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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.70 no.3 Ciudad de México jul./sep. 2008

 

Artículos

 

Guerra y paz

 

War and Peace

 

Antonio José Romero Ramírez*

 

* Doctor adscrito al Departamento de Psicología Social y Metodología de la Universidad de Granada, España y profesor titular de Psicología Social en la misma. Líneas de investigación, el conflicto y la cooperación. Dirección: Campus de Cartuja, s/n, 18071, Granada, España. Tel.: (34)958–246275. Fax: (34)958–243746. Correo electrónico: aromeror@ugr.es.

 

Recibido el 14 de abril de 2007
Aceptado el 19 de mayo de 2008

 

Resumen

A pesar de tratarse de un hecho social tan dramático, trascendente y global, sorprende, al menos, la escasa atención prestada por las Ciencias Sociales al fenómeno de la guerra. Sin embargo, la comprensión cabal de su naturaleza e, incluso, el conocimiento certero de las verdaderas posibilidades de la paz van a requerir, especialmente, un enfoque interdisciplinaria. De ahí deriva que el camino hacia la paz exigirá profundas transformaciones de carácter psicológico, social, político, económico y cultural y, por tanto, la configuración de un orden mundial muy alejado de sus coordenadas actuales.

Palabras clave: guerra, Psicología de la paz, enfoque interdisciplinar, Tercer Mundo.

 

Abstract

In spite of being a dramatic, transcendent and global social occurrence, it is, at least surprising how little attention the social sciences have paid to the phenomenon of war. However, in order to achieve a complete understanding of its nature and, even, real knowledge on the possibilities for peace, an interdisciplinary approach will be necessary. Thus, the path to peace will require deep transformations of a psychological, social, political economic and cultural nature and, therefore, the configuration of a world order that is quite removed from its current coordinates.

Key words: War, Psychology of Peace, interdisciplinary approach, Third World.

 

El fenómeno de la guerra se encuentra indisolublemente ligado al devenir histórico, ya que, desde tiempos remotos, el ser humano la ha interiorizado, entrando a formar parte de su identidad, es decir, de la manera en la que éste piensa, percibe, siente y concibe la realidad. Las guerras se iniciarían así en las mentes de los individuos. No obstante, la guerra atenta contra la vida y la organización social, reemplaza el orden civil por normas y estándares militares, y no sólo implica la muerte de las personas, sino también la pérdida de su autonomía. La guerra va a representar, en definitiva, un estrepitoso fracaso de la Razón y la civilización moderna. Por ello, se trataría de un "fenómeno social total" (véase Tiryakian, 2004), ya que suele implicar:

* la suspensión del Estado de derecho y, en consecuencia, de ciertos derechos de ciudadanía;

* la transformación de la actividad económica desde un modelo civil y consumista a otro de economía de guerra, haciendo sufrir así a la mayoría de la población innumerables penurias y calamidades;

* la captación militar de civiles de todas las actividades, a costa de importantes pérdidas económicas para los abducidos o alistados;

* la alteración profunda de las pautas sexuales convencionales tanto de los soldados como de la propia población civil afectada, hasta el extremo de llegar a utilizar la violación como otra arma de guerra más;

* la recompensa simbólica y material de las valientes hazañas de guerra realizadas, que en tiempos de paz no serían otra cosa que simples crímenes.

En esta misma línea, Ignacio Martín–Baró (1990b:71), un año antes de ser asesinado, junto a un grupo de compañeros jesuitas de la Universidad de El Salvador por un escuadrón de la muerte de ese país (el batallón Atlacatl), escribía en las páginas de la Revista de Psicología de El Salvador que la guerra

[...] por su propia dinámica, [...] tiende a convertirse en el fenómeno más englobante de la realidad de un país, el proceso dominante al que tienen que supeditarse los demás procesos sociales, económicos, políticos y culturales, y que, de manera directa o indirecta, afecta a todos los miembros de una sociedad.

Más adelante, vuelve a atinar, valiente y honestamente, cuando afirma que

[...] las personas que se van formando en este contexto [de la guerra], van a asumir como connatural el desprecio por la vida humana, la ley del más fuerte como criterio social y la corrupción como estilo de vida, precipitando así un grave círculo vicioso que tiende a perpetuar la guerra tanto objetiva como subjetivamente (Martín–Baró, 1990b:82).

De otro lado, a pesar de su aparente eternidad, numerosos y distintos pensadores y tradiciones intelectuales pusieron toda su fe, empeño y esfuerzo en contribuir a la creación de un mundo en paz, donde no tuviese sentido esa máxima expresión de la barbarie que es la guerra. Así, la Ilustración creyó que la felicidad general de la humanidad sería alcanzable mediante la Razón, el crecimiento económico y el conocimiento científico. Kant y Rousseau confiaban, asimismo, en la Razón y en la bondad innata del ser humano. Adam Smith también mostró su optimismo, al considerar que la industrialización evitaría que unas naciones tuviesen que guerrear con otras para mejorar sus condiciones materiales. Sin embargo, la guerra a secas para Sorokin y, específicamente, la guerra de clases para Marx van a determinar el cambio social. Y, por último, el liberalismo pretendió exorcizar al monstruo de la violencia a través del mercado pacificador, atemperador de pasiones; la guerra sería considerada como una reliquia premoderna, resultado de una mentalidad aristocrática belicista o del capricho de algún déspota (Joas, 2004). Pero, las disputas nacionalistas de comienzos del siglo XX en la Europa occidental darán lugar a dos guerras mundiales y a la remitologización de la violencia, echando por tierra no sólo el discurso pacifista, sino también el sueño de una civilización moderna, "[regresando] peligrosamente a la barbarie" (Beriain, 2004:9). La historia se ha mostrado así contumaz, la guerra y la violencia siguen formando parte de la modernidad y no sólo de su prehistoria.

Una de las razones fundamentales de la atemporalidad de la guerra es, sencillamente, el hecho de que los Estados posean la capacidad de administrar la violencia militar. Guerra y Estado forman una simbiosis, hasta el punto de que, como ya indicara Charles Tilly (1975), la guerra hace al Estado, y éste hace a la guerra, a través de uno de sus pilares básicos de poder: el ejército (Mann, 1986). Un Estado obtendría así legitimidad al proteger a sus ciudadanos de los posibles depredadores, y la guerra serviría, también, para reforzar o reconstruir la solidaridad de grupo, sobre todo frente a enemigos externos, u obviar las dificultades internas por las que pudiese estar atravesando el régimen o el líder de turno, ya que una función latente de la guerra moderna es la de movilizar un apoyo que flaquea. Por el contrario, la guerra podría contribuir a debilitar el aparato de coerción estatal, en el caso de una derrota inminente o consumada (Joas, 2004, 2005). De cualquier manera, aunque los sucesos que precipitan el estallido de la guerra son muy variados, el conflicto bélico suele suceder cuando los Estados o los colectivos entran en disputa y sus desacuerdos no pueden manejarse fructíferamente mediante la negociación, el pacto o la diplomacia. Así, un país puede ir a la guerra por su deseo de controlar el territorio o los recursos naturales de otro, y/o como el resultado de enfrentamientos políticos, ideológicos, religiosos o étnicos.

