desigualdades de excedente para intentar identificar qué cambios ha inducido la globalización en la región.

Recordemos que en la modernización nacional se articularon diversas relaciones de desigualdad de excedente en torno al fenómeno de la formalización limitada. La desigualdad principal, aunque invisibilizada en parte por las otras, era la que implicaba el control de los asalariados formales por parte del capital para posibilitar la extracción de plusvalor en ese sector. A ello se articulaban dos desigualdades de acaparamiento de oportunidades de distinta naturaleza. Por un lado, estaba la que oponía las firmas grandes al resto de los propietarios en términos del acceso y control a los segmentos más dinámicos del mercado interno, y que posibilitaba la generación y apropiación de rentas de naturaleza oligopólica. Y por otro lado estaba la renta salarial de los asalariados formales que los distanciaba de los trabajadores informales. Es decir, este primer momento modernizador se caracterizó por la configuración de lo que podemos llamar el nudo de las desigualdades en torno al empleo formal.

Pero la solidez de este nudo, que varió de país a país, dependió de dos factores adicionales que no respondían a dinámicas de clase. Por un lado, estaba la forma e intensidad de acoplamiento con desigualdades referidas a grupos de pares categóricos. A mayor acoplamiento, mayor reforzamiento de las desigualdades de clase y viceversa. Pero por otro lado se planteaba el problema de la legitimación de estas articulaciones de poderes. La ciudadanía social, generando imaginarios de movilidad social, intentaba jugar ese papel legitimador. Sus resultados dependían del alcance y naturaleza de este tipo de ciudadanía, producto de los tiempos y ritmos de la modernización y, sobre todo, de las coaliciones que hacían posible el proyecto modernizador.

Se puede decir que el nudo de las desigualdades tejido en torno al fenómeno del empleo formal comenzó a deshacerse con la crisis de la década de 1980. La consecuencia más inmediata de este fenómeno es que la articulación entre los dos campos de la desigualdad de excedente —el de la explotación y el del acaparamiento— se ha visto cuestionada. Sin embargo, sabemos que el capital, como todo tipo de elite, explota y acapara simultáneamente. De hecho, son procesos que se condicionan mutuamente. Por tanto, la pregunta es: ¿cómo se estaría recomponiendo el vínculo entre estos campos sociales?

Como hemos argumentado, el acaparamiento de oportunidades de acumulación se sustenta, actualmente, en la capacidad de inserción de las firmas en nichos del mercado global que, como hemos visto, presenta vías distintas. Pero en todas estas vías, un elemento clave de inserción (de competitividad, en el lenguaje predominante) tiene que ver con el tipo de relaciones laborales en que se sustente: uso de mano de obra o barata o calificada. Es lo que suele denominarse como vías de inserción en la globalización: una baja, donde la ventaja competitiva es la sobre–explotación de la fuerza de trabajo (acompañada, muchas veces, del uso depredador de la naturaleza); y otra alta, donde el soporte es el conocimiento, lo que supone una mano de obra calificada.

En esta segunda vía, se podría pensar que estaría acaeciendo una convergencia de dinámicas de empresarialidad y de empleabilidad. Esto da a pensar que se podría gestar un nuevo contrato social que haría tolerable las desigualdades. Tendría ciertas similitudes con el del sector formal de antaño, pero habría dos diferencias muy importantes. Por un lado, el objeto de negociación no sería la regulación con normativas de alcance nacional, sino la flexibilización de procesos laborales concretos; además, del lado de los trabajadores no necesariamente habría un actor colectivo. Y, por otro lado, como corolario de lo anterior, lo que puede acaecer es la fragmentación de minicontratos sociales cuya agregación no resulte en un contrato de alcance nacional.

Detrás de ello está el cuestionamiento de lo nacional por la globalización. En esta fragmentación, lo territorial como par categórico puede alcanzar gran relevancia. Pero también otros pares categóricos pueden jugar un papel relevante dependiendo de cómo se relacionan con el acceso al conocimiento. A título de hipótesis diríamos que mujeres y jóvenes están teniendo acceso diferencial; por el contrario, el acceso no es tan claro en términos de etnicidad.

