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Revista mexicana de sociología

On-line version ISSN 2594-0651Print version ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.69 n.3 Ciudad de México Jul./Sep. 2007

 

Artículos

 

La responsabilidad social de las empresas: una propuesta de modelo

 

A Corporate Social Responsibility: A Proposed Model

 

Fernando Leal Carretero*

 

* Universidad de Guadalajara (Departamento de Estudios Socio-Urbanos). Temas de especialización: metodología de las ciencias sociales; interfaz de ética, política y economía. Dirección: Paseo de Loma Larga 5016-5, Villa Universitaria, 45110, Zapopan, Jal. Tel. (33) 3642-3459. Fax: (33) 3642-0354, (33) 3658-4630. Correo electrónico: ferlec@hotmail.com.

 

Recibido: 22 de febrero de 2006.
Aceptado: 8 de mayo de 2007.

 

Resumen

La responsabilidad social de las empresas (RSE) es un ideal en ascenso irresistible; pero al calor de los discursos en pro y en contra del ideal, o partes de él, se pierde de vista la necesidad de analizar las realidades subyacentes en los tres grandes niveles de acción y toma de decisiones: Estado, empresas y sociedad civil. En este artículo se propone un modelo que nos permita comprender (clasificar y ordenar) las fuerzas sociales en juego. El fin que persigue es separar y distinguir lo que decimos de lo que hacemos, así como preparar el terreno para estudios cuantitativos ulteriores.

Palabras clave: responsabilidad social de las empresas (CSR), ideal, valores, oferta y demanda nominal, oferta y demanda real.

 

Abstract

A Corporate Social Responsibility (CSR) is an increasingly popular ideal, but in the heat of the debates for and against this ideal, or parts of it, it is easy to lose sight of the need to highlight the realities underlying the three main levels of action and decision-making: The state, firms and civil society. This article proposes a model for the understanding (i.e. by classifying and ordering) of the social forces at work. The aim is to separate and distinguish what we say from what we do and to pave the way for future quantitative studies.

Key words: Corporate Social Responsibility (CSR), ideal, values, nominal supply and demand, actual supply and demand.

 

INTRODUCCCIÓN

Aunque frases como "responsabilidad social de las empresas" (o sus múltiples equivalentes) tienen probablemente un siglo o poco menos de circular por el mundo, las ideas y argumentos asociados a esas frases son bastante más antiguos.1 Hay trazas de unos y otras incluso en uno de los documentos más antiguos que existen sobre ética de los negocios: la teología moral (casuística) elaborada por Tomás de Mercado para los mercaderes de Sevilla en 1569.2 No cabe duda de que tanto el término como el concepto que le subyace son la expresión de ideales, y es característico de todos los ideales (al menos de los ideales políticos) el irse modificando y extendiendo con el paso del tiempo.3 Piénsese si no en términos como "socialismo" o "democracia", cuyo contenido es profundamente inestable y marcadamente inflacionario.

En el caso del ideal de responsabilidad social de las empresas (RSE), podemos distinguir a grandes rasgos tres periodos en este proceso de extensión semántica y desplazamiento o reacomodo de la lucha política.4 El primero comprende preocupaciones e inquietudes relativamente tradicionales, tales como los salarios bajos, la falta de higiene y seguridad en el puesto de trabajo, las prácticas monopólicas y de colusión para fijar precios, el tipo y calidad de los productos. Se trata de preocupaciones que nacen con la ciencia económica misma en el siglo XVIII y se desenvuelven a lo largo del XIX. Sin embargo, en una segunda etapa, que comienza con el siglo XX, el ideal de RSE se vuelve más moderno y hasta macroeconómico, extendiéndose a cuestiones tales como la inseguridad social, el reparto de utilidades, el desempleo y la inestabilidad de los precios. Aquí tenemos ya cuestiones más características del ascenso de los ideales socialistas, el desarrollo teórico de la economía del bienestar y el triunfo del keynesianismo. En nuestros propios días, sin que ello implique una renuncia a los contenidos antes mencionados, el ideal de RSE ha pasado a una tercera fase, en la que pretende abarcar todos los lugares comunes en los que nos movemos hoy por hoy como peces en el agua. Desde la publicidad y la mercadotecnia hasta la protección del medio ambiente, y desde el trabajo infantil y la globalización hasta la pobreza mundial, nada parece ser demasiado grande o complicado como para que al menos una porción del público exija que las empresas asuman sus responsabilidades en todos estos asuntos.

Aunque sería fascinante ocuparse del proceso por el cual se ha venido dando esta inflación del ideal de RSE, a continuación me dedicaré a una tarea previa: esbozar un modelo que explique cómo se ha ido produciendo la vasta colección de documentos (legales, políticos, filosóficos, ideológicos) que expresan y defienden o atacan ese ideal, le dan realidad institucional, lo definen, analizan o ponen en relación con otros ideales. No es un modelo inmanente donde las ideas y textos se conectan solamente entre sí, como si flotaran en el aire o salieran de la nada. De hecho, lo que me interesa más es la relación de todo ello con las realidades económicas y sociales que forman su entorno; si se quiere: el lugar que ocupan en ese entorno.

Como es propio de todo modelo, el que aquí presentaré tiene un carácter abstracto y simplificador. Y como es propio de todo modelo, su papel es de guía en la investigación empírica que pudiera darse en el futuro para mostrar lo atinado o fallido de las hipótesis que se desprenden de él. Aunque no debería ser necesario añadir esto, me gustaría destacar que las objeciones a este y cualquier otro modelo sólo pueden ser de dos tipos: o bien encaminadas a mostrar que sus hipótesis se ven falsificadas al contacto con los datos empíricos, o bien dirigidas a proporcionar un modelo alternativo que pueda con el tiempo explicar mejor esos datos.5 Nada me daría más gusto que recibir objeciones de un tipo o del otro. Al tiempo que el lector sigue la descripción verbal en ocho partes que presento a continuación, puede resultarle útil examinar el diagrama 1, el cual representa el modelo de una manera alternativa.

 

EL MODELO

1. Demanda nominal de la población

Hundiendo sus raíces en el siglo XVIII crece a lo largo del XIX el llamado movimiento humanitario, el cual clama y agita por la corrección de lo que considera actos de inhumanidad.6 El blanco de este movimiento es múltiple: el desarraigo de las poblaciones rurales que comienzan su inexorable éxodo hacia las ciudades; el trato a los pacientes pobres en los hospitales y manicomios, a los detenidos en las prisiones o a los niños en las escuelas; los efectos del alcoholismo y la vagancia en las costumbres; las condiciones de trabajo en las viejas plantaciones y las nuevas industrias; los horrores de la guerra, etcétera. Cualquiera que haya leído las grandes novelas de Alessandro Manzoni, Víctor Hugo, Charles Dickens, Harriet Beecher Stowe, Fiodor Dostoyevski, y tantos y tantos otros sabrá de lo que estoy hablando. Un caso notable de los efectos del humanitarismo (comentado exhaustiva e insistentemente por Pareto en su Trattato di sociologia generale) es el relajamiento de la antigua severidad de los jueces a la hora de dictar sentencia en contra de los criminales comunes y los políticos; por cierto, una tendencia que no ha hecho otra cosa que agudizarse con el tiempo, si bien acompañada de reacciones de signo contrario.

El humanitarismo es un movimiento gigantesco, amorfo y lleno de conflictos; en mi opinión, uno de los fenómenos sociales de mayor envergadura en la civilización moderna de Occidente. No hay profesión ni ocupación que no toque, afecte o involucre a su paso. Se le ve a menudo confusamente unido a otros movimientos, como el de la abstención al alcohol, el de las sufragistas, o incluso el socialismo y el pacifismo. No falta quien lo asocie al llamado proceso de secularización. Pero aparte de las dudas serias y fundadas que se han expresado recientemente acerca de la magnitud y hasta la existencia de tal proceso (Stark y Finke, 2000: cap. 3), es muy claro que el movimiento humanitario no puede pensarse independientemente de la renovación periódica de las distintas denominaciones cristianas.7

Ahora bien: una parte de ese movimiento humanitario se endereza hacia los ideales que aquí nos ocupan. De este modo, va surgiendo cada vez más potente una demanda difusa y variada, a la que dan vigorosa expresión (si bien con frases e intenciones distintas) líderes religiosos y tribunos de la plebe, periodistas e intelectuales, agitadores y literatos, e incluso médicos, ingenieros y administradores ambiciosos.8 se trata de una demanda nominal (o para usar términos más usuales: una demanda simbólica o ideológica) dirigida a la gente de letras para que produzca teorías o pseudoteorías que expongan, justifiquen y defiendan los valores y sentimientos humanitarios. Como solía decir Pareto, a los seres humanos casi nunca nos basta con la expresión nuda de nuestros sentimientos; antes queremos que se teorice y argumente de tal manera que nuestros sentimientos aparezcan fundados en la razón o al menos en buenas razones.