La guerra es el macroconflicto por excelencia, ya que en ella intervienen una gran multiplicidad de variables de carácter psicológico, social, cultural, económico, político y normativo. Aunque a menudo haya sido difícil distinguir entre las causas reales y los pretextos alegados, los objetivos declarados y los no confesados, las funciones aparentes y las subyacentes, las guerras no suelen responder a una única causa, y su análisis y comprensión van a requerir por definición un enfoque interdisciplinar. No obstante, sorprende al menos la escasa atención prestada por las Ciencias Sociales a dicho fenómeno, y ello a pesar de tratarse de un hecho social tan dramático, transcendente y global. En este sentido, tras un exhaustivo análisis de los Annual Review of Sociology, Edward A. Tiryakian, catedrático de Sociología de la Universidad de Duke, concluye que la guerra es un tema legítimamente sociológico, pero tristemente olvidado. La sociología ha estudiado "[...] la educación, la política, la economía, el sexo, el género, las conductas desviadas, el juego, la raza y cualquier otra cosa. Todo menos la guerra" (Tiryakian, 2004:63). Por ello, la guerra seguiría siendo la cara oculta de la modernidad. Hans Joas (2005:47), un eminente sociólogo alemán, abunda en lo mismo, cuando afirma que "[...] el estudio de la violencia [...] en las relaciones entre los Estados, no ha formado parte, desde tiempo inmemorial, del corpus de investigación de las Ciencias Sociales". Como se verá más adelante, la Psicología también habría ignorado gravemente el fenómeno de la guerra. El predominio de una orientación psicologista o individualista en el estudio de la naturaleza humana, durante la mayor parte de la trayectoria de esta disciplina, le habría distanciado verdaderamente de los problemas sociales o, a lo sumo, le habría conducido a concebir lo social como una extrapolación de lo individual. Por ello, el enfoque reduccionista pretendió asimilar la guerra a la conducta agresiva individual. Pero, últimamente, este despropósito está siendo resuelto desde una Psicología social de corte sociológico, más acorde con la esencia social de la guerra. Y ello a pesar de que, al menos en España, son extraordinariamente escasos los estudios dedicados a la guerra desde una perspectiva psicosocial. En estos últimos 20 años, sólo podemos destacar La guerra: realidad y alternativas, un libro compilado por F. Jiménez Burillo y F. Moreno Martín en 1992, donde se recogían varias de las comunicaciones presentadas en unas jornadas sobre la Guerra del Golfo, y dos artículos de la profesora Marina Herrera (1986, 1987) publicados en la revista Boletín de Psicología.

Tras las graves convulsiones de toda índole provocadas por la Segunda Guerra Mundial, los estudiosos de la guerra empiezan a replantearse, sin embargo, la concepción clásica de la misma. La guerra dejará de ser considerada, exclusivamente, como la manifestación o el enfrentamiento violento entre dos o más colectivos o naciones con el propósito de vencer al adversario, para pasar a ser concebida, más ampliamente, como el conjunto de fuerzas que contribuyen a su mantenimiento aun en tiempos de paz; incluyendo, por tanto, las partidas presupuestarias que cada uno de los Estados destina anualmente a la compra de armas. La guerra ya no será sólo un acto violento, sino que constituirá, sobre todo, un sistema social: el sistema de guerra, basado en la glorificación de la fuerza o la violencia como el árbitro último de los conflictos sociales (Falk y Kim, 1980). Dicha institucionalización de la guerra es lo que permite la persistencia de las ideas que la sustentan, las normas que la regulan, las colectividades que la protagonizan y los modos de actuar de cada uno de los bandos en los periodos en los que la guerra no se manifiesta abiertamente, es decir, mientras no se dan combates y no se producen, en consecuencia, muertes o destrucción. Los conflictos armados van a presuponer, por tanto, la existencia de al menos dos grupos hostiles, el uso prioritario de la fuerza, cierta continuidad en los enfrentamientos y un nivel de organización por ambas partes (Djalili, 1991). La guerra va a representar, en definitiva, "[...] una confrontación de intereses sociales, que acuden a las armas como recurso para dirimir sus diferencias [...] lo que cuenta ya no es la fuerza de la razón, [sino] la razón de su fuerza, de su poder militar, de su capacidad de golpear y destruir al contrario" (Martín–Baró, 1990a: 28).

Podría afirmarse, sin miedo a equivocarnos, que la muerte, el hambre, la pobreza y la destrucción representan, de manera universal, el espacio semántico de la guerra, pero no es así, sorprendentemente, cuando se trata de la política, la economía, el poder o la carrera armamentista. Ello se puso de manifiesto en un estudio de Wagner, Elejabarrieta y Valencia (1994) sobre las representaciones sociales de la guerra y la paz en España y Nicaragua, es decir, un país que carecía de una experiencia cercana de guerra y otro que acababa de vivirla, y aún sufría sus consecuencias. Los primeros términos formaban parte del núcleo estable de las representaciones sociales de la guerra, pero no los segundos. Y ello no deja de ser funcional para los objetivos del establishment, más interesado, obviamente, en esta aldea global de la que hablaba Mcluhan, en seguir focalizando la atención de la opinión pública sobre las consecuencias que en las causas de la guerra.

Tradicionalmente, el protagonismo político y económico de un país en la escena internacional ha venido derivando, por otro lado, de su poderío militar. Sin embargo, es a partir de la Segunda Guerra Mundial cuando, sobre todo en el mundo occidental, la seguridad y la importancia de un país empiezan a definirse por referencia a algo más que las armas o su territorio, adquiriendo mucha más trascendencia la situación económica, la estabilidad y la legitimidad política y psicológica (Chubin, 1991). Buenos ejemplos de ello son dos de las economías más pujantes del planeta, Alemania y Japón, que, tras ser vencidas en dicha conflagración mundial, pudieron dedicar todos los esfuerzos a su desarrollo económico y social, al quedar enormemente limitada su capacidad militar. Asimismo, la paz armada, propiciada por la política de equilibrio del terror y de la disuasión nuclear (véase Martín y Fernández–Rañada, 1996), puesta en práctica durante toda la etapa de Guerra Fría ha conllevado, paradójicamente que, con el transcurso de los años, en el mundo occidental en general, y en la Europa postclausewitziana en particular, la guerra ya no sea una alternativa deseable, sobre todo si ésta ha de ser vivida y sufrida directamente por las propias poblaciones occidentales. La caída del muro de Berlín, y la consiguiente desaparición del enemigo comunista, también habría contribuido a que en la opinión pública occidental hayan calado aún más las ventajas de la paz.

Además, la moral pragmática característica de este capitalismo global, tendente a valorar las intervenciones armadas en términos de costos y beneficios, estaría inhibiendo la implicación del mundo occidental en conflictos por razones humanitarias, tal y como sucedió en Ruanda en 1994, pero no evita, por el contrario, la intervención directa de las grandes potencias occidentales en aquellos otros escenarios conflictivos donde prevén preservar sus intereses, como ocurrió en la Guerra del Golfo y viene sucediendo en la actualidad en estos nuevos episodios de la Guerra de Irak. Este tipo de moralidad viene caracterizando, sobre todo, la política exterior norteamericana en aquellas zonas conflictivas del planeta. En este sentido, el nuevo orden mundial instaurado tras el final de la Guerra Fría no estaría evitando que, al más puro estilo imperialista, Estados Unidos, como única superpotencia global superviviente, siga interviniendo aún directamente en aquellos lugares donde trata de preservar sus intereses por la fuerza o, simplemente, se empeñan en garantizar su hegemonía, eso sí, siempre y cuando la guerra acontezca lejos de su territorio.

Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos declaró una guerra sin cuartel al terrorismo, lo que, unido fundamentalmente a los déficits del modelo de relaciones internacionales implantado tras la caída del muro de Berlín, está propiciando guerras preventivas y virtuosas, y la conculcación de los principios más elementales de la legalidad internacional e, incluso, de la ética y la moral universales, como se viene evidenciando en Guantánamo, Abu Ghraib y con la promulgación de la Patriot Act (véase Zulaika y Douglas, 2004). Por ello, algunas voces críticas han catalogado la política antiterrorista norteamericana como terrorista ella misma, a la vez que ilegal. Hoy, más que nunca, parece evidente que el desarrollo futuro de cualquier guerra va a depender de ese complejo entramado de intereses interdependientes de quienes conforman la red MIME–NET (military, industrial, media, entertainment network) (véase Der Derian, 2004), es decir, los militares, la industria armamentista, los medios de comunicación y la imaginación de Hollywood, cuyas ventajas previsibles serían la escasez de crítica interna para los gobiernos, lucrativos índices de audiencia para los medios de comunicación, e infoentretenimiento para un público practicante del militarismo deportivo. Como si el tiempo se hubiese detenido, el aforismo enunciado por von Clausewitz (1976) en el siglo XIX sigue estando, por desgracia, plenamente vigente, la guerra sigue siendo una continuación de la política por otros medios.

En definitiva, tras rastrear y señalar las concepciones más destacadas, la naturaleza básica, la evolución histórica más actual, y el significado y la utilidad de la guerra, nos resta hacer la exposición de las visiones llevadas a cabo por las Ciencias Sociales sobre este fenómeno, de las que van derivar una serie de medidas favorables al desarrollo de una cultura de la paz. Fundamentalmente por razones de unidad temática y claridad expositiva, hemos encuadrado las principales orientaciones teóricas sobre la guerra en tres grandes perspectivas (psicológica, antropológica y socioeconómica), para pasar después a exponer las dimensiones psicológicas y su relación con aquélla, y finalizar nuestro relato con la psicología de la paz y unas conclusiones. De este modo, hemos pretendido presentar una visión lo más cabal posible del fenómeno de la guerra, acorde con la complejidad y globalidad de la misma y el enfoque interdisciplinar que debería guiar su análisis e interpretación.

 

PERSPECTIVAS TEÓRICAS SOBRE LA GUERRA

La temática de la guerra ha sido abordada, fundamentalmente, desde tres grandes orientaciones: psicológica, antropológica y socioeconómica.

 

Perspectiva psicológica

En Psicología existen dos grandes enfoques sobre la guerra: el reduccionista y el psicosociológico. El enfoque reduccionista, por su parte, trata de explicar la guerra en términos de instintos, impulsos, agresividad, raza o disposiciones diversas. Dicho enfoque es compartido por la perspectiva innatista, que englobaría tanto al psicoanálisis freudiano como a la Etología, así como por el conductismo y el cognitivismo, es decir, por una serie de escuelas de pensamiento muy alejadas entre sí en cuanto a los mecanismos explicativos a los que recurren, pero que coinciden, sin embargo, en la adopción de un punto de vista psicologista o individualista sobre el comportamiento humano. De ahí que tratasen de generalizar, indebidamente, desde un plano individual a otro social o colectivo; pero explicar la conducta agresiva individual, verdadero objeto de estudio de dicho enfoque reduccionista, no es explicar la guerra, ya que se trata de dos fenómenos de naturaleza radicalmente distinta.

Fue así como la perspectiva innatista concibió la guerra como el resultado de los elementos naturalmente irracionales y destructivos de la naturaleza humana. La agresividad sería producto de una serie de mecanismos internos (genéticos, biológicos o pulsionales–instintivos), pero, en modo alguno, de la influencia del aprendizaje o de factores de carácter sociocultural o situacional. Particularmente, Freud, en su "Segunda teoría de los instintos", postulaba la existencia de un instinto de muerte o destrucción, que tendería a convertir lo animado en inanimado (Thánatos frente Eros). El Hombre sería un ser instintivamente agresivo, y por ello habría de ser controlado represivamente por la cultura. La guerra no sería más que la expresión de nuestro deseo inconsciente de destrucción. En palabras de Freud (1995: 298): "[...] En nuestro inconsciente, somos como el hombre primitivo, simplemente una banda de asesinos". En septiembre de 1932, poco antes de la ascensión de los nazis al poder, Freud respondió por carta a Albert Einstein acerca de sus interpelaciones sobre qué podría hacerse para defender a los hombres de los estragos de la guerra. En este intercambio epistolar entre ambas personalidades excepcionales, conocido como Warung krieg? (¿Por qué la guerra?) (véase Resta, 2001), Freud afirma que la cohesión comunitaria deriva, fundamentalmente, de la compulsión de la violencia y la ligazón de sentimientos (proceso de identificación entre los miembros de una comunidad). En Psicología de las masas y análisis del yo (2001) indica que la transformación en la masa es reducida al proceso de identificación con el líder, que evoca, en la historia individual, la identificación infantil con el padre, y, en la historia de la humanidad, la identificación de la horda primitiva con el caudillo. Desde su doctrina mitológica de las pulsiones halla una vía indirecta para combatir la guerra. Si la aquiescencia hacia la guerra implica un desbordamiento de la pulsión de destrucción, lo natural sería apelar a su contrario, al Eros; ya que todo lo que facilite la ligazón de sentimientos entre los hombres ejercería, al mismo tiempo, un efecto contrario a la guerra. Dicho lazo sentimental puede ser de dos clases: vínculos parecidos a los que se desarrollan con un objeto amoroso, aunque sin metas sexuales, y la identificación, que vendría provocada por todo aquello que favorezca relaciones comunitarias sustanciales entre los hombres. En definitiva, ya que la guerra sería producto de la agresividad transformada de los individuos, todo lo que promueva la cultura actuaría en contra de la guerra. Desde esta misma perspectiva innatista, McDougall atribuyó la guerra, entre otros, al instinto de pugnacidad, de carácter innato y de distinta intensidad según la raza. Y William James defendió, asimismo, el carácter hereditario de la disposición a la guerra.

Desde la Etología, Konrad Lorenz (1966) propone un modelo hidráulico de la agresividad, según el cual apenas sería necesaria la existencia de un estímulo previo para elicitar la respuesta agresiva, sino que, una vez acumulada la energía precisa, un mínimo estímulo sería suficiente para provocar la descarga del impulso agresivo, pudiendo darse también la descarga espontánea de dicho impulso sin ese estímulo previo que lo elicitase. Los etólogos consideran, asimismo, que la agresividad es una conducta filogenéticamente adaptativa, al servicio de la supervivencia, y con unas funciones territoriales, sexuales y de dominación de los más fuertes. Además, si la agresividad es consustancial a la naturaleza humana, se trataría de aceptarla como algo inevitable y de reconducirla hacia metas y objetivos no destructivos. En este sentido, Lorenz propuso canalizar la agresividad hacia objetos sustitutivos (actividad física, deporte, etc.), fomentar el conocimiento personal entre los individuos pertenecientes a grupos de intereses e ideologías enfrentadas, así como dirigir la agresividad hacia fines y valores deseados por la humanidad. Lorenz consideraba que una estrategia inteligente para canalizar la agresividad entre dos naciones rivales sería enfrentarlas en competencias deportivas (por ejemplo, los juegos olímpicos). En suma, en el planteamiento de los etólogos subyace la actualización del concepto aristotélico de catarsis, ya que, presumiblemente, la descarga controlada de los impulsos agresivos a través de diversos mecanismos aliviaría y purgaría la tensión del sujeto, volviéndolo, al menos temporalmente, relativamente pacífico.

