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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.70 no.2 Ciudad de México abr./jun. 2008

 

Artículos

 

La democracia mexicana, presa de una cultura política con rasgos autoritarios

 

Mexican Democracy, Overcome by a Political Culture with Authoritarian Features

 

María Aidé Hernández*

 

Recibido: 28 de enero de 2007.
Aceptado: 27 de febrero de 2008.

 

* Doctora en Ciencias Sociales, Facultad Latinoamericana en Ciencias Sociales. Profesora de la Universidad Iberoamericana y de la Universidad Nacional Autónoma de México. Temas de especialización: cultura política; capital social; ciudadanía; democracia. Número de teléfono: 0179–1913–3022. Correo electrónico: maaaide@yahoo.com.

 

Resumen

A pesar de las transformaciones políticas que han ocurrido en México durante los últimos 20 años, la cultura política del mexicano ha dejado ver pocos avances. Actualmente siguen predominando características que no fomentan una participación autónoma y propositiva que ayude al éxito de la democracia. Entre ellas destacan el conocimiento e interés por la política; la confianza interpersonal, en las instituciones y en la democracia; la tolerancia; y la competencia subjetiva. Este panorama propicia que sigan prevaleciendo rasgos autoritarios como el clientelismo y el corporativismo, los cuales no fortalecen la democracia. Los pequeños cambios culturales se han dado en el ámbito electoral, donde no sólo hay una gran aceptación a la pluralidad y competencia entre los partidos políticos: ahora los ciudadanos consideran el voto ya no como un derecho sino como un arma política.

Palabras clave: cultura política autoritaria.

 

Abstract

In spite of the political transformations occurred in Mexico during the last 20 years, the Mexican citizen's political culture has shown few improvements, since certain characteristics keep on prevailing and do not encourage an autonomous participation contribuing to the success of the democratic process. Some of the most relevant advances for such process are knowledge and interest in politics; confidence in the interpersonal relationships, in institutions and in democracy; tolerance; and subjective competence. Their absence favours the prevalence of authoritarian features as clientelism and corporativism. Small cultural changes have taken place in the electoral domain though, where there is a great acceptance of plurality and competition among the political parties and citizens consider suffrage not as a right but as a political weapon.

Key words: Authoritarian political culture.

 

Un tema poco tratado en el debate sobre la consolidación democrática en México es el papel que desempeña la cultura política. Autores como Almond, Verba, e Inglehart han señalado que un régimen democrático necesita de una cultura política que le sea congruente, que pueda promover la participación y fortalecer sus instituciones. En este sentido, el presente artículo tiene como principal objetivo exponer que en México la reciente democracia no va acompañada de una cultura política democrática. Tal situación de incongruencia puede conducir tanto a retrocesos en el ámbito institucional como a promover formas de participación verticales y no autónomas, las cuales dificultarían el éxito de la joven democracia mexicana.

El artículo tiene principalmente dos propósitos. El primero consiste en señalar —al igual que lo han hecho autores como Durand Ponte (1995; 2004)— que la cultura política mexicana no ha logrado ser democrática y —por lo mismo— siguen prevaleciendo prácticas autoritarias como el corporativismo o el clientelismo, o los dos. El segundo consiste en demostrar que este tipo de cultura no es reciente sino que ha persistido con el transcurso de los años, a pesar de los cambios políticos.

La siguiente pregunta guiará el presente trabajo: ¿Cuáles son las características culturales del mexicano que no le han permitido afianzar una participación autónoma y que han consentido la existencia de rasgos autoritarios? Para responder a tal interrogante, el estudio definirá el concepto de cultura política, así como las variables que la explican; posteriormente, analizará cada una de ellas. En esta última exposición, se planteará en primera instancia por qué teóricamente la variable resulta importante tanto para fomentar una participación autónoma como para lograr el éxito de la democracia; en una segunda etapa, se hará un recuento histórico para observar si hay cambios en ella. Con el propósito de realizar la revisión histórica mencionada, se recurrirá a los datos que nos proporcionan las siguientes encuestas nacionales sobre cultura política: 1955,1 1993, 1994, 1996, 1999,2 2001, y 2003.3 Para aprehender la cultura política del mexicano, nos basaremos en la corriente funcionalista que inauguraron Gabriel Abraham Almond y Sidney Verba, la cual sigue siendo la base teórica para este tipo de estudios (véase Inglehart, 1998; Castaños, Flores et al., 1996; Beltrán, Castaños et al., 1996; Meyenberg y Flores, 2000; Durand, 2004). La cultura política es el conjunto de "[...] orientaciones específicamente políticas, posturas relativas al sistema político y sus diferentes elementos" (Almond y Verba, 1970: 25). Las orientaciones pueden ser cognitivas, afectivas o evaluativas. La primera comprende los conocimientos y creencias; la segunda responde a los sentimientos; y la evaluativa, a los juicios y opiniones acerca del sistema político, de sus roles y de quienes desempeñan dichos roles (Almond y Verba, 1970: 34).4

Como consecuencia de esta definición, las variables mediante las cuales tales autores midieron la cultura política fueron conocimiento e interés político, confianza interpersonal, creencia en la democracia, sentimientos de orgullo por su nación (con el transcurso de los años, dicha variable se ha transformado en confianza hacia las instituciones y en la democracia), competencia subjetiva, participación política; tales variables siguen utilizándose hasta ahora para estudiar la cultura política. Posteriormente, a finales de la década de los ochenta, se integraría a estos elementos la tolerancia, la cual —después de que el mundo presenciara una serie de conflictos multiétnicos— se estableció como un valor necesario para la democracia.

Diversos estudios (Almond y Verba, 1970; Inglehart, 1990; Inglehart, 1998; Putnam, 1994; Putnam, 2002; Putnam, 2003; Verba, Shlozman y Brady, 1995) han señalado que un ciudadano que muestra interés y conocimiento político, confianza interpersonal, confianza en sus instituciones y en su régimen —además de ser tolerante—, coopera o participa en mayor medida que los que no tienen tales características culturales. La pregunta aquí es cómo cada una de dichas variables promueve o inhibe (o las dos) la participación autónoma y propositiva que fortalece a la democracia.

Desde Alexis de Tocqueville (1996) se ha subrayado la importancia que cobra la participación en la democracia; posteriormente algunos autores como Dahl, 1992; Dahl, 1993; Przeworski, 1998; Przeworski, 2001; Przeworski, Álvarez, Cheibaud y Limongi, 2000; Almond y Verba, 1970; Morlino, 2005; Inglehart, 1998; Putnam, 1994; Warren, 2001, coinciden en que la participación es necesaria para lograr la eficiencia y estabilidad de sus instituciones; pero además, ha de considerarse que actualmente las sociedades son tan complejas que los ciudadanos no sólo deben presionar a sus instituciones para que los representen adecuadamente, sino que también deben trabajar de manera conjunta con ellas para hacer frente a los nuevos problemas sociales (Warren, 2001). Dicha relación ciudadanos–instituciones–democracia sólo será fructífera si el ciudadano participa de manera autónoma y propositiva en la esfera pública.

 

I. CONOCIMIENTO POLÍTICO E INTERÉS POR LA POLÍTICA

Sartori apunta que cuando en una sociedad hay ciudadanos informados, su papel ahí será activo, proporcionarán su voto de acuerdo con las posiciones ideológicas de los partidos políticos, y tendrán mayores elementos para exigir a los políticos que cumplan con sus promesas de campaña; empero, si el ciudadano está desinformado tenderá a ser pasivo, y su voto se fundamentará en los sentimientos; tales características lo harán un sujeto propenso a la manipulación de los medios de comunicación y de los políticos (Sartori, 1992: 170).

Desde Almond y Verba se ha destacado que un ciudadano que se interesa en la política, y como consecuencia se informa de ella, tiene mayores posibilidades de poder influir mediante su participación en los procesos administrativos y políticos (Ibidem: 49). Al respecto, Inglehart (1990; 1998) también ha subrayado que la participación que ayuda al fortalecimiento de la democracia es la basada en la información, pues sólo ésta es capaz de desafiar a las autoridades.

Ahora bien, uno de los problemas a los que hace frente dicha variable es cómo medirla; pese a ello, las diferentes encuestas nacionales proporcionan opciones que nos aportan una idea del conocimiento político de los ciudadanos. En el caso mexicano, se puede observar cómo los encuestados muestran una sistemática desinformación sobre los temas que se les proponen. Ello se observa desde la encuesta que realizaron Almond y Verba.

En la encuesta de 19555 se descubrió que el mexicano desconocía las campañas electorales y a los líderes políticos: la mitad de los encuestados no pudo citar a un solo líder de partido o secretario de Estado. Resulta oportuno recordar que hacia mediados del siglo XX la sociedad mexicana era predominantemente rural; como consecuencia, muy pocos tenían un televisor y, aunque la radio y el periódico eran medios de comunicación más comunes, la mayor parte de la población no podía acceder a ellos, ya sea porque no llegaban a sus comunidades o porque no tenían los recursos para adquirirlos. Tampoco debemos olvidar que la mayor parte de la población era analfabeta (González Casanova, 1986).

En la actualidad, el entorno se ha transformado radicalmente: ahora domina la población urbana; la televisión se ha convertido en un instrumento esencial en cada hogar, al igual que la radio. Además, ya no predomina el analfabetismo.6 A pesar de esta situación, la información política aún es privilegio de pocos, cuestión que se vislumbra en la encuesta de 2001, donde sólo 5% dijo conocer sus derechos establecidos en la Constitución. El dato es importante pues si un ciudadano no sabe cuáles son sus derechos, no podrá exigirlos ni luchar por ellos. Por último, en 2003 la encuesta nacional registró que sólo 37% de los mexicanos sabía que los diputados detentan su cargo durante tres años.

