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Revista mexicana de sociología

versão On-line ISSN 2594-0651versão impressa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.69 no.2 Ciudad de México Abr./Jun. 2007

 

Artículos

 

Chile: transición pactada y débil autodeterminación colectiva de la sociedad1

 

Chile: Agreed-on Transition and Weak Collective Self-Determination of Society

 

Cristóbal Rovira Kaltwasser*

 

* Sociólogo de la Universidad de Chile. Estudiante de doctorado en Teoría Política en la Universidad Humboldt de Berlín. Líneas de investigación: elites; sociología histórica; teoría política. Dirección postal: Berlin Graduate School of Social Sciences, Institut für Sozialwissenschaften, Humboldt-Universität zu Berlin, Jägerstrasse 10-11Unter den Linden 6, 1011710099 Berlin, Alemania. Teléfono: +49-30-2093486253534596. Fax: +49-30-20935348. Correo electrónico: <rokaltwc@cms.hu-berlin.de>.

 

Recibido: 30 de septiembre de 2005.
Aceptado: 10 de enero de 2007.

 

Resumen

Chile es un país que últimamente suele ser presentado como modelo dentro del concierto latinoamericano. El presente artículo reconstruye la historia de la transición chilena y postula que los pactos interelites tuvieron como resultado la consolidación de un orden democrático de baja calidad. El apartado que aborda el tema del Chile de la postransición, cuestiona el desarrollo de la democracia chilena actual a la luz de tres déficit: elites cerradas, ortodoxia neoliberal y confrontación tardía con el legado autoritario. El artículo concluye planteando la dificultad actual a la que hace frente la sociedad chilena para potenciar su autodeterminación colectiva.

Palabras clave: transición política; democracia; pactos; elites; neoliberalismo.

 

Abstract

Chile is a country that recently tends to be catalogued as a model in the Latin American continent. This article reconstructs the history of the Chilean transition and it claims that the pacts among elites resulted in the consolidation of a low quality democratic order. The subsection on post-transition Chile questions the development of the present day Chilean democracy with regard to three deficits: closed elites, neoliberal orthodoxy and late confrontation with the authoritarian legacy. The article concludes by pointing out the Chilean society's present difficulty to increase its collective self-determination.

Key words: political transition; democracy; pacts; elites; neoliberalism.

 

I. INTRODUCCIÓN

Según los criterios de procedimientos básicos de la Ciencia Política, es posible describir en la actualidad a los países latinoamericanos como regímenes democráticos. Por lo menos desde los años noventa, todos los países de la región -con la excepción de Cuba- presentan sistemas formalmente democráticos, en los cuales no sólo se celebran elecciones medianamente libres y transparentes, sino que a su vez impera cada vez más la libertad de expresión (PNUD, 2004b: 24). En todo caso, ello no quiere decir que los criterios normativos de la democracia -como la inclusión social mediante mecanismos característicos del Estado de Bienestar o la generación de voluntad colectiva mediante un espacio crítico de la opinión pública- estén aplicándose en la práctica.

En consecuencia, se puede plantear que uno de los problemas centrales del continente latinoamericano estriba en los difíciles procesos de transición, pues una vez que éstos se han cerrado, la democracia establecida parece ser muy poco capaz de ir erradicando sus falencias y alcanzar así los criterios normativos que la definen. Por ello, el resultado de las transiciones latinoamericanas ha sido democracias con adjetivos (Collier y Levitsky, 1996), tales como el de democracia defectuosa (Merkel y Puhle, 1999: 18; Merkel, 2003: 63-70), delegativa (O'Donnell, 1999: 156-173) o incompleta (Garretón, 2001b: 100-101). En este sentido, para un sinnúmero de investigadores interesados en América Latina, surgen dos preguntas. Primera: ¿Está garantizada la estabilidad de la democracia? Segunda: ¿Es posible que la autodeterminación colectiva de la sociedad siga adelante?

Si bien ambas preguntas tocan un problema central del continente entero, resulta difícil y muy arriesgado dar una respuesta para el conjunto de los países de la región. Por eso el presente artículo se concentra en el caso particular de Chile y hace particular hincapié en el debate respecto del supuesto carácter ejemplar de la democracia de dicho país para el conjunto de América Latina.

Desde un comienzo hemos de señalar que en este texto se presenta una postura más apegada al análisis sociológico que a la Ciencia Política, de modo que la pregunta en torno al carácter ejemplar (o deficitario) de la democracia chilena se aborda sin dejar de lado los componentes normativos de la teoría social. Con ello se quiere hacer hincapié en que la democracia no es sólo una determinada forma de gobierno, sino que también representa el ideal de la autodeterminación colectiva (Lechner, 1995: 36-37). En otras palabras, al hablar de democracia se hace referencia a un modo de organización de la sociedad que se caracteriza por la existencia de sujetos deliberantes que tienen el derecho y la capacidad de participar activamente en la construcción del bien común (Habermas, 1992: 464-465). El concepto de autodeterminación colectiva hace hincapié en este último aspecto, pues mediante él se indica que son los propios ciudadanos quienes a partir de su vida cotidiana establecen procesos de reflexión y entablan dinámicas comunicativas que posteriormente son trabajadas por sus representantes políticos para que así se arribe a una toma de decisiones socialmente legitimada (Cohen y Arato, 2001: 403-404). Como la misma expresión lo indica, la noción de autodeterminación colectiva subraya que en un orden democrático la sociedad tiene la capacidad de reflexionar sobre sí misma y de ponerse de acuerdo sobre los fines que persigue. Detrás de esta definición, subyace un ideal democrático donde los procesos de deliberación colectiva y las esclusas comunicativas entre la ciudadanía y la clase política, ocupan un espacio central. De tal manera, ocurre un proceso de racionalización discursiva que permite tanto una legitimación del poder político como la constitución de este último a partir de la sociedad civil (Habermas, 1996).

La acotación recién mencionada es de gran importancia, puesto que sólo así puede comprenderse la ambivalencia del desarrollo chileno posterior a la transición. Cierto: este país ha logrado la institucionalización de reglas democráticas fundamentales como, por ejemplo, las elecciones libres y un gradual fortalecimiento del Estado de Derecho, así como también ha llevado adelante un proceso de modernización que en muchos aspectos es exitoso. Sin embargo, interesa demostrar que la profundización del proyecto democrático ha venido perdiendo fuerza: aunque parezca paradójico, con la llegada de los gobiernos postautoritarios se ha producido una desmovilización y despolitización de la sociedad chilena, lo cual disminuye la capacidad de autodeterminación colectiva e incentiva el anclaje de la autorregulación funcional de la sociedad (PNUD, 1998; PNUD, 2002). Por ello, el resultado de la transición pactada de Chile ha sido un orden democrático de baja calidad.