Por otro lado, el conductismo, fundamentalmente a través de las teorías de la frustración–agresión y del aprendizaje social, considera que la agresividad se aprende, como cualquier otra conducta más. Si para los innatistas la agresividad estaría programada biológicamente, para el conductismo, sin embargo, el hombre ha de ser entrenado para matar. Y, por su parte, el cognitivismo concibe el conflicto social, y especialmente la guerra, como el resultado de una serie de percepciones distorsionadas entre los Estados–nación, que estarían motivadas, en la mayoría de los casos, por unos sistemas de creencias y unos valores culturales significativamente distintos. Dado que unos y otros, conductistas y cognitivistas, coinciden en que la agresividad es aprendida, deberían adoptarse, en consecuencia, las siguientes medidas: minimizar el número de modelos agresivos, aumentar los costos personales de toda conducta violenta, disminuir los refuerzos positivos de la agresividad, y establecer modos alternativos de conseguir metas deseables. Todo ello debería ir acompañado, además, de medidas sociales y políticas y de intervención en la familia, la escuela y los medios de comunicación. Pero, como venimos indicando, concebir la agresividad como una constante humana no dice mucho de lo que sucede en una guerra; sería preciso, sin embargo, dar cuenta del proceso que va desde la agresión a un individuo hasta la organización colectiva de la respuesta.

Éste es, precisamente, el objetivo primordial del enfoque psicosocio–lógico de la guerra. La guerra tendría así una dimensión institucional, caracterizada por una serie de valores, de los que se nutren las ideologías que la justifican y la sustentan. La guerra no podría ser entendida, además, sin la existencia de grupos ligados por alguna o varias características (raza, religión, clase social, intereses diversos, etc.), y sobre todo sin una incompatibilidad real o percibida entre esos grupos. Lo que, en definitiva, define a la guerra es la caracterización del contrario como enemigo. Ello va a conllevar (véase Moreno Martín, 1992):

• la imposibilidad de la convivencia, ya que cada uno de los contendientes trataría de alterar drásticamente la situación, eliminando o sometiendo al contrario, transformando las fronteras y, en suma, modificando sustancialmente la distribución del poder;

• la intencionalidad de causar daño, mediante el ejercicio de la destrucción material y humana;

• una organización premeditada, no impulsiva o momentánea, para eliminar o someter al contrario, o para obligarle a actuar de una forma determinada.

El síndrome de la imagen del enemigo implicaría, asimismo, (véase Spillmann y Spillmann, 1991):

• la desconfianza, dado que todo lo que proviniese del enemigo sería malo o, si pareciese razonable, obedecería a razones fraudulentas. De este modo, cuando una de las partes en litigio propone una solución, la otra, automáticamente, la considera menos favorable, razonando que si "es buena para ellos, es mala para nosotros". Este proceso es denominado devaluación reactiva (véase Ross y Nisbett, 1990);

• la culpabilización del enemigo y victimización del endogrupo: aquél sería el único responsable de las tensiones existentes, y tendría la culpa de todo lo que es negativo en las circunstancias presentes;

• una negatividad extrema: todo lo que haga el enemigo sería con la intención de perjudicarnos (personalismo vicario) (véanse Lilli y Rehm, 1988; Romero, 2008:33);

• la identificación con el mal: el enemigo encarnaría lo opuesto de todo lo que somos y de aquello por lo que luchamos; querría destruir aquello que más apreciamos, y habría de ser, por ello, eliminado;

• la simplificación negativa: todo lo que beneficia al enemigo nos perjudica, y viceversa;

• la negación de la individualidad: todo aquel que pertenezca al grupo contrario sería, automáticamente, nuestro enemigo;

• la negación de la empatía: no tendríamos nada en común con nuestro enemigo; ninguna información podría hacernos cambiar nuestra percepción del enemigo; los sentimientos humanos y los criterios éticos hacia el enemigo serían peligrosos e imprudentes.

En definitiva, se devaluaría al enemigo hasta convertirlo en objeto y deshumanizarlo completamente, desapareciendo las normas y los escrúpulos éticos en el trato con él. Sorprendentemente, estos mismos seres humanos serían capaces de actuar en el seno de su propio grupo como personas perfectamente racionales y normales.

La comprensión del fenómeno de la guerra requiere, asimismo, profundizar en el conocimiento de los procesos psicosociológicos que la sustentan o desencadenan (véase Moreno Martín, 1992). Así, la guerra sería el resultado de una situación previa de polarización entre los grupos, lo que implicaría la adhesión y la fidelidad estricta al endogrupo y la absoluta incompatibilidad con el contrario. La ambigüedad y la duda no tendrían cabida en la guerra. Ésta será presentada, además, como algo inexorable. No hacerla significarían males mayores para el grupo o la nación. La manifestación abierta o velada de la guerra iría siempre acompañada de una justificación (moral, ética, política, económica, religiosa, etc.), basada en una serie de valores compartidos por el grupo (la salvación de la patria, la defensa de las libertades y de la unidad nacional, la supervivencia económica del país, la liberación de los oprimidos, la identidad política o religiosa, etc.). Cualesquiera amenazas a éstos u otros valores justificarían, en consecuencia, el desencadenamiento de las hostilidades; no deseables, pero preferibles a la consumación de dichas amenazas. Finalmente, los individuos acabarían por comprometerse ideológica y activamente en el desarrollo del conflicto.

La institucionalización de la guerra y su arraigo en el entramado social tendrían lugar, asimismo, a través de la socialización bélica, un proceso de carácter evolutivo y universal, presente tanto en los países en guerra como en los que no lo están.

En definitiva, la persistencia de la guerra a lo largo de la historia de la humanidad sería explicable por la forma en la que ha sido transmitida de generación en generación a través del proceso de socialización, su naturaleza institucional, su funcionalidad, y la vinculación de sus valores fundamentales con algunas necesidades humanas básicas, tales como la supervivencia física y la integridad social o moral de los individuos. Al contrario de lo que dictamina el enfoque reduccionista, no sería su agresividad lo que induce a los individuos a la guerra, sino su vinculación con el grupo que entra en conflicto y las normas que le rodean. Oponerse a la guerra sería hacerlo en su dimensión institucional, y no limitarse únicamente a su manifestación final (Moreno Martín, 1992).

 

Perspectiva antropológica

Los antropólogos son quienes más han destacado el papel que desempeñan las diferencias culturales en la aparición de los conflictos bélicos. De este modo, partiendo del supuesto de que todos los miembros de una determinada sociedad comparten unas mismas características culturales, las guerras serían el resultado de los distintos sistemas de valores culturales existentes entre los Estados–nación.