Este poco conocimiento puede relacionarse con el desinterés por la política, valoración presente en la cultura política del mexicano desde 1955, cuando 88% señaló que no seguía los asuntos políticos y gubernamentales. Para la encuesta de 1993, sólo 21% declaró estar muy interesado en la política; tal desinterés continuó hasta 1999 y, para 2003, sólo 10% apuntó que se interesaba mucho en ella.

Tales datos dejan ver que a pesar de los cambios políticos observados en México a partir de la década de los ochenta (pluralidad y competencia política entre los partidos políticos), no ha ocurrido un incremento en el interés por la política. Aunque este trabajo no pretende indagar en el porqué del fenómeno, sí señala que en la encuesta nacional de 1996, 52% opinó que la política no era buena; a este dato habría que agregar el nivel de corrupción que persiste en México, el cual —según Transparencia Mexicana— no ha disminuido en los últimos años.7 Lo anterior deja abierta la posibilidad de que tal bajo interés sea consecuencia de la mala gestión y la corrupción de los que hacen la política.

Entonces, los mexicanos presentan no sólo desinformación sino también poco interés en la política. Tales características culturales no fomentan una participación autónoma y propositiva. A continuación analizamos por qué no lo hacen. Para lograr una mejor exposición, primero analizaremos los efectos en la participación electoral y posteriormente en la política; de esta última nos enfocaremos, principalmente, en las manifestaciones públicas.

 

II. LA DESINFORMACIÓN EN LA PARTICIPACIÓN ELECTORAL

Cuando el ciudadano carece de información, sus referentes en el momento de votar no son ni la propuesta del candidato ni la información sobre la actuación del partido cuando aquél ha ocupado puestos de representación política, sino la identificación partidaria o el liderazgo de los políticos, sentimientos que no fortalecen la rendición de cuentas.

August Campbell, Philip Converse, Warren Miller y Donald Stokes, en su libro The American Voter (1966), refieren que gran parte de la conducta electoral del estadounidense común puede explicarse bajo el tema de la identificación partidaria, la cual por lo general se traduce en lealtad política, habitualmente heredada de los padres. Esta orientación no resulta cognitiva sino afectiva, por lo que no requiere información o conocimientos; ni siquiera un pensamiento ideológico coherente y estructurado, explican los autores. Por lo tanto, la lealtad política se constituiría en uno de los peligros para las sociedades con bajo nivel de información, pues los ciudadanos votarían sin ningún conocimiento político; una conducta de tal índole haría que las elecciones dejaran de servir como premio o castigo para los políticos.8 Lo anterior refutaría el presupuesto democrático que considera las elecciones como el mecanismo que lleva a la destitución de los que no realizan una buena función.

Otro de los problemas que aquejan a las sociedades con bajos niveles de información política, es la emergencia de liderazgos de corte populista. En una sociedad con poca información, a tales personajes políticos les resulta más fácil manipular y hacer promesas que difícilmente puedan cumplir. En dicho tema, Susan Stokes ha hecho importantes contribuciones a partir de sus estudios en América Latina, donde observó cómo en sus campañas los líderes políticos hacen pronunciamientos populistas que saben que no podrán llevar a cabo, pero los formulan debido a que los ciudadanos sin conocimiento político de todos modos van a creerles. Esto explicaría que el cambio de políticas por parte de los candidatos y luego presidentes, sea extenso en América Latina, especialmente en el campo económico; por ello, Stokes señala que hay una violación común de los mandatos (Stokes, 2001: 80).

Lo anterior permite concluir que —en condiciones de baja información— las elecciones limpias, transparentes y competitivas no necesariamente resuelven el problema del mal gobierno, pues muchas veces son ellas las que lo avalan proporcionándole legitimidad de origen. Por lo mismo, Downs apunta que —como consecuencia— los sistemas políticos democráticos con agentes sin información suelen operar con menor eficiencia, debido a que el gobierno no atiende los intereses de la mayoría con la eficiencia con que lo haría si ésta estuviese bien informada (Downs, 2001: 108).

A. La desinformación en la participación política

Cuando los ciudadanos se manifiestan o forman parte de una organización sin conocer los objetivos de su participación, entonces ésta probablemente servirá más al líder que a ellos. Para Ronald Inglehart, las movilizaciones exitosas que ayudan a fortalecer la democracia son las de carácter cognitivo; no obstante, tal tipo de participación es reflejo de una mayor educación, variable que no sólo transfiere al individuo la posibilidad de más información, sino también de ser reflexivo sobre su participación; de tal modo logran que ella sea autónoma. La simple alfabetización sería suficiente para generar altas tasas de votación. Sin embargo, "[...] la toma de iniciativas con el fin de producir cambios políticos específicos a escala nacional, parece requerir una educación superior" (Inglehart, 1998: 223). Para este autor sólo la participación cognitiva puede desafiar a las elites.

Las movilizaciones de individuos con poca educación y conocimiento entrañan el peligro de miembros proclives a prácticas donde pierden su autonomía. Tal es el caso del corporativismo o del clientelismo (o ambos); además, si a estas variables sumamos bajos salarios o desempleo, se obtiene entonces una sociedad que puede ser presa fácil de las formas de participación autoritarias o antidemocráticas, en las que el ciudadano sólo está presente porque se lo han pedido, pero se comporta como masa y no como público que piensa por sí mismo.

 

III. CONFIANZA INTERPERSONAL

La confianza es un concepto que ha adquirido mucha importancia en las Ciencias Políticas. Ahora ya no es sólo un concepto que se utiliza en los estudios de cultura política, sino también del capital social. En ambas posturas teóricas se subraya el hecho de que se trata de un elemento que promueve y facilita la cooperación ya sea para lograr metas individuales o colectivas.

La confianza interpersonal es la confianza que siente un ciudadano hacia los demás. Para autores como Almond y Verba —quienes introducen esta variable en el tema de la cultura política—, "[...] cuanto mayor es la confianza que se tiene en la gente, tanto más dispuesto se está a creer que se puede trabajar con sus conciudadanos al tratar de influir sobre el gobierno" (Almond y Verba, 1970: 324). Posteriormente, Ronald Inglehart (1990; 1998) concluye que la presencia de dicha variable incrementa una participación que desafía a las elites y fortalece la democracia.

Robert Putnam (1994; 2002) también considera la confianza interpersonal como elemento fundamental del capital social, característica que promueve la participación en los asuntos públicos. El capital social ha presentado un gran desarrollo en las Ciencias Sociales y —junto con él— la confianza interpersonal (Schuller, 2000; Putnam, 2003). Por la importancia que ha demostrado tener esta variable en las Ciencias Sociales, sería interesante preguntarnos: ¿Confían los mexicanos en los demás?

Al contrario de lo que propone la teoría, en México priva un alto nivel de desconfianza hacia el otro; y (como en el caso del conocimiento y el interés político) no se trata de una característica reciente. En 1955 Almond y Verba mostraron que los mexicanos experimentaban una alta desconfianza interpersonal: 94% señaló que si uno no tiene cuidado, la gente se aprovecha. De modo paralelo, sólo 30% declaró confiar en la mayoría de la gente. Después de esta encuesta hubo que esperar hasta 2001 para encontrar datos sobre dicha variable.

En la encuesta de 2001 se observó que la mayoría de los mexicanos seguía desconfiando de los demás: 73% estuvo de acuerdo en que "Si uno no tiene cuidado de sí mismo, la gente se aprovechará". Lo interesante respecto de 1955 es que el porcentaje de esta pregunta disminuyó 21%; empero, para 2003 tal cifra sube de nuevo a 88%, y se coloca a sólo seis puntos porcentuales abajo de los resultados de 1955. En otras palabras: la poca confianza interpersonal no ha variado en gran medida con los años; y los mexicanos —al igual que en 1955— siguen conservando una gran desconfianza hacia los demás, lo cual puede constituir una barrera para lograr mayor cooperación o la participación (o ambas) entre los mexicanos.

Ante tales resultados, la pregunta que surge es por qué a pesar de que han transcurrido más de 50 años, los mexicanos siguen desconfiando en un nivel similar. Una de las explicaciones radica en que en México a mitad del siglo XX predominaba lo rural sobre lo urbano; asimismo, las instituciones estaban surgiendo y consolidándose, situación que orillaba a que la mayor parte de las relaciones entre los ciudadanos se diera fuera de la vía institucional. Ello ocasionaba un sentimiento de desconfianza hacia el otro, pues no había certidumbre acerca de su cooperación. En la actualidad, aunque hay mayor desarrollo institucional, la corrupción prevaleciente en muchas de ellas hace que una vez más los ciudadanos no sientan certeza de la actuación del otro, pues hay pocos incentivos para seguir las reglas. Si a este panorama agregamos la inseguridad que priva en las principales ciudades del país, se puede entender la actual desconfianza del mexicano hacia el otro.

 

IV. CREENCIA EN LA DEMOCRACIA

La confianza en la democracia es central. Autores como Dahl (1993), Diamond (1996), Inglehart (1998), Morlino (2005) han señalado que si los ciudadanos no están de acuerdo en que la democracia sea mejor a cualquier otra forma de gobierno, no lucharán por ella en tiempo de crisis política. Ante dicha situación resulta fundamental que el ciudadano comprenda que el requisito mínimo de la democracia son elecciones limpias, transparentes y competitivas, de tal modo que la defienda ante cualquier acción autoritaria o dictatorial. Paradójicamente, los mexicanos no relacionan de manera directa la democracia con las elecciones; por lo mismo, un gran porcentaje opina que aquélla no existe; ante dicho panorama sería conveniente preguntarnos qué significa la democracia para los mexicanos.