En consecuencia, el objetivo del presente artículo es exponer una mirada crítica de la democracia chilena, de modo que se ponga en tela de juicio su supuesto carácter ejemplar para el continente latinoamericano. Con el propósito de llevar adelante esta tarea, el texto se divide en cuatro apartados. En el II, se realiza una reconstrucción de la historia de la transición política chilena en función de dos ejes: por una parte, la transición de este país se caracteriza por una serie de pactos inter-elites; y, por otra, el resultado de la transición chilena ha sido una democracia de baja intensidad, con escasas fuerzas propias para ir perfeccionándose. En el apartado III del documento se realiza un análisis de esta democracia defectuosa, para llegar así al argumento de que la transición chilena incluyó una serie de elementos pactados implícita y explícitamente entre las elites del país, los cuales posteriormente han dificultado la potenciación de la autodeterminación colectiva de la sociedad. Para comprender de qué manera los pactos inter-elites han sido los causantes de esta situación perjudicial, se profundiza en tres grandes déficit democráticos actuales de Chile: la institucionalización de negociaciones a puertas cerradas entre las elites, el anclaje de la ortodoxia neoliberal y la tardía confrontación de la sociedad con el legado autoritario. Por último, en el apartado IV se presenta una breve conclusión con los argumentos centrales del presente artículo.

 

II. LA TRANSICIÓN CHILENA: UN PROCESO PACTADO ENTRE ELITES

Más allá de las causas y la historia del golpe de Estado chileno, es importante indicar que la dictadura de este país fue uno de los mejores ejemplos de los llamados regímenes burocrático-autoritarios (O'Donnell, 1972). Tal modo de dominación debe ser entendido no tanto como fin de un periodo sino más bien como fundación de un nuevo orden social. Planteado así, el uso sistemático de la violencia por los agentes del Estado y su promoción del terror fueron medios para la configuración de un nuevo tipo de sociedad.

Al igual que los otros regímenes burocrático-autoritarios, el gobierno de Pinochet concibió la crisis que llevó al golpe de Estado como resultado de una excesiva participación política. Por ello se desarrolló de manera rápida y sencilla una afinidad con la ideología del libre mercado, en cuanto ésta propone una regulación automática de la sociedad por vía de la mano invisible del mercado y así se torna superflua la noción de conflicto social (Lechner, 1985: 310-311). La puesta en práctica de dicha doctrina neoliberal trajo consigo una radical desregulación del mercado del trabajo, la privatización de empresas públicas y la liberalización de los mercados de consumo y finanzas. Sin embargo, esta transformación representa a su vez un profundo cambio social que trasciende la esfera de la economía. Como bien señala Lechner (1997: 33), si el fin explícito del neoliberalismo fue la despolitización de la economía, su fin implícito fue la despolitización de la vida social. De tal manera, el régimen autoritario no sólo persiguió el desmantelamiento de instituciones intermedias como sindicatos y partidos políticos, sino que también buscó la limitación de la puesta en práctica del principio de la soberanía popular.

Desde este ángulo, el discurso del libre mercado promueve una praxis y un imaginario donde el orden social se puede construir promoviendo la libertad negativa y limitando la autodeterminación colectiva. Por ello, todo lo que tiene algún rasgo comunitario empieza a ser visto con desconfianza, puesto que -según la ideología neoliberal- los actores sociales no tienen otro afán que imponer sus propios intereses. Así se fomenta indirectamente una atomización de la sociedad civil; mientras que mediante las medidas de desregulación de la economía, se debilita directamente el poder de instituciones intermedias como los sindicatos (Roberts, 2002: 66-67). Tal transformación trae consigo la deificación del individuo/consumidor y la impotencia de los actores colectivos (Moulian, 1997; PNUD, 2002: 61-62).

Hasta comienzos de los años ochenta, el gobierno autoritario pudo poner en práctica mediante medidas altamente autoritarias su proyecto neoliberal de transformación social. Sin embargo, en 1982 tanto la crisis de los petrodólares como el consecuente decreto de suspensión de pagos del régimen mexicano, abrieron en Chile un nuevo escenario político. De hecho, aquí puede fijarse el inicio de la transición. Para comprenderlo, quizás haya que hacer una acotación conceptual: desde un punto de vista teórico, la transición es el periodo de cambio a partir de un régimen político autoritario a uno nuevo, el cual normalmente detenta un carácter híbrido.2 Lo anterior quiere decir que el resultado de una transición no es necesariamente un régimen democrático sino que también puede, y suele, ser una democracia defectuosa.3 Para identificar un proceso de transición, es posible diferenciar tres grandes etapas (O'Donnell y Schmitter, 1986; Cohen y Arato, 2001: 70-80): 1) protesta, movilización social y (re)emergencia de la sociedad civil; 2) acercamiento entre posturas políticas antagónicas; y 3) negociación para el cambio del régimen político. Estas tres etapas no necesariamente siguen del todo el orden indicado, pero por lo menos en el caso chileno es plausible mantener tal ordenación lógica.

Las primeras protestas en contra de la dictadura chilena tuvieron antes que nada un carácter simbólico para denunciar la violación sistemática de los derechos humanos y -dada la brutalidad del régimen- fueron sumamente restringidas. No obstante -como ya se indicó antes-, hacia 1982 se modificó esta situación: la crisis económica del país trajo consigo las primeras protestas masivas en contra del régimen militar y así fue como en cierta medida disminuyó el miedo de la población frente a la represión. Ello permitió un gradual reflorecimiento de la sociedad civil, la cual presionó tanto por la liberalización como por el término de la dictadura (Garretón, 2001a: 300-302). De especial importancia fue aquí el papel que desempeñó la Iglesia, así como también el de los estudiantes y la población más desposeída, sobre todo cuando todos dichos actores se movilizaron en conjunto y lograron una posición de poder significativa.

De manera paralela al proceso de resurgimiento de la sociedad civil, varias posturas políticas del país fueron acercándose, puesto que la mayor parte de ellas perseguía la recuperación de la democracia. Se trató -en todo caso- de un largo y conflictivo transcurso entre comunistas, demócrata-cristianos y socialistas. En este sentido, la extensa duración de la dictadura fue un factor clave para el acercamiento entre las posturas políticas antagónicas. Basta indicar que mientras Argentina vivió una abrupta y rápida transición producto de la pérdida de la guerra de Las Malvinas, la transición chilena procedió de larga data y, por tanto, hubo tiempo para que fuera gestándose un proceso de aprendizaje social que terminó operando como un cimiento para la consolidación de los posteriores acuerdos inter-elites (Cavarozzi, 1992: 233). Sólo así puede comprenderse que en Chile se haya constituido una gran coalición política entre antiguos rivales, la cual dio vida a actores legitimados socialmente para llevar adelante procesos de negociación con las elites civiles y militares del régimen autoritario. Producto de ello, entre 1986 y 1989 se produjo una serie de encuentros entre los representantes cívico-militares y los actores más relevantes de la coalición contra la dictadura. En estos encuentros fue donde se debatieron, definieron y determinaron los pasos que habría que dar para librar el tránsito de un régimen autoritario a uno nuevo.