Para entender lo que ocurre, conviene establecer un paralelo con lo que ocurre en política. En cualquier votación que involucre un número considerable de personas, la influencia de cualquier votante individual es insignificante (esta insignificancia crece en proporción al número de votantes), por lo que la abstención resulta un comportamiento racional; el votante tiene seguramente otras razones para votar aparte de pretender ejercer una influencia que es imposible ejercer, y no vamos aquí a discutir cuáles podrían ser éstas (cf. Brennan y Lomasky, 1993). Por otro lado, la información requerida a fin de dar un voto bien fundado sería, para cualquier votante individual, de un costo tan elevado que resulta prohibitivo. El votante individual ejerce, pues, su voto en medio de una ignorancia racional (Downs, 1957), o incluso de una irracionalidad racional (Caplan, 2001, 2007), frases que sólo resultan paradójicas para quien no se haya planteado el costo de la información. Ese costo (aunado al hecho de que la influencia del voto individual tiende a cero, lo que los exime de mayor responsabilidad) hace que los votantes se contenten con un sustituto: aquel que satisfacen los ideólogos de todo tipo. Como de manera muy vívida dice el sociólogo francés Raymond Boudon:

El hombre de la calle, el ciudadano anónimo [...] es portador de una demanda ideológica. No solamente porque corre el riesgo de encontrarse, a la hora del aperitivo, con un amigo que de seguro lo va a sondear sobre el proyecto de ley sometido al Parlamento por el ministro de justicia y que debe estar en posición de fundar su opinión sobre argumentos objetivos, sino simplemente porque experimenta la necesidad de demostrarse a sí mismo que la convicción que siente intensamente está fundada, que es justa.

[...]

Supongamos que yo tenga que escoger entre dos candidatos a una elección. Sé bien lo que desearía que hicieran. Quisiera, por ejemplo, que redujesen los impuestos o que combatiesen el desempleo. Naturalmente, no sé sino muy imperfectamente lo que uno u otro harían una vez llegados al poder. Por lo demás, ni ellos mismos lo saben quizá con claridad. Han anunciado su programa, pero ese programa no describe al detalle las medidas a tomar. Y si lo hiciese, tampoco tendría yo ninguna garantía de que los candidatos querrían o podrían tomar dichas medidas. Y si las tomaran, tampoco sabría si éstas tendrían las consecuencias que tal o cual analista anuncia, o en las que yo mismo creo. En una palabra, no tiene caso seguir aquí los procedimientos descritos por la noción de racionalidad, en el sentido clásico, por limitada que estuviese: es en vano intentar pesar los pro y contras. ¿No vemos por lo demás que poca gente siquiera finge hacerlo? Todo mundo da más bien la impresión, en una situación como la descrita, de que está convencido que su caballo es el bueno y que ningún argumento podría sacudir su creencia.

Pasa que la estructura de la situación es tan incierta en un caso como aquél, que es más simple y más racional comparar los valores que parecen suscribir los candidatos con los que a mí mismo me convencen. Escucho hablar a tal candidato. Es de izquierda, yo soy de derecha: no votaré por él [...] (Boudon, 1984; la traducción es mía.)

Pues bien, la demanda de argumentos en favor de la RSE no es muy distinta. La complejidad del mundo de los negocios no es menor que la de la esfera electoral. De hecho, en algunos contextos bien puede ser bastante mayor. Piense el lector en el caso de una pequeña población tercermundista donde se instala una empresa multinacional: es altamente probable que los ciudadanos estén bastante más enterados de los tejemanejes de la política local de lo que jamás estarán sobre los procesos del comercio y las finanzas internacionales. ¿Cómo debe pensar sobre tal o cual aspecto de las empresas? se abre entonces un nicho para hombres y mujeres, cuyo talento reside en ser articulados, que se den a la tarea de crear imágenes interesantes, metáforas llamativas, narrativas vívidas y argumentaciones especiosas en apoyo de una demanda que proviene de sentimientos e ideales que el movimiento humanitario ha ido haciendo plausibles a lo largo de casi tres siglos de existencia. En ella se sitúan todos los que abogan por la RSE, y en particular insisten en que el Estado intervenga de todas las maneras que sabe usar o de algunas nuevas (que nunca ha faltado inventiva para ello), a fin de que la conducta de las empresas se ajuste a los ideales respectivos.

2. Intereses favorables y opuestos a la demanda real

Creo que no hay duda de que un número considerable de gens de plume se han dedicado a satisfacer la demanda inicial de ideología. Mientras todo sea un asunto de palabras, la cosa no tiene mayor importancia; pero resulta que nadie sabe de entrada si un determinado torrente de discursos (que satisface a la demanda nominal) corresponde o no a una demanda real de alguna consideración. Dicho de otro modo, tanto los empresarios como los políticos no saben si el río lleva agua y el ruido se debe a las nueces. Lo que sí saben es que la instrumentación efectiva de cambios (p. ej. en los procesos de producción) aumentaría los costos de algunos, al tiempo que permitiría a otros tomar posiciones de ventaja.

Consideremos el caso de la RSE frente al medio ambiente.9 Hay sin duda empresas que podrían nacer, reorientar sus procesos o incluso prosperar grandemente, dado que se dedican o podrían dedicar a la creación de soluciones a la contaminación (o de certificación o validación de que esas soluciones son adecuadas o han sido realmente puestas en práctica). Dichas empresas tienen un interés real en que la demanda de protección del medio ambiente se traduzca en clientes, sea directamente o forzados por la introducción de medidas gubernamentales (leyes, decretos, prohibiciones, reglamentaciones, licencias). o considérense aquellas empresas que están en posición de encontrar o instrumentar soluciones (reales o al menos aparentes) sin incurrir en costos excesivos, y que en un nuevo entorno proambiental obtendrían una ventaja competitiva frente a otras empresas que no podrían reorientarse tan rápida o fácilmente. O incluso piénsese en empresas que de entrada no contaminan o contaminan muy poco, o al menos que pueden presentarse al público como tales de manera convincente.

Todas esas empresas tienen intereses favorables a los valores y sentimientos que son el objeto de los discursos en torno a la RSE. Frente a ellas tenemos las empresas para las que la demanda real de RSE implicaría cambios en la producción, o (como veremos) al menos en la publicidad, de tal magnitud que sus costos no podrían sencillamente ser pasados a los consumidores (Coors y Winegarden, 2005). Aunque algunos ambientalistas extremos proclaman la exigencia de eliminar la contaminación totalmente, está claro que este ideal particular es completamente irrealizable. Normalmente, a lo que podemos aspirar es a reducir la contaminación hasta un grado tal que sea compatible con la producción de bienes y servicios que satisfacen nuestras otras necesidades. ¿A quién se le podría ocurrir que cerrásemos los hospitales, a fin de evitar los muchos desechos tóxicos que son un subproducto no deseado de la atención médica? igualmente claro debería ser que cualquier reducción de los niveles de contaminación cuesta tiempo, dinero y esfuerzo; y la cuestión es simplemente si, como usuarios de los productos de las empresas, estamos dispuestos a contribuir a pagar esos costos. A nadie le gusta que las curtidurías contaminen nuestros ríos; pero a todos nos gusta usar zapatos. La cuestión es encontrar el equilibrio. Si las empresas que contaminan pudieran simplemente pasarnos la factura, dado que nosotros los consumidores estaríamos dispuestos a hacer todo por el medio ambiente, está claro que ya hace mucho tiempo que las medidas se habrían tomado. Pero esto no funciona así; la principal labor del empresario es encontrar un nivel óptimo de satisfacción parcial para las diferentes demandas (Jensen y Meckling, 1994: § 7), incluidas las asociadas a la RSE. Luego es claro que para cada demanda del público habrá una respuesta diferenciada de las empresas: no debemos olvidar que con toda probabilidad no hay empresa alguna que sea totalmente favorable o totalmente desfavorable a todos los ideales contenidos en el término RSE y sus discursos asociados.