Los resultados de la encuesta de 1993 permiten ver que había un profundo desconocimiento sobre el significado de la democracia. Cuando se preguntó: "Para usted, ¿qué es una democracia?", sorprende que 64% no supo o no contestó (o las dos). Paralelamente, al cuestionar si consideraba que en México había o no democracia, 65% dijo que sí; esta respuesta (la cual puede parecer contradictoria) adquiere importancia si se recuerda que en 1988 (última elección antes de la encuesta), hubo un gran fraude electoral y que —hasta ese momento— ninguna elección había sido libre, transparente y competitiva.

La poca claridad del significado de la democracia se reafirma cuando en la misma encuesta 45% manifestó estar de acuerdo (mucho/poco) en que "la democracia es peligrosa porque puede provocar desórdenes"; mientras 49% consideraba que la democracia era mejor que cualquier otra forma de gobierno. Tal contradicción entre una percepción positiva y una negativa deja ver que no hay una concepción definida sobre la democracia.

A pesar de estos resultados, cuando al encuestado se ofrecen opciones con base en tarjetas, la percepción sobre la democracia es distinta (véase el cuadro 1). Aquí las elecciones ya constituyen la propuesta con más fuerza, de donde se puede interpretar que aunque aún no queda muy claro a los encuestados lo que representa la democracia, sí tienen idea de lo que puede llegar a significar, pese a que no lo han interiorizado.

Para la encuesta de 1994, se hizo una prueba de léxico que pedía a los encuestados la asociación de tres palabras con democracia. El resultado fue el siguiente.

Este orden permite ver que el mexicano tiene una visión ideal de la democracia, donde valores como la justicia, la libertad y la igualdad son centrales; en tanto que la votación ocupaba el noveno lugar.9 Por tanto, en dicha encuesta (como en la de 1993) se corrobora que hasta esa fecha los mexicanos aún no relacionaban de manera directa democracia con votación o elecciones. En la misma encuesta de 1994 se incluyeron preguntas cerradas respecto del tema de la democracia. Se pidió al entrevistado que, de diez palabras que se le habían dado, marcara tres que describieran mejor la democracia. Las cinco más importantes aparecen a continuación.

El resultado confirmó la visión referida en la prueba de léxico, aunque en este caso igualdad fue desplazada por derechos; y votación adquirió mayor jerarquía. Por los datos presentados, es claro que cuando el mexicano piensa en democracia, lo que en realidad está evocando es justicia y libertad. Tales valores también representaron a la Revolución Mexicana; cuando se pidió a los encuestados que marcaran tres palabras que relacionaran con ella, la respuesta fue libertad, justicia, pueblo, movimiento y armas (Beltrán, Castaños et al., 1996: 137). De este hallazgo se presupone que cuando a finales de los ochenta el discurso político revolucionario cambió por el democrático, el significado que daban los ciudadanos a la revolución lo otorgaron a la democracia.

Un elemento positivo de la cultura política mexicana consiste en que, aunque los encuestados no establecieron una relación sólida entre democracia y elecciones, sí mostraron preferir la elección a la designación. Ante la pregunta "Los presidentes municipales son elegidos por el pueblo. ¿Estaría de acuerdo o en desacuerdo en que un presidente municipal fuera nombrado por el gobernador del estado si le aseguraran que va a trabajar bien?", 67% estuvo en desacuerdo. Lo anterior nos permite ver cómo las elecciones son vistas de manera positiva; además, lo más trascendente es que la sociedad asume que, para que sean democráticas, deben ser limpias: 62% señaló que lo más importante para lograr la democracia radica en que haya limpieza electoral.

Para 1996, la relación más directa con la democracia sigue siendo la justicia.10 Ante la petición: "De la siguiente lista de palabras que voy a leer, escoja dos que para usted describan mejor a la democracia": 49% de los encuestados señaló que la justicia; 48%, que los derechos; y 46%, que la libertad; sólo 20% declaró que las elecciones. Estos datos dejan ver que el símbolo de la Revolución ha sido fuertemente interiorizado. Por lo mismo, continúan en el imaginario colectivo la justicia, la libertad y los derechos, valores que los mexicanos asumen que ahora la democracia debe garantizarlos.

El que no prive en el imaginario colectivo una relación fuerte entre democracia y elecciones explica el porqué cuando en 1993 se les preguntó si México era democrático, 65% declaró que sí. Debemos recordar que no fue sino hasta 1994 cuando las elecciones federales lograron ser transparentes y competitivas. Lo paradójico es que después de la alternancia política que sobrevino en las elecciones federales de 2000, en la encuesta de 2001 sólo 52% aseveró que México sí era un país democrático; para 2003, el porcentaje descendió a 45%. Estos datos sorprenden, pues el hecho de que por primera vez en la historia moderna del sistema político mexicano la oposición gobernara llevaría a pensar que los ciudadanos tendrían clara la relación entre elecciones y democracia; empero, ello no sucedió, pues los valores de la Revolución son los que se muestran fuertemente arraigados. Por los resultados de las encuestas, puede deducirse que el mexicano considera que dichos valores se hallan cada vez más alejados de su vida cotidiana.

Un elemento positivo en la cultura política, es que a pesar de que los mexicanos no creen que las metas de la revolución se hayan cumplido, prefieren la democracia ante cualquier otra forma de gobierno, tal como lo dejó ver la encuesta de 2001. Sin embargo, mientras los mexicanos no interioricen las elecciones limpias, transparentes y competitivas como centrales para la existencia de la democracia, la confianza en ella no radicará en las elecciones.

 

V. CONFIANZA EN LAS INSTITUCIONES

La importancia de la confianza que se tenga en las instituciones políticas es un tema fundamental en el éxito de la democracia. En primer lugar, porque si los ciudadanos confían en sus instituciones, se informarán más sobre lo que acontece en ellas; en segundo, si los ciudadanos creen que las instituciones responden a sus demandas, participarán más con ellas, ya para mejorarlas, ya para demandarles mayor eficiencia; y, en tercer lugar, si los ciudadanos confían en ellas, jamás intentarán desprestigiarlas o desaparecerlas; al contrario: las apoyarán para su supervivencia, incluso en época de crisis.

En el presente apartado analizaremos sólo a los partidos políticos, al Poder Legislativo y al Poder Ejecutivo (el presidente), pues son las instituciones políticas más importantes del sistema político mexicano.

A. Los partidos políticos

Priva una gran desconfianza en los partidos políticos; pero, ¿es este sentimiento actual? ¿Puede llevar dicha desconfianza a que los mexicanos crean que tales instituciones no son indispensables para la vida política?

La falta de confianza en los partidos políticos no es reciente; se origina y permanece desde años atrás, aunque con el transcurso del tiempo ha sufrido algunos cambios. En 1955, 0% declaró que no operaría mediante un partido político si tratara de oponerse a alguna reglamentación injusta, respuesta que demostraría un alejamiento del papel de los partidos como instancias de representación ciudadana. No hay que olvidar que en ese periodo predominaba un sistema electoral de partido hegemónico y ello anulaba toda competencia política así como el desarrollo de campañas políticas. Tal contexto generaba un gran desconocimiento —principalmente en las zonas rurales— de los partidos políticos existentes.

Para 1993, cuando ya hubo pluralidad y competitividad entre los partidos políticos, 45% de los encuestados apuntaba que los partidos políticos eran indispensables para la democracia; asimismo, 51% señalaba que los partidos políticos facilitaban la participación de los ciudadanos en la política. Sin embargo, a pesar del reconocimiento del papel que detentan los partidos políticos como instituciones políticas, sólo 13% estableció creer totalmente en ellos. Dichas cifras permiten deducir que para esa época los partidos políticos ya eran importantes en el ámbito político, empero los ciudadanos no creían que los representaran adecuadamente.

Para 1996, tal percepción continuó a pesar de que 71% de los entrevistados consideró que podía contribuir mejor a la solución de los problemas políticos si actuaba dentro de un partido político; 66% de los entrevistados afirmó que los partidos políticos no se habían hecho responsables de las demandas de sus votantes, y —como consecuencia— 64% creía que —para resolver los problemas de la comunidad— era mejor organizarse de manera independiente de los partidos políticos. En otras palabras, aunque los mexicanos seguían reconociendo a los partidos como instituciones mediante las cuales se participa en la política, no confían en ellos, pues apuntan que no se interesan por sus necesidades, además de que los relacionan fuertemente con la corrupción; por tanto, evitan colaborar con ellos.

B. El Poder Legislativo

Desafortunadamente, del Poder Legislativo sólo se ha investigado, principalmente, el papel que desempeña la Cámara de diputados, y (como en el caso de los partidos políticos) la desconfianza en su capacidad de representación no es reciente.

En la encuesta de 1993, 58% consideró que el Poder Legislativo representaba intereses distintos de los de la población en general; al mismo tiempo, sólo 6% pensaba que el trabajo de diputados y senadores era excelente; como consecuencia, únicamente 15% creía del todo en el Poder Legislativo. Es destacable que —a pesar de que los ciudadanos percibían que la Cámara de diputados y la de senadores no representaban sus intereses y que no trabajaban adecuadamente, había certeza sobre su importancia para el país: 71% de los encuestados dijeron necesitar el Poder Legislativo.