De tal manera, el 5 de octubre de 1988 tuvo lugar un plebiscito libre y transparente entre dos opciones: mientras la opción entrañaba la continuidad de Pinochet durante un nuevo periodo, la opción no se pronunciaba por una elección democrática para presidente de la República en el año siguiente, donde el general Pinochet no podría presentarse como candidato. La opción no recibió 54.7% y la opción obtuvo 43% de los votos.4 En la actualidad no hay dudas respecto de que Pinochet no estaba dispuesto a aceptar tal derrota, pero en ese entonces el dictador ya no contaba con el apoyo de la totalidad de las elites que lo rodeaban: tanto los generales de la aviación, la marina y la policía así como la mayoría de los civiles que trabajaban para la dictadura, corroboraron públicamente el resultado del plebiscito y presionaron a Pinochet para que hiciera lo mismo (Cavallo, Salazar y Sepúlveda, 1989: 566-588). Más allá de este hecho, el plebiscito simbolizaba la primera oportunidad donde ambas coaliciones de elites que llevaban adelante el proceso de transición pudieron medir su respectivo sustento de poder. En tal sentido, resulta plausible pensar que el resultado del plebiscito produjo una relativa situación de empate: los perdedores no fueron humillados y los ganadores no resultaron absolutamente victoriosos (Godoy, 1999: 98). Una de las consecuencias de esto fue que las posteriores negociaciones requirieron una alta dosis de consenso, pues se hizo evidente que cada coalición tenía una apreciable base de poder. Las conversaciones entre las elites siguieron su camino y, así, se negoció una modificación parcial de la Constitución, que fue aprobada en 1989 por una amplia mayoría de la población. En este mismo año la coalición de elites contra el autoritarismo ganó las elecciones presidenciales y las legislativas, de modo que el 11 de marzo de 1990 un presidente elegido democráticamente asumió el mando. En este día se puede fijar el fin de la transición chilena, ya que a partir de entonces se dio vida a un nuevo modo de gobierno que acabó con el régimen dictatorial (Garretón, 2001b: 100). La pregunta que cabe formularse es respecto de cómo caracterizar esta novel democracia.

Resulta poco plausible plantear que en Chile la transición todavía no ha finalizado debido a que aún persisten enclaves autoritarios. Más lógico resulta postular que en Chile la transición ya ha terminado, aun cuando su resultado haya sido una democracia incompleta (Garretón, 1995) o defectuosa (Merkel y Puhle, 1999; Merkel, 2003). Desde este ángulo, resulta importante preguntarse cuáles son los déficit democráticos de la nueva forma de gobierno que se instauró con posterioridad al régimen autoritario. Sin duda alguna, hay una serie de elementos constitucionales e institucionales que dificultan el libre ejercicio de la voluntad popular, tales como las leyes de amnistía, un sistema electoral artificioso y un financiamiento poco transparente de la política. Muchos otros enclaves autoritarios han sido eliminados a lo largo de los últimos años, pero el carácter deficitario de la democracia chilena sólo puede ser comprendido si el tipo de transición y sus consecuencias se analizan en detalle (Karl, 1991).5 En este sentido, se puede hacer un balance similar al que Josep M. Colomer (1998) realiza del caso español: si bien en ambos países se dio una transición pacífica y legal, su resultado ha sido -como consecuencia de su propio método de negociaciones temerosas y de la pasividad de la ciudadanía- una democracia más bien mediocre y de baja calidad.

Como ya se indicó anteriormente, la transición chilena se caracterizó por una serie de conversaciones entre elites gobernantes y contra-elites que presionaban por una liberalización del régimen autoritario. Como resultado de este juego de poder, fueron sellándose pactos explícitos e implícitos para poner fin a la dictadura y, por lo tanto, se suele indicar que lo propio de la transición chilena es su carácter pactado (Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, 2001: 331; Lechner, 2001: 67; Godoy, 1999). Lo notable es que este tipo de transición mantiene un carácter sumamente ambivalente frente a los principios de la democracia:

Irónicamente, aquellos pactos modernos transforman la política en dirección a la democracia gracias a mecanismos antidemocráticos. Pues estos pactos son negociados por una pequeña cantidad de participantes, los cuales representan a grupos e instituciones establecidas que suelen ser altamente oligárquicos; tales pactos tienden además a reducir tanto la competencia como el conflicto político, así como igualmente ejercen un control sobre el espacio público y también pretenden dominar la agenda política. Dichos pactos, por último, distorsionan deliberadamente el principio de la igualdad ciudadana (O'Donnell y Schmitter, 1986: 38; traducción mía).

En consecuencia, la paradoja de la transición chilena radica en su carácter pactado: una configuración de elites contra la dictadura asumió un poder cada vez mayor gracias al resurgimiento de la sociedad civil y, de tal modo, se desarrolló un proceso de transición que finalizó con pactos inter-elites en los cuales la posición de la sociedad civil fue desatendida. En cierta medida, es plausible pensar que dicho procedimiento resulta necesario para el establecimiento de un compromiso inter-elites efectivo sobre la generación de un nuevo régimen político, puesto que las negociaciones correspondientes requieren gran autonomía de la presión y opinión de la ciudadanía (Burton, Higley y Gunther, 1992: 18-19). Desde este punto de vista, la participación masiva es un fenómeno corto y pasajero que acontece al comienzo de la transición, puesto que a continuación se promueve una desmovilización de la sociedad civil con el propósito de obtener un mayor campo de acción para las negociaciones inter-elites (Cohen y Arato, 2001: 89; Merkel y Puhle, 1999: 53). El hecho resulta particularmente crítico en el caso de Chile, pues su resultado ha sido una democracia defectuosa que -a duras penas y de manera tan sólo limitada- ha podido ir perfeccionándose. Los gobiernos que se han instalado en el poder con posterioridad a la dictadura han institucionalizado los procedimientos básicos de la democracia, mas no sus fundamentos normativos que se desempeñan como instancias de constante expansión de la autodeterminación colectiva de la sociedad. En este sentido, se puede plantear que Chile -desde el fin de su transición- ha podido avanzar mucho más en su modernización que en su democratización.

 

III. CHILE POSTRANSICIÓN: MODERNIZACIÓN EFICAZ Y DEMOCRATIZACIÓN DÉBIL

Hasta 1998, tanto dentro como fuera de Chile dominó una imagen muy positiva sobre el desarrollo del país posterior a la transición. importantes instituciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario internacional y el Banco interamericano de Desarrollo señalaron en más de una ocasión a Chile como un país modelo; así fue como este imaginario fue tomando fuerza en el espacio público transnacional. No obstante, la crisis económica asiática operó en Chile como detonante para deslegitimar la imagen ejemplar que el país ha venido ganando en el concierto internacional. Hay por lo menos dos obras intelectuales que ejemplifican este quiebre de manera paradigmática: el libro de Tomás Moulian, titulado Chile actual: anatomía de un mito; y el Informe de desarrollo humano: las paradojas de la modernización, rendido por el PNUD (1998).