De hecho, ni siquiera dentro de las empresas encontramos homogeneidad. Para seguir con el ejemplo de la contaminación (que podría extenderse a cualquiera otra de las demandas de RSE), un gerente podría muy bien querer que sus empleados tengan cuidado a la hora de manejar residuos peligrosos; pero esto, en muchos casos, atenta contra la comodidad del empleado; ser precavido o simplemente limpio también es costoso para el individuo.10 Esta es una de las muchas manifestaciones del problema del agente y el principal vislumbrado por Adam Smith y discutido con especial intensidad en las ciencias sociales, al menos desde que fue precisado hace poco más de tres décadas (Spence y Zeckhauser, 1971; Alchian y Demsetz, 1972; Ross, 1973; Jensen, 1976; Fama, 1980). Uno de los miembros más notables de esa misma familia de problemas concierne la invención legal de las compañías con responsabilidad limitada (Micklethwait y Wooldridge, 2003) y la consiguiente división entre los dueños de una empresa y quienes la manejan o controlan. Muy bien puede ocurrir que la gerencia decida utilizar la empresa para halagar los ideales de RSE (por los motivos que sean), para lo cual está dispuesto a realizar acciones en perjuicio de los intereses de los propietarios (Jensen y Meckling, 1994: § 8). Este es el tipo de configuración que tienen en mente autores como Friedman (1982) o, más recientemente y con mayor aparato filosófico, Sternberg (2000). El punto es que los intereses de los gerentes no son los mismos que los de los accionistas, y en determinadas circunstancias podría darse una alianza entre ejecutivos de empresa por un lado, y gobierno o sociedad civil por el otro, en común oposición contra los accionistas. De hecho, uno de los primeros autores en discutir la RSE dice claramente que los ideales de ésta que él discute en su libro vienen de los ejecutivos de empresa (Bowen, 1953). Habría que averiguar si los accionistas estarían de acuerdo en que se usaran sus recursos para ello.11

Y esto que hemos dicho de los empresarios lo podemos decir igualmente de los distintos órganos del Estado, así como de las variadas organizaciones de la sociedad civil. Las empresas no constituyen un monolito, y lo mismo puede decirse del Estado y de los ciudadanos. Resulta claro, por ejemplo, que si en un país existe un Ministerio de Protección al Medio Ambiente, sus funcionarios tienen gran interés en legislaciones y atribuciones proambientales, pero ése no va a ser el caso del Ministerio de la Industria. Y lo que pasa dentro del gobierno se repite en las cámaras legislativas y posiblemente también en los juzgados. De hecho, ocurre en el mismísimo interior de las oficinas. Puede muy bien ser que el Ministro del Medio Ambiente o sus inmediatos colaboradores deseen que su presupuesto aumente, y para ello tienen que demostrar que hacen cosas. Por su parte, los funcionarios de más abajo podrían muy bien objetar al aumento en la carga de horas de trabajo o las tareas asignadas y, en dado caso, boicotearlas o simplemente cruzarse de brazos ante un infractor, sea movidos por el deseo de obtener una ganancia por soborno, o simplemente por pereza. Los conocidos dilemas del riesgo moral y la selección adversa están siempre al acecho aquí, al igual que en el caso de las empresas, si bien es con respecto a éstas que se ha desarrollado la teoría (para una introducción a ella, véase Macho Stadler y Pérez Castrillo, 1994).

En el caso de la sociedad civil, las cosas no son distintas. Basta contemplar el conflicto de interés entre una organización como Greenpeace y un grupo de presión para la protección de los derechos de los trabajadores forestales. O pensemos en el deseo de imitar el hábito cada vez más extendido en los países desarrollados de dividir los desechos del consumo humano para permitir su reciclaje; y yuxtapongamos ahora los intereses de quienes en los países menos desarrollados viven de los grandes tiraderos de basura. Para decirlo en pocas palabras: los intereses favorables y desfavorables a la RSE (y en esa medida a la satisfacción de la demanda ideológica correspondiente) están divididos tanto entre las organizaciones como dentro de ellas, y esto abarca el Estado, las empresas y el tercer sector.

3. Contrademanda ideológica de los intereses opuestos a la demanda real

He dicho antes que la demanda ideológica inicial (cuyos antecedentes se remontan al gran movimiento humanitario de la historia occidental moderna) solamente se tomará en serio en la medida en que los actores afectados positiva o negativamente teman, esperen o tengan evidencia de que representa intereses reales dispuestos a pasar a la práctica. Las palabras son solamente palabras y el viento se las lleva con facilidad; pero si a las palabras siguen acciones, por ejemplo, si los consumidores de repente deciden que están dispuestos a pagar un poco más por adquirir bienes o disfrutar servicios producidos y ofrecidos por empresas que protejan el medio ambiente, o parezcan hacerlo, o tengan un certificado más o menos confiable de que lo hacen, la cosa cambia. Todos sabemos que ese mercado está en expansión, al menos en los países más avanzados industrialmente. Sin duda constituye todavía un mercado relativamente pequeño, pero nadie sabe a dónde irá a parar. Esto muestra la dificultad de la tarea de los actores empresariales, políticos y civiles a la hora de decidir si toman en serio y se comprometen en favor o en contra de los ideales en cuestión.

Dados los conflictos de valor y de interés que (de la manera esbozada en el apartado 2) separan, dividen y enfrentan a los grupos, asociaciones y organizaciones, es claro que a la demanda ideológica inicial se va a oponer una contrademanda dirigida a los intelectuales, periodistas y predicadores para que produzcan teorías que hagan creer que no es necesario, o al menos no es conveniente (útil, eficiente, productivo, apropiado, decente, ético, justo, etcétera) atender a los sentimientos asociados a la RSE. Los ejemplos antes citados de Friedman (1982) y Sternberg (2000) son solamente muestras de esta bibliografía, que es tan extensa y compleja al menos como la que defiende la RSE.

Y también aquí cualquiera que tenga que tomar decisiones ante los valores y sentimientos asociados a la RSE deberá estar alerta a las proporciones en una dirección o la contraria. Supongamos que existe un producto que o bien contamina el medio ambiente o requiere de contaminación para su producción (dado el estado de la tecnología y los precios en vigor). El volumen de ventas de ese producto, comparado con el volumen de ventas de su más cercano (y menos contaminante) competidor, será una medida, entre otras, para constatar las dimensiones de la demanda real de RSE. Otros indicadores que con el tiempo podrían ser pertinentes serían la disposición de los ciudadanos a emplear su tiempo en reuniones y manifestaciones públicas de protesta, las actividades de cabildeo de los grupos de presión, los votos en favor de tal o cual candidato públicamente conocido por apoyar una determinada posición.

4. Oferta ideológica en reacción a demanda y contrademanda

Se produce así un enfrentamiento entre dos grupos de oradores. Utilizo este término antiguo y venerable a falta de otro mejor que agrupe el variopinto conjunto de teólogos, filósofos, cronistas, diputados, locutores de radio y televisión, y hasta científicos que se han tomado unas vacaciones de sus obligaciones de imparcialidad para salir a la palestra y declarar sus convicciones más íntimas. Confío en que el lector no me malentienda en cuanto a las personas que tengo en mente. Tenemos, pues, por un lado, a aquellos oradores que intentan satisfacer la demanda de teoría en pro de la RSE, y los que intentan satisfacer la contrademanda de teoría en contra de la RSE.