Por su parte, la primera vía implicaría precarización de las relaciones salariales que mostraría, sin mayores tapujos, la explotación del trabajo por el capital que el empleo formal de antaño ocultaba. Este desvelamiento plantea un problema obvio de legitimidad de este tipo de desigualdad. Las funciones de legitimación que tenía anteriormente la ciudadanía social parece que están seriamente cuestionadas por el desplazamiento del Estado por el mercado. En la actual era de la globalización el intento de legitimación de las desigualdades pasaría por las mayores oportunidades que ofrece el mercado y, en ese sentido, empleabilidad y empresarialidad deberían jugar esa función. Pero tal función es posible siempre y cuando las estrategias de acaparamiento de oportunidades de acumulación por parte del capital sigan la vía alta de inserción en la globalización, mientras que, en la vía baja, empleabilidad y empresarialidad acaban siendo sinónimos de empleo y subcontratación precarios. Sería en este contexto que la relativización de las desigualdades en el interior de ciertos pares categóricos no operaría como empoderamiento de las categorías históricamente vulnerables (mujeres, indígenas, jóvenes, etc.), sino más bien, en sentido contrario, debilitando a sus pares opuestos. Es decir, en esta vía se plantean serios problemas de legitimidad de las desigualdades de excedente. Sólo la amenaza de la exclusión social puede jugar como amortiguador al respecto.

Esta última observación nos lleva a la tercera gran cuestión que plantea la globalización en términos de transformaciones en las desigualdades de excedente: la exclusión social. Ya hemos señalado que estamos ante la forma extrema que pueden asumir las desigualdades de excedente, ya que se trataría de situaciones de máximo desempoderamiento en el mercado sin compensación alguna en términos de ciudadanía social. Éste no es un fenómeno reciente; de hecho ha habido una exclusión originaria que se redefinió en la modernización nacional. Pero la globalización ha introducido un cambio cualitativo importante. En el pasado la exclusión tenía una naturaleza relativa. Sus dos expresiones más importantes eran los trabajadores informales urbanos y el campesinado de subsistencia. Si bien podían darse, como hemos señalado, situaciones muy perversas por la articulación entre desigualdades de explotación y de acaparamiento de oportunidades de acumulación, ambos sujetos sociales formaban parte de la sociedad. En la actualidad estos sujetos sociales se ven redefinidos y expulsados de la propia sociedad que se fragmenta y se dualiza. Las desigualdades entre pares categóricos pueden reforzar esta exclusión generando un proceso fuerte de acoplamiento donde las desventajas se acumulan profundizando el proceso de desempoderamiento. Y la emigración no es una opción, ya que se carece de los recursos mínimos. La consecuencia es que con estos sectores de la sociedad no se plantea el tema de la legitimidad de las desigualdades de excedente. Los imaginarios sociales que se intenta construir conllevan su invisibilidad o bien enfatizan discursos articulados en torno al fracaso individual.

 

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NOTAS

*  Este artículo ha sido elaborado en el marco del proyecto "Las desigualdades estructurales en América Latina: los desafíos de la política pública" desarrollado por los autores. Este proyecto ha sido posible gracias al financiamiento proporcionado por la Fundación Carolina.

1 Además, este autor ha propuesto otros dos grandes tipos de desigualdades: las vitales, que se relacionan con la vida y la salud; y las que tienen que ver con la libertad y el respeto.

2 Sen (1995), en su texto clásico, se plantea sólo la primera pregunta, lo que implica que, al dar por hecho que las desigualdades se establecen entre individuos, su respuesta a la desigualdad de qué, queda intencionalmente ubicada en el horizonte liberal.

3 Sobre el tema de la imposibilidad de superar las desigualdades sociales, con independencia del tipo de sociedad, véase Sen (1995). Para una visión clásica sobre el particular cónsultese el trabajo de Davis y Moore (1945).

4 Wright (1998) ha señalado que en Tilly hay confusión entre individualismo y atomismo metodológico.

5 Al referirse a las organizaciones Tilly (1998: 23) emplea una noción sociológicamente muy amplia. El autor indica que "Aunque la palabra 'organización' puede evocar empresas, gobiernos, escuelas y estructuras formales y jerárquicas similares, pretendo que el análisis abarque todo tipo de conjuntos bien circunscriptos de relaciones sociales en las que los ocupantes de por lo menos una posición tengan derecho a comprometer recursos colectivos en actividades que atraviesan las fronteras. Entre las organizaciones se cuentan los grupos de parentesco corporativos, los hogares, las sectas religiosas, las bandas de mercenarios y muchas comunidades locales. La desigualdad persistente surge en todos ellos. Y todos ellos incorporan en algún momento distinciones categoriales originadas en organizaciones adyacentes".

6 Esta diferenciación de tipo de desigualdad según el grupo social ha sido cuestionada por Morris (2000) para quien las elites siempre explotan y acaparan oportunidades.