En el libro de Moulian se presenta la transición y el consecuente desarrollo del país como una suerte de espejismo, puesto que a juicio del autor priva en Chile una gran desigualdad social; operan sin problemas los enclaves autoritarios; prácticamente no se ha hecho frente al problema de la violación de los derechos humanos; y la hegemonía del pensamiento neoliberal sigue expandiéndose. Por ello Moulian -siguiendo la clásica formulación de Vilfredo Pareto (1923)- opina que la transición chilena no es más que un transformismo; es decir: un cambio en las elites que se hallan en el poder, con una simultánea reafirmación de un modelo de desarrollo darwinista y de una política del statu quo frente al problema de la exclusión social.6

Por otra parte, el informe Nacional del PNUD de 1998 revela mediante material empírico que buena parte de la población chilena tenía grandes incertidumbres frente a las posibilidades de desarrollo que se abrían; se sentía disconforme frente a la evolución que había venido cobrando el país. Este hecho se explica por una rápida modernización y la inusitada fuerza que ha venido adquiriendo la diferenciación funcional de la sociedad, en cuanto esto produce una sensación de impotencia en las personas, pues observan cómo los sistemas funcionales adquieren un poder cada vez mayor a costa de la subjetividad. Particularmente problemático se vuelve este asunto en el caso de la economía, puesto que ella se rige según una ideología neoliberal que aspira a detentar un carácter de racionalidad absoluta tanto sobre otros sistemas funcionales como sobre la vida cotidiana. Por ello Chile estaría avanzando hacia una autorregulación funcional antes que hacia una autodeterminación colectiva de la sociedad. En otras palabras, la ciudadanía cuenta con pocos espacios efectivos para ejercer una participación activa en la construcción del bien común y, por lo tanto, se reproduce una pasividad social que poco aporta a superar la baja calidad e intensidad de la democracia chilena.

Mientras el libro de Tomás Moulian se transformó en un best-seller en el país, el informe chileno de desarrollo humano de 1998 tuvo gran repercusión en la intelectualidad nacional y en la latinoamericana (García Canclini, 2003: 23). A partir de entonces se escuchan importantes voces que representan un malestar social frente al desarrollo que ha venido desplegando Chile; así puede comprenderse una evaluación dual frente al llamado modelo chileno (Drake y Jaksic, 1999): por un lado, en los últimos 15 años gran parte de las elites nacionales e internacionales juzga muy positivamente el desarrollo del país y, por otro lado, dentro de la población chilena aumenta un malestar por la imposibilidad de acrecentar la autodeterminación colectiva de la sociedad y, con ello, se acentúa la sensación de impotencia. En consecuencia, vale la pena presentar de manera resumida estas dos posiciones ideológicas, las cuales pueden ser catalogadas como el discurso de la eficaz modernización y el discurso de la débil democratización.

En diversos encuentros internacionales como, por ejemplo, en asambleas políticas en la Comunidad Europea, en foros del Fondo Monetario internacional en Washington, o en el conocido encuentro anual de Davos, suele plantearse que Chile representa una suerte de país modelo dentro de América Latina. Sin duda alguna hay una serie de antecedentes que en cierta medida respaldan esta afirmación: entre 1990 y 2004 el país ha tenido un crecimiento promedio de su PIB: de 6%; en el mismo periodo disminuyó la cifra relativa de la pobreza: de 40% a 20%; y en el índice de transparencia internacional, Chile figura como la nación menos corrupta de la región latinoamericana.7 Por otro lado, debido a la privatización de empresas públicas y el aumento de la competencia económica internacional, el mercado interno de este país del Cono Sur se ha expandido de manera notable, lo cual puede observarse en una acelerada modificación del espacio urbano y en una expansión de las redes tecnológicas. En consecuencia, es posible plantear que el discurso de la modernización eficaz de Chile comporta cierta base empírica que sustenta su plausibilidad: la población del país tiene una condición material promedio mejor que la de la mayor parte de la región latinoamericana y -pese al difícil escenario económico internacional de los últimos años- Chile no sólo presenta estabilidad política sino también crecimiento económico.

Sin embargo, resulta particularmente curioso que esta evaluación positiva sobre el desarrollo de Chile postransición no se encuentre arraigada en la sociedad: 59% de los ciudadanos opina que el producto de la transformación del país está constituido por más de lo que han perdido que de lo que han ganado; además, 52% de la población chilena se siente perdedora en relación con el desarrollo económico del país (PNUD, 2002: 72, 257). Hemos de añadir que al tomar en cuenta el coeficiente de Gini de 177 países del mundo,8 Chile presenta la décima peor distribución del ingreso del planeta; tal situación no se ha modificado pese a los elevados índices de crecimiento económico del país. Por otra parte, resulta llamativo el nivel de arraigo social con que cuenta la democracia chilena: mientras, en 1989, 64% de la población definía la democracia como la forma de gobierno más preferible, en la actualidad tan sólo una mitad de los chilenos adopta esta misma posición (PNUD, 2004a: 254). Al comparar tales datos con los de Argentina en plena época de crisis económico-social de dicha nación, queda en más evidencia aún el precario arraigo de la democracia chilena: mientras 57% de la población argentina apoyaba la democracia en 2001, tan sólo 45% de la población chilena opinaba lo mismo (PNUD, 2002: 112). En consecuencia, es posible señalar que en Chile hay ciertos indicios de malestar frente al desarrollo del país, puesto que no se han mejorado los índices relativos de exclusión social; además, la democracia cuenta con un moderado índice de aceptación social (Moulian, 1997; PNUD, 1998; PNUD, 2002).9

La breve presentación anterior acerca de los discursos de la eficaz modernización y de la débil democratización de Chile, permite concluir que ambas posiciones detentan cierta validez. Bajo tal escenario, no tiene mucho sentido tratar de defender alguno de estos imaginarios de manera absoluta, en cuanto se entra en una discusión de difícil solución. Desde dicho ángulo, resulta más interesante detenerse en esta disonante evaluación sobre el desarrollo del mencionado país del Cono Sur, la cual se origina en la expansión de la idea y praxis de una democracia de baja calidad e intensidad. Para fundamentar tal tesis, se exponen a continuación tres elementos particularmente problemáticos del desarrollo chileno postautoritario que tienen su origen en los pactos de transición; a saber: institucionalización de las negociaciones inter-elites a puertas cerradas, naturalización del neoliberalismo y tardía confrontación del legado dictatorial.

A. Institucionalización de negociaciones a puertas cerradas y distanciamiento cada vez mayor entre elites y ciudadanía

Pese a la puesta en práctica de un proceso de modernización parcialmente eficaz, la dictadura chilena poseía un déficit estructural de legitimidad, lo cual hizo que con el tiempo la sociedad presionara cada vez más por dar fin al autoritarismo. La reconstrucción de la democracia se transformó así en una meta colectiva; por ello, la mayor parte de la ciudadanía aceptó la realización de una transición pactada. La idea de los nuevos regímenes que se fueron instalando en el poder a partir de 1989 consistió en perfeccionar -no en transformar- el proyecto de modernización de la dictadura; además, en ir haciendo frente con el tiempo a los enclaves autoritarios, para que así el país no sólo lograra su modernización sino también su democratización.