Así como los talentos y habilidades de uno y otro grupo son extremadamente variados, así también lo son sus motivaciones. En el caso de algunos, bien pudiera ser que sus sentimientos se acuerden y armonicen bien con los sentimientos de la población en general. Digamos, pues, que tienen una fe viva (Pareto dixit) en los ideales de la RSE o en otros ideales que les parecen reñidos con la RSE. Son sinceros y fervientes; están convencidos y quieren convencer a los demás. En el otro extremo podríamos tener a aquellos que simplemente han visto o creído ver que pueden subirse al tren que va en una dirección o la contraria, y de esta manera llegar a una meta que no tiene nada que ver con la RSE. Éstos son cínicos y saben bien su cuento. Podrán hacer tontos a los otros, pero no a sí mismos ni a quienes son como ellos. Sus fines pueden ser el dinero, el poder, o cierta reputación, y para alcanzarlos, la producción ideológica es un vehículo cómodo.12

Lo que todo esto debe dejar claro es que en el modelo que aquí propongo, las teorías o argumentaciones que se producen en torno a la RSE, sean a favor o en contra, contribuyen primordialmente a expresar ciertos sentimientos, valores e intereses, y sólo de manera secundaria, y en algunos casos, a discutir la evidencia que corrobora o pone en duda una determinada hipótesis (o dicho con mayor precisión metodológica: que modifica las probabilidades asumidas o estimadas previamente al examen de dicha evidencia). Mediante la utilización de una conocida convención, podemos llamar a lo primero el contenido ideológico de un discurso y a lo segundo su contenido científico.13 Si a es la proporción que guarda el contenido científico en un discurso, entonces 1-a es normalmente la magnitud de su contenido ideológico.14 En general, tiende a cero en los discursos en torno a la RSE que generan poetas, periodistas, predicadores y políticos, pero en el caso de algunos estudiosos de las empresas y el entorno civil y político en que operan, así como de algunos hombres y mujeres de negocios, podemos constatar que al menos parte de lo que dicen y escriben sobre la RSE cuando salen temporalmente de sus despachos, oficinas, aulas y laboratorios tiene alguna conexión con la búsqueda imparcial de probabilidades.

No es este el lugar de hacer un análisis pormenorizado de los discursos en torno a la RSE y las proporciones relativas de ciencia e ideología que contienen.15 Lo que sí quisiera destacar es que los rubros que utilizo aquí no pretenden ser valorativos, sino estrictamente descriptivos; y así ruego al lector que los entienda. Los usos del lenguaje son múltiples, y cada uno tiene su lugar en la vida comunitaria. Valorar y describir, persuadir y constatar, entusiasmar y verificar, son actividades distintas. Aquí mi propósito es describir, constatar, verificar; no pretendo ni valorar, ni persuadir, ni entusiasmar.

Decir, pues, de un discurso que no es (totalmente) científico, o bien que es (total o parcialmente) ideológico no implica condenarlo ni restarle importancia, al menos no en el contexto de este artículo. Por el contrario, quisiera insistir en que toda ideología expresa cosas de la mayor sustancia y significación; da voz a temores, anhelos y esperanzas que se albergan en lo más hondo de las personas; solicita adhesión a motivos y proyectos a los que unos u otros damos la mayor importancia. La propia ciencia no sería posible como práctica y como institución si no fuera porque responde a una de las fuerzas que nos agitan: la curiosidad por saber cómo son las cosas, por entender el mundo. Y la ciencia siempre ha estado acompañada de un discurso ideológicamente cargado que expresa esos sentimientos, al menos intenta contribuir a su difusión y, sobre todo, a persuadir a quienes no los comparten que financien esta empresa.

La cuestión es que la RSE no es un asunto de ciencia. La ciencia no puede decirnos lo que conviene o no conviene; cuando mucho puede decirnos qué pasaría si, persiguiendo tal o cual objetivo, pusieramos en práctica tal o cual medida (Weber, 1909; cf. Rhoads, 1985), y ni siquiera siempre puede hacer eso, o sólo de manera muy imperfecta (Pareto, 1916; cf. Lucas, 2003). La mezcla de ciencia e ideología ocurre justamente (donde ocurre) porque el expositor asume de modo más o menos implícito cuál es el objetivo que la sociedad debería tener y entonces argumenta con alguna evidencia (poca, porque en estos discursos generalmente no se dirige uno a un auditorio especializado) que ese objetivo se lograría mejor de tal o cual manera. Esto último puede ser más o menos científico, pero lo primero no es ni puede serlo.

Recuerdo al lector que estamos hablando puramente de discursos, no de acciones. Una pregunta es hasta dónde los discursos representan algo que los encargados de tomar las decisiones (en el gobierno, las empresas o las organizaciones civiles) deban tomarse en serio. Para tomarlas he dicho que los responsables se fijan en otro tipo de evidencia más contundente; por ejemplo, resultados de elecciones, patrones de consumo, disposición de aportar tiempo o dinero a un movimiento social. Por ello es que autores como Marx, Pareto y Sorel (a pesar de las muchas divergencias científicas e ideológicas que los dividen) concuerdan en un punto: son los intereses y los sentimientos los que mueven al mundo, no las teorías ni las argumentaciones.

5. Imposibilidad de satisfacer la demanda real

Si lo anterior es correcto, entonces podemos decir que el enfrentamiento entre grupos de oradores genera más ruido que otra cosa; en sí mismo no contiene acción, si bien puede ser un indicador (bastante imperfecto) de las fuerzas reales de demanda. El vaivén de la disputa se parece a una bicicleta que acaba de caerse luego de correr a gran velocidad: las ruedas siguen girando, pero ya no corresponden a ningún desplazamiento.16 Volvamos pues a la realidad: habíamos dicho en el apartado 2 que la demanda real, confusamente revelada por los discursos, puede ser satisfecha por algunas empresas, sea sin demasiado gasto extra, o incluso con ganancias.17 Después de todo, algunas empresas han podido surgir con el propósito expreso de satisfacer la demanda real de RSE y generar utilidades (piénsese en las certificadoras de productos orgánicos). Pero no es el caso de todas las empresas. De hecho, me atrevería a decir que no hay ni puede haber empresa alguna que de manera uniforme gane con la cobertura de los ideales de RSE (aunque no me sorprendería que hubiese alguna que no pueda sino perder con ella). En efecto, las peticiones y exigencias contenidas en la demanda de RSE (que refleja lo difuso y cambiante de los sentimientos de la población) son variadísimas: no es lo mismo proteger el medio ambiente que evitar la guerra, ni ambos fines coinciden con luchar contra la discriminación racial o perseguir la justicia en los lugares de trabajo. Es más: en muchos casos los intereses de los llamados stakeholders son incompatibles y contradictorios entre sí.

Por todo ello, resulta una tarea teórica y prácticamente insoluble reunir información confiable y suficiente para que los ejecutivos de las empresas modifiquen los procesos de producción, de manera que se satisfaga la demanda real de RSE en toda su variedad y complejidad. Cuando mucho, podrá obtenerse alguna información que sea capaz de satisfacer una parte de tal demanda. De hecho, el primer problema para satisfacerla es averiguar si la demanda ideológica que se genera corresponde a algo real o qué parte de ella lo hace. Este problema no es muy distinto al que enfrenta todo empresario que esté tratando de discernir las preferencias del público a partir de evidencias impuras y signos obscuros. Una vez que el empresario se ha satisfecho que tal o cual parte de la demanda es real (es decir, que va a comenzar a perder clientes si no la atiende), entonces se encuentra, por supuesto, con el problema de siempre, que es encontrar un método de satisfacerlo con el cual los ingresos obtenidos superen los costos: business as usual.

En esto punto quisiera distinguir mi argumento de otros dos que pululan en la bibliografía.

Hay quienes argumentan que el empresario no es ese maximizador de utilidades que utiliza la teoría económica, sino que tiene otros valores, aunque sea el compartir al menos alguno de los valores de sus conciudadanos. La idea de RSE encuentra resonancia en muchas personas, y algunas de ellas son empresarios. Ya en Bowen (1953) encontramos esa posición, pero el argumento se elabora con gran cuidado y claridad en McGuire (1963), que es el primero o uno de los primeros libros de texto sobre el tema (véanse especialmente los caps. 4, 7 y 14). A mí esto me parece convincente, tanto por mi propia observación del mundo empresarial como por mero sentido común. Y sin duda el asunto tiene gran interés; pero, a poco que pensemos, no altera las cosas. Podemos decir en todo caso que el empresario toma en cuenta su propia función de utilidad a la hora de calcular la demanda real (por decirlo a la manera de los economistas). Sin embargo, si llevado por sus valores le da un giro inviable a su empresa, lo único que conseguirá es dejar de ser empresario muy pronto. Al final de cuenta, las preferencias que interesan más no son las suyas, sino las de sus clientes.