7  Para este autor, las desigualdades persistentes, que son las más propicias para la explotación y el acaparamiento, se basan en distinciones dicotómicas y no en diferencias de grado de naturaleza ordinal.

8 Laslett (2000) ha criticado que, en la propuesta de Tilly, las organizaciones son el actor central, haciendo que las relaciones entre y en el interior de éstas se erijan en el objeto principal de su preocupación, descartando así la agencia humana.

9 Al respecto Wrigth (1998) ha argumentado que el planteamiento de Tilly tiene mayor afinidad con el marxismo (con elementos importados de Weber) de la que asume el propio autor.

10 Recuérdese la sentencia de Dahrendorf (1983: 74): "sin poder no hay sociedad".

11  Recordemos que la culminación del proceso de generación de desigualdades en Rousseau, el "padre" del enfoque radical, es la sociedad de mercado.

12 Sobra decir que el fenómeno de las desigualdades rebasa el ámbito de los mercados y que, por tanto, nuestra propuesta analítica no tiene la pretensión de contribuir a una teoría general sobre las desigualdades.

13  Lahire (2000), a partir de una revisión exhaustiva de los textos de Bourdieu, ha identificado catorce elementos fundamentales e invariantes en la definición de campo.

14  La propuesta de Rousseau, con sus diferentes momentos de configuración de la desigualdad (la supresión de lo común; sometimiento, dominación y explotación; y despojo de los individuos convirtiéndolos en objetos) desemboca en la tesis de que una sociedad de mercado "se funda en la desigualdad y se reproduce produciendo desigualdad" (Sánchez Parga, 2007: 57).

15 Más adelante se entenderá el porqué del uso de comillas para estos dos términos.

16 De esa trilogía republicana, en la actualidad, sólo la libertad es la que cuenta. Para los liberales, como señala Badiou (2005: 133): "la igualdad es utópica y antinatural, la fraternidad conduce al despotismo del 'nosotros'".

17 Marshall (1998) en su obra clásica sobre ciudadanía y clases sociales, diferencia, en el plano analítico, tres tipos de ciudadanía: la civil, la política y la social. Se trata, en su planteamiento, de tres ámbitos interrelacionados que muestran temporalidades diferentes en su desarrollo. La ciudadanía civil se remite al ejercicio de los derechos ligados a la libertad individual (libertad de la persona, propiedad, pensamiento, expresión, religión, justicia y la firma de contratos). La ciudadanía política alude a los derechos que poseen los individuos, en tanto que miembros de una comunidad política, a participar en el ejercicio del poder político. Es decir, se trata del derecho de elegir y ser elegido a cargos de representación política en una sociedad. Finalmente, la ciudadanía social se refiere, en un sentido amplio, a los derechos sociales. Integra derechos referidos a la seguridad y protección social; al acceso a una vida digna (nivel mínimo de bienestar económico) y al logro del nivel de vida medio alcanzado por una sociedad.

18 Como argumenta Baker (1987), la igualdad de oportunidades, en cualquiera de sus variantes (oportunidades accesibles a personas con talento; igualdad de oportunidad justa; acción afirmativa; inversión de la discriminación; igualdad proporcional de oportunidades), logra que las desigualdades existentes se perciban como razonables y aceptables. Y esta ideología, como señala Kerbo (2004), está intrínsecamente articulada al individualismo como valor predominante en cierto modelo de capitalismo, en concreto el liberal, propio del mundo anglosajón, especialmente de Estados Unidos por razones de la configuración histórica de esa sociedad.

19  Ejemplo al respecto lo constituye el denominado "contrato fordista", alcanzado y desarrollado en la llamada "edad de oro" del capitalismo y que entró en crisis en la década de 1970.

20 En nuestra opinión, la exclusión es efecto y no causa de desigualdades, al contrario de lo que postula Therbon (2006) quien, en un intento de conjugar enfoques contrapuestos, además de este mecanismo señala otros tres (distanciamiento, jerarquización y explotación).

21 Por excedente laboral entendemos el contingente de la fuerza laboral que muestra una condición de vulnerabilidad estructural en el mercado de trabajo ya que no logra ser absorbido por el sistema productivo. Su presencia es independiente de la volatilidad propia del ciclo económico, de donde deriva su carácter estructural. En términos empíricos, en el modelo de acumulación vigente, este excedente está compuesto por los trabajadores ligados a puestos de extrema precariedad laboral, el autoempleo de subsistencia, el desempleo estructural y la migración internacional forzada por razones económicas.

22 Como señala Salvat (2002), autores como Bentham o Smith confundían la defensa de la igualdad como ideal con la declaración de la igualdad como punto de partida.