Sin embargo, tal programa político topó muy prontamente con sus propias fronteras, pues la transición pactada traía consigo las semillas de la paradoja del desarrollo chileno: las negociaciones inter-elites que posibilitaron el cambio de régimen político incluyeron componentes explícitos e implícitos en relación con un tipo de orden social que coarta la expansión de la autodeterminación colectiva de la sociedad. En otras palabras: en la fase de transición se sentó el precedente de que las negociaciones cerradas entre las elites constituían un mecanismo efectivo para resolver los grandes problemas nacionales. De tal manera, no sólo se potenció la informalización de los procesos de toma de decisiones y la fuerza de ciertos actores de veto, sino que también se dificultó la capacidad de fiscalización de la opinión pública y -por ello- se fue debilitando gradualmente la credibilidad del operar democrático del poder.10

Debido a la institucionalización de dicho procedimiento, las elites chilenas han ido pasando a llevar de manera sistemática los principios normativos de la democracia; por ello no parece casual que a lo largo del tiempo no ha aumentado el índice de apoyo ciudadano a este régimen político sino que se ha mantenido en un nivel similar al promedio del continente latinoamericano. No en vano las encuestas indican que el Parlamento, los partidos políticos y el Poder Judicial son las instituciones que menos confianza despiertan en la población (PNUD, 2000: 203). Asimismo, más de 50% de los jóvenes del país no participa en las elecciones políticas (PNUD, 2003: 16-17); y 70% de la población no se identifica con ninguno de los partidos políticos existentes (PNUD, 2002: 109).

Una de las consecuencias de la institucionalización de los pactos entre las elites ha sido el gradual establecimiento de una forma de conducción social donde la opinión de la población es considerada secundaria. Por ello aumenta la distancia entre elites y ciudadanos: uno de los mayores malestares actuales de la comunidad chilena. De hecho, 50% de la sociedad opina que el mayor desafío de los dirigentes políticos y económicos es el reconocimiento de las necesidades de la población común (PNUD, 2004a: 257). Ofrecer un análisis concluyente sobre este asunto no resulta sencillo, ya que en Chile en particular y en América Latina en general se dispone de escasa investigación sobre las elites. Sin embargo, estudios de otras regiones (Bürklin y Rebenstorf, 1997; Dogan y Higley, 1998) revelan que en la medida en que las elites refuerzan sus mecanismos de distinción social y no son capaces de mantener canales de diálogo con la ciudadanía, se establece un tipo de democracia fuertemente dirigida desde arriba y, por lo tanto, la población tiene poca capacidad para que sus opiniones sean tomadas en consideración.

En resumen, el accionar de las elites chilenas se halla marcado por una paradójica relación entre la transición y el establecimiento de una democracia defectuosa. Tal como se indicó con anterioridad, prima una imagen positiva del país debido al carácter pacífico de su transición y al consecuente desarrollo de un proceso de modernización exitoso dentro de América Latina. Por otro lado, se ha establecido una democracia que -como resultado de las precauciones contra la inestabilidad y la propensión a las negociaciones inter-elites que caracterizaron a la transición- restringe la participación popular y aleja a los ciudadanos de los lugares de decisión. Parafraseando el análisis de Colomer (1998: 181), puede afirmarse que las virtudes de la transición chilena se han convertido en los vicios de la democracia de este país. Tal y como indican Linz y Stepan (1996: 205-218), acaso sea una ironía el que quienes lucharon contra el autoritarismo en Chile lleguen al poder y luego vayan estableciendo rutinas políticas que tiendan a consolidar una democracia de baja intensidad y con niveles intermedios de legitimidad. De hecho, el carácter defectuoso de esta última obedece a la institucionalización de la negociación inter-elites de espaldas a la ciudadanía. De tal modo, el cierre de las esclusas comunicativas entre el sistema político y la ciudadanía se transforma en una rutina que dificulta la autodeterminación colectiva de la sociedad (Habermas, 1992: 399-467; Peters, 1993: 322-362).

B. Expansión del neoliberalismo y desarrollo de una sociedad de mercado

Como se indicó con anterioridad, el régimen autoritario instauró una política económica de libre mercado que reemplazó al modelo de desarrollo estado-céntrico y así se amplió el espacio de influencia que las empresas privadas nacionales e internacionales detentan en la sociedad. Gracias a esta transformación se formaron nuevos actores económicos, y algunos anteriores mantuvieron e incluso expandieron su poder. Por ello resulta fácil comprender que la dictadura encontró en la gran mayoría del empresariado un aliado incondicional, el cual -en el momento de producirse el proceso de transición- definió el modelo económico neoliberal como un elemento no modificable.

Por consiguiente, en las negociaciones entre las elites se selló un acuerdo -más implícito que explícito- referente a la perpetuación de la ortodoxia del modelo económico de libre mercado instaurado por la dictadura. De tal manera, los grandes grupos económicos lograron establecerse como actores de veto que tienen la capacidad de maniobrar allende las reglas democráticas. Y como el poder de su opinión es padecido por los demás actores de la sociedad, el ejercicio de la responsabilidad vertical de las instituciones se ve fuertemente obstaculizado. Por responsabilidad vertical se entiende aquí, siguiendo a O'Donnell (1999: 159-173), que los funcionarios públicos son capaces de controlar una red de instituciones medianamente autónomas y que actúan en ellas en función de los criterios constitucionales propios de dichas organizaciones. Formulado de otro modo, en Chile se ve disminuida la autonomía de las instituciones públicas y de las organizaciones de la sociedad civil, porque al haber una economía fuertemente privatizada, los grupos empresariales tienen la capacidad de imponer su parecer mediante dos maneras un tanto invisibles pero particularmente efectivas: la amenaza de la no inversión y la erosión de la confianza sistémica.11

A consecuencia de la aceptación y expansión del proyecto de modernización de libre mercado, no sólo se institucionalizó el poder de los grandes grupos económicos sino que también el principio de la autorregulación funcional de la sociedad comenzó a tomar una posición hegemónica. Siguiendo una interpretación heterodoxa de la teoría de sistemas de Luhmann (1984), es posible indicar que mediante el neoliberalismo se expande una racionalidad que aspira a organizar la totalidad social, en cuanto se parte del supuesto de que la mano invisible del mercado es capaz de gestar un ordenamiento automático y espontáneo que produciría el bienestar social. Desde este punto de vista, los sistemas funcionales de la sociedad pueden regularse por sí solos cuanto menos intervengan el Estado, las organizaciones intermedias y cualquier modo de colectivismo; a cambio, se obtiene una solución óptima del problema de Hobbes.