Para 1994, el más alto porcentaje de los encuestados (41%) creía que los asuntos discutidos en la Cámara de diputados sólo era de trascendencia para los políticos; además de esta valoración negativa, la sociedad tampoco tenía clara la separación entre el presidente y la Cámara de diputados: 39% asintió que cuando el presidente proponía nuevas leyes, los diputados las aprobaban aunque no estuvieran de acuerdo. Esa percepción correspondía a las prácticas priistas predominantes hasta antes de 1997, año en que sobrevino una verdadera pluralidad en la Cámara.

Para 1999 era palpable un mayor interés ciudadano por lo que se discutía en la Cámara de diputados (51%). Ello pudo haber surgido como consecuencia de la nueva pluralidad política que se dio después de las elecciones de 1997. Ya ningún partido político tenía la mayoría absoluta, lo cual hacía posible un mayor debate entre los diputados. La nueva situación dejó ver un incremento en la cantidad de iniciativas de ley surgidas desde las propias bancadas partidistas, las cuales pronto dominarían sobre las del Ejecutivo (Casillas, 2000; Lujambio, 2000).

Sin embargo, a pesar de la transformación en la labor legislativa, seguía privando la desconfianza en la Cámara de diputados como instancia de representación política: en la encuesta de 2001 sólo 6% dijo confiar mucho en ella. Tal situación puede explicar el poco interés que se observó por conocer lo que sucedía en el Congreso: 22% opinó que el trabajo de la Cámara de diputados no le parecía importante.

Para 2003, sigue predominando la imagen de que los diputados no representan al ciudadano común: 53% de los encuestados consideró que cuando los diputados legislan, responden a los intereses de sus partidos; y sólo 14% opinó que procedían de acuerdo con los intereses de la población. Si esta percepción negativa continúa, los ciudadanos seguirán considerando a la Cámara de diputados (igual que a los partidos) como instituciones políticas que tienen que existir pero que su labor queda muy lejana de sus intereses, y por lo mismo no se interesarán ni se informarán sobre lo que acontece en ella.

C. El presidente

En México, paralela a la desconfianza en los partidos políticos y en el Poder Legislativo (principalmente Cámara de diputados), pervive una cultura presidencialista, pues a pesar de que el ciudadano considera que uno de los problemas del país es el mal gobierno, piensa que el presidente es quien más se preocupa por sus intereses. En la encuesta de 1993, 34% apuntó que la figura que más lo representaba era el presidente (la respuesta más alta para la pregunta).

El mexicano se ha caracterizado por tener una fuerte cultura presidencialista, la cual es una consecuencia histórica, pues en diversos periodos el poder se ha concentrado en una persona. Sin embargo, no es sino hasta la formación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929 —que después devendría en el Partido Revolucionario Institucional: PRI— cuando en México el poder se transmitió mediante elecciones, y ya no por medio de las armas, la forma más común hasta entonces (González Casanova, 1986; Córdova, 1983). Desde su origen el PRI fue un partido hegemónico, es decir no permitía una oposición real, por lo que era el único partido con fuerza nacional. De tal manera se garantizaba una mayoría tanto en la Cámara de diputados como en la de senadores; este panorama hacía que el presidente en turno tuviera un gran poder para efectuar cualquier cambio en el sistema político; por tal razón los autores lo nombraron el todopoderoso:

[el presidente] es el jefe del Estado, de la ciudad–estado y de los 31 estados; del Poder Legislativo, Ejecutivo y Judicial; de las guardias presidenciales, el ejército, la fuerza aérea, la marina y los cuerpos de policía; del partido oficial, los altoparlantes, la televisión; de las vías y los medios de información y transporte; de la moneda; el presupuesto, los créditos, los salarios y los precios; de las tierras, las aguas, los cielos y el subsuelo; del petróleo, la electricidad. . . Un presidente mexicano es como un dios: creador de todo, pero responsable de nada (Zaid, 2000).

Como lo relata Zaid, el presidente en México tenía un gran poder para realizar cualquier cambio en el régimen político, situación que se interiorizó en la cultura política mexicana. Este fuerte presidencialismo empezó a cambiar después de las elecciones de 1997,11 cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de diputados; empero, a pesar de dicha transformación, persiste en el imaginario colectivo la idea de que el presidente es todopoderoso. Tal percepción también deja ver un gran desconocimiento por parte de los ciudadanos sobre los cambios ocurridos en el régimen político.

Un dato interesante que dejan ver las encuestas es la separación que hacen del gobierno y la figura presidencial. Mientras se observa un apego a la figura presidencial, el gobierno despierta una fuerte valoración negativa. Por ejemplo, en la prueba de léxico realizada en 1994, la mayoría de los mexicanos asociaba la palabra gobierno con corrupción, y para 1999 (al igual que en 1993) 31% opinó que el principal problema del país era el mal gobierno. Pareciera que la figura presidencial está por encima del gobierno, de la corrupción; de tal modo se ratifica el poder que sigue teniendo el presidente en el imaginario colectivo.

Recapitulando, se puede apuntar que los mexicanos —aunque tienen claro cuál es el papel que desempeñan los partidos políticos y la Cámara de diputados en la política—, no consideran que estas instituciones representen adecuadamente sus intereses; por ende —a diferencia de lo que se espera en un régimen democrático—, no se plantean ni cooperar ni colaborar con ellas para lograr sus metas. Aunado a esta falta de confianza en dichas instituciones, los encuestados dejaron ver una clara cultura presidencialista. Por ello, aunque para el mexicano el problema del país es el mal gobierno, éste tiene que ver más con los partidos políticos y la Cámara de diputados, no tanto con el presidente. Tal percepción ha llevado a que la sociedad sea generosa con la actuación del Ejecutivo, lo cual —aunque otorga estabilidad a esta institución— no necesariamente fortalece la democracia.

 

VI. LA TOLERANCIA

En las últimas décadas del siglo pasado —después de innumerables luchas étnicas alrededor del mundo—, se ha considerado la tolerancia como una de los elementos centrales para la estabilidad democrática; por tanto, se ha convertido en elemento central en la conformación de una cultura política democrática. Puede entenderse la tolerancia como el reconocimiento y respeto a las diferencias de los otros (Fetscher, 1995: 143). Una de las maneras de observarla es cuando los individuos están dispuestos a convivir en el mismo espacio con el otro que se asume como diferente (Walter, 2006: 26).

La tolerancia es parte de una cultura política democrática porque cuando los individuos asumen la diferencia —ya sea por cuestiones físicas, biológicas, socioeconómicas, raza, religión o ideas—, la relación que se establece entre ellos es entre iguales: no entre diferentes categorías de ciudadano. Por ende, la tolerancia —al igual que los demás valores ya descritos en este trabajo— genera un ambiente propicio para la cooperación entre los ciudadanos.

En las encuestas nacionales que se han realizado en México, se ha recuperado la tolerancia hacia la religión, la raza y las ideas políticas. Los resultados de la encuesta de 1993 arrojaron que el mexicano es más tolerante con otra raza; después, en lo político; y, por último, en lo religioso: cuando se preguntó si habría disposición para permitir que vivieran en su casa personas de otra raza, 56% respondió afirmativamente (en este mismo cuestionario, 82% creía que debían respetarse las costumbres de los indígenas, aunque algunos de ellos estén en contra de la democracia); con ideas políticas distintas de las suyas, 51%; y con personas de otra religión, 49%. En la encuesta de 1999 se formularon las mismas preguntas y el porcentaje no varió en ningún caso.

Si sólo se tomaran en cuenta estos resultados, se pensaría que el mexicano —en términos generales— presenta un respeto a la diferencia, principalmente hacia otra raza, que en el caso mexicano es con los indígenas. Sin embargo, la Encuesta Nacional sobre la Discriminación de México (END),12 dejó ver que no era así. En ese trabajo se muestra que el mexicano es altamente discriminador e intolerante hacia los siguientes sectores: adultos mayores, discapacitados, mujeres, población indígena, personas con preferencia no heterosexual, y minorías religiosas. Lo interesante de dicha investigación es que no sólo se hizo un cuestionario general, sino que también se encuestó a cada uno de los sectores vulnerables mencionados, lo cual permite verificar si efectivamente no se les discrimina.

En los hallazgos de la END, 88% de los adultos mayores se siente discriminado; y tres de cada cuatro adultos consideran que una persona de edad mayor tiene pocas o nulas posibilidades de mejorar sus condiciones de vida debido a su edad. No obstante, uno de los datos más sorprendentes es el grado de internalización de la discriminación: para 41% de los encuestados es justo ser discriminado por su familia. Esta situación cultural y psicológica lleva a que los adultos mayores no sientan que sus derechos deben ser respetados y —por lo mismo— no lucharán por ellos.

Respecto de las personas con discapacidad, 41% de los mexicanos declaró que este tipo de personas no trabaja tan bien como las demás, y uno de cada tres está de acuerdo en que en las escuelas donde hay muchos niños con discapacidad, disminuye la calidad de la enseñanza. Ante tal percepción general, 94% de los discapacitados se sienten discriminados.