En el otro extremo hay quienes (como Friedman, 1982) argumentan que la RSE es una quimera debido a que no hay manera en que el empresario (dueño o gerente) pueda saber qué es de interés público. Cierto es que descubrir cuál es el interés público, el bien común o el bienestar de todos (if any) es una cosa muy compleja; y todos estamos de acuerdo en que el mejor método de que disponemos (o el menos malo, como hubiera dicho Churchill) para tantear una respuesta es el de la democracia: que pugnen pacíficamente los diferentes grupos, en mayor o menor igualdad de circunstancias, pues de todo ello emergerá algún tipo de consenso, aunque sea frágil y transitorio. (Que todos estemos de acuerdo en las relativas bondades de la democracia no constituye, por supuesto, prueba alguna; y yo al menos no estoy seguro de cuál es la evidencia positiva en una dirección u otra.) Cierto es también que el empresario no posee ningún conocimiento especial que esté por encima del de otros. Creo, sin embargo, que Friedman dramatiza demasiado: la pregunta por el interés público no se plantea en realidad nunca de esta manera tan general al empresario. Su pregunta es siempre mucho más concreta: por ejemplo, ¿qué puedo o qué debo hacer para controlar la contaminación que produzco? Y la decisión que tome va a depender siempre de hasta dónde puede estimar con mayor o menor precisión la demanda real (incluyendo la suya propia).18

Volviendo a mi argumento: el punto es que la RSE abarca tantas cosas y tan dispares que la demanda real de éstas (tan difícil de discernir en comparación con su demanda nominal o ideológica) no puede ser satisfecha totalmente. Ésta no es sino una de las manifestaciones de la pugna política por establecer el bien común o, más modestamente, eso que Pareto llamaba el "máximo de utilidad para una colectividad en sociología".19 Por ejemplo, si la creación de puestos de trabajo es parte de la RSE, entonces no podríamos declarar irresponsables a aquellas empresas dedicadas a la producción de armas, los juegos de casino, o incluso el narcotráfico, si se pudiera constatar que emplean a un gran número de personas. El hecho es que no existe ninguna armonía preestablecida entre los muy diversos valores que el público, o sus autonombrados representantes políticos o intelectuales, asocia con el término.20

6. La oferta simbólica en sustitución de la oferta real

Las empresas a quienes se dirige la demanda difusa de RSE se encuentran a menudo incapacitadas para satisfacerla de manera efectiva y costeable. De allí surge a menudo una solución parcial al problema: las cosas se disfrazan de tal manera que, sin satisfacer la demanda real (por imposible, demasiado costosa o simplemente porque no se conoce bien cuál es), se satisfaga la demanda simbólica. Digamos que las empresas comienzan a competir entre sí y con los oradores para ver cuál de ellas se ajusta mejor a la RSE.

Para entender este mecanismo, debemos considerar el papel que juegan las organizaciones de negocios o civiles que se han arrogado la competencia de certificar o incluso auditar a las empresas mediante las medidas, indicadores e índices de corporate social performance, y en su momento de recomendar la inversión en las acciones de aquellas empresas que sacaban puntajes altos según esos procedimientos. Jon Entine, de la Universidad de Miami, ha hecho una carrera de denunciar las fallas metodológicas y conceptuales de estos análisis (cf. Entine, 2003). Sus investigaciones sobre la empresa Body Shop, favorita de los amantes de la naturaleza, hicieron que una empresa de manejo de inversiones como Franklin (ahora Trillium) se deshiciera rápidamente de sus acciones y lamentase haberse confiado en lo que la compañía reportaba (Entine, 1994, 2003). ¿Recuerda el lector los escándalos corporativos recientes en torno a compañías como Enron, Anderson o WorldCom? Estas y otras empresas caídas en desgracia eran altamente recomendadas por los fondos de inversión "social", hasta que ocurrió la debacle. Las cifras y porcentajes inventados por estas compañías erigidas en celosos guardianes de la RSE son, en gran medida, ficticios y pertenecen al mismo orden que muchos de los pseudodatos generados por los grupos de activistas (cf. Best, 2001, 2004). El rumor de todo esto ha comenzado a llegar a los consumidores: en una encuesta realizada hace unos años en Estados Unidos, 76% de los encuestados declararon creer que la RSE no era más que un instrumento de "relaciones públicas" (Carr et al., 2004: 18; cf. Coors y Winegarden, 2005).

Pero tal vez uno de los artefactos más curiosos en este sentido es la proliferación de los códigos éticos de las empresas. En imitación más o menos consciente del juramento de Hipócrates (casi seguramente el primer código ético de una profesión, al menos en la tradición occidental), las nuevas profesiones especializadas comenzaron a crear sus propios códigos éticos. Durkheim creyó ver en ello una nueva fase del ordenamiento moral de las sociedades modernas y consideró su estudio algo de primera importancia para las ciencias sociales (Durkheim, 1893; véase también la edición póstuma de su Physique des moeurs et du droit, lecciones 1-3, en Durkheim, 1950). Pero lo nuevo a finales del siglo XX es la adopción de ideas similares por parte de las empresas y otras organizaciones, incluso civiles o estatales. Sin embargo, una investigación reciente ha mostrado la vacuidad de dichos códigos y su poca utilidad práctica, excepto en calidad de instrumentos propagandísticos (Goodwin, 2000).

Si nos evitamos aquí las prédicas acerca de la hipocresía de las empresas, la cuestión me parece clara: cuando una empresa no sabe exactamente si la demanda de RSE es real o qué magnitud tiene, y cuando en combinación con eso todos los cambios que podrían introducirse amenazarían la competitividad, rentabilidad o incluso existencia de la empresa, entonces la producción de reportes anuales, cartas y circulares para los accionistas, boletines de prensa, declaraciones de principios, misiones o filosofías, anuncios publicitarios e inserciones pagadas son un sustituto barato para satisfacer a los consumidores, inversionistas, proveedores, activistas y fabricantes de opinión pública. La ironía de todo esto es que a una demanda en gran medida simbólica se responde con una oferta no menos simbólica y fantasmal.

7. Demandas ulteriores de control

Hasta ahora hemos hablado principalmente de la relación entre las empresas y la sociedad civil: nuestros actores han sido empresas que son puestas de una manera u otra en el banquillo de los acusados de irresponsabilidad social; las organizaciones (empresariales o civiles) que tienen algo que ganar (ventas, réditos, subsidios, prestigio, influencia) de este proceso de condena pública; los ciudadanos, solos u organizados, que ofrecen discursos más o menos ideológicos a favor o en contra de la RSE. Por simplificar hemos dejado casi totalmente de lado al tercer actor en la contienda: los distintos grupos y organizaciones del Estado. Sin embargo, está claro que la demanda de RSE (o su contrademanda) es en gran medida un acto político, es decir, tendiente a obtener que se reglamente o desreglamente, que se vigile y supervise, que se castigue o premie a tales o cuales empresas.

Estamos hablando de un aspecto de la demanda de RSE que no se dirige simplemente a las empresas para que cambien su giro de negocios, su manera de organizar la producción, su incidencia en la vida comunitaria, etcétera, sino que se dirige a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial para que controlen, es decir, para que dicten cuáles son los cambios que se requieren y hagan que tales dictados se cumplan, o en su defecto se castigue a los culpables. Este segundo aspecto de la demanda de RSE constituye un campo especialmente fértil. Así como han surgido empresas y ONG que se dedican a analizar datos, ofrecer índices de RSE y realizar auditorías "sociales", o incluso a organizar boicots del público consumidor o inversionista (piénsese, por ejemplo en los boicots contra los productos sudafricanos en tiempos del apartheid o israelíes cuando las primeras invasiones a territorio árabe); así se trata también de movilizar al público en su carácter de electores o bien de actores políticos, participantes en movimientos sociales e iniciativas civiles, miembros activos de partidos y grupos de presión y cabildeo.