La realidad social de Chile se halla cruzada por tal pensamiento, ya que la racionalidad económica ha ido tomando una posición dominante en la sociedad, producto de la expansión del neoliberalismo, de manera que quienes manejan dichos códigos aumentan sus cuotas de poder a costa de la influencia que detentan otros actores sociales. Un modo de ejemplificar este hecho es el siguiente resultado de la encuesta publicada en el informe Nacional del PNUD de 2004; a saber, una ordenación de las prioridades de la elite chilena en función de cuatro temas: autorregulación del mercado, enfrentamiento de las desigualdades sociales, regulación pública de los mercados y generación de crecimiento económico.

Los datos hablan por sí solos: si bien Chile presenta una de las peores distribuciones del ingreso de América Latina y a su vez es una de las naciones con los mayores índices de crecimiento económico de la región, para la elite del país resulta más importante la potenciación de la mano invisible del mercado que la reducción de las desigualdades sociales. Detrás de esta preferencia se esconde el supuesto de que altas cuotas de crecimiento económico permiten un aumento de la igualdad de oportunidades. Sin embargo, las estadísticas oficiales revelan que los índices de desigualdad social relativa permanecen intactos pese a 15 años de continuada expansión económica.

Gracias a la posición hegemónica que detenta la ideología de libre mercado, se expande el poder de la tecnocracia y se amplía así una tendencia propia latinoamericana de realizar el diseño de las políticas desde arriba. En efecto, se trata de un problema que se arrastra ya desde la época Estado-céntrica, en cuanto sus agentes y defensores manejaban una concepción elitista del proceso de reflexión e instrumentación de las políticas públicas (Cavarozzi, 1999: 136). No obstante, dicha tendencia se ve reforzada con la puesta en práctica del neoliberalismo: en la actualidad un pequeño grupo de tecnócratas asume puestos altamente estratégicos dentro del gobierno, y desde allí se determinan las líneas centrales del accionar público. Tal tarea se llevó adelante durante el régimen de Pinochet por los llamados Chicago boys, y posteriormente dicha función fue asumida por una nueva generación de economistas que se formó en las más prestigiosas universidades de Estados Unidos (Silva, 1994; Montecinos, 1998). Lo singular de tal cambio radica en que pese a ciertas diferencias entre ambas generaciones, se sigue defendiendo con firmeza la misma doctrina económica y se reproduce un tipo de pensamiento que adquiere una posición cada vez más hegemónica dentro de la sociedad. En este sentido, resulta interesante indicar que pese a los contrastes entre Chile y México, ambos países se caracterizan por poseer una tecnocracia neoliberal que se ha formado en las más renombradas universidades estadounidenses (Camp, 2002: 152-207; Montecinos y Markhoff, 2001: 128-130) y -con la excepción de algunos estados nacionales de Centroamérica- son justamente Chile y México las únicas dos naciones latinoamericanas que hasta el momento han sellado tratados de libre comercio con la potencia estadounidense. En consecuencia, se puede postular la tesis de que estas elites tecnocráticas han cumplido el papel no sólo de importadoras de ideologías foráneas sino que a su vez se preocupan de institucionalizar dichas ideas en sus países de origen (Dezalay y Garth, 2002). Sería de tal modo como dentro de América Latina se expande el imaginario de una democracia tecnocrático-liberal (Centeno y Silva, 1998: 11) y se repliega cualquier intento de construir un modelo de democracia deliberativa.

La institucionalización del neoliberalismo tiene una última consecuencia gravitante para la capacidad de expansión de la democracia chilena: tanto desde un punto de vista teórico como práctico, el neoliberalismo propaga una naturalización de lo social (Lechner, 2001: 119). Ello quiere decir que el ideal de una democratización cada vez mayor gracias al ejercicio activo de la voluntad colectiva, es reemplazado por el ideal de una racionalidad sistémico-técnica capaz de coordinar de manera automática el orden social. Mediante la propagación de este imaginario, se debilita el poder de la sociedad civil en cuanto se niega que la acción colectiva pueda influir en la modificación del orden de las cosas. Dicho de otro modo: cuanto más se expande la mano invisible del mercado, más se conciben los individuos a sí mismos como consumidores y no como ciudadanos. Consecuencia de ello, la adaptación a una realidad naturalizada se erige en un axioma de la sociedad y, por lo tanto, se produce una anestesia del carácter utópico de la democracia. Uno de los efectos más evidentes de este problema se revela en el largo y difícil enfrentamiento de los enclaves autoritarios propios de la democracia chilena: si la sociedad civil ve disminuida su capacidad de acción, y un proceso de deliberación colectiva prácticamente no es propiciado mediante la opinión pública, ¿cómo puede una comunidad aumentar su capacidad de autodeterminarse colectivamente?

C. Tardía confrontación del legado de la dictadura

La pactada transición chilena definió mediante medidas constitucionales y reglas no escritas que el ex general Pinochet y su familia tendría inmunidad frente a reclamaciones judiciales y posibles reivindicaciones de la sociedad (Godoy, 1999: 105). Por este motivo, el aparato militar tendió a cuestionar la consolidación de la democracia cada vez que dicho pacto entre caballeros se puso en duda. Se trata de una situación que en por lo menos tres ocasiones adoptó un carácter crítico, las cuales tuvieron un mismo origen y desenlace: investigaciones sobre movimientos monetarios ilícitos de la familia de Pinochet ocasionaron el acuartelamiento de los militares; a continuación se gestaron negociaciones entre las elites, las que desembocaron en pactos que reafirmaron tanto la inmunidad del ex jerarca militar y de su familia como la prolongación de una no tematización del problema de la violación de los derechos humanos (Cavallo, 1998: 76-85, 202-216, 287-294; Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle y Vicuña, 2001: 345-346).

Tal principio, pactado sobre la protección de la figura del ex general, se prolongó hasta que fue detenido en Inglaterra a raíz de una petición de arresto emitida por el Estado español. Justamente gracias a dicho acontecimiento se produjo una constelación del todo nueva: el aparato militar ejerció presión sobre el poder político, pero éste debía seguir la lógica del Derecho internacional y, por lo tanto, la amenaza del uso de la fuerza por parte del mando militar fue perdiendo su efectividad. De tal modo se quebró uno de los cimientos medulares de la transición pactada y, a partir de entonces, se produjo un nuevo escenario político dentro de la sociedad chilena. Dicho de otro modo: la detención del ex general permitió el retroceso del temor de la población tanto frente a los mandos militares como frente al poder normativo del discurso legitimario de la modernización chilena (Lechner, 2001: 78; PNUD, 2002: 62). Una vez producido el arresto de Pinochet, se expandió un espacio de desmitificación sobre el modelo de desarrollo chileno, puesto que la sociedad fue tomando conciencia de que ella era capaz de tolerar mucha más crítica y pluralidad de lo pensado. Así se catalizaron procesos de transformación cultural que se encontraban en un estado de latencia (PNUD, 2003), tesis que gana en plausibilidad mediante los siguientes dos argumentos.