En cuanto a las mujeres, el género masculino señala que el mexicano promedio no discrimina a las mujeres: 84% dijo respetar a la mujer que decida ser madre soltera; casi 90% opinó que negar el empleo a una mujer embarazada es una violación a sus derechos humanos; y casi 100% afirmó que resulta injustificable que un hombre golpee a una mujer. Estos datos dejan ver que en el inconsciente ya se contempla un respeto a los derechos de la mujer. Sin embargo, tal percepción aún no se halla fuertemente arraigada, pues uno de cada cuatro pediría un examen de embarazo a una mujer antes de decidir darle empleo; uno de cada tres opina que es normal que los hombres ganen más que las mujeres; y prácticamente uno de cada cuatro mexicanos está de acuerdo con que muchas mujeres son violadas porque provocan a los hombres. Con tales datos, puede comprenderse por qué 94% de las mujeres encuestadas se siente discriminada: los derechos que sienten que más se les violentan son tener un trabajo con pago justo, trato igual ante la ley, y ser sujeto de violencia. Un tema que sobresale de la información de la encuesta es que los espacios donde las mujeres perciben una mayor discriminación son el trabajo y la familia. Esta discriminación no permite que las relaciones sociales entre ambos géneros se den entre iguales, pues la mujer es aún considerada ciudadana de segunda categoría.

Ahora bien —de acuerdo con los hallazgos en las encuestas nacionales—, hay un gran avance cultural en la tolerancia hacia otra raza; en este caso, hacia los indígenas. Sin embargo, en la Encuesta Nacional sobre la Discriminación en México se observa lo contrario: 43% de los mexicanos encuestados apuntó que los indígenas tendrán siempre una limitación social debido a sus características raciales; 40% está dispuesto a organizarse con otras personas para solicitar que no permitan a un grupo de indígenas establecerse cerca de su comunidad; y uno de cada tres opina que lo único que los indígenas deben hacer para salir de la pobreza es no comportarse como indígenas. Este último dato muestra la estigmatización social que priva sobre ser indígena, lo cual configura la discriminación, que se evidencia cuando 91% de los encuestados indígenas declaró sentirse excluido de la sociedad; 90% de ellos consideró tener menos oportunidades para conseguir trabajo que el resto de la población; y tres de cada cuatro pensaron tener menos oportunidades para ir a la escuela que el resto de las personas. Tales resultados muestran que las encuestas nacionales no han logrado aprehender el fenómeno de la intolerancia hacia los indígenas, a quienes en este país se ha asignado la categoría de otra raza.

El panorama se repite para la población no heterosexual; 95% de los encuestados de este grupo señala que la discriminación es intensa: dos de cada tres siente que no se han respetado sus derechos de manera sistemática por sus preferencias; más de la mitad afirma sentirse rechazado por la sociedad; prácticamente la mitad manifiesta que el trato que reciben por parte de la gente es de rechazo, falta de respeto y descortesía; 72% cree tener menores oportunidades para conseguir trabajo que el resto de las personas; y 75% afirma haber obtenido un salario menor por realizar un trabajo similar al que desempeña otra persona.

En el tema religioso, más de la mitad de los mexicanos señaló que cuantas más religiones haya, mayores dificultades habrá en la sociedad. Hay que recordar que los conflictos religiosos en México han estado presentes en cada época histórica: la Reforma y la guerra cristera son ejemplos de esta situación. Tal contexto ha traído como consecuencia que el mexicano vea a los grupos religiosos minoritarios como un problema social. Con lo anterior, se comprende por qué 80% de las minorías religiosas encuestadas consideró tener pocas o nulas posibilidades de mejorar sus condiciones de vida como consecuencia de sus creencias.

Dichos resultados dejan ver que el ciudadano mexicano presenta una alta discriminación a los sectores mencionados; por ende, las relaciones en la vida cotidiana con ellos no van a ocurrir entre iguales, sino entre ciudadanos con derechos y obligaciones diferentes. Lo anterior inhibe la cooperación o la participación (o las dos) en términos horizontales.

 

VII. COMPETENCIA SUBJETIVA

Aunque en la actualidad no se ha concedido importancia a esta característica cultural para generar participación, el presente trabajo intenta subrayar su importancia. Almond y Verba (autores que pusieron de relieve dicha característica) consideraban que si un ciudadano creía que podía influir en la política, lo haría con mayor probabilidad que el que no confiaba en sí mismo como ciudadano (Almond y Verba, 1970: 254).

Para estos autores, cuanto mayor la competencia subjetiva de un individuo, mayor la probabilidad de ser el más activo en lo referente "[...] a seguir y conocer los asuntos políticos, en discutirlos y en procurar que su voz sea escuchada" (Ibidem: 296–269). Tales características culturales promueven una mayor participación autónoma y propositiva en la esfera pública. Y al contrario: cuando un ciudadano cree que no puede influir en las decisiones de los políticos —además de que piensa que éstos no se preocupan por sus intereses—, difícilmente se mostrará interesado ni se informará sobre la política; por lo mismo su participación será exigua, y ésta —por sus características culturales— queda expuesta a ser manipulada o corporativizada.

La competencia subjetiva en el caso mexicano presenta altibajos con el transcurso de los años; empero, recientemente se ha dado un incremento en la competencia subjetiva electoral; no así en la política, la cual si bien en 1955 representaba una aspiración democrática —pues mostraba un gran desarrollo—, no logró fortalecerse con el tiempo, como expondremos a continuación.

Aunque en 1955 los mexicanos no mostraban una alta participación política, 52% de ellos afirmó que podía manifestarse en contra de una ley local; mientras 38% opinó que podía hacer algo frente a una reglamentación nacional. Cuando Almond y Verba buscaron una explicación a dicho fenómeno, concluyeron que esta alta competencia subjetiva no era resultado de una práctica real de participación, sino consecuencia de la interiorización de la ideología revolucionaria, la cual había "[...] creado una competencia política basada en deseos y mitos"13 (Ibidem: 266). Lo anterior explica por qué en aquel entonces los ciudadanos ni se interesaban ni se informaban sobre la política, ni participaban en ella, a pesar de presentar una alta competencia subjetiva.

Para 1993, el nivel de competencia subjetiva no mostró crecimiento, pues 60% de los encuestados estuvo de acuerdo en que no tenía cómo influir en lo que el gobierno hacía. Debido a que durante la primera mitad del siglo XX la competencia subjetiva era resultado de la ideología revolucionaria, cuando ésta deja de ser un símbolo no sólo para el PRI sino para la nación, la competencia subjetiva no se desarrolla pues no tiene un referente real de participación. Según la investigación de Almond y Verba (1970), cuando un ciudadano participa y tiene éxito en sus metas, adquiere mayor confianza en sí mismo como ciudadano capaz de transformar su entorno. Sin embargo, si no participa, o sí lo hace y no quedan claras las instancias a las que debe recurrir o —en el peor de los casos— no obtiene respuesta, este ciudadano difícilmente puede formar una competencia subjetiva que le ayude a ser actor activo en la esfera pública.

Entonces, para la década de los noventa, en la cultura política del mexicano priva una baja competencia subjetiva, la cual interacciona con poco interés e información en la política, una débil confianza en las instituciones y en las demás personas. Tales características empiezan a explicar por qué el mexicano presenta poca participación, y ésta tiende a ser corporativa o clientelar (o de los dos tipos).

Habría que aclarar que debido a los cambios en el sistema electoral —fundamentalmente a partir de la pluralidad observada en 1988—, el ciudadano ha mostrado una transformación en su percepción del voto, y deja ver una mayor competencia subjetiva en el ámbito electoral. En la encuesta de 1994, ante la pregunta "¿Cuál es la forma más efectiva para influir en lo que hace el gobierno en México?", 44% declaró que mediante las elecciones; sólo 10% contestó que con manifestaciones públicas. Las elecciones se convirtieron en la única forma viable de poder influir en las decisiones gubernamentales; tal percepción se iría fortaleciendo con el tiempo, y para la encuesta de 1999 los mexicanos dejaron claro que el voto ya era un arma política que se podía usar para apoyar o quitar a un partido político.

A pesar de la transformación en la competencia subjetiva electoral, en la encuesta de 2001 se sigue observando una baja competencia política: 51% consideró que en el futuro no tendría más oportunidades para contribuir en las decisiones del gobierno; además, cuando se les preguntó si creían que era fácil organizarse con otros, sólo 4% contestó afirmativamente. Este resultado es similar al de 2003, cuando 56% consideraba "difícil/muy difícil" que los ciudadanos pudieran influir en las decisiones del gobierno.

A manera de síntesis podemos señalar que en la actualidad continúa la baja competencia subjetiva, la cual se encuentra relacionada con la poca confianza en las instituciones políticas como instancias de representación, con una mínima confianza interpersonal y discriminación social. Tales elementos representan pocos incentivos culturales para que el ciudadano coopere con los demás y sea activo en la política. Ahora bien, si al panorama descrito sumamos el poco interés e información obtenida sobre la política —además de la situación precaria en que viven grandes sectores sociales—, entenderemos por qué hay poca participación en México, y por qué se encuentra expuesta a la manipulación, al corporativismo y al clientelismo, como analizaremos a continuación.

 

VIII. PARTICIPACIÓN POLÍTICA

Según Verba, Lehman y Brady, la participación política se define como "[...] la actividad que tiene el intento o efecto de influir en las acciones del gobierno ya sea para influir directamente en la instrumentación de las políticas públicas o indirectamente en la selección de las personas que formulan tales políticas" (1995: 38).

La participación política que ayuda a la democracia es la que exige a sus instituciones que sean eficientes y que esté dispuesta a colaborar con ellas para resolver los diferentes problemas sociales (Warren, 2001).

Debido a que hay diversas formas de participación en los asuntos públicos, la exposición de dicha variable se dividirá en dos partes: participación política y participación electoral. Como se verá a continuación, en el caso mexicano es en la segunda donde se ha dado un mayor desarrollo.

A. Participación política

En este tema el mexicano aún conserva rasgos autoritarios. En primer lugar, no hay tradición ni de participación en la política ni de asociación; en segundo, siguen predominando elementos corporativos y clientelistas en la participación, tal como se expondrá a continuación.