La demanda política de RSE tiende a hacer dos supuestos dudosos. Uno es que si una ley se formula con una buena intención (en este caso, hacer a las empresas socialmente más responsables), se logrará con la ley lo que se quiere. La otra es que los servidores públicos no tienen otro interés que el bienestar de todos. A pesar de que ambos supuestos son falsos, y que un poco de reflexión basta para plantar dudas, la idea de recurrir al Estado y de legislar es todavía muy popular. Dos nuevas subdisciplinas de la economía -la teoría de la elección pública y el análisis económico del derecho- han podido demostrar que las cosas son bastante más complicadas (para introducciones sencillas a estas complejas áreas de estudio véanse Gunning, 2003 y Shavell, 2004). De hecho, la historia económica muestra una y otra vez que ciertas medidas extremadamente populares de intervención, como las tarifas aduanales a la exportación, el control de precios y los salarios mínimos tienden a producir un efecto contrario al que (ostensiblemente) se proponían los legisladores y el gobierno. Digo ostensiblemente, porque no es seguro que los políticos sean siempre sinceros en este punto.

8. Imposibilidad de satisfacer las demandas ulteriores de control

La teoría de la elección pública muestra que los servidores públicos son seres humanos como los demás, es decir, tienen intereses personales que no necesariamente corresponden a los intereses públicos; de hecho, que ni siquiera se armonizan totalmente entre sí. Siguiendo con el ejemplo de la contaminación, un ministro de Protección del Medio Ambiente puede asumir su cartera con grandes planes y proyecciones optimistas, pero probablemente sus colaboradores (especialmente si son funcionarios de carrera con mucho tiempo antes que él en los despachos y pasillos) no van simplemente a tratar de ponerlos en operación, al menos no si ello va en contra de sus propios planes, por ejemplo, de expansión de sus atribuciones o incluso de jubilación. En resumen, los burócratas son seres humanos como los demás, no ángeles ni santos (Buchanan, 1979; cf Tullock, 2000: cap. 1).

Sin embargo, asumamos por amor al argumento que el gobierno y el parlamento están llenos de puras personas cuyo único interés es el público. Resulta que la RSE es un enjambre tal de peticiones y demandas en sí mismas poco armónicas, como hemos visto antes que ¿cómo va el honesto funcionario o representante a desentrañar, de todo eso que se pide, qué corresponde realmente al interés público y va a redundar en beneficio de todos? Lo más probable es que tal o cual medida en todo caso beneficiará a unos en perjuicio de otros. El instrumento por excelencia de análisis, el llamado "óptimo de Pareto" (lo que este gran economista llamó "el máximo de ofelimidad de una colectividad"), no es una bola de cristal; los problemas de modelaje y proyección de escenarios son complejísimos (ver supra notas 18 y 19).

Pero eso no es todo. La demanda de control sobre la RSE que se dirige en parte a los actores políticos y en parte a las empresas y organizaciones certificadoras y auditoras plantea un problema teórica y prácticamente insoluble, y en realidad no es distinto del que hemos mencionado antes para los ejecutivos de empresa. Veíamos que éstos no conocen con ninguna exactitud las dimensiones de la demanda real, no siempre disponen de una tecnología apropiada que mantenga los costos en un nivel razonable, y ni siquiera saben si sus apuestas culminarán en un producto que sea apreciado por los consumidores. De modo paralelo, los llamados a controlar la RSE no tienen ningún procedimiento especial para reunir las ingentes cantidades de información requeridas para hacer su labor, lo cual vemos claramente en las fallas de quienes viven de dar indicaciones y estimaciones al público sobre cuestiones como las inversiones éticas o sociales (cf. Entine, 2003). De hecho, lo que estas empresas certificadoras y auditoras hacen es normalmente utilizar la información generada por las propias empresas. Lo mismo ocurre por ejemplo con las instituciones oficiales encargadas de monitorear el comportamiento ambiental de la industria (cf. Rhoads 1985: caps. 3-5).21

Por otra parte, y sin ánimo de elaborar más este punto, conviene indicar que si la demanda de los consumidores crea una oferta de discursos y si la contrademanda ideológica de algunas empresas y grupos crea otra opuesta, y si a todo eso algunas empresas reaccionan produciendo una oferta más nominal que real (publicidad falsa, reportes inflados, contabilidad creativa, planes de pensión imaginarios), los actores políticos no se quedan atrás en la producción oral y escrita de argumentaciones, justificaciones, promesas, explicaciones, excusas y planes. La RSE ha creado en gran medida un mercado de palabras gigantesco para sustituir por todos lados la imposibilidad de satisfacer una demanda inflacionaria y en gran medida incoherente.

 

RESUMEN Y CONCLUSIONES

Podrían decirse muchas más cosas, pero es menester concluir. Para no perdernos en los detalles, considérese un resumen del modelo que he presentado: 1) como el último eslabón de un largo proceso histórico surge en el público una demanda nominal de RSE, que expresa de manera incierta una demanda real de proporciones desconocidas, a la cual, 2) algunas empresas pueden responder sin demasiados perjuicios o incluso con ganancias, mientras que otras se verían seriamente afectadas en sus intereses si tuvieran que adaptarse a ella, por lo cual, 3) generan una contrademanda nominal dirigida contra los ideales de RSE. A ambas demandas 4) responde una oferta por parte de las personas que viven de hablar, discutir y escribir en público, la cual no aumenta el nivel de información que las empresas necesitan para tomar sus decisiones. Sin embargo, 5) el ideal de RSE, como todos los ideales políticos y sociales, comienza a inflarse y a abarcar más y más cosas, de tal manera que es claro que ninguna empresa podría jamás satisfacer la hidra axiológica resultante. Surge entonces 6) la sensación de ofrecer un producto sustituto: publicidad y propaganda que haga parecer que a las empresas están satisfaciendo una demanda que por diversas razones no es posible satisfacer. Ahora bien, la demanda de RSE es 7) una demanda política tendiente a influir electoralmente o de otras maneras para que el gobierno, las cámaras y los juzgados dicten normas de RSE y las hagan cumplir o sancionen su incumplimiento; pero al igual que las empresas, 8) el Estado se encuentra frente a una tarea imposible de resolver, al menos en toda la envergadura en que se plantean los ideales inflacionarios asociados a la RSE.

Las ofertas ideológica (4) y publicitaria (6) son, en este modelo, casi figuras de ornato, aunque no quisiera negarles todo poder causal. El diagrama 2 es una modificación del diagrama 1, en la que sugiero posibles nexos causales más débiles para estos dos tipos de oferta.

Del modelo que presento se desprenden dos grandes preguntas empíricas. La primera podría formularse así: ¿cuál es la magnitud de las fuerzas sociales que subyacen a las demandas nominal y real de RSE, y cuán grandes sus efectos? El modelo que he presentado es, en efecto, puramente cualitativo: describe cosas que están ocurriendo y predice otras que podrían ocurrir, pero no contiene elementos que nos permitan saber si estamos hablando de algo importante para el futuro de las sociedades y economías, regionales, nacionales y global. Se requeriría probablemente de una o varias investigaciones cuantitativas que fueran acumulando pacientemente los datos y cifras que pudieran permitir una estimación.22 Sobre la base de esta primera pregunta empírica se puede plantear una segunda y más importante: el hecho de que existan esas fuerzas sociales (esos sentimientos, valores e intereses) y que en tal o cual medida modifiquen los patrones de consumo, las instituciones y las leyes, ¿ha contribuido positiva o negativamente al bienestar común (como quiera que se mida éste)?