23 Esta distinción jugó en el pasado un papel importante en América Latina con el corte formal/informal que abordaremos en el siguiente apartado.

24 La tesis de mercados incompletos de capital es una variante de las teorías del crecimiento endógeno y la distribución (Solimano, 2000).

25 Al respecto resulta sugerente la propuesta sobre desigualdades horizontales que parte de la preocupación por la centralidad otorgada al individuo en la reflexión sobre la problemática del desarrollo en detrimento de su pertenencia a grupos. En concreto, este término se ha acuñado para captar desigualdades entre grupos definidos por criterios culturales. En situaciones cuando tales grupos tienen fronteras selladas y no hay grandes posibilidades de elección de pertenencia grupal, las desigualdades horizontales devienen cruciales en términos de estabilidad social (Stewart, s.f.). Mencionemos, no obstante, que no es muy afortunado el adjetivo horizontal por oposición a las desigualdades entre individuos u hogares que se califican como verticales.

26 Este fenómeno es lo que estos autores denominan desigualdades dinámicas o nuevas por oposición a las estructurales o históricas que tendrían que ver con las relaciones entre clases sociales.

27 Esta distinción ya la hemos planteado en otro trabajo (Pérez Sáinz y Mora Salas, 2006) y, en este sentido, recordemos que el primer momento modernizador se caracterizó por el intento de construcción de la nación por el Estado, mientras que en el actual momento viene marcado por el impacto del proceso de globalización.

28 Coincidimos con Weller (2000) quien sostiene que uno de los rasgos fundamentales de los mercados de trabajo latinoamericanos es la existencia de un desbalance estructural de poder entre capital y trabajo. En nuestro enfoque, esto da lugar a modelos de relaciones laborales que se rigen por rasgos autoritarios y por una distribución muy inequitativa de la riqueza socialmente producida mediante el trabajo.

29 Del lado de los empresarios, como veremos más adelante, hay que hablar más bien de oligopolio que de monopolio.

30 Como señala Figueroa (2000), en su propuesta de "economía sigma" propia de sociedades heterogéneas como las latinoamericanas, el mercado laboral no es un mercado walrasiano.

31 Regresaremos sobre este punto que es crucial.

32 Obviamente, la frontera no estaba totalmente cerrada y estudios sobre trayectorias de movilidad laboral, como el realizado por Escobar (1995), han mostrado el tránsito entre estos dos sectores.

33 No obstante, Funkhouser (1997) ha señalado las limitaciones de este tipo de ejercicios. Si bien se llegaba a demostrar la existencia de diferencias significativas en las remuneraciones, la evidencia no puede ser tomada como concluyente. Por ejemplo, la existencia de salarios mínimos no siempre ha mostrado diferencias en el sentido apuntado ya que en, ciertos casos, el sector formal no se ha caracterizado por la existencia de salario mínimo generalizado. O la explicación basada en el reclutamiento no competitivo de mano de obra en el sector público plantearía que la segmentación acaece más bien entre este sector y en el privado, sin distinción en este último entre actividades formales e informales.

34 Es importante señalar que la argumentación de este autor remitía a la explicación sobre el origen del sector informal desde la perspectiva del Programa Regional de Empleo para América Latina y el Caribe (PREALC). En este sentido, la existencia de barreras de entrada a mercados de bienes implicaba un sesgo inmanente a favor de las técnicas intensivas en capital. Sesgo que era la causa inmediata de la configuración del excedente estructural de fuerza laboral que estaba en el origen del sector informal. Es decir, las barreras se erigían a los establecimientos y no a los trabajadores, aunque se personalizasen en microempresarios o trabajadores por cuenta propia (Mezzera, 1987).

35 Este perfil corresponde al asalariado formal, pero no nos parece que estuviera muy alejado del empresario grande.

36 Obviamente hay casos particulares, como el mexicano, donde hay que hablar más bien de un pacto de dominación de alcance nacional, fruto de las consecuencias de la revolución de inicios del siglo XX en ese país. Pacto que ha tenido un alcance más amplio que el empleo formal, ya que incorporó a otros sectores, como el campesinado, pero preservó dinámicas de exclusión, como en el caso de la población indígena (Brachet, 1996).

37  Para una discusión sobre estas dos vías de construcción de la ciudadanía social referimos al lector al propio texto de Marshall (1998). Un análisis más amplio y que aborda el tema en términos del análisis de diferentes regímenes de bienestar en el capitalismo puede consultarse en el trabajo de Esping–Andersen (1998). Para América Latina véase el trabajo de Mesa–Lago (1978).