1. Tradición participativa y asociativa del mexicano

En la encuesta de 1955, 52% declaró que podía manifestarse en contra de una ley local; asimismo, sólo 9% contestó que había tenido alguna experiencia de tal índole. En otro contexto, sólo 11% declaró estar afiliado a algún sindicato (habría que recordar que en la afiliación a los sindicatos en esos años, prevalecía la falta de autonomía); 6%, a una asociación caritativa; 5%, a una organización de profesionales; 5%, a una religiosa; 4%, a una organización social; 3%, a una cívico–política; y 2%, a una de negocios. Como se puede observar, los mexicanos presentaron una baja participación en asociaciones de cualquier índole. Para esos años el régimen se caracterizaba por ser autoritario y por reprimir cualquier participación política que estuviera fuera del corporativismo estatal (Córdova, 1979).

Aunque el panorama social y político cambió radicalmente no sólo por el paso de un Estado de bienestar a uno neoliberal sino también por el desarrollo del sistema electoral: de uno hegemónico a uno competitivo, para la encuesta de 1993 quedó patente que los entrevistados —aunque mostraron mayor actividad que en 1955— seguían teniendo baja participación. Ante la pregunta "¿Qué tanto acostumbra participar en las siguientes actividades?", 58% declaró que nunca había asistido a reuniones de asociaciones o comunidades para resolver problemas de su barrio o ciudad; 73% señaló que nunca había asistido a reuniones de partidos políticos; y 84% contestó que nunca había participado en manifestaciones públicas en favor o en contra del gobierno o por alguna causa (cuadro 4). Ello dejó ver que los cambios electorales y económicos no habían repercutido en la capacidad de organización de los mexicanos, lo cual resulta claro que obedece a otros incentivos.

De las actividades mencionadas, se puede comprobar que —efectivamente— los encuestados participan poco. Sin embargo, donde menos lo hacen es en la esfera de lo político y donde mostraron un mayor interés fue en las reuniones de barrio o de colonia. Esta última forma de participación es resultado de una gran movilización de asociaciones urbanas durante la década de los setenta y los ochenta (Esteve, 1992). Dicho movimiento social tenía como principal objetivo ayudar a la urbanización de la comunidad, así como facilitar la regularización de sus escrituras, ya que muchos de sus miembros eran paracaidistas (Cornelius, 1980). Por los datos presentados, se puede decir que aún quedan rezagos del mencionado movimiento social urbano en la cultura política de los mexicanos. En la misma encuesta, cuando se preguntó "¿Es usted miembro de alguna de las organizaciones que aparecen en esta lista?", las respuestas se distribuyeron de la siguiente manera (cuadro 5):

La información obtenida fortalece la tesis de que en México no hay tradición asociativa, y que la poca participación que ocurre se da fuera del ámbito político, dentro de grupos religiosos en sus formas de comunidades eclesiales de base, en grupos de padres de familia, y en asociaciones de barrio. Una de las respuestas que dan los ciudadanos a tal situación es que han perdido la confianza en los políticos, pues sólo se preocupan por sus intereses; y aunque se les vaya a ver, no hacen nada.14

Por lo mismo, cuando tienen que organizarse, procuran hacerlo sin la colaboración de ningún político.

Ahora bien —como se ha expuesto en este artículo—, la poca participación se debe a que no se dispone de las condiciones culturales para su desarrollo; hay poco interés para informarse sobre la política; baja confianza interpersonal, sin olvidar la discriminación hacia ciertos sectores sociales; los ciudadanos no consideran que las instituciones políticas los representen, además de que hay poca competencia subjetiva.

En 1996 la participación seguía siendo baja. La religiosa era la más importante, y la participación en un partido político se situaba en segundo lugar (cuadro 6). Esta última seguramente tuvo un incremento debido al redimensionamiento de los partidos políticos en la esfera pública, pues en la década de los noventa la pluralidad y la competencia política entre ellos era ya una realidad, tal como se expondrá más adelante.

En la encuesta de 2001 el panorama de poca participación no cambió: 85% de los mexicanos no era miembro de ninguna asociación. De 15% que respondió positivamente a esta pregunta, 37% señaló pertenecer a una asociación religiosa, y 25%, a un sindicato; ello sigue poniendo lo social sobre lo político.

Finalmente, para 2003 se sigue observando un pequeño aumento en la participación que no es política: asociación de padres de familia (37%); reuniones en alguna Iglesia o de corte religioso (30%); junta de vecinos (28%); asamblea de la comunidad (23%); junta de colonos (17%); agrupaciones u organizaciones de ciudadanos (12%); algún partido o grupo político (10%); de cooperativistas o asamblea ejidal (7%); organizaciones de autoayuda (6%); y sindical (6%).

La información descrita es una radiografía del momento cuando se realizó la encuesta; sin embargo, demuestra que en el transcurso de los años el mexicano se ha caracterizado por ser muy poco participativo; por no tener una cultura asociativa; y, en menor medida, por no interesarse en lo político. Aunado a ello, en la exigua participación política del mexicano aún perviven rasgos corporativos, incluso clientelares, características que constituyen un legado del régimen autoritario.

B. Participación corporativa–clientelar

Hay que recordar que la transformación, en 1938, del Partido Nacional Revolucionario en Partido de la Revolución Mexicana (PRM) consolidó una estructura que corporativizó los sectores más importantes de la sociedad: el campesino, el obrero, el popular y el militar. Cuando en 1946 nació el PRI, los sectores que permanecieron y que darían vida al corporativismo durante muchos años fueron los primeros tres enumerados.15

Al contrario de como Schmitter y Lehmbruch (1992) definen el corporativismo, el Estado mexicano no entregó el monopolio de representación de toda la clase o por ramas a una sola central. El Estado creó permanentemente alternativas de organización; todas, obviamente, bajo su control y todas afiliadas al sector obrero del PRI (Durand, 2004: 59).16 Las características de dicho corporativismo que influirían en la participación eran dos: promovía prácticas clientelares y controlaba la participación tanto dentro del mismo como al exterior.

Mediante tal sistema corporativo, el partido–gobierno controló la participación ciudadana que formaba parte de la estructura descrita: "[...] la historia del movimiento obrero o del campesino dejó testimonio de cómo se sofocó todo intento de independencia y autonomía, y dejó claro que el costo de oponerse dentro del sector corporativo era muy alto" (Durand, 2004: 48). Arnaldo Córdova consideró que una de las características de esta estructura sindical, autoritaria y vertical, fue "[...] aplastar y reducir a la impotencia a los grandes sindicatos nacionales de la industria, sobre todo al de ferrocarriles, que hasta 1959, con sus 70 000 agremiados, era el destacamento más combativo y aguerrido de la clase obrera mexicana"17 (Córdova, 1979: 32). Cualquier sindicato existente debía formar parte de dicho corporativismo si pretendía obtener negociaciones con el gobierno, y si quería evitar ser perseguido.

Sin embargo, el corporativismo no sólo se caracterizó por ser represivo: también avaló prácticas clientelares dentro de sí. Tanto el partido en el gobierno como los propios líderes sindicales necesitaban —en ciertas coyunturas— el apoyo de sus bases, el que se lograba con la respuesta a las demandas de los agremiados, o simplemente con algún beneficio laboral (Aguilar, 1992: 34). Tal tipo de organización permitió ciertos beneficios económicos para los que pertenecían a ella; tal característica —entre otras— lo llevaron a sobrevivir tantos años, "[...] cada clase social obtuvo algunos recursos; por esta razón apoyaron al Estado. [...] el Estado mantuvo así tres décadas de hegemonía y de amplia estabilidad social y política" (Ibidem: 34).

Con la crisis que sobrevino en 1982, fue necesario reestructurar el modelo económico nacional: de un Estado de bienestar se transitó a uno de libre mercado.18 Ello condujo a aplicar cambios en el corporativismo. Según Durand (2004), este corporativismo permaneció casi intacto con las transformaciones y siguió controlando la mayor parte de la clase obrera, aunque ahora en peores condiciones laborales debido a la proliferación de los contratos de protección (Ibidem: 85). Sin embargo, hemos de destacar que después de la alternancia política del año 2000, resultó más visible la reestructuración de los objetivos de dicho corporativismo, los cuales ya no correspondían a los de mediados del siglo XX, pues el Estado ya no era de bienestar; ya no privaba el partido hegemónico; ya había competencia y alternancia política. Debido a tales nuevas condiciones políticas y económicas del país, los sindicatos han tenido que cambiar las formas y objetivos del corporativismo; en ciertos casos incluso han ido perdiendo algunas de sus capacidades, por ejemplo el control del voto. Entonces, el corporativismo sí ha cambiado, pero con el fin de seguir permaneciendo, aunque estamos de acuerdo con Durand en que los sindicatos pertenecientes al viejo corporativismo aún conservan prácticas clientelistas y corporativas (Durand, 2004: 85); asimismo, con el advenimiento de la pluralidad política, el corporativismo y el clientelismo se empiezan a observar en otros partidos: ya no sólo en el PRI, como antaño.

1. Participación electoral

Desde mediados del siglo XX, la participación electoral en México ha sido constante en términos generales. La diferencia radica en que hasta la década de los ochenta no había competencia real, pues predominaba un partido hegemónico y un voto corporativo en favor del PRI. Después de esta década —como consecuencia principalmente de la reforma electoral de 1977—,19 hubo un crecimiento de los partidos de oposición y una mayor equidad en las reglas electorales, factores que con los años consolidarían la pluralidad y la competitividad electoral.