Al fragor de la lucha ideológica en pro y en contra de la RSE se pierde a menudo la visión clara de esta segunda pregunta. Los debates giran una y otra vez en torno a si tal o cual exigencia es justa o injusta, moral o inmoral, correcta o incorrecta. Los contendientes asumen todo el tiempo que esta cuestión ética es soluble y que de su solución depende el bienestar de todos. Y sea que la solución se asigne al Estado o al mercado, conforme a los perennes vaivenes entre liberalismo y socialismo, se trata siempre de hombres y mujeres "que se dejan guiar principalmente por el sentimiento", de "creyentes", para quienes hay "solamente dos clases de teorías: las verdaderas y las falsas" (Pareto, 1916: 9). Cada disputante acepta, de manera más o menos consciente, los tres grandes supuestos o axiomas que Pareto coloca al inicio de su Trattato y denuncia como característicos de una actitud guiada por el sentimiento y tendiente a la acción:

1° Todo caballero, todo ser inteligente, debe aceptar las proposiciones verdaderas y rechazar las falsas; quien no lo hace, no es honesto o no es razonable. Las teorías tienen por ende un carácter absoluto, independiente de los sujetos que las producen o las aceptan. 2° Toda teoría verdadera es también útil y viceversa. Por tanto, cuando se ha demostrado que una teoría es verdadera, se ha agotado el estudio sobre ella, y es inútil investigar si es útil o nociva. 3° De cualquier manera, no se admite que una teoría pueda ser útil para ciertas clases sociales, nociva para ciertas otras (Pareto, 1916: 10; la traducción es mía).

Como Pareto reitera una y otra vez en su obra tardía, a quien aspire a entender las cosas como son y no a predicar cómo deberían ser le conviene, ante todo, desprenderse de estos tres supuestos. Un estudio de la RSE y de los discursos en torno a ésta que logre tal desprendimiento, que trate de analizar los hechos desapasionadamente, que sin tomar partido observe lo que ocurre, reconstruya las relaciones causales que nos llevan de una cosa a la otra, y con el tiempo mida la magnitud y estime la importancia de los fenómenos, es algo que haría mucha falta.23 Este artículo pretende ser un primer paso en esa dirección. Ya muchos están involucrados sea en la acción sea en la producción de discursos en pro o en contra de la RSE. Ya muchos están empeñados en transformar el mundo. Hay lugar para alguien que aspire a no más -pero tampoco menos- que entenderlo.

 

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Notas

1 En un ensayo histórico reciente, Carroll (1999) hace remontar el primer uso a Bowen (1953), cuyo título se refiere a "las responsabilidades sociales del empresario"; pero un vistazo a dicho libro basta para ver que se trataba ya entonces de una frase en boga y no de un primer uso. De hecho, unos años antes había aparecido una obrilla colectiva (citada en el libro de Bowen) con el título "la responsabilidad social de la gerencia" (Chase et al., 1950), que es una frase equivalente, si bien con otro énfasis (por demás importante, como veremos); y en ese libro se decía ya que hacía "mucho tiempo" que estaba de moda "entre ciertos segmento de nuestra así llamada intelligentsia el reprochar a la gerencia de las empresas y denunciar su falla en reconocer y abrazar sus 'responsabilidades sociales'" (ibid., p. ix; comillas en el original). La célebre crítica de Milton Friedman, por su parte, reconoce igualmente la popularidad de la frase en los años cincuenta (Friedman, 1982, orig. 1957). Como suele ocurrir en estos asuntos lexicográficos, resulta difícil establecer el primer uso; pero el hecho de que un economista de la talla y peso de Alfred Marshall (1907) pueda hablar del asunto ya en los primeros años del siglo XX y tocar todos los puntos centrales, pero sin usar todavía la frase como tal, o una equivalente, invita a pensar que este modo de hablar no puede tener más de un siglo de vida. Pero la frase es una cosa, el concepto otra. Tanto Marshall como Bowen poseen el concepto, si bien hacen uso de una terminología diferente. De hecho, la llamada stakeholder theory, que es un componente central del concepto, pero que muchos creen algo bastante reciente, se encuentra completa en el libro de Bowen. Por cierto, este autor no la presenta como propia, sino que reconoce tomarla de... los propios ejecutivos de empresa. ¿Se sorprende el lector? Volveré sobre este asunto más adelante (p. 494 y n. 11.)

2 El título original era Tratos y contratos de mercaderes (1569); la 2a edición, considerablemente aumentada, apareció dos años después bajo el título Summa de tratos y contratos (1571). Ya Schumpeter, en su clásica obra histórica (1954) tiene algunas palabras de elogio para la obra de Mercado; y en particular los economistas de la escuela austriaca insisten en la importancia económica y ética de ésta y otras obras de la Escuela de Salamanca (Rothbard, 1976, 1995; Beltrán, 1987), y muy especialmente para la teoría de las empresas bancarias y sus responsabilidades (Huerta de Soto, 1996).

3 Sobre este tema, el Trattato di sociologia generale (1916) de Pareto es una fuente inagotable de ejemplos y de análisis profundo y certero. Otra gran autoridad es Kelsen en sus innumerables obras dedicadas a lo que los alemanes llaman Ideologiekritik, pero entre ellas su monografía sobre el concepto de justicia (1959) así como su extensísimo estudio sobre el caso de Platón (1985), publicado póstumamente, destacan sin duda como los documentos más impresionantes. El citado ensayo de Carroll (1999) nota los cambios en las definiciones, pero -como es usual en los creyentes- no hace un análisis sociológico-crítico de ellos.

4 No aspiro a una cronología exacta. En el proceso hay desfases de todo tipo y nunca faltan autores o teorías que tardaron en impactar al público; pero el curso seguido por la popularidad de los contenidos mencionados parece ser aproxidamente el indicado en esa periodización.

5 Los textos sobre uso, sentido y alcance de la construcción de modelos en ciencias sociales son numerosos, pero creo que la relectura del viejo capítulo clásico de Merton (1968) debería ser bastante y suficiente en el caso improbable que el lector experimentase escepticismo respecto de este punto metodológico fundamental. Habiendo concluido este artículo descubrí una publicación reciente que utiliza un modelo similar al que presento (Vogel, 2005), si bien hay diferencias importantes que no puedo comentar aquí por falta de espacio, pero véase Leal, 2007.

6 La bibliografía sobre el tema es inmensa. Para comenzar pueden consultarse las obras de McCloy (1957), Himmelfarb (1984, 1991) y Olasky (1992).

7 La conexión cristiana es evidente en una buena parte de las acciones y los textos sobre RSE. Se sabe que los empresarios cuáqueros fueron los primeros en dejar de comerciar con compañías involucradas en el tabaco, el alcohol y las apuestas, ya en el siglo XVIII, así como boicotear la trata de esclavos (este y otros actos pueden consultarse en Entine, 2003). El autor que Carroll (1999) ha llamado el "padre de la RSE", Harold Bowen, escribió su libro (Bowen, 1953) como el primero de una serie de textos promovidos hacia 1949 por el Consejo Federal de las Iglesias de Cristo en América, bajo el rubro general de "ética cristiana y vida económica". Esta preocupación de los líderes religiosos por las empresas no es nueva. Recuerde el lector que todas las religiones monoteístas se han opuesto a la "usura", sin la cual no puede haber desarrollo empresarial. El texto de Tomás de Mercado que cité en la nota 2 no es sino la punta de un iceberg gigantesco en esta materia. Sobre el caso del Islam véase Kuran (2004).

8 Tiene interés señalar en esta revista que incluso un autor como Frederick Taylor, a quien tanto los sindicatos como los intelectuales han atacado con dureza por su falta de humanidad, era movido, entre otras cosas, por el ideal humanitario de integración de los discapacitados a los procesos de producción. El punto a discusión no es ahora si tal integración es apropiada o no; hablamos en este apartado exclusivamente de ideales, no de resultados.

9 A continuación utilizaré a menudo este ejemplo, no tanto porque me parezca el más importante, ni mucho menos el único, sino solamente porque a nadie se le ocurre que contaminar el medio ambiente sea una cosa admirable o digna de encomio. Hasta los peores contaminadores preferirían, creo yo, no contaminar, si las cuentas les salieran. Una segunda razón de menor envergadura es que se trata de una causa extraordinariamente popular, sobre la que versa un buen número de debates públicos y conversaciones privadas. Sin embargo, cualquiera otra de las muchas funciones que se atribuyen a las empresas bajo el rubro de ser su responsabilidad social permitiría ilustrar el modelo que aquí estoy proponiendo.

10 Un aspecto diferente a éste, e incluso opuesto, es el de que al menos una parte de los empleados de una empresa podrían ser susceptibles a motivación si perciben que la empresa para la que trabajan es o parece socialmente responsable (Brekke y Nyborg, 2004). Todo este tema exigiría ampliar el modelo que se presenta aquí para incluir la oferta y demanda del mercado laboral en relación con la RSE.