38 De hecho, este autor habla más bien de modelos de Estado social en América Latina, ya que su enfoque analítico es el de los regímenes de bienestar.

39 Además esta dinámica podía reforzar su perversidad con el acoplamiento de desigualdades de pares categóricos, como las étnicas. Tal vez el ejemplo más nítido al respecto fue el del campesinado indígena del Altiplano Occidental guatemalteco condenado a las migraciones temporales a las fincas exportadoras de café y caña. No es de extrañar que este tipo de dinámica, que marcó gran parte del desarrollo del agro centroamericano, generara una profunda y extendida miseria que constituyó una de las causas, junto al cierre del sistema político, de los conflictos que asolaron esa región en las décadas de 1970 y 1980 (Pérez Sáinz y Mora Salas, 2007).

40 Los trabajos del BID (1999) y del Banco Mundial (De Ferranti et al., 2004), que establecen la posición de los organismos más influyentes en la región y que configuran el sentido común al respecto, son ejemplos sobre el particular.

41 Este tipo de situación podría explicar las brechas entre asalariados de empresas grandes y pequeñas de la década pasada. De hecho, la única brecha salarial que ha disminuido en la década de 1990 ha sido la de género (Weller, 2000).

42 Este cuestionamiento se aplica también a la nueva propuesta sobre economía informal de la Organización Internacional del Trabajo (Tokman, 2004) ya que, del lado de las unidades de producción, la distinción entre empresas del sector formal e informal no toman en cuenta las transformaciones inducidas por la nueva revolución tecnológica; mientras que del lado de los puestos de trabajo, la distinción formal/informal, en concreto para los asalariados, no considera los efectos de la precarización laboral generalizada.

43 La ruptura de esta asociación es también un cuestionamiento a la pertinencia heurística entre sector formal o informal, según la concepción del PREALC, tal como lo hemos expresado.

44 Ésta es una reflexión que hemos desarrollado para la empresa pequeña pero dado, justamente, que la distinción de tamaño ha tendido a difuminarse pensamos que este tipo de razonamiento es aplicable a todo tipo de empresas.

45 Para un análisis de encadenamientos globales véase Gereffi y Korzeniewicz (1994), Gereffi (2001) y Gereffi y Hamilton (1996).

46 En la propuesta inicial de Gereffi, los encadenamientos pueden ser "guiados por los productores" (producer driven) o guiados por los compradores (buyer driven). Sin embargo posteriormente este autor ha propuesto que, con la difusión del internet (tanto del comercio como de relaciones entre negocios), esta distinción se ve cuestionada (Gereffi, 2001).

47 Sobre las consecuencias de estos dos tipos de modelos, tomando como referente a la empresa japonesa, véase Coriat (1993).

48 Incluso esta legitimación podría afectar la desigualdad de explotación si la socialización de excedente va más allá de los empresarios.

49 En 1995, las mujeres representaban 33.2% de la PEA latinoamericana; diez años más tarde ese porcentaje se había elevado a 36.2%. Igualmente, para ese periodo, mientras la tasa de participación laboral se había mantenido casi idéntica en los hombres (71.5 en el 1995 y 71.9 en el 2005), en las mujeres se elevó de 34.5 a 39.3 (CEPAL, 2007: cuadros 1.2.1 y 1.2.2).

50 Hay un tercer fenómeno, el de la migración internacional, que se ubica a caballo entre la empleabilidad y la empresarialidad, y que abordaremos más adelante.

51 Riesgo es un tema importante en las teorizaciones clásicas sobre el empresariado. Aparece, nítidamente, en Cantillon, pero también en Marshall con la figura de los "young risk lovers", y en Knight, que diferencia entre riesgo (calculable) de incertidumbre (no calculable) cuya asunción es lo que caracteriza al empresario. Para una discusión de estos distintos enfoques véase Van Praag (1999).

52 En un texto previo (Pérez Sáinz, 2003b) hemos interpretado la empresarialidad de los propietarios pequeños (trabajadores por cuenta propia y pequeños empresarios) en términos de empleabilidad. Esto se debía a que la reflexión partía del autoempleo y sus potencialidades de desarrollo hacia lo empresarial. En el presente texto, para mantener nítida la distinción de campos de desigualdad (explotación salarial y acaparamiento de oportunidades de acumulación) debemos subsumir las acciones del autoempleo dentro del fenómeno de la empresarialidad. Pero de hecho, se mueven a caballo entre ambas.

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