En esta primera etapa, el partido hegemónico20 —mediante las leyes electorales— sobrerrepresentó al PRI y subrepresentó a la oposición, además de que limitaba y controlaba su crecimiento (Molinar, 1991). De manera paralela a dichas reglas, el corporativismo de los sectores obrero, campesino y popular —por un lado— participó activamente en los procesos electorales: luchaba para alcanzar cuotas de representación popular, intervenía en las campañas electorales, en el control de las mesas de votación; además, era parte de las operaciones fraudulentas como el acarreo de votantes, el relleno de urnas y —de ser necesario— su secuestro y destrucción. Por otro lado, el corporativismo mostró un gran control de las asociaciones: ser miembro de una de ellas obligaba a pertenecer al PRI y a votar por el partido. El voto era estrechamente vigilado para que, primero, se emitiera, y luego para que favoreciera al partido tricolor21 (Durand, 2004: 62). Haciendo uso de las reglas electorales y del corporativismo, el PRI alcanzó una alta votación electoral hasta las elecciones de 1976, tal como lo muestra el siguiente cuadro.

La etapa cuando se puede ubicar la transición electoral va de 1982 a 1994. Después de una gran crisis económica y con la transformación en el sistema electoral, el descontento social se encauzó por medio de las elecciones; como consecuencia, en 1982 se observó un crecimiento en la participación electoral (cuadro 7).

En las siguientes elecciones (1988), por primera vez el PRI haría frente a un candidato de oposición con fuerza nacional: Cuauhtémoc Cárdenas, quien supo canalizar el descontento social vía las elecciones. Los resultados electorales no fueron confiables, puesto que hubo problemas técnicos con las computadoras en el momento del conteo ("se cayó el sistema"); y, posteriormente, "por accidente" se quemaron las papeletas electorales. Debido a todo ello, el resultado oficial está muy lejos de ser creíble, y en el imaginario colectivo prevalece la idea de que en las elecciones de 1988 hubo un gran fraude electoral, pues se observó una gran participación en favor de Cárdenas, candidato del Frente Democrático Nacional (FDN).

Tal como lo muestra el cuadro 7, las elecciones de 1994 han sido las más concurridas de la historia. Una posible hipótesis para explicar el hecho radica en que los mexicanos no quisieron otro gran fraude electoral. Por ello, no sólo acudieron a votar, sino que también se organizaron bajo la figura de observadores electorales. A partir de tales elecciones quedó claro que la pluralidad y la competitividad entre los partidos políticos era ya una realidad, pues había por lo menos tres partidos con fuerza nacional: el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional (PAN), y el Partido de la Revolución Democrática (PRD).

Para la elección de 2000 —aunque trajo consigo la alternancia política—, el porcentaje de votación presentó un descenso, el cual continuó para 2006, pues las elecciones despertaron gran controversia debido al papel desempeñado por los medios de comunicación y a la intervención del presidente. Aunque estos últimos resultados no son alentadores en el tema de la consolidación del sistema electoral mexicano como competitivo, hemos de destacar que en dicha segunda fase se observó una transformación en la percepción del voto: en 1955 se le concebía principalmente como un derecho; a partir de 1993, también se le consideraba un arma política: 68% de los entrevistados estuvo de acuerdo en que votar era la única manera que tienen las personas para señalar si un gobierno hacía las cosas bien o mal. Esta percepción se consolidó en 1999, cuando 47% señaló que el voto podía ser usado para apoyar un partido; 37%, para cambiar el partido gobernante; y sólo 3% lo consideró un derecho. Tales datos nos hablan de un nuevo ciudadano, el cual —si contara además con otras características como información e interés por la política— podría hacer posible la rendición de cuentas vía elecciones.

A pesar de los cambios que han ocurrido en el ámbito electoral, es importante señalar que no han desaparecido prácticas autoritarias, como la compra del voto. Wayne Cornelius realizó una investigación sobre esta práctica en las elecciones que tuvieron lugar en 2000; en primer lugar, observó que continuaba prevaleciendo, aunque disminuyó respecto de las dos elecciones federales anteriores. En segundo lugar, descubrió cómo la compra del voto se ha ido modernizando; por ejemplo en los estados de México y Yucatán, el día de las elecciones se vieron camiones contratados por el PRI que se detenían para bajar pasajeros a una o dos cuadras del lugar de la votación, con lo que se eludía la prohibición legal que rige el acarreo; o los almuerzos gratis que se entregaron a los votantes bajo la guisa de "fiestas de cumpleaños"; estas adecuaciones a la compra de votos hacen pensar que más que desaparecer, se tratará de hacerlas seguir prevaleciendo. En tercer lugar, el hallazgo del trabajo de Cornelius indica que los tres partidos más importantes: PRI, PAN, PRD, llevaron a cabo estas prácticas aunque de diferentes modos e intensidades (Cornelius, 2002: 15–18).

 

IX. CONCLUSIÓN SOBRE LOS RASGOS AUTORITARIOS DE LA CULTURA POLÍTICA MEXICANA

Este artículo expuso cómo el poco interés y conocimiento de la política; el bajo nivel de confianza interpersonal y en las instituciones; la poca tolerancia y la discriminación actual hacia diversos sectores (entre ellos, minorías religiosas, mujeres, discapacitados, adultos mayores, indígenas y personas no heterosexuales), así como la exigua competencia subjetiva, influyen en la escasa participación política de los mexicanos, además de que permite la persistencia de rasgos autoritarios como los corporativos y clientelares, los cuales no fortalecen la democracia.

Respecto de la creencia en la democracia, en primer lugar los mexicanos no la relacionan directamente con las elecciones sino con valores revolucionarios: justicia, libertad e igualdad; en segundo lugar, aunque consideran que la democracia es mejor que el autoritarismo, un gran porcentaje considera que en México no hay democracia, lo cual indica que ésta no ha logrado cumplir con las expectativas de un amplio sector de la población; es decir: no ha sido garantía de libertad, justicia e igualdad. Sería conveniente seguir trabajando en la interiorización de que las elecciones limpias, transparentes y competitivas son un elemento central de la democracia, de tal manera que los mexicanos las defiendan en cada elección.

No obstante lo anteriormente expuesto, hay gran avance en el tema electoral, pues continúa prevaleciendo una alta participación en temas federales, hay un alto nivel de competencia subjetiva, y el voto ya no es visto sólo como derecho sino también como arma política; empero, la desinformación de los ciudadanos a la hora de ir a votar no fortalece la rendición de cuentas. Al contrario: permite que las prácticas autoritarias sigan presentes, tal como la compra de votos, la cual ha disminuido mas no desaparecido, y paradójicamente ha adquirido nuevas formas.

El presente trabajo deja temas pendientes; hasta ahora sólo tratamos teóricamente cuáles variables podrían fomentar la participación autónoma. Sin embargo, ¿tienen la misma influencia en la participación las variables aquí presentadas? ¿Cuáles son más importantes? Tales interrogantes pueden ser el inicio de otra investigación.

 

ANEXO

 

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NOTAS

1 Hay que apuntar que Civic Culture, de Almond y Verba, recibió innumerables críticas, la mayor parte de ellas centradas en la elección de los casos, en la elaboración de los cuestionarios y en el análisis estadístico. Gil Villegas recoge los tres principales comentarios sobre esta investigación:

a)  Usar un concepto de democracia inespecífico como criterio de medición para evaluar sistemas políticos tan diversos introduciría un sesgo valorativo metodológico.

b) Este trabajo careció de conciencia histórica y mutiló la adecuada interpretación hermenéutica de los factores histórico–culturales que configuraron la interacción política; por ejemplo, en el caso mexicano no se interesaron por el corporativismo y el clientelismo que caracterizaban al régimen político.

c)  El hincapié puesto en una perfecta equivalencia al usar indicadores idénticos para varios países condujo a que se sobresimplificara el complejo problema de medir semejanzas y diferencias en el análisis comparativo (Villegas; 1992: 9).

A pesar de tales críticas, la gran aportación del trabajo es la parte de teoría, pues Almond y Verba fueron quienes por primera vez sistematizaron el tema de la cultura política, tal como lo deja ver Lijphart en su artículo "The Structure of Inference": "En conclusión, me gustaría señalar que mi crítica metodológica, así como las escasas y más bien generales recomendaciones que he hecho aquí, tienen que ver sólo con un aspecto muy limitado de la cultura política. El punto fundamental que la motiva y la domina, así como el tratamiento a partir del cual la considero desde diversas perspectivas, es la relación cultura/estructura. Sin embargo, la mayor importancia del libro no radica en la respuesta a esta pregunta; por lo demás, no se trata de una respuesta del todo sorprendente. La contribución mayor de la cultura cívica es la descripción y análisis cuidadosos que hace de los detalles de cinco culturas políticas. Su propósito no sólo consiste en poner a prueba la hipótesis en el nivel macro, sino también —y de manera más significativa— en explorar y descubrir pautas de actitudes en el nivel micro. Convengo en la opinión de Philip E. Converse de que un logro mayor de la cultura cívica es su "[...] éxito en lograr algunos de los 'sabores' de las diferencias en la cultura política: como el clima de Mark Twain, todos se han referido vagamente acerca de él, pero nadie ha hecho mayor cosa a ese respecto de manera sistemática. Fortalece la estructura de la inferencia respecto del asunto medular, y constituye un logro en su propio derecho" (Lijphart, 1980: 54).