Una de las cuestiones más relevantes planteada por los antropólogos es la de determinar si la conducta bélica tendría un carácter universal. Centrándose sobre todo en sociedades tribales, algunos antropólogos han constatado que existen pueblos o tribus pacíficas, que mantienen una clara ética de paz y nunca han disputado, por tanto, una guerra. En este sentido, Montagu (1978), tras analizar las pautas de conflicto existentes en siete sociedades de pequeña dimensión, llegó a la conclusión de que los bajos niveles de conflictividad detectados se debían a que los niños tenían múltiples tutores afectuosos —quienes les prestaban, además, una continua vigilancia—, la diferenciación de géneros y la tensión sexual eran bajas, y el compartir con los demás era socialmente muy valorado. Estas sociedades carecían, asimismo, de modelos de personas hiperagresivas y, por último, las imágenes internas de los demás solían ser de apoyo, de confianza, de cooperación y de ayuda. Los estudios antropológicos (véanse Harris, 1977, 1992) señalan, asimismo, que en las sociedades primitivas de cazadores y recolectores, las guerras cumplían una función de adaptación al medio, al haber entrado en competencia por recursos, tales como tierras y bosques, de los que dependería su oferta de alimentos. La escasez de estos recursos habría sido debida a su agotamiento, a la creciente densidad de población, o a una combinación de ambos factores. Los grupos locales se enfrentarían así periódicamente, ante la perspectiva de tener que reducir su tasa de crecimiento poblacional o su nivel de consumo de recursos. Reducir sus poblaciones sería costoso en sí mismo, dado que no dispondrían de unos métodos de anticoncepción y aborto adecuados. Y la reducción en la cantidad y calidad de los recursos alteraría la salud y el vigor de la población, provocando un número mayor de muertes por desnutrición, hambre y enfermedad, "[...] y vidas cortas, pobres y horribles para todos" (Harris, 1992:17). Por ello, la guerra sería una alternativa atractiva.

 

Perspectiva socioeconómica

Si bien es cierto que entre la pobreza, la desigualdad y el recurso a las armas hay más una correlación que una relación causal, la dinámica de las relaciones internacionales predominante tras el final de la Segunda Guerra Mundial y la localización de la inmensa mayoría de los conflictos bélicos en el Tercer Mundo, han evidenciado una íntima conexión entre el grado de desarrollo económico, social y político de un país y la guerra. Ello nos haría albergar la esperanza, sin embargo, de que el desarrollo económico, y la estabilidad sociopolítica derivada, suprimiría por sí solo algunas de las causas fundamentales de la guerra. Cuando la vida dejara de ser "repugnante, brutal y breve" (Chubin, 1991:164), el recurso a la fuerza ya no tendría cabida en el Tercer Mundo.

Existen, por otro lado, distintas visiones de la relación establecida entre el imperialismo y la guerra: conservadora, liberal, marxista y la del Complejo Militar Industrial. La teoría realista constituye el análisis político más destacado de esta situación desde una perspectiva conservadora. Surgida en la década de 1940 en los países anglosajones bajo la rúbrica de teoría de las relaciones internacionales, ha versado, esencialmente, sobre la problemática de la guerra y los conflictos (véase De Senarclens, 1991), y no sólo ha adquirido una gran importancia en el ámbito académico sino también en la práctica, ya que viene orientando la diplomacia estadounidense desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días. Algunos de los autores más relevantes de esta corriente de pensamiento son Hans Morgenthau (1985), Arnold Wolfers (1946) y Raymond Aron (1962), desde el campo de la ciencia política; Edward H. Carr (1962), desde el campo histórico; y, por último, un periodista conocido en Psicología social por su definición del concepto de estereotipo, Walter Lippmann.

Con el ánimo de explicar la guerra, esta teoría sitúa el conflicto en el centro de las relaciones internacionales. Los conflictos y las guerras constituirían el resultado de un estado de desorden institucional, específicamente de las contradicciones ineluctables entre las aspiraciones estatales irreconciliables. Esta situación vendría favorecida por un modelo de relaciones internacionales caracterizado por la inexistencia de una autoridad común y de un gobierno central que disponga de medios de coerción. A ello contribuiría, además, la gran heterogeneidad del sistema de relaciones internacionales. En este sentido, los Estados no obedecerán a una misma concepción de la política y, de hecho, se encuentran organizados según principios diferentes de legitimidad, y los pueblos seguirán tradiciones culturales distintas e, incluso, antagónicas. La política exterior de los Estados será, a veces, inconstante, sobre todo cuando se vea sometida a los avatares y fluctuaciones de gobiernos democráticos. Y, en consecuencia, la paz y la guerra constituirán dos realidades que alternan su protagonismo en el ámbito de las relaciones interestatales.

Los autores realistas han acomodado así el principio de Hobbes relativo a la sociedad civil al campo de las relaciones internacionales: sin un poder capaz de inspirar miedo, el Hombre vivirá en estado de guerra. Las dos grandes superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial —Estados Unidos y la antigua Unión Soviética— se apoyaron, precisamente, en esta premisa para legitimar su política de bloques, lo que, a su vez, propició la intromisión e intervención política y militar en los asuntos internos de los países de sus órbitas respectivas, el desarrollo de la carrera armamentista convencional y nuclear y, en definitiva, la configuración de un orden mundial velado y dominado por estas dos grandes superpotencias (Czempiel, 1995). En la actualidad, el realismo sigue siendo una corriente de inspiración conservadora, defensora, aún, de la carrera armamentista. Sin embargo, sus orientaciones son sospechosas desde un punto de vista ético. En este sentido, al considerar que los criterios de la moral individual no son aplicables a los círculos dirigentes, los realistas sostienen implícitamente la razón de Estado, fundada en los intereses de la seguridad nacional, además de apelar más o menos abiertamente al maquiavelismo y justificar la puesta en práctica de sus concepciones por parte de un príncipe ilustrado (De Senarclens, 1991).

No obstante, es de sobra conocido que esta visión conservadora y realista de las relaciones internacionales, la llamada realpolitik, ha propiciado por doquier la vulneración sistemática de los derechos humanos, expresada a través de las dictaduras más sangrientas e, incluso, por el genocidio de pueblos enteros. La caída del comunismo y, en consecuencia, la instauración de un nuevo orden mundial, en modo alguno están contribuyendo a la paz y a una estabilidad social, política y económica generalizada. Las nuevas estructuras por las que se rige ahora la comunidad internacional siguen favoreciendo así las relaciones de dependencia y opresión entre las naciones, los procesos de marginación social de grandes sectores de la población mundial, los movimientos migratorios descontrolados desde el Sur hacia el Norte, los conflictos étnicos, las guerras civiles y regionales y el terrorismo. El análisis político realista de las relaciones internacionales también ha ignorado gravemente las consecuencias generadas por el modelo de desarrollo de la economía de mercado, las problemáticas medioambientales, la situación de los refugiados, el crecimiento demográfico y los nuevos antagonismos religiosos y culturales; es decir, toda una serie de circunstancias que se encuentran en la base de la mayor parte de los conflictos actuales (véanse Romero, 1994, 1999, 2006b, 2007a, 2007b, 2008).

La perspectiva liberal o keynesiana consideraba, asimismo, que el retorno a la prosperidad económica tras la crisis de 1929 se debió, en gran medida, a la carrera armamentista de aquella época. Pero, en contra de dicha tesis, los hechos vendrían a demostrar que, tras la Segunda Guerra Mundial, los países industrializados con un menor gasto militar fueron, al mismo tiempo, los que experimentaron un mayor crecimiento económico, como ha sucedido en Alemania y Japón.