En primer lugar, mediciones empíricas recientes revelan que la población chilena ha venido perdiendo su temor frente a la diversidad de opiniones: mientras en 2001 tan sólo 28% de la sociedad opinaba que era mejor que se mostraran los conflictos que atañían a la comunidad, en 2004 esta cifra aumentó a 42% (PNUD, 2004a: 41). Ello significa que con posterioridad a la detención de Pinochet en Londres -la cual se produjo en 2001 y se prolongó hasta 2002-, la ciudadanía chilena ha ido perdiendo el temor a ejercer la libertad de opinión; así, gradualmente ha ido expandiéndose el horizonte de discusión y definición sobre lo que la sociedad considera deseable y posible.

En segundo lugar, después de la detención del ex general en Londres, los partidos de derecha se han distanciado de la figura del líder militar; además, los medios de comunicación han potenciado su función de fiscalización y de ampliación del debate público. Desde este ángulo, el espacio de opinión pública se va ensanchando y, mediante él, aumenta la posibilidad de que la autodeterminación colectiva gane terreno al principio de la autorregulación funcional de la sociedad. De hecho, no parece una casualidad que la mayoría de las elites del país opine que los medios de comunicación son los actores con más poder de la sociedad (PNUD, 2004a: 195-198).

¿Hasta qué punto pueden llevar adelante efectivamente los medios de comunicación de masas una profundización de la democracia chilena? Se trata de una pregunta que no puede ser respondida en este artículo. Sin embargo, resulta interesante retomar los puntos arriba señalados (disminución del temor al conflicto y aumento del poder de los medios de comunicación) para dejar así planteada una hipótesis de trabajo: si es plausible pensar que como producto de la detención de Pinochet en Londres se abrió en Chile un nuevo escenario para la democratización del país, resulta pertinente indicar que el origen de dicho proceso debe ser atribuido a ciertos agentes internacionales, antes que a la capacidad de las elites nacionales. En otras palabras, aunque muchos actores locales persiguieron el fin de la inmunidad fáctica de Pinochet y de su familia, no tuvieron la capacidad de modificar este vértice de la transición pactada. Ello se debe, principalmente, a que al profundizarse el orden de libre mercado, fue debilitándose el poder de la sociedad civil; así pues, la movilización de la comunidad para el enfrentamiento de los enclaves autoritarios se transformó en una tarea de casi imposible realización. Desde este punto de vista, gana en plausibilidad la tesis respecto de que ciertas influencias de la globalización desempeñan un papel clave para la profundización tanto de la democracia chilena como de otras democracias imperfectas o defectuosas de América Latina (Rovira Kaltwasser, 2005).12

 

IV. CONCLUSIÓN

El desarrollo chileno postransición puede ser comprendido como una moneda de dos caras. Se trata de un proceso de modernización relativamente exitoso que, paralelamente, se caracteriza por una débil democratización. Por ello, el modelo chileno admite una lectura tanto positiva como negativa de parte de la Ciencia Política y de la Sociología.

¿Puede indicarse entonces que Chile representa una suerte de arquetipo para América Latina? Más allá de los problemas que subyacen detrás de esta pregunta de índole normativa, es posible señalar que la democracia chilena ha sido efectiva en el sentido de su consolidación y la imposibilidad práctica de una reaparición del autoritarismo. No obstante, el desarrollo de Chile ha resultado sumamente defectuoso respecto de la capacidad de aumentar el ejercicio de la autodeterminación colectiva de la sociedad. Ello se explica en gran medida por la realización de una transición pactada, ya que allí se tomó una serie de medidas que a posteriori han dificultado la posibilidad de hacer profundizar la democracia chilena. El resultado de los pactos inter-elites ha sido entonces el establecimiento de una democracia formal a costa de la expansión del ejercicio de la soberanía popular. En este sentido, el presente artículo ha definido el modelo chileno como un proceso de dos caras y por eso también se ha hecho hincapié en tres grandes déficit democráticos actuales de Chile, todos los cuales tienen su origen en los pactos sellados en el proceso de transición política.

En primer lugar, entre las elites del país se ha institucionalizado una manera de resolución de conflictos que tiende a transgredir los principios prácticos y normativos de la democracia. Mientras este procedimiento se justificó en un inicio, debido al temor a una regresión autoritaria, con posterioridad se fue transformando en un modo de acción rutinario. Por ello la distancia entre la ciudadanía y las elites tiende a aumentar, lo cual no sólo entraña un incremento de la apatía y del desencanto frente a la democracia, sino que también se acrecienta la posibilidad del surgimiento de liderazgos de corte populista.13

En segundo lugar, en la transición pactada se cimentó la expansión del modelo económico neoliberal y ello trajo consigo una dificultad para la posterior profundización de la democracia del país. Los regímenes postransición no se apoyaron en una pluralidad de actores colectivos para gobernar, sino que más bien fundaron un fuerte aparato ejecutivo, el cual se yuxtapone al poder de una elite tecnocrática que cumple una función externa de garante de confianza para las inversiones globales y, a su vez, una función interna de reproducción de la hegemonía del modelo neoliberal.

En tercer lugar, en la transición pactada se negoció la protección del legado autoritario, lo cual ha entrañado un enfrentamiento tardío y truncado tanto con el pasado reciente de la nación en general como con el tema de la violación de los derechos humanos en particular. A este problema sólo se ha comenzado a hacerle frente con decisión a partir de la detención del ex general Pinochet en Europa, pues a partir de entonces se abrió en Chile un nuevo espacio de acción colectiva para la confrontación de los enclaves autoritarios. De tal manera, se puede postular que ciertos procesos de globalización -como, por ejemplo, la expansión del Derecho internacional- son fundamentales para la profundización de la democratización del país; ya sea para catalizar transformaciones internas como para abrir nuevos espacios de acción social.

¿Qué se puede concluir a partir de esta sintética reconstrucción histórica sobre la transición pactada y los tres grandes déficit democráticos que ella ha traído consigo para el desarrollo de Chile? La transición chilena ha sido un proceso paradójico: por un lado, ha posibilitado un cambio gradual y pacífico desde el autoritarismo hacia la democracia y, por otro lado, esta última ha terminado siendo de baja calidad debido a su débil capacidad para aumentar la autodeterminación colectiva de la sociedad. En otras palabras, el resultado de la transición chilena ha sido una democracia defectuosa que no sólo ha hecho frente a sus enclaves autoritarios de manera dificultosa y lenta, sino que además ha causado una desmovilización y despolitización de la sociedad. Como producto de ello, las esclusas comunicativas entre la ciudadanía y el sistema político escasamente se han vigorizado a lo largo del tiempo, de modo que se potencia una autorregulación funcional de la sociedad. No resulta casual entonces que los índices de legitimidad de la democracia chilena se mantengan en un nivel intermedio dentro de América Latina, pese al sostenido proceso de modernización que este país ha llevado adelante. Cabe preguntarse entonces qué sucedería si Chile viviera una crisis económica de proporciones mayúsculas o si sus índices de crecimiento descendieran. Quizás entonces se produciría un despertar de la sociedad que potenciaría un verdadero aumento de la autodeterminación colectiva, como también podría aparecer un liderazgo populista que vendría a reforzar las tendencias delegativas de las democracias defectuosas del continente. La historia está abierta y queda por verse si Chile logrará transformarse en un modelo para América Latina.