2 Las características metodológicas de cada encuesta se encuentran al final de este artículo en el Anexo, cuadro 1.

3  Las características metodológicas de cada encuesta se encuentran al final del artículo en el Anexo, cuadro 1.

4 Establecen dicha definición en su obra clásica La cultura cívica, y la refrendan en su siguiente trabajo: The Civic Culture Revisited. En este libro, Almond (1980: 26) apunta: "Definí cultura política como algo que contiene orientaciones cognitivas, afectivas, y evaluativas ante los fenómenos políticos, distribuidos en poblaciones nacionales o en subgrupos".

5 Aunque esta encuesta recibió diversas críticas, sus aportaciones son valiosas para conocer la cultura política en México en la primera mitad del siglo XX. Gil Villegas apunta los principales comentarios hechos a Civic Culture para el caso mexicano:

a)  La muestra de encuestados de Almond y Verba para el caso mexicano resultó sumamente limitada y posiblemente poco representativa. Se limitó a las zonas urbanas aun cuando los censos de 1960 mostraban que 63% de la población mexicana era rural.

b)  La traducción al inglés del cuestionario en español aplicado en México tuvo graves deficiencias. Como ejemplo se puede señalar que a los encuestados mexicanos se les preguntó cuánta influencia en el mejoramiento de la vida en México tienen las leyes y decretos del gobierno federal, a lo cual respondieron que "Muy poco" o "Ninguno". Sin embargo, en la versión en inglés no se hablaba de leyes y decretos sino de activities of the national government. Si en la versión en español se hubiera utilizado la expresión de cuánto influyen las actividades del gobierno nacional en el mejoramiento de la vida, el resultado de la encuesta hubiera sido probablemente muy distinto.

c) Almond y Verba concluyeron a partir de su investigación que —debido a factores psicológicos como la desconfianza y el individualismo extremo de los mexicanos— la participación política en México es muy limitada, lo cual se reflejaba en el gran abstencionismo electoral. Sin embargo, Cornelius señala que una consideración más cuidadosa del proceso de la socialización adulta hubiera revelado la importancia de varias formas de participación política en México que no se limitan a las elecciones, pues por esos años el voto constituía una experiencia relativamente poco importante en la vida política.

d)  El estudio de Almond y Verba no examinó las formas de oposición o formas no legales de participación política, tales como las manifestaciones de protesta (o las que están abiertamente contra el sistema), así como la participación en las invasiones de tierra, la violencia políticamente motivada y otras conductas que enfrentan directamente al individuo con el sistema (Villegas, 1992: 10).

Ante tales críticas, debe tenerse en cuenta que los autores mencionados son los primeros en integrar encuestas al estudio de la cultura política y en hacer un estudio internacional.

6 Durante las últimas cuatro décadas, en nuestro país el grado de escolaridad ha ido creciendo. En 1960 era de 2.6 grados; en 2000 pasó a 7.7 grados; en 2003 era de 7.8 grados aproximadamente. Sin embargo, en los países industrializados el promedio de la población alcanza los 15 grados escolares (www.inep.org/content/view/16/51/)

7  En México la corrupción ha sido un rasgo que siempre nos ha acompañado. Autores como Stephan Morris (2000) han señalado el enriquecimiento ilícito de los presidentes, secretarios de gabinete, funcionarios de alto rango, líderes campesinos y sindicatos, durante varios sexenios. Ahora, Transparencia Mexicana ha indicado que la corrupción en México después de la alternancia política no ha disminuido (Reyes Heroles, 2004).

8 Sobre el papel de la identificación partidaria, otra investigación importante es la de Maravall y Przeworsky (1998), realizada acerca de las elecciones españolas de 1980 a 1996. En este trabajo, los autores concluyen que durante esos 16 años (cuatro elecciones), la economía española experimentó fases de expansión y de recesión, con oscilaciones de casi siete puntos en la tasa de crecimiento anual del Producto Interno Bruto (PIB), diez puntos en la tasa anual de inflación y 13 puntos en el desempleo. La gente percibió con precisión tales cambios económicos; aun así, sus intenciones de voto no variaron mucho ni en las buenas condiciones económicas ni en las malas. Ello permitió concluir que la lealtad al partido era mucho más importante que el voto prospectivo o retrospectivo.

9 Fernando Castaños consideró positiva esta disponibilidad de léxico pues señaló que en tal asociación no había palabras que se contradijeran, por lo que se tendía a ver la democracia de manera positiva (Beltrán, Castaños et al., 1996: 127).

10 En este cuestionario se excluyó la palabra igualdad, pero el orden de las otras palabras deja ver que si se hubiera incluido, seguiría conservando una de las relaciones más importantes en torno a la democracia.

11 En estas elecciones el PRI perdió la mayoría en la Cámara de diputados; por ello, ya no pudo controlar el trabajo legislativo (Weldon, 2002: 177).

12 Dicha encuesta fue realizada a mediados de 2004 por la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) y la Comisión Nacional para Prevenir la Discriminación (CNPD). Los resultados pueden hallarse en www.sedesol.gob.mx y en Székely (2007).

13 La importancia de la Revolución como mito nacional —que sirvió como cohesión social y motor de esperanzas— también ha sido señalado por autores como Octavio Paz en El laberinto de la soledad (2002).

14 En el trabajo de campo que realicé para la tesis de doctorado titulada "El capital social y la cultura política en el compromiso cívico en México" (Hernández, 2006), entrevisté a miembros de las Comunidades Eclesiales de Base de Coyoacán (250 miembros). Uno de los temas que más me sorprendió fue el enojo que sentían cuando se hablaba de los políticos. La mayoría de los entrevistados dijo no querer saber nada de ellos, pues sólo los buscaban en tiempos electorales y después se olvidaban de su existencia; además, que cuando necesitan de su ayuda nunca recibían respuesta, y consideraban que los políticos sólo buscan sus propios intereses. Por los datos de las encuestas nacionales, el panorama reflejado en las comunidades al parecer es compartido en otros sectores sociales.

15 El sector obrero, integrado por la Confederación de Trabajadores de México (CTM), la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), la Confederación General de Trabajadores (CGT), el Sindicato Industrial de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana (SITMMSRM), y el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME). La CTM era la agrupación más importante, pues reunía a un gran sector obrero del país.

El sector campesino estaba compuesto por las Ligas de Comunidades Agrarias de los diferentes estados y regiones del país, y la Confederación Campesina Mexicana (CCM), que posteriormente se convirtió en la Confederación Nacional Campesina (CNC).

Finalmente, el sector popular se estructuraba con las organizaciones sindicales de maestros y burócratas y las uniones de trabajadores independientes, cooperativistas, artesanos, estudiantes, profesionales, comerciantes, productores y propietarios pequeños, que posteriormente integrarían lo que se denominó Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) (Córdova, 1979: 21).

16  La ventaja de impedir el monopolio era la posibilidad que tenía el gobierno de hacerles frente y —de ser necesario— sustituirlas por otra cualquiera (Durand, 2004: 59).

17 A pesar del control y la represión ejercida por el partido–gobierno —sobre todo mediante los sindicatos—, hubo importantes movimientos obreros independientes que aparecieron desde la segunda mitad del siglo XX: el ferrocarrilero de 1948 y 1958–1959; el minero de 1950–1951; los de los maestros, telegrafistas, electricistas, petroleros, telefonistas y textiles de 1956–1959; y el de los electricistas democráticos de los años setenta, por mencionar a los más importantes. Sin embargo, la representación y cooptación de los líderes no permitió su desarrollo (Pozas, 1993).

18 La transformación fue posible porque el gobierno usó la estructura corporativa para instrumentar fácilmente otras condiciones laborales: las que necesitaba el nuevo proyecto económico. El corporativismo también facilitó —tanto en la etapa de despegue económico como en la del desarrollo estabilizador— las políticas públicas necesarias para el desarrollo económico (Luna y Pozas, 1992: 193).

19 Creó 300 distritos electorales fijos de acuerdo con un criterio geográfico; se establecieron los diputados de representación proporcional (anteriormente diputados de partidos) y se amplió a 100; disminuyó de 2.5 a 1.5 el porcentaje de votos necesarios para que cualquier organización política pudiera obtener su registro como partido político y estableció registro condicionado; incluyó a la oposición en la conformación del Colegio Electoral con 40 diputados, y los complementó con 60 del Partido Revolucionario Institucional (PRI); dio a los diputados tiempo en radio y en televisión no sólo en épocas electorales; y apoyó económicamente a todas las organizaciones políticas con registro para la realización de sus campañas electorales (Molinar, 1991).

20 Según Sartori, hay un sistema de partido hegemónico cuando el partido en el poder permite la existencia oficial de partidos que no pueden competir con él en términos antagónicos y en pie de igualdad, además de que no contempla la rotación del poder (Sartori, 1976: 261).

21  Por ejemplo, en la elección de 1976 votaron para elegir presidente 17 606 872 personas, de un total empadronado de 25 913 063; por el PRI votaron 15 435 321, apenas dos millones más que su sector corporativo, el cual representaba casi 50% del total del padrón electoral (Durand, 2004: 63).

22 Esta figura se integró a la ley electoral de 1993. Fue consecuencia de la organización social —tanto de sectores urbanos independientes de los partidos políticos como de miembros de partidos de oposición— y surgió para observar las elecciones de 1988. Para las elecciones federales de 1994, la vigilancia de las casillas por parte de los ciudadanos fue una de sus características más importantes. El entrenamiento de estos nuevos funcionarios de casilla fue labor de algunas ONG como Alianza Cívica, Presencia Ciudadana, Frente Mexicano Pro–Derechos Humanos, entre otras (Pozas; 1997: 33–55).

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