El marxismo percibía, sin embargo, una íntima relación entre el capitalismo, los gastos militares y la guerra. En El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin (1976) afirmaba que las guerras y el militarismo eran el resultado ineludible del sistema capitalista. Mientras perduren los Estados–nación capitalistas altamente militarizados, las guerras para conseguir nuevas divisiones del mundo continuarán, hasta que se acabe totalmente con el sistema a través de una revolución social universal.

Partiendo de una nueva concepción del imperialismo moderno, los teóricos del Complejo Militar Industrial destacaron, por último, el hecho de que, frente a una mayor independencia política, el imperialismo de nuestros días se caracteriza por mantener una fuerte dependencia económica (Galtung, 1980). En este sentido, la escuela del Complejo Militar Industrial plantea que los grupos poderosos —integrados, fundamentalmente, por fabricantes de armas y líderes políticos y militares—, movidos por fuertes intereses económicos, políticos y militares, promoverán relaciones antagónicas entre las naciones y fomentarán la guerra, con el fin de dar salida a la potente industria que gira en torno a la fabricación de armas. Muestra de ello es el billón de dólares norteamericanos gastado en armas tan sólo en 1989 en todo el planeta; cifra que equivalía, por un lado, al PNB de los 41 países más pobres del mundo, es decir, a la producción de 3 mil millones de personas, y, por otro, al 6% de la producción total mundial; el 80% de las exportaciones de dichas armas fueron destinadas al Tercer Mundo, las cuales serían vendidas en su mayoría, por orden de importancia, por cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (Estados Unidos, la antigua Unión Soviética, Francia y Gran Bretaña); el organismo, según el mito, responsable de mantener la paz mundial (Sutcliffe, 1992). En el año 2000 (véase Burrows, 2003), ya desaparecido el enemigo comunista, el 88.6% de la venta de armas en todo el planeta corrió a cargo de estos mismos países mencionados, además de Alemania y los Países Bajos. El importe total de dicha operación ascendió a la astronómica cifra de 102 101 millones de euros. Los principales compradores fueron, por orden de importancia, Taiwán, Arabia Saudita, Turquía, Corea del Sur, China e India, es decir, países donde se vulneran habitual o sistemáticamente los derechos humanos, que se encuentran en un estado de conflicto permanente por diversas causas, o que representan, simple y llanamente, algunas de las dictaduras más abyectas de la actualidad. En lugar de atender las innumerables necesidades de toda índole de sus respectivas poblaciones, estos seis países gastaron en la compra de armas la friolera de 41 100 millones de euros. El mantenimiento de una economía de guerra en Estados Unidos estaría motivado, asimismo, por el deseo de preservar su papel de gendarme mundial, ya que la hegemonía norteamericana no deriva de su ejemplo como país, de su mejor técnica o su mayor estatura moral, sino sólo de su potencial militar.

El Tercer Mundo se ha convertido así en el escenario prioritario de la guerra y de todas sus miserias asociadas. En este sentido, más de 160 de los 170 conflictos de importancia acaecidos tras la Segunda Guerra Mundial han tenido lugar en el Tercer Mundo. Un tercio de estos países se ha visto envuelto en guerras, y casi la mitad en insurrecciones (Chubin, 1991). Ello les ha supuesto unos 25 millones de muertos y 75 millones de heridos, siendo la gran mayoría de ellos civiles.

Aunque la multiplicidad de causas y su interconexión hagan difícil todo intento de clasificación, en el Tercer Mundo se han dado, fundamentalmente, tres tipos de conflictos: globales, regionales e internos (véase Djalili, 1991).

A la primera categoría pertenecen los conflictos de la descolonización, los que fueron el resultado de la proyección al sur del conflicto Este–Oeste, y aquellos otros en los que se inmiscuyeron las grandes potencias. Generalmente, los conflictos entre los Estados desarrollados y los subdesarrollados han sido una herencia de la época colonial. Aunque la descolonización se hizo de manera relativamente pacífica, hubo algunos casos en los que las potencias coloniales trataron de perpetuar su presencia a toda costa. Los más sobresalientes fueron la guerra de Indochina (1945–1954) y la de Argelia (1954–1962). El equilibrio nuclear y la disuasión entre las grandes superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial conllevaron el desplazamiento de su rivalidad a la periferia del sistema internacional: al Tercer Mundo. Testimonio de ello fueron las guerras de Corea (1950–1953), Vietnam (1945–1954, 1960–1965 y 1965–1975) y Afganistán (1978–1986); países en los que se sufría una guerra civil antes de que la intervención exterior extendiera el conflicto.

A la modalidad de conflicto regional por lo general han correspondido los conflictos clásicos entre dos Estados, los intentos de hegemonía de algunas potencias locales sobre sus áreas de influencia y los conflictos irredentistas. El más frecuente de ellos durante la segunda mitad del siglo XX fue el conflicto clásico, generado en la mayoría de las ocasiones por las discrepancias entre dos Estados en el trazado de sus fronteras, unidas a otra serie de antagonismos políticos e ideológicos y a ambiciones económicas diversas. Los ejemplos más notorios de estas guerras clásicas fueron: el conflicto árabe–israelí (1948–1949, 1956, 1967, 1973 y 2006) y las guerras de Irak–Irán (1980–1988) e India–Pakistán (1947–1949, 1965 y 1971). En otros casos, el foco del conflicto ha estado motivado por la aparición de potencias regionales con una vocación expansionista. Así, basándose en presuntas razones históricas o apoyándose en el peso que les confería la extensión de su territorio, la importancia de su población o, simplemente, la voluntad expresa de un líder autoritario, algunos Estados se sintieron tentados a practicar una política de liderazgo regional sirviéndose de la fuerza. Ése fue el caso de la Guerra del Golfo a principios de la década de 1990 y recién caído el muro de Berlín, un conflicto que después acabaría por internacionalizarse. Los conflictos por motivos irredentistas han sido, sin embargo, los menos habituales. De cualquier manera, aunque las guerras en el Tercer Mundo no suelen superar las dimensiones regionales, a medida que un número cada vez mayor de países u organizaciones de dicho espacio geopolítico traten de hacerse valer y respetar en el concierto internacional por su posesión de armas de destrucción masiva, el sistema internacional en su conjunto podría verse afectado. Muestra de ello podría ser la reciente crisis desatada en torno a las aspiraciones iraníes de poseer capacidad nuclear, o las gravísimas consecuencias de cara a la estabilidad y la seguridad mundial que podría seguir representando la actuación transnacional del terrorismo fundamentalista islámico (véanse Romero, 2006b, 2007a).

Los conflictos internos de un Estado son, por último, los más numerosos, los más mortíferos y, a veces, los más largos. Tras la Segunda Guerra Mundial, el Tercer Mundo ha sufrido 73 guerras internas de importancia. Las más destacadas de ellas acaecieron en Nigeria (1967–1970), Etiopía (1974–1986), Sudán (1963–1972), Chad (1965–1998), Líbano (1975–1976) y Ruanda (1956–1965 y 1994–1996). Este tipo de conflicto ha estado motivado, fundamentalmente, por el trazado arbitrario de fronteras durante la época colonial y su imposición posterior, las diferencias étnicas y religiosas asociadas a lo anterior, las rivalidades políticas e ideológicas entre el poder establecido y las fuerzas de oposición, el excesivo centralismo, la homogeneización política e identitaria forzadas, y la ausencia de unas estructuras de concertación democrática y de consenso nacional.