 

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Notas

1 Agradezco los comentarios de Harald Bluhm, Matthias Bohlender, Juan Carlos Castillo, Herfried Münkler y Ursula Stiegler, así como también las valiosas observaciones de los dos dictaminadores anónimos de la Revista Mexicana de Sociología.

2 "Lo que nosotros definimos como transición es el intervalo entre un régimen político y otro. [...] Las transiciones están delimitadas, por un lado, por el inicio de la disolución de un régimen autoritario y, por otro lado, por la instalación de alguna forma de democracia, el regreso a ciertas formas autoritarias, o la emergencia de una oportunidad revolucionaria" (O'Donnell y Schmitter, 1986: 6; traducción y cursivas, mías).

3 "Las democracias defectuosas no son necesariamente regímenes de transición que logran su propio equilibrio sistémico, desarrollándose bien hacia regímenes democráticos o autocráticos. Según sus acoplamientos políticos, sociales, económicos y culturales, también pueden establecerse de manera duradera" (Merkel, 2003: 63; traducción y cursivas, mías).

4 El resultado de este plebiscito es un indicador de la legitimidad tanto de la figura de Pinochet como de su régimen. En efecto, el principal logro de Pinochet no radica sólo en sus reformas económicas sino también -y sobre todo- en su capacidad de construir un régimen autoritario que poseyó y aún sigue poseyendo una cuota importante de apoyo ciudadano. Ninguna otra dictadura de derecha del continente latinoamericano puede demostrar un logro similar (Rovira Kaltwasser, 2007).

5 Una lista y un análisis detallado de los enclaves autoritarios de la democracia chilena se encuentran en Garretón (1995: 117-132). Hemos de señalar que en 2005 se modificó la Constitución del país y así se eliminó una serie de instituciones propias del régimen autoritario, tales como los senadores designados y la imposibilidad presidencial de retirar de su cargo a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas.

6 Llamo transformismo al largo proceso de preparación, durante la dictadura, de una salida destinada a permitir la continuidad de sus estructuras básicas bajo otros ropajes políticos: las vestimentas democráticas. El objetivo es el gatopardismo: cambiar para permanecer. Llamo transformismo a las operaciones que en el Chile actual se realizan para asegurar la reproducción de la infraestructura creada durante la dictadura, despojada de las molestas formas, de las brutales y de las desnudas superestructuras de entonces. El transformismo consiste en una alucinante operación de perpetuación que se realizó mediante el cambio de Estado, el cual se modificó en varios sentidos muy importantes, pero manteniendo un aspecto sustancial. Cambia el régimen de poder, se pasa de una dictadura a una cierta forma de democracia y cambia el personal político en los puestos de comando del Estado. Sin embargo, no hay un cambio del bloque dominante pese a que sí se modifica el modelo de dominación (Moulian, 1997: 145; cursivas, mías).

7 Todas estas cifras pueden encontrarse fácilmente en las siguientes páginas de Internet: <www.bancocentral.cl>, <www.mideplan.cl> y <www.transparency.de>.

8 El coeficiente de Gini es una medida estadística económica que se utiliza para medir la desigualdad de ingresos. El valor fluctúa entre 0 y 1, donde cuanto mayor es la cifra, mayor es el nivel de desigualdad. Los diez países considerados como los más desiguales del mundo -según su respectivo coeficiente de Gini- son Namibia (0.707), Lesotho (0.632), Botswana (0.630), Sierra Leona (0.629), República de África Central (0.613), Swazilandia (0.609), Sudáfrica (0.593), Brasil (0.591), Colombia (0.576) y Chile (0.571). Estos datos provienen del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (UNDP, 2004: 188-191).

9 Según los datos del Latinobarómetro, los índices de apoyo a la democracia de Chile se sitúan en un nivel intermedio en comparación con los demás países de América Latina (PNUD, 2004b). Lo curioso es que Chile ha ido avanzando en la institucionalización del Estado de Derecho y ha establecido un proceso de desarrollo en varios aspectos exitoso, situación que marca una diferencia importante dentro del continente latinoamericano. En otras palabras, en Chile la modernización no ha ido de la mano con un aumento del apoyo a la democracia como forma de gobierno. Esto permite plantear como hipótesis que gran parte del apoyo que otorga la ciudadanía al régimen político existente descansa más en el rendimiento económico que en la creencia arraigada de que hay la posibilidad real de ejercer una autodeterminación colectiva de la sociedad.

10 En todo caso, en la mayor parte de las democracias actuales se puede observar cierta tendencia de ocultamiento de los mecanismos de poder que operan en la sociedad, ya que la complejidad cada vez mayor posibilita una situación de complicidad irresponsable entre elites y ciudadanía, en cuanto se constituyen redes de expertos que fundamentan la legitimidad de sus decisiones según criterios de funcionalidad. Como bien indica Greven (2003: 86): La constante intervención fáctica de dichas redes, las cuales no están abiertas al escrutinio público y tampoco permiten que cualquier ciudadano participe, no sólo pasa por alto el principio de igualdad jurídica y política, sino que en ellas se diluye el sujeto que figura como políticamente responsable frente al ciudadano. Es justamente de este modo como la circulación de expertise y de recursos desempeñan un papel preponderante en procesos de negociación cada vez más informales y de carácter no público. De hecho, se trata de uno de los pilares del debate en torno a la post-democracia (Crouch, 20042; Jörke, 2005).

11 Una buena discusión sobre el problema de la responsabilidad vertical en América Latina se puede encontrar en el libro compilado por Mainwaring y Welna (2003). No obstante, dicha obra se apega al análisis estrictamente politológico y, por lo tanto, no desarrolla un argumento más global sobre el papel que desempeñan las elites económicas y su capacidad de impedir una fiscalización ciudadana sobre su accionar.

12 Si bien aquí no se puede exponer en detalle este argumento, hemos de señalar que los procesos de transición en América Latina no pueden ser comprendidos si se pasa por alto la influencia que las naciones extranjeras -en particular los Estados Unidos- ejercieron en la formación de contra-elites que a lo largo de América Latina presionaron en favor de la recuperación de la democracia (Dezalay y Garth, 2002).

13 En las elecciones presidenciales de 1999, cuando Chile presentaba altas tasas de desempleo y un crecimiento económico a la baja, se expandieron de manera notable los discursos populistas dentro del mundo político. De hecho, el presidente que resultó electo tuvo que adecuar su estrategia comunicacional para poder ser escogido, ya que su principal contrincante trabajó con un discurso populista de crítica hacia la cerrazón de las elites establecidas en el poder, el cual resultó ser altamente rentable en términos electorales.

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