11 Que la tan cacareada stakeholder theory haya hecho su primera aparición en Bowen (1953) como un conjunto de ideas creadas por los gerentes de las grandes empresas (véase nota 1) se antoja en este contexto como algo que pudiera no ser una mera curiosidad.

12 En varios pasajes de este artículo he dicho que las ideologías expresan valores, intereses y sentimientos. Sin desdecirme ahora, quiero subrayar que la expresión de algo siempre, o casi siempre, va acompañada de la represión de algo, del ocultamiento y la disimulación (cf. Billig, 1999). Esta represión puede ser deliberada o inconsciente; puede ser un mero dejar de lado o un activo echar arena a los ojos del lector; lo que importa es que rara vez falta. Todos los críticos de la ideología han insistido en esta doble cara de la misma. En el texto no reitero este punto para no hacer pesada la formulación.

13 Cf. Geiger (1953: cap. 5). Otra manera de hacer la distinción es la que encontramos en Pareto y en Kelsen (véase nota 3), y sobre la que insiste ante todo Topitsch (1960): que las proposiciones ideológicas son "fórmulas vacías", en el sentido de que pueden utilizarse para probar tanto una cosa como lo contrario. Lo propio de la ciencia es justamente encontrar caminos para impedir esa laxitud. Exposiciones breves pero extraordinariamente incisivas de este problema perenne de la ciencia pueden leerse en Solow (1985) y Akerlof (2005: 21-22).

14 El caso normal debe distinguirse de los casos en que el contenido ideológico de un discurso tiene cualidades lógicas, gramaticales y retóricas tan extremas (de obscuridad, ambigüedad, equivocación, solecismo, confusión, anfibolía, insinuación, contradicción, fanatismo, etcétera) que vicia y trastoca el propio contenido científico. En esos casos no podemos representar las magnitudes de los dos contenidos en términos de una simple suma.

15 Con todo, no puedo resistirme a dar una pequeña muestra. Friedman, cuyas credenciales como economista son impecables, está ciertamente en terreno firmísimo cuando pregunta de qué manera los empresarios podrían saber cuál es el interés social; pero se hunde en el fango cuando dice que es la responsabilidad de todos establecer un marco legal para las acciones de la mano invisible (Friedman, 1982: 133). Véase también la nota 18 infra. En todo caso, mezclas parecidas de ciencia e ideología encuentra uno igualmente en los defensores de la RSE, pero no tengo aquí el espacio para hacer un análisis más detallado de ambas partes de la contienda.

16 Tomo prestada la imagen de Wittgenstein (1953:§132). El contexto en que aparece tiene algún parentesco con aquello de lo que hablo aquí, pero perseguirlo nos llevaría demasiado lejos. Con todo, no quiero negar totalmente la influencia de los discursos sobre las acciones, aunque me parece que la megalomanía de los oradores tiende a inflarla más allá de la cuenta. Véase más adelante el diagrama 2.

17 Un caso notable es la utilización de ingredientes orgánicos comprados en el marco del "comercio justo": el producto final no se encarece gran cosa y se satisfacen los deseos de un subgrupo de personas que están dispuestas a pagar más. Es un caso en el que la RSE es un medio para lograr la discriminación de precios tan buscada por los empresarios (cf. Harford, 2006: cap. 1).

18 Pareto, 1913; cf. la discusión más amplia en Pareto, 1916, cap. XII. De hecho, este es un punto en el que Friedman, y más generalmente los liberales clásicos, los neoliberales y los libertarios son un tanto inconsistentes. Hablan con gran elocuencia de la soberanía de los consumidores, quienes castigarían a las empresas que no ofrecen lo que ellos demandan, pero se les olvida que parte de esa demanda consiste justamente en pedir más RSE. Cuánta más es una cuestión empírica que los empresarios mismos tienen que resolver. De hecho, la inconsistencia va más lejos. Argumentan que cuando los gerentes favorecen medidas de RSE, están en cierto modo traicionando su mandato de maximizar las utilidades de los accionistas e inversionistas. El problema es sin duda real, pero si las cosas se resuelven mejor en el mercado, entonces deberíamos observar que los accionistas e inversionistas ejercen su soberanía vendiendo sus acciones siempre que no estén de acuerdo con la forma en que los ejecutivos actúan en favor de los stakeholders y prejuicio de los primeros. ¿Cómo es que el poder de los ciudadanos opera en un caso y desaparece en el otro? Los valores de la RSE son, como todos los demás, gustos; y si RSE es lo que la gente quiere, si eso es lo que los consumidores por un lado y los accionistas por el otro demandan; entonces es muy curioso ver justamente a los liberales tratando de imponer sus ideas a los demás. Pero el liberalismo es tan ideológico como el socialismo, el humanitarismo o el ambientalismo. De nobis fabula narratur omnibus.

19 Este concepto, poco conocido, o al menos poco discutido, de Pareto es un desarrollo sociológico de aquel otro más famoso, el "óptimo de Pareto" del que hablan tanto los macroeconomistas, aunque su aplicación es problemática (Tullock, 1999). Pienso que es un concepto mucho más apropiado para analizar lo que ocurre en la sociedad; y, o mucho me equivoco, o corresponde a la idea implícita en gran parte de los trabajos que subyacen a la teoría de la elección pública, al análisis económico del derecho y a la nueva historia económica institucionalista.

20 Eso no quita que ocasionalmente puedan satisfacerse demandas parciales. El fascinante problema político está bien ilustrado por Swenson (2002:17-18) en un contexto distinto: el gerente de General Motors a finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta tiene un plan para satisfacer lo que él considera ser las demandas apropiadas de sus trabajadores, pero debe esperar a que estas demandas se expresen y sean organizadas y capitaneadas por los líderes sindicales, quienes ganan un enorme prestigio por lo que podría llamarse una victoria discretamente anunciada. Sólo de esta manera quedan todos contentos.

21 Los economistas han propuesto que el método de los incentivos económicos es el más idóneo para la solución de problemas sociales, como los vouchers para la educación, los deducibles y coaseguros en materia de salud, o para continuar con el ejemplo del medio ambiente, los cupones y licencias para contaminar. Esas propuestas son usualmente poco comprendidas y chocantes para la sensibilidad de la mayoría de las personas (para el caso de la contaminación, véase Rhoads, 1985: cap. 5) y, en todo caso, se aceptan a regañadientes. De hecho, toda la sociología de Pareto nació para tratar de explicar justo este fenómeno de aparente irracionalidad que muestra la población (véase nota 23). Sin embargo, tal pudiera ser parte de la solución a la instrumentación de los ideales asociados a la RSE, o al menos aquellos que la pugna democrática acepte como dignos de reglamentarse y controlarse.

22 Una revisión sanamente escéptica del tipo de mediciones que se han hecho hasta ahora la encuentra el lector en la publicación reciente que mencioné en la nota 5 (Vogel, 2005).

23 Aunque el punto de partida de este trabajo es el máximo sociológico de utilidad de Pareto (1913), y más generalmente su proyecto de sociología general (1916), estoy muy consciente de las debilidades de su solitario esfuerzo. De hecho, el propio Pareto no estaba muy seguro de que su teoría anduviese realmente por buen camino y dejaba a la historia que decidiese (véase, por ejemplo, su carta a Pantaleoni del 10 de diciembre de 1916, Rosa, 1962: t. 3, p. 199). Casi cien años después, el veredicto de la historia parece claro: nadie ha seguido los pasos de Pareto. Las razones de este fracaso exigen una exposición detallada que rebasa con mucho el alcance de este trabajo (cf. Femia, 2006). Me permito solamente decir que muchos de los desarrollos teóricos del siglo XX (como los asociados con los nombres de Coase, Simon, Allais, Buchanan, Becker, Akerlof, Kahneman o Schelling) han ido redescubriendo las preguntas de Pareto y encontrado para ellas respuestas más apropiadas que las pergeñadas por él. En el contexto de este trabajo me permito solamente mencionar el punto de vista desarrollado magistralmente en el libro de Kaplow y Shavell (2002), en cuyo marco podría inscribirse una investigación futura de la RSE que examinara el modelo que se presenta aquí y procediera a su extensión cuantitativa.

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