En definitiva, hay muchas razones para pensar que, por desgracia, la guerra seguirá estando presente en el Tercer Mundo, ya que a la aparición de nuevos nacionalismos agresivos, los problemas étnicos y religiosos avivados por vecinos o enemigos, la tremenda distribución desigual de los recursos, la falta de solidez de los equilibrios regionales de poder, la carencia de libertades políticas e individuales, y el estado de corrupción casi generalizado de dichas sociedades se unirían, además, la avidez y la falta de escrúpulos del mundo occidental por seguir fomentando el negocio de la venta de armas, y los déficit del modelo de relaciones internacionales vigente que, como se viene evidenciando, es de un marcado tinte imperialista. Por todo ello, será improbable el reinado de la paz, la justicia y la libertad a escala global.

 

PRINCIPALES DIMENSIONES PSICOLÓGICAS

A la hora de analizar los procesos psicológicos que subyacen en las relaciones conflictivas entre los Estados–nación, hemos de considerar tres dimensiones básicas: motivacional, cognitiva y las estrategias de toma de decisiones (véanse Herrera, 1987; Herrera, Garzón y Seoane, 1986; Seoane et al., 1988).

En la actualidad, ya no se cree que la agresividad sea el motivo fundamental que conduce a la guerra. En este sentido, White (1984) consideraba que la agresividad, comparada con los motivos de poder y el miedo, no sería la causa primordial de la guerra. Así, si se analizan las características del sistema de guerra vigente, existen argumentos suficientes para considerar que el miedo ante un primer ataque por parte del enemigo sería un motivo más importante para explicar el estallido de una guerra que la supuesta agresividad o ira de quienes han de tomar dicha decisión. El análisis histórico de guerras acaecidas durante el siglo XX pone de manifiesto, asimismo, que éstas no fueron el resultado de una reacción agresiva descontrolada, sino del miedo a parecer débil e indeciso, del miedo a sufrir un ataque con éxito por parte del enemigo si no se atacaba primero, o del miedo a que se produjese un cambio en el balance del poder y el país se encontrase en clara desventaja (Kos, 1996). En consecuencia, el miedo, o la respuesta ante la percepción de una amenaza o ataque externo, y el poder, entendido como la competencia internacional para el ejercicio del dominio sobre los otros y la búsqueda del prestigio nacional, suelen ser los dos motivos fundamentales que conducen a las guerras, aunque el miedo a recibir represalias con armas atómicas refrenara, asimismo, las ansias belicistas de las dos grandes superpotencias durante toda la etapa de Guerra Fría.

Esta serie de motivos suele aumentar el nivel de cohesión y los sentimientos nacionalistas de los ciudadanos; provocando, a su vez, un fuerte etnocentrismo, caracterizado por la exaltación de los valores nacionales y el rechazo de todo lo que provenga del exterior, y pueda perturbar dicho sistema de valores. Como hemos indicado antes, la actitud etnocentrista favorecería, asimismo, el desarrollo de percepciones distorsionadas sobre las verdaderas intenciones de otros países (White, 1984). Fue así como el mantenimiento de una imagen diabólica del enemigo (percepción negativa del exogrupo basada en el error fundamental de atribución), al mismo tiempo que se atribuía al endogrupo una elevada posición moral, favoreció el clima de conflicto vivido durante la etapa de la Guerra Fría, la fuerte escalada armamentista e, incluso, la posibilidad de que estallara una nueva guerra mundial durante aquel periodo histórico.

El etnocentrismo, el miedo y el deseo de poder pueden incidir, por último, en el proceso de toma de decisiones de iniciar o participar en una guerra. En este sentido, frente a los modelos racionales, que consideran al ser humano como un procesador ideal de la información —cuando éste analiza y valora las opciones de que dispone en función de la relación costos–beneficios, y elige, en consecuencia, la alternativa de la que espera obtener una máxima utilidad—, se encuentra la teoría perceptiva que hará un especial hincapié en la capacidad subjetiva de los seres humanos a la hora de interpretar el mundo que les rodea. Es así como "[...] la política exterior de una nación no se dirige al mundo exterior en sí mismo, sino a la imagen simplificada del mundo que poseen quienes toman las decisiones políticas" (Herrera, 1987:44). En situaciones de crisis, sobre todo, las elites políticas deben analizar grandes cantidades de información ambigua e inconsistente con una gran premura de tiempo, lo cual conduciría a vivir momentos de estrés, que acabarán por repercutir negativamente en el procesamiento de la información, aumentando así tanto la probabilidad de hacer caso omiso de una buena parte de las interpretaciones alternativas de los sucesos, como de analizar los posibles resultados del conflicto en términos absolutos (victoria o derrota), e incrementando, en consecuencia, la tendencia a tomar decisiones demasiado arriesgadas.

 

HACIA UNA PSICOLOGÍA DE LA PAZ

Es indudable que las guerras, la violencia, la muerte y la destrucción constituyen, por desgracia, parte de la realidad cotidiana, pero también es cierto que, sobre todo desde hace algunas décadas, la búsqueda y conservación de la paz se han convertido en una de las grandes aspiraciones del hombre actual. Muestra de ello es la atención prestada por el mundo académico a dicha temática. Así, en Estados Unidos, más de 200 universidades ofrecen en la actualidad programas de estudios sobre la paz (De Rivera, 1991). En España, la Universidad Jaime I, con sede en Castellón, imparte, desde mediados de la década de 1990, una maestría sobre la Paz y el Desarrollo y, por su parte, el Seminario sobre la Paz y los Conflictos de la Universidad de Granada también viene realizando una importante labor sobre esta temática.

Es evidente que el estudio de la paz ha de hacerse desde una perspectiva interdisciplinar, que recoja las aportaciones de distintos campos científicos como la Ciencia Política, la Economía, la Historia, la Antropología, la Sociología y la Psicología. Las aportaciones de esta última provienen, sobre todo, de áreas como la Psicología clínica, la Psicología evolutiva y la Psicología social, pero, a pesar de que la American Psychological Association ha creado una nueva sección dedicada a la Psicología de la paz, aún no existe una especialidad profesional concreta, sino que distintas personas han intentado aplicar sus conocimientos específicos a la promoción de la paz (De Rivera, 1991).

Concretamente, los psicólogos sociales se han interesado por el estudio de las diversas temáticas que giran en torno a la paz, tales como las distintas estrategias de resolución de conflictos, las actitudes hacia la violencia y la percepción de las armas nucleares, los procesos de toma de decisiones gubernamentales y los factores que inducen al pacifismo.

Así pues, la Psicología podría desempeñar un gran papel en la educación y promoción de la paz, mediante la enseñanza de habilidades de comunicación y negociación entre los individuos y grupos (Fischer y Ury, 1981), y la evaluación de aquellas circunstancias bajo las cuales se debería recurrir al empleo de la fuerza armada, así como a su control. La Educación para la paz debe concienciar, asimismo, al ciudadano en la intrínseca relación existente entre la paz, la dinámica de las relaciones económicas y políticas internacionales, la justicia y el desarrollo social.

La Educación para la paz es heredera, por otro lado, de un legado histórico amplio, plural y sugerente, que podría ser estructurado en cuatro grandes etapas (véase Jares, 1992). Así, tras la Primera Guerra Mundial, surgió el movimiento de la Escuela Nueva, cuyas miradas iban dirigidas hacia la escuela, como instrumento fundamental para evitar el mal de la guerra. La educación, el utopismo pedagógico y la dimensión internacionalista constituyeron las principales ideas de dicho movimiento educativo. Tras la Segunda Guerra Mundial, la creación de la ONU y de su filial, la UNESCO, la Educación para la paz amplió sus propósitos a la educación para los derechos humanos y el desarme. Más adelante, influida por el Movimiento de la No Violencia, la Educación para la paz destacó, además, en la búsqueda de la verdad y la libertad a través de la autonomía y afirmación personal, la íntima conexión entre medios y fines, y el afrontamiento de los conflictos de manera no violenta, lo que podría conducir a la desobediencia ante aquellas situaciones que engendrasen injusticia. Finalmente, ya en la década de 1960, el nacimiento de la denominada Investigación para la paz va a conllevar la revisión y re formulación del concepto de paz hasta entonces vigente, el desarrollo de la teoría gandhiana del conflicto y, por influencia de las ideas pedagógicas de Paolo Freire, la Educación para el desarrollo.

Uno de los principales logros alcanzados por dicho movimiento educativo a lo largo de muchos años ha sido, pues, poner en entredicho la concepción todavía predominante de la paz en el ámbito global: la occidental, que, heredera de la pax romana y limitada en exclusiva a la ausencia de conflictos bélicos entre los Estados, sigue siendo, sin embargo, un concepto pobre, insuficiente y políticamente interesado (Jares, 1992). Por ello, desde la Investigación para la paz, ésta va a adquirir un nuevo significado, al considerarla no sólo como la antítesis de la guerra sino de la violencia, ya que la guerra sería un tipo más de violencia organizada. Es así como Galtung (1985) distingue entre violencia directa y violencia estructural. Si la violencia directa se plasma en la agresión física, la estructural va a trascender las manifestaciones físicas concretas de la agresividad, y sería inherente a las estructuras sociales injustas. "[...] Llamar paz a una situación en la que imperan la pobreza, la represión y la alienación [sería] una panoplia del concepto de paz" (Galtung, 1981:99).

La cultura podría ser utilizada, asimismo, para legitimar tanto la violencia estructural como la directa. Este tercer tipo, denominado por Galtung violencia cultural, suele estar integrado por sentimientos, actitudes, concepciones sobre el mundo y representaciones sociales diversas. En este sentido, Valencia y colaboradores (1999) llevaron a cabo un estudio en el País Vasco (España), tratando de averiguar qué aspectos de la violencia cultural pueden encontrarse en las concepciones sobre la paz en función de la pertenencia grupal. De modo que en el País Vasco predominarían dos nociones básicas de la paz: la minimalista y la maximalista revolucionaria. La primera es mantenida por quienes adoptan una identidad españolista, y consiste en equiparar la paz con la ausencia de guerra, siendo partícipes, además, de mantener el statu quo —al no percibir la necesidad de cambio de las estructuras del sistema— mediante la ley y el orden, y el uso, en su caso, de la fuerza. Esta visión minimalista reproduce así la tradición greco–romana y se asemeja en gran medida a lo que Galtung denomina violencia cultural. Los abertzales o quienes se identifican prioritariamente como patriotas vascos e independentistas suelen mantener, sin embargo, una concepción maximalista revolucionaria de la paz, al mostrarse contrarios a la carrera armamentista y al ejercicio de la violencia por parte de los Estados, a la vez que son partidarios de la justicia social y los cambios estructurales, aunque, paradójicamente, no rechacen e, incluso, lleguen a legitimar el uso de la violencia por parte de las minorías. Sin duda, esta visión parcial e interesada de la violencia, adoptada por el mundo abertzale, guarda relación con el hecho de que en el País Vasco predomine un nacionalismo de carácter étnico, la presencia del terrorismo y, en definitiva, la situación de conflicto, denominada, eufemísticamente, problema vasco (véase Romero, 2006a).

El nuevo concepto de paz o paz positiva será, por otro lado, un proceso dinámico y permanente, va a ser el reflejo de unas estructuras justas y escasamente violentas, exigirá de la igualdad y reciprocidad en las relaciones entre las partes, afectará a todas las dimensiones de la vida, ya que no sería reductible a la política internacional o de Estado, y conllevaría el desarrollo integral social, personal y de los derechos humanos. De ahí que la Educación para la paz requiera un proceso educativo continuo y permanente, fundamentado en dicha paz positiva y en una perspectiva creativa del conflicto, tendente al desarrollo de un nuevo tipo de cultura, la cultura de la paz, que ayude a las personas a develar críticamente una realidad compleja, conflictiva y cambiante. En este sentido, Morales y Leal (2004) tratan de mostrar los niveles de paz existentes en España a través de una serie de índices, tales como: las estrategias de resolución de conflictos no violentas, la igualdad entre los géneros, la cohesión social, la participación democrática, la disponibilidad de información libre y abierta, los derechos humanos, el desarrollo igualitario y sostenible y la seguridad internacional.

En suma, según Jares (1992), los principios en los que habría de basarse la Educación para la paz serían los siguientes:

• una forma peculiar de educación en valores. La Educación para la paz debe hacerse desde y para unos valores determinados, tales como la justicia, la cooperación, la solidaridad y el desarrollo de la libertad y autonomía personal; al mismo tiempo, a la vez que se cuestionan aquellos otros valores contrarios a la cultura de la paz: la discriminación, la intolerancia, el etnocentrismo, la obediencia ciega, la falta de solidaridad y el conformismo;

• la Educación para la paz debe ser contraria al chauvinismo y la exaltación patriótica. La construcción de la identidad social, el sentimiento de pertenencia a un pueblo o nación no tendría por qué realizarse a expensas de denostar o degradar a otros grupos o naciones (Delval y Del Barrio, 1992);

• educar para la paz sería hacerlo para la acción;

• la Educación para la paz debe hacerse desde una perspectiva holística, capaz de transmitir un sentido cabal y crítico de las diversas problemáticas internacionales y que apueste, inequívocamente, por la defensa de los derechos humanos, el multiculturalismo, el desarme, el desarrollo económico y social, y las estrategias de resolución de conflictos no violentas.

 

CONCLUSIONES

Todavía hoy la guerra sigue formando parte, sobre todo, de la realidad cotidiana de la gran mayoría de la población mundial, es decir, de aquella que es alienada por el sistema político y económico vigente internacionalmente, y habita en el Tercer Mundo. El mundo occidental viene ejerciendo así una violencia estructural sobre los países débiles y menores de dicha región, donde la extrema pobreza y la propia guerra suelen conformar una especie de nudo gordiano, difícil de romper. Tras la Segunda Guerra Mundial, la guerra era alejada así del mundo occidental, a la vez que se localizaba, fundamentalmente, en el Tercer Mundo.

En definitiva, esa paz positiva de la que habla Galtung exigirá ante todo un reparto justo y equitativo de los recursos entre los grupos y las naciones. El camino hacia la paz requerirá así profundas transformaciones de carácter psicológico, social, político, económico y cultural y, por tanto, la configuración de un nuevo orden mundial muy alejado de sus coordenadas actuales.